domingo, 29 de octubre de 2017

MICHEL ONFRAY : UN KANTIANO ENTRE LOS NAZIS (EL SUEÑO DE EICHMANN)

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UN KANTIANO ENTRE LOS NAZIS (EL SUEÑO DE EICHMANN)





POR :  MICHEL ONFRAY






Adolf Eichmann en prisión






Habitualmente, cuando oye la palabra «nazismo», el vulgo menciona inmediatamente a Nietzsche. Desde el gran público considerado cultivado basta ciertos filósofos posmodernos perdonavidas de Mayo del 68, acompañantes consecuentes del liberalismo y de los valores del catolicismo, pasando por algunos falsos avispados y extraviados verdaderos, todos encuentran en el autor de Más allá del bien y del mal un promotor de la esvástica, la quema del Reichstag, la noche de los cuchillos largos, el bigote de Hitler, los campos de la muerte, las cámaras de gas y el incendio de toda Europa.
Para esta ralea tenaz, a pesar de las innumerables pruebas en contrario, parecería que basta con agacharse para recoger del revoltijo nietzscheano todo lo necesario para completar el traje del incendiario nacional socialista modelo. Hay pruebas más que suficientes de textos del Nietzsche filosemita, interesado en cruzar la excelencia de los pueblos de Goethe y de Moisés, capaz de pedir que se fusile a los antisemitas o de abandonar a su editor al descubrir que estaba implicado en la impresión de panfletos odiosos en contra del pueblo elegido, el Nietzsche que se disgustó con su hermana a causa de la militancia de ésta en las filas racistas. Pero nada de eso importa.
¿Se olvidan de agregar a todo esto que Nietzsche detestaba el estado, fustigaba el resentimiento, execraba los movimientos de masas y que, aunque es verdad que recurría a una lengua poética que lo llevaba a celebrar la guerra como una metáfora, la escarnecía, en cambio, cuando se trataba del enfrentamiento real en el campo de batalla? ¿Precisan acaso que el filósofo definía sus nociones cardinales —fuerza, debilidad, amo, esclavo, crueldad, piedad— en virtud de una metafísica directamente conectada con la capacidad de asumir el carácter trágico del eterno retomo y no respecto de la política y menos aún de la política partidaria? La cuchilla ya caída cortó la cabeza; por lo tanto ya no hay ninguna necesidad de revisar el expediente…
El antinietzscheanismo es una pasión que, por otra parte, alienta con la mayor frecuencia en los devotos de la razón. A veces los soñadores de autos de fe que consumen los libros de Nietzsche levantan la antorcha en una mano y sostienen la Metafísica de las costumbres en la otra. La moral de la intención, la pureza de la ley, la radicalidad de la moral, los postulados de la razón pura —¡ah, Dios, la libertad y la inmortalidad del alma, esos talismanes metafísicos tan útiles para recompensar a los buenos y castigar a los malos!—, con el cielo estrellado sobre sus cabezas, la ley moral en sus corazones y la tea encendida en la mano, estos señores aman a sus semejantes, ciertamente —lo cual, en su lenguaje, se enuncia del modo siguiente: considerar al otro como un fin y no como un medio—, pero aman menos a su prójimo cuando éste les es demasiado ajeno. Ahora bien, el nietzscheano es el más ajeno de sus prójimos…
Cuál no sería mi asombro cuando, al leer Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt, descubrí que, durante el interrogatorio y el proceso que se le siguió en Israel, el criminal de guerra se reivindicaba no sólo como nietzscheano, cosa estúpidamente esperada por los brutos filosofantes, sino además como kantiano, reivindicación que suena tan estrepitosa como un cañonazo en un monasterio. ¡Eichmann kantiano! ¡Estupefacción, sobrecogimiento, sorpresa! Que uno de los actores de la solución final reivindique una existencia signada por la Crítica de la razón práctica es algo que merece un examen.
El primer movimiento corresponde a la reacción pavloviana: la formación universitaria no habitúa a sus estudiantes a asociar el nazismo con el kantismo, Kant desplegó su campamento intelectual del buen lado de la barricada, del lado donde se encuentran los que piensan bien, la gente honesta, los moralistas, los virtuosos, los puros, los aureolados, los cristianos sin sotana. La obra ética de Kant es el catecismo cristiano sin la retórica de san Sulpicio.
En realidad, la Metafísica de las costumbres, si no ya La religión en los límites de la mera razón, dan a cristianos, idealistas y espiritualistas la ilusión de poder pensar como el papa disponiendo al mismo tiempo del lujo de poder expresarse en otra lengua, más precisamente en la palabrería del idealismo alemán, en la verborrea universitaria que produce los vahos mentales tan caros a los paladines de la filosofía dominante.
¿Y si, después del primer momento de denegación, miráramos más atentamente el asunto? ¿Si Eichmann, que invoca el imperativo categórico, no estuviera errado y el mecanismo filosófico de Kant se revelara compatible con la vida cotidiana de un nazi que efectúa su trabajo de monstruo? El hecho de que en toda la obra de Kant no exista un derecho ético y político a desobedecer, ¿no nos da la clave de ese doble personaje infernal: el kantiano nazi? Ésta será mi tesis.
¿Cómo se puso Eichmann en contacto con el pensamiento del filósofo prusiano? ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Con qué libros? ¿Contó con alguien que lo transportó hasta la orilla? Si así fuera, ¿quién fue? En la primavera de 1786, en Iena, dos contemporáneos de Kant se batieron en duelo porque uno de ellos afirmaba que hacían falta por lo menos treinta años de estudios en la universidad para penetrar en el secreto de la Crítica de la razón pura mientras que el otro creía que podía abordársela directamente. ¿Disponía Eichmann del caudal intelectual que le permitiera asimilar el contenido de la segunda crítica, ciertamente menos compleja que la de 1781?
El mentor que le inculcó las ideas del filósofo probablemente haya existido: se trataría del padre de Eichmann, Adolf (sic), un contable, creyente, piadoso, devoto, que disponía de una buena biblioteca clásica. El criminal de guerra manifestará haber leído además El mundo como voluntad y representación (¿tomado de los mismos anaqueles?), un obra que lo induce a pensar que la vía del libre albedrío es mucho más peligrosa que la de la religión.
No sorprende pues que Eichmann, hijo de un hombre que ocupó durante varios años una silla en el consejo presbiteral de la parroquia protestante de Linz y de una madre igualmente piadosa, creyente y practicante, huérfano de esa madre y luego hijastro de la nueva esposa tan estricta y pía como la anterior, siempre haya creído en Dios. Con la fe del carbonero, sobre el cadalso, lanzó invectivas diciendo que todos volverían a encontrarse…
De formación y cultura protestantes, practicante en su juventud, Eichmann abandona la Iglesia evangélica en 1937. Una vez afianzada su seguridad en América del Sur después de 1945, se convirtió al catolicismo para dar testimonio de su «profunda gratitud» a los sacerdotes que le permitieron salir de Europa y llegar a la Argentina por el canal de los monasterios y la red vaticana. Durante la instrucción de su proceso, dirá: «A lo largo de toda mi vida, estuve siempre apegado a la iglesia».
El pensamiento kantiano casi con seguridad formó parte de la educación familiar: en casa de los Eichmann debía apreciarse la religión pietista del filósofo prusiano, también él potentemente modelado por su madre, hasta el punto de que su Dios restaurado con la forma de un postulado de la razón pura práctica parece un signo de piedad filial consentido a los manes maternales en consideración a la audacia metafísica de la crítica que, de lo contrario, conducía directamente a su anulación. Esa religión cristiana constreñida en el corsé filosófico lingüístico kantiano lo tenía todo para complacer a aquel tipo de familia.
No esperemos del funcionario de la solución final una lectura filosófica o escrupulosa de la Crítica de la razón práctica. Podemos suponer ese tipo de lectura por parte de un nazi como Heidegger, o del hitleriano Hans Heyse, presidente de la Kant-Gesellschaft, nombrado por el régimen nacionalsocialista, por parte de Alfred Rosenberg, que elogia a Kant en El mito del siglo XX, y de Ernst Jünger, el autor de El trabajador, o hasta de Oswald Spengler, el signatario de la célebre La decadencia de Occidente, tan frecuentemente citada y tan rara vez leída. Pues todos esos pensadores nazis, muy amantes de Kant, tenían por profesión escribir libros de filosofía… Pero ¿Eichmann?
No hay ninguna necesidad de ser filósofo de formación ni de profesión, ni de ser ducho en las leyes de la epigrafía de la disciplina para tener derecho a leer una obra firmada por Platón, Descartes o Kant. No existe ninguna autorización previa para tener comercio con el pensamiento de un autor canónico. El profesor de filosofía no es el único en el mundo que dispone de un sésamo perpetuo —una vez obtenidos sus diplomas— para frecuentar la Academia, el Liceo, el Pórtico, el Jardín, la Estufa cartesiana, la Universidad de Kónisberg o el anfiteatro de Iena. A priori, Eichmann dispone del derecho a la filosofía, del derecho a filosofar, lo cual implica un derecho a leer, a impregnarse, a comprender, siempre que no produzca contrasentidos, errores de interpretación o lecturas caprichosas. Eichmann ¿leyó mal a Kant?
Cuando el acusado, en su banquillo, afirma haber vivido toda su existencia bajo el signo de Kant, al principio atrae hacia sí el desprecio del tribunal. En medio del vigoroso intercambio, esta afirmación suena poco razonable. ¿Un nazi kantiano? ¡Imposible! El juez Raveh, sin embargo, vuelve sobre ese dato e interroga al criminal de guerra. Quiere precisiones y esclarecimientos. Eichmann se los da: ha querido vivir bajo el imperio del imperativo categórico. El magistrado ciñe su interrogatorio al imperativo y Eichmann le da una definición que, sin ser literal, tampoco traiciona el espíritu del concepto: «Yo quería decir, con respecto a Kant, que el principio de mi voluntad siempre debe ser tal que pueda llegar a ser el principio de leyes generales».
¿Qué dice el texto de la Crítica de la razón práctica? Literalmente: «Obra de manera tal que la máxima de tu voluntad pueda al mismo tiempo valer como principio de una legislación universal[1]». Lo cual, en realidad, constituye la «ley fundamental de la razón práctica». En otras palabras: el tercer teorema de la analítica de la razón práctica. En La doctrina de la virtud encontramos la misma idea formulada de otro modo: «Obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda llegar a ser una ley universal[2]». Lo mismo que en los Fundamentos de la metafísica de las costumbres. A falta de una literalidad ejemplar, cualquiera puede juzgar la conformidad del sentido: el criminal de guerra no mutila al filósofo…
Hannah Arendt cree que Eichmann da «una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico[3]». Estoy de acuerdo con lo de la corrección, pero no con lo de la aproximación. A esto sigue un análisis poco convincente de la filósofa estadounidense sobre el hecho de que «la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega[4]». Según ella, Eichmann le hace decir a Kant lo contrario de lo que dice… Me temo que, desdichadamente, debo darle la razón a Eichmann y disentir con Arendt sobre esta cuestión técnica referente a la moral kantiana.
Pues ¿en qué facultad de juicio está pensando Arendt? ¿Juicio afirmativo? ¿Analítico y sintético? ¿Apodíctico? ¿Asertórico? ¿Categórico? ¿Disyuntivo? ¿Extensivo? ¿Hipotético? ¿Idéntico? ¿Infinito? ¿Intuitivo? ¿Limitativo? ¿Negativo? ¿Particular? ¿Universal? ¿Problemático? ¿Singular? ¿De gusto? ¿De percepción? ¿De experiencia? ¿Sintético a priori? En las tres críticas hallamos otras tantas variantes de este concepto. A menos que sólo se trate de la burda facultad de someter un hecho al régimen corriente de la razón o de la conciencia.
Pero, en ese caso, la conciencia de un kantiano, aunque sea nazi, puede sentirse segura, en paz, tranquila, cuando el hombre se somete a los imperativos éticos y políticos del maestro prusiano que prescribe acatar la ley, menos porque es buena o capaz de procurar satisfacciones impuras —la autosatisfacción por realizar una acción justa—, que porque es la ley. De ahí la diferencia entre la legalidad, un valor positivo, ciertamente, pero que está situado muy por debajo, y la moralidad que es preferible porque supone la pureza de las intenciones.
Cumplir con el deber, ése es un valor positivo; la motivación por el deber mismo, todavía mejor. En su defensa, Eichmann no cesará de clamar que lo único que hizo fue cumplir su juramento nacionalsocialista ejecutando sin discutir las órdenes emanadas de sus superiores. Por lo tanto, obedeció la ley porque era la ley, por amor a su forma, independientemente del contenido y aunque éste fuera enviar al matadero a millones de personas.
Ese famoso juicio sin epíteto de que habla Arendt, ¿dispensaría pues de obedecer ciegamente? En ninguna parte, Kant dice que haya que examinar el contenido de la ley —ética o política— antes de decidirse a obedecerla o a infringirla, a rebelarse contra ella o a observarla. ¿Es ésta la falla del pensamiento kantiano en la que puede precipitarse el nazismo? Esta idea no deja ningún lugar a la cuestión del examen de los contenidos, pues se limita a disponer que cada individuo sea un súbdito dócil de la ley moral y de la de su país. ¿Cómo podría Eichmann criticar semejantes proyectos filosóficos?
Según Hannah Arendt hay que entender que, para Kant, «todo hombre se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su “razón práctica”, encontró los principios que podían y debían ser los principios de la ley[5]». Me temo que esta proposición sea infiel al pensamiento de Kant. En la lógica de la ética kantiana, el hombre nunca descubre los principios actuando: semejante hipótesis supondría que antes de la acción no existen principios, lo cual implicaría una acción motivada, no por algún principio predeterminado, sino por el azar. Así, a medida que va desarrollándose, guiada por nada, la acción haría emerger el principio que sólo entonces se haría visible. Esta hipótesis es impensable pues el principio preexiste a la acción sin la cual no existiría la razón práctica.
Antes de la razón práctica, hace falta el trabajo de la razón pura. ¿Y antes de la razón pura?, dirá el listo. La cuestión muy kantiana del fundamento paradójicamente hace tropezar y luego caer a Kant: lo que funda la razón práctica es la razón pura; lo que funda la razón pura son, a pesar de las contorsiones del abultado volumen que ya conocemos, los tres postulados lanzados en la dialéctica transcendental: Dios, la libertad, la inmortalidad del alma, infernal trilogía que permite la reproducción del mundo (cristiano) tal como va… La Crítica de la razón pura da a luz una rata y, al mismo tiempo, una nube de humo que la acompaña y oculta la superchería…
Pasando muy rápidamente —demasiado rápidamente— por estos detalles de importancia que le niegan a Eichmann la capacidad de comprender a Kant, Hannah Arendt se propone además negarle la capacidad de capturar su complejidad. Algo que no habría que creer… Para hacerlo, Arendt sostiene que probablemente Eichmann haya hecho suya una verdadera perversión del imperativo categórico firmada por Hans Frank quien escribió: «Obrad de tal manera que el Führer, si tuviera conocimiento de vuestros actos, los aprobara». Lo cual produciría, según Arendt, la versión eichmanniana siguiente: «Obrad como si el principio de vuestros actos fuera el mismo que el de los legisladores o de las leyes del país». Eichmann por detestable que fuera, nunca avaló semejante idea, que no era en modo alguno kantiana.
En cambio, kantiano hasta el final, había efectivamente considerado que, obligado por la promesa de su juramento, comprometido a obedecer las leyes de su país, independientemente de cuál haya sido la genealogía del régimen —legal o ilegal y, quiérase o no, debemos recordar que la soberanía nacionalsocialista procedía del pueblo y de una elección democrática—, constreñido por su condición de funcionario que sólo tiene deberes y ningún derecho, había cumplido con su deber. Su deber nazi.
Si abandonamos el terreno de la moral kantiana para entrar en las comarcas de su filosofía política, encontramos compatibilidades semejantes entre el kantismo y el nazismo. La lectura de la primera parte de la Metafísica de las costumbres, la Doctrina del derecho, descubre puntos de convergencia sorprendentes. A pesar de la risa de Nietzsche que cubre la escena desde el comienzo, hundámonos en esa cloaca…
Eichmann no dice que haya leído ese fragmento de la Metafísica de las costumbres ni ninguna otra obra de Kant. Pero es fácil imaginar que el ambiente prusiano del hogar de los Eichmann no se habría inquietado tomando conocimiento de las ideas en materia de filosofía política que sostenía el profesor de Kónisberg. El vulgo descuenta que el curioso de la Revolución Francesa derogó su regla del paseo cotidiano pautada como el papel pentagramado para disponer más rápidamente de las noticias que llegaban del París revolucionario. O hace sus delicias del supuesto inventor genial de un Proyecto de paz perpetua quien, en realidad, se contentó con apropiarse del plan de Charles-Irénée Castel, el abad de Saint-Pierre, polígrafo furioso y reformador de la baja Normandía demasiado desconocido.
Con todo, olvidamos un dato menos políticamente correcto: que Kant fue también defensor de la superioridad de la raza blanca respecto de los negros —cuyo mal olor deploraba en sus escritos de filosofía de la historia—, autor de algunas fórmulas antisemitas, militante furioso de la pena de muerte, abominador de todo regicidio, defensor estricto de los derechos del estado y de los deberes de los ciudadanos, teórico de la interdicción de toda revolución popular, fue el pensador de la obediencia ciegamente debida a la autoridad —que limita la rebelión al exclusivo ámbito del fuero interno— y otras posiciones que difícilmente molestarían a un nacionalsocialista…
Encontramos la misma dificultad en la justificación kantiana del exilio o de la «deportación» de indeseables cómplices de crímenes. La palabra «deportación[6]» hoy suena de manera siniestra… Cuando se coloca a un hombre fuera de la ley, no hay nada más fácil que someterlo, primero, a la extraterritorialidad ontológica y, luego, a la física… El proyecto de una colonia judía en el que trabaja Eichmann en un comienzo entra perfectamente en la lógica de la deportación kantiana, puesto que la ley legal y legítima había decidido la ilegalidad de los judíos.
Detengámonos más dilatadamente en algunas páginas aterradoras que son la quintaesencia de esta visión del mundo kantiano desapegada de todo lo que se encuentra fuera de la ley, de todo lo que se produce en los márgenes. Kant justifica la pena de muerte para quien ha sido hallado culpable de un crimen. (Los abolicionistas son sumamente escasos en la historia de la filosofía y, entre los grandes nombres del pensamiento occidental, los defensores del castigo último son mucho más numerosos de lo que se cree: Platón, Rousseau, Kant, Hegel, Schopenhauer, Sartre, ciertamente, pero también y más curiosamente, Locke, Voltaire, los enciclopedistas, Diderot, Montesquieu, La Mettrie, D’Holbach…).
Pero, más sorprendente aún, Kant se confiesa dubitativo en dos casos. Y su vacilación revela la naturaleza profunda del kantismo. Se puede, pues, dar muerte a quien ha dado muerte, sin duda. Pero, en el caso del infanticidio y del duelo, Kant cree observar un problema. ¿Qué problema? Cuidado: ¿cómo justificar el recurso o el uso de la ley en caso de delitos cometidos contra personas que están fuera de la ley, o sea, que no existen realmente puesto que no existen jurídicamente?
Expliquémoslo detalladamente: un niño nacido fuera del matrimonio no tiene existencia legal. Por lo tanto, no tiene ninguna existencia. Dos duelistas que se enfrentan en un campo a pesar de que las leyes prohíben hacerlo, tampoco tienen existencia legal. Por lo tanto, no existen. ¿Recriminaciones? ¿Asombro? Detalles sin importancia. A los ojos de Kant, lo que no existe por la ley, para la ley y en la ley sencillamente no existe en absoluto. ¿Lo real? Una ficción. ¿La Idea? La única realidad. El sujeto de derecho dispone de un ser noúmeno que hace posible su ser fenomenológico. Fuera del derecho, no hay nada más.
Extrapolemos, pero sólo un poco. Cuando el régimen nacionalsocialista, emanado de una legitimidad democrática, llevado al poder en enero de 1933 por una verdadera soberanía popular, con absoluta legalidad, hace funcionar las instituciones que deciden que los judíos no disponen ya del derecho de considerarse ciudadanos del Reich y por lo tanto de declararse protegidos por ese derecho; cuando el derecho mismo avala en los textos la inexistencia jurídica de esta categoría de hombres que súbitamente escapan a la regla común, los juristas nazis ¿se comportan de algún modo diferente de Kant, cuando establece que un niño nacido fuera de la legalidad del matrimonio no es un sujeto de derecho o que un duelista que se sitúa fuera de la ley no puede recurrir a la justicia dictada por el derecho? Los padres infanticidas, el homicida sobreviviente del duelo, los nazis que efectúan su trabajo, todos cometen su crimen en un terreno que la ley no cubre, un campo no tocado por la regulación del derecho, por consiguiente, no son justiciables… ¡Escalofriante!
En su condición de figura emblemática de la filosofía occidental, Kant arrastra tras de sí una cohorte de reputaciones grabadas en el mármol: pensador de la moral, filósofo de la pureza, teórico de la paz perpetua, sabio de la república laica, parangón de la Ilustración. El conjunto constituye una tarjeta postal con la que muchos se dan por satisfechos. Los textos presentados en los manuales, los trozos escogidos de las antología completan el retrato.
Pero, si uno lee los textos, sin la mediación de la institución, como un individuo libre, ¿qué descubre? A veces lo inverso de lo que sostiene el saber popular… Es el caso, por ejemplo, del texto de ¿Qué es la Ilustración? Estas páginas se han convertido en una estribillo musical para las clases superiores pues le permiten al examinador plantear una pregunta obvia —útil para verificar fácilmente el trabajo y controlar los conocimientos…— con su respuesta igualmente estereotipada. Pregunta: ¿Qué es la Ilustración? Respuesta: «El coraje de valerse del propio entendimiento». Un golpecito de latín: «sapere aude» (sin decir nunca que la expresión es de Gassendi que la obtuvo a su vez de Horacio. Pero el epicureismo en el templo de la razón clásica, no es de buen tono…) y eso es todo.
La totalidad del breve texto dice, sin embargo, algo muy diferente y algunas cosas mucho más distantes de la Ilustración de lo que permite creer la (falsa) reputación de ese artículo de 1784, comentado por un Michel Foucault que, también él, refrenda la tarjeta postal. Kant precisa, en efecto, las condiciones de ejercicio de esa razón, pues no se trata de hacerla funcionar de cualquier modo, vale decir, libremente. Kant adora los límites, los márgenes, lo que contiene, retiene. Sus tres críticas limitan los usos de la razón, de la acción y del juicio. Su opúsculo sobre la Ilustración también.
Kant distingue entre el «uso público» y el «uso privado» de la razón. Si hemos de creer en el simple buen sentido, privado significa reservado para uno mismo, mientras que lo público es aquello destinado al prójimo. Pero el buen sentido y Kant no son la misma cosa. El uso público kantiano cubre únicamente el uso restringido a la comunidad de los lectores y, por lo tanto, el uso semiprivado, a juzgar por la abundancia de lectores con que cuentan los filósofos… El uso privado, por su parte, definía, no el círculo restringido, sino el campo de lo que —en términos contemporáneos— se llama el funcionario: el titular de un «cargo civil». Y, sobre este punto, Kant no admite ninguna tergiversación: un funcionario «en su condición de tal, no tiene derecho a razonar».
Una vez operado ese quiasma, el filósofo reduce el uso de la razón a fines elitistas, en otras palabras, a la comunidad filosófica, pero de ningún modo al pueblo o a la mayoría. Postura clásica del siglo XVIII, cuando nadie siente simpatía por el populacho. Permanezcamos entre nosotros… En ese mismo espíritu, Kant prohíbe el uso de la razón a los empleados del estado o de la religión. El militar, el profesor, el sacerdote, el financiero pueden pues pensar lo que quieran, escribirlo para comunicarlo e intercambiar ideas con sus colegas, pero en todos los casos, incluidos y sobre todo los casos de duda, de incertidumbre, de cuestionamiento, deben obedecer a su jerarquía. (En uno de sus Propósitos, Alain [Émile-August Chartier], como buen discípulo, formula la misma idea invitando a «obedecer resistiendo», posición filosófica que, concretamente, llevó a este antimilitarista pacífico a alistarse para combatir en la primera guerra mundial…). Federico II fascinaba al pensador prusiano hasta el punto de tomarle en préstamo una fórmula: «Razonad cuanto queráis y sobre todos los temas que os plazca, pero obedeced». He aquí la endeble claridad de la versión kantiana de la Ilustración…
En la Doctrina del derecho, Kant escribe: «Obedeced a la autoridad que tiene poder sobre vosotros». Poco importa de qué modo alcanzó el poder o fue legitimada esa autoridad, aun cuando proceda de la ilegalidad. En ese texto de 1796, el prusiano está pensando en los momentos violentos de la Revolución Francesa, particularmente en la decapitación de Luis XVI, acto que reprueba absolutamente. El Directorio gobierna la Francia republicana del Año IV y, aunque descienda en línea recta de un regicidio ilegal, hay que someterse a su ley.
El mismo Kant prohíbe que el pueblo se resista a los «abusos» y lo «insoportable» cometido por un tirano. Leamos este texto terrible:
El principio del deber que tiene el pueblo de soportar el abuso del poder supremo, aun cuando resulte insoportable, consiste en que su resistencia contra la legislación suprema nunca puede alcanzar la ilegalidad y mucho menos terminar anulando toda la constitución legal[7].
En ocasiones bien puede ser necesario modificar la Constitución (mala) del estado, pero el único que puede efectuar esa modificación es el soberano mismo mediante una reforma; nunca puede hacerlo el pueblo, mediante una revolución…
Veamos qué dice en Teoría y práctica (1793):
Toda oposición al poder legislativo supremo, toda insurrección destinada a traducir en actos el descontento de los sujetos, toda sublevación que estalle en rebelión es, en una república, el crimen más grave y condenable, porque socava los fundamentos mismos del sistema republicano[8].
¿Qué mejor manera de expresar la obligación de obedecer a toda ley política en vigor, independientemente de su genealogía y de su contenido?
Imaginemos a Eichmann leyendo estas frases o escuchando su contenido de boca de un padre inquieto por iniciar a su hijo en la derechura ética de la filosofía kantiana: el funcionario no tiene derecho a desobedecer una orden; tiene el poder de pensar lo que quiera, es verdad, pero siempre en el marco de su fuero interno, hasta dentro de los límites de una publicidad limitada de sus observaciones dirigidas a un público ilustrado. En ningún caso el ejercicio libre de su razón lo dispensa de su deber de obedecer las órdenes; en caso de «abuso» —aun de abuso «insoportable», lo cual abarca la persecución de los judíos, su deportación y su exterminio—, no tiene derecho a rebelarse sirio que debe esperar que el deseado cambio de rumbo se produzca mediante una reforma propuesta por el soberano, en aquel caso Adolf Hitler. ¿Esperar del Führer una reforma de su propia política de exterminio de los judíos de Europa? Y ¿qué hacer mientras espera uno ese muy hipotético día?
Como desdichadamente mostró la historia, sucedió todo lo contrario: Hitler aumentó la potencia tanatológica de su tratamiento de la cuestión judía. Desde las imprecaciones antisemitas del pequeño cabo en las cervecerías de Múnich a los eructos del autor de Mein Kampf —que Eichmann nunca leyó—; del Führer de Alemania desencadenando la noche de cristal, abriendo los primeros campos de concentración, persiguiendo a los portadores de la estrella amarilla, hasta quien, en la conferencia de Wannsee —a la que asistió Eichmann—, decidió la destrucción física del pueblo judío, los grados del descenso hacia una abyección cada vez más profunda son visibles y legibles. No parecía que hubiera muchas posibilidades de que Hitler diera marcha atrás. ¿Qué hace Eichmann mientras espera la conversión del dictador, puesto que debe obedecer y al mismo tiempo resistirse mentalmente? (Lo cual constituirá la fórmula del anarca jüngeriano, véase Heliópolis…). ¿Qué actitud adoptar en la esperanza kantiana de una reforma antinazi decidida por el jefe supremo de los nazis?
Eichmann afirma con frecuencia que nunca fue antisemita. Mejor aún, se proclama sionista. ¿Debe uno creerle bajo palabra? El l.º de abril de 1932 se afilia al partido nazi y consigue trabajo, empleado en varias empresas. ¿Sus motivaciones? Militar en la organización nacionalsocialista que da trabajo y pan a siete millones de desempleados, construye autopistas y le devuelve la dignidad al pueblo alemán luchando contra el tratado de Versalles. De ninguna manera por odio a los judíos, asegura.
Despedido en Austria por pertenecer al Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán, se enrola en el ejército alemán y trepa los peldaños. El estado mayor nacionalsocialista lo pone a cargo de la cuestión judía y Eichmann trabaja en el posible desplazamiento de las poblaciones judías a países africanos (Madagascar) o del Medio Oriente (Palestina). Concienzudo, aprende el hebreo, lengua que llega a hablar muy bien según afirman los miembros de los consejos judíos con los cuales trabaja. Lee mucho, sobre todo, libros referentes a la historia y la cultura del pueblo elegido. Funcionario modelo al que se le ha asignado una tarea, Eichmann la cumple al pie de la letra, sin dejarse influir por sus estados de ánimo, con el celo que hace gozar al que la ejecuta. Kantiano modelo, si hemos de creer lo que se dice en De un tono de distinción adoptado recientemente en filosofía (1796) donde Kant detalla el tipo de placer asociado al ejercicio de la moralidad…
En el otoño de 1941 se produce una ruptura, cuando, sin recibir ninguna información adicional, Eichmann debe marchar a Chelmo para participar en una «operación antijudía». Llegado al lugar, descubre que encierran a los judíos desnudos en un camión y los exterminan dirigiendo los gases del tubo de escape hacia el habitáculo herméticamente cerrado. Asiste a la descarga de los cadáveres y a la extracción de los dientes de oro. Durante la instrucción, experimenta un espanto tal que le impide durante varios días redactar su informe. La jerarquía lo envía nuevamente a inspeccionar lugares: Minsk, Lemberg (Lvov), Auschwitz. En todos esos campos asiste a ejecuciones de personas, incluso de niños en brazos de sus madres, que esperan de pie, en la fosa donde se los va a enterrar; comprueba de visu la existencia y el funcionamiento de las cámaras de gas; un día ve surgir bajo sus pies un manantial de sangre provocado por la fermentación de los cuerpos sepultados en una fosa común. Kantiano, dice sentirse asqueado, repugnado, estupefacto, excluido, pero todo eso en su conciencia, pues, a pesar de todo, obedece.
Al regresar de sus viajes por el infierno de los hombres, Eichmann habría podido retomar su Kant y releer esta frase de ¿Qué es la Ilustración?, que habría puesto un bálsamo en su corazón:
Sería muy peligroso que un oficial que ha recibido una orden de un superior quisiera razonar en su servicio sobre la oportunidad o la utilidad de dicha orden; debe obedecer[9].
Fórmula emblemática de la Ilustración… como cualquiera puede darse cuenta. Leámosla de otro modo, expresada de manera más directamente contundente: «Sería muy peligroso que el oficial Eichmann, que ha recibido una orden de su superior Müller, quisiera razonar en su servicio sobre la oportunidad o la utilidad de esa orden; debe obedecer». El mismo Hitler en persona podría haber firmado esta frase kantiana…
Eichmann siempre dijo que había sido fiel a su juramento y que a un militar no puede exigírsele otra cosa. ¿Habría encontrado Kant algo censurable en esto? De ninguna manera. En la sexta proposición de Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (1784), el filósofo escribe:
El hombre es un animal que, desde el momento en que vive entre otros individuos de su especie, tiene necesidad de un amo que lo obligue a obedecer a una voluntad universal válida[10].
¿Por qué no un Führer (que significa «conductor»)? Mi directora de tesis[11], quien me encomendó un trabajo sobre Kant en la universidad, entendía que ese «amo que lo obligue a obedecer» no tenía que ser necesariamente un ser de carne y hueso, de vicios y de odio, sino que bien podía ser un concepto, una idea de la razón, en otras palabras, el derecho… La lectura de las frases siguientes del opúsculo no sugieren de ningún modo semejante interpretación. Que el lector juzgue: «Pero ¿dónde habrá de encontrar a ese amo? En ninguna otra parte sino en la especie humana[12]». Por supuesto, podemos decir que ese amo es a su vez esclavo de una idea que está por encima de él: la Justicia, la Constitución, el Pueblo de quien se reconoce servidor. Pero el dictador siempre obra en nombre de ideas que supuestamente inspiran sus acciones: el Partido, el Estado, la Nación, la Raza, el Pueblo.
Ahora bien, en la Alemania nazi, ese amo es el Führer, emanación legal de un soberano constituido por el sufragio universal: Adolf Hitler encarna el resultado de las lógicas constitucionales democráticas. Por lo demás, en una lógica kantiana, aunque hubiese obtenido su puesto de canciller por medio de un golpe de estado, una revolución sangrienta, una serie de asesinatos o de malversaciones debidamente comprobadas, los súbditos sometidos a la nueva ley tendrían que obedecerla sólo porque era la Ley. Violar la ley para dar nacimiento a la ley genera un nacimiento legal y legítimo. ¡Concesión más fácil de hacer en el caso del poder que en el caso de los hijos nacidos fuera del matrimonio!
En la Doctrina del derecho, Kant enseña que «los juramentos de fidelidad… habitualmente tienen el carácter de promesas en las cuales uno declara su seria intención de cumplir las funciones asignadas de conformidad con su deber[13]». Y luego agrega: el juramento permite «aguijonear la conciencia». Cualquiera que se libere de la promesa hecha bajo juramento descalifica la fuente del derecho, pecado mortal para Kant quien, siguiendo el mismo principio, prohíbe formalmente recurrir a la mentira (véase Sobre un supuesto derecho a mentir por motivos altruistas). Renunciar al derecho de rebelarse, de sublevarse, de resistir, de desobedecer, implica a la vez renunciar a desligarse. Para el profesor, los principios son mucho más preciosos que los hombres…
Hagamos un poco de historia previa: en febrero de 1758, la ciudad prusiana de Kónisberg presta juramento al invasor ruso en un acto de adhesión a la emperatriz Catalina II. En su carácter de Privatdozent, el futuro autor de la Doctrina de la virtud se compromete a servir a la zarina. Algún tiempo después, da cursos privados de matemáticas, de fortificación, de estrategia y de pirotecnia a oficiales del ejército de ocupación. En otras épocas, bajo otros cielos, esa clase de instrucción se consideraba colaboración.
Eichmann no dejó de clamarlo: ha sido fiel, virtud kantiana, ha obedecido, virtud kantiana; se ha sometido, virtud kantiana; se prohibió resistirse a la legitimidad del poder instaurado, virtud kantiana; nunca mató, ni siquiera impartió la orden de matar, virtud kantiana; siguió escrupulosamente las órdenes que procedían de las leyes, virtud kantiana; hizo cumplir las disposiciones legales atendiendo a las normas de aplicación, siguiendo los reglamentos de la policía y en virtud de decretos legales, virtudes kantianas
Por otra parte, ese gobierno había surgido de una legitimidad interna, el voto del pueblo alemán, ciertamente, pero asimismo tenía una legitimidad internacional, pues, como precisó el mismo Eichmann, todos los países cultos del planeta disponían de representaciones diplomáticas en las ciudades del Reich nacionalsocialista. ¿Cómo podía él, mero funcionario del estado nazi, pequeño rodamiento de una inmensa maquinaria, cambiar el curso de la historia cuando su pueblo entero y los demás pueblos sostenían a aquel hombre y su política? Habría sido inútil rebelarse, pues de todas maneras, las cosas habrían continuado igual sin él, a pesar de él y de sus sentimientos. Además, si hubiera decidido rebelarse, habría debido comparecer ante el consejo de guerra y habría sido fusilado pues, en el Reich nacionalsocialista, toda insubordinación se castigaba con la muerte.
Por lo demás, en tiempos de guerra, no hay orden ilegal; de todas maneras, es impensable que un oficial discuta la orden de un superior o que la justifique ante un subalterno; y además, su trabajo de organizador de los convoyes de trenes que conducían a miles de personas a una muerte que él no había decidido, elegido, querido, ¿qué diferencia tenía con la del aviador aliado que, obedeciendo órdenes de sus jefes de escuadrilla, arrasaba una ciudad alemana con una alfombra de bombas, sabiendo que estaba exterminando fríamente a mujeres, niños y ancianos sin ninguna responsabilidad directa del crimen de guerra nazi?
Iniciando una larga tradición de la politiquería, Eichmann alegó ser responsable pero no culpable. Responsable de «complicidad por secundar a criminales», sí, pero no culpable de crímenes de guerra ni de un crimen contra la Humanidad. «En el fondo, Eichmann no fue más que un ejecutor», escribía Jochen von Lang como conclusión de la obra que informa y comenta el breve desarrollo del interrogatorio[14]. En realidad, el hombre podía muy bien alegar que había llevado una vida kantiana en la medida que uno podía hacerlo en la época que le tocó vivir y en concordancia con la historia de su tiempo.
Terminemos con Kant y pidámosle algunas razones que permitan comprender semejante tragedia personal y nacional. Vayamos por última vez al encuentro de su texto y, más particularmente, a su Antropología en el sentido pragmático (1798). Inmediatamente después de una salva de aforismos de la más ignominiosa misoginia, el anciano —éste fue su último libro— nos habla del carácter de los pueblos… Tema tan resbaladizo como el de la caracterología o el de la fisiognomía a los que dedica abundantes pasajes.
Los alemanes, escribe Kant, son los más aptos para adaptarse al gobierno que los rige; detestan oponerse al orden establecido; repudian los desórdenes y los cambios; aun cuando no hace falta el talento, el pueblo alemán «se destaca en todo lo que puede ejecutarse gracias a una aplicación obstinada»; educan a sus hijos con rigor y muestran un agudo sentido de la moral; confiesan su «inclinación por el orden y la regla» y, finalmente, ese famoso pueblo «se somete al despotismo antes que embarcarse en novedades… Éste es su lado positivo[15]». Una vez más, uno puede no estar de acuerdo con él.
Evidentemente, recurrir al espíritu de los pueblos y a otras consideraciones sobre las cualidades y defectos de las razas no sirve para explicar ni hacer comprender la furia de una nación obsesionada por el triunfo de la pulsión de muerte en toda Europa hasta el suicidio de su alma maldita en 1945 en su búnker de Berlín. El objeto de este breve texto no es esbozar un cuadro de las genealogías múltiples de la catástrofe. Por el contrario, conviene decir cómo se puede, al menos en filosofía, hacerla imposible.
Kant es culpable —y con él también lo es el kantismo— de razonar alejado de la realidad del mundo, de la gente, de los hombres, como el habitante cándido del cielo de las ideas que tanto hacía reír —ya— a Aristófanes con la camarilla platónica. No obstante, el filósofo del «mal radical» (véase La religión dentro de los límites de la mera razón) y de la «sociabilidad insociable» (léase Ideas de una historia universal en clave cosmopolita) disponía, con esos dos instrumentos, de grandes elementos previos para proponer una política de lo posible situada en las antípodas de una política de lo ideal. Pero, para hacerlo, debería haber sostenido esas dos certidumbres filosóficas con relación a datos antropológicos y no respecto de verdades ontológicas o metafísicas.
Pues si la negatividad corroe a los hombres —cosa que creo firmemente—, la solución no es darles la espalda para atesorar las ideas y no vivir sino en ellas, por ellas y para ellas, sino que estriba en abrir intelectualmente la propia visión del mundo en una perspectiva dialéctica que permita prevenir, abolir o corregir las manifestaciones del mal radical o la parte insociable de la insociable sociabilidad de los hombres.
¿Qué le falta a Kant? Puertas de emergencia para salir de su mundo de ideas puras que evita la realidad de los hombres, su fenomenalidad. En materia de ética, al igual que en política, al kantismo le falta el derecho a desobedecer (lo arbitrario), de negarse (a la injusticia), de resistirse (a la opresión), de rebelarse (contra la iniquidad), de decirle no a la ley (inicua), de recusar el derecho (de clase o de casta), de impugnar las reglas (despóticas). Pero si Kant se hubiese abastecido de semejante arsenal, se llamaría Thoreau o Bakunin…


Notas


[1] Emmanuel Kant, Crítica de la razón práctica. Citado de la traducción francesa de L. Ferry y H. Wismann, Critique de la raison pratique en Euvres philosophiques, París, Gallimard, col. Bibliotheque de la Pléiade, 1985, t. II, 1.ª parte, libro I, cap. 2, § 7. Remito asimismo a la traducción de J. Gibelin y E. Wilson publicada por Vrin en 1974. [Las citas de Kant que aparecen a lo largo del texto han sido traducidas directamente del francés con el objeto de respetar el expreso deseo del autor por una determinada traducción]. <<
[2] E. Kant, Méthaphysique des moeurs, vol. 2, Doctrine de la vertu, traduc. franc. de A. Philonenko, París, Vrin, 1968, Introducción, § 6. <<
[3] Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, Barcelona, DeBolsillo, 2009, p. 199. <<
[4] Ibid, loc. cit. <<
[5] H. Arendt, Eichmann en Jerusalén, op. cit., p. 200. <<
[6] Retomo la traducción realizada por mi ex profesor Alexis Philonenko para la editorial Vrin. <<
[7] E. Kant, Méthaphysique des moeurs, vol. 1, Doctrine du droit, traducción francesa de A. Philonenko, París, Vrin, 1971, p. 203. <<
[8] Ibid, Théorie et pratique, 2.ª parte, Du rapport de la théorie et de la pratique dans le droit politique, traducción francesa de L. Guillermit, París, Vrin, 1980, p. 42. <<
[9] E. Kant, Qu’est-ce que les Lumieres? traducción francesa de J.-F. Poirier y F. Proust, París, GF-Flammarion, 2006, § 5. <<
[10] E. Kant, Idée d’une histoire universelle au point de vue cosmopolitique, en Histoire et politique, traducción francesa de G. Leroy, París, Vrin, 1998, prop. VI. <<
[11] Véase Simone Goyard-Faver, Kant et le problème du droit, París, Vrin, 1975. <<
[12] E. Kant, Idée d’une hisoire universelle au point de vue cosmopolitique, op. cit., prop. VI. <<
[13] E. Kant, Doctrine du droit, op, cit., p. 186. <<
[14] Véase Jochen von Lang, Eichmann: l’interrogatoire, París, Belfond, 1984. <<
[15] E. Kant, Anthropologie du point de vue pragmatique, traducción francesa de M. Foucault, París, Vrin, p. 258. <<
[16] Hannah Arendt, op cit., p. 367. <<




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