UN KANTIANO ENTRE LOS NAZIS (EL SUEÑO DE EICHMANN)
POR : MICHEL ONFRAY
Adolf Eichmann en prisión
Habitualmente, cuando oye la
palabra «nazismo», el vulgo menciona inmediatamente a Nietzsche. Desde el gran
público considerado cultivado basta ciertos filósofos posmodernos perdonavidas
de Mayo del 68, acompañantes consecuentes del liberalismo y de los valores del
catolicismo, pasando por algunos falsos avispados y extraviados verdaderos,
todos encuentran en el autor de Más allá
del bien y del mal un promotor de la esvástica, la quema del Reichstag, la
noche de los cuchillos largos, el bigote de Hitler, los campos de la muerte,
las cámaras de gas y el incendio de toda Europa.
Para esta ralea tenaz, a pesar de
las innumerables pruebas en contrario, parecería que basta con agacharse para
recoger del revoltijo nietzscheano todo lo necesario para completar el traje
del incendiario nacional socialista modelo. Hay pruebas más que suficientes de
textos del Nietzsche filosemita, interesado en cruzar la excelencia de los
pueblos de Goethe y de Moisés, capaz de pedir que se fusile a los antisemitas o
de abandonar a su editor al descubrir que estaba implicado en la impresión de
panfletos odiosos en contra del pueblo elegido, el Nietzsche que se disgustó
con su hermana a causa de la militancia de ésta en las filas racistas. Pero
nada de eso importa.
¿Se olvidan de agregar a todo
esto que Nietzsche detestaba el estado, fustigaba el resentimiento, execraba
los movimientos de masas y que, aunque es verdad que recurría a una lengua
poética que lo llevaba a celebrar la guerra como una metáfora, la escarnecía,
en cambio, cuando se trataba del enfrentamiento real en el campo de batalla?
¿Precisan acaso que el filósofo definía sus nociones cardinales —fuerza,
debilidad, amo, esclavo, crueldad, piedad— en virtud de una metafísica
directamente conectada con la capacidad de asumir el carácter trágico del
eterno retomo y no respecto de la política y menos aún de la política
partidaria? La cuchilla ya caída cortó la cabeza; por lo tanto ya no hay
ninguna necesidad de revisar el expediente…
El antinietzscheanismo es una
pasión que, por otra parte, alienta con la mayor frecuencia en los devotos de
la razón. A veces los soñadores de autos de fe que consumen los libros de
Nietzsche levantan la antorcha en una mano y sostienen la Metafísica de las costumbres en la otra. La moral de la intención,
la pureza de la ley, la radicalidad de la moral, los postulados de la razón
pura —¡ah, Dios, la libertad y la inmortalidad del alma, esos talismanes metafísicos
tan útiles para recompensar a los buenos y castigar a los malos!—, con el cielo
estrellado sobre sus cabezas, la ley moral en sus corazones y la tea encendida
en la mano, estos señores aman a sus semejantes, ciertamente —lo cual, en su
lenguaje, se enuncia del modo siguiente: considerar al otro como un fin y no
como un medio—, pero aman menos a su prójimo cuando éste les es demasiado
ajeno. Ahora bien, el nietzscheano es el más ajeno de sus prójimos…
Cuál no sería mi asombro cuando,
al leer Eichmann en Jerusalén de
Hannah Arendt, descubrí que, durante el interrogatorio y el proceso que se le
siguió en Israel, el criminal de guerra se reivindicaba no sólo como
nietzscheano, cosa estúpidamente esperada por los brutos filosofantes, sino
además como kantiano, reivindicación que suena tan estrepitosa como un cañonazo
en un monasterio. ¡Eichmann kantiano! ¡Estupefacción, sobrecogimiento,
sorpresa! Que uno de los actores de la solución final reivindique una
existencia signada por la Crítica de la
razón práctica es algo que merece un examen.
El primer movimiento corresponde
a la reacción pavloviana: la formación universitaria no habitúa a sus
estudiantes a asociar el nazismo con el kantismo, Kant desplegó su campamento
intelectual del buen lado de la barricada, del lado donde se encuentran los que
piensan bien, la gente honesta, los moralistas, los virtuosos, los puros, los
aureolados, los cristianos sin sotana. La obra ética de Kant es el catecismo
cristiano sin la retórica de san Sulpicio.
En realidad, la Metafísica de las costumbres, si no ya La religión en los límites de la mera razón,
dan a cristianos, idealistas y espiritualistas la ilusión de poder pensar como
el papa disponiendo al mismo tiempo del lujo de poder expresarse en otra
lengua, más precisamente en la palabrería del idealismo alemán, en la verborrea
universitaria que produce los vahos mentales tan caros a los paladines de la
filosofía dominante.
¿Y si, después del primer momento
de denegación, miráramos más atentamente el asunto? ¿Si Eichmann, que invoca el
imperativo categórico, no estuviera errado y el mecanismo filosófico de Kant se
revelara compatible con la vida cotidiana de un nazi que efectúa su trabajo de
monstruo? El hecho de que en toda la obra de Kant no exista un derecho ético y
político a desobedecer, ¿no nos da la clave de ese doble personaje infernal: el
kantiano nazi? Ésta será mi tesis.
¿Cómo se puso Eichmann en
contacto con el pensamiento del filósofo prusiano? ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Con
qué libros? ¿Contó con alguien que lo transportó hasta la orilla? Si así fuera,
¿quién fue? En la primavera de 1786, en Iena, dos contemporáneos de Kant se
batieron en duelo porque uno de ellos afirmaba que hacían falta por lo menos
treinta años de estudios en la universidad para penetrar en el secreto de la Crítica de la razón pura mientras que el
otro creía que podía abordársela directamente. ¿Disponía Eichmann del caudal
intelectual que le permitiera asimilar el contenido de la segunda crítica,
ciertamente menos compleja que la de 1781?
El mentor que le inculcó las
ideas del filósofo probablemente haya existido: se trataría del padre de
Eichmann, Adolf (sic), un contable,
creyente, piadoso, devoto, que disponía de una buena biblioteca clásica. El
criminal de guerra manifestará haber leído además El mundo como voluntad y representación (¿tomado de los mismos
anaqueles?), un obra que lo induce a pensar que la vía del libre albedrío es
mucho más peligrosa que la de la religión.
No sorprende pues que Eichmann,
hijo de un hombre que ocupó durante varios años una silla en el consejo
presbiteral de la parroquia protestante de Linz y de una madre igualmente
piadosa, creyente y practicante, huérfano de esa madre y luego hijastro de la
nueva esposa tan estricta y pía como la anterior, siempre haya creído en Dios.
Con la fe del carbonero, sobre el cadalso, lanzó invectivas diciendo que todos
volverían a encontrarse…
De formación y cultura
protestantes, practicante en su juventud, Eichmann abandona la Iglesia
evangélica en 1937. Una vez afianzada su seguridad en América del Sur después
de 1945, se convirtió al catolicismo para dar testimonio de su «profunda
gratitud» a los sacerdotes que le permitieron salir de Europa y llegar a la
Argentina por el canal de los monasterios y la red vaticana. Durante la instrucción
de su proceso, dirá: «A lo largo de toda mi vida, estuve siempre apegado a la
iglesia».
El pensamiento kantiano casi con
seguridad formó parte de la educación familiar: en casa de los Eichmann debía
apreciarse la religión pietista del filósofo prusiano, también él potentemente
modelado por su madre, hasta el punto de que su Dios restaurado con la forma de
un postulado de la razón pura práctica parece un signo de piedad filial
consentido a los manes maternales en consideración a la audacia metafísica de
la crítica que, de lo contrario, conducía directamente a su anulación. Esa
religión cristiana constreñida en el corsé filosófico lingüístico kantiano lo
tenía todo para complacer a aquel tipo de familia.
No esperemos del funcionario de
la solución final una lectura filosófica o escrupulosa de la Crítica de la razón práctica. Podemos
suponer ese tipo de lectura por parte de un nazi como Heidegger, o del
hitleriano Hans Heyse, presidente de la Kant-Gesellschaft, nombrado por el
régimen nacionalsocialista, por parte de Alfred Rosenberg, que elogia a Kant en
El mito del siglo XX, y de Ernst
Jünger, el autor de El trabajador, o
hasta de Oswald Spengler, el signatario de la célebre La decadencia de Occidente, tan frecuentemente citada y tan rara
vez leída. Pues todos esos pensadores
nazis, muy amantes de Kant, tenían por profesión escribir libros de filosofía… Pero ¿Eichmann?
No hay ninguna necesidad de ser
filósofo de formación ni de profesión, ni de ser ducho en las leyes de la
epigrafía de la disciplina para tener derecho a leer una obra firmada por
Platón, Descartes o Kant. No existe ninguna autorización previa para tener
comercio con el pensamiento de un autor canónico. El profesor de filosofía no
es el único en el mundo que dispone de un sésamo perpetuo —una vez obtenidos
sus diplomas— para frecuentar la Academia, el Liceo, el Pórtico, el Jardín, la
Estufa cartesiana, la Universidad de Kónisberg o el anfiteatro de Iena. A priori, Eichmann dispone del derecho a
la filosofía, del derecho a filosofar, lo cual implica un derecho a leer, a
impregnarse, a comprender, siempre que no produzca contrasentidos, errores de
interpretación o lecturas caprichosas. Eichmann ¿leyó mal a Kant?
Cuando el acusado, en su
banquillo, afirma haber vivido toda su existencia bajo el signo de Kant, al
principio atrae hacia sí el desprecio del tribunal. En medio del vigoroso
intercambio, esta afirmación suena poco razonable. ¿Un nazi kantiano?
¡Imposible! El juez Raveh, sin embargo, vuelve sobre ese dato e interroga al
criminal de guerra. Quiere precisiones y esclarecimientos. Eichmann se los da:
ha querido vivir bajo el imperio del imperativo categórico. El magistrado ciñe
su interrogatorio al imperativo y Eichmann le da una definición que, sin ser
literal, tampoco traiciona el espíritu del concepto: «Yo quería decir, con
respecto a Kant, que el principio de mi voluntad siempre debe ser tal que pueda
llegar a ser el principio de leyes generales».
¿Qué dice el texto de la Crítica de la razón práctica?
Literalmente: «Obra de manera tal que la máxima de tu voluntad pueda al mismo
tiempo valer como principio de una legislación universal[1]». Lo
cual, en realidad, constituye la «ley fundamental de la razón práctica». En
otras palabras: el tercer teorema de la analítica de la razón práctica. En La doctrina de la virtud encontramos la
misma idea formulada de otro modo: «Obra de tal manera que la máxima de tu
acción pueda llegar a ser una ley universal[2]». Lo mismo que en los
Fundamentos de la metafísica de las
costumbres. A falta de una literalidad
ejemplar, cualquiera puede juzgar la conformidad
del sentido: el criminal de guerra no mutila al filósofo…
Hannah Arendt cree que Eichmann
da «una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico[3]».
Estoy de acuerdo con lo de la corrección, pero no con lo de la aproximación. A
esto sigue un análisis poco convincente de la filósofa estadounidense sobre el
hecho de que «la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la
facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega[4]».
Según ella, Eichmann le hace decir a Kant lo contrario de lo que dice… Me temo
que, desdichadamente, debo darle la razón a Eichmann y disentir con Arendt
sobre esta cuestión técnica referente a la moral kantiana.
Pues ¿en qué facultad de juicio
está pensando Arendt? ¿Juicio afirmativo? ¿Analítico y sintético? ¿Apodíctico?
¿Asertórico? ¿Categórico? ¿Disyuntivo? ¿Extensivo? ¿Hipotético? ¿Idéntico?
¿Infinito? ¿Intuitivo? ¿Limitativo? ¿Negativo? ¿Particular? ¿Universal?
¿Problemático? ¿Singular? ¿De gusto? ¿De percepción? ¿De experiencia?
¿Sintético a priori? En las tres
críticas hallamos otras tantas variantes de este concepto. A menos que sólo se
trate de la burda facultad de someter un hecho al régimen corriente de la razón
o de la conciencia.
Pero, en ese caso, la conciencia
de un kantiano, aunque sea nazi, puede sentirse segura, en paz, tranquila,
cuando el hombre se somete a los imperativos éticos y políticos del maestro
prusiano que prescribe acatar la ley, menos porque es buena o capaz de procurar
satisfacciones impuras —la autosatisfacción por realizar una acción justa—, que
porque es la ley. De ahí la diferencia entre la legalidad, un valor positivo, ciertamente, pero que está situado
muy por debajo, y la moralidad que es
preferible porque supone la pureza de las intenciones.
Cumplir con el deber, ése es un
valor positivo; la motivación por el deber mismo, todavía mejor. En su defensa,
Eichmann no cesará de clamar que lo único que hizo fue cumplir su juramento
nacionalsocialista ejecutando sin discutir las órdenes emanadas de sus
superiores. Por lo tanto, obedeció la ley porque era la ley, por amor a su
forma, independientemente del contenido y aunque éste fuera enviar al matadero
a millones de personas.
Ese famoso juicio sin epíteto de que habla Arendt, ¿dispensaría pues de
obedecer ciegamente? En ninguna parte, Kant dice que haya que examinar el
contenido de la ley —ética o política— antes de decidirse a obedecerla o a
infringirla, a rebelarse contra ella o a observarla. ¿Es ésta la falla del pensamiento
kantiano en la que puede precipitarse el nazismo? Esta idea no deja ningún
lugar a la cuestión del examen de los contenidos, pues se limita a disponer que
cada individuo sea un súbdito dócil de la ley moral y de la de su país. ¿Cómo
podría Eichmann criticar semejantes proyectos filosóficos?
Según Hannah Arendt hay que
entender que, para Kant, «todo hombre se convertía en un legislador desde el
instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su “razón
práctica”, encontró los principios que podían y debían ser los principios de la
ley[5]». Me temo que esta proposición sea infiel al pensamiento de
Kant. En la lógica de la ética kantiana, el hombre nunca descubre los
principios actuando: semejante hipótesis supondría que antes de la acción no
existen principios, lo cual implicaría una acción motivada, no por algún
principio predeterminado, sino por el azar. Así, a medida que va
desarrollándose, guiada por nada, la acción haría emerger el principio que sólo
entonces se haría visible. Esta hipótesis es impensable pues el principio
preexiste a la acción sin la cual no existiría la razón práctica.
Antes de la razón práctica, hace
falta el trabajo de la razón pura. ¿Y antes de la razón pura?, dirá el listo.
La cuestión muy kantiana del fundamento paradójicamente hace tropezar y luego
caer a Kant: lo que funda la razón práctica es la razón pura; lo que funda la
razón pura son, a pesar de las contorsiones del abultado volumen que ya
conocemos, los tres postulados lanzados en la dialéctica transcendental: Dios,
la libertad, la inmortalidad del alma, infernal trilogía que permite la
reproducción del mundo (cristiano) tal como va… La Crítica de la razón pura da a luz una rata y, al mismo tiempo, una
nube de humo que la acompaña y oculta la superchería…
Pasando muy rápidamente
—demasiado rápidamente— por estos detalles de importancia que le niegan a
Eichmann la capacidad de comprender a Kant, Hannah Arendt se propone además
negarle la capacidad de capturar su complejidad. Algo que no habría que creer… Para
hacerlo, Arendt sostiene que probablemente
Eichmann haya hecho suya una verdadera perversión del imperativo categórico
firmada por Hans Frank quien escribió: «Obrad de tal manera que el Führer, si tuviera conocimiento de
vuestros actos, los aprobara». Lo cual produciría, según Arendt, la versión
eichmanniana siguiente: «Obrad como si el principio de vuestros actos fuera el
mismo que el de los legisladores o de las leyes del país». Eichmann por
detestable que fuera, nunca avaló semejante idea, que no era en modo alguno
kantiana.
En cambio, kantiano hasta el
final, había efectivamente considerado que, obligado por la promesa de su
juramento, comprometido a obedecer las leyes de su país, independientemente de
cuál haya sido la genealogía del régimen —legal o ilegal y, quiérase o no,
debemos recordar que la soberanía nacionalsocialista procedía del pueblo y de
una elección democrática—, constreñido por su condición de funcionario que sólo
tiene deberes y ningún derecho, había cumplido con su deber. Su deber nazi.
Si abandonamos el terreno de la
moral kantiana para entrar en las comarcas de su filosofía política,
encontramos compatibilidades semejantes entre el kantismo y el nazismo. La
lectura de la primera parte de la Metafísica
de las costumbres, la Doctrina del
derecho, descubre puntos de convergencia sorprendentes. A pesar de la risa
de Nietzsche que cubre la escena desde el comienzo, hundámonos en esa cloaca…
Eichmann no dice que haya leído
ese fragmento de la Metafísica de las
costumbres ni ninguna otra obra de Kant. Pero es fácil imaginar que el
ambiente prusiano del hogar de los Eichmann no se habría inquietado tomando
conocimiento de las ideas en materia de filosofía política que sostenía el
profesor de Kónisberg. El vulgo descuenta que el curioso de la Revolución
Francesa derogó su regla del paseo cotidiano pautada como el papel pentagramado
para disponer más rápidamente de las noticias que llegaban del París
revolucionario. O hace sus delicias del supuesto inventor genial de un Proyecto de paz perpetua quien, en
realidad, se contentó con apropiarse del plan de Charles-Irénée Castel, el abad
de Saint-Pierre, polígrafo furioso y reformador de la baja Normandía demasiado
desconocido.
Con todo, olvidamos un dato menos
políticamente correcto: que Kant fue también defensor de la superioridad de la
raza blanca respecto de los negros —cuyo mal olor deploraba en sus escritos de
filosofía de la historia—, autor de algunas fórmulas antisemitas, militante
furioso de la pena de muerte, abominador de todo regicidio, defensor estricto
de los derechos del estado y de los deberes de los ciudadanos, teórico de la
interdicción de toda revolución popular, fue el pensador de la obediencia
ciegamente debida a la autoridad —que limita la rebelión al exclusivo ámbito
del fuero interno— y otras posiciones que difícilmente molestarían a un
nacionalsocialista…
Encontramos la misma dificultad
en la justificación kantiana del exilio o de la «deportación» de indeseables
cómplices de crímenes. La palabra «deportación[6]» hoy suena de manera
siniestra… Cuando se coloca a un hombre fuera de la ley, no hay nada más fácil
que someterlo, primero, a la extraterritorialidad ontológica y, luego, a la física… El proyecto de una colonia judía
en el que trabaja Eichmann en un comienzo entra perfectamente en la lógica de
la deportación kantiana, puesto que la ley legal y legítima había decidido la
ilegalidad de los judíos.
Detengámonos más dilatadamente en
algunas páginas aterradoras que son la quintaesencia de esta visión del mundo
kantiano desapegada de todo lo que se encuentra fuera de la ley, de todo lo que
se produce en los márgenes. Kant justifica la pena de muerte para quien ha sido
hallado culpable de un crimen. (Los abolicionistas son sumamente escasos en la
historia de la filosofía y, entre los grandes nombres del pensamiento
occidental, los defensores del castigo último son mucho más numerosos de lo que
se cree: Platón, Rousseau, Kant, Hegel, Schopenhauer, Sartre, ciertamente, pero
también y más curiosamente, Locke, Voltaire, los enciclopedistas, Diderot,
Montesquieu, La Mettrie, D’Holbach…).
Pero, más sorprendente aún, Kant
se confiesa dubitativo en dos casos. Y su
vacilación revela la naturaleza profunda del kantismo. Se puede, pues, dar
muerte a quien ha dado muerte, sin duda. Pero, en el caso del infanticidio y
del duelo, Kant cree observar un problema. ¿Qué problema? Cuidado: ¿cómo
justificar el recurso o el uso de la ley en caso de delitos cometidos contra
personas que están fuera de la ley, o sea, que no existen realmente puesto que no existen jurídicamente?
Expliquémoslo detalladamente: un
niño nacido fuera del matrimonio no tiene existencia legal. Por lo tanto, no
tiene ninguna existencia. Dos duelistas que se enfrentan en un campo a pesar de
que las leyes prohíben hacerlo, tampoco tienen existencia legal. Por lo tanto,
no existen. ¿Recriminaciones? ¿Asombro? Detalles sin importancia. A los ojos de
Kant, lo que no existe por la ley, para la ley y en la ley sencillamente no
existe en absoluto. ¿Lo real? Una ficción. ¿La Idea? La única realidad. El
sujeto de derecho dispone de un ser noúmeno que hace posible su ser
fenomenológico. Fuera del derecho, no hay nada más.
Extrapolemos, pero sólo un poco.
Cuando el régimen nacionalsocialista, emanado de una legitimidad democrática,
llevado al poder en enero de 1933 por una verdadera soberanía popular, con
absoluta legalidad, hace funcionar las instituciones que deciden que los judíos
no disponen ya del derecho de considerarse ciudadanos del Reich y por lo tanto
de declararse protegidos por ese derecho; cuando el derecho mismo avala en los
textos la inexistencia jurídica de esta categoría de hombres que súbitamente
escapan a la regla común, los juristas nazis ¿se comportan de algún modo
diferente de Kant, cuando establece que un niño nacido fuera de la legalidad
del matrimonio no es un sujeto de derecho o que un duelista que se sitúa fuera
de la ley no puede recurrir a la justicia dictada por el derecho? Los padres
infanticidas, el homicida sobreviviente del duelo, los nazis que efectúan su
trabajo, todos cometen su crimen en un terreno que la ley no cubre, un campo no
tocado por la regulación del derecho, por consiguiente, no son justiciables…
¡Escalofriante!
En su condición de figura
emblemática de la filosofía occidental, Kant arrastra tras de sí una cohorte de
reputaciones grabadas en el mármol: pensador de la moral, filósofo de la
pureza, teórico de la paz perpetua, sabio de la república laica, parangón de la
Ilustración. El conjunto constituye una tarjeta postal con la que muchos se dan
por satisfechos. Los textos presentados en los manuales, los trozos escogidos
de las antología completan el retrato.
Pero, si uno lee los textos, sin
la mediación de la institución, como un individuo libre, ¿qué descubre? A veces
lo inverso de lo que sostiene el saber popular… Es el caso, por ejemplo, del
texto de ¿Qué es la Ilustración?
Estas páginas se han convertido en una estribillo musical para las clases
superiores pues le permiten al examinador plantear una pregunta obvia —útil
para verificar fácilmente el trabajo y controlar los conocimientos…— con su
respuesta igualmente estereotipada. Pregunta: ¿Qué es la Ilustración?
Respuesta: «El coraje de valerse del propio entendimiento». Un golpecito de
latín: «sapere aude» (sin decir nunca que la expresión es de Gassendi que la
obtuvo a su vez de Horacio. Pero el epicureismo en el templo de la razón
clásica, no es de buen tono…) y eso es todo.
La totalidad del breve texto
dice, sin embargo, algo muy diferente y algunas cosas mucho más distantes de la
Ilustración de lo que permite creer la (falsa) reputación de ese artículo de
1784, comentado por un Michel Foucault que, también él, refrenda la tarjeta
postal. Kant precisa, en efecto, las condiciones de ejercicio de esa razón,
pues no se trata de hacerla funcionar de cualquier modo, vale decir, libremente. Kant adora los límites, los
márgenes, lo que contiene, retiene. Sus tres críticas limitan los usos de la
razón, de la acción y del juicio. Su opúsculo sobre la Ilustración también.
Kant distingue entre el «uso
público» y el «uso privado» de la razón. Si hemos de creer en el simple buen
sentido, privado significa reservado para uno mismo, mientras que lo público es
aquello destinado al prójimo. Pero el buen sentido y Kant no son la misma cosa.
El uso público kantiano cubre únicamente el uso restringido a la comunidad de
los lectores y, por lo tanto, el uso semiprivado, a juzgar por la abundancia de
lectores con que cuentan los filósofos… El uso privado, por su parte, definía,
no el círculo restringido, sino el campo de lo que —en términos contemporáneos—
se llama el funcionario: el titular de un «cargo civil». Y, sobre este punto,
Kant no admite ninguna tergiversación: un funcionario «en su condición de tal,
no tiene derecho a razonar».
Una vez operado ese quiasma, el
filósofo reduce el uso de la razón a fines elitistas, en otras palabras, a la
comunidad filosófica, pero de ningún modo al pueblo o a la mayoría. Postura
clásica del siglo XVIII, cuando nadie siente simpatía por el populacho.
Permanezcamos entre nosotros… En ese mismo espíritu, Kant prohíbe el uso de la
razón a los empleados del estado o de la religión. El militar, el profesor, el
sacerdote, el financiero pueden pues pensar lo que quieran, escribirlo para
comunicarlo e intercambiar ideas con sus colegas, pero en todos los casos,
incluidos y sobre todo los casos de duda, de incertidumbre, de cuestionamiento,
deben obedecer a su jerarquía. (En uno de sus Propósitos, Alain [Émile-August Chartier], como buen discípulo,
formula la misma idea invitando a «obedecer resistiendo», posición filosófica
que, concretamente, llevó a este antimilitarista pacífico a alistarse para
combatir en la primera guerra mundial…). Federico II fascinaba al pensador
prusiano hasta el punto de tomarle en préstamo una fórmula: «Razonad cuanto
queráis y sobre todos los temas que os plazca, pero obedeced». He aquí la
endeble claridad de la versión kantiana de la Ilustración…
En la Doctrina del derecho, Kant escribe: «Obedeced a la autoridad que
tiene poder sobre vosotros». Poco importa de qué modo alcanzó el poder o fue
legitimada esa autoridad, aun cuando proceda de la ilegalidad. En ese texto de
1796, el prusiano está pensando en los momentos violentos de la Revolución
Francesa, particularmente en la decapitación de Luis XVI, acto que reprueba
absolutamente. El Directorio gobierna la Francia republicana del Año IV y,
aunque descienda en línea recta de un regicidio ilegal, hay que someterse a su
ley.
El mismo Kant prohíbe que el
pueblo se resista a los «abusos» y lo «insoportable» cometido por un tirano.
Leamos este texto terrible:
El principio del deber que tiene
el pueblo de soportar el abuso del poder supremo, aun cuando resulte
insoportable, consiste en que su resistencia contra la legislación suprema
nunca puede alcanzar la ilegalidad y mucho menos terminar anulando toda la
constitución legal[7].
En ocasiones bien puede ser
necesario modificar la Constitución (mala) del estado, pero el único que puede
efectuar esa modificación es el soberano mismo mediante una reforma; nunca
puede hacerlo el pueblo, mediante una revolución…
Veamos qué dice en Teoría y práctica (1793):
Toda oposición al poder
legislativo supremo, toda insurrección destinada a traducir en actos el
descontento de los sujetos, toda sublevación que estalle en rebelión es, en una
república, el crimen más grave y condenable, porque socava los fundamentos
mismos del sistema republicano[8].
¿Qué mejor manera de expresar la
obligación de obedecer a toda ley política en vigor, independientemente de su
genealogía y de su contenido?
Imaginemos a Eichmann leyendo
estas frases o escuchando su contenido de boca de un padre inquieto por iniciar
a su hijo en la derechura ética de la filosofía kantiana: el funcionario no
tiene derecho a desobedecer una orden; tiene el poder de pensar lo que quiera,
es verdad, pero siempre en el marco de su fuero interno, hasta dentro de los
límites de una publicidad limitada de sus observaciones dirigidas a un público
ilustrado. En ningún caso el ejercicio libre de su razón lo dispensa de su
deber de obedecer las órdenes; en caso de «abuso» —aun de abuso «insoportable»,
lo cual abarca la persecución de los judíos, su deportación y su exterminio—,
no tiene derecho a rebelarse sirio que debe esperar que el deseado cambio de
rumbo se produzca mediante una reforma propuesta por el soberano, en aquel caso
Adolf Hitler. ¿Esperar del Führer una
reforma de su propia política de exterminio de los judíos de Europa? Y ¿qué hacer mientras espera uno ese muy
hipotético día?
Como desdichadamente mostró la
historia, sucedió todo lo contrario: Hitler aumentó la potencia tanatológica de
su tratamiento de la cuestión judía.
Desde las imprecaciones antisemitas del pequeño cabo en las cervecerías de
Múnich a los eructos del autor de Mein
Kampf —que Eichmann nunca leyó—; del Führer
de Alemania desencadenando la noche de cristal, abriendo los primeros campos de
concentración, persiguiendo a los portadores de la estrella amarilla, hasta
quien, en la conferencia de Wannsee —a la que asistió Eichmann—, decidió la
destrucción física del pueblo judío, los grados del descenso hacia una
abyección cada vez más profunda son visibles y legibles. No parecía que hubiera
muchas posibilidades de que Hitler diera marcha atrás. ¿Qué hace Eichmann
mientras espera la conversión del dictador, puesto que debe obedecer y al mismo
tiempo resistirse mentalmente? (Lo cual constituirá la fórmula del anarca
jüngeriano, véase Heliópolis…). ¿Qué
actitud adoptar en la esperanza kantiana de una reforma antinazi decidida por
el jefe supremo de los nazis?
Eichmann afirma con frecuencia
que nunca fue antisemita. Mejor aún, se proclama sionista. ¿Debe uno creerle
bajo palabra? El l.º de abril de 1932 se afilia al partido nazi y consigue
trabajo, empleado en varias empresas. ¿Sus motivaciones? Militar en la
organización nacionalsocialista que da trabajo y pan a siete millones de
desempleados, construye autopistas y le devuelve la dignidad al pueblo alemán
luchando contra el tratado de Versalles. De ninguna manera por odio a los
judíos, asegura.
Despedido en Austria por
pertenecer al Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán, se enrola en el
ejército alemán y trepa los peldaños. El estado mayor nacionalsocialista lo
pone a cargo de la cuestión judía y Eichmann trabaja en el posible
desplazamiento de las poblaciones judías a países africanos (Madagascar) o del
Medio Oriente (Palestina). Concienzudo, aprende el hebreo, lengua que llega a
hablar muy bien según afirman los miembros de los consejos judíos con los
cuales trabaja. Lee mucho, sobre todo, libros referentes a la historia y la cultura
del pueblo elegido. Funcionario modelo al que se le ha asignado una tarea,
Eichmann la cumple al pie de la letra, sin dejarse influir por sus estados de
ánimo, con el celo que hace gozar al que la ejecuta. Kantiano modelo, si hemos
de creer lo que se dice en De un tono de
distinción adoptado recientemente en filosofía (1796) donde Kant detalla el
tipo de placer asociado al ejercicio de la moralidad…
En el otoño de 1941 se produce
una ruptura, cuando, sin recibir ninguna información adicional, Eichmann debe
marchar a Chelmo para participar en una «operación antijudía». Llegado al
lugar, descubre que encierran a los judíos desnudos en un camión y los
exterminan dirigiendo los gases del tubo de escape hacia el habitáculo
herméticamente cerrado. Asiste a la descarga de los cadáveres y a la extracción
de los dientes de oro. Durante la instrucción, experimenta un espanto tal que
le impide durante varios días redactar su informe. La jerarquía lo envía
nuevamente a inspeccionar lugares: Minsk, Lemberg (Lvov), Auschwitz. En todos
esos campos asiste a ejecuciones de personas, incluso de niños en brazos de sus
madres, que esperan de pie, en la fosa donde se los va a enterrar; comprueba de
visu la existencia y el
funcionamiento de las cámaras de gas; un día ve surgir bajo sus pies un
manantial de sangre provocado por la fermentación de los cuerpos sepultados en
una fosa común. Kantiano, dice sentirse asqueado, repugnado, estupefacto,
excluido, pero todo eso en su conciencia, pues, a pesar de todo, obedece.
Al regresar de sus viajes por el
infierno de los hombres, Eichmann habría podido retomar su Kant y releer esta
frase de ¿Qué es la Ilustración?, que
habría puesto un bálsamo en su corazón:
Sería muy peligroso que un
oficial que ha recibido una orden de un superior quisiera razonar en su
servicio sobre la oportunidad o la utilidad de dicha orden; debe obedecer[9].
Fórmula emblemática de la
Ilustración… como cualquiera puede darse cuenta. Leámosla de otro modo,
expresada de manera más directamente contundente: «Sería muy peligroso que el
oficial Eichmann, que ha recibido una orden de su superior Müller, quisiera
razonar en su servicio sobre la oportunidad o la utilidad de esa orden; debe
obedecer». El mismo Hitler en persona podría haber firmado esta frase kantiana…
Eichmann siempre dijo que había
sido fiel a su juramento y que a un militar no puede exigírsele otra cosa.
¿Habría encontrado Kant algo censurable en esto? De ninguna manera. En la sexta
proposición de Ideas para una historia
universal en clave cosmopolita (1784), el filósofo escribe:
El hombre es un animal que, desde
el momento en que vive entre otros individuos de su especie, tiene necesidad de
un amo que lo obligue a obedecer a una voluntad universal válida[10].
¿Por qué no un Führer (que significa «conductor»)? Mi
directora de tesis[11], quien me encomendó un trabajo sobre Kant en
la universidad, entendía que ese «amo que lo obligue a obedecer» no tenía que
ser necesariamente un ser de carne y hueso, de vicios y de odio, sino que bien
podía ser un concepto, una idea de la razón, en otras palabras, el derecho… La
lectura de las frases siguientes del opúsculo no sugieren de ningún modo
semejante interpretación. Que el lector juzgue: «Pero ¿dónde habrá de encontrar
a ese amo? En ninguna otra parte sino en la especie humana[12]». Por
supuesto, podemos decir que ese amo es a su vez esclavo de una idea que está
por encima de él: la Justicia, la Constitución, el Pueblo de quien se reconoce
servidor. Pero el dictador siempre obra en nombre de ideas que supuestamente
inspiran sus acciones: el Partido, el Estado, la Nación, la Raza, el Pueblo.
Ahora bien, en la Alemania nazi,
ese amo es el Führer, emanación legal
de un soberano constituido por el sufragio universal: Adolf Hitler encarna el
resultado de las lógicas constitucionales democráticas. Por lo demás, en una
lógica kantiana, aunque hubiese obtenido su puesto de canciller por medio de un
golpe de estado, una revolución sangrienta, una serie de asesinatos o de
malversaciones debidamente comprobadas, los súbditos sometidos a la nueva ley
tendrían que obedecerla sólo porque era la Ley. Violar la ley para dar
nacimiento a la ley genera un nacimiento legal y legítimo. ¡Concesión más fácil
de hacer en el caso del poder que en el caso de los hijos nacidos fuera del matrimonio!
En la Doctrina del derecho, Kant enseña que «los juramentos de fidelidad…
habitualmente tienen el carácter de promesas en las cuales uno declara su seria
intención de cumplir las funciones asignadas de conformidad con su deber[13]».
Y luego agrega: el juramento permite «aguijonear la conciencia». Cualquiera que
se libere de la promesa hecha bajo juramento descalifica la fuente del derecho,
pecado mortal para Kant quien, siguiendo el mismo principio, prohíbe
formalmente recurrir a la mentira (véase Sobre
un supuesto derecho a mentir por motivos altruistas). Renunciar al derecho
de rebelarse, de sublevarse, de resistir, de desobedecer, implica a la vez
renunciar a desligarse. Para el profesor, los principios son mucho más
preciosos que los hombres…
Hagamos un poco de historia
previa: en febrero de 1758, la ciudad prusiana de Kónisberg presta juramento al
invasor ruso en un acto de adhesión a la emperatriz Catalina II. En su
carácter de Privatdozent, el futuro
autor de la Doctrina de la virtud se
compromete a servir a la zarina. Algún tiempo después, da cursos privados de
matemáticas, de fortificación, de estrategia y de pirotecnia a oficiales del
ejército de ocupación. En otras épocas, bajo otros cielos, esa clase de
instrucción se consideraba colaboración.
Eichmann no dejó de clamarlo: ha
sido fiel, virtud kantiana, ha
obedecido, virtud kantiana; se ha
sometido, virtud kantiana; se
prohibió resistirse a la legitimidad del poder instaurado, virtud kantiana; nunca mató, ni siquiera impartió la orden de matar,
virtud kantiana; siguió
escrupulosamente las órdenes que procedían de las leyes, virtud kantiana; hizo cumplir las disposiciones legales atendiendo
a las normas de aplicación, siguiendo los reglamentos de la policía y en virtud
de decretos legales, virtudes kantianas…
Por otra parte, ese gobierno
había surgido de una legitimidad interna, el voto del pueblo alemán,
ciertamente, pero asimismo tenía una legitimidad internacional, pues, como
precisó el mismo Eichmann, todos los países cultos del planeta disponían de
representaciones diplomáticas en las ciudades del Reich nacionalsocialista.
¿Cómo podía él, mero funcionario del estado nazi, pequeño rodamiento de una
inmensa maquinaria, cambiar el curso de la historia cuando su pueblo entero y
los demás pueblos sostenían a aquel hombre y su política? Habría sido inútil
rebelarse, pues de todas maneras, las cosas habrían continuado igual sin él, a
pesar de él y de sus sentimientos. Además, si hubiera decidido rebelarse,
habría debido comparecer ante el consejo de guerra y habría sido fusilado pues,
en el Reich nacionalsocialista, toda insubordinación se castigaba con la
muerte.
Por lo demás, en tiempos de
guerra, no hay orden ilegal; de todas maneras, es impensable que un oficial
discuta la orden de un superior o que la justifique ante un subalterno; y
además, su trabajo de organizador de los convoyes de trenes que conducían a
miles de personas a una muerte que él no había decidido, elegido, querido, ¿qué
diferencia tenía con la del aviador aliado que, obedeciendo órdenes de sus
jefes de escuadrilla, arrasaba una ciudad alemana con una alfombra de bombas,
sabiendo que estaba exterminando fríamente a mujeres, niños y ancianos sin
ninguna responsabilidad directa del crimen de guerra nazi?
Iniciando una larga tradición de
la politiquería, Eichmann alegó ser responsable pero no culpable. Responsable
de «complicidad por secundar a criminales», sí, pero no culpable de crímenes de
guerra ni de un crimen contra la Humanidad. «En el fondo, Eichmann no fue más
que un ejecutor», escribía Jochen von Lang como conclusión de la obra que
informa y comenta el breve desarrollo del interrogatorio[14]. En
realidad, el hombre podía muy bien alegar que había llevado una vida kantiana
en la medida que uno podía hacerlo en la época que le tocó vivir y en
concordancia con la historia de su tiempo.
Terminemos con Kant y pidámosle
algunas razones que permitan comprender semejante tragedia personal y nacional.
Vayamos por última vez al encuentro de su texto y, más particularmente, a su Antropología en el sentido pragmático
(1798). Inmediatamente después de una salva de aforismos de la más ignominiosa
misoginia, el anciano —éste fue su último libro— nos habla del carácter de los
pueblos… Tema tan resbaladizo como el de la caracterología o el de la
fisiognomía a los que dedica abundantes pasajes.
Los alemanes, escribe Kant, son
los más aptos para adaptarse al gobierno que los rige; detestan oponerse al
orden establecido; repudian los desórdenes y los cambios; aun cuando no hace
falta el talento, el pueblo alemán «se destaca en todo lo que puede ejecutarse
gracias a una aplicación obstinada»; educan a sus hijos con rigor y muestran un
agudo sentido de la moral; confiesan su «inclinación por el orden y la regla»
y, finalmente, ese famoso pueblo «se somete al despotismo antes que embarcarse
en novedades… Éste es su lado positivo[15]». Una vez más, uno puede
no estar de acuerdo con él.
Evidentemente, recurrir al
espíritu de los pueblos y a otras consideraciones sobre las cualidades y
defectos de las razas no sirve para explicar ni hacer comprender la furia de
una nación obsesionada por el triunfo de la pulsión de muerte en toda Europa
hasta el suicidio de su alma maldita en 1945 en su búnker de Berlín. El objeto
de este breve texto no es esbozar un cuadro de las genealogías múltiples de la
catástrofe. Por el contrario, conviene decir cómo se puede, al menos en
filosofía, hacerla imposible.
Kant es culpable —y con él
también lo es el kantismo— de razonar alejado de la realidad del mundo, de la
gente, de los hombres, como el habitante cándido del cielo de las ideas que
tanto hacía reír —ya— a Aristófanes con la camarilla platónica. No obstante, el
filósofo del «mal radical» (véase La
religión dentro de los límites de la mera razón) y de la «sociabilidad
insociable» (léase Ideas de una historia
universal en clave cosmopolita) disponía, con esos dos instrumentos, de
grandes elementos previos para proponer una política de lo posible situada en
las antípodas de una política de lo ideal. Pero, para hacerlo, debería haber
sostenido esas dos certidumbres filosóficas con relación a datos antropológicos
y no respecto de verdades ontológicas o metafísicas.
Pues si la negatividad corroe a
los hombres —cosa que creo firmemente—, la solución no es darles la espalda
para atesorar las ideas y no vivir sino en ellas, por ellas y para ellas, sino
que estriba en abrir intelectualmente la propia visión del mundo en una
perspectiva dialéctica que permita prevenir, abolir o corregir las
manifestaciones del mal radical o la parte insociable de la insociable
sociabilidad de los hombres.
¿Qué le falta a Kant? Puertas de
emergencia para salir de su mundo de ideas puras que evita la realidad de los
hombres, su fenomenalidad. En materia de ética, al igual que en política, al
kantismo le falta el derecho a desobedecer (lo arbitrario), de negarse (a la
injusticia), de resistirse (a la opresión), de rebelarse (contra la iniquidad),
de decirle no a la ley (inicua), de recusar el derecho (de clase o de casta),
de impugnar las reglas (despóticas). Pero si Kant se hubiese abastecido de
semejante arsenal, se llamaría Thoreau o Bakunin…
Notas
[1] Emmanuel Kant, Crítica de la razón
práctica. Citado de la traducción francesa de L. Ferry y H. Wismann, Critique de la raison pratique en Euvres philosophiques, París, Gallimard,
col. Bibliotheque de la Pléiade, 1985, t. II, 1.ª parte, libro I, cap. 2, § 7.
Remito asimismo a la traducción de J. Gibelin y E. Wilson publicada por Vrin en
1974. [Las citas de Kant que aparecen a lo largo del texto han sido traducidas
directamente del francés con el objeto de respetar el expreso deseo del autor
por una determinada traducción]. <<
[2] E. Kant, Méthaphysique des moeurs,
vol. 2, Doctrine de la vertu, traduc.
franc. de A. Philonenko, París, Vrin, 1968, Introducción, § 6. <<
[3] Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén,
Barcelona, DeBolsillo, 2009, p. 199. <<
[4] Ibid, loc. cit. <<
[5] H. Arendt, Eichmann en Jerusalén,
op. cit., p. 200. <<
[6] Retomo la traducción realizada por mi ex profesor Alexis Philonenko para
la editorial Vrin. <<
[7] E. Kant, Méthaphysique des moeurs,
vol. 1, Doctrine du droit, traducción
francesa de A. Philonenko, París, Vrin, 1971, p. 203. <<
[8] Ibid, Théorie et pratique, 2.ª
parte, Du rapport de la théorie et de la
pratique dans le droit politique, traducción francesa de L. Guillermit,
París, Vrin, 1980, p. 42. <<
[9] E. Kant, Qu’est-ce que les Lumieres?
traducción francesa de J.-F. Poirier y F. Proust, París, GF-Flammarion, 2006, §
5. <<
[10] E. Kant, Idée d’une histoire
universelle au point de vue cosmopolitique, en Histoire et politique, traducción francesa de G. Leroy, París,
Vrin, 1998, prop. VI. <<
[11] Véase Simone Goyard-Faver, Kant et
le problème du droit, París, Vrin, 1975. <<
[12] E. Kant, Idée d’une hisoire
universelle au point de vue cosmopolitique, op. cit., prop. VI. <<
[13] E. Kant, Doctrine du droit, op, cit.,
p. 186. <<
[14] Véase Jochen von Lang, Eichmann:
l’interrogatoire, París, Belfond, 1984. <<
[15] E. Kant, Anthropologie du point de
vue pragmatique, traducción francesa de M. Foucault, París, Vrin, p. 258.
<<
[16] Hannah Arendt, op cit.,
p. 367. <<
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