domingo, 22 de noviembre de 2015

Slavoj Žižek : Respuestas sin preguntas

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El siguiente ensayo, que publicamos, apareció en un texto recopilatorio bajo el nombre La Idea de Comunismo The New York Conference (2011)(The Idea of Communism. The New York Conference), donde diversos autores han intentado actualizar el marxismo a los nuevos acontecimientos tales como la Primavera Árabe , el movimiento Occupy Wall Street, la revuelta griega  y los disturbios en el Reino Unido, todo bajo el contexto general del capitalismo Global .Entre los intervinientes ,que encontraremos en el texto en mención,  tenemos a  Alain Badiou ,Slavoj Žižek, Frank Ruda, Emmanuel Terray , Adrian Johnston , Jodi Dean , Susan Buck-Morss , Bruno Bosteels, Étienne Balibar quienes bajo el titulo :"El comunismo : un nuevo comienzo", expusieron en el marco de un congreso — el tercero de la serie, tras el de Londres en 2009 y el de Berlín en 2010— dedicado al concepto de comunismo y que fue celebrado en la Universidad Cooper Union de Nueva York entre el 14 y el 16 de octubre de 2011. 















                                   Respuestas sin preguntas
Slavoj Žižek

Dicen que en China, si odias verdaderamente a alguien, la maldición que hay que lanzarle es «¡Ojalá vivas tiempos interesantes!». Históricamente, los «tiempos interesantes» han sido periodos de desasosiego, guerras y luchas por el poder en los que millones de inocentes han sufrido las consecuencias. Los cuatro acontecimientos que estremecieron al mundo en el verano de 2011 —la continuación de las revueltas árabes, la orgía asesina de Anders Breivik en Oslo, la renovación del caos financiero con su presagio de una nueva recesión y las violentas protestas en ciudades del Reino Unido con cientos de hogares y coches saqueados y quemados— son claros síntomas de que estamos entrando en una nueva época de tiempos interesantes.
Según Hegel, la repetición tiene un papel preciso en la historia: cuando algo ocurre solamente una vez, puede ser descartado como un mero accidente, como algo que podría haberse evitado si se hubiera manejado mejor la situación: pero cuando el mismo acontecimiento se repite, eso es un signo de que nos encontramos ante una necesidad histórica más profunda. Cuando Napoleón perdió por primera vez, en 1813, pareció cosa de mala suerte; cuando perdió por segunda vez, en Waterloo, estaba claro que su momento había pasado… ¿Y no ocurre lo mismo con la actual crisis financiera? Cuando esta llegó a los mercados en septiembre de 2008, parecía tratarse de un accidente que podría corregirse mediante una mejor regulación: ahora que los síntomas de una repetida debacle financiera se acumulan, es evidente que nos enfrentamos a una necesidad estructural.
Lo que hace que esta continua crisis sea extraña es el axioma que adoptan la gran mayoría de «especialistas» y políticos: se nos dice una y otra vez que vivimos un momento crítico de déficit y deuda donde todos debemos soportar una carga y aceptar unas condiciones de vida inferiores; todos, con la excepción de los (muy) ricos. La idea de elevar los impuestos a esta minoría de muy ricos es un tabú absoluto: si lo hacemos, según nos dicen, los ricos perderán sus incentivos para invertir y crear nuevos empleos, y todos sufriremos las consecuencias. La única forma de escapar a estos tiempos difíciles es que los pobres sean más pobres y los ricos sean más ricos. Y si los ricos corren peligro de perder parte de su riqueza, la sociedad ha de ayudarlos: la idea dominante sobre la actual crisis financiera (a saber, que fue causada por los préstamos y los dispendios excesivos del Estado) está manifiestamente en conflicto con el hecho de que, desde Islandia hasta los Estados Unidos, su causa última se hallaba en los grandes bancos privados: con el fin de prevenir el colapso de los bancos, el Estado tuvo que intervenir con enormes cantidades de dinero de los contribuyentes. ¿Cómo podemos encontrar una vía de escape en medio de una situación tan confusa?
En la década de los treinta del siglo pasado, Hitler ofreció el antisemitismo como explicación de los problemas que sufrían los alemanes de a pie: desempleo, decadencia moral, malestar social… Detrás de todo esto se hallaban los judíos; evocar «la conspiración judía» lo dejaba todo claro, al proporcionar un sencillo «mapa cognitivo». ¿Acaso el odio al multiculturalismo y la amenaza de los inmigrantes no desempeñan hoy esa misma función? Están ocurriendo cosas extrañas: se producen desastres financieros que afectan a nuestra vida diaria, pero que se experimentan como algo totalmente opaco. El rechazo al multiculturalismo introduce una falsa claridad en la situación: son los intrusos extranjeros quienes están alterando nuestra forma de vida… Por tanto, existe una interconexión entre el ascenso de la ola contra los inmigrantes en los países de Occidente (que alcanzó su cima con la orgía asesina de Breivik) y la actual crisis financiera: el hecho de aferrarse a la identidad étnica sirve como escudo protector frente al trauma de estar atrapado en la vorágine de una abstracción financiera nada transparente. El auténtico «cuerpo extraño» que no puede ser asimilado es, en definitiva, la autopropulsada máquina infernal del capital mismo.
Hay cosas que nos deberían hacer reflexionar sobre la autojustificación ideológica de Breivik y sobre las reacciones a sus actos asesinos. El manifiesto de este «cazador de marxistas» cristiano, que mató a más de 70 personas en Oslo, no es precisamente el fruto de la incoherencia de un loco; es simplemente una exposición coherente de la «crisis de Europa» que sirve como la base (más o menos) implícita del creciente populismo contra la inmigración. Sus propias incoherencias son sintomáticas de las contradicciones internas de este punto de vista. Lo primero que no puede dejar de sorprendernos es el modo en que Breivik construye a su enemigo: la combinación de tres elementos (marxismo, multiculturalismo, islamismo), cada uno perteneciente a un espacio político diferente: la izquierda radical marxista, el liberalismo multicultural, el fundamentalismo religioso islámico. La vieja costumbre fascista de atribuir al enemigo rasgos mutuamente excluyentes («la conspiración bolchevique-plutocrática judía») regresa (la izquierda radical bolchevique, el capitalismo plutocrático, la identidad étnico-religiosa) bajo un nuevo aspecto. Incluso más reveladora es la forma en que la autodesignación de Breivik baraja las cartas de la ideología derechista radical. Breivik defiende el cristianismo, pero se declara agnóstico: para él, el cristianismo es simplemente una elaboración cultural que oponer al islam. Es antifeminista y cree que habría que disuadir a las mujeres de que siguieran estudios superiores; pero está de acuerdo con una sociedad «secular», apoya el aborto y se declara progay. Además, Breivik combina los rasgos nazis (en los detalles también: por ejemplo, su simpatía por Saga, el cantante folk sueco pronazi) con el odio a Hitler: uno de sus héroes es Max Manus, el líder de la resistencia noruega antinazi. Breivik no es tanto un racista como un antimusulmán: todo su odio se dirige contra la amenaza musulmana. Y, por último, aunque no por ello menos importante, Breivik es antisemita pero proisraelita, ya que el Estado de Israel es la primera línea de defensa frente a la expansión musulmana; incluso desea ver reconstruido el templo de Jerusalén. Considera que los judíos están bien mientras no haya demasiados, o, como escribió en su «Manifiesto»: «No hay problema judío en la Europa occidental (con la excepción del Reino Unido y Francia), puesto que en Europa occidental solo tenemos a un millón de judíos, mientras que 800 000 de ellos viven en Francia y en el Reino Unido. Por otro lado, los Estados Unidos, con más de 6 millones de judíos (un 600 por 100 más que en Europa), tienen un problema judío considerable». Por tanto, Breivik encarna la paradoja extrema de un sionista nazi. ¿Cómo es posible tal cosa?
Una clave se halla en las reacciones de la derecha europea ante el ataque de Breivik. Repetían como un mantra que sus actos eran condenables, pero que no había que olvidar que Breivik planteaba «preocupaciones legítimas sobre problemas reales»: la política convencional está fracasando a la hora de abordar la corrosión de Europa por la islamización y el multiculturalismo; por citar el Jerusalem Post, deberíamos aprovechar la tragedia de Oslo «como una oportunidad para reevaluar seriamente la política de integración de la inmigración en Noruega y en otros países»(381). (Por cierto, sería agradable escuchar una valoración similar de los actos terroristas palestinos, algo así como «estos actos terroristas deberían servir como una oportunidad para reevaluar las políticas de Israel»). Por supuesto, en esta evaluación hay implícita una referencia a Israel: un Israel «multicultural» no tiene posibilidades de sobrevivir, el apartheid es la única opción realista. El precio de este pacto, verdaderamente perverso, entre los sionistas y la derecha, es que, para justificar el derecho a Palestina, se ha de reconocer de manera retroactiva la línea de argumentación que, en una etapa anterior de la historia de Europa, se utilizó contra los judíos: el trato implícito es «estamos dispuestos a admitir vuestra intolerancia frente a otras culturas que se hallan entre vosotros si vosotros admitís nuestro derecho a no tolerar palestinos entre nosotros». La trágica ironía de este trato es que los judíos mismos habían sido los primeros «multiculturalistas»: su problema era cómo sobrevivir manteniendo su cultura intacta en lugares donde predominaba otra cultura (382). Al final de este camino se encuentra la posibilidad extrema, que no debería descartarse en absoluto, de un «pacto histórico» entre fundamentalistas musulmanes y sionistas.
Pero ¿y si estamos entrando en una nueva era en la que ese razonamiento terminará imponiéndose? ¿Qué pasaría si Europa aceptara la paradoja de que su apertura democrática se basa en la exclusión («no hay libertad para los enemigos de la libertad», como lo planteó Robespierre hace mucho tiempo)? En principio, esto es, desde luego, cierto, pero es aquí donde uno ha de ser muy específico. En cierto sentido, Breivik acertó al elegir su blanco: no atacó a extranjeros, sino a aquellos que dentro de su propia comunidad eran vistos como excesivamente tolerantes a los invasores extranjeros. El problema no es el extranjero; es nuestra propia identidad (europea). A pesar de que la actual crisis de la Unión Europea se muestra como una crisis de la economía y de la deuda, en su dimensión fundamental es una crisis ideológico-política: el fracaso de los referendos sobre la Constitución de la Unión Europea hace unos pocos años proporcionó una clara señal de que los votantes percibían la Unión Europea como una unión económica «tecnocrática», carente de toda visión que pudiera movilizar a la gente; hasta las protestas recientes, la única ideología capaz de movilizar a la gente era la «defensa» de Europa contra la inmigración.
Los recientes estallidos de homofobia en los estados poscomunistas del este de Europa nos obligan a reflexionar. A principios de 2011, hubo un desfile homosexual en Estambul, en el que miles de personas marcharon en paz, sin violencia ni disturbios; en desfiles homosexuales que tuvieron lugar al mismo tiempo en Serbia y en Croacia (en Belgrado y Split), la policía fue incapaz de proteger a los participantes, que fueron atacados ferozmente por miles de violentos fundamentalistas cristianos. Estos fundamentalistas, más que los ciudadanos turcos, son la verdadera amenaza para el legado europeo. Por tanto, dado que la Unión Europea básicamente bloqueó el ingreso de Turquía en su seno, deberíamos plantear la pregunta obvia: ¿y si aplicamos las mismas reglas a la Europa del Este?(383).
Es crucial localizar en esta serie el antisemitismo, como uno más de sus elementos, entre otras formas de racismo, sexismo, homofobia, etc. Con el objeto de sustentar su política sionista, el Estado de Israel está cometiendo un error catastrófico: ha decidido minimizar, si no ignorar completamente, el denominado «viejo» antisemitismo (tradicionalmente europeo), centrándose más bien en el «nuevo» antisemitismo, supuestamente «progresista», enmascarado en la crítica a la política sionista del Estado de Israel. En este sentido, Bernard-Henri Lévy (en su The Left in Dark Times) afirmaba recientemente que el antisemitismo del siglo XXI será «progresista» o no será. Llevada a su conclusión lógica, esta tesis nos obliga a invertir la vieja interpretación marxista del antisemitismo como un anticapitalismo mistificado/desplazado (en vez de culpar al sistema capitalista, la rabia se centra en un grupo étnico específico, acusado de corromper el sistema); para Lévy y sus partidarios, el anticapitalismo contemporáneo es una forma encubierta de antisemitismo.
Esta prohibición velada pero no menos efectiva de atacar el «viejo» antisemitismo se produce justamente cuando el antisemitismo de la «vieja escuela» está volviendo en toda Europa, especialmente en los países poscomunistas del este de Europa. Podemos observar una alianza igual de extraña en Estados Unidos: ¿cómo pueden los cristianos fundamentalistas estadounidenses, que son por definición antisemitas, apoyar apasionadamente ahora la política sionista del Estado de Israel? Solo hay una solución a este enigma: no es que hayan cambiado los fundamentalistas estadounidenses, sino que el sionismo, en su odio por los judíos que no se identifican totalmente con la política del Estado de Israel, se convierten paradójicamente en antisemitas; es decir, el sionismo ha elaborado la figura del judío que duda del proyecto sionista en la línea del antisemitismo. Israel está jugando aquí a un peligroso juego: el canal Fox News, principal voz estadounidense de la extrema derecha y partidario incondicional del expansionismo israelí, tuvo que relegar recientemente a Glen Beck, su presentador estrella, porque sus comentarios se estaban haciendo abiertamente antisemitas.
El argumento sionista habitual contra las críticas de las políticas del Estado de Israel es que, por supuesto, como cualquier otro Estado, Israel puede y debe ser juzgado y eventualmente criticado, pero que los críticos tergiversan la justificada crítica de la política israelí con propósitos antisemitas. ¿Acaso la línea de argumentación implícita de los fundamentalistas cristianos incondicionalmente partidarios de la política israelí y que rechazan las críticas de la izquierda no tiene su mejor representación en una estupenda viñeta publicada en julio de 2008 en el periódico vienés Die Presse? La imagen muestra a dos robustos austríacos de aspecto nazi; uno de ellos, con un periódico en las manos, comenta a su amigo: «¡Aquí puedes ver de nuevo un antisemitismo totalmente justificado pero malgastado en una crítica barata de Israel!». Así son hoy día los aliados del Estado de Israel. Los judíos críticos con el Estado de Israel son habitualmente desdeñados como judíos que se odian a sí mismos. Sin embargo, ¿los judíos que se odian a sí mismos no son en realidad aquellos que secretamente odian la verdadera grandeza del pueblo judío, es decir, los sionistas que pactan con los antisemitas? ¿Cómo hemos terminado en una situación tan extraña?
El problema que subyace aquí es el del amor al prójimo. Como de costumbre, G. K. Chesterton puso el dedo en la llaga: «La Biblia nos dice que amemos a nuestros semejantes y también que amemos a nuestros enemigos; probablemente porque son, por lo habitual, la misma gente». Por tanto, ¿qué ocurre cuando estos problemáticos vecinos devuelven el golpe? Aunque los disturbios de agosto de 2011 en el Reino Unido se desencadenaron por la sospechosa muerte de Mark Duggan, suele aceptarse que expresaban un malestar más profundo. Pero ¿qué tipo de malestar? Al igual que los incendios de coches en los suburbios de París en 2005, los manifestantes del Reino Unido no tenían un mensaje que ofrecer. El contraste con las enormes protestas estudiantiles de noviembre de 2010, que también se tornaron violentas, es evidente: estas tenían un mensaje, el rechazo a las reformas de la educación superior. Por ello es difícil concebir los disturbios del Reino Unido según los términos marxistas del naciente sujeto revolucionario; encajan mucho mejor en la idea hegeliana de «chusma»: aquellos que se hallan fuera del espacio social organizado, a los que se impide participar en la producción social y que solo pueden expresar su descontento mediante «estallidos irracionales» de violencia destructiva («negatividad abstracta», como la llamó Hegel). Tal vez sea esta la oculta verdad de Hegel, de su pensamiento político: cuanto más crea una sociedad un Estado racional bien organizado, más retorna la negatividad abstracta de la violencia «irracional».
Las implicaciones teológicas de esta verdad oculta tienen un alcance inesperado: ¿qué ocurriría si el destinatario último del mandamiento bíblico «No matarás» fuera el mismísimo Dios (Jehová), y nosotros, los frágiles seres humanos, fuéramos sus semejantes, expuestos a la ira divina? ¿Cuán a menudo, en el Antiguo Testamento, Dios aparece como un extraño siniestro que brutalmente irrumpe en las vidas humanas y siembra la destrucción? Cuando Levinas escribió que la primera reacción al ver a nuestro semejante es matarlo, ¿no daba a entender que esto se refería en un principio a la relación de Dios con los seres humanos, por lo que el mandamiento era en realidad una petición a Dios para que controlara su ira? En la medida en que la solución judía es un dios muerto, un dios que sobrevive solo como la «letra muerta» del libro sagrado, de la ley que ha de ser interpretada, lo que muere con la muerte de Dios es precisamente el dios de lo real, de la furia destructiva y de la venganza. Por tanto, el título de un libro bien conocido sobre el Holocausto (God Died in Auschwitz) tiene que invertirse: Dios nació en Auschwitz, por medio de su violencia. Recuérdese la historia del Talmud sobre dos rabís que discuten un asunto teológico: el que va perdiendo llama a Dios para que acuda y decida la disputa; cuando Dios se presenta, el otro le dice que su obra de creación ya ha sido culminada, por lo que él ahora no tiene más que decir y debería marcharse; y, en efecto, Dios se marcha. Es como si, en Auschwitz, Dios hubiera vuelto, con consecuencias catastróficas. El verdadero horror no se produce cuando Dios nos abandona, sino cuando se aproxima demasiado a nosotros.
Por ello, tanto las reacciones conservadoras como las reacciones liberales al malestar urbano son claramente fallidas. La reacción conservadora era predecible: no hay justificación para ese vandalismo; se deben emplear todos los medios posibles para restaurar el orden, y lo que se necesita para prevenir futuras explosiones de esta clase no es más tolerancia y asistencia social, sino más disciplina, trabajo duro y sentido de la responsabilidad. La falsedad de esta explicación no radica solo en su desdén por la desesperada situación social que impulsa a unos jóvenes a estos violentos estallidos, sino —y tal vez esto sea más importante— la forma en que tales estallidos repiten las premisas subyacentes a la ideología conservadora. Cuando en 1990 los conservadores lanzaron su infame campaña «vuelta a lo básico», su obsceno suplemento fue claramente identificado por Norman Tebbit, «nunca temeroso a la hora de desvelar los sucios secretos del inconsciente conservador»(384): «El hombre no es solo un animal social, sino también territorial; debe ser parte de nuestro programa satisfacer esos instintos básicos de tribalismo y territorialidad». Esto, por tanto, es lo que significaba la «vuelta a lo básico»: la reafirmación de los bárbaros «instintos básicos» ocultos bajo el semblante de la sociedad burguesa civilizada. Y, ¿acaso no encontramos en los estallidos de violencia esos mismos «instintos básicos», no los de las capas más bajas y desfavorecidas, sino los de la ideología capitalista hegemónica? En la década de los sesenta, para explicar cómo la «revolución sexual» quitó de en medio los obstáculos tradicionales a una sexualidad libre, Herbert Marcuse elaboró el concepto de «desublimación represiva»: las pulsiones humanas pueden ser desublimadas, despojadas de su vestimenta civilizadora, y retener aún su carácter represivo. ¿No es esta clase de «desublimación represiva» lo que vemos hoy en las calles de Reino Unido? Esto es, lo que vemos ahí no son hombres reducidos al estado de «bestias naturales», sino la «bestia natural» históricamente específica producida por la ideología capitalista hegemónica, el nivel cero del sujeto capitalista.
Mientras tanto, los liberales de izquierda, no menos previsibles, se adhieren a su mantra sobre los programas sociales y los esfuerzos de integración abandonados, que han privado a la generación más joven de inmigrantes de cualquier perspectiva económica y social clara: los estallidos violentos son el único medio que tienen para expresar su insatisfacción. En vez de complacernos en fantasías de venganza, deberíamos hacer un esfuerzo para comprender las causas más profundas de los estallidos violentos: ¿podemos imaginar lo que significa ser un joven en una zona pobre, multirracial, a priori sospechosa y hostigada por la policía, vivir en una situación de miseria, rodeado de familias rotas, no solo desempleado, sino considerado inepto para el trabajo, sin esperanza ante el futuro? En cuanto consideramos todo esto, las razones de por qué la gente toma las calles se hacen evidentes… El problema de esta descripción es que simplemente enumera las condiciones objetivas de los disturbios, pero ignora la dimensión subjetiva: sublevarse es hacer una declaración subjetiva, declarar implícitamente el modo en que uno se relaciona con sus condiciones objetivas, cómo las subjetiva. Vivimos en una época de cinismo en la que fácilmente podemos imaginar a un manifestante que, atrapado mientras saqueaba y quemaba una tienda, empezara a hablar de repente, al preguntarle por los motivos de su violencia, como un trabajador social, un sociólogo y un psicólogo social, aduciendo la disminución de la movilidad social, la creciente precariedad laboral, la desintegración de la autoridad paterna o la falta de amor materno en su temprana niñez. Sabe lo que está haciendo y a pesar de ello lo hace, como en la famosa «Gee, Officer Krupke» de la obra de Leonard Bernstein West Side Story (letra de Stephen Sondheim), que contiene la declaración «La delincuencia juvenil es simplemente una enfermedad social»:
We never had the love
That every child oughta get
We ain’t no delinquents
We’re misunderstood
Deep down inside us there is good
My daddy beats my mommy
My mommy clobbers me
My grandpa is a commie
My grandma pushes tea
My sister wears a moustache
My brother wears a dress
Goodness gracious, that’s why I’m a mess
Yes!
Officer Krupke, he shouldn’t be here.
This boy don’t need a couch
He needs a useful career
Society’s played him a terrible trick
And sociologically he’s sick
Dear kindly social worker
They tell me get a job
Like be a soda jerker
Which means I’d be a slob
It’s not I’m antisocial
I’m only anti-work
Gloryosky, that’s why I’m a jerk!(385).

No son simplemente enfermos sociales, sino que se declaran a sí mismos como tales, exhibiendo irónicamente distintas explicaciones de su difícil situación (como las describiría un trabajador social, un psicólogo o un juez). Por tanto, carece de sentido meditar sobre cuál de las dos reacciones ante los disturbios, la conservadora o la liberal, es peor: como hubiera dicho el camarada Stalin, ambas son peores, y esto incluye el aviso formulado por los dos bandos acerca de que el auténtico peligro de estos estallidos reside en la reacción racista, fácilmente predecible, de la «mayoría silenciosa». Esta reacción (que no debería descartarse en absoluto como meramente reaccionaria) se produjo ya bajo la forma de una actividad «tribal»: la repentina aparición de la autodefensa organizada de comunidades locales (turcos, afrocaribeños, sijs…) que formaron rápidamente sus propias unidades de vigilancia para proteger sus propiedades, obtenidas con tanto esfuerzo. También a este respecto debemos rechazar la elección de un bando al que apoyar: ¿los pequeños comerciantes defienden a la pequeña burguesía de una protesta legítima aunque violenta contra el sistema, o son los representantes de los auténticos trabajadores contra las fuerzas de la desintegración social? La violencia de los manifestantes se dirigió casi exclusivamente contra su propia gente. Los coches quemados y las tiendas saqueadas no pertenecían a los vecindarios más ricos: eran parte de las adquisiciones arduamente conseguidas por la misma capa social de la que salieron los manifestantes. La triste verdad de la situación se halla en este conflicto entre los dos polos de los desfavorecidos: aquellos que aún logran mantenerse dentro del sistema contra aquellos que están demasiado frustrados para seguir haciéndolo y solo son capaces de golpear al otro polo de su propia comunidad. Así pues, el conflicto que sostiene los disturbios no es simplemente un conflicto entre partes de la sociedad: es, en su aspecto más radical, el conflicto entre la sociedad y la no-sociedad, entre aquellos que no tienen nada que perder y aquellos que tienen todo que perder, entre aquellos que carecen de participación en su comunidad y aquellos que poseen los mayores intereses en ella.
Pero ¿por qué los manifestantes se ven impulsados a esta clase de violencia? Zygmunt Bauman iba bien encaminado cuando caracterizó los disturbios como actos de «consumidores deficientes e incapacitados»: más que otra cosa, los disturbios fueron un carnaval consumista de destrucción, un deseo consumista violentamente escenificado al ser incapaz de manifestarse de la forma «debida» (por medio de la compra). Como tales, también tenían, desde luego, un momento de auténtica protesta, una especie de respuesta irónica a la ideología consumista con la que somos bombardeados en nuestra vida cotidiana: «Nos exiges que consumamos y al mismo tiempo nos arrebatas la posibilidad de hacerlo debidamente. ¡Pues aquí estamos, haciéndolo de la única forma que podemos!». Los disturbios, por tanto, escenifican en cierto sentido la verdad de la «sociedad postideológica», exponiendo de una forma dolorosamente palpable la fuerza material de la ideología. El problema de los disturbios no era la violencia en sí, sino el hecho de que esta violencia no era verdaderamente asertiva; según la terminología de Nietzsche, era reactiva, no activa: era rabia impotente y desesperación enmascaradas en un despliegue de fuerza, envidia tras la máscara de un carnaval triunfante.
El peligro es que la religión llene este vacío y restaure el significado. Dicho de otro modo, hay que situar los disturbios en la serie que forman con otro tipo de violencia que la mayoría liberal percibe hoy como una amenaza a nuestra forma de vida: es decir, los ataques terroristas y los atentados suicidas. En ambos casos, la violencia y la contraviolencia quedan atrapadas en un mortífero círculo vicioso, en el que cada una genera las mismas fuerzas que intentan combatir. En ambos casos, estamos ante ciegos passages à l’acte, en los que la violencia es una admisión implícita de la impotencia. La diferencia es que, en contraste con los estallidos de París o de Reino Unido, que eran unas protestas de «nivel cero», estallidos violentos que no querían nada, los ataques terroristas actúan en nombre de ese significado absoluto proporcionado por la religión.
Pero ¿no ofrecieron las revueltas árabes un acto colectivo de resistencia que evitó esta falsa alternativa entre la violencia autodestructiva y el fundamentalismo religioso? Por desgracia, el Verano Egipcio de 2011 puede recordarse como el momento del fin de la revolución, como la extinción de su potencial de emancipación; sus sepultureros son el ejército y los islamistas. Es decir, los perfiles del pacto entre el ejército (que es el mismo ejército de Mubarak, el gran receptor de la ayuda financiera estadounidense) y los islamistas (quienes fueron totalmente marginados durante los primeros meses del levantamiento, pero que ahora están ganando terreno) son cada vez más perceptibles: los islamistas tolerarán los privilegios materiales del ejército y obtendrán a cambio la hegemonía ideológica. Los perdedores serán los liberales prooccidentales —demasiado débiles, pese a todos los fondos de la CIA para «promover la democracia»— y, especialmente, los verdaderos agentes de los sucesos revolucionarios, la emergente izquierda secular, que estaba intentando desesperadamente crear una red formada por organizaciones de la sociedad civil, desde sindicatos hasta grupos feministas. Lo que complica aún más la situación es el veloz empeoramiento de la economía, que tarde o temprano llevará a las calles a millones de pobres, hasta ahora mayoritariamente ausentes de unos acontecimientos dominados por la juventud con estudios de clase media. Esta nueva explosión repetirá la explosión que se produjo en primavera, la llevará a su verdad, impondrá una difícil elección a los sujetos políticos. ¿Quién conseguirá convertirse en la fuerza que dirija la rabia de los pobres y la plasme en un programa político: la nueva izquierda secular o los islamistas?
La reacción imperante de la opinión pública occidental ante el pacto entre los islamistas y el ejército será sin duda un despliegue triunfal de sabiduría cínica: se nos dirá una y otra vez que, como ya ocurrió claramente en Irán (un país que no es árabe), las revueltas populares en los países árabes siempre terminan en un islamismo militante, por lo que Mubarak parecerá, en retrospectiva, un mal mucho menor: es mejor conformarnos con el diablo que ya tenemos y no jugar demasiado con la emancipación. Contra esta tentación cínica, deberíamos mantenernos incondicionalmente fieles al núcleo radicalmente emancipador de la revuelta egipcia.
Sin embargo, también deberíamos evitar la tentación del narcisismo de la causa perdida, que admira la sublime belleza de las revueltas destinadas al fracaso. La poesía del fracaso, el viejo motivo de Beckett de «fracasar mejor» (cuya expresión más clara es el comentario de Brecht sobre el señor Keuner: «“¿En qué está trabajando?”, le preguntaron al señor Keuner. Este respondió: “Estoy teniendo dificultades: me estoy preparando para mi próximo error”»), es, por tanto, inadecuada; deberíamos centrarnos en los resultados que el fracaso deja tras de sí. Entre la izquierda contemporánea, el problema de la «negación determinada» regresa con nuevos ímpetus: ¿qué nuevo orden positivo debería reemplazar al viejo orden el día de mañana, cuando el sublime entusiasmo de la revuelta haya cesado? Es en este punto crucial donde estriba la fatal debilidad de las protestas: expresan una rabia auténtica que no es capaz de transformarse en un mínimo programa positivo de cambio sociopolítico. Expresan un espíritu de revuelta sin revolución.
La situación en Grecia parece más prometedora, probablemente gracias a la reciente tradición de autogestión progresista (que desapareció en España tras la caída del régimen de Franco)(386). Pero incluso en Grecia el movimiento de protesta parece alcanzar su cima en la autogestión popular: los manifestantes sostienen un espacio de libertad igualitaria sin una autoridad central que lo regule, un espacio público donde a todos se les asigna la misma cantidad de tiempo para hablar, etc. Cuando los manifestantes empezaron a debatir qué hacer, cómo avanzar más allá de las simples protestas (¿deberían organizar un nuevo partido político?, etc.), el consenso de la mayoría fue que lo que se necesitaba no era un nuevo partido o un intento directo de tomar el poder del Estado, sino un movimiento de la sociedad civil cuyo propósito fuera ejercer presión sobre los partidos políticos. Sin embargo, esta opción resulta claramente inadecuada para imponer una nueva reorganización de toda la vida social; para hacerlo, se necesita un cuerpo fuerte, capaz de tomar decisiones rápidas y llevarlas a cabo con todo el rigor necesario. ¿Quién puede dar el siguiente paso? Una nueva tétrada surge aquí, la tétrada de pueblo-movimiento-partido-líder.
El pueblo sigue aquí, pero ya no como el mítico sujeto soberano cuya voluntad se convierte en ley. Hegel tenía razón al criticar el poder democrático del pueblo: habría que concebir «el pueblo» como el telón de fondo pasivo del proceso político. La mayoría es siempre, y por definición, pasiva: no hay garantía de que tenga razón; lo máximo que puede hacer es aceptar un proyecto impuesto por agentes políticos y reconocerse en él. Por tanto, el papel del pueblo es, en última instancia, negativo: las «elecciones libres» (o los referéndums) son un freno para los movimientos de los partidos, un impedimento destinado a evitar lo que Badiou ha denominado el brutal y destructivo forçage («imposición») de la verdad en el orden positivo del ser regulado por las opiniones. Esto es todo lo que la democracia electoral puede hacer: dar el paso adelante que lleve a un nuevo orden queda más allá de su alcance.
En contraste con cualquier exaltación de la «auténtica gente corriente» deberíamos insistir en lo irreductiblemente violento que es el proceso de su transformación en agentes políticos. En la película de John Carpenter Están vivos, una de las obras maestras olvidadas de la izquierda hollywoodiense, se narra la historia de John Nada, un sin techo que encuentra trabajo como obrero de la construcción en Los Ángeles, pero no tiene un lugar donde dormir. Uno de sus compañeros, Frank Armitage, le lleva a pasar la noche a una barriada de chabolas. Mientras Armitage le muestra el lugar, Nada advierte extraños movimientos en una pequeña iglesia al otro lado de la calle. Al día siguiente investiga y tropieza accidentalmente con unas cajas ocultas en un compartimiento secreto de la pared; las cajas están llenas de gafas de sol. Cuando más adelante se pone un par de gafas por primera vez, se da cuenta de que un cartel publicitario ahora solamente exhibe la palabra «Obedece», mientras que otro exhorta al espectador con el mensaje «Casaos y reproducíos». También observa que los billetes de banco llevan las palabras «Este es vuestro dios». Lo que tenemos aquí es una mise-en-scène hermosamente ingenua de la crítica de la ideología: por medio de las gafas crítico-ideológicas vemos directamente el significante-amo tras la cadena del saber; aprendemos a ver la dictadura en la democracia, y verlo duele. Cuando Nada intenta convencer a Armitage para que se ponga las gafas, su amigo se resiste y tiene lugar una larga y violenta pelea, digna de El club de la lucha (otra obra maestra del Hollywood de izquierdas). La violencia que aquí se escenifica es positiva, una condición de la liberación; la lección es que nuestra liberación de la ideología no es un acto espontáneo, un acto de descubrimiento de nuestro verdadero ser. La película nos enseña que, si uno mira demasiado tiempo a la realidad con las gafas crítico-ideológicas, sufre un fuerte dolor de cabeza: es muy doloroso ser privado del excedente de goce ideológico. Para ver la auténtica naturaleza de las cosas, necesitamos las gafas. No es que tendríamos que quitarnos las gafas ideológicas para ver directamente la realidad como es; es que estamos inmersos «de forma natural» en la ideología: nuestra vista natural es ideológica.
Por ello, la larga pelea entre Nada y Armitage es crucial en la película; empieza con Nada diciendo a Armitage: «Te doy una oportunidad: o te pones estas gafas o empiezas a comerte este cubo de basura» (la pelea se desarrolla en medio de cubos de basura volcados). La pelea, que se prolonga durante unos insoportables cinco minutos, con momentáneos intercambios de sonrisas amistosas, es en sí misma totalmente «irracional». ¿Por qué Armitage no acepta ponerse las gafas, siquiera para satisfacer a su amigo? La única explicación es que él sabe que su amigo quiere que vea algo peligroso, que obtenga un conocimiento prohibido que arruinaría completamente la relativa paz de su existencia cotidiana. La violencia escenificada aquí es una violencia positiva, una condición de la liberación. ¿Cómo se convierte una mujer en un sujeto feminista? Solo renunciando a las migajas de privilegio que le ofrece el discurso patriarcal, desde la dependencia del protector escudo masculino hasta los placeres proporcionados por la «galantería» masculina (que paga la cuenta en los restaurantes, le abre la puerta, etcétera).
Cuando el pueblo trata directamente de «organizarse» en movimientos, lo máximo que puede conseguir es el espacio igualitario para el debate en el que los oradores son escogidos por sorteo y a todo el mundo se le da el mismo tiempo (breve) para hablar. Pero estos movimientos de protesta son inadecuados cuando llega el momento de actuar, de imponer un nuevo orden: en este punto, se necesita algo parecido a un partido. Incluso en un movimiento de protesta radical, el pueblo no sabe qué es lo que quiere, exige un nuevo amo que se lo indique. Pero si el pueblo no lo sabe, ¿lo sabe el partido? ¿Volvemos al tópico tradicional del partido poseedor de la visión histórica y conductor de la gente? En Brecht encontramos una pista a este respecto. En la canción de la celebración de la fiesta de La decisión, que para algunos es la más problemática de toda la obra, Brecht propone algo mucho más preciso y extraordinario de lo que podría parecer. A primera vista, Brecht se limita a elevar el partido a la encarnación del saber absoluto: un agente histórico que posee una visión perfecta y total de la situación histórica, un sujeto-que-se-supone-que-sabe, si alguna vez existió uno: «Tienes dos ojos, ¡pero el partido tiene mil!». Sin embargo, un examen cuidadoso de este poema deja claro que la situación es bien distinta: en su reprimenda al joven comunista, el coro dice que el partido no lo sabe todo, que el joven comunista puede tener razón al disentir de la línea dominante:
Muéstranos el camino que deberíamos tomar, y nosotros
lo seguiremos como tú, pero
no tomes el camino correcto sin nosotros.
Sin nosotros, este camino es
el más falso.

Lo que esto significa es que la autoridad del partido no es la del saber positivo determinado, sino la de la forma del saber, de una nueva clase de saber vinculada a un sujeto político colectivo. El punto crucial en el que insiste el coro es solo que, si el joven camarada cree que tiene razón, debería luchar por su postura dentro de la forma colectiva del partido, no fuera de ella; para expresarlo con una nota de patetismo, si el joven camarada tiene razón, entonces el partido lo necesita aún más que a sus otros miembros. Lo que el partido exige es que uno esté de acuerdo en basar su «yo» en el «nosotros» de la identidad colectiva del partido: lucha con nosotros, lucha por nosotros, lucha por tu verdad contra la línea del partido, pero no lo hagas solo, fuera del partido.
Los movimientos como agentes de politización son fenómenos de «democracia cualitativa». Incluso en acontecimientos de masas como las protestas de la plaza Tahrir de El Cairo, la gente que allí se reunía era siempre una minoría: la razón por la que «representaba al pueblo» estriba en su papel movilizador de la dinámica política. De manera homóloga, el papel organizador de un partido no tiene nada ver con su acceso a algún saber privilegiado: un partido no es un ejemplo del lacaniano sujeto-que-se-supone-que-sabe, sino un campo abierto de saber en el que «todos los errores posibles» (Lenin) ocurren. Sin embargo, incluso el papel movilizador de los movimientos y de los partidos es insuficiente: la distancia que separa al pueblo de las formas organizadas de su instancia política tiene que superarse de algún modo. Pero ¿cómo? No por la proximidad entre el pueblo y estas formas organizadas: se necesita algo más, y la paradoja es que este «más» es un líder, la unidad del pueblo y del partido. Extraer todas las consecuencias de esta idea, respaldando la lección que se puede sacar de la justificación de Hegel de la monarquía y sacrificando despiadadamente muchas vacas sagradas liberales por el camino, no debería amedrentarnos. El problema del líder estalinista no era el excesivo «culto a la personalidad», sino, al contrario, el hecho de que no era lo bastante amo, de que permanecía como parte del saber del partido-burocrático, el ejemplar sujeto-que-se-supone-que-sabe.
Para dar este paso «más allá de lo posible» en la constelación del presente, deberíamos trasladar el centro de gravedad de nuestra interpretación de El Capital a «la centralidad estructural del desempleo en el texto mismo de El Capital»: «El desempleo es estructuralmente inseparable de la dinámica de acumulación y expansión que constituye la verdadera naturaleza del capitalismo como tal»(387). En lo que posiblemente sea el punto extremo de la «unidad de los opuestos» en la esfera de la economía, es el propio éxito del capitalismo (una productividad más elevada, etc.) lo que produce desempleo (convierte en inútiles a más y más trabajadores). Lo que debería ser una bendición (menor necesidad de trabajo duro) se convierte en una maldición. Por tanto, el mercado mundial es, en relación con su dinámica inmanente, «un espacio en el que todas las personas han sido alguna vez un trabajador productivo y en el que el trabajo ha empezado a quedar en todas partes fuera del alcance del sistema»(388). Es decir, en el actual proceso de la mundialización del capitalismo, la categoría del desempleado ha adquirido una nueva cualidad al margen de la idea clásica del «ejército industrial de reserva»: se debería considerar dentro de la categoría del desempleo a «esas enormes poblaciones mundiales que han sido “expulsadas de la historia”, que han sido deliberadamente excluidas de los proyectos modernizadores del capitalismo del primer mundo y descartadas como casos terminales o irremediables»(389), los denominados «estados fallidos» (Congo, Somalia), víctimas de la hambruna o los desastres ecológicos, atrapados en pseudoarcaicos «odios étnicos», objetos de la filantropía y de las ONG o de «la guerra contra el terror» (a menudo protagonizada por la misma gente). Por tanto, habría que ampliar la categoría de los desempleados para que abarcara todo el abanico de la población, desde los desempleados temporales hasta los desempleados permanentes, que ya son inútiles para el empleo, sin olvidarse de la gente que vive en zonas marginales o en otras clases de guetos (todos ellos a menudo desdeñados por el propio Marx como «proletarios lumpen»), ni dejar de lado zonas enteras, poblaciones o estados excluidos del proceso capitalista global, como los espacios en blanco en los antiguos mapas. ¿Acaso esta extensión del círculo de los «desempleados» no nos retrotrae de Marx a Hegel? ¿No estamos ante el retorno de la «chusma», surgida desde el centro mismo de las luchas por la emancipación? Dicho de otro modo, esta recategorización transforma todo el «mapa cognitivo» de la situación: el inerte telón de fondo de la Historia se convierte en un agente potencial de la lucha por la emancipación. Recuérdese la desdeñosa caracterización de los agricultores franceses hecha por Marx en El 18 Brumario:
Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a estas de un modo hostil, aquellos forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser representados(390).
En las grandes movilizaciones revolucionarias de campesinos del siglo XX, desde la china hasta la boliviana, estos «sacos de patatas» excluidos del proceso histórico comenzaron a representarse a sí mismos activamente. De cualquier forma, deberíamos añadir tres matices a la utilización que hace Jameson de esta idea. En primer lugar, debemos corregir el cuadrado semiótico propuesto por Jameson, cuyos términos son 1) los trabajadores, 2) el ejército industrial de reserva de los (temporalmente) desempleados, 3) los (permanentemente) desempleados, y 4) los «anteriormente empleados»(391) pero ahora inempleables. ¿No sería más adecuado que el cuarto término fuera los empleados ilegalmente, desde los que trabajan en el mercado negro y en los suburbios hasta los que están sometidos a diferentes formas de esclavitud? En segundo lugar, Jameson no hace suficiente hincapié en cómo esos «excluidos» suelen estar incluidos en el mercado mundial. Tomemos el caso del Congo contemporáneo: tras la fachada de las «pasiones étnicas primitivas» que vuelven a explotar en el «corazón de las tinieblas» africano, es fácil discernir los contornos del capitalismo global. Desde la caída de Mobutu, el Congo no existe como un Estado unido y operativo: especialmente la zona oriental es una multiplicidad de territorios dominada por señores de la guerra que controlan su trozo de tierra con un ejército que, por regla general, incluye a niños drogados; cada señor de la guerra hace negocios con una empresa o una corporación extranjeras que explotan la riqueza (mayoritariamente) minera de la región. Este acuerdo satisface a las dos partes: la corporación consigue los derechos de la minería sin pagar impuestos, etc.; el señor de la guerra consigue dinero. Lo irónico de la situación es que buena parte de esos minerales se emplea en productos de alta tecnología, como ordenadores portátiles o teléfonos móviles. En resumen, olvidemos las «costumbres salvajes» de la población local; basta eliminar de la ecuación a las compañías extranjeras de alta tecnología para que todo el edificio de guerras étnicas alimentadas por viejas pasiones se venga abajo. En tercer lugar, la categoría de los «anteriormente empleados» debería complementarse con su opuesta, la de aquellas personas con estudios que no tienen una oportunidad de encontrar trabajo: una generación entera de licenciados apenas tiene la posibilidad de encontrar un trabajo acorde con su formación, lo que conduce a protestas masivas; y la peor forma de resolver esta laguna es subordinar directamente la educación a las exigencias del mercado, aunque solo sea porque la dinámica misma del mercado hace que la educación proporcionada por las universidades quede «obsoleta».
Jameson añade aquí otro paso clave (paradójico, pero plenamente justificado): caracteriza este nuevo desempleo estructural como una forma de explotación. Los explotados no son solo los trabajadores que producen la plusvalía de la que se apropia el capital, sino también aquellas personas a las que estructuralmente se les impide quedar atrapadas en el vórtice capitalista del trabajo asalariado explotado, una situación que abarca zonas y países enteros. ¿Cómo repensar entonces el concepto de explotación? Mediante un cambio tan necesario como radical, en un adecuado giro dialéctico, la explotación incluye su propia negación. Los explotados no son solo los que producen o «crean», sino también (e incluso en mayor medida) aquellos que son condenados a no «crear» ¿No volvemos aquí a la estructura de la famosa broma de Rabinovitch?: «“¿Por qué crees que te explotan?” “Por dos razones. Primera: cuando trabajo, el capitalista se apropia de mi plusvalía”. “Pero ahora estás desempleado, ¡nadie se apodera de tu plusvalía, porque no creas ninguna!” “Esa es la segunda razón…”». Lo crucial aquí es que la totalidad de la producción capitalista no solo necesita trabajadores, sino que también engendra el «ejército industrial de reserva» formado por las personas que no pueden encontrar trabajo. Personas que no están simplemente fuera del circuito del capital, sino que este produce como desempleados. O, por mencionar de nuevo la broma de Ninotchka, no solo es que no trabajen: es que ese no trabajar constituye su rasgo positivo, de la misma forma que el no tener leche del «café sin leche» es el rasgo positivo de esa clase de café.
La importancia de este hincapié en la explotación resulta clara cuando la oponemos a la dominación, el motivo favorecido de las distintas versiones de la «micropolítica del poder» posmoderna. En resumen, Foucault y Agamben son inadecuados: todas las detalladas elaboraciones de los mecanismos del poder regulador de la dominación, toda la riqueza de ideas tales como la de los excluidos, la vida nuda, el homo sacer, etc., deben quedar sustentadas (o mediadas) por la centralidad de la explotación; sin esta referencia a la economía, la lucha contra la dominación se reduce a «una lucha esencialmente moral o ética, que lleva a revueltas puntuales y a actos de resistencia más que a la transformación del modo de producción como tal». El programa positivo de las ideologías del «poder» es generalmente el de algún tipo de democracia «directa». El resultado del hincapié en la dominación es un programa democrático, mientras que el resultado del hincapié en la explotación es un programa comunista. Ahí reside la limitación de describir los horrores del Sur Global desde la perspectiva de los efectos de la dominación: el objetivo pasa a ser la democracia y la libertad. Incluso la referencia al «imperialismo» (en lugar de al capitalismo) es un ejemplo de cómo «una categoría económica puede transformarse fácilmente en un concepto de poder o de dominación»(392). Y, por supuesto, el hincapié en la dominación implica la creencia en otra modernidad («alternativa»), en la que el capitalismo funcionará de una manera «más justa», sin dominación. Lo que este concepto de dominación no alcanza a ver es que solo en el capitalismo la explotación queda «naturalizada», inscrita dentro del funcionamiento de la economía. No es el resultado de una presión y una violencia extraeconómicas; de ahí que, en el capitalismo, tengamos libertad personal e igualdad: no hay necesidad de una dominación social directa, la dominación está ya en la estructura del proceso de producción. Por eso mismo, la categoría de la plusvalía es crucial en este punto. Marx siempre hizo hincapié en que el intercambio entre el trabajador y el capitalista es «justo» en el sentido de que los trabajadores (normalmente) obtienen el valor total de su fuerza de trabajo como mercancía. Aquí no hay «explotación» directa, es decir, no es que a los trabajadores «no se les pague el valor total de la mercancía que venden a los capitalistas». Así pues, aunque en una economía de mercado yo sigo siendo de facto dependiente, esta dependencia, sin embargo, es «civilizada», queda estatuida en la forma de un intercambio de mercado «libre» que establezco con otras personas, y no en la forma de una servidumbre directa o incluso de una coerción física. Es fácil ridiculizar a Ayn Rand, pero hay una pizca de verdad en el famoso «himno al dinero» de su novela La rebelión de Atlas: «Hasta que no descubres que el dinero es la raíz de todo bien, estás pidiendo tu propia destrucción. Cuando el dinero deja de ser el medio por el que los hombres tratan entre sí, los hombres se convierten en instrumentos de otros hombres. Sangre, látigos y armas o dólares. Elije; no hay otra alternativa»(393). ¿No dijo Marx algo similar en su conocida fórmula según la cual, en un universo de mercancías, «las relaciones entre personas asumen el aspecto de relaciones entre cosas»? En la economía de mercado, las relaciones entre personas pueden parecer relaciones de libertad e igualdad mutuamente reconocidas: la dominación ya no se escenifica directamente ni es visible como tal.
La respuesta liberal a la dominación es el reconocimiento (el tema favorito de los «hegelianos liberales»): el reconocimiento «se convierte en una participación en un acuerdo multicultural por el que los diversos grupos dividen el botín electoralmente y pacíficamente»(394). Los sujetos de reconocimiento no son clases (carece de sentido exigir el reconocimiento del proletariado como sujeto colectivo; en todo caso, eso es lo que hace el fascismo, al exigir el mutuo reconocimiento de las clases). Los sujetos de reconocimiento son la raza, el sexo, etc.; la política del reconocimiento pertenece al marco de la sociedad-civil burguesa: no es aún política de clases(395).
La historia recurrente de la izquierda contemporánea es la de un líder o partido elegidos con entusiasmo universal, que prometen un «nuevo mundo» (Mandela, Lula), pero que, tarde o temprano, habitualmente después de un par de años, tropiezan con el dilema crucial: ¿osamos tocar los mecanismos del capitalismo o nos decidimos a «jugar el juego»? Si uno trastoca los mecanismos, se verá rápidamente «castigado» por las perturbaciones del mercado, el caos económico y todo lo demás(396). Así que a pesar de que es cierto que el anticapitalismo no puede ser directamente el objetivo de la acción política —en política, uno se opone a agentes políticos concretos y a sus acciones, no a un «sistema» anónimo—, deberíamos aplicar en este punto la distinción lacaniana entre goal («objetivo») y aim («propósito»): aunque el anticapitalismo no sea el goal inmediato de la política emancipadora, debería ser su aim último, el horizonte de toda su actividad. ¿No es esta la lección de la idea de Marx de la «crítica de la economía política» (totalmente ausente en Badiou)? Aunque la esfera de la economía parece «apolítica», es el punto secreto de referencia y el principio estructurador de las luchas políticas.
Así es también como deberíamos abordar el levantamiento egipcio de 2011: aunque (casi) todo el mundo apoyó de forma entusiasta esas explosiones democráticas, lo cierto es que se está desarrollando una lucha encubierta por su apropiación. Los círculos oficiales y la mayor parte de los medios de comunicación de Occidente las celebran como si fueran las revoluciones de terciopelo «prodemocráticas» de la Europa del este: un anhelo de alcanzar una democracia liberal occidental, de ser como Occidente. Por eso surge el desasosiego cuando advertimos que hay otra dimensión en las protestas, la dimensión a la que habitualmente nos referimos como la exigencia de justicia social. Esta lucha por la reapropiación no es solo una cuestión de interpretación, sino que tiene consecuencias prácticas cruciales. Los sublimes momentos de la unidad nacional no deberían fascinarnos en exceso; la pregunta clave es: ¿qué ocurrirá al día siguiente? ¿Cómo se plasmará esta explosión de emancipación en un nuevo orden social? Como he señalado, durante las últimas décadas hemos sido testigos de toda una cadena de explosiones populares que fueron reapropiadas por el orden capitalista global, bien en su forma liberal (de Sudáfrica a Filipinas), bien en su forma fundamentalista (Irán). No deberíamos olvidar que ninguno de los países árabes donde se han producido las revueltas populares es formalmente democrático; todos son más o menos autoritarios, por lo que la exigencia de justicia económica y social queda integrada espontáneamente en la exigencia de democracia, como si la pobreza fuera el resultado de la avaricia y la corrupción de los que ocupan el poder, y, por consiguiente, bastara con deshacerse de ellos. Con ello se obtiene democracia, pero la pobreza persiste. ¿Qué hacer entonces?
Volviendo a Rand, lo que resulta problemático es su premisa subyacente, la de que solo cabe elegir entre relaciones directas y relaciones indirectas de dominación y explotación, mientras que cualquier otra alternativa queda descartada por utópica. Pese a todo, deberíamos tener en cuenta el momento de verdad en la —por otra parte ridícula— reivindicación ideológica de Rand: la gran lección del socialismo de Estado fue que la abolición directa de la propiedad privada y el intercambio regulado por el mercado, en ausencia de formas concretas de regulación social directa del proceso de producción, resucita necesariamente las relaciones directas de servidumbre y dominación. El propio Jameson se queda corto en este punto: al centrase en el hecho de que la explotación capitalista es compatible con la democracia, de que la libertad legal puede ser la forma misma de la explotación, pasa por alto la triste lección de la experiencia de la izquierda en el siglo XX: si nos limitamos a abolir el mercado (incluyendo la explotación del mercado) sin reemplazarlo por una forma adecuada de organización comunista de producción e intercambio, la dominación regresa con nuevas fuerzas, y, tras su estela, la explotación directa.
Lo que hace aún más compleja la situación es que el aumento de espacios en blanco en el capitalismo global constituye en sí mismo una prueba de que el capitalismo ya no puede permitirse un orden civil universal de libertad y democracia, y necesita cada vez más exclusión y dominación. El caso de la campaña de Tian’anmen en China es ejemplar a este respecto: lo que fue aplastado por la brutal intervención militar en la plaza de Tian’anmen no fue la posibilidad de un rápido acceso a un orden capitalista liberal-democrático, sino de una alternativa genuinamente utópica, a saber, una sociedad más democrática y más justa: la explosión de un capitalismo salvaje a partir de 1990 ha corrido pareja con la reafirmación de un sistema no democrático de partido único. Recuérdese la clásica tesis marxista sobre la Inglaterra moderna: a la burguesía le interesaba dejar el poder político en manos de la aristocracia mientras que retenía el poder económico. Quizá algo similar ocurre hoy en China: interesa a los nuevos capitalistas dejar el poder político en manos del Partido Comunista.
¿Cómo salir entonces de este atolladero de la deshistorización pospolítica? ¿Qué hacer después del movimiento Occupy, cuando las protestas que empezaron en lugares tan distantes (Oriente Medio, Grecia, España, Reino Unido) alcanzaron el centro y ahora se expanden por todo el mundo? Uno de los grandes peligros que los manifestantes afrontan es que se enamoren de sí mismos, de lo bien que se lo están pasando en los lugares «ocupados». Por ejemplo, en un réplica de la ocupación de Wall Street que tuvo lugar el domingo 16 de octubre de 2011 en San Francisco, un hombre se dirigió a la muchedumbre invitándolos a participar como si aquello fuera un happening al estilo hippy de la década de los sesenta: «Nos preguntan cuál es nuestro programa. No tenemos programa. Estamos aquí para pasarlo bien». Montar un carnaval no cuesta mucho; la auténtica prueba de su importancia es lo que queda al día siguiente, cómo ha cambiado nuestra vida cotidiana. Los manifestantes deberían enamorarse del trabajo duro y paciente; las protestas solo son el principio, no el final, por lo que su mensaje básico es: el tabú ha sido roto, no vivimos en el mejor de los mundos posibles, podemos pensar alternativas e incluso estamos obligados a ello. En una especie de tríada hegeliana, la izquierda occidental ha completado el círculo: después de abandonar el denominado «esencialismo de la lucha de clases» en pos de la pluralidad de luchas antirracistas, feministas, etc., «el capitalismo» está resurgiendo claramente como el nombre del problema. Por tanto, la primera lección que se puede extraer es: no culpéis a los individuos ni a sus actitudes. El problema no es la corrupción ni la avaricia, el problema es el sistema que te empuja a ser corrupto. La solución no es «Main Street, no Wall Street», sino cambiar el sistema en el que Main Street no puede funcionar sin Wall Street.
Hay un largo camino por delante, y pronto tendremos que afrontar las cuestiones realmente difíciles, las que versan no sobre lo que no queremos, sino sobre lo que queremos. ¿Qué organización social puede reemplazar al capitalismo existente? ¿Qué clase de nuevos líderes necesitamos? ¿Qué organismos, incluso de control y represión? Evidentemente, las alternativas del siglo XX no funcionaron. Aunque es apasionante disfrutar de los placeres de la «organización horizontal» de las muchedumbres manifestantes, de la solidaridad igualitaria y de los debates libres y abiertos, deberíamos tener en cuenta lo que escribió Gilbert Keith Chesterton: «Tener simplemente una mente abierta no es nada: el objeto de abrir la mente, como el de abrir la boca, es volverla a cerrar con algo sólido». Esto sirve también para la política en épocas de incertidumbre: los debates abiertos no solo tendrán que fusionarse en nuevos significantes-amo, sino en respuestas concretas a la vieja pregunta leninista: «¿Qué hacer?».
Los ataques conservadores resultan fáciles de responder. ¿Son las protestas antiamericanas? Cuando los fundamentalistas conservadores afirman que los Estados Unidos son una nación cristiana, deberíamos recordar lo que es realmente el cristianismo: el espíritu santo; una comunidad de creyentes libre, igualitaria, unida por el amor. Los manifestantes son el espíritu santo, mientras que en Wall Street los paganos adoran falsos ídolos. ¿Son los manifestantes violentos? Ciertamente, su lenguaje mismo puede parecer violento (ocupación, etc.), pero son violentos solo en el mismo sentido en que lo era Mahatma Gandhi. Son violentos porque quieren poner fin al modo en que se están desarrollando las cosas. Pero ¿qué es esta violencia comparada con la violencia necesaria para sostener el apacible funcionamiento del sistema capitalista global? Se los llama perdedores (pero ¿los verdaderos perdedores no son los que están en Wall Street, a los que se rescató con miles de millones de dólares de nuestro dinero?), socialistas (pero los Estados Unidos ya tiene un socialismo para los ricos); se los acusa de no respetar la propiedad privada (pero la especulación de Wall Street que llevó a la debacle de 2008 destruyó más propiedad privada duramente ganada que si los manifestantes se hubieran dedicado a destruirla día y noche: piénsese solo en las decenas de miles de hogares embargados). No son comunistas, si «comunismo» significa el sistema que merecidamente se derrumbó en 1990; además, hay que recordar que los comunistas que siguen hoy en el poder dirigen el capitalismo más despiadado (en China). El éxito del capitalismo dirigido por los comunistas es una señal ominosa de que el matrimonio entre capitalismo y democracia está cerca del divorcio. El único sentido en que los manifestantes son «comunistas» es que se preocupan por el bien común —el bien común de la naturaleza, del conocimiento—, amenazado por el sistema. Se los desdeña como soñadores, pero los auténticos soñadores son aquellos que piensan que las cosas pueden seguir indefinidamente como están ahora, con solo unos pocos cambios cosméticos. No son soñadores: están despertando de un sueño que se está convirtiendo en una pesadilla. No están destruyendo nada: están reaccionando a la autodestrucción gradual del sistema.
Los manifestantes deberían tener cuidado no solo de los enemigos, sino también de los falsos amigos que fingen apoyarlos pero que ya están trabajando arduamente para diluir las protestas. De la misma forma que tenemos café descafeinado, cerveza sin alcohol y helado sin grasa, ellos intentarán convertir las protestas en un gesto moral inocuo. En el boxeo, el clinch significa abrazar el cuerpo del oponente con uno o ambos brazos para prevenir o impedir los golpes. La reacción de Bill Clinton es un ejemplo perfecto de clinching político; Clinton cree que las protestas son «en conjunto […] algo positivo», pero está preocupado por la vaguedad de la causa: «Necesitan apoyar algo específico, y no estar simplemente en contra de algo, porque si solo estás en contra de algo, alguien llenará el vacío que has creado», dijo. Clinton sugirió que los manifestantes apoyaran el plan de empleo de Obama, que «crearía un par de millones de puestos de trabajo en el próximo año y medio». Lo que se debería resistir en esta fase es precisamente esta rápida transformación de la energía de la protesta en un conjunto de exigencias pragmáticas «concretas». Sí, las protestas crearon un vacío, un vacío en el campo de la ideología hegemónica, y se necesita tiempo para llenar este vacío de una manera adecuada, ya que es un vacío significativo, una apertura para lo auténticamente nuevo. La razón por la que los manifestantes salieron a las calles es que estaban hartos de un mundo en el que acciones como reciclar tus latas de Coca-Cola, dar un par de dólares a la caridad o comprar en el Starbucks capuccinos en los que 1 por 100 del precio se destina al tercer mundo bastan para que te sientas satisfecho. Después de la subcontratación del trabajo y la tortura, después de que las agencias matrimoniales empezaran a subcontratar incluso nuestras citas, los manifestantes se han dado cuenta de que han permitido durante mucho tiempo que sus compromisos políticos fueran también subcontratados. Y quieren recuperarlos.
El arte de la política consiste también en insistir en una exigencia particular que, aunque completamente «realista», perturba el corazón mismo de la ideología hegemónica; una exigencia que, aunque decididamente factible y legítima, es, de hecho, imposible (un sistema sanitario universal es un ejemplo al respecto). Después de las protestas de Wall Street, deberíamos emplear estas exigencias para movilizar a la gente. Sin embargo, no es menos importante permanecer simultáneamente sustraídos del campo pragmático de las negociaciones y de las propuestas «realistas». Nunca hay que perder de vista que cualquier debate entablado aquí y ahora sigue siendo necesariamente un debate en el territorio del enemigo: se necesita tiempo para desplegar el nuevo contenido. Todo lo que digamos ahora puede sernos arrebatado (reconquistado); todo, excepto nuestro silencio. Ese silencio, ese rechazo al diálogo, es, de entre todas las formas de lucha cuerpo a cuerpo, nuestro «terror», ominoso y amenazador, como debe ser.
Esta amenaza fue claramente percibida por Anne Applebaum. El símbolo de Wall Street es la estatua de metal con un toro en su centro; la gente corriente ha estado recibiendo un montón de su mierda en los últimos años. Mientras que las habituales reacciones de Wall Street son las formas vulgares y previsibles de estupidez (397), Applebaum propuso en el Washington Post una versión más sofisticada y perfumada, incluidas referencias a La vida de Brian de Monty Python. Como su versión negativa de la petición de propuestas concretas planteada por Clinton representa la ideología en su estado más puro, merece ser citada en detalle. La base de su razonamiento es la afirmación de que las protestas mundiales son
similares en su falta de objetivo, en su naturaleza embrionaria, y sobre todo en su negativa a comprometerse con las instituciones democráticas existentes. En Nueva York, los manifestantes coreaban: «La democracia es esto», pero en realidad, la democracia no es eso. Eso es la libertad de expresión. La democracia es mucho más aburrida. Requiere instituciones, elecciones, partidos políticos, reglas, leyes, un sistema judicial y muchas actividades poco atractivas y engorrosas […] Sin embargo, en cierto sentido el fracaso del movimiento mundial de ocupación a la hora de elaborar propuestas legislativas sensatas es comprensible: tanto las fuentes de la crisis económica global como sus soluciones se hallan, por definición, fuera del alcance de los políticos nacionales y locales.
El surgimiento de un movimiento de protesta internacional desprovisto de un programa coherente no es, por tanto, un accidente: refleja una crisis más profunda, una crisis sin una solución evidente. La democracia se basa en el imperio de la ley. Funciona solo dentro de límites definidos y entre gente que se siente parte de una misma nación. Una «comunidad global» no puede ser una democracia nacional. Y una democracia nacional no puede inspirar lealtad a un fondo de capital de riesgo global de mil millones de dólares, con sus cuarteles generales en un paraíso fiscal y sus empleados repartidos por todo el mundo.
A diferencia de los egipcios de la plaza Tahrir, con quienes los manifestantes de Londres y Nueva York se comparan abierta (y ridículamente), en el mundo occidental tenemos instituciones democráticas. Dichas instituciones están diseñadas para reflejar, al menos rudimentariamente, el deseo de un cambio político en una nación dada. Pero no pueden hacer frente al deseo de un cambio político global, ni pueden controlar lo que ocurre fuera de sus fronteras. Aunque aún creo en los beneficios económicos y espirituales de la globalización —junto con las fronteras abiertas, la libertad de movimiento y el libre comercio—, es evidente que ha comenzado a socavar la legitimidad de las democracias occidentales.
Si no son cautelosos, los activistas «globales» acelerarán ese declive. En Londres, los manifestantes gritan: «¡Necesitamos un sistema!». Pues ya lo tienen: se llama sistema político británico. Y si no se les ocurre cómo usarlo, sencillamente lo debilitarán aún más(398).
Lo primero que hay que destacar es la reducción hecha por Applebaum de las protestas de la plaza Tahrir a llamamientos en pro de una democracia al estilo occidental. Una vez dado ese paso, desde luego resulta ridículo comparar las protestas de Wall Street con los acontecimientos egipcios: ¿cómo pueden los manifestantes exigir lo que ya tenemos, es decir, instituciones democráticas? Lo que queda eclipsado es el descontento general con el sistema capitalista global, que, evidentemente, adquiere distintas formas en distintos países.
Pero la parte más chocante de la argumentación de Applebaum —un lapso verdaderamente extraño— llega al final. Tras conceder que las indeseadas consecuencias económicas de las finanzas del capitalismo global se deben a su carácter internacional, ajeno al control de los mecanismos democráticos, que por definición están limitados a las naciones-Estado, Applebaum extrae la necesaria conclusión de que «la globalización ha comenzado a socavar la legitimidad de las democracias occidentales». Muy bien, diríamos nosotros: esto es precisamente lo que los manifestantes están señalando, que el capitalismo global socava la democracia. Pero en vez de extraer la única conclusión lógica, la de que deberíamos empezar a pensar en cómo ampliar la democracia más allá de la forma política del Estado multipartidista, que excluye las consecuencias destructivas de la vida económica. En una extraña inflexión, Applebaum traslada la culpa a los manifestantes mismos, los que empezaron a plantear estas cuestiones. El último párrafo es digno de repetirse: «Si no son cautelosos, los activistas “globales” acelerarán ese declive. En Londres, los manifestantes gritan: “¡Necesitamos un sistema!”. Pues ya lo tienen: se llama sistema político británico. Y si no se les ocurre cómo usarlo, sencillamente lo debilitarán aún más». Por tanto, como la economía global se encuentra fuera del alcance de la política democrática, cualquier intento de ampliar la democracia a su mismo nivel acelerará el declive de la democracia. Entonces, ¿qué podemos hacer? Comprometernos con el sistema político existente, que, según la explicación de Applebaum, precisamente no puede encargarse de esa tarea…
Aquí es donde deberíamos llegar hasta el final: en la actualidad, el anticapitalismo no está falto de partidarios. Al contrario, somos testigos de una vasta expansión de las críticas a los horrores del capitalismo: hay libros, investigaciones detalladas en periódicos y reportajes televisivos que abundan en la denuncia de compañías que contaminan nuestro entorno despiadadamente, de banqueros corruptos que siguen obteniendo abultadas primas mientras sus bancos se salvan con dinero público, de talleres clandestinos donde los niños trabajan durante jornadas interminables, etc. Sin embargo, toda esta catarata de críticas tiene una pega: lo que como norma no se cuestiona, por despiadado que pueda parecer, es el propio marco democrático-liberal que ha de luchar contra estos excesos. El objetivo (explícito o implícito) es democratizar el capitalismo, ampliar el control democrático sobre la economía a través de la presión de los medios de comunicación, de consultas parlamentarias, de leyes más duras, de investigaciones policiales honestas, etc., pero sin cuestionar jamás el marco democrático institucional del (burgués) imperio de la ley. Este sigue siendo la vaca sagrada que ni siquiera las formas más radicales del «anticapitalismo ético» (el Foro Mundial Social de Porto Alegre, el movimiento de Seattle) se atreven a tocar.
A este respecto, la idea fundamental de Marx sigue teniendo validez, quizá hoy más que nunca: para Marx, la cuestión de la libertad no debería situarse principalmente en la esfera política propiamente dicha («¿Tiene un país elecciones libres?», «¿Son los jueces independientes?», «¿Se halla libre la prensa de presiones ocultas?», «¿Se respetan los derechos humanos?» y toda la lista de preguntas que diversas instituciones «independientes» —y no tan independientes— plantean cuando desean dictar sentencia sobre un país). La clave de la libertad real se halla más bien en la red «apolítica» de las relaciones sociales, del mercado a la familia, donde el cambio necesario, si queremos una mejora real, no es una reforma política, sino una transformación de las relaciones «apolíticas» de producción. No votamos acerca de quién posee qué, de las relaciones en una fábrica, etc.; todo esto se abandona a procesos que están fuera del ámbito de lo político, y es ilusorio esperar que se pueden cambiar las cosas de forma efectiva al «ampliar» la democracia a esta esfera, organizando, por ejemplo, bancos «democráticos» bajo el control del pueblo. Los cambios radicales en este terreno deberían hacerse fuera del ámbito de los «derechos» jurídicos, etc.: en tales procedimientos «democráticos» (que, por supuesto, pueden tener un papel positivo), por muy radical que sea nuestro anticapitalismo, la solución se busca aplicando los mecanismos democráticos, que —no lo olvidemos— forman parte de los aparatos del Estado burgués que garantiza el funcionamiento sin sobresaltos de la reproducción capitalista. En este sentido, Badiou tenía razón al afirmar que hoy el enemigo último no es el capitalismo, el imperio, la explotación o algo similar, sino la «democracia»: lo que impide el cambio radical de las relaciones capitalistas es la ilusión «democrática», la aceptación de los mecanismos democráticos como el horizonte definitivo de todo cambio.
Por tanto, las protestas de Occupy son un comienzo, y se debe empezar de esta manera, con un gesto formal de rechazo que es más importante que un contenido positivo, porque solo un gesto como ese puede crear el espacio para que surja un nuevo contenido. Así que no deberíamos aterrorizarnos por la perenne pregunta: «Pero ¿qué es lo que quieren?». Recuérdese que esta es la pregunta arquetípica que el amo dirige a la histérica: «Con todas tus quejas y lamentos, ¿sabes en realidad lo que quieres?». En un sentido psicoanalítico, las protestas son, en efecto, un acto histérico, que provocan al amo, minan su autoridad, y la pregunta «Pero ¿qué es lo que quieres?» pretende eludir la verdadera respuesta; su sentido es: «¡Dilo a mi manera o cállate!».
Desde luego, esto no significa que haya que halagar o mimar a los manifestantes. Hoy, más que nunca, los intelectuales deben aunar el apoyo total a los manifestantes con una distancia analítica, fría, nada paternalista, empezando por cuestionar la autodesignación de los manifestantes como el 99 por 100 contra el 1 por 100 de los avariciosos: ¿cuántos de ese 99 por 100 están dispuestos a aceptar a estos manifestados como su voz, y hasta qué punto? Si examinamos cuidadosamente el conocido manifiesto de los indignados españoles encontraremos algunas sorpresas. Lo primero que salta a la vista es el acusado tono apolítico: «Unos nos consideramos más progresistas, otros más conservadores. Unos creyentes, otros no. Unos tenemos ideologías bien definidas, otros nos consideramos apolíticos… Pero todos estamos preocupados e indignados por el panorama político, económico y social que vemos a nuestro alrededor. Por la corrupción de los políticos, empresarios, banqueros… Por la indefensión del ciudadano de a pie». Elevan su protesta en nombre de unos «derechos básicos que deberían estar cubiertos en estas sociedades: derecho a la vivienda, al trabajo, a la cultura, a la salud, a la educación, a la participación política, al libre desarrollo personal, y derecho al consumo de los bienes necesarios para una vida sana y feliz». Al rechazar la violencia, apelan a una «Revolución Ética. Hemos puesto el dinero por encima del ser humano y tenemos que ponerlo a nuestro servicio. Somos personas, no productos del mercado. No soy solo lo que compro, por qué lo compro y a quién se lo compro». ¿Quién será el agente de esta revolución? A toda la clase política, tanto de izquierdas como de derechas, se la rechaza por ser corrupta y estar dominada por el ansia de poder; sin embargo, el manifiesto consiste en una serie de exigencias. ¿A quién van dirigidas? No al pueblo mismo: los indignados no afirman (todavía) que nadie lo hará por ellos, que (parafraseando a Gandhi) ellos mismos tienen que ser el cambio que desean ver. Parece que el comentario desdeñoso y excesivamente simple de Lacan sobre los manifestantes de 1968 ha encontrado su blanco en los indignados: «Como revolucionarios, sois histéricos que exigen un nuevo amo. Encontraréis uno».
Enfrentados con las exigencias de los manifestantes, los intelectuales no están en la posición de los sujetos que se supone que saben: no pueden hacer operativas estas exigencias, ni traducirlas en propuestas de medidas realistas, precisas y detalladas. Con el colapso del comunismo del siglo XX, los intelectuales renunciaron de una vez por todas a su papel como vanguardia que comprende las leyes de la historia y que puede guiar a los inocentes en su camino. El pueblo, sin embargo, tampoco sabe; el «pueblo», como nueva figura del sujeto-que-se-supone-que-sabe, es un mito del partido que asegura actuar en su nombre, desde el eslogan de Mao «aprended de los granjeros» hasta la famosa apelación de Heidegger a un viejo amigo granjero en su breve texto «¿Por qué permanezco en las provincias?», de 1934, un mes después de que dimitiera de su puesto de decano en la Universidad de Friburgo:
Recientemente recibí una segunda invitación para enseñar en la Universidad de Berlín. En esa ocasión abandoné Friburgo y me retiré a mi cabaña. Escuché lo que las montañas, el bosque y las tierras de labranza decían y fui a ver a un viejo amigo, un granjero de 75 años. Había leído la invitación de Berlín en los periódicos. ¿Qué tendría que decir? Lentamente clavó la segura mirada de sus claros ojos en los míos, y manteniendo su boca cerrada, colocó pensativamente su fiel mano en mi hombro. Levemente movió la cabeza. Aquello significaba: «¡No, de ninguna manera!»(399).
Únicamente podemos imaginar lo que el viejo granjero estaba pensando en realidad; con toda seguridad, sabía qué respuesta esperaba Heidegger y educadamente se la dio. Por tanto, ninguna sabiduría de los hombres corrientes dirá a los manifestantes warum bleiben wir en Wall Street. No hay sujeto que sepa, ni en la forma de intelectuales ni en la forma de la gente corriente. Por tanto ¿no estamos en un atolladero, dado que los ciegos guían a los ciegos y cada uno supone que los demás no lo son? No, porque su respectiva ignorancia no es simétrica; quien tiene las respuestas es el pueblo, que, sin embargo, desconoce las preguntas para las que tiene (o de las que es) la respuesta. John Berger escribió acerca de las «multitudes» de los que se hallan en el lado equivocado del Muro (el que separa a los que están dentro de los que están fuera):
Las multitudes tienen respuestas a preguntas que aún no han sido planteadas, y poseen la capacidad de sobrevivir a los muros. Las preguntas no han sido hechas aún porque hacerlo requiere palabras y conceptos que suenen auténticos, cuando los que se usan habitualmente han perdido su significado: democracia, libertad, productividad, etc. Con nuevos conceptos, las preguntas se plantearán pronto, porque la historia implica precisamente un proceso de interrogación. ¿Pronto? Dentro de una generación(400).
Claude Lévi-Strauss escribió que la prohibición del incesto no es una pregunta, un enigma, sino una respuesta a una pregunta que desconocemos. Deberíamos tratar las exigencias de los manifestantes de Occupy de forma similar: los intelectuales no deberían considerarlas principalmente como exigencias o preguntas sobre las que tendrían que dar respuestas claras y programas sobre lo que debería hacerse. Esas demandas son respuestas, y los intelectuales deberían proponer las preguntas a las que responden. La situación es como la del psicoanálisis, en la que el paciente sabe la respuesta (sus síntomas son esas respuestas), pero no a qué pregunta responde, y el analista ha de formular esa pregunta. Solo por medio de un trabajo paciente como este surgirá un programa.


Notas:
[381] Editorial sobre «El reto de Noruega», Jerusalem Post, 24 de julio de 2011. <<
[382] Por otra parte, debería señalarse que, en la década de 1930, Ernest Jones, el principal agente del aburguesamiento conformista del psicoanálisis, desarrolló, en respuesta directa al antisemitismo nazi, unas curiosas especulaciones sobre el porcentaje de población extranjera que un cuerpo nacional puede tolerar sin poner en peligro su identidad, aceptando así la problemática nazi. <<
[383] Sin mencionar el extraño hecho de que la fuerza principal del movimiento antihomosexual en Croacia es la iglesia católica, bien conocida por sus numerosos escándalos de pedofilia. <<
[384] J. Rose, State of Fantasy, Oxford, Oxford University Press, 1996, p. 165. <<
[385] «Nunca tuvimos el amor / que todo niño debería tener / No somos delincuentes / Somos incomprendidos / En nuestro interior hay bondad // Mi padre pega a mi madre / Mi madre me atiza a mí / Mi abuelo es comunista / Mi abuela trafica con marihuana / Mi hermana lleva bigote / Mi hermano lleva un vestido / ¡Dios santo, por eso estoy hecho un lío! // ¡Sí! / Agente Krupke, no debería estar aquí / Este chico no necesita un diván / Necesita una profesión útil / La sociedad le ha jugado una mala pasada / Y sociológicamente está enfermo // Querido trabajador social / Me dicen que consiga un trabajo / Como servir soda/Lo que significa que sería un vago / No es que sea antisocial / Solo soy antitrabajo / Cielos, ¡por eso soy un idiota!». [N. de los tt.] <<
[386] Sin embargo, incluso en Grecia el nacionalismo de extrema derecha está en auge. Dirige su furia tanto contra la Unión Europea como contra los inmigrantes africanos; la izquierda se hace eco de este giro nacionalista, atacando a la Unión Europea en vez de contemplar críticamente su propio pasado (por ejemplo, analizando el papel crucial del gobierno de Andreas Papandreu en el establecimiento del Estado «clientelista» griego). <<
[387] F. Jameson, Representing Capital, Verso, Londres, 2011, p. 149. <<
[388] F. Jameson, Valences of the Dialectic, Verso, Londres, 2009, p. 580. <<
[389] F. Jameson, Representing Capital, cit., p. 149. <<
[390] Extraído del texto disponible en marxists.org. <<
[391] F. Jameson, Valences of the Dialectic, cit., p. 580. <<
[392] Ibid., p. 151. <<
[393] A. Rand, Atlas Shrugged, Penguin, Londres, 2007, p. 871 [ed. cast.: La rebelión de Atlas, trad. de J. Fernández-Yáñez, Barcelona, Caralt, 1973]. <<
[394] F. Jameson, Valences of the Dialectic, cit., p. 568. <<
[395] Ibid. <<
[396] Por ello es excesivamente simple criticar a Mandela por abandonar la perspectiva socialista después del fin del apartheid. ¿Tenía realmente otra elección? ¿Era el giro hacia el socialismo una opción factible? <<
[397] «Bullshit», en el original: «tonterías», «estupideces», y, literalmente, «mierda de toro». [N. de los tt.] <<
[398] A. Applebaum, «What the Occupy protesters tell us about the limits of democracy», disponible en washingtonpost.com. <<
[399] En «Heidegger: The Man and the Thinker», disponible en stanford.edu. <<
[400] J. Berger, «Afterword», en A. Platonov, Soul, Nueva York, New York Review Books, 2007, p. 317. <<


PUNTO Y APARTE



¿De qué viven Keiko Fujimori y Mark Vito Villanella?




¿De qué vive Keiko?



















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