El siguiente ensayo, que publicamos, apareció en un texto recopilatorio bajo el nombre La Idea de Comunismo The New York Conference (2011)(The Idea of Communism. The New York Conference), donde diversos autores han intentado actualizar el marxismo a los nuevos acontecimientos tales como la Primavera Árabe , el movimiento Occupy Wall Street, la revuelta griega y los disturbios en el Reino Unido, todo bajo el contexto general del capitalismo Global .Entre los intervinientes ,que encontraremos en el texto en mención, tenemos a Alain Badiou ,Slavoj Žižek, Frank Ruda, Emmanuel Terray , Adrian Johnston , Jodi Dean , Susan Buck-Morss , Bruno Bosteels, Étienne Balibar quienes bajo el titulo :"El comunismo : un nuevo comienzo", expusieron en el marco de un congreso — el tercero de la serie, tras el de Londres en 2009 y el de Berlín en 2010— dedicado al concepto de comunismo y que fue celebrado en la Universidad Cooper Union de Nueva York entre el 14 y el 16 de octubre de 2011.
Respuestas sin preguntas
Slavoj Žižek
Dicen que en China, si odias verdaderamente a alguien,
la maldición que hay que lanzarle es «¡Ojalá vivas tiempos interesantes!».
Históricamente, los «tiempos interesantes» han sido periodos de desasosiego,
guerras y luchas por el poder en los que millones de inocentes han sufrido las
consecuencias. Los cuatro acontecimientos que estremecieron al mundo en el
verano de 2011 —la continuación de las revueltas árabes, la orgía asesina de
Anders Breivik en Oslo, la renovación del caos financiero con su presagio de
una nueva recesión y las violentas protestas en ciudades del Reino Unido con
cientos de hogares y coches saqueados y quemados— son claros síntomas de que
estamos entrando en una nueva época de tiempos interesantes.
Según Hegel, la repetición tiene un papel preciso en
la historia: cuando algo ocurre solamente una vez, puede ser descartado como un
mero accidente, como algo que podría haberse evitado si se hubiera manejado
mejor la situación: pero cuando el mismo acontecimiento se repite, eso es un
signo de que nos encontramos ante una necesidad histórica más profunda. Cuando
Napoleón perdió por primera vez, en 1813, pareció cosa de mala suerte; cuando
perdió por segunda vez, en Waterloo, estaba claro que su momento había pasado…
¿Y no ocurre lo mismo con la actual crisis financiera? Cuando esta llegó a los
mercados en septiembre de 2008, parecía tratarse de un accidente que podría
corregirse mediante una mejor regulación: ahora que los síntomas de una
repetida debacle financiera se acumulan, es evidente que nos enfrentamos a una
necesidad estructural.
Lo que hace que esta continua crisis sea extraña es el
axioma que adoptan la gran mayoría de «especialistas» y políticos: se nos dice
una y otra vez que vivimos un momento crítico de déficit y deuda donde todos
debemos soportar una carga y aceptar unas condiciones de vida inferiores; todos, con la excepción de los (muy) ricos.
La idea de elevar los impuestos a esta minoría de muy ricos es un tabú
absoluto: si lo hacemos, según nos dicen, los ricos perderán sus incentivos
para invertir y crear nuevos empleos, y todos sufriremos las consecuencias. La
única forma de escapar a estos tiempos difíciles es que los pobres sean más
pobres y los ricos sean más ricos. Y si los ricos corren peligro de perder parte
de su riqueza, la sociedad ha de ayudarlos: la idea dominante sobre la actual
crisis financiera (a saber, que fue causada por los préstamos y los dispendios
excesivos del Estado) está manifiestamente en conflicto con el hecho de que,
desde Islandia hasta los Estados Unidos, su causa última se hallaba en los
grandes bancos privados: con el fin de prevenir el colapso de los bancos, el
Estado tuvo que intervenir con enormes cantidades de dinero de los
contribuyentes. ¿Cómo podemos encontrar una vía de escape en medio de una
situación tan confusa?
En la década de los treinta del siglo pasado, Hitler
ofreció el antisemitismo como explicación de los problemas que sufrían los
alemanes de a pie: desempleo, decadencia moral, malestar social… Detrás de todo
esto se hallaban los judíos; evocar «la conspiración judía» lo dejaba todo
claro, al proporcionar un sencillo «mapa cognitivo». ¿Acaso el odio al
multiculturalismo y la amenaza de los inmigrantes no desempeñan hoy esa misma
función? Están ocurriendo cosas extrañas: se producen desastres financieros que
afectan a nuestra vida diaria, pero que se experimentan como algo totalmente
opaco. El rechazo al multiculturalismo introduce una falsa claridad en la
situación: son los intrusos extranjeros quienes están alterando nuestra forma
de vida… Por tanto, existe una interconexión entre el ascenso de la ola contra
los inmigrantes en los países de Occidente (que alcanzó su cima con la orgía
asesina de Breivik) y la actual crisis financiera: el hecho de aferrarse a la
identidad étnica sirve como escudo protector frente al trauma de estar atrapado
en la vorágine de una abstracción financiera nada transparente. El auténtico
«cuerpo extraño» que no puede ser asimilado es, en definitiva, la
autopropulsada máquina infernal del capital mismo.
Hay cosas que nos deberían hacer reflexionar sobre la
autojustificación ideológica de Breivik y sobre las reacciones a sus actos
asesinos. El manifiesto de este «cazador de marxistas» cristiano, que mató a
más de 70 personas en Oslo, no es
precisamente el fruto de la incoherencia de un loco; es simplemente una
exposición coherente de la «crisis de Europa» que sirve como la base (más o
menos) implícita del creciente populismo contra la inmigración. Sus propias
incoherencias son sintomáticas de las contradicciones internas de este punto de
vista. Lo primero que no puede dejar de sorprendernos es el modo en que Breivik
construye a su enemigo: la combinación de tres elementos (marxismo,
multiculturalismo, islamismo), cada uno perteneciente a un espacio político
diferente: la izquierda radical marxista, el liberalismo multicultural, el
fundamentalismo religioso islámico. La vieja costumbre fascista de atribuir al
enemigo rasgos mutuamente excluyentes («la conspiración
bolchevique-plutocrática judía») regresa (la izquierda radical bolchevique, el
capitalismo plutocrático, la identidad étnico-religiosa) bajo un nuevo aspecto.
Incluso más reveladora es la forma en que la autodesignación de Breivik baraja
las cartas de la ideología derechista radical. Breivik defiende el
cristianismo, pero se declara agnóstico: para él, el cristianismo es
simplemente una elaboración cultural que oponer al islam. Es antifeminista y
cree que habría que disuadir a las mujeres de que siguieran estudios
superiores; pero está de acuerdo con una sociedad «secular», apoya el aborto y
se declara progay. Además, Breivik combina los rasgos nazis (en los detalles
también: por ejemplo, su simpatía por Saga, el cantante folk sueco pronazi) con el odio a Hitler: uno de sus héroes es Max
Manus, el líder de la resistencia noruega antinazi. Breivik no es tanto un
racista como un antimusulmán: todo su odio se dirige contra la amenaza
musulmana. Y, por último, aunque no por ello menos importante, Breivik es
antisemita pero proisraelita, ya que el Estado de Israel es la primera línea de
defensa frente a la expansión musulmana; incluso desea ver reconstruido el
templo de Jerusalén. Considera que los judíos están bien mientras no haya
demasiados, o, como escribió en su «Manifiesto»: «No hay problema judío en la
Europa occidental (con la excepción del Reino Unido y Francia), puesto que en
Europa occidental solo tenemos a un millón de judíos, mientras que 800 000
de ellos viven en Francia y en el Reino Unido. Por otro lado, los Estados
Unidos, con más de 6 millones de judíos (un 600 por 100 más que en Europa),
tienen un problema judío considerable». Por tanto, Breivik encarna la paradoja
extrema de un sionista nazi. ¿Cómo es posible tal cosa?
Una clave se halla en las reacciones de la derecha
europea ante el ataque de Breivik. Repetían como un mantra que sus actos eran
condenables, pero que no había que olvidar que Breivik planteaba
«preocupaciones legítimas sobre problemas reales»: la política convencional
está fracasando a la hora de abordar la corrosión de Europa por la islamización
y el multiculturalismo; por citar el Jerusalem
Post, deberíamos aprovechar la tragedia de Oslo «como una oportunidad para
reevaluar seriamente la política de integración de la inmigración en Noruega y
en otros países»(381). (Por cierto, sería agradable escuchar una valoración
similar de los actos terroristas palestinos, algo así como «estos actos
terroristas deberían servir como una oportunidad para reevaluar las políticas
de Israel»). Por supuesto, en esta evaluación hay implícita una referencia a
Israel: un Israel «multicultural» no tiene posibilidades de sobrevivir, el apartheid es la única opción realista.
El precio de este pacto, verdaderamente perverso, entre los sionistas y la
derecha, es que, para justificar el derecho a Palestina, se ha de reconocer de
manera retroactiva la línea de argumentación que, en una etapa anterior de la
historia de Europa, se utilizó contra los judíos: el trato implícito es
«estamos dispuestos a admitir vuestra intolerancia frente a otras culturas que
se hallan entre vosotros si vosotros admitís nuestro derecho a no tolerar
palestinos entre nosotros». La trágica ironía de este trato es que los judíos
mismos habían sido los primeros «multiculturalistas»: su problema era cómo
sobrevivir manteniendo su cultura intacta en lugares donde predominaba otra
cultura (382). Al final de este camino se encuentra la posibilidad extrema, que
no debería descartarse en absoluto, de un «pacto histórico» entre
fundamentalistas musulmanes y sionistas.
Pero ¿y si estamos
entrando en una nueva era en la que ese razonamiento terminará imponiéndose?
¿Qué pasaría si Europa aceptara la paradoja de que su apertura democrática se
basa en la exclusión («no hay libertad para los enemigos de la libertad», como
lo planteó Robespierre hace mucho tiempo)? En principio, esto es, desde luego,
cierto, pero es aquí donde uno ha de ser muy específico. En cierto sentido,
Breivik acertó al elegir su blanco: no atacó a extranjeros, sino a aquellos que
dentro de su propia comunidad eran vistos como excesivamente tolerantes a los
invasores extranjeros. El problema no es el extranjero; es nuestra propia
identidad (europea). A pesar de que la actual crisis de la Unión Europea se
muestra como una crisis de la economía y de la deuda, en su dimensión
fundamental es una crisis ideológico-política:
el fracaso de los referendos sobre la Constitución de la Unión Europea hace
unos pocos años proporcionó una clara señal de que los votantes percibían la
Unión Europea como una unión económica «tecnocrática», carente de toda visión
que pudiera movilizar a la gente; hasta las protestas recientes, la única
ideología capaz de movilizar a la gente era la «defensa» de Europa contra la
inmigración.
Los recientes estallidos de homofobia en los estados
poscomunistas del este de Europa nos obligan a reflexionar. A principios de
2011, hubo un desfile homosexual en Estambul, en el que miles de personas
marcharon en paz, sin violencia ni disturbios; en desfiles homosexuales que
tuvieron lugar al mismo tiempo en Serbia y en Croacia (en Belgrado y Split), la
policía fue incapaz de proteger a los participantes, que fueron atacados
ferozmente por miles de violentos fundamentalistas cristianos. Estos fundamentalistas, más que los
ciudadanos turcos, son la verdadera amenaza para el legado europeo. Por tanto,
dado que la Unión Europea básicamente bloqueó el ingreso de Turquía en su seno,
deberíamos plantear la pregunta obvia: ¿y si aplicamos las mismas reglas a la
Europa del Este?(383).
Es crucial localizar en esta serie el antisemitismo,
como uno más de sus elementos, entre otras formas de racismo, sexismo,
homofobia, etc. Con el objeto de sustentar su política sionista, el Estado de
Israel está cometiendo un error catastrófico: ha decidido minimizar, si no
ignorar completamente, el denominado «viejo» antisemitismo (tradicionalmente
europeo), centrándose más bien en el «nuevo» antisemitismo, supuestamente
«progresista», enmascarado en la crítica a la política sionista del Estado de
Israel. En este sentido, Bernard-Henri Lévy (en su The Left in Dark Times) afirmaba recientemente que el antisemitismo
del siglo XXI será «progresista» o no será. Llevada a su conclusión
lógica, esta tesis nos obliga a invertir la vieja interpretación marxista del
antisemitismo como un anticapitalismo mistificado/desplazado (en vez de culpar
al sistema capitalista, la rabia se centra en un grupo étnico específico,
acusado de corromper el sistema); para Lévy y sus partidarios, el
anticapitalismo contemporáneo es una forma encubierta de antisemitismo.
Esta prohibición velada pero no menos efectiva de
atacar el «viejo» antisemitismo se produce justamente cuando el antisemitismo
de la «vieja escuela» está volviendo en toda Europa, especialmente en los
países poscomunistas del este de Europa. Podemos observar una alianza igual de
extraña en Estados Unidos: ¿cómo pueden los cristianos fundamentalistas
estadounidenses, que son por definición antisemitas, apoyar apasionadamente
ahora la política sionista del Estado de Israel? Solo hay una solución a este
enigma: no es que hayan cambiado los fundamentalistas estadounidenses, sino que
el sionismo, en su odio por los judíos que no se identifican totalmente con la
política del Estado de Israel, se convierten paradójicamente en antisemitas; es
decir, el sionismo ha elaborado la figura del judío que duda del proyecto
sionista en la línea del antisemitismo. Israel está jugando aquí a un peligroso
juego: el canal Fox News, principal voz estadounidense de la extrema derecha y
partidario incondicional del expansionismo israelí, tuvo que relegar
recientemente a Glen Beck, su presentador estrella, porque sus comentarios se
estaban haciendo abiertamente antisemitas.
El argumento sionista habitual contra las críticas de
las políticas del Estado de Israel es que, por supuesto, como cualquier otro
Estado, Israel puede y debe ser juzgado y eventualmente criticado, pero que los
críticos tergiversan la justificada crítica de la política israelí con
propósitos antisemitas. ¿Acaso la línea de argumentación implícita de los
fundamentalistas cristianos incondicionalmente partidarios de la política
israelí y que rechazan las críticas de la izquierda no tiene su mejor
representación en una estupenda viñeta publicada en julio de 2008 en el
periódico vienés Die Presse? La
imagen muestra a dos robustos austríacos de aspecto nazi; uno de ellos, con un
periódico en las manos, comenta a su amigo: «¡Aquí puedes ver de nuevo un
antisemitismo totalmente justificado pero malgastado en una crítica barata de
Israel!». Así son hoy día los aliados del Estado de Israel. Los judíos críticos
con el Estado de Israel son habitualmente desdeñados como judíos que se odian a
sí mismos. Sin embargo, ¿los judíos que se odian a sí mismos no son en realidad
aquellos que secretamente odian la verdadera grandeza del pueblo judío, es
decir, los sionistas que pactan con los antisemitas? ¿Cómo hemos terminado en
una situación tan extraña?
El problema que subyace aquí es el del amor al
prójimo. Como de costumbre, G. K. Chesterton puso el dedo en la
llaga: «La Biblia nos dice que amemos a nuestros semejantes y también que
amemos a nuestros enemigos; probablemente porque son, por lo habitual, la misma
gente». Por tanto, ¿qué ocurre cuando estos problemáticos vecinos devuelven el
golpe? Aunque los disturbios de agosto de 2011 en el Reino Unido se
desencadenaron por la sospechosa muerte de Mark Duggan, suele aceptarse que
expresaban un malestar más profundo. Pero ¿qué tipo de malestar? Al igual que
los incendios de coches en los suburbios de París en 2005, los manifestantes
del Reino Unido no tenían un mensaje que ofrecer. El contraste con las enormes
protestas estudiantiles de noviembre de 2010, que también se tornaron
violentas, es evidente: estas tenían un mensaje, el rechazo a las reformas de
la educación superior. Por ello es difícil concebir los disturbios del Reino
Unido según los términos marxistas del naciente sujeto revolucionario; encajan
mucho mejor en la idea hegeliana de «chusma»: aquellos que se hallan fuera del
espacio social organizado, a los que se impide participar en la producción
social y que solo pueden expresar su descontento mediante «estallidos
irracionales» de violencia destructiva («negatividad abstracta», como la llamó
Hegel). Tal vez sea esta la oculta verdad de Hegel, de su pensamiento político:
cuanto más crea una sociedad un Estado racional bien organizado, más retorna la
negatividad abstracta de la violencia «irracional».
Las implicaciones teológicas de esta verdad oculta
tienen un alcance inesperado: ¿qué ocurriría si el destinatario último del
mandamiento bíblico «No matarás» fuera el mismísimo Dios (Jehová), y nosotros,
los frágiles seres humanos, fuéramos sus semejantes, expuestos a la ira divina?
¿Cuán a menudo, en el Antiguo Testamento, Dios aparece como un extraño
siniestro que brutalmente irrumpe en las vidas humanas y siembra la
destrucción? Cuando Levinas escribió que la primera reacción al ver a nuestro
semejante es matarlo, ¿no daba a entender que esto se refería en un principio a
la relación de Dios con los seres humanos, por lo que el mandamiento era en
realidad una petición a Dios para que controlara su ira? En la medida en que la
solución judía es un dios muerto, un dios que sobrevive solo como la «letra
muerta» del libro sagrado, de la ley que ha de ser interpretada, lo que muere
con la muerte de Dios es precisamente el dios de lo real, de la furia
destructiva y de la venganza. Por tanto, el título de un libro bien conocido
sobre el Holocausto (God Died in
Auschwitz) tiene que invertirse: Dios nació en Auschwitz, por medio de su
violencia. Recuérdese la historia del Talmud sobre dos rabís que discuten un
asunto teológico: el que va perdiendo llama a Dios para que acuda y decida la
disputa; cuando Dios se presenta, el otro le dice que su obra de creación ya ha
sido culminada, por lo que él ahora no tiene más que decir y debería marcharse;
y, en efecto, Dios se marcha. Es como si, en Auschwitz, Dios hubiera vuelto,
con consecuencias catastróficas. El verdadero horror no se produce cuando Dios
nos abandona, sino cuando se aproxima demasiado a nosotros.
Por ello, tanto las reacciones conservadoras como las
reacciones liberales al malestar urbano son claramente fallidas. La reacción
conservadora era predecible: no hay justificación para ese vandalismo; se deben
emplear todos los medios posibles para restaurar el orden, y lo que se necesita
para prevenir futuras explosiones de esta clase no es más tolerancia y
asistencia social, sino más disciplina, trabajo duro y sentido de la
responsabilidad. La falsedad de esta explicación no radica solo en su desdén por
la desesperada situación social que impulsa a unos jóvenes a estos violentos
estallidos, sino —y tal vez esto sea más importante— la forma en que tales
estallidos repiten las premisas subyacentes a la ideología conservadora. Cuando
en 1990 los conservadores lanzaron su infame campaña «vuelta a lo básico», su
obsceno suplemento fue claramente identificado por Norman Tebbit, «nunca
temeroso a la hora de desvelar los sucios secretos del inconsciente
conservador»(384): «El hombre no es solo un animal social, sino también
territorial; debe ser parte de nuestro programa satisfacer esos instintos
básicos de tribalismo y territorialidad». Esto, por tanto, es lo que
significaba la «vuelta a lo básico»: la reafirmación de los bárbaros «instintos
básicos» ocultos bajo el semblante de la sociedad burguesa civilizada. Y,
¿acaso no encontramos en los estallidos de violencia esos mismos «instintos
básicos», no los de las capas más bajas y desfavorecidas, sino los de la
ideología capitalista hegemónica? En la década de los sesenta, para explicar
cómo la «revolución sexual» quitó de en medio los obstáculos tradicionales a
una sexualidad libre, Herbert Marcuse elaboró el concepto de «desublimación
represiva»: las pulsiones humanas pueden ser desublimadas, despojadas de su vestimenta
civilizadora, y retener aún su carácter represivo. ¿No es esta clase de
«desublimación represiva» lo que vemos hoy en las calles de Reino Unido? Esto
es, lo que vemos ahí no son hombres reducidos al estado de «bestias naturales»,
sino la «bestia natural» históricamente específica producida por la ideología
capitalista hegemónica, el nivel cero del sujeto capitalista.
Mientras tanto, los liberales de izquierda, no menos
previsibles, se adhieren a su mantra sobre los programas sociales y los
esfuerzos de integración abandonados, que han privado a la generación más joven
de inmigrantes de cualquier perspectiva económica y social clara: los
estallidos violentos son el único medio que tienen para expresar su
insatisfacción. En vez de complacernos en fantasías de venganza, deberíamos
hacer un esfuerzo para comprender las causas más profundas de los estallidos
violentos: ¿podemos imaginar lo que significa ser un joven en una zona pobre,
multirracial, a priori sospechosa y
hostigada por la policía, vivir en una situación de miseria, rodeado de
familias rotas, no solo desempleado, sino considerado inepto para el trabajo,
sin esperanza ante el futuro? En cuanto consideramos todo esto, las razones de
por qué la gente toma las calles se hacen evidentes… El problema de esta
descripción es que simplemente enumera las condiciones objetivas de los
disturbios, pero ignora la dimensión subjetiva: sublevarse es hacer una
declaración subjetiva, declarar implícitamente el modo en que uno se relaciona
con sus condiciones objetivas, cómo las subjetiva. Vivimos en una época de
cinismo en la que fácilmente podemos imaginar a un manifestante que, atrapado
mientras saqueaba y quemaba una tienda, empezara a hablar de repente, al
preguntarle por los motivos de su violencia, como un trabajador social, un
sociólogo y un psicólogo social, aduciendo la disminución de la movilidad
social, la creciente precariedad laboral, la desintegración de la autoridad
paterna o la falta de amor materno en su temprana niñez. Sabe lo que está
haciendo y a pesar de ello lo hace, como en la famosa «Gee, Officer Krupke» de
la obra de Leonard Bernstein West Side
Story (letra de Stephen Sondheim), que contiene la declaración «La
delincuencia juvenil es simplemente una enfermedad social»:
We never had
the love
That every
child oughta get
We ain’t no
delinquents
We’re
misunderstood
Deep down
inside us there is good
My daddy
beats my mommy
My mommy
clobbers me
My grandpa
is a commie
My grandma
pushes tea
My sister
wears a moustache
My brother
wears a dress
Goodness
gracious, that’s why I’m a mess
Yes!
Officer
Krupke, he shouldn’t be here.
This boy
don’t need a couch
He needs a
useful career
Society’s
played him a terrible trick
And
sociologically he’s sick
Dear kindly
social worker
They tell me
get a job
Like be a
soda jerker
Which means
I’d be a slob
It’s not I’m
antisocial
I’m only
anti-work
Gloryosky,
that’s why I’m a jerk!(385).
No son simplemente enfermos sociales, sino que se
declaran a sí mismos como tales, exhibiendo irónicamente distintas
explicaciones de su difícil situación (como las describiría un trabajador
social, un psicólogo o un juez). Por tanto, carece de sentido meditar sobre
cuál de las dos reacciones ante los disturbios, la conservadora o la liberal,
es peor: como hubiera dicho el camarada Stalin, ambas son peores, y esto incluye el aviso formulado por los dos
bandos acerca de que el auténtico peligro de estos estallidos reside en la reacción racista, fácilmente predecible,
de la «mayoría silenciosa». Esta reacción (que no debería descartarse en
absoluto como meramente reaccionaria) se produjo ya bajo la forma de una
actividad «tribal»: la repentina aparición de la autodefensa organizada de
comunidades locales (turcos, afrocaribeños, sijs…) que formaron rápidamente sus
propias unidades de vigilancia para proteger sus propiedades, obtenidas con
tanto esfuerzo. También a este respecto debemos rechazar la elección de un
bando al que apoyar: ¿los pequeños comerciantes defienden a la pequeña
burguesía de una protesta legítima aunque violenta contra el sistema, o son los
representantes de los auténticos trabajadores contra las fuerzas de la
desintegración social? La violencia de los manifestantes se dirigió casi
exclusivamente contra su propia gente. Los coches quemados y las tiendas
saqueadas no pertenecían a los vecindarios más ricos: eran parte de las
adquisiciones arduamente conseguidas por la misma capa social de la que
salieron los manifestantes. La triste verdad de la situación se halla en este
conflicto entre los dos polos de los desfavorecidos: aquellos que aún logran
mantenerse dentro del sistema contra aquellos que están demasiado frustrados
para seguir haciéndolo y solo son capaces de golpear al otro polo de su propia
comunidad. Así pues, el conflicto que sostiene los disturbios no es simplemente
un conflicto entre partes de la sociedad: es, en su aspecto más radical, el conflicto entre la sociedad y la
no-sociedad, entre aquellos que no tienen nada que perder y aquellos que
tienen todo que perder, entre aquellos que carecen de participación en su
comunidad y aquellos que poseen los mayores intereses en ella.
Pero ¿por qué los manifestantes se ven impulsados a
esta clase de violencia? Zygmunt Bauman iba bien encaminado cuando caracterizó
los disturbios como actos de «consumidores deficientes e incapacitados»: más
que otra cosa, los disturbios fueron un carnaval consumista de destrucción, un
deseo consumista violentamente escenificado al ser incapaz de manifestarse de
la forma «debida» (por medio de la compra). Como tales, también tenían, desde
luego, un momento de auténtica protesta, una especie de respuesta irónica a la
ideología consumista con la que somos bombardeados en nuestra vida cotidiana:
«Nos exiges que consumamos y al mismo tiempo nos arrebatas la posibilidad de
hacerlo debidamente. ¡Pues aquí estamos, haciéndolo de la única forma que
podemos!». Los disturbios, por tanto, escenifican en cierto sentido la verdad
de la «sociedad postideológica», exponiendo de una forma dolorosamente palpable
la fuerza material de la ideología. El problema de los disturbios no era la
violencia en sí, sino el hecho de que esta violencia no era verdaderamente
asertiva; según la terminología de Nietzsche, era reactiva, no activa: era
rabia impotente y desesperación enmascaradas en un despliegue de fuerza,
envidia tras la máscara de un carnaval triunfante.
El peligro es que la religión llene este vacío y
restaure el significado. Dicho de otro modo, hay que situar los disturbios en
la serie que forman con otro tipo de violencia que la mayoría liberal percibe
hoy como una amenaza a nuestra forma de vida: es decir, los ataques terroristas
y los atentados suicidas. En ambos casos, la violencia y la contraviolencia
quedan atrapadas en un mortífero círculo vicioso, en el que cada una genera las
mismas fuerzas que intentan combatir. En ambos casos, estamos ante ciegos passages à l’acte, en los que la
violencia es una admisión implícita de la impotencia. La diferencia es que, en
contraste con los estallidos de París o de Reino Unido, que eran unas protestas
de «nivel cero», estallidos violentos que no querían nada, los ataques
terroristas actúan en nombre de ese significado absoluto proporcionado por la religión.
Pero ¿no ofrecieron las revueltas árabes un acto
colectivo de resistencia que evitó esta falsa alternativa entre la violencia
autodestructiva y el fundamentalismo religioso? Por desgracia, el Verano
Egipcio de 2011 puede recordarse como el momento del fin de la revolución, como
la extinción de su potencial de emancipación; sus sepultureros son el ejército
y los islamistas. Es decir, los perfiles del pacto entre el ejército (que es el
mismo ejército de Mubarak, el gran receptor de la ayuda financiera
estadounidense) y los islamistas (quienes fueron totalmente marginados durante
los primeros meses del levantamiento, pero que ahora están ganando terreno) son
cada vez más perceptibles: los islamistas tolerarán los privilegios materiales
del ejército y obtendrán a cambio la hegemonía ideológica. Los perdedores serán
los liberales prooccidentales —demasiado débiles, pese a todos los fondos de la
CIA para «promover la democracia»— y, especialmente, los verdaderos agentes de
los sucesos revolucionarios, la emergente izquierda secular, que estaba
intentando desesperadamente crear una red formada por organizaciones de la
sociedad civil, desde sindicatos hasta grupos feministas. Lo que complica aún
más la situación es el veloz empeoramiento de la economía, que tarde o temprano
llevará a las calles a millones de pobres, hasta ahora mayoritariamente
ausentes de unos acontecimientos dominados por la juventud con estudios de
clase media. Esta nueva explosión repetirá
la explosión que se produjo en primavera, la llevará a su verdad, impondrá una
difícil elección a los sujetos políticos. ¿Quién conseguirá convertirse en la
fuerza que dirija la rabia de los pobres y la plasme en un programa político:
la nueva izquierda secular o los islamistas?
La reacción imperante de la opinión pública occidental
ante el pacto entre los islamistas y el ejército será sin duda un despliegue
triunfal de sabiduría cínica: se nos dirá una y otra vez que, como ya ocurrió
claramente en Irán (un país que no es árabe), las revueltas populares en los
países árabes siempre terminan en un islamismo militante, por lo que Mubarak
parecerá, en retrospectiva, un mal mucho menor: es mejor conformarnos con el
diablo que ya tenemos y no jugar demasiado con la emancipación. Contra esta
tentación cínica, deberíamos mantenernos incondicionalmente fieles al núcleo
radicalmente emancipador de la revuelta egipcia.
Sin embargo, también deberíamos evitar la tentación
del narcisismo de la causa perdida, que admira la sublime belleza de las
revueltas destinadas al fracaso. La poesía del fracaso, el viejo motivo de
Beckett de «fracasar mejor» (cuya expresión más clara es el comentario de
Brecht sobre el señor Keuner: «“¿En qué está trabajando?”, le preguntaron al
señor Keuner. Este respondió: “Estoy teniendo dificultades: me estoy preparando
para mi próximo error”»), es, por tanto, inadecuada; deberíamos centrarnos en
los resultados que el fracaso deja tras de sí. Entre la izquierda
contemporánea, el problema de la «negación determinada» regresa con nuevos
ímpetus: ¿qué nuevo orden positivo debería reemplazar al viejo orden el día de
mañana, cuando el sublime entusiasmo de la revuelta haya cesado? Es en este
punto crucial donde estriba la fatal debilidad de las protestas: expresan una
rabia auténtica que no es capaz de transformarse en un mínimo programa positivo
de cambio sociopolítico. Expresan un espíritu de revuelta sin revolución.
La situación en Grecia parece más prometedora,
probablemente gracias a la reciente tradición de autogestión progresista (que
desapareció en España tras la caída del régimen de Franco)(386). Pero incluso
en Grecia el movimiento de protesta parece alcanzar su cima en la autogestión
popular: los manifestantes sostienen un espacio de libertad igualitaria sin una
autoridad central que lo regule, un espacio público donde a todos se les asigna
la misma cantidad de tiempo para hablar, etc. Cuando los manifestantes
empezaron a debatir qué hacer, cómo avanzar más allá de las simples protestas
(¿deberían organizar un nuevo partido político?, etc.), el consenso de la
mayoría fue que lo que se necesitaba no era un nuevo partido o un intento
directo de tomar el poder del Estado, sino un movimiento de la sociedad civil
cuyo propósito fuera ejercer presión sobre los partidos políticos. Sin embargo,
esta opción resulta claramente inadecuada para imponer una nueva reorganización
de toda la vida social; para hacerlo, se necesita un cuerpo fuerte, capaz de
tomar decisiones rápidas y llevarlas a cabo con todo el rigor necesario. ¿Quién
puede dar el siguiente paso? Una nueva tétrada surge aquí, la tétrada de pueblo-movimiento-partido-líder.
El pueblo sigue aquí, pero ya no como el mítico sujeto
soberano cuya voluntad se convierte en ley. Hegel tenía razón al criticar el
poder democrático del pueblo: habría que concebir «el pueblo» como el telón de
fondo pasivo del proceso político. La mayoría es siempre, y por definición,
pasiva: no hay garantía de que tenga razón; lo máximo que puede hacer es
aceptar un proyecto impuesto por agentes políticos y reconocerse en él. Por
tanto, el papel del pueblo es, en última instancia, negativo: las «elecciones
libres» (o los referéndums) son un freno para los movimientos de los partidos,
un impedimento destinado a evitar lo que Badiou ha denominado el brutal y
destructivo forçage («imposición») de
la verdad en el orden positivo del ser regulado por las opiniones. Esto es todo
lo que la democracia electoral puede hacer: dar el paso adelante que lleve a un
nuevo orden queda más allá de su alcance.
En contraste con cualquier exaltación de la «auténtica
gente corriente» deberíamos insistir en lo irreductiblemente violento que es el
proceso de su transformación en agentes políticos. En la película de John
Carpenter Están vivos, una de las
obras maestras olvidadas de la izquierda hollywoodiense, se narra la historia
de John Nada, un sin techo que encuentra trabajo como obrero de la construcción
en Los Ángeles, pero no tiene un lugar donde dormir. Uno de sus compañeros,
Frank Armitage, le lleva a pasar la noche a una barriada de chabolas. Mientras
Armitage le muestra el lugar, Nada advierte extraños movimientos en una pequeña
iglesia al otro lado de la calle. Al día siguiente investiga y tropieza
accidentalmente con unas cajas ocultas en un compartimiento secreto de la
pared; las cajas están llenas de gafas de sol. Cuando más adelante se pone un
par de gafas por primera vez, se da cuenta de que un cartel publicitario ahora
solamente exhibe la palabra «Obedece», mientras que otro exhorta al espectador
con el mensaje «Casaos y reproducíos». También observa que los billetes de
banco llevan las palabras «Este es vuestro dios». Lo que tenemos aquí es una mise-en-scène hermosamente ingenua de la
crítica de la ideología: por medio de las gafas crítico-ideológicas vemos
directamente el significante-amo tras la cadena del saber; aprendemos a ver la
dictadura en la democracia, y verlo
duele. Cuando Nada intenta convencer a Armitage para que se ponga las gafas, su
amigo se resiste y tiene lugar una larga y violenta pelea, digna de El club de la lucha (otra obra maestra
del Hollywood de izquierdas). La violencia que aquí se escenifica es positiva,
una condición de la liberación; la lección es que nuestra liberación de la
ideología no es un acto espontáneo, un acto de descubrimiento de nuestro
verdadero ser. La película nos enseña que, si uno mira demasiado tiempo a la
realidad con las gafas crítico-ideológicas, sufre un fuerte dolor de cabeza: es
muy doloroso ser privado del excedente de goce ideológico. Para ver la
auténtica naturaleza de las cosas, necesitamos las gafas. No es que tendríamos
que quitarnos las gafas ideológicas para ver directamente la realidad como es;
es que estamos inmersos «de forma natural» en la ideología: nuestra vista
natural es ideológica.
Por ello, la larga pelea entre Nada y Armitage es
crucial en la película; empieza con Nada diciendo a Armitage: «Te doy una
oportunidad: o te pones estas gafas o empiezas a comerte este cubo de basura»
(la pelea se desarrolla en medio de cubos de basura volcados). La pelea, que se
prolonga durante unos insoportables cinco minutos, con momentáneos intercambios
de sonrisas amistosas, es en sí misma totalmente «irracional». ¿Por qué
Armitage no acepta ponerse las gafas, siquiera para satisfacer a su amigo? La
única explicación es que él sabe que
su amigo quiere que vea algo peligroso, que obtenga un conocimiento prohibido
que arruinaría completamente la relativa paz de su existencia cotidiana. La
violencia escenificada aquí es una violencia positiva, una condición de la
liberación. ¿Cómo se convierte una mujer en un sujeto feminista? Solo
renunciando a las migajas de privilegio que le ofrece el discurso patriarcal,
desde la dependencia del protector escudo masculino hasta los placeres
proporcionados por la «galantería» masculina (que paga la cuenta en los
restaurantes, le abre la puerta, etcétera).
Cuando el pueblo trata directamente de «organizarse»
en movimientos, lo máximo que puede conseguir es el espacio igualitario para el
debate en el que los oradores son escogidos por sorteo y a todo el mundo se le
da el mismo tiempo (breve) para hablar. Pero estos movimientos de protesta son
inadecuados cuando llega el momento de actuar, de imponer un nuevo orden: en
este punto, se necesita algo parecido a un partido.
Incluso en un movimiento de protesta radical, el pueblo no sabe qué es lo que quiere, exige un nuevo amo que se lo indique.
Pero si el pueblo no lo sabe, ¿lo sabe el partido? ¿Volvemos al tópico
tradicional del partido poseedor de la visión histórica y conductor de la
gente? En Brecht encontramos una pista a este respecto. En la canción de la
celebración de la fiesta de La decisión,
que para algunos es la más problemática de toda la obra, Brecht propone algo
mucho más preciso y extraordinario de lo que podría parecer. A primera vista,
Brecht se limita a elevar el partido a la encarnación del saber absoluto: un
agente histórico que posee una visión perfecta y total de la situación
histórica, un sujeto-que-se-supone-que-sabe, si alguna vez existió uno: «Tienes
dos ojos, ¡pero el partido tiene mil!». Sin embargo, un examen cuidadoso de
este poema deja claro que la situación es bien distinta: en su reprimenda al
joven comunista, el coro dice que el partido no lo sabe todo, que el joven comunista puede tener razón al disentir de la línea dominante:
Muéstranos
el camino que deberíamos tomar, y nosotros
lo
seguiremos como tú, pero
no tomes el
camino correcto sin nosotros.
Sin
nosotros, este camino es
el más
falso.
Lo que esto significa es que la autoridad del partido no es la del saber positivo determinado,
sino la de la forma del saber, de una
nueva clase de saber vinculada a un sujeto político colectivo. El punto crucial
en el que insiste el coro es solo que, si el joven camarada cree que tiene
razón, debería luchar por su postura dentro
de la forma colectiva del partido, no fuera de ella; para expresarlo con una
nota de patetismo, si el joven camarada tiene razón, entonces el partido lo
necesita aún más que a sus otros miembros. Lo que el partido exige es que uno
esté de acuerdo en basar su «yo» en el «nosotros»
de la identidad colectiva del partido: lucha con nosotros, lucha por nosotros,
lucha por tu verdad contra la línea del partido, pero no lo hagas solo, fuera del partido.
Los movimientos como agentes de politización son
fenómenos de «democracia cualitativa». Incluso en acontecimientos de masas como
las protestas de la plaza Tahrir de El Cairo, la gente que allí se reunía era
siempre una minoría: la razón por la que «representaba al pueblo» estriba en su
papel movilizador de la dinámica política. De manera homóloga, el papel
organizador de un partido no tiene nada ver con su acceso a algún saber
privilegiado: un partido no es un ejemplo del lacaniano
sujeto-que-se-supone-que-sabe, sino un campo abierto de saber en el que «todos
los errores posibles» (Lenin) ocurren. Sin embargo, incluso el papel
movilizador de los movimientos y de los partidos es insuficiente: la distancia
que separa al pueblo de las formas organizadas de su instancia política tiene
que superarse de algún modo. Pero ¿cómo? No por la proximidad entre el pueblo y
estas formas organizadas: se necesita algo más, y la paradoja es que este «más»
es un líder, la unidad del pueblo y
del partido. Extraer todas las consecuencias de esta idea, respaldando la
lección que se puede sacar de la justificación de Hegel de la monarquía y
sacrificando despiadadamente muchas vacas sagradas liberales por el camino, no
debería amedrentarnos. El problema del líder estalinista no era el excesivo
«culto a la personalidad», sino, al contrario, el hecho de que no era lo
bastante amo, de que permanecía como parte del saber del partido-burocrático,
el ejemplar sujeto-que-se-supone-que-sabe.
Para dar este paso «más allá de lo posible» en la
constelación del presente, deberíamos
trasladar el centro de gravedad de nuestra interpretación de El Capital a «la centralidad estructural
del desempleo en el texto mismo de El
Capital»: «El desempleo es estructuralmente inseparable de la dinámica de
acumulación y expansión que constituye la verdadera naturaleza del capitalismo
como tal»(387). En lo que posiblemente sea el punto extremo de la «unidad de
los opuestos» en la esfera de la economía, es el propio éxito del capitalismo
(una productividad más elevada, etc.) lo que produce desempleo (convierte en
inútiles a más y más trabajadores). Lo que debería ser una bendición (menor
necesidad de trabajo duro) se convierte en una maldición. Por tanto, el mercado
mundial es, en relación con su dinámica inmanente, «un espacio en el que todas
las personas han sido alguna vez un trabajador productivo y en el que el
trabajo ha empezado a quedar en todas partes fuera del alcance del sistema»(388).
Es decir, en el actual proceso de la mundialización del capitalismo, la
categoría del desempleado ha adquirido una nueva cualidad al margen de la idea
clásica del «ejército industrial de reserva»: se debería considerar dentro de
la categoría del desempleo a «esas enormes poblaciones mundiales que han sido
“expulsadas de la historia”, que han sido deliberadamente excluidas de los
proyectos modernizadores del capitalismo del primer mundo y descartadas como
casos terminales o irremediables»(389), los denominados «estados fallidos»
(Congo, Somalia), víctimas de la hambruna o los desastres ecológicos, atrapados
en pseudoarcaicos «odios étnicos», objetos de la filantropía y de las ONG o de
«la guerra contra el terror» (a menudo protagonizada por la misma gente). Por
tanto, habría que ampliar la categoría de los desempleados para que abarcara
todo el abanico de la población, desde los desempleados temporales hasta los
desempleados permanentes, que ya son inútiles para el empleo, sin olvidarse de
la gente que vive en zonas marginales o en otras clases de guetos (todos ellos
a menudo desdeñados por el propio Marx como «proletarios lumpen»), ni dejar de
lado zonas enteras, poblaciones o estados excluidos del proceso capitalista
global, como los espacios en blanco en los antiguos mapas. ¿Acaso esta
extensión del círculo de los «desempleados» no nos retrotrae de Marx a Hegel?
¿No estamos ante el retorno de la «chusma», surgida desde el centro mismo de
las luchas por la emancipación? Dicho de otro modo, esta recategorización
transforma todo el «mapa cognitivo» de la situación: el inerte telón de fondo
de la Historia se convierte en un agente potencial de la lucha por la
emancipación. Recuérdese la desdeñosa caracterización de los agricultores
franceses hecha por Marx en El 18
Brumario:
Así se forma la gran masa de la nación francesa, por
la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las
patatas de un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones de
familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por
su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las
oponen a estas de un modo hostil, aquellos forman una clase. Por cuanto existe
entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la
identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna
unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase. Son, por
tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea
por medio de un parlamento o por medio de una convención. No pueden
representarse, sino que tienen que ser representados(390).
En las grandes movilizaciones revolucionarias de
campesinos del siglo XX, desde la china hasta la boliviana, estos «sacos
de patatas» excluidos del proceso histórico comenzaron a representarse a sí
mismos activamente. De cualquier forma, deberíamos añadir tres matices a la
utilización que hace Jameson de esta idea. En primer lugar, debemos corregir el
cuadrado semiótico propuesto por Jameson, cuyos términos son 1) los
trabajadores, 2) el ejército industrial de reserva de los (temporalmente)
desempleados, 3) los (permanentemente) desempleados, y 4) los «anteriormente
empleados»(391) pero ahora inempleables. ¿No sería más adecuado que el cuarto
término fuera los empleados ilegalmente,
desde los que trabajan en el mercado negro y en los suburbios hasta los que
están sometidos a diferentes formas de esclavitud? En segundo lugar, Jameson no
hace suficiente hincapié en cómo esos «excluidos» suelen estar incluidos en el mercado mundial. Tomemos
el caso del Congo contemporáneo: tras la fachada de las «pasiones étnicas
primitivas» que vuelven a explotar en el «corazón de las tinieblas» africano,
es fácil discernir los contornos del capitalismo global. Desde la caída de
Mobutu, el Congo no existe como un Estado unido y operativo: especialmente la
zona oriental es una multiplicidad de territorios dominada por señores de la
guerra que controlan su trozo de tierra con un ejército que, por regla general,
incluye a niños drogados; cada señor de la guerra hace negocios con una empresa
o una corporación extranjeras que explotan la riqueza (mayoritariamente) minera
de la región. Este acuerdo satisface a las dos partes: la corporación consigue
los derechos de la minería sin pagar impuestos, etc.; el señor de la guerra
consigue dinero. Lo irónico de la situación es que buena parte de esos
minerales se emplea en productos de alta tecnología, como ordenadores
portátiles o teléfonos móviles. En resumen, olvidemos las «costumbres salvajes»
de la población local; basta eliminar de la ecuación a las compañías
extranjeras de alta tecnología para que todo el edificio de guerras étnicas
alimentadas por viejas pasiones se venga abajo. En tercer lugar, la categoría
de los «anteriormente empleados» debería complementarse con su opuesta, la de
aquellas personas con estudios que no tienen una oportunidad de encontrar
trabajo: una generación entera de licenciados apenas tiene la posibilidad de
encontrar un trabajo acorde con su formación, lo que conduce a protestas
masivas; y la peor forma de resolver esta laguna es subordinar directamente la
educación a las exigencias del mercado, aunque solo sea porque la dinámica
misma del mercado hace que la educación proporcionada por las universidades
quede «obsoleta».
Jameson añade aquí otro paso clave (paradójico, pero
plenamente justificado): caracteriza este nuevo desempleo estructural como una
forma de explotación. Los explotados
no son solo los trabajadores que producen la plusvalía de la que se apropia el
capital, sino también aquellas personas a las que estructuralmente se les
impide quedar atrapadas en el vórtice capitalista del trabajo asalariado
explotado, una situación que abarca zonas y países enteros. ¿Cómo repensar
entonces el concepto de explotación? Mediante un cambio tan necesario como
radical, en un adecuado giro dialéctico, la explotación incluye su propia
negación. Los explotados no son solo los que producen o «crean», sino también
(e incluso en mayor medida) aquellos que son condenados a no «crear» ¿No volvemos aquí a la estructura de la famosa broma de
Rabinovitch?: «“¿Por qué crees que te explotan?” “Por dos razones. Primera:
cuando trabajo, el capitalista se apropia de mi plusvalía”. “Pero ahora estás
desempleado, ¡nadie se apodera de tu plusvalía, porque no creas ninguna!” “Esa
es la segunda razón…”». Lo crucial aquí es que la totalidad de la producción
capitalista no solo necesita trabajadores, sino que también engendra el
«ejército industrial de reserva» formado por las personas que no pueden
encontrar trabajo. Personas que no están simplemente fuera del circuito del
capital, sino que este produce como desempleados. O, por mencionar de nuevo la
broma de Ninotchka, no solo es que no
trabajen: es que ese no trabajar constituye su rasgo positivo, de la misma
forma que el no tener leche del «café sin leche» es el rasgo positivo de esa
clase de café.
La importancia de este hincapié en la explotación
resulta clara cuando la oponemos a la dominación,
el motivo favorecido de las distintas versiones de la «micropolítica del poder»
posmoderna. En resumen, Foucault y Agamben son inadecuados: todas las
detalladas elaboraciones de los mecanismos del poder regulador de la
dominación, toda la riqueza de ideas tales como la de los excluidos, la vida
nuda, el homo sacer, etc., deben
quedar sustentadas (o mediadas) por la centralidad de la explotación; sin esta
referencia a la economía, la lucha contra la dominación se reduce a «una lucha
esencialmente moral o ética, que lleva a revueltas puntuales y a actos de
resistencia más que a la transformación del modo de producción como tal». El
programa positivo de las ideologías del «poder» es generalmente el de algún
tipo de democracia «directa». El resultado del hincapié en la dominación es un
programa democrático, mientras que el resultado del hincapié en la explotación
es un programa comunista. Ahí reside la limitación de describir los horrores
del Sur Global desde la perspectiva de los efectos de la dominación: el objetivo
pasa a ser la democracia y la libertad. Incluso la referencia al «imperialismo»
(en lugar de al capitalismo) es un ejemplo de cómo «una categoría económica
puede transformarse fácilmente en un concepto de poder o de dominación»(392).
Y, por supuesto, el hincapié en la dominación implica la creencia en otra
modernidad («alternativa»), en la que el capitalismo funcionará de una manera
«más justa», sin dominación. Lo que este concepto de dominación no alcanza a
ver es que solo en el capitalismo la explotación queda «naturalizada», inscrita
dentro del funcionamiento de la economía. No es el resultado de una presión y
una violencia extraeconómicas; de ahí que, en el capitalismo, tengamos libertad
personal e igualdad: no hay necesidad de una dominación social directa, la
dominación está ya en la estructura del proceso de producción. Por eso mismo,
la categoría de la plusvalía es crucial en este punto. Marx siempre hizo
hincapié en que el intercambio entre el trabajador y el capitalista es «justo»
en el sentido de que los trabajadores (normalmente) obtienen el valor total de
su fuerza de trabajo como mercancía. Aquí no hay «explotación» directa, es
decir, no es que a los trabajadores «no se les pague el valor total de la
mercancía que venden a los capitalistas». Así pues, aunque en una economía de
mercado yo sigo siendo de facto
dependiente, esta dependencia, sin embargo, es «civilizada», queda estatuida en
la forma de un intercambio de mercado «libre» que establezco con otras
personas, y no en la forma de una servidumbre directa o incluso de una coerción
física. Es fácil ridiculizar a Ayn Rand, pero hay una pizca de verdad en el
famoso «himno al dinero» de su novela La
rebelión de Atlas: «Hasta que no descubres que el dinero es la raíz de todo
bien, estás pidiendo tu propia destrucción. Cuando el dinero deja de ser el
medio por el que los hombres tratan entre sí, los hombres se convierten en
instrumentos de otros hombres. Sangre, látigos y armas o dólares. Elije; no hay
otra alternativa»(393). ¿No dijo Marx algo similar en su conocida fórmula según
la cual, en un universo de mercancías, «las relaciones entre personas asumen el
aspecto de relaciones entre cosas»? En la economía de mercado, las relaciones
entre personas pueden parecer relaciones de libertad e igualdad mutuamente
reconocidas: la dominación ya no se escenifica directamente ni es visible como
tal.
La respuesta liberal a la dominación es el
reconocimiento (el tema favorito de los «hegelianos liberales»): el
reconocimiento «se convierte en una participación en un acuerdo multicultural
por el que los diversos grupos dividen el botín electoralmente y pacíficamente»(394).
Los sujetos de reconocimiento no son clases (carece de sentido exigir el
reconocimiento del proletariado como sujeto colectivo; en todo caso, eso es lo
que hace el fascismo, al exigir el mutuo reconocimiento de las clases). Los
sujetos de reconocimiento son la raza, el sexo, etc.; la política del
reconocimiento pertenece al marco de la sociedad-civil burguesa: no es aún
política de clases(395).
La historia recurrente de la izquierda contemporánea
es la de un líder o partido elegidos con entusiasmo universal, que prometen un
«nuevo mundo» (Mandela, Lula), pero que, tarde o temprano, habitualmente
después de un par de años, tropiezan con el dilema crucial: ¿osamos tocar los
mecanismos del capitalismo o nos decidimos a «jugar el juego»? Si uno trastoca
los mecanismos, se verá rápidamente «castigado» por las perturbaciones del
mercado, el caos económico y todo lo demás(396). Así que a pesar de que es cierto
que el anticapitalismo no puede ser directamente el objetivo de la acción
política —en política, uno se opone a agentes políticos concretos y a sus
acciones, no a un «sistema» anónimo—, deberíamos aplicar en este punto la
distinción lacaniana entre goal
(«objetivo») y aim («propósito»):
aunque el anticapitalismo no sea el goal
inmediato de la política emancipadora, debería ser su aim último, el horizonte de toda su actividad. ¿No es esta la
lección de la idea de Marx de la «crítica de la economía política» (totalmente ausente en Badiou)? Aunque la esfera de la
economía parece «apolítica», es el punto secreto de referencia y el principio
estructurador de las luchas políticas.
Así es también como deberíamos abordar el
levantamiento egipcio de 2011: aunque (casi) todo el mundo apoyó de forma
entusiasta esas explosiones democráticas, lo cierto es que se está
desarrollando una lucha encubierta por su apropiación. Los círculos oficiales y
la mayor parte de los medios de comunicación de Occidente las celebran como si
fueran las revoluciones de terciopelo «prodemocráticas» de la Europa del este:
un anhelo de alcanzar una democracia liberal occidental, de ser como Occidente.
Por eso surge el desasosiego cuando advertimos que hay otra dimensión en las
protestas, la dimensión a la que habitualmente nos referimos como la exigencia
de justicia social. Esta lucha por la reapropiación no es solo una cuestión de
interpretación, sino que tiene consecuencias prácticas cruciales. Los sublimes
momentos de la unidad nacional no deberían fascinarnos en exceso; la pregunta
clave es: ¿qué ocurrirá al día siguiente? ¿Cómo se plasmará esta explosión de
emancipación en un nuevo orden social? Como he señalado, durante las últimas
décadas hemos sido testigos de toda una cadena de explosiones populares que
fueron reapropiadas por el orden capitalista global, bien en su forma liberal
(de Sudáfrica a Filipinas), bien en su forma fundamentalista (Irán). No
deberíamos olvidar que ninguno de los países árabes donde se han producido las
revueltas populares es formalmente democrático; todos son más o menos
autoritarios, por lo que la exigencia de justicia económica y social queda
integrada espontáneamente en la exigencia de democracia, como si la pobreza
fuera el resultado de la avaricia y la corrupción de los que ocupan el poder,
y, por consiguiente, bastara con deshacerse de ellos. Con ello se obtiene
democracia, pero la pobreza persiste. ¿Qué hacer entonces?
Volviendo a Rand, lo que resulta problemático es su
premisa subyacente, la de que solo cabe elegir entre relaciones directas y
relaciones indirectas de dominación y explotación, mientras que cualquier otra
alternativa queda descartada por utópica. Pese a todo, deberíamos tener en
cuenta el momento de verdad en la —por otra parte ridícula— reivindicación
ideológica de Rand: la gran lección del socialismo de Estado fue que la
abolición directa de la propiedad privada y el intercambio regulado por el
mercado, en ausencia de formas concretas de regulación social directa del
proceso de producción, resucita necesariamente las relaciones directas de
servidumbre y dominación. El propio Jameson se queda corto en este punto: al
centrase en el hecho de que la explotación capitalista es compatible con la
democracia, de que la libertad legal puede ser la forma misma de la
explotación, pasa por alto la triste lección de la experiencia de la izquierda
en el siglo XX: si nos limitamos a abolir el mercado (incluyendo la
explotación del mercado) sin reemplazarlo por una forma adecuada de
organización comunista de producción e intercambio, la dominación regresa con
nuevas fuerzas, y, tras su estela, la explotación directa.
Lo que hace aún más compleja la situación es que el
aumento de espacios en blanco en el capitalismo global constituye en sí mismo
una prueba de que el capitalismo ya no puede permitirse un orden civil
universal de libertad y democracia, y necesita cada vez más exclusión y
dominación. El caso de la campaña de Tian’anmen en China es ejemplar a este
respecto: lo que fue aplastado por la brutal intervención militar en la plaza
de Tian’anmen no fue la posibilidad de un rápido acceso a un orden capitalista
liberal-democrático, sino de una alternativa genuinamente utópica, a saber, una
sociedad más democrática y más justa:
la explosión de un capitalismo salvaje a partir de 1990 ha corrido pareja con
la reafirmación de un sistema no democrático de partido único. Recuérdese la
clásica tesis marxista sobre la Inglaterra moderna: a la burguesía le
interesaba dejar el poder político en
manos de la aristocracia mientras que retenía el poder económico. Quizá algo similar ocurre hoy en China: interesa a los
nuevos capitalistas dejar el poder político en manos del Partido Comunista.
¿Cómo salir entonces de este atolladero de la
deshistorización pospolítica? ¿Qué hacer después del movimiento Occupy, cuando
las protestas que empezaron en lugares tan distantes (Oriente Medio, Grecia,
España, Reino Unido) alcanzaron el centro y ahora se expanden por todo el
mundo? Uno de los grandes peligros que los manifestantes afrontan es que se
enamoren de sí mismos, de lo bien que se lo están pasando en los lugares
«ocupados». Por ejemplo, en un réplica de la ocupación de Wall Street que tuvo
lugar el domingo 16 de octubre de 2011 en San Francisco, un hombre se dirigió a
la muchedumbre invitándolos a participar como si aquello fuera un happening al estilo hippy de la década de los sesenta: «Nos preguntan cuál es nuestro
programa. No tenemos programa. Estamos aquí para pasarlo bien». Montar un
carnaval no cuesta mucho; la auténtica prueba de su importancia es lo que queda
al día siguiente, cómo ha cambiado nuestra vida cotidiana. Los manifestantes
deberían enamorarse del trabajo duro y paciente; las protestas solo son el
principio, no el final, por lo que su mensaje básico es: el tabú ha sido roto,
no vivimos en el mejor de los mundos posibles, podemos pensar alternativas e
incluso estamos obligados a ello. En una especie de tríada hegeliana, la
izquierda occidental ha completado el círculo: después de abandonar el
denominado «esencialismo de la lucha de clases» en pos de la pluralidad de
luchas antirracistas, feministas, etc., «el capitalismo» está resurgiendo
claramente como el nombre del problema. Por tanto, la primera lección
que se puede extraer es: no culpéis a los individuos ni a sus actitudes. El
problema no es la corrupción ni la avaricia, el problema es el sistema que te
empuja a ser corrupto. La solución no es «Main Street, no Wall Street», sino
cambiar el sistema en el que Main Street no puede funcionar sin Wall Street.
Hay un largo camino por delante, y pronto tendremos
que afrontar las cuestiones realmente difíciles, las que versan no sobre lo que
no queremos, sino sobre lo que queremos. ¿Qué organización social puede
reemplazar al capitalismo existente? ¿Qué clase de nuevos líderes necesitamos?
¿Qué organismos, incluso de control y represión? Evidentemente, las
alternativas del siglo XX no funcionaron. Aunque es apasionante disfrutar
de los placeres de la «organización horizontal» de las muchedumbres
manifestantes, de la solidaridad igualitaria y de los debates libres y
abiertos, deberíamos tener en cuenta lo que escribió Gilbert Keith Chesterton:
«Tener simplemente una mente abierta no es nada: el objeto de abrir la mente,
como el de abrir la boca, es volverla a cerrar con algo sólido». Esto sirve
también para la política en épocas de incertidumbre: los debates abiertos no
solo tendrán que fusionarse en nuevos significantes-amo, sino en respuestas
concretas a la vieja pregunta leninista: «¿Qué hacer?».
Los ataques conservadores resultan fáciles de
responder. ¿Son las protestas antiamericanas? Cuando los fundamentalistas
conservadores afirman que los Estados Unidos son una nación cristiana,
deberíamos recordar lo que es realmente el cristianismo: el espíritu santo; una
comunidad de creyentes libre, igualitaria, unida por el amor. Los manifestantes
son el espíritu santo, mientras que en Wall Street los paganos adoran falsos
ídolos. ¿Son los manifestantes violentos? Ciertamente, su lenguaje mismo puede
parecer violento (ocupación, etc.), pero son violentos solo en el mismo sentido
en que lo era Mahatma Gandhi. Son violentos porque quieren poner fin al modo en
que se están desarrollando las cosas. Pero ¿qué es esta violencia comparada con
la violencia necesaria para sostener el apacible funcionamiento del sistema
capitalista global? Se los llama perdedores (pero ¿los verdaderos perdedores no
son los que están en Wall Street, a los que se rescató con miles de millones de
dólares de nuestro dinero?), socialistas (pero los Estados Unidos ya tiene un
socialismo para los ricos); se los acusa de no respetar la propiedad privada
(pero la especulación de Wall Street que llevó a la debacle de 2008 destruyó
más propiedad privada duramente ganada que si los manifestantes se hubieran
dedicado a destruirla día y noche: piénsese solo en las decenas de miles de
hogares embargados). No son comunistas, si «comunismo» significa el sistema que
merecidamente se derrumbó en 1990; además, hay que recordar que los comunistas
que siguen hoy en el poder dirigen el capitalismo más despiadado (en China). El
éxito del capitalismo dirigido por los comunistas es una señal ominosa de que
el matrimonio entre capitalismo y democracia está cerca del divorcio. El único
sentido en que los manifestantes son «comunistas» es que se preocupan por el
bien común —el bien común de la naturaleza, del conocimiento—, amenazado por el
sistema. Se los desdeña como soñadores, pero los auténticos soñadores son
aquellos que piensan que las cosas pueden seguir indefinidamente como están ahora,
con solo unos pocos cambios cosméticos. No son soñadores: están despertando de
un sueño que se está convirtiendo en una pesadilla. No están destruyendo nada:
están reaccionando a la autodestrucción gradual del sistema.
Los manifestantes deberían tener cuidado no solo de
los enemigos, sino también de los falsos amigos que fingen apoyarlos pero que
ya están trabajando arduamente para diluir las protestas. De la misma forma que
tenemos café descafeinado, cerveza sin alcohol y helado sin grasa, ellos intentarán
convertir las protestas en un gesto moral inocuo. En el boxeo, el clinch significa abrazar el cuerpo del
oponente con uno o ambos brazos para prevenir o impedir los golpes. La reacción
de Bill Clinton es un ejemplo perfecto de clinching
político; Clinton cree que las protestas son «en conjunto […] algo positivo»,
pero está preocupado por la vaguedad de la causa: «Necesitan apoyar algo
específico, y no estar simplemente en contra de algo, porque si solo estás en
contra de algo, alguien llenará el vacío que has creado», dijo. Clinton sugirió
que los manifestantes apoyaran el plan de empleo de Obama, que «crearía un par
de millones de puestos de trabajo en el próximo año y medio». Lo que se debería
resistir en esta fase es precisamente esta rápida transformación de la energía
de la protesta en un conjunto de exigencias pragmáticas «concretas». Sí, las
protestas crearon un vacío, un vacío en el campo de la ideología hegemónica, y
se necesita tiempo para llenar este vacío de una manera adecuada, ya que es un
vacío significativo, una apertura para lo auténticamente nuevo. La razón por la
que los manifestantes salieron a las calles es que estaban hartos de un mundo
en el que acciones como reciclar tus latas de Coca-Cola, dar un par de dólares
a la caridad o comprar en el Starbucks capuccinos en los que 1 por 100 del
precio se destina al tercer mundo bastan para que te sientas satisfecho.
Después de la subcontratación del trabajo y la tortura, después de que las
agencias matrimoniales empezaran a subcontratar incluso nuestras citas, los
manifestantes se han dado cuenta de que han permitido durante mucho tiempo que
sus compromisos políticos fueran también subcontratados. Y quieren
recuperarlos.
El arte de la política consiste también en insistir en
una exigencia particular que, aunque completamente «realista», perturba el
corazón mismo de la ideología hegemónica; una exigencia que, aunque
decididamente factible y legítima, es, de hecho, imposible (un sistema
sanitario universal es un ejemplo al respecto). Después de las protestas de
Wall Street, deberíamos emplear estas exigencias para movilizar a la gente. Sin
embargo, no es menos importante permanecer simultáneamente sustraídos del campo pragmático de las negociaciones y de las
propuestas «realistas». Nunca hay que perder de vista que cualquier debate
entablado aquí y ahora sigue siendo necesariamente un debate en el territorio
del enemigo: se necesita tiempo para desplegar el nuevo contenido. Todo lo que
digamos ahora puede sernos arrebatado (reconquistado); todo, excepto nuestro
silencio. Ese silencio, ese rechazo al diálogo, es, de entre todas las formas
de lucha cuerpo a cuerpo, nuestro «terror», ominoso y amenazador, como debe
ser.
Esta amenaza fue claramente percibida por Anne
Applebaum. El símbolo de Wall Street es la estatua de metal con un toro en su
centro; la gente corriente ha estado recibiendo un montón de su mierda en los
últimos años. Mientras que las habituales reacciones de Wall Street son las
formas vulgares y previsibles de estupidez (397), Applebaum propuso en el Washington Post una versión más
sofisticada y perfumada, incluidas referencias a La vida de Brian de Monty Python. Como su versión negativa de la
petición de propuestas concretas planteada por Clinton representa la ideología
en su estado más puro, merece ser citada en detalle. La base de su razonamiento
es la afirmación de que las protestas mundiales son
similares en su falta de objetivo, en su naturaleza
embrionaria, y sobre todo en su negativa a comprometerse con las instituciones
democráticas existentes. En Nueva York, los manifestantes coreaban: «La
democracia es esto», pero en realidad, la democracia no es eso. Eso es la
libertad de expresión. La democracia es mucho más aburrida. Requiere
instituciones, elecciones, partidos políticos, reglas, leyes, un sistema
judicial y muchas actividades poco atractivas y engorrosas […] Sin embargo, en
cierto sentido el fracaso del movimiento mundial de ocupación a la hora de
elaborar propuestas legislativas sensatas es comprensible: tanto las fuentes de
la crisis económica global como sus soluciones se hallan, por definición, fuera
del alcance de los políticos nacionales y locales.
El surgimiento de un movimiento de protesta
internacional desprovisto de un programa coherente no es, por tanto, un
accidente: refleja una crisis más profunda, una crisis sin una solución
evidente. La democracia se basa en el imperio de la ley. Funciona solo dentro
de límites definidos y entre gente que se siente parte de una misma nación. Una
«comunidad global» no puede ser una democracia nacional. Y una democracia
nacional no puede inspirar lealtad a un fondo de capital de riesgo global de
mil millones de dólares, con sus cuarteles generales en un paraíso fiscal y sus
empleados repartidos por todo el mundo.
A diferencia de los egipcios de la plaza Tahrir, con
quienes los manifestantes de Londres y Nueva York se comparan abierta (y
ridículamente), en el mundo occidental tenemos instituciones democráticas.
Dichas instituciones están diseñadas para reflejar, al menos rudimentariamente,
el deseo de un cambio político en una nación dada. Pero no pueden hacer frente
al deseo de un cambio político global, ni pueden controlar lo que ocurre fuera
de sus fronteras. Aunque aún creo en los beneficios económicos y espirituales
de la globalización —junto con las fronteras abiertas, la libertad de
movimiento y el libre comercio—, es evidente que ha comenzado a socavar la
legitimidad de las democracias occidentales.
Si no son cautelosos, los activistas «globales»
acelerarán ese declive. En Londres, los manifestantes gritan: «¡Necesitamos un
sistema!». Pues ya lo tienen: se llama sistema político británico. Y si no se
les ocurre cómo usarlo, sencillamente lo debilitarán aún más(398).
Lo primero que hay que destacar es la reducción hecha
por Applebaum de las protestas de la plaza Tahrir a llamamientos en pro de una
democracia al estilo occidental. Una vez dado ese paso, desde luego resulta
ridículo comparar las protestas de Wall Street con los acontecimientos
egipcios: ¿cómo pueden los manifestantes exigir lo que ya tenemos, es decir,
instituciones democráticas? Lo que queda eclipsado es el descontento general
con el sistema capitalista global, que, evidentemente, adquiere distintas
formas en distintos países.
Pero la parte más chocante de la argumentación de
Applebaum —un lapso verdaderamente extraño— llega al final. Tras conceder que
las indeseadas consecuencias económicas de las finanzas del capitalismo global
se deben a su carácter internacional, ajeno al control de los mecanismos
democráticos, que por definición están limitados a las naciones-Estado,
Applebaum extrae la necesaria conclusión de que «la globalización ha comenzado
a socavar la legitimidad de las democracias occidentales». Muy bien, diríamos
nosotros: esto es precisamente lo que los manifestantes están señalando, que el
capitalismo global socava la democracia. Pero en vez de extraer la única
conclusión lógica, la de que deberíamos empezar a pensar en cómo ampliar la
democracia más allá de la forma política del Estado multipartidista, que
excluye las consecuencias destructivas de la vida económica. En una extraña
inflexión, Applebaum traslada la culpa a los manifestantes mismos, los que
empezaron a plantear estas cuestiones. El último párrafo es digno de repetirse:
«Si no son cautelosos, los activistas “globales” acelerarán ese declive. En
Londres, los manifestantes gritan: “¡Necesitamos un sistema!”. Pues ya lo
tienen: se llama sistema político británico. Y si no se les ocurre cómo usarlo,
sencillamente lo debilitarán aún más». Por tanto, como la economía global se
encuentra fuera del alcance de la política democrática, cualquier intento de
ampliar la democracia a su mismo nivel acelerará el declive de la democracia.
Entonces, ¿qué podemos hacer? Comprometernos con el sistema político existente,
que, según la explicación de Applebaum, precisamente no puede encargarse de esa tarea…
Aquí es donde deberíamos llegar hasta el final: en la
actualidad, el anticapitalismo no está falto de partidarios. Al contrario,
somos testigos de una vasta expansión de las críticas a los horrores del
capitalismo: hay libros, investigaciones detalladas en periódicos y reportajes
televisivos que abundan en la denuncia de compañías que contaminan nuestro
entorno despiadadamente, de banqueros corruptos que siguen obteniendo abultadas
primas mientras sus bancos se salvan con dinero público, de talleres
clandestinos donde los niños trabajan durante jornadas interminables, etc. Sin
embargo, toda esta catarata de críticas tiene una pega: lo que como norma no se
cuestiona, por despiadado que pueda parecer, es el propio marco
democrático-liberal que ha de luchar contra estos excesos. El objetivo
(explícito o implícito) es democratizar el capitalismo, ampliar el control
democrático sobre la economía a través de la presión de los medios de
comunicación, de consultas parlamentarias, de leyes más duras, de
investigaciones policiales honestas, etc., pero sin cuestionar jamás el marco
democrático institucional del (burgués) imperio de la ley. Este sigue siendo la
vaca sagrada que ni siquiera las formas más radicales del «anticapitalismo
ético» (el Foro Mundial Social de Porto Alegre, el movimiento de Seattle) se
atreven a tocar.
A este respecto, la idea fundamental de Marx sigue
teniendo validez, quizá hoy más que nunca: para Marx, la cuestión de la
libertad no debería situarse principalmente en la esfera política propiamente
dicha («¿Tiene un país elecciones libres?», «¿Son los jueces independientes?»,
«¿Se halla libre la prensa de presiones ocultas?», «¿Se respetan los derechos humanos?»
y toda la lista de preguntas que diversas instituciones «independientes» —y no
tan independientes— plantean cuando desean dictar sentencia sobre un país). La
clave de la libertad real se halla más bien en la red «apolítica» de las
relaciones sociales, del mercado a la familia, donde el cambio necesario, si
queremos una mejora real, no es una reforma política, sino una transformación
de las relaciones «apolíticas» de producción. No votamos acerca de quién posee
qué, de las relaciones en una fábrica, etc.; todo esto se abandona a procesos
que están fuera del ámbito de lo político, y es ilusorio esperar que se pueden
cambiar las cosas de forma efectiva al «ampliar» la democracia a esta esfera,
organizando, por ejemplo, bancos «democráticos» bajo el control del pueblo. Los
cambios radicales en este terreno deberían hacerse fuera del ámbito de los
«derechos» jurídicos, etc.: en tales procedimientos «democráticos» (que, por
supuesto, pueden tener un papel positivo), por muy radical que sea nuestro
anticapitalismo, la solución se busca aplicando los mecanismos democráticos,
que —no lo olvidemos— forman parte de los aparatos del Estado burgués que
garantiza el funcionamiento sin sobresaltos de la reproducción capitalista. En
este sentido, Badiou tenía razón al afirmar que hoy el enemigo último no es el
capitalismo, el imperio, la explotación o algo similar, sino la «democracia»:
lo que impide el cambio radical de las relaciones capitalistas es la ilusión
«democrática», la aceptación de los mecanismos democráticos como el horizonte
definitivo de todo cambio.
Por tanto, las protestas de Occupy son un comienzo, y
se debe empezar de esta manera, con un gesto formal de rechazo que es más
importante que un contenido positivo, porque solo un gesto como ese puede crear
el espacio para que surja un nuevo contenido. Así que no deberíamos
aterrorizarnos por la perenne pregunta: «Pero ¿qué es lo que quieren?».
Recuérdese que esta es la pregunta arquetípica que el amo dirige a la
histérica: «Con todas tus quejas y lamentos, ¿sabes en realidad lo que
quieres?». En un sentido psicoanalítico, las protestas son, en efecto, un acto
histérico, que provocan al amo, minan su autoridad, y la pregunta «Pero ¿qué es
lo que quieres?» pretende eludir la verdadera respuesta; su sentido es: «¡Dilo
a mi manera o cállate!».
Desde luego, esto no significa que haya que halagar o
mimar a los manifestantes. Hoy, más que nunca, los intelectuales deben aunar el
apoyo total a los manifestantes con una distancia analítica, fría, nada
paternalista, empezando por cuestionar la autodesignación de los manifestantes
como el 99 por 100 contra el 1 por 100 de los avariciosos: ¿cuántos de ese 99
por 100 están dispuestos a aceptar a estos manifestados como su voz, y hasta
qué punto? Si examinamos cuidadosamente el conocido manifiesto de los
indignados españoles encontraremos algunas sorpresas. Lo primero que salta a la
vista es el acusado tono apolítico: «Unos nos consideramos más progresistas,
otros más conservadores. Unos creyentes, otros no. Unos tenemos ideologías bien
definidas, otros nos consideramos apolíticos… Pero todos estamos preocupados e
indignados por el panorama político, económico y social que vemos a nuestro
alrededor. Por la corrupción de los políticos, empresarios, banqueros… Por la
indefensión del ciudadano de a pie». Elevan su protesta en nombre de unos
«derechos básicos que deberían estar cubiertos en estas sociedades: derecho a
la vivienda, al trabajo, a la cultura, a la salud, a la educación, a la
participación política, al libre desarrollo personal, y derecho al consumo de
los bienes necesarios para una vida sana y feliz». Al rechazar la violencia,
apelan a una «Revolución Ética. Hemos puesto el dinero por encima del ser
humano y tenemos que ponerlo a nuestro servicio. Somos personas, no productos
del mercado. No soy solo lo que compro, por qué lo compro y a quién se lo
compro». ¿Quién será el agente de esta revolución? A toda la clase política,
tanto de izquierdas como de derechas, se la rechaza por ser corrupta y estar
dominada por el ansia de poder; sin embargo, el manifiesto consiste en una
serie de exigencias. ¿A quién van dirigidas? No al pueblo mismo: los indignados
no afirman (todavía) que nadie lo hará por ellos, que (parafraseando a Gandhi)
ellos mismos tienen que ser el cambio que desean ver. Parece que el comentario
desdeñoso y excesivamente simple de Lacan sobre los manifestantes de 1968 ha encontrado su
blanco en los indignados: «Como revolucionarios,
sois histéricos que exigen un nuevo amo. Encontraréis uno».
Enfrentados con las exigencias de los manifestantes,
los intelectuales no están en la posición de los sujetos que se supone que
saben: no pueden hacer operativas estas exigencias, ni traducirlas en
propuestas de medidas realistas, precisas y detalladas. Con el colapso del comunismo
del siglo XX, los intelectuales renunciaron de una vez por todas a su
papel como vanguardia que comprende las leyes de la historia y que puede guiar
a los inocentes en su camino. El pueblo, sin embargo, tampoco sabe; el
«pueblo», como nueva figura del sujeto-que-se-supone-que-sabe, es un mito del
partido que asegura actuar en su nombre, desde el eslogan de Mao «aprended de
los granjeros» hasta la famosa apelación de Heidegger a un viejo amigo granjero
en su breve texto «¿Por qué permanezco en las provincias?», de 1934, un mes
después de que dimitiera de su puesto de decano en la Universidad de Friburgo:
Recientemente recibí una segunda invitación para
enseñar en la Universidad de Berlín. En esa ocasión abandoné Friburgo y me
retiré a mi cabaña. Escuché lo que las montañas, el bosque y las tierras de
labranza decían y fui a ver a un viejo amigo, un granjero de 75 años. Había
leído la invitación de Berlín en los periódicos. ¿Qué tendría que decir?
Lentamente clavó la segura mirada de sus claros ojos en los míos, y manteniendo
su boca cerrada, colocó pensativamente su fiel mano en mi hombro. Levemente
movió la cabeza. Aquello significaba: «¡No, de ninguna manera!»(399).
Únicamente podemos imaginar lo que el viejo granjero
estaba pensando en realidad; con toda seguridad, sabía qué respuesta esperaba
Heidegger y educadamente se la dio. Por tanto, ninguna sabiduría de los hombres
corrientes dirá a los manifestantes warum
bleiben wir en Wall Street. No hay sujeto que sepa, ni en la forma de
intelectuales ni en la forma de la gente corriente. Por tanto ¿no estamos en un
atolladero, dado que los ciegos guían a los ciegos y cada uno supone que los
demás no lo son? No, porque su respectiva ignorancia no es simétrica; quien
tiene las respuestas es el pueblo, que, sin embargo, desconoce las preguntas
para las que tiene (o de las que es) la respuesta. John Berger escribió acerca
de las «multitudes» de los que se hallan en el lado equivocado del Muro (el que
separa a los que están dentro de los que están fuera):
Las multitudes tienen respuestas a preguntas que aún
no han sido planteadas, y poseen la capacidad de sobrevivir a los muros. Las
preguntas no han sido hechas aún porque hacerlo requiere palabras y conceptos
que suenen auténticos, cuando los que se usan habitualmente han perdido su
significado: democracia, libertad, productividad, etc. Con nuevos conceptos,
las preguntas se plantearán pronto, porque la historia implica precisamente un
proceso de interrogación. ¿Pronto? Dentro de una generación(400).
Claude Lévi-Strauss escribió que la prohibición del
incesto no es una pregunta, un enigma, sino una respuesta a una pregunta que
desconocemos. Deberíamos tratar las exigencias de los manifestantes de Occupy
de forma similar: los intelectuales no deberían considerarlas principalmente
como exigencias o preguntas sobre las que tendrían que dar respuestas claras y
programas sobre lo que debería hacerse. Esas demandas son respuestas, y los
intelectuales deberían proponer las preguntas a las que responden. La situación
es como la del psicoanálisis, en la que el paciente sabe la respuesta (sus
síntomas son esas respuestas), pero no a qué pregunta responde, y el analista
ha de formular esa pregunta. Solo por medio de un trabajo paciente como este
surgirá un programa.
Notas:
[381] Editorial sobre «El reto de Noruega», Jerusalem
Post, 24 de julio de 2011. <<
[382] Por otra parte, debería señalarse que, en la década de 1930, Ernest Jones,
el principal agente del aburguesamiento conformista del psicoanálisis,
desarrolló, en respuesta directa al antisemitismo nazi, unas curiosas
especulaciones sobre el porcentaje de población extranjera que un cuerpo
nacional puede tolerar sin poner en peligro su identidad, aceptando así la
problemática nazi. <<
[383] Sin mencionar el extraño hecho de que la fuerza principal del movimiento
antihomosexual en Croacia es la iglesia católica, bien conocida por sus
numerosos escándalos de pedofilia. <<
[384] J. Rose, State
of Fantasy, Oxford, Oxford University Press, 1996, p. 165. <<
[385] «Nunca tuvimos el amor / que todo niño debería tener / No somos
delincuentes / Somos incomprendidos / En nuestro interior hay bondad // Mi
padre pega a mi madre / Mi madre me atiza a mí / Mi abuelo es comunista / Mi
abuela trafica con marihuana / Mi hermana lleva bigote / Mi hermano lleva un
vestido / ¡Dios santo, por eso estoy hecho un lío! // ¡Sí! / Agente Krupke, no
debería estar aquí / Este chico no necesita un diván / Necesita una profesión
útil / La sociedad le ha jugado una mala pasada / Y sociológicamente está
enfermo // Querido trabajador social / Me dicen que consiga un trabajo / Como
servir soda/Lo que significa que sería un vago / No es que sea antisocial /
Solo soy antitrabajo / Cielos, ¡por eso soy un idiota!». [N. de los tt.] <<
[386] Sin embargo, incluso en Grecia el nacionalismo de extrema derecha está en
auge. Dirige su furia tanto contra la Unión Europea como contra los inmigrantes
africanos; la izquierda se hace eco de este giro nacionalista, atacando a la
Unión Europea en vez de contemplar críticamente su propio pasado (por ejemplo,
analizando el papel crucial del gobierno de Andreas Papandreu en el
establecimiento del Estado «clientelista» griego). <<
[387] F. Jameson, Representing Capital,
Verso, Londres, 2011, p. 149. <<
[388] F. Jameson, Valences of the
Dialectic, Verso, Londres, 2009, p. 580. <<
[389] F. Jameson, Representing Capital,
cit., p. 149. <<
[390] Extraído del texto disponible en marxists.org. <<
[391] F. Jameson, Valences
of the Dialectic, cit., p. 580. <<
[392] Ibid., p. 151. <<
[393] A. Rand, Atlas Shrugged,
Penguin, Londres, 2007, p. 871 [ed. cast.: La rebelión de Atlas, trad. de J. Fernández-Yáñez, Barcelona,
Caralt, 1973]. <<
[394] F. Jameson, Valences of the
Dialectic, cit., p. 568. <<
[395] Ibid. <<
[396] Por ello es excesivamente simple criticar a Mandela por abandonar la
perspectiva socialista después del fin del apartheid.
¿Tenía realmente otra elección? ¿Era el giro hacia el socialismo una opción
factible? <<
[397] «Bullshit», en el original:
«tonterías», «estupideces», y, literalmente, «mierda de toro». [N. de los tt.] <<
[398] A. Applebaum, «What the Occupy protesters tell
us about the limits of democracy», disponible en washingtonpost.com. <<
[399] En «Heidegger: The Man and the Thinker»,
disponible en stanford.edu. <<
[400] J. Berger, «Afterword», en A. Platonov, Soul, Nueva York, New York Review
Books, 2007, p. 317. <<
PUNTO Y APARTE
¿De qué viven Keiko Fujimori y Mark Vito Villanella?
¿De qué vive Keiko?
.
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