IDEOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA EN LA OBRA DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS
Por: ELOY GÓMEZ PELLÓN
INTRODUCCIÓN
Todo cuanto se ha escrito acerca
del elemento humano en el continente americano está viciado de una tensión que
ya en el siglo XIX, por no decir antes, era muy notable. Ni siquiera el cambio
de óptica en la observación de la realidad que se ha producido en el transcurso
del tiempo, y que no ha sido pequeño, ha logrado suavizar el estruendoso
debate. Buena parte de la clave para entender esta situación viene dada por la
complejidad de ese elemento humano, producto de la convergencia de gentes
llegadas de todas partes y de un proverbial mestizaje que, desde los primeros
tiempos de la colonización no ha cesado. Este mestizaje presenta muchas
diferencias zonales, lo cual explica que la discusión sea diferente según los
lugares. La propia trayectoria de los nuevos Estados americanos ha introducido
sesgos que impiden extrapolaciones fáciles. Los políticos, los escritores y los
académicos, como parte sensible de la realidad social, se han visto empujados a
terciar en la cruda discusión, no sólo debido a su liderazgo de iure o de
facto, sino también al cúmulo de intereses que giraban a su alrededor y en los
cuales se veían involucrados, sin descartar las motivaciones ideológicas,
románticas, pasionales y de todo tipo.
Aquí se mostrará el caso de uno
de estos intelectuales, el de José María Arguedas, en el cual convergen muchos
de los aspectos que se han puesto de relieve en las líneas precedente. Profesor
universitario, escritor, intelectual ideológicamente comprometido, que en los
años cincuenta y sesenta del siglo XX adquirirá un cierto protagonismo en la
sociedad peruana. El hecho de que se trate del Perú no es nimio, dado que se
trata de un país en el que concurren muchos de los caracteres que definen a las
efervescentes sociedades iberoamericanas de la época: diversidad étnica,
acusada estratificación social, conflictividad, ejercicio autoritario de la
política, presencia de una gran carga ideológica en los debates sociales y
existencia de una élite intelectual políticamente comprometida. Todo ello no
hubiera sido posible en el ecuador del siglo XX de no ser por algo que en Perú
acabaría siendo determinante, como fue la fortaleza de un sector editorial que
crece sin parar en las décadas previas y que termina por hacerse visible no
sólo a través de la publicación de monografías sino también de revistas que
adquieren una gran difusión, por más que fueran dirigidas a una población que
porcentualmente representaba la parte menor del total.
1. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: EL TIEMPO Y EL ESPACIO
Éste es el contexto general de la
vida de José María Arguedas, nacido en 1911 en la pequeña ciudad de
Andahuaylas, que en la actualidad ronda los treinta mil habitantes, en el
departamento de Apurímac, en la vertiente oriental de los Andes, en plena
Sierra, como se dice allá, y muerto en 1969. El de Apurímac es un departamento
fronterizo con los de Arequipa, Ayacucho y el Cuzco, y situado por tanto en el
mismo corazón de los Andes, a una altura media que se halla en el entorno de
los tres mil metros. Por su extracción social, considerando que perteneció a
familias de ricos hacendados y que se crió con un padre dedicado al ejercicio
de la abogacía, su lengua hubo de ser el castellano; sin embargo, teniendo en
cuenta que accidentalmente fue socializado entre los indios que trabajaban en
la hacienda familiar y que hablaban el quechua sureño, que es la lengua
utilizada en la parte de los Andes donde el nació y se crió, su situación a lo
largo de la vida fue de claro bilingüismo. Tras licenciarse en la Universidad
de San Marcos, se inicia como profesor de enseñanza secundaria, para finalmente
recalar como profesor en la propia Universidad de San Marcos, donde se ocupó de
la docencia de la lengua quechua y la antropología, durante años, para acabar
ejerciendo la dirección del departamento de Etnología a partir de 1958. Su
muerte se produjo, circunstancialmente, en la Universidad Nacional Agraria de
La Molina, en 1969, de cuyo Departamento de Sociología era director desde 1968.
La vida de José María Arguedas se
desarrolla, en su mayor parte, en un tiempo convulso de la historia del Perú.
Las primeras décadas del siglo XX constituyen un período pacífico, de tensión
soterrada, en el que el poder es ostentado por una plutocracia influyente y
complaciente con los intereses de Estados Unidos, y en el que se acentúa una
estratificación social, desfavorable para los grupos indios, que se halla a la
zaga de una tendencia surgida en tiempos coloniales y confirmada tras la independencia.
Sin embargo, a partir de 1919 se inicia un período diferente, conocido como el
Oncenio, en el cual, manteniéndose la situación de privilegio para las clases
más favorecidas, el gobierno adopta actitudes paternalistas hacia los grupos
indios que, repentinamente, en 1930, se ven quebradas para inaugurarse una fase
de alternancia de gobiernos militares y democráticos, la cual presenta como
nota añadida la irrupción de movimientos políticos populares en el escenario
gubernamental, como la APRA y el PCP. Cuando muere Arguedas en 1969, hacia un
año que se había producido el derrocamiento del régimen democrático por parte
del general Velasco Alvarado, de signo antiimperialista, al que sucederían
otros gobiernos autocráticos hasta ocupar dos largas décadas.
Por tanto, Arguedas desenvolvió
su vida al socaire de un ajetreado clima político, caracterizado por los
incesantes vaivenes y también por la conflictividad social, en buena medida
suscitada por una intensa estratificación social, cuyo lugar más bajo era el
correspondiente a los indios, de tal manera que los sucesivos gobiernos, al
menos desde 1919, manteniendo el statu quo, optaban por crear una apariencia de
cercanía con el indio, a fin de atenuar una tensión ingrata. En realidad, lo
que sucedía políticamente no era distinto de lo que acontecía en el contexto
puramente intelectual, seguramente como resultado de una efectiva
retroalimentación. Si hasta la segunda década del siglo XX la historia en
general, la de la literatura peruana y la de la propia creación literaria
habían estado muy influidas por el hispanismo, esto es, por la complacencia con
la historia colonial española y la admiración hacia una cultura que había
proporcionado al Perú la lengua, la religión y la civilización, a partir de los
años veinte se produce una actitud revisora con el pasado y defensora del
indigenismo. Son los años de la adolescencia y la juventud de Arguedas, los
tiempos del estudio y de la forja de su pensamiento, esto es, los años en los
que poco a poco irá preparando su emergencia literaria e investigadora, la cual
se producirá en la década de los años treinta, en un clima político de gran
complejidad.
Ciertamente, el indigenismo no
era absolutamente nuevo entre la intelectualdiad peruana y, de hecho, Mario
Vargas Llosa (1996: 70-96) nos cuenta con gran lujo de detalles cómo en a
finales del siglo XIX y en los primeros lustros del XX existió una generación
de autores protoindígenas, entre los que descuellan Manuel González Prada,
Clorinda Matto, Narciso Arestegui y, sobre todo, José Frisancho que, tras
convertir al indio en el auténtico peruano, tuvieron la función de identificar
la mayor parte de los símbolos que, a partir de los años veinte, se convertirán
en expresión del más puro indigenismo, gracias a la transformación de los
viejos victimarios en nuevas víctimas de la vida peruana, de forma análoga a lo
que sucedía en otros países del continente americano. Es así como los
hacendados, los caciques, los curas y las autoridades políticas tradicionales
van a ser el objetivo frecuente de las iras de los indigenistas. En cuanto a
los símbolos identificadores de los colonizados indígenas, el ayllu se elevará
a la condición de vívida manifestación de todas las reivindicaciones, en tanto
institución representativa de la comunidad agraria de los nativos. El ayllu
usurpado y engullido por el latifundismo colonizador será la viva imagen de
este protoindigenismo que infundirá vida al indigenismo reelaborado de los años
veinte. El propio Vargas Llosa nos dirá que la insuficiente calidad literaria
de este movimiento protoindigenista (con la salvedad de la literatura del
anarquista González Prada), que hace eclosión al abrigo de los vientos del
naturalismo francés y de la filosofía positivista del siglo XIX, se constituirá
en un pesado lastre.
Una serie de variables, sin
embargo, actuando sobre el sustrato anterior, provocan la conformación de lo
que se ha llamado el nuevo indigenismo, que emerge de 1920 en adelante. Entre
estas variables hay dos que tienen particular importancia catalizadora: la
revolución mexicana a partir de 1910, con la consiguiente atención al fenómeno
indigenista, como rechazo de la tradición anterior, y en Perú el descubrimiento
de las ruinas de Machu Pichu en 1911, que muy pronto serán vistas como una
especie de decantación de la cultura indígena, en la cual los Andes son
elevados a la condición de emblema nacional. No es extraño que literatos,
pintores y también fotógrafos, como Martín Chambi, hagan de los Andes el motivo
de sus sueños. Enseguida, y éste será el marco de la futura obra de Arguedas,
una revista se convierte en el escenario privilegiado del indigenismo peruano,
cuyo rótulo sería Amauta. En la misma, a partir de 1926, se recogerán los
textos señeros de los teóricos del indigenismo que, con sensibilidades muy
diferentes proclaman su ferviente deseo de hacer del elemento indígena la
auténtica sustancia de la nación peruana. Entreverados con estos trabajos
aparecerán otros de signo contrario que, complementariamente, también tuvieron
cabida en este órgano de expresión de la intelectualidad peruana.
Entre los que publican
tempranamente en Amauta se halla un ramillete de consumados indigenistas que
dejarán una honda huella en el joven Arguedas, si se tiene en cuenta que cuando
se comienza a publicar la revista en 1926 tan sólo tiene diez y seis años. Pues
bien, entre estas influyentes plumas se hallan la de un arqueólogo (Julio C.
Tello), la de un historiador de la Universidad San Antonio Abad de Cuzco (Luís
E. Valcárcel) y la de un sociólogo de la misma Universidad (José Uriel García),
al lado de la de un escritor y político, José Carlos Mariá- tegui, todos los
cuales participarán en la prédica indigenista desde variados puntos de vista.
Tales perspectivas ofrecen aspectos un tanto diferentes de la realidad, hasta
el extremo de que se corresponden con opciones ideológicas determinadas. No en
vano, a nivel político, también la disputa del tema indigenista era abierta,
especialmente en torno a José Carlos Mariátegui, fundador en 1928 del Partido
Socialista Peruano, y a Victor Raúl Haya de la Torre, el famoso creador de la
Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) nacida en 1924, los cuales,
inicialmente, y durante algún tiempo fueron estrechos colaboradores.
Cuando José María Arguedas
comienza a escribir, los años treinta se hallan a mitad de su recorrido y, en
este momento, todas estas reflexiones están vivas. A pesar de que alguno de sus
protagonistas acaba de fallecer prematuramente, como sucede con Mariátegui, los
demás se hallan en la liza. De hecho, Arguedas es hijo de la generación de
Amauta y sus escritos primerizos son ya de claro corte indigenista, y más
cercanos a los de Mariátegui que a los de ningún otro. Mientras Haya de la
Torre pensaba en desbordar su credo comunista por todo el continente, por su
Indoamérica, sin alejarse demasiado de un marxismo-leninismo amable con Moscú,
Mariátegui coincidía con Haya de la Torre en la visión antiimperialista pero,
contrariamente, abogaba por la independencia política, lejos de la sumisión
moscovita. En realidad, Haya de la Torre, radical en sus primeros
planteamientos irá evolucionando a lo largo de su vida hacia un izquierdismo
cercano al centro, sin perder de vista su proyecto indoamericanista.
Ahora bien, como veremos, la
percepción de las cosas por parte de José María Arguedas es distinta de la de
Mariátegui y, sobre todo, muy variable en el caso del primero. A lo largo de la
vida fue realizando propuestas y modificando su discurso, a tenor de los muchos
acontecimientos que vivió antes de su muerte. Al contrario de lo que les sucede
a sus mentores, Arguedas construye una ideología más flexible y versátil, más
apta para el cambio, lo cual explica que evolucione con el paso de los años de
una manera notoria. La distancia entre el Arguedas que se inaugura en la
literatura y el Arguedas de los últimos años de su existencia es muy acusada.
Por cierto, que la ideología de Arguedas es de una manifiesta complejidad
intelectual, acaso debido al buen conocimiento que tenía de la sociedad
peruana, pero también quizá como consecuencia de las muchas contradicciones que
están presentes a lo largo y ancho de su obra.
Como suele ser frecuente, su
evolución intelectual vino dada por una suma de factores personales que, a
menudo, le vinieron dados. Él no era un indígena y optó por una defensa
incondicional, al menos en los años de su juventud y de su madurez temprana,
del indigenismo. Tampoco pertenecía a las clases modestas y optó por una
defensa incondicional de éstas y, con más razón aún, por la de los indios
peruanos. Es verdad, sin embargo, que de alguna manera, Arguedas se consideraba
un expulsado de su clase social originaria por razones que se hallaban en su
historia personal. No obstante, por su extracción social objetiva tuvo una
formación muy superior a la que era propia de la mayor parte de la población.
Vargas Llosa, en este sentido, adelanta una hipótesis verosímil. Arguedas
habría sido un privilegiado perteneciente a dos mundos distintos y antagónicos,
lo cual provocó en él un desarraigo general, que fue la causa de su permanente
vacilación política y de sus incesantes crisis personales. Sus traumas y sus
frustraciones personales debieron generar en él un malestar y una melancolía
que, a la postre, le resultaron insuperables.
2. IDEOLOGÍA Y DISCURSO
Cuando José María Arguedas se
incorpora al mundo de las letras, dando a conocer sus primeras reflexiones, el
tema del indigenismo se hallaba muy trillado en el Perú. Más aún, la discusión
acerca del fenómeno se había ido haciendo enrevesada. Arguedas, que por su
biografía personal se sentía identificado con el indio y con los ideales del
indigenismo, no duda en encuadrarse en esta doctrina. No es menos verdad que
Arguedas, nacido en un departamento andino, pertenecía a una clase social
dominante, con las necesidades económicas bien resueltas, hace suya la bandera
de una reivindicación que en otras condiciones le habría sido ajena. El nuevo
matrimonio de su padre con una mujer acomodada y poderosa, lo convierte en un
hijastro que es empujado a la convivencia con la mano de obra india que trabaja
en la inmensa hacienda familiar, justamente en unos años adolescentes en los
que la socialización es intensa y profunda. Por otro lado, téngase en cuenta
que Arguedas había nacido en el departamento de Apurímac, donde el español,
además de ser la lengua de la buena sociedad, era la lengua que salpicaba de
vocablos y que impregnaba la lengua indígena que se hablaba y que se habla en
esta parte de Perú.
Cuando se incorpora Arguedas a la
producción literaria hacia 1935, han pasado los años veinte del afloramiento de
la causa indigenista y los acontecimiento se desenvuelven en un convulso
escenario político, atravesado por la intransigencia de dos gobiernos militares
(el de Sánchez del Cerro y el de Benavides) que explica el cierre temporal de
la revista Amauta e, incluso, la clausura de la Universidad de San Marcos, la
cual formaba parte de lo más profundo de su vida intelectual. Con las
consideraciones ya señaladas, Arguedas se encuadra plenamente en el indigenismo
desde sus comienzos, en ese movimiento que se desparrama por todo el continente
en los años diez y veinte, y que luego va ofreciendo variaciones muy diversas,
dependiendo de los cultivadores. ¿Quiénes habían sido, en realidad, los
cultivadores iniciales del movimiento indigenista, esos que le infundieron una
vida duradera que llega hasta nuestros días? Sociológicamente, fueron
escritores que se hallaban en una posición muy similar a la de Arguedas, por no
decir, idéntica, esto es, los integrantes de una clase media en ascenso, que
reclaman un lugar que sus anquilosadas sociedades les niegan. De esta manera,
el indigenismo es una perspectiva nueva que funciona muy especialmente como
estrategia de lucha social. ¿De dónde procedía u encanto y su fuerza
arrolladora? Sencillamente, el indigenismo encierra valores, éticos y
estéticos, y remite a emociones a partir de esquemas que son simples, de lo que
se sigue su capacidad movilizadora por el hecho de que todo el mundo puede
entender sus mensajes. Dicho con otras palabras, y tal como han puesto de
manifiesto algunos autores como H. Favre (1998: 6-7), el indigenismo que vive
su momento álgido en el continente americano entre 1920 y 1970 trata de aflorar
y tranquilizar la mala conciencia que los colonizadores españoles y europeos, y
con ellos los criollos y los mestizos, sienten frente a los indios.
En efecto, el indigenismo estuvo
festoneado desde el principio por imágenes que trataban de mostrar la oposición
entre la cultura autóctona y la invasora a favor de la primera, entre la
generosidad de los nativos y la usurpación de los extraños, entre la lengua
propia y la impuesta, entre el colectivismo de los naturales y el latifundismo
de los colonizadores y, en suma, entre lo prehispánico y los hispánico. El
escritor se ponía en lugar del indio a fin de llevar a cabo la reivindicación
de los desposeídos. Como es obvio, el indigenismo adoptaría particularidades
zonales en el continente americano, pero siempre a partir de un fundamento
común. Como explica Ángel Rama (1975: XVI-XVII), el indigenismo quedó acuñado
por una generación de inconformistas modernistas que fueron capaces de conferir
al significado de su creación un carácter general, en tanto que su proclama era
extrapolable a toda América. Muy pronto también comienzan a percibirse algunos
rasgos típicos de los indigenistas, cuales son la militancia, producto de su fe
en el objetivo final, y también su combatividad que les lleva a ocupar todos
los espacios de la literatura y de las artes, así como de la indagación
histórica, arqueológica, antropológica, etc. Así se entiende que, desde un
novecentismo inicial, la corriente avance con prontitud adquiriendo un
desarrollo sorprendente y, al mismo tiempo, polémico.
En el caso de Perú, cuando
Arguedas comienza a escribir el discurso indigenista se hallaba trazado, y siempre
a salvo de las matizaciones que se fueran introduciendo, las cuales a veces
eran realmente significativas. José María Arguedas siente especial
predilección, al menos en un primer momento, por la versión de Mariátegui, el
cual se separa de otros indigenistas peruanos por su percepción esencialmente
marxista. Los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1930) de
este político y autodidacta, publicados al tiempo de su muerte, producto de sus
reflexiones llevadas a cabo en los años veinte alrededor de la revista Amauta,
y que tuvieron una honda repercusión en el Perú de la época, al menos entre los
intelectuales, ejercerían una particular influencia sobre José María Arguedas.
Otro autor peruano, en este caso norteño, e incorporado a la causa indigenista,
como fue César Vallejo, el autor de Tungsteno (1931), también ejerció una
intensa persuasión sobre Arguedas, tal como éste confesaría corriendo el
tiempo.
El indigenismo adquiere en Perú
tintes, por parte de algunos autores, de lo que se ha denominado con el nombre
de andinismo, en referencia a una corriente en la cual se inscriben los nombres
de algunos indigenistas que contribuyeron a alimentar el mito andino, y muy
especialmente el de Luís E. Valcárcel, si bien es cierto que sus escritos acabaron
proyectándose sobre buena parte de la literatura indigenista peruana, en el
seno de la cual se incluye la de José María Arguedas. Las imágenes que canaliza
el andinismo comportan una panoplia de símbolos que se sintetizan en la idea de
la existencia de un mito de origen, elaborado a partir de elementos recurrente,
referidos siempre a los indígenas andinos, tales como la superioridad de la
sierra, el amor a la tierra, la bondad de sus costumbres, el profundo sentido
de la religión natural, los valores éticos del colectivismo, la igualdad y
otros análogos, siempre en el marco de una suerte de determinismo geográfico y
de un mesianismo explícito. En definitiva, este andinismo encierra un evidente
componente racial y milenarista, en tanto que atribuye superioridad biológica y
moral a un grupo de población, por el mero hecho de poseer una sangre, un
paisaje y un pasado. Ese mito de origen, auténtica utopía arcaica en el decir
de Mario Vargas Llosa (1996: 147- 154), se concreta en un idealismo que, siendo
muy sencillo, resultó de una notable eficacia y se podría enunciar como sigue.
La autenticidad, la humanidad y el grado de civilización inca que provocó el
asombro, la ira y la humillación de los colonizadores, no ha dejado de latir
desde entonces a la espera de un nuevo renacer. Ahora bien, el andinismo
trasciende la figura de Luís E. Valcárcel y se desparrama en alguna medida
sobre el indigenismo peruano en general, aunque con numerosos matices. Así, por
ejemplo, José Uriel, que coincide en la atribución al indigenismo de algunos de
los valores señalados, se aparta decididamente del aspecto racista para
construir un discurso mucho más elaborado.
De entre todos los indigenistas
peruanos, en efecto, es José Carlos Mariátegui el que ejerce una mayor atracción
sobre José María Arguedas (Vargas Llosa, 97- 99), en tanto que representa la
alianza del indigenismo andino con un marxismo que complace a este último en
los años treinta. Realmente, Arguedas está viviendo por entonces una época en
la cual en toda América Latina resuena un discurso que considera la revolución
socialista como prácticamente inevitable. En este sentido, uno de los
defensores de la idea, José Carlos Mariátegui, había realizado una
interpretación del panorama social de Iberoamérica según el cual las sociedades
campesinas, y rurales en general, en situación feudal o semi-feudal, chocarían
frontalmente con la sociedad capitalista. La razón, según él, estribaba en la
ausencia de un liberalismo complaciente con la existencia de principios
fundamentales y libertades públicas que hubieran permitido la instauración de
regímenes democráticos. De acuerdo con la reflexión de Mariátegui, era posible
la identificación del planteamiento indigenista con la teoría marxista,
simplemente situando en lugar del proletariado a los indios, integrantes de la
clase llamada a redimir a la sociedad. Éstos serán elevados a la condición de
mejor exponente de una arcadia feliz, auténtica y pura, cuyas normas de equidad
y cuyos valores admirables no podían ser más que el modelo a imitar.
Sin embargo, un buen conocedor de
esta generación de profesores y escritores, como fue el propio José María
Arguedas, acabaría mostrando, entre otras, dos serias objeciones a la
generación de Amauta (Rama, 1975: XIV-XV). La primera de las mismas se refiere
al simplismo estereotipado con que el indigenismo cultiva la imagen del indio
dominado y herido brutalmente por una sociedad corrupta y dominante, cuya
dicotomía no es sino la cara de otro binomio compuesto por una montaña poblada
de indígenas y campesinos que representa todo los valores positivos, mientras
que la costa infame, marco de la vida urbana mestiza, concentra todos los
valores negativos. Tales dicotomías no son sino la simplificación impropia de
una realidad muy compleja en la cual el mestizaje ocupa un lugar muy relevante.
La segunda de las objeciones no es menor. Consiste en la referencia de A. Rama
al hecho de que los indigenistas de la generación Amauta carecieron a menudo de
un buen conocimiento de la cultura india, y de manera más evidente José Carlos
Mariátegui, lo cual explica que no pudieran valorarla más que muy parcialmente
o de manera inexacta. Con ello, muchas de las observaciones de estos
indigenistas (Rama, 1975: XIV- XVI) no pasan de ser vagas e incompletas
reflexiones.
Esta interpretación de Mariátegui
concordaba con la visión que de la realidad peruana tenía el joven Arguedas.
Después de Julio Tello que, tras los protoindigenistas decimonónicos, alienta
aquella primera generación novecentista, y después de los nuevos indigenistas
de la generación Amauta de los años veinte (Valcárcel, Uriel y Mariátegui),
Arguedas da pábulo a una nueva generación a mediados de los años treinta. Ahora
bien, Arguedas nada más recibir la herencia ideológica de la generación
precedente la empieza a modificar poco a poco hasta hacerla distinta y mucho
más rica. Se trataba de una herencia politizada que, como se ha dicho, había
servido para procurar el ascenso social de una clase media, de la cual formaba
parte Arguedas, que luchaba contra los privilegios de una sociedad conservadora
y refractaria al cambio. Ahora se trataba de que, sin dejar de admitir la
necesidad de aproximación al indio, se reconociese la inmensa riqueza de
aquella sociedad profundamente estratificada, como era la peruana, esto es, la
auténtica peruanidad. Y éste es el objetivo de Arguedas, en dirección al cual
va a correr presuroso casi desde el principio.
Este discurso, que empieza a ser
cultivado por Arguedas, convive con otro distinto, promovido por otros autores,
que es continuación del de Mariátegui. Se trata, en este último caso, del que
se contiene en los textos de Hildebrando Castro Pozo, el autor de la obra Del
ayllu al cooperativismo socialista (1936), en el que se vuelve sobre la arcadia
de las comunidades indígenas y sobre la posibilidad de levantar al calor de sus
rescoldos el cooperativismo socialista que trasforme la sociedad peruana,
huyendo de la hacienda y del latifundio legados por una sociedad caduca. Por
supuesto que Arguedas, aun optando progresivamente por su propio discurso, no
pierde el hilo de otros que se hallan a su alcance. En el de Castro Pozo la
utopía arcaica aflora por doquier, en forma de canto al Incanato y a sus
instituciones, mientras que, simultáneamente, muestra el hartazgo hacia los sistemas
de explotación que, progresivamente, han sido implantados y entre los cuales el
pongaje o conjunto de servicios domésticos gratuitos que ha de prestar el
jornalero o, en su caso, el arrendatario, constituye una de las expresiones más
genuinas. El gamonal, esto es el hacendado de nuevo cuño, dueño y señor del
latifundio, es uno de los símbolos del sistema impulsado en tiempos de la
Colonia que, debidamente protegido y animado por la República, seguía gozando
de cierta lozanía. Castro Pozo está persuadido de que el cambio hacia la
sociedad socialista es posible, sencillamente aprovechando las viejas
instituciones indígenas, algunas de las cuales se hallan entreveradas y
confundidas con las creadas por los colonizadores, como la mita y el yaconazgo.
Por otro lado, y al mismo tiempo, consideraba necesario borrar de la faz del
Perú todas aquellas costumbres que eran expresión de la injusticia. En suma, el
ayllu remozado se convertirá, poco a poco, en uno de los emblemas del
indigenismo.
José María Arguedas se incorpora
a la nueva fase del indigenismo con algunas ventajas que le permitirán evaluar
con más precisión la realidad. En primer lugar, conoce mucho mejor que sus
predecesores la realidad indígena, y hasta se siente parte de la misma en
alguna medida. Por otra parte, este escritor y antropólogo peruano posee una
apreciable formación universitaria, y no en vano es docente e investigador, lo
cual le facilitará la adquisición de pautas de observación que no estaban al
alcance de Mariátegui, por ejemplo. Es cierto que estas pautas de análisis eran
asimismo patrimonio de Luís E. Valcárcel, en perspectiva diacrónica, y de José
Uriel, que añade a este último punto de vista el sincrónico, como sociólogo que
era. De hecho, y de nuevo en el decir de Vargas Llosa (1996: 89-87), la
perspectiva de este último en El nuevo indio (1930) era quizá la más acertada
de su generación, y aún de las precedentes, en el campo indigenista.
La obra de José Uriel, por vez
primera en el contexto indigenista, o andinista si se quiere, y tras repasar
una larga serie de tópicos, se rebelaba contra el racismo latente en las
apreciaciones de muchos de sus contemporáneos, al atribuir éstos a los indios
una superioridad intrínseca sobre otros grupos de población. La tesis que venía
a defender Uriel era que el grupo indio no podía ser percibido como único y
superior, sino como “una entidad moral”, “siendo lo de menos el color de su
piel y el ritmo de su pulso”. Es cierto que la obra de este sociólogo y
profesor universitario presentaba un enfoque diferente y sugestivo, hasta el
extremo de que, manteniendo el indigenismo andinista, lograba darle la vuelta a
la argumentación en El nuevo indio. El andinismo no podía hallar su referencia
fundamental en la piel o en la sangre sino en la cultura propia de un paisaje
serrano, capaz de aportar a sus moradores un ser cultural. Ciertamente, hay
otros aspectos de la exposición de Uriel menos aceptables, pero la sustancia de
su obra, como se acaba de ver, era distinta y seductora al tender una mirada
ontológica sobre el asunto que hasta entonces era desconocida.
3. EL ENFOQUE DE ARGUEDAS
La obra antropológica de José
María Arguedas es realmente breve y se reduce a una pequeña serie de trabajos
publicados, en su mayoría, en la década de los años cincuenta del siglo XX,
aunque aún vieron la luz unos pocos más en la década de los sesenta. Los seis
trabajos de cierta entidad que dio a la imprenta a partir de 1952 hasta 1960,
que son los años del desarrollo de su carrera antropológica, y los tres que vieron
la luz con posterioridad (uno de ellos, póstumamente, en 1970), se hallan
publicados en forma de libro, gracias a la compilación de los mismos realizada
por Ángel Rama (1975), poniendo así al alcance del lector lo que hasta entonces
eran textos dispersos. El trabajo del compilador se realizó tras la prematura
muerte de Arguedas, si bien la propuesta inicial le había sido hecha aún en
vida a este último. El resultado de la compilación de Rama se publicó en 1975
con el título de Formación de una cultura nacional indoamericana, si bien con
posterioridad ha habido nuevas ediciones. En el título late la idea central que
inspiró la producción antropológica de Arguedas, cuya argumentación se extiende
a lo largo de los distintos trabajos que componen la obra. Aún hay que añadir
que en la década de los años sesenta, en 1968, el año anterior a su muerte, el
antropólogo peruano publicó en forma de libro su obra más relevante, Las
comunidades de España y del Perú, a la cual me referiré más adelante.
Los textos recogidos en Formación
de una cultura nacional indoamericana constituyen una parte fundamental e
imprescindible para comprender la obra de Arguedas en su vertiente indigenista.
El hilo conductor de los mismos, o de buena parte de ellos, consiste en mostrar
el estado de la cultura indígena, la cual es presentada como sucesora del
Incanato, mientras que, complementariamente, el autor explora las vías
conducentes a la formación de una cultura nacional moderna (A. Rama, 1976: X).
Como es obvio, esta filosofía no se inscribe en un tabla rasa, sino que, antes
bien, se incardina en una corriente existente previamente, cuyos orígenes son
protoindigenistas y cuya adscripción es claramente indigenista. A este elemento
básico del pensamiento de Arguedas se añade otro no menos importante, como es
el de su inicial orientación marxista, no radical, a sabiendas de que tanto
esta última adscripción como la indigenista irán evolucionando a lo largo de su
vida. La indigenista será progresivamente descargada de los componentes racistas
y machistas de Luís E. Valcárcel, gracias a una graduación que desembocará en
su defensa de la cultura pluralista, quizá por influencia de El nuevo indio
(1930) de José Uriel. Por su parte, la orientación marxista será paulatinamente
encauzada mediante una suavización del discurso, desproveyéndolo de su
contenido más radical. Sin embargo, resulta inevitable que unos elementos y
otros afloren constantemente, incluso de manera inconsciente, habida cuenta de
la importancia del préstamo ideológico procedente del pensamiento marxista de
José Carlos Mariátegui y muy especialmente de sus Siete ensayos de la realidad
peruana (1928), y del discurso socialista de Hildebrando Castro Pozo y de
otros.
También es importante señalar que
la obra antropológica de Arguedas es inseparable de la literaria. La evolución
de su pensamiento corre paralela en ambos contextos y en los dos expresa su
percepción de la realidad de manera nítida. La literatura arguediana tiene un
fuerte e incontestable componente intelectual que ha sido resaltado
repetidamente por Vargas Llosa y por otros. Yawar Fiesta (1941) recoge sus
impresiones de un mundo escindido de indios y de blancos, dominado por el
caciquismo y el clientelismo, mientras que Todas las sangres (1964) es el
relato de una sociedad plural, donde las minorías conviven y donde la
hibridación es la vida misma de la cultura. En Todas las sangres Arguedas nos
muestra una sociedad cambiante, en la que el peso del pasado se proyecta sobre
el presente por medio de la pervivencia de ricos propietarios y pobres
comuneros, trazando un panorama sobre el que se proyecta la sombra de la
emigración a la ciudad. La decantación de este argumento la encontramos en El
zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). En el medio, Ríos profundos (1958),
considerada como la obra literaria más elaborada de Arguedas, contiene muchas
de las claves indispensables para entender la evolución del pensamiento de este
intelectual peruano. En los textos literarios de Arguedas los personajes son
tipos morales bien encarnados, que viven y conviven en medio de un conflicto
cuyas heridas no cicatrizan nunca, y donde está sempiternamente presente la
idealización de ese mundo andino y serrano que es inseparable de su creador
literario.
Es evidente que el impulso
inicial de Arguedas era mucho más favorable a la exposición de Mariátegui e,
incluso a la de Hildebrando Castro Pozo, a partir del componente marxista que
enervaba la obra de ambos y que para el antropólogo peruano resultaba
especialmente seductor. Poco a poco, y a partir de los primeros escritos, se
percibe como Arguedas, acusando la influencia marxista, se descarga de parte de
ella y la atenúa, presentando sus indagaciones de manera diferente a la de sus
predecesores en todo lo que se refiere al tema andinista. Por el contrario,
tarda mucho en realizar su verdadera formulación del tema, que algunos no han
hallado en la obra de Arguedas hasta un momento avanzado de su vida, como es el
de los años cincuenta o, mejor aún, el de comienzos de los sesenta. No
obstante, es posible atisbar su pensamiento en la falta de apoyo que manifiesta
hacia las tesis más radicalmente marxistas, esto es, hacia las tesis ligadas a
la teoría del conflicto social, o hacia esas otras, muy propias del andinismo,
que contraponía la sierra y la costa a partir de una concepción racista que
atribuía al indio una condición superior, y eso sin contar el apartamiento de
Arguedas de la tesis que enfrentaba la virilidad de la sierra con el
afeminamiento de la costa, de la cual no escapó por entero ni siquiera José
Uriel, por más que se halle claramente suavizada en la construcción teórica de
este último.
Arguedas, como Uriel, es un
profesor universitario que conoce bien el tema con el que se enfrenta. De
hecho, aunque muestra su rechazo de las tesis hispanistas, no deja de reconocer
el rigor de algunas de sus apreciaciones, y particularmente las de Riva Agüero
y Belaúnde, según confiesa el antropólogo peruano en el texto póstumo “Razón de
ser del indigenismo en Perú”, que había redactado originariamente en 1966 (J.
M. Arguedas, 1975; 189-197). Ahora bien, y para mayor complejidad, estas
perspectivas hispanistas que cita no negaban la trascendencia del pasado inca
del Perú. También se siente arrastrado por la lengua quechua que él conoce y
usa como propia, verdadero símbolo del indigenismo que defiende, pero se decide
a escribir fundamentalmente en lengua española, a pesar de que lo hizo
ocasionalmente en quechua y de que tradujo cuentos y canciones quechuas al
español. Arguedas fue un raro intelectual en este sentido porque el uso de la
lengua indígena había sido bastante ajeno a la realidad de los escritores
peruanos. Más aún, parece que resultó disuadido de continuar escribiendo en
lengua nativa por el escritor mexicano Moisés Sáenz, interesado asimismo por
los temas del indigenismo peruano, según se deduce de un comentario del famoso
antropólogo John Murra, a su vez investigador de la antropología andina, del
cual da cuenta M. Vargas Llosa (1996: 79-80), aunque añadiendo este último su
imposibilidad para corroborar la información.
Arguedas, antes que nada, es
consciente de la compleja realidad étnica del Perú, y así lo explica en “El
complejo cultural en el Perú”, publicado inicialmente en forma de artículo por
el autor en 1952 (1975: 1-8), al hilo de su participación en el Primer Congreso
Internacional de Peruanistas. Coincide con los otros indigenistas en que el
Perú es un país en formación, pero tiene dudas respecto de si debe ser el indio
la base de esa nacionalidad peruana. Se aparta del pensamiento de Luís E.
Valcárcel y parece concordar con Uriel en que la Conquista era un hecho
ineludible, que no podía ser negado. También coincide con él en que Perú
entrañaba un asombroso mestizaje del cual no era la base el estilo de vida
burgués, y también converge con Uriel en la maraña de conflictos y odios que
han guiado la convivencia de los indios con los blancos y los mestizos. Sin
embargo, ésta era una forma de simplificar el problema, puesto que la
convivencia peruana alcanzaba, y alcanza, a amerindios de, al menos, diez y
seis etnias, entre las cuales la quechua representa el grupo mayoritario, a
blancos, a negros y a un poderoso mestizaje que no ha parado de entreverar a la
población durante quinientos años, a lo que se añade una población asiática
moderna que se ha incrementado desde el siglo XIX en sucesivas inmigraciones.
La estratificación social
existente en el Perú del presente continúa obedeciendo en buena parte a la
composición étnica de la población, puesto que aunque el criterio inmediato es
el del estatus de clase económica, y adquirido por tanto, éste depende en buena
medida del estatus adscrito por razón de pertenencia étnica a un grupo
determinado. Éstas es la situación de la sociedad que percibe Arguedas. En el
momento en el que está escribiendo el antropólogo peruano sobre este tipo de
asuntos, allá por los años cincuenta, los censos de población recogían aún
información sobre la composición étnica de la población, al revés de lo que
sucede en nuestros días, de manera que Arguedas puede comprobar cómo los
nativos indígenas suponen más de un tercio de la población, a la vez que la
población mestiza, cuyos individuos son conocidos en la región con el nombre de
cholos, se halla cerca de la mitad de la población del Perú, mientras que la
población blanca procedente de la colonización y de las oleadas de inmigrantes
más recientes, representaba una pequeña parte de la población, quizá superior
en poco al diez por ciento. La parte de la población afroperuana suponía
entonces y ahora un porcentaje cercano al 5 por ciento, mientras que la
población asiática moderna ha supuesto tradicionalmente un porcentaje muy
pequeño, inferior al 1 por ciento, siempre en términos aproximados.
Conviene recordar que la
colonización española, como la portuguesa, se caracterizó por una intensa
mezcla con las poblaciones colonizadas, al contrario de lo que sucedió con
otras colonizaciones europeas. Las imparables mezclas dieron lugar a un sinfín
de categorías adscriptivas, de manera que resultaron singularizados diversos grupos:
blancos, indios, esclavos, mestizos, mulatos, zambos y así sucesivamente en un
continuum indeterminable. Este hecho es importante para negar el componente
racista del hecho, sabiendo que las sociedades racistas se caracterizan por una
polarización casi extrema, siempre lejos de esta continuidad gradual que se
acaba de señalar. Más aún, los especialistas que se han encargado del estudio
del hecho, y como parece, niegan la presencia de los aspectos fenotípicos en
este tipo de clasificaciones, tal y como es también característico de las
sociedades racistas. Tanto P. van den Berghe (1967), como M. Banton (1983) o
como C. Stallaert (1998: 58- 62), por diferentes vías, llegan a la conclusión
de que los españoles se hallaban muy entrenados en la creación de estas
gradaciones étnicas antes de su presencia en América, debido a su larga
experiencia en la Reconquista, de modo que cuando se producen los inicios de la
colonización americana, se continúa con el mismo procedimiento de creación de
categorías adscriptivas consecuentes con la incesante hibridación, dentro de lo
que debió constituir el modelo étnico hispano. Nótese que, casi hasta la
Independencia, y ocasionalmente con posterioridad, los blancos son denominados
en el área española con el nombre de “cristianos” (análogamente a lo que
sucedió durante la Reconquista) y los indios con el de “naturales”.
Este modelo no parecía comportar
la creación de categorías de corte fenotípico, como también es característico
del racismo, y así parece demostrarse en el caso de la hibridación con los
norteafricanos y los árabes en tiempos de la Reconquista, con los cuales las
diferencias físicas de los habitantes de la Península Ibérica eran tan escasas
que impedirían la creación de grupos fenotípicos. Las categorías adscriptivas
parece que eran creadas a partir del criterio de la religión en particular, o
del de la cultura cristiana en general, de modo que no se elaborarían
gradaciones fenotípicas sino genealógicas, en las cuales el individuo se
hallaba más lejos o más cerca de la religión o la cultura tenidas por típicas.
Y el modelo debió repetirse en el Nuevo Mundo, lo cual significaba que,
independientemente de los rasgos fenotípicos, la situación del individuo
vendría dada por la suma de su categoría adscriptiva (en parte derivada de su
genealogía y en parte de su origen cultural) y su categoría adquirida, la cual
podía situar al individuo en un status muy diferente al dado por su pura
situación fenotípica. Parece evidente que los rasgos fenotípicos fueron
insuficientes para la identificación étnica de la persona durante la
colonización española. El rasgo más llamativo fue la estratificación basada en
la gradación, lejos de la oposición dicotómica que es propia de las sociedades
racistas.
El caso es que ya en la segunda obra
literaria importante de un joven Arguedas, y exitosa por cierto, en Yawar
Fiesta (1941), Arguedas ha abandonado los esquemas simples de la sociedad
peruana, basados en la oposición de hacendados e indios, para adoptar un
esquema mucho más complejo, como puso de relieve Ángel Rama (1975: XII). El
hecho se percibe en la incorporación de personajes llamados a representar los
diferentes estratos de la población que le resultan imprescindibles para
construir la trama y que llegan, al menos, a cinco: indios, terratenientes
tradicionales, gamonales o terratenientes advenedizos, políticos locales y
mestizos, si bien mantiene la dicotomía entre la sociedad rural que a él le
interesa reflejar, con sus pasiones, y una sociedad urbana, que es la limeña,
que le sirve de contrapunto a la hora de ubicar a los personajes que
intervienen en la obra. Tan satisfecho quedaría con este esquema que decidió
mantenerlo en algunas obras posteriores, y de modo bien significativo en una
novela que es considerada como un hito de la literatura peruana según se ha
dicho: Todas las sangres (1964).
Puede decirse que sobre Arguedas
recae la enorme responsabilidad de modificar el estado de la cuestión del
indigenismo peruano, cuya filosofía se hallaba aparentemente cristalizada
cuando comienza a publicar sus escritos, gracias al discurso de la generación
Amauta, su predecesora. Habíamos dicho más atrás que el indigenismo fue esa
especie de clavo ardiendo al que se agarró esta última generación, integrada
por individuos de una clase media acomodada que encontró en esta ideología la
oportunidad de prosperar socialmente, convirtiéndose para ello en
intermediarios de los indios, esto es, de un grupo social al cual no
pertenecían. Pues bien, es Arguedas el que a través de sus obras literarias, y
de ello son buenos ejemplos Yawar fiesta y Todas las sangres gradúa el cambio,
abandonando la famosa tesis dualista o de la “visión dicotómica” (indios y no
indios), y poniendo en el lugar del indio al mestizo, el cual resumía a su
juicio mejor que ningún otro tipo la peruanidad y la concordia, tal como
explica en “El complejo cultural en el Perú” (vid. J. M. Arguedas, 1975: 1-8).
Respecto de si le corresponde a Arguedas la originalidad de esta filosofía,
Ángel Rama, nos dirá que sólo en parte, y acaso en una pequeña parte, puesto
que lo que hace Arguedas es convertirse en interprete de una literatura cada
vez más abundante y también de una antropología y de una sociología que
hallaban en los valores y en la fuerza del mestizo la mejor expresión del encuentro
de cuantos integraban la sociedad peruana. Al fin y al cabo, el mestizo no
dejaba de ser indio también en alguna medida. Se ha apuntado muy acertadamente
que, para que esto sucediera a partir de los años cuarenta, habían tenido que
producirse numerosos cambios y, entre ellos, la modernización de las
estructuras viarias que permitieron la arribada de muchos indios a Lima y a las
ciudades costeras, dejando la Sierra a sus espaldas, para pasar a integrar el
poblado espacio social de la franja costera, aquél que en otro tiempo había
sido patrimonio exclusivo de mestizos y europeos.
Sin embargo, no debió ser fácil
modificar una visión tan instalada entre los intelectuales peruanos de la
época, en ésa que había hecho de la cultura inca y del Incanato sus auténticos
iconos, en favor de otra que, sin abandonar por entero esta perspectiva,
abogaba por el mestizaje poshispánico. Quizá sólo Ciro Alegría, su compañero de
viaje entre los que formaban parte de la generación que sucedió a la de Amauta,
defendió la misma perspectiva con análoga maestría. En el caso de Arguedas, al
amparo de su posición académica, hace converger la literatura y la antropología
con singular habilidad. Sus trabajos sobre Puquio (1975: 34-79) y sobre el
valle de Mantaro (1975: 80-147) abundan en el tema de la hibridación cultural.
Es cierto que Arguedas no deja por eso de mirar a las instituciones más
características de la vida indígena, y al ayllu con preferencia sobre
cualquiera otra. Su percepción le lleva a ahondar en la conclusión previa:
después de la Conquista esta institución sólo se hizo resistente y pervivió
allí donde la cultura había optado por el mestizaje, mientras que se desvaneció
allí donde el carácter netamente indígena la hizo refractaria e impidió el
cambio. Dicho de otro modo, la institución feneció, como regularmente sucede,
en aquellos lugares donde careció de la imprescindible flexibilidad, tal como
manifiesta J. M. Arguedas en su trabajo sobre el cambio cultural en Puquio
(1975: 34-39), escrito en 1956 para la Revista del Museo Nacional. Más aún,
debido a que el ayllu condensaba todos los valores cooperativos y socializantes
que lo hacían ejemplar, lejos de perder interés como objeto de atención
acrecentó el mismo hasta convertirse en referencia singular de la nueva filosofía
predicada por Arguedas y por otros compañeros de generación, de manera análoga
a como ya lo había sido entre los integrantes del movimiento Amauta y entre los
indigenistas previos.
La trayectoria antropológica de
Arguedas es heterogénea y, muy a menudo, es más etnográfica que propiamente
antropológica, hasta el punto de que no es fácil seguir sus reflexiones sobre
algunos aspectos fundamentales de la sociedad peruana. Sin embargo, el hecho de
cultivar, asimismo, la sociología le permitió ofrecer panorámicas sociales muy
valiosas del Perú. Seguramente, las muchas facetas de Arguedas a lo largo de su
vida, que incluían no sólo la docencia y la investigación sino también el
compromiso político, su actividad en la sociedad civil y su dedicación literaria,
unidas a su quebradiza salud y a la vivencia de numerosas y constantes
tensiones emocionales, le impidieron llegar a alcanzar un lugar mucho más
relevante en la antropología que, a buen seguro, le habría llegado mediante una
dedicación mayor su cultivo. Es cierto, sin embargo, que es un auténtico
etnógrafo, que describe con precisión la cultura que estudia, y hasta con
minucia. Tampoco su obra es extensa, y ello debido a que se genera, en su mayor
parte, en un período muy breve de su vida, que es el que va de 1952 a 1958,
esto es, el correspondiente a los años en los que ocupa la jefatura del
Instituto de Estudios Etnológicos del Museo de la Cultura. Esta dedicación es
paralela a la que desempeñó desde 1948 en el cargo de Secretario del Comité
Interamericano de Folklore, en el cual se mantuvo hasta 1964.
La culminación de su obra
antropológica se produce tras este último período, cuando decide trasladarse a
España, justamente en 1958, para llevar a cabo un trabajo comparativo acerca de
las costumbres agrarias colectivas, tomando como referencia los Andes
ayacuchanos por un lado y algunas comarcas españolas de León y Zamora por otro.
Sobre las razones de la elección de esta parte de la Península Ibérica, él
mismo explica que la lectura de ciertos textos españoles le había llevado a la
consideración de que algunas de las costumbres existentes en el área andina
podían guardar relación con la colonización española. Estos textos habían de
ser, fundamentalmente, los de E. López Morán (1900), sobre Derecho consuetudinario
y economía popular de la provincia de León, que en su capítulo V (1900:
106-158) se refiere a las colectividades agrarias de esta parte de España, y
también la obras de J. Costa (1898) acerca del Colectivismo agrario en España,
que en el segundo tomo (1898; 340-472) se ocupa de las costumbres comunales en
León, Zamora y otras partes de España, y otra obra más de J. Costa (1902),
Derecho consuetudinario y economía popular de España (1902), que asimismo en el
segundo tomo analiza dichas costumbres colectivas en el concejo de Sayago y en
las tierras de Aliste (1902: 21 y ss.). Además, Arguedas tuvo muy en
consideración la obra de Santiago Méndez Plaza (1900) sobre las Costumbres
comunales de Aliste, debido a su marcada perspectiva local. Todas ellas eran
obras que llevaban la impronta de Costa, tanto porque sus autores eran
colaboradores de este escritor y jurista aragonés, como porque los textos
fueron publicados a impulso de Costa en instituciones como la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas o la Revista General de Legislación y
Jurisprudencia.
Cuando José María Arguedas llega
a España, becado por la UNESCO, es un escritor consagrado, autor reconocido de
varias obras literarias y de diversos textos acerca del folklore y de la
antropología de su país. También es un referente del movimiento indigenista
peruano, aparte de un intelectual comprometido políticamente. Por eso, no
extraña la materia de su elección. A través del estudio del colectivismo
agrario español intentaba establecer nexos relevantes entre las estructuras y
las prácticas sociales y económicas del área ayacuchana y otras que aún se
conservarían en la Península Ibérica. Al mismo tiempo, el tema de la vida
comunal y de las sociedades comunitarias sintonizaba a las claras con un planteamiento
que trataba de mostrar las contradicciones introducidas en la historia a cuenta
de la institucionalización de la propiedad individual y que, aunque había sido
clásico del siglo XIX, continuaba teniendo su interés. Dicho de otra manera,
Arguedas pretendía comparar las sociedades comunales de dos mundos: la andina,
herida en su tradición cultural por la colonización española, y la española,
tal y como era originariamente, antes de resultar asaltada por el capitalismo y
la propiedad individual, debido a que “por su gran aislamiento, había
conservado muy antiguas instituciones sociales comunitarias”. El marco teórico
de Arguedas era un tanto romántico y también un tanto ajeno al estado de la
cuestión en el ámbito de la antropología económica de la época, aunque
pertinente en los términos que aparecen reflejados en la obra que acabaría
publicándose años más tarde con el título de Las comunidades de España y Perú
(1968) y sello editorial de la Universidad de San Marcos.
Las comunidades de España y del Perú
es probablemente la mejor contribución de Arguedas en materia antropológica,
por más que no supusiera renovación o cambio en los aspectos teóricos o
metodológicos y tampoco alcanzara a convertirse en una referencia dentro de la
antropología. Sin embargo, y por lo que se refiere a la parte española,
encierra el mérito de haberse acercado a unas costumbres propias de una
sociedad tradicional que, formando islas, salpicaban el océano de una
modernidad que estaba dejando de ser incipiente. Su breve trabajo de campo en
la comarca de Sayago, residiendo en Bermillo, y en la tierra de Aliste, y más
concretamente en La Muga y en San Vitero, le permitieron tener un aceptable
conocimiento de la realidad que perseguía y, desde luego, relacionarlo con su
vasto conocimiento sobre las colectividades de los Andes peruanos. De hecho,
Arguedas constató cómo en Aliste los aprovechamientos comunales eran simple
remedo y cómo, por el contrario, en Sayago, aun persistiendo, se batían en
franca retirada y, más aún, estaban sometidos a las tensiones del cambio
social. Por el contrario, el texto de Arguedas, fue tan impactante localmente
para los habitantes de estas comarcas españolas, como ya lo había sido la
presencia del antropólogo peruano, que el libro pasó a ser la manifestación
“verdadera” del pasado, la única y auténtica que existió, fuera o no fuera
real, convertida en auténtico icono, lo cual no es la primera vez ni será la
última que sucede en el ámbito de la antropología social. A partir de la
publicación del libro de Arguedas la vida tradicional de Sayago y Aliste sería
relatada por sus habitantes a través de este texto, quedando relegadas otras
narraciones alternativas.
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