sábado, 3 de septiembre de 2016

ELOY GÓMEZ PELLÓN : IDEOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA EN LA OBRA DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

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IDEOLOGÍA Y ANTROPOLOGÍA EN LA OBRA DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS







Por: ELOY GÓMEZ PELLÓN





INTRODUCCIÓN

Todo cuanto se ha escrito acerca del elemento humano en el continente americano está viciado de una tensión que ya en el siglo XIX, por no decir antes, era muy notable. Ni siquiera el cambio de óptica en la observación de la realidad que se ha producido en el transcurso del tiempo, y que no ha sido pequeño, ha logrado suavizar el estruendoso debate. Buena parte de la clave para entender esta situación viene dada por la complejidad de ese elemento humano, producto de la convergencia de gentes llegadas de todas partes y de un proverbial mestizaje que, desde los primeros tiempos de la colonización no ha cesado. Este mestizaje presenta muchas diferencias zonales, lo cual explica que la discusión sea diferente según los lugares. La propia trayectoria de los nuevos Estados americanos ha introducido sesgos que impiden extrapolaciones fáciles. Los políticos, los escritores y los académicos, como parte sensible de la realidad social, se han visto empujados a terciar en la cruda discusión, no sólo debido a su liderazgo de iure o de facto, sino también al cúmulo de intereses que giraban a su alrededor y en los cuales se veían involucrados, sin descartar las motivaciones ideológicas, románticas, pasionales y de todo tipo.

Aquí se mostrará el caso de uno de estos intelectuales, el de José María Arguedas, en el cual convergen muchos de los aspectos que se han puesto de relieve en las líneas precedente. Profesor universitario, escritor, intelectual ideológicamente comprometido, que en los años cincuenta y sesenta del siglo XX adquirirá un cierto protagonismo en la sociedad peruana. El hecho de que se trate del Perú no es nimio, dado que se trata de un país en el que concurren muchos de los caracteres que definen a las efervescentes sociedades iberoamericanas de la época: diversidad étnica, acusada estratificación social, conflictividad, ejercicio autoritario de la política, presencia de una gran carga ideológica en los debates sociales y existencia de una élite intelectual políticamente comprometida. Todo ello no hubiera sido posible en el ecuador del siglo XX de no ser por algo que en Perú acabaría siendo determinante, como fue la fortaleza de un sector editorial que crece sin parar en las décadas previas y que termina por hacerse visible no sólo a través de la publicación de monografías sino también de revistas que adquieren una gran difusión, por más que fueran dirigidas a una población que porcentualmente representaba la parte menor del total.

1. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: EL TIEMPO Y EL ESPACIO

Éste es el contexto general de la vida de José María Arguedas, nacido en 1911 en la pequeña ciudad de Andahuaylas, que en la actualidad ronda los treinta mil habitantes, en el departamento de Apurímac, en la vertiente oriental de los Andes, en plena Sierra, como se dice allá, y muerto en 1969. El de Apurímac es un departamento fronterizo con los de Arequipa, Ayacucho y el Cuzco, y situado por tanto en el mismo corazón de los Andes, a una altura media que se halla en el entorno de los tres mil metros. Por su extracción social, considerando que perteneció a familias de ricos hacendados y que se crió con un padre dedicado al ejercicio de la abogacía, su lengua hubo de ser el castellano; sin embargo, teniendo en cuenta que accidentalmente fue socializado entre los indios que trabajaban en la hacienda familiar y que hablaban el quechua sureño, que es la lengua utilizada en la parte de los Andes donde el nació y se crió, su situación a lo largo de la vida fue de claro bilingüismo. Tras licenciarse en la Universidad de San Marcos, se inicia como profesor de enseñanza secundaria, para finalmente recalar como profesor en la propia Universidad de San Marcos, donde se ocupó de la docencia de la lengua quechua y la antropología, durante años, para acabar ejerciendo la dirección del departamento de Etnología a partir de 1958. Su muerte se produjo, circunstancialmente, en la Universidad Nacional Agraria de La Molina, en 1969, de cuyo Departamento de Sociología era director desde 1968.

La vida de José María Arguedas se desarrolla, en su mayor parte, en un tiempo convulso de la historia del Perú. Las primeras décadas del siglo XX constituyen un período pacífico, de tensión soterrada, en el que el poder es ostentado por una plutocracia influyente y complaciente con los intereses de Estados Unidos, y en el que se acentúa una estratificación social, desfavorable para los grupos indios, que se halla a la zaga de una tendencia surgida en tiempos coloniales y confirmada tras la independencia. Sin embargo, a partir de 1919 se inicia un período diferente, conocido como el Oncenio, en el cual, manteniéndose la situación de privilegio para las clases más favorecidas, el gobierno adopta actitudes paternalistas hacia los grupos indios que, repentinamente, en 1930, se ven quebradas para inaugurarse una fase de alternancia de gobiernos militares y democráticos, la cual presenta como nota añadida la irrupción de movimientos políticos populares en el escenario gubernamental, como la APRA y el PCP. Cuando muere Arguedas en 1969, hacia un año que se había producido el derrocamiento del régimen democrático por parte del general Velasco Alvarado, de signo antiimperialista, al que sucederían otros gobiernos autocráticos hasta ocupar dos largas décadas.
Por tanto, Arguedas desenvolvió su vida al socaire de un ajetreado clima político, caracterizado por los incesantes vaivenes y también por la conflictividad social, en buena medida suscitada por una intensa estratificación social, cuyo lugar más bajo era el correspondiente a los indios, de tal manera que los sucesivos gobiernos, al menos desde 1919, manteniendo el statu quo, optaban por crear una apariencia de cercanía con el indio, a fin de atenuar una tensión ingrata. En realidad, lo que sucedía políticamente no era distinto de lo que acontecía en el contexto puramente intelectual, seguramente como resultado de una efectiva retroalimentación. Si hasta la segunda década del siglo XX la historia en general, la de la literatura peruana y la de la propia creación literaria habían estado muy influidas por el hispanismo, esto es, por la complacencia con la historia colonial española y la admiración hacia una cultura que había proporcionado al Perú la lengua, la religión y la civilización, a partir de los años veinte se produce una actitud revisora con el pasado y defensora del indigenismo. Son los años de la adolescencia y la juventud de Arguedas, los tiempos del estudio y de la forja de su pensamiento, esto es, los años en los que poco a poco irá preparando su emergencia literaria e investigadora, la cual se producirá en la década de los años treinta, en un clima político de gran complejidad.

Ciertamente, el indigenismo no era absolutamente nuevo entre la intelectualdiad peruana y, de hecho, Mario Vargas Llosa (1996: 70-96) nos cuenta con gran lujo de detalles cómo en a finales del siglo XIX y en los primeros lustros del XX existió una generación de autores protoindígenas, entre los que descuellan Manuel González Prada, Clorinda Matto, Narciso Arestegui y, sobre todo, José Frisancho que, tras convertir al indio en el auténtico peruano, tuvieron la función de identificar la mayor parte de los símbolos que, a partir de los años veinte, se convertirán en expresión del más puro indigenismo, gracias a la transformación de los viejos victimarios en nuevas víctimas de la vida peruana, de forma análoga a lo que sucedía en otros países del continente americano. Es así como los hacendados, los caciques, los curas y las autoridades políticas tradicionales van a ser el objetivo frecuente de las iras de los indigenistas. En cuanto a los símbolos identificadores de los colonizados indígenas, el ayllu se elevará a la condición de vívida manifestación de todas las reivindicaciones, en tanto institución representativa de la comunidad agraria de los nativos. El ayllu usurpado y engullido por el latifundismo colonizador será la viva imagen de este protoindigenismo que infundirá vida al indigenismo reelaborado de los años veinte. El propio Vargas Llosa nos dirá que la insuficiente calidad literaria de este movimiento protoindigenista (con la salvedad de la literatura del anarquista González Prada), que hace eclosión al abrigo de los vientos del naturalismo francés y de la filosofía positivista del siglo XIX, se constituirá en un pesado lastre.

Una serie de variables, sin embargo, actuando sobre el sustrato anterior, provocan la conformación de lo que se ha llamado el nuevo indigenismo, que emerge de 1920 en adelante. Entre estas variables hay dos que tienen particular importancia catalizadora: la revolución mexicana a partir de 1910, con la consiguiente atención al fenómeno indigenista, como rechazo de la tradición anterior, y en Perú el descubrimiento de las ruinas de Machu Pichu en 1911, que muy pronto serán vistas como una especie de decantación de la cultura indígena, en la cual los Andes son elevados a la condición de emblema nacional. No es extraño que literatos, pintores y también fotógrafos, como Martín Chambi, hagan de los Andes el motivo de sus sueños. Enseguida, y éste será el marco de la futura obra de Arguedas, una revista se convierte en el escenario privilegiado del indigenismo peruano, cuyo rótulo sería Amauta. En la misma, a partir de 1926, se recogerán los textos señeros de los teóricos del indigenismo que, con sensibilidades muy diferentes proclaman su ferviente deseo de hacer del elemento indígena la auténtica sustancia de la nación peruana. Entreverados con estos trabajos aparecerán otros de signo contrario que, complementariamente, también tuvieron cabida en este órgano de expresión de la intelectualidad peruana.

Entre los que publican tempranamente en Amauta se halla un ramillete de consumados indigenistas que dejarán una honda huella en el joven Arguedas, si se tiene en cuenta que cuando se comienza a publicar la revista en 1926 tan sólo tiene diez y seis años. Pues bien, entre estas influyentes plumas se hallan la de un arqueólogo (Julio C. Tello), la de un historiador de la Universidad San Antonio Abad de Cuzco (Luís E. Valcárcel) y la de un sociólogo de la misma Universidad (José Uriel García), al lado de la de un escritor y político, José Carlos Mariá- tegui, todos los cuales participarán en la prédica indigenista desde variados puntos de vista. Tales perspectivas ofrecen aspectos un tanto diferentes de la realidad, hasta el extremo de que se corresponden con opciones ideológicas determinadas. No en vano, a nivel político, también la disputa del tema indigenista era abierta, especialmente en torno a José Carlos Mariátegui, fundador en 1928 del Partido Socialista Peruano, y a Victor Raúl Haya de la Torre, el famoso creador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) nacida en 1924, los cuales, inicialmente, y durante algún tiempo fueron estrechos colaboradores.

Cuando José María Arguedas comienza a escribir, los años treinta se hallan a mitad de su recorrido y, en este momento, todas estas reflexiones están vivas. A pesar de que alguno de sus protagonistas acaba de fallecer prematuramente, como sucede con Mariátegui, los demás se hallan en la liza. De hecho, Arguedas es hijo de la generación de Amauta y sus escritos primerizos son ya de claro corte indigenista, y más cercanos a los de Mariátegui que a los de ningún otro. Mientras Haya de la Torre pensaba en desbordar su credo comunista por todo el continente, por su Indoamérica, sin alejarse demasiado de un marxismo-leninismo amable con Moscú, Mariátegui coincidía con Haya de la Torre en la visión antiimperialista pero, contrariamente, abogaba por la independencia política, lejos de la sumisión moscovita. En realidad, Haya de la Torre, radical en sus primeros planteamientos irá evolucionando a lo largo de su vida hacia un izquierdismo cercano al centro, sin perder de vista su proyecto indoamericanista.

Ahora bien, como veremos, la percepción de las cosas por parte de José María Arguedas es distinta de la de Mariátegui y, sobre todo, muy variable en el caso del primero. A lo largo de la vida fue realizando propuestas y modificando su discurso, a tenor de los muchos acontecimientos que vivió antes de su muerte. Al contrario de lo que les sucede a sus mentores, Arguedas construye una ideología más flexible y versátil, más apta para el cambio, lo cual explica que evolucione con el paso de los años de una manera notoria. La distancia entre el Arguedas que se inaugura en la literatura y el Arguedas de los últimos años de su existencia es muy acusada. Por cierto, que la ideología de Arguedas es de una manifiesta complejidad intelectual, acaso debido al buen conocimiento que tenía de la sociedad peruana, pero también quizá como consecuencia de las muchas contradicciones que están presentes a lo largo y ancho de su obra.

Como suele ser frecuente, su evolución intelectual vino dada por una suma de factores personales que, a menudo, le vinieron dados. Él no era un indígena y optó por una defensa incondicional, al menos en los años de su juventud y de su madurez temprana, del indigenismo. Tampoco pertenecía a las clases modestas y optó por una defensa incondicional de éstas y, con más razón aún, por la de los indios peruanos. Es verdad, sin embargo, que de alguna manera, Arguedas se consideraba un expulsado de su clase social originaria por razones que se hallaban en su historia personal. No obstante, por su extracción social objetiva tuvo una formación muy superior a la que era propia de la mayor parte de la población. Vargas Llosa, en este sentido, adelanta una hipótesis verosímil. Arguedas habría sido un privilegiado perteneciente a dos mundos distintos y antagónicos, lo cual provocó en él un desarraigo general, que fue la causa de su permanente vacilación política y de sus incesantes crisis personales. Sus traumas y sus frustraciones personales debieron generar en él un malestar y una melancolía que, a la postre, le resultaron insuperables.

2. IDEOLOGÍA Y DISCURSO

Cuando José María Arguedas se incorpora al mundo de las letras, dando a conocer sus primeras reflexiones, el tema del indigenismo se hallaba muy trillado en el Perú. Más aún, la discusión acerca del fenómeno se había ido haciendo enrevesada. Arguedas, que por su biografía personal se sentía identificado con el indio y con los ideales del indigenismo, no duda en encuadrarse en esta doctrina. No es menos verdad que Arguedas, nacido en un departamento andino, pertenecía a una clase social dominante, con las necesidades económicas bien resueltas, hace suya la bandera de una reivindicación que en otras condiciones le habría sido ajena. El nuevo matrimonio de su padre con una mujer acomodada y poderosa, lo convierte en un hijastro que es empujado a la convivencia con la mano de obra india que trabaja en la inmensa hacienda familiar, justamente en unos años adolescentes en los que la socialización es intensa y profunda. Por otro lado, téngase en cuenta que Arguedas había nacido en el departamento de Apurímac, donde el español, además de ser la lengua de la buena sociedad, era la lengua que salpicaba de vocablos y que impregnaba la lengua indígena que se hablaba y que se habla en esta parte de Perú.

Cuando se incorpora Arguedas a la producción literaria hacia 1935, han pasado los años veinte del afloramiento de la causa indigenista y los acontecimiento se desenvuelven en un convulso escenario político, atravesado por la intransigencia de dos gobiernos militares (el de Sánchez del Cerro y el de Benavides) que explica el cierre temporal de la revista Amauta e, incluso, la clausura de la Universidad de San Marcos, la cual formaba parte de lo más profundo de su vida intelectual. Con las consideraciones ya señaladas, Arguedas se encuadra plenamente en el indigenismo desde sus comienzos, en ese movimiento que se desparrama por todo el continente en los años diez y veinte, y que luego va ofreciendo variaciones muy diversas, dependiendo de los cultivadores. ¿Quiénes habían sido, en realidad, los cultivadores iniciales del movimiento indigenista, esos que le infundieron una vida duradera que llega hasta nuestros días? Sociológicamente, fueron escritores que se hallaban en una posición muy similar a la de Arguedas, por no decir, idéntica, esto es, los integrantes de una clase media en ascenso, que reclaman un lugar que sus anquilosadas sociedades les niegan. De esta manera, el indigenismo es una perspectiva nueva que funciona muy especialmente como estrategia de lucha social. ¿De dónde procedía u encanto y su fuerza arrolladora? Sencillamente, el indigenismo encierra valores, éticos y estéticos, y remite a emociones a partir de esquemas que son simples, de lo que se sigue su capacidad movilizadora por el hecho de que todo el mundo puede entender sus mensajes. Dicho con otras palabras, y tal como han puesto de manifiesto algunos autores como H. Favre (1998: 6-7), el indigenismo que vive su momento álgido en el continente americano entre 1920 y 1970 trata de aflorar y tranquilizar la mala conciencia que los colonizadores españoles y europeos, y con ellos los criollos y los mestizos, sienten frente a los indios.

En efecto, el indigenismo estuvo festoneado desde el principio por imágenes que trataban de mostrar la oposición entre la cultura autóctona y la invasora a favor de la primera, entre la generosidad de los nativos y la usurpación de los extraños, entre la lengua propia y la impuesta, entre el colectivismo de los naturales y el latifundismo de los colonizadores y, en suma, entre lo prehispánico y los hispánico. El escritor se ponía en lugar del indio a fin de llevar a cabo la reivindicación de los desposeídos. Como es obvio, el indigenismo adoptaría particularidades zonales en el continente americano, pero siempre a partir de un fundamento común. Como explica Ángel Rama (1975: XVI-XVII), el indigenismo quedó acuñado por una generación de inconformistas modernistas que fueron capaces de conferir al significado de su creación un carácter general, en tanto que su proclama era extrapolable a toda América. Muy pronto también comienzan a percibirse algunos rasgos típicos de los indigenistas, cuales son la militancia, producto de su fe en el objetivo final, y también su combatividad que les lleva a ocupar todos los espacios de la literatura y de las artes, así como de la indagación histórica, arqueológica, antropológica, etc. Así se entiende que, desde un novecentismo inicial, la corriente avance con prontitud adquiriendo un desarrollo sorprendente y, al mismo tiempo, polémico.

En el caso de Perú, cuando Arguedas comienza a escribir el discurso indigenista se hallaba trazado, y siempre a salvo de las matizaciones que se fueran introduciendo, las cuales a veces eran realmente significativas. José María Arguedas siente especial predilección, al menos en un primer momento, por la versión de Mariátegui, el cual se separa de otros indigenistas peruanos por su percepción esencialmente marxista. Los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1930) de este político y autodidacta, publicados al tiempo de su muerte, producto de sus reflexiones llevadas a cabo en los años veinte alrededor de la revista Amauta, y que tuvieron una honda repercusión en el Perú de la época, al menos entre los intelectuales, ejercerían una particular influencia sobre José María Arguedas. Otro autor peruano, en este caso norteño, e incorporado a la causa indigenista, como fue César Vallejo, el autor de Tungsteno (1931), también ejerció una intensa persuasión sobre Arguedas, tal como éste confesaría corriendo el tiempo.

El indigenismo adquiere en Perú tintes, por parte de algunos autores, de lo que se ha denominado con el nombre de andinismo, en referencia a una corriente en la cual se inscriben los nombres de algunos indigenistas que contribuyeron a alimentar el mito andino, y muy especialmente el de Luís E. Valcárcel, si bien es cierto que sus escritos acabaron proyectándose sobre buena parte de la literatura indigenista peruana, en el seno de la cual se incluye la de José María Arguedas. Las imágenes que canaliza el andinismo comportan una panoplia de símbolos que se sintetizan en la idea de la existencia de un mito de origen, elaborado a partir de elementos recurrente, referidos siempre a los indígenas andinos, tales como la superioridad de la sierra, el amor a la tierra, la bondad de sus costumbres, el profundo sentido de la religión natural, los valores éticos del colectivismo, la igualdad y otros análogos, siempre en el marco de una suerte de determinismo geográfico y de un mesianismo explícito. En definitiva, este andinismo encierra un evidente componente racial y milenarista, en tanto que atribuye superioridad biológica y moral a un grupo de población, por el mero hecho de poseer una sangre, un paisaje y un pasado. Ese mito de origen, auténtica utopía arcaica en el decir de Mario Vargas Llosa (1996: 147- 154), se concreta en un idealismo que, siendo muy sencillo, resultó de una notable eficacia y se podría enunciar como sigue. La autenticidad, la humanidad y el grado de civilización inca que provocó el asombro, la ira y la humillación de los colonizadores, no ha dejado de latir desde entonces a la espera de un nuevo renacer. Ahora bien, el andinismo trasciende la figura de Luís E. Valcárcel y se desparrama en alguna medida sobre el indigenismo peruano en general, aunque con numerosos matices. Así, por ejemplo, José Uriel, que coincide en la atribución al indigenismo de algunos de los valores señalados, se aparta decididamente del aspecto racista para construir un discurso mucho más elaborado.

De entre todos los indigenistas peruanos, en efecto, es José Carlos Mariátegui el que ejerce una mayor atracción sobre José María Arguedas (Vargas Llosa, 97- 99), en tanto que representa la alianza del indigenismo andino con un marxismo que complace a este último en los años treinta. Realmente, Arguedas está viviendo por entonces una época en la cual en toda América Latina resuena un discurso que considera la revolución socialista como prácticamente inevitable. En este sentido, uno de los defensores de la idea, José Carlos Mariátegui, había realizado una interpretación del panorama social de Iberoamérica según el cual las sociedades campesinas, y rurales en general, en situación feudal o semi-feudal, chocarían frontalmente con la sociedad capitalista. La razón, según él, estribaba en la ausencia de un liberalismo complaciente con la existencia de principios fundamentales y libertades públicas que hubieran permitido la instauración de regímenes democráticos. De acuerdo con la reflexión de Mariátegui, era posible la identificación del planteamiento indigenista con la teoría marxista, simplemente situando en lugar del proletariado a los indios, integrantes de la clase llamada a redimir a la sociedad. Éstos serán elevados a la condición de mejor exponente de una arcadia feliz, auténtica y pura, cuyas normas de equidad y cuyos valores admirables no podían ser más que el modelo a imitar.

Sin embargo, un buen conocedor de esta generación de profesores y escritores, como fue el propio José María Arguedas, acabaría mostrando, entre otras, dos serias objeciones a la generación de Amauta (Rama, 1975: XIV-XV). La primera de las mismas se refiere al simplismo estereotipado con que el indigenismo cultiva la imagen del indio dominado y herido brutalmente por una sociedad corrupta y dominante, cuya dicotomía no es sino la cara de otro binomio compuesto por una montaña poblada de indígenas y campesinos que representa todo los valores positivos, mientras que la costa infame, marco de la vida urbana mestiza, concentra todos los valores negativos. Tales dicotomías no son sino la simplificación impropia de una realidad muy compleja en la cual el mestizaje ocupa un lugar muy relevante. La segunda de las objeciones no es menor. Consiste en la referencia de A. Rama al hecho de que los indigenistas de la generación Amauta carecieron a menudo de un buen conocimiento de la cultura india, y de manera más evidente José Carlos Mariátegui, lo cual explica que no pudieran valorarla más que muy parcialmente o de manera inexacta. Con ello, muchas de las observaciones de estos indigenistas (Rama, 1975: XIV- XVI) no pasan de ser vagas e incompletas reflexiones.

Esta interpretación de Mariátegui concordaba con la visión que de la realidad peruana tenía el joven Arguedas. Después de Julio Tello que, tras los protoindigenistas decimonónicos, alienta aquella primera generación novecentista, y después de los nuevos indigenistas de la generación Amauta de los años veinte (Valcárcel, Uriel y Mariátegui), Arguedas da pábulo a una nueva generación a mediados de los años treinta. Ahora bien, Arguedas nada más recibir la herencia ideológica de la generación precedente la empieza a modificar poco a poco hasta hacerla distinta y mucho más rica. Se trataba de una herencia politizada que, como se ha dicho, había servido para procurar el ascenso social de una clase media, de la cual formaba parte Arguedas, que luchaba contra los privilegios de una sociedad conservadora y refractaria al cambio. Ahora se trataba de que, sin dejar de admitir la necesidad de aproximación al indio, se reconociese la inmensa riqueza de aquella sociedad profundamente estratificada, como era la peruana, esto es, la auténtica peruanidad. Y éste es el objetivo de Arguedas, en dirección al cual va a correr presuroso casi desde el principio.

Este discurso, que empieza a ser cultivado por Arguedas, convive con otro distinto, promovido por otros autores, que es continuación del de Mariátegui. Se trata, en este último caso, del que se contiene en los textos de Hildebrando Castro Pozo, el autor de la obra Del ayllu al cooperativismo socialista (1936), en el que se vuelve sobre la arcadia de las comunidades indígenas y sobre la posibilidad de levantar al calor de sus rescoldos el cooperativismo socialista que trasforme la sociedad peruana, huyendo de la hacienda y del latifundio legados por una sociedad caduca. Por supuesto que Arguedas, aun optando progresivamente por su propio discurso, no pierde el hilo de otros que se hallan a su alcance. En el de Castro Pozo la utopía arcaica aflora por doquier, en forma de canto al Incanato y a sus instituciones, mientras que, simultáneamente, muestra el hartazgo hacia los sistemas de explotación que, progresivamente, han sido implantados y entre los cuales el pongaje o conjunto de servicios domésticos gratuitos que ha de prestar el jornalero o, en su caso, el arrendatario, constituye una de las expresiones más genuinas. El gamonal, esto es el hacendado de nuevo cuño, dueño y señor del latifundio, es uno de los símbolos del sistema impulsado en tiempos de la Colonia que, debidamente protegido y animado por la República, seguía gozando de cierta lozanía. Castro Pozo está persuadido de que el cambio hacia la sociedad socialista es posible, sencillamente aprovechando las viejas instituciones indígenas, algunas de las cuales se hallan entreveradas y confundidas con las creadas por los colonizadores, como la mita y el yaconazgo. Por otro lado, y al mismo tiempo, consideraba necesario borrar de la faz del Perú todas aquellas costumbres que eran expresión de la injusticia. En suma, el ayllu remozado se convertirá, poco a poco, en uno de los emblemas del indigenismo.

José María Arguedas se incorpora a la nueva fase del indigenismo con algunas ventajas que le permitirán evaluar con más precisión la realidad. En primer lugar, conoce mucho mejor que sus predecesores la realidad indígena, y hasta se siente parte de la misma en alguna medida. Por otra parte, este escritor y antropólogo peruano posee una apreciable formación universitaria, y no en vano es docente e investigador, lo cual le facilitará la adquisición de pautas de observación que no estaban al alcance de Mariátegui, por ejemplo. Es cierto que estas pautas de análisis eran asimismo patrimonio de Luís E. Valcárcel, en perspectiva diacrónica, y de José Uriel, que añade a este último punto de vista el sincrónico, como sociólogo que era. De hecho, y de nuevo en el decir de Vargas Llosa (1996: 89-87), la perspectiva de este último en El nuevo indio (1930) era quizá la más acertada de su generación, y aún de las precedentes, en el campo indigenista.

La obra de José Uriel, por vez primera en el contexto indigenista, o andinista si se quiere, y tras repasar una larga serie de tópicos, se rebelaba contra el racismo latente en las apreciaciones de muchos de sus contemporáneos, al atribuir éstos a los indios una superioridad intrínseca sobre otros grupos de población. La tesis que venía a defender Uriel era que el grupo indio no podía ser percibido como único y superior, sino como “una entidad moral”, “siendo lo de menos el color de su piel y el ritmo de su pulso”. Es cierto que la obra de este sociólogo y profesor universitario presentaba un enfoque diferente y sugestivo, hasta el extremo de que, manteniendo el indigenismo andinista, lograba darle la vuelta a la argumentación en El nuevo indio. El andinismo no podía hallar su referencia fundamental en la piel o en la sangre sino en la cultura propia de un paisaje serrano, capaz de aportar a sus moradores un ser cultural. Ciertamente, hay otros aspectos de la exposición de Uriel menos aceptables, pero la sustancia de su obra, como se acaba de ver, era distinta y seductora al tender una mirada ontológica sobre el asunto que hasta entonces era desconocida.

3. EL ENFOQUE DE ARGUEDAS

La obra antropológica de José María Arguedas es realmente breve y se reduce a una pequeña serie de trabajos publicados, en su mayoría, en la década de los años cincuenta del siglo XX, aunque aún vieron la luz unos pocos más en la década de los sesenta. Los seis trabajos de cierta entidad que dio a la imprenta a partir de 1952 hasta 1960, que son los años del desarrollo de su carrera antropológica, y los tres que vieron la luz con posterioridad (uno de ellos, póstumamente, en 1970), se hallan publicados en forma de libro, gracias a la compilación de los mismos realizada por Ángel Rama (1975), poniendo así al alcance del lector lo que hasta entonces eran textos dispersos. El trabajo del compilador se realizó tras la prematura muerte de Arguedas, si bien la propuesta inicial le había sido hecha aún en vida a este último. El resultado de la compilación de Rama se publicó en 1975 con el título de Formación de una cultura nacional indoamericana, si bien con posterioridad ha habido nuevas ediciones. En el título late la idea central que inspiró la producción antropológica de Arguedas, cuya argumentación se extiende a lo largo de los distintos trabajos que componen la obra. Aún hay que añadir que en la década de los años sesenta, en 1968, el año anterior a su muerte, el antropólogo peruano publicó en forma de libro su obra más relevante, Las comunidades de España y del Perú, a la cual me referiré más adelante.

Los textos recogidos en Formación de una cultura nacional indoamericana constituyen una parte fundamental e imprescindible para comprender la obra de Arguedas en su vertiente indigenista. El hilo conductor de los mismos, o de buena parte de ellos, consiste en mostrar el estado de la cultura indígena, la cual es presentada como sucesora del Incanato, mientras que, complementariamente, el autor explora las vías conducentes a la formación de una cultura nacional moderna (A. Rama, 1976: X). Como es obvio, esta filosofía no se inscribe en un tabla rasa, sino que, antes bien, se incardina en una corriente existente previamente, cuyos orígenes son protoindigenistas y cuya adscripción es claramente indigenista. A este elemento básico del pensamiento de Arguedas se añade otro no menos importante, como es el de su inicial orientación marxista, no radical, a sabiendas de que tanto esta última adscripción como la indigenista irán evolucionando a lo largo de su vida. La indigenista será progresivamente descargada de los componentes racistas y machistas de Luís E. Valcárcel, gracias a una graduación que desembocará en su defensa de la cultura pluralista, quizá por influencia de El nuevo indio (1930) de José Uriel. Por su parte, la orientación marxista será paulatinamente encauzada mediante una suavización del discurso, desproveyéndolo de su contenido más radical. Sin embargo, resulta inevitable que unos elementos y otros afloren constantemente, incluso de manera inconsciente, habida cuenta de la importancia del préstamo ideológico procedente del pensamiento marxista de José Carlos Mariátegui y muy especialmente de sus Siete ensayos de la realidad peruana (1928), y del discurso socialista de Hildebrando Castro Pozo y de otros.

También es importante señalar que la obra antropológica de Arguedas es inseparable de la literaria. La evolución de su pensamiento corre paralela en ambos contextos y en los dos expresa su percepción de la realidad de manera nítida. La literatura arguediana tiene un fuerte e incontestable componente intelectual que ha sido resaltado repetidamente por Vargas Llosa y por otros. Yawar Fiesta (1941) recoge sus impresiones de un mundo escindido de indios y de blancos, dominado por el caciquismo y el clientelismo, mientras que Todas las sangres (1964) es el relato de una sociedad plural, donde las minorías conviven y donde la hibridación es la vida misma de la cultura. En Todas las sangres Arguedas nos muestra una sociedad cambiante, en la que el peso del pasado se proyecta sobre el presente por medio de la pervivencia de ricos propietarios y pobres comuneros, trazando un panorama sobre el que se proyecta la sombra de la emigración a la ciudad. La decantación de este argumento la encontramos en El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). En el medio, Ríos profundos (1958), considerada como la obra literaria más elaborada de Arguedas, contiene muchas de las claves indispensables para entender la evolución del pensamiento de este intelectual peruano. En los textos literarios de Arguedas los personajes son tipos morales bien encarnados, que viven y conviven en medio de un conflicto cuyas heridas no cicatrizan nunca, y donde está sempiternamente presente la idealización de ese mundo andino y serrano que es inseparable de su creador literario.

Es evidente que el impulso inicial de Arguedas era mucho más favorable a la exposición de Mariátegui e, incluso a la de Hildebrando Castro Pozo, a partir del componente marxista que enervaba la obra de ambos y que para el antropólogo peruano resultaba especialmente seductor. Poco a poco, y a partir de los primeros escritos, se percibe como Arguedas, acusando la influencia marxista, se descarga de parte de ella y la atenúa, presentando sus indagaciones de manera diferente a la de sus predecesores en todo lo que se refiere al tema andinista. Por el contrario, tarda mucho en realizar su verdadera formulación del tema, que algunos no han hallado en la obra de Arguedas hasta un momento avanzado de su vida, como es el de los años cincuenta o, mejor aún, el de comienzos de los sesenta. No obstante, es posible atisbar su pensamiento en la falta de apoyo que manifiesta hacia las tesis más radicalmente marxistas, esto es, hacia las tesis ligadas a la teoría del conflicto social, o hacia esas otras, muy propias del andinismo, que contraponía la sierra y la costa a partir de una concepción racista que atribuía al indio una condición superior, y eso sin contar el apartamiento de Arguedas de la tesis que enfrentaba la virilidad de la sierra con el afeminamiento de la costa, de la cual no escapó por entero ni siquiera José Uriel, por más que se halle claramente suavizada en la construcción teórica de este último.

Arguedas, como Uriel, es un profesor universitario que conoce bien el tema con el que se enfrenta. De hecho, aunque muestra su rechazo de las tesis hispanistas, no deja de reconocer el rigor de algunas de sus apreciaciones, y particularmente las de Riva Agüero y Belaúnde, según confiesa el antropólogo peruano en el texto póstumo “Razón de ser del indigenismo en Perú”, que había redactado originariamente en 1966 (J. M. Arguedas, 1975; 189-197). Ahora bien, y para mayor complejidad, estas perspectivas hispanistas que cita no negaban la trascendencia del pasado inca del Perú. También se siente arrastrado por la lengua quechua que él conoce y usa como propia, verdadero símbolo del indigenismo que defiende, pero se decide a escribir fundamentalmente en lengua española, a pesar de que lo hizo ocasionalmente en quechua y de que tradujo cuentos y canciones quechuas al español. Arguedas fue un raro intelectual en este sentido porque el uso de la lengua indígena había sido bastante ajeno a la realidad de los escritores peruanos. Más aún, parece que resultó disuadido de continuar escribiendo en lengua nativa por el escritor mexicano Moisés Sáenz, interesado asimismo por los temas del indigenismo peruano, según se deduce de un comentario del famoso antropólogo John Murra, a su vez investigador de la antropología andina, del cual da cuenta M. Vargas Llosa (1996: 79-80), aunque añadiendo este último su imposibilidad para corroborar la información.

Arguedas, antes que nada, es consciente de la compleja realidad étnica del Perú, y así lo explica en “El complejo cultural en el Perú”, publicado inicialmente en forma de artículo por el autor en 1952 (1975: 1-8), al hilo de su participación en el Primer Congreso Internacional de Peruanistas. Coincide con los otros indigenistas en que el Perú es un país en formación, pero tiene dudas respecto de si debe ser el indio la base de esa nacionalidad peruana. Se aparta del pensamiento de Luís E. Valcárcel y parece concordar con Uriel en que la Conquista era un hecho ineludible, que no podía ser negado. También coincide con él en que Perú entrañaba un asombroso mestizaje del cual no era la base el estilo de vida burgués, y también converge con Uriel en la maraña de conflictos y odios que han guiado la convivencia de los indios con los blancos y los mestizos. Sin embargo, ésta era una forma de simplificar el problema, puesto que la convivencia peruana alcanzaba, y alcanza, a amerindios de, al menos, diez y seis etnias, entre las cuales la quechua representa el grupo mayoritario, a blancos, a negros y a un poderoso mestizaje que no ha parado de entreverar a la población durante quinientos años, a lo que se añade una población asiática moderna que se ha incrementado desde el siglo XIX en sucesivas inmigraciones.

La estratificación social existente en el Perú del presente continúa obedeciendo en buena parte a la composición étnica de la población, puesto que aunque el criterio inmediato es el del estatus de clase económica, y adquirido por tanto, éste depende en buena medida del estatus adscrito por razón de pertenencia étnica a un grupo determinado. Éstas es la situación de la sociedad que percibe Arguedas. En el momento en el que está escribiendo el antropólogo peruano sobre este tipo de asuntos, allá por los años cincuenta, los censos de población recogían aún información sobre la composición étnica de la población, al revés de lo que sucede en nuestros días, de manera que Arguedas puede comprobar cómo los nativos indígenas suponen más de un tercio de la población, a la vez que la población mestiza, cuyos individuos son conocidos en la región con el nombre de cholos, se halla cerca de la mitad de la población del Perú, mientras que la población blanca procedente de la colonización y de las oleadas de inmigrantes más recientes, representaba una pequeña parte de la población, quizá superior en poco al diez por ciento. La parte de la población afroperuana suponía entonces y ahora un porcentaje cercano al 5 por ciento, mientras que la población asiática moderna ha supuesto tradicionalmente un porcentaje muy pequeño, inferior al 1 por ciento, siempre en términos aproximados.

Conviene recordar que la colonización española, como la portuguesa, se caracterizó por una intensa mezcla con las poblaciones colonizadas, al contrario de lo que sucedió con otras colonizaciones europeas. Las imparables mezclas dieron lugar a un sinfín de categorías adscriptivas, de manera que resultaron singularizados diversos grupos: blancos, indios, esclavos, mestizos, mulatos, zambos y así sucesivamente en un continuum indeterminable. Este hecho es importante para negar el componente racista del hecho, sabiendo que las sociedades racistas se caracterizan por una polarización casi extrema, siempre lejos de esta continuidad gradual que se acaba de señalar. Más aún, los especialistas que se han encargado del estudio del hecho, y como parece, niegan la presencia de los aspectos fenotípicos en este tipo de clasificaciones, tal y como es también característico de las sociedades racistas. Tanto P. van den Berghe (1967), como M. Banton (1983) o como C. Stallaert (1998: 58- 62), por diferentes vías, llegan a la conclusión de que los españoles se hallaban muy entrenados en la creación de estas gradaciones étnicas antes de su presencia en América, debido a su larga experiencia en la Reconquista, de modo que cuando se producen los inicios de la colonización americana, se continúa con el mismo procedimiento de creación de categorías adscriptivas consecuentes con la incesante hibridación, dentro de lo que debió constituir el modelo étnico hispano. Nótese que, casi hasta la Independencia, y ocasionalmente con posterioridad, los blancos son denominados en el área española con el nombre de “cristianos” (análogamente a lo que sucedió durante la Reconquista) y los indios con el de “naturales”.

Este modelo no parecía comportar la creación de categorías de corte fenotípico, como también es característico del racismo, y así parece demostrarse en el caso de la hibridación con los norteafricanos y los árabes en tiempos de la Reconquista, con los cuales las diferencias físicas de los habitantes de la Península Ibérica eran tan escasas que impedirían la creación de grupos fenotípicos. Las categorías adscriptivas parece que eran creadas a partir del criterio de la religión en particular, o del de la cultura cristiana en general, de modo que no se elaborarían gradaciones fenotípicas sino genealógicas, en las cuales el individuo se hallaba más lejos o más cerca de la religión o la cultura tenidas por típicas. Y el modelo debió repetirse en el Nuevo Mundo, lo cual significaba que, independientemente de los rasgos fenotípicos, la situación del individuo vendría dada por la suma de su categoría adscriptiva (en parte derivada de su genealogía y en parte de su origen cultural) y su categoría adquirida, la cual podía situar al individuo en un status muy diferente al dado por su pura situación fenotípica. Parece evidente que los rasgos fenotípicos fueron insuficientes para la identificación étnica de la persona durante la colonización española. El rasgo más llamativo fue la estratificación basada en la gradación, lejos de la oposición dicotómica que es propia de las sociedades racistas.

El caso es que ya en la segunda obra literaria importante de un joven Arguedas, y exitosa por cierto, en Yawar Fiesta (1941), Arguedas ha abandonado los esquemas simples de la sociedad peruana, basados en la oposición de hacendados e indios, para adoptar un esquema mucho más complejo, como puso de relieve Ángel Rama (1975: XII). El hecho se percibe en la incorporación de personajes llamados a representar los diferentes estratos de la población que le resultan imprescindibles para construir la trama y que llegan, al menos, a cinco: indios, terratenientes tradicionales, gamonales o terratenientes advenedizos, políticos locales y mestizos, si bien mantiene la dicotomía entre la sociedad rural que a él le interesa reflejar, con sus pasiones, y una sociedad urbana, que es la limeña, que le sirve de contrapunto a la hora de ubicar a los personajes que intervienen en la obra. Tan satisfecho quedaría con este esquema que decidió mantenerlo en algunas obras posteriores, y de modo bien significativo en una novela que es considerada como un hito de la literatura peruana según se ha dicho: Todas las sangres (1964).

Puede decirse que sobre Arguedas recae la enorme responsabilidad de modificar el estado de la cuestión del indigenismo peruano, cuya filosofía se hallaba aparentemente cristalizada cuando comienza a publicar sus escritos, gracias al discurso de la generación Amauta, su predecesora. Habíamos dicho más atrás que el indigenismo fue esa especie de clavo ardiendo al que se agarró esta última generación, integrada por individuos de una clase media acomodada que encontró en esta ideología la oportunidad de prosperar socialmente, convirtiéndose para ello en intermediarios de los indios, esto es, de un grupo social al cual no pertenecían. Pues bien, es Arguedas el que a través de sus obras literarias, y de ello son buenos ejemplos Yawar fiesta y Todas las sangres gradúa el cambio, abandonando la famosa tesis dualista o de la “visión dicotómica” (indios y no indios), y poniendo en el lugar del indio al mestizo, el cual resumía a su juicio mejor que ningún otro tipo la peruanidad y la concordia, tal como explica en “El complejo cultural en el Perú” (vid. J. M. Arguedas, 1975: 1-8). Respecto de si le corresponde a Arguedas la originalidad de esta filosofía, Ángel Rama, nos dirá que sólo en parte, y acaso en una pequeña parte, puesto que lo que hace Arguedas es convertirse en interprete de una literatura cada vez más abundante y también de una antropología y de una sociología que hallaban en los valores y en la fuerza del mestizo la mejor expresión del encuentro de cuantos integraban la sociedad peruana. Al fin y al cabo, el mestizo no dejaba de ser indio también en alguna medida. Se ha apuntado muy acertadamente que, para que esto sucediera a partir de los años cuarenta, habían tenido que producirse numerosos cambios y, entre ellos, la modernización de las estructuras viarias que permitieron la arribada de muchos indios a Lima y a las ciudades costeras, dejando la Sierra a sus espaldas, para pasar a integrar el poblado espacio social de la franja costera, aquél que en otro tiempo había sido patrimonio exclusivo de mestizos y europeos.

Sin embargo, no debió ser fácil modificar una visión tan instalada entre los intelectuales peruanos de la época, en ésa que había hecho de la cultura inca y del Incanato sus auténticos iconos, en favor de otra que, sin abandonar por entero esta perspectiva, abogaba por el mestizaje poshispánico. Quizá sólo Ciro Alegría, su compañero de viaje entre los que formaban parte de la generación que sucedió a la de Amauta, defendió la misma perspectiva con análoga maestría. En el caso de Arguedas, al amparo de su posición académica, hace converger la literatura y la antropología con singular habilidad. Sus trabajos sobre Puquio (1975: 34-79) y sobre el valle de Mantaro (1975: 80-147) abundan en el tema de la hibridación cultural. Es cierto que Arguedas no deja por eso de mirar a las instituciones más características de la vida indígena, y al ayllu con preferencia sobre cualquiera otra. Su percepción le lleva a ahondar en la conclusión previa: después de la Conquista esta institución sólo se hizo resistente y pervivió allí donde la cultura había optado por el mestizaje, mientras que se desvaneció allí donde el carácter netamente indígena la hizo refractaria e impidió el cambio. Dicho de otro modo, la institución feneció, como regularmente sucede, en aquellos lugares donde careció de la imprescindible flexibilidad, tal como manifiesta J. M. Arguedas en su trabajo sobre el cambio cultural en Puquio (1975: 34-39), escrito en 1956 para la Revista del Museo Nacional. Más aún, debido a que el ayllu condensaba todos los valores cooperativos y socializantes que lo hacían ejemplar, lejos de perder interés como objeto de atención acrecentó el mismo hasta convertirse en referencia singular de la nueva filosofía predicada por Arguedas y por otros compañeros de generación, de manera análoga a como ya lo había sido entre los integrantes del movimiento Amauta y entre los indigenistas previos.
 
La trayectoria antropológica de Arguedas es heterogénea y, muy a menudo, es más etnográfica que propiamente antropológica, hasta el punto de que no es fácil seguir sus reflexiones sobre algunos aspectos fundamentales de la sociedad peruana. Sin embargo, el hecho de cultivar, asimismo, la sociología le permitió ofrecer panorámicas sociales muy valiosas del Perú. Seguramente, las muchas facetas de Arguedas a lo largo de su vida, que incluían no sólo la docencia y la investigación sino también el compromiso político, su actividad en la sociedad civil y su dedicación literaria, unidas a su quebradiza salud y a la vivencia de numerosas y constantes tensiones emocionales, le impidieron llegar a alcanzar un lugar mucho más relevante en la antropología que, a buen seguro, le habría llegado mediante una dedicación mayor su cultivo. Es cierto, sin embargo, que es un auténtico etnógrafo, que describe con precisión la cultura que estudia, y hasta con minucia. Tampoco su obra es extensa, y ello debido a que se genera, en su mayor parte, en un período muy breve de su vida, que es el que va de 1952 a 1958, esto es, el correspondiente a los años en los que ocupa la jefatura del Instituto de Estudios Etnológicos del Museo de la Cultura. Esta dedicación es paralela a la que desempeñó desde 1948 en el cargo de Secretario del Comité Interamericano de Folklore, en el cual se mantuvo hasta 1964.

La culminación de su obra antropológica se produce tras este último período, cuando decide trasladarse a España, justamente en 1958, para llevar a cabo un trabajo comparativo acerca de las costumbres agrarias colectivas, tomando como referencia los Andes ayacuchanos por un lado y algunas comarcas españolas de León y Zamora por otro. Sobre las razones de la elección de esta parte de la Península Ibérica, él mismo explica que la lectura de ciertos textos españoles le había llevado a la consideración de que algunas de las costumbres existentes en el área andina podían guardar relación con la colonización española. Estos textos habían de ser, fundamentalmente, los de E. López Morán (1900), sobre Derecho consuetudinario y economía popular de la provincia de León, que en su capítulo V (1900: 106-158) se refiere a las colectividades agrarias de esta parte de España, y también la obras de J. Costa (1898) acerca del Colectivismo agrario en España, que en el segundo tomo (1898; 340-472) se ocupa de las costumbres comunales en León, Zamora y otras partes de España, y otra obra más de J. Costa (1902), Derecho consuetudinario y economía popular de España (1902), que asimismo en el segundo tomo analiza dichas costumbres colectivas en el concejo de Sayago y en las tierras de Aliste (1902: 21 y ss.). Además, Arguedas tuvo muy en consideración la obra de Santiago Méndez Plaza (1900) sobre las Costumbres comunales de Aliste, debido a su marcada perspectiva local. Todas ellas eran obras que llevaban la impronta de Costa, tanto porque sus autores eran colaboradores de este escritor y jurista aragonés, como porque los textos fueron publicados a impulso de Costa en instituciones como la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas o la Revista General de Legislación y Jurisprudencia.

Cuando José María Arguedas llega a España, becado por la UNESCO, es un escritor consagrado, autor reconocido de varias obras literarias y de diversos textos acerca del folklore y de la antropología de su país. También es un referente del movimiento indigenista peruano, aparte de un intelectual comprometido políticamente. Por eso, no extraña la materia de su elección. A través del estudio del colectivismo agrario español intentaba establecer nexos relevantes entre las estructuras y las prácticas sociales y económicas del área ayacuchana y otras que aún se conservarían en la Península Ibérica. Al mismo tiempo, el tema de la vida comunal y de las sociedades comunitarias sintonizaba a las claras con un planteamiento que trataba de mostrar las contradicciones introducidas en la historia a cuenta de la institucionalización de la propiedad individual y que, aunque había sido clásico del siglo XIX, continuaba teniendo su interés. Dicho de otra manera, Arguedas pretendía comparar las sociedades comunales de dos mundos: la andina, herida en su tradición cultural por la colonización española, y la española, tal y como era originariamente, antes de resultar asaltada por el capitalismo y la propiedad individual, debido a que “por su gran aislamiento, había conservado muy antiguas instituciones sociales comunitarias”. El marco teórico de Arguedas era un tanto romántico y también un tanto ajeno al estado de la cuestión en el ámbito de la antropología económica de la época, aunque pertinente en los términos que aparecen reflejados en la obra que acabaría publicándose años más tarde con el título de Las comunidades de España y Perú (1968) y sello editorial de la Universidad de San Marcos.

Las comunidades de España y del Perú es probablemente la mejor contribución de Arguedas en materia antropológica, por más que no supusiera renovación o cambio en los aspectos teóricos o metodológicos y tampoco alcanzara a convertirse en una referencia dentro de la antropología. Sin embargo, y por lo que se refiere a la parte española, encierra el mérito de haberse acercado a unas costumbres propias de una sociedad tradicional que, formando islas, salpicaban el océano de una modernidad que estaba dejando de ser incipiente. Su breve trabajo de campo en la comarca de Sayago, residiendo en Bermillo, y en la tierra de Aliste, y más concretamente en La Muga y en San Vitero, le permitieron tener un aceptable conocimiento de la realidad que perseguía y, desde luego, relacionarlo con su vasto conocimiento sobre las colectividades de los Andes peruanos. De hecho, Arguedas constató cómo en Aliste los aprovechamientos comunales eran simple remedo y cómo, por el contrario, en Sayago, aun persistiendo, se batían en franca retirada y, más aún, estaban sometidos a las tensiones del cambio social. Por el contrario, el texto de Arguedas, fue tan impactante localmente para los habitantes de estas comarcas españolas, como ya lo había sido la presencia del antropólogo peruano, que el libro pasó a ser la manifestación “verdadera” del pasado, la única y auténtica que existió, fuera o no fuera real, convertida en auténtico icono, lo cual no es la primera vez ni será la última que sucede en el ámbito de la antropología social. A partir de la publicación del libro de Arguedas la vida tradicional de Sayago y Aliste sería relatada por sus habitantes a través de este texto, quedando relegadas otras narraciones alternativas.



BIBLIOGRAFÍA

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