EL PENSAMIENTO ECONÓMICO NEOMARXISTA
Por: Diego Guerrero Jiménez*
El artículo pasa revista a
diferentes significados del pensamiento económico neomarxista. El significado
principal es la corriente de pensamiento marxista ligada a las ideas de
capitalismo monopolista, subdesarrollo e intercambio desigual, especialmente
desde mediados del Siglo XX y tomando como punto de partida las elaboraciones
de Paul Baran y Paul Sweezy. Pero hay otros significados del neomarxismo
económico: dejando de lado una interpretación puramente cronológica, el
marxismo keynesiano es el principal candidato, aunque sin olvidar otras formas
blandas de marxismo como el regulacionismo, el pensamiento radical, el
sraffismo y el marxismo analítico.
Palabras clave: neomarxismo,
capitalismo monopolista, subdesarrollo, intercambio desigual, marxismo
keynesiano.
1. Introducción.
La idea de pensamiento
«neomarxista» implica siempre una novedad respecto de algún «marxismo» anterior
que sirve de referente. En el pensamiento económico el neomarxismo significa,
antes que nada, un conjunto de aportaciones centradas en las tesis del
capitalismo monopolista, el subdesarrollo y el intercambio desigual. Las
figuras centrales son muchas, pero el núcleo del neomarxismo se asocia
mayoritariamente con las figuras de Baran y Sweezy (apartados
3 y 4). Hay un pensamiento económico neomarxista en sentido más amplio:
mencionaremos la concepción que tiene Schumpeter del neomarxismo, la
idea del marxismo «keynesiano» (y kaleckiano), y las de varias corrientes que
intentan compatibilizar las ideas marxistas con las procedentes de otras
escuelas; más allá del marxismo keynesiano: las corrientes regulacionista,
radical, sraffiana y el marxismo analítico (apartado 2).
2. Diversos significados
secundarios del neomarxismo.
La concepción «cronológica»
Citemos en primer lugar la
interpretación más bien «cronológica» o «generacional» implícita en la Historia
del análisis económico de J. Schumpeter. Para Schumpeterlos
neomarxistas son los marxistas de la segunda generación, es decir, los que
escriben tras la muerte de Engels (1895), en especial en las
primeras décadas del Siglo XX, y para «ejemplificar» lo dicho señala que los
autores más importantes de esta corriente son los de la generación citada: Rosa
Luxemburg, Rudolf Hilferding, Otto Bauer y Heinrich Cunow, a los que añade,
de una generación posterior, Henryk Grossman y Fritz
Sternberg (Schumpeter 1954, páginas 962-963). Para Schumpeter,
las obras de estos autores
«apuntan a un objetivo que todos
los neomarxistas comparten a pesar de sus violentas polémicas. Como
identificaban, según el auténtico espíritu marxista, el pensamiento y la
acción, la teoría y la política, les interesaban principalmente las partes del
sistema marxista que tienen o parecen tener importancia directa para la táctica
socialista, durante lo que esos autores creen, la última fase —fase
“imperialista”— del capitalismo. Por eso no les interesaba gran cosa la
dialéctica hegeliana, ni la teoría del valor-trabajo, ni la cuestión de si es o
no es posible transformar los valores de Marx en “precios de producción”, sin alterar la suma total de
plusvalía. Les interesaba, en cambio, mucho el “imperialismo”[1] y el problema del hundimiento o crisis general del
capitalismo y, por lo tanto, la teoría de la acumulación, de la crisis y de la
pauperización» (ibídem, páginas 963-4).
Para Schumpeter, tras
el neomarxismo se produce un «renacimiento marxista» que intenta, por una
parte, «revitalizar precisamente la economía pura de Marx, sumando
así sus fuerzas a las de los neomarxistas supervivientes» de la época anterior,
y por otra parte intenta «keynesificar a Marx o […] marxistizar a Keynes»
(ibídem, páginas 966-7).
El marxismo keynesiano
Una segunda concepción del
neomarxismo ve en él una efectiva renovación (para bien o para mal) de los
contenidos del marxismo, posición que va mucho más allá del ámbito puramente
económico, desde la sociología a la estética y desde la teoría política al psicoanálisis[2]. En el ámbito económico se suele ver una renovación así en el
«marxismo keynesiano», que, para muchos, es un fructífero neomarxismo basado en
la fusión de las mejores aportaciones de ambas corrientes. Algunos keynesianos
presentaron a Marx como un buen complemento de las teorías
keynesianas. Éste es, especialmente, el caso de Joan Robinson, quien, a
pesar de rechazar la teoría del valor de Marx y su teoría de
la tendencia descendente de la tasa de ganancia, se alinea con Kalecki en
su apreciación global de la obra de Marx, lo que la lleva a afirmar
que «el método de Marx proporciona la base del análisis de la demanda efectiva
», y que «los economistas académicos, debido a su desprecio por Marx, han
malgastado mucho tiempo en redescubrir dicho análisis por ellos mismos»
(Robinson, 1941, página 240). Otros keynesianos radicales han seguido a Robinson,
casi sin excepción, y son considerados habitualmente como los formuladores de
una forma keynesiana de marxismo. Es el caso de Paul Sweezy o Maurice
Dobb, quienes pueden ser considerados como un tipo de críticos de Keynes que
«no negaron los postulados analíticos centrales de la Teoría General, a
saber, que la causa principal de las crisis económicas era una demanda efectiva
insuficiente, y que la política fiscal podía arreglar las cosas (al menos en
principio)» (Howard y King 1992, página 102).
La crítica de este marxismo
keynesiano, sin duda hoy en día mayoritario[3] dentro del marxismo teórico y sobre todo político, se ha
ligado sobre todo con el principal discípulo de Grossman, Paul
Mattick, y discípulos de éste como Mario Cogoy, pero se
extiende bastante más allá de esta escuela. Los argumentos son varios.
— En primer lugar, el origen de
la tendencia a la crisis no es el subconsumo ni ningún otro problema de
realización del valor de las mercancías producidas por el capital. El problema
es que los beneficios obtenidos por los capitalistas en su conjunto son
insuficientes porque el plustrabajo que se extrae a los trabajadores no basta
para rentabilizar un volumen de capital que crece más rápidamente que las
ganancias, debido al progreso técnico ahorrador de trabajo, típico del
capitalismo. Se trata, pues, de un problema que surge en el ámbito de la
producción, y no en los de realización o distribución de capital. En su crítica
a Joseph Gillman (1957), que comparte y en parte anticipa las
ideas de Baran y Sweezy, Mattick condena
la idea de la «superabundancia de la plusvalía», una plusvalía que «no puede
ser realizada como capital nuevo y tampoco puede ser realizada
en forma de consumo a causa del antagónico sistema de distribución capitalista»
(Mattick, 1969, página 94).
— En segundo lugar, lo que Mattick y
otros economistas marxistas critican de los planteamientos contrarios es la
idea de que la superación de la crisis está al alcance de las políticas
expansivas de tipo keynesiano; para ellos la intervención estatal no puede
hacer nada frente a un problema de rentabilidad que va íntimamente ligado a las
tendencias estructurales de la acumulación y la sobre acumulación de capital,
problemas que tienen su origen en la forma capitalista adoptada por el cambio
técnico y, en último término, en la ley del valor descubierta por Marx.[4]
Por último, es posible
identificar a otros grupos de autores que cabría etiquetar como neomarxistas en
un sentido aún más vago e indeterminado, y para muchos muy discutible. Lo que
tienen en común todos ellos es que, aun manteniendo alguna conexión con el
marxismo, van más allá en varias direcciones, y siempre en el sentido de
considerarse herederos al mismo tiempo de otras ideas, ya sean
institucionalistas, historicistas, radicales o incluso neoclásicas. Nos estamos
refiriendo a los regulacionistas, los radicales, los sraffianos y los marxistas
analíticos[5].
3. El capitalismo monopolista.
Vistos los significados
aproximativos del concepto neomarxista del apartado anterior, podemos
adentrarnos ahora en su significado más cabal. En este sentido, «el enfoque
neomarxista hunde sus raíces en el debate sobre el imperialismo que agitó
los círculos marxistas durante la década de 1920 tras la publicación
de los libros de Lenin sobre el desarrollo del capitalismo en
Rusia, en 1899, y sobre todo sobre el Imperialismo, en
1917» (Boillot, 1988, página 430). En el Imperialismo Lenin plantea
por una parte la cuestión de la definición del imperialismo como la «fase
monopolista» del capitalismo, y por otra parte la tesis de que las colonias y
los países menos desarrollados no pueden desarrollarse si no se emancipan del
orden económico mundial capitalista. Ésta es la doble tesis que adoptarán
muchos marxistas leninistas, tanto en el Este como en el Oeste, y que empiezan
a defender en Estados Unidos desde los años cuarenta autores como Paul
Sweezy y Paul Baran, así como la escuela que surge
entonces en torno a la Monthly Review, impulsada por el propio Sweezy.
Por esta razón a Baran y Sweezy se les
considera en muchos ámbitos los fundadores del neomarxismo y, en cierta medida,
de la escuela de la dependencia, identificándose el neomarxismo como una
«revisión del marxismo clásico» definida por tres rasgos fundamentales: i) la
idea de que el capitalismo ha cambiado desde la aparición de los monopolios; ii) la
tesis de que el subdesarrollo no es un estado de cosas sino el resultado de un
proceso por el que el capitalismo penetra como un virus que desagrega las
capacidades de desarrollo y produce subdesarrollo; iii) la
convicción de que el socialismo sigue siendo el horizonte que se presenta como
única alternativa a estas tendencias (Boillot, 1988, página 430).
El problema es que, a este
respecto, las tesis de Lenin, luego adoptadas por tantos
seguidores, difieren completamente de las de Marx. Para éste,
es «en los comienzos de la industria […] cuando la competencia era
limitada y, por lo tanto, existían precios de monopolios en todas las
industrias», de forma que «el excedente del precio de mercado sobre el precio
real era aquí constante» (Marx, 1857, II, página 330). Esta contraposición
entre las tesis de Lenin y Marx es captada
por los mejores estudiosos de Marx. Por ejemplo, Mandel muestra
cómo para éste, tras sus primeras ideas juveniles en sentido contrario, el «natural
price va siendo cada vez más la regla, mientras el precio de monopolio
que se separa fuertemente de ese natural price va siendo cada
vez más la excepción» (Mandel, 1967, páginas 46-47). Incluso los propios Baran y Sweezy son
perfectamente conscientes de que Marx, «como los economistas
clásicos antes que él», consideró los monopolios «no como elementos esenciales
del capitalismo sino más bien como un remanente del pasado feudal y
mercantilista», razón por la cual «Marx anticipó el derrumbe del capitalismo
[…] dentro del sistema en su fase competitiva» (Baran y Sweezy, 1966, páginas
9-10).
La libre competencia de
capitales
La competencia realmente existente
es, para Marx, la libre competencia de los capitales. Aunque no
podemos extendernos aquí[6], esto no tiene nada que ver con el modelo de competencia
perfecta de los manuales neoclásicos, pero tampoco tiene que ver con los
modelos de competencia imperfecta (en particular, el monopolio) de esos mismos
manuales. Ni monopolio ni oligopolio ni competencia imperfecta ni ninguno otro
de esos modelos suponen alternativa teórica real alguna a la competencia
perfecta, porque todos ellos comparten con el modelo de referencia los
supuestos económicos básicos, fundamentalmente la suposición de que la técnica
usada en la producción es idéntica para todos los que compiten en cada rama
productiva[7].
Sin embargo, la mayoría de los
marxistas no siguen a Marx en esta concepción sino que
defienden otra cosa. No tienen ninguna teoría de la competencia, sino que se
han dejado arrastrar por la simple ideología antimonopolista y la caricatura
del monopolio como representación del mal.
El monopolio según los
marxistas
Como decimos, los marxistas,
empezando por Engels [8], Hilferding y Lenin, abandonan la
idea de Marx y la sustituyen por otra muy distinta. Hilferding dedica
la tercera parte de su libro (1910) a la cuestión de «El capital financiero y
la limitación de la libre competencia», pero ya desde la introducción retoma la
idea de Engels acerca de la «sustitución» progresiva de la
competencia por el monopolio, que él transforma en la «abolición» de la primera[9]. Hilferding inicia así la larga tradición que
hasta hoy pretende distinguir entre un capitalismo decimonónico, supuestamente
de libre competencia, y un nuevo capitalismo del Siglo XX, dominado por los
monopolios. Para él:
«Cuando las asociaciones
monopolistas eliminan la competencia eliminan con ella el único medio con que
pueden realizar una ley objetiva de precios. El precio deja de ser una
magnitud determinada objetivamente; se convierte en un problema de
cálculo para los que lo determinan voluntaria y conscientemente; en lugar de un
resultado se convierte en un supuesto; en vez de algo objetivo pasa a
ser algo subjetivo; en lugar de algo innecesario e independiente de la
voluntad y la conciencia de los participantes se convierte en una cosa
arbitraria y casual»(Hilferding, 1910, página 251; énfasis añadido).
Hilferding es
consciente de lo lejos que ha llevado su apuesta contra la teoría del valor de Marx,
hasta el punto de que «la realización de la teoría marxista de la
concentración, la asociación monopolista, parece convertirse así en la
eliminación de la teoría marxista del valor» (ibídem).
También Lenin escribe
sin verse obligado a demostrar nada, ya que para él concentración y monopolio
parecen una misma y única cosa por definición. Lenin se remite
a bastantes autores que habían hablado antes de esta tendencia, y usa y abusa
del argumento de autoridad. Por ejemplo, le basta con una cita de Hermann
Levy, en su obra Monopolios, cárteles y trusts, para
concluir que «en el país del librecambio, Inglaterra, la concentración conduce también al
monopolio» (ibídem, página 386). Pero es muy significativo que escriba que «los
economistas publican montañas de libros en los cuales describen las distintas
manifestaciones del monopolio y siguen declarando a coro que “el marxismo ha
sido refutado”» (ibídem, página 387). Así demuestra que para los economistas
estaba clara la relación inversa, y no directa, entre monopolio y teoría de Marx.
La aportación de Baran y
Sweezy
En su Teoría del
desarrollo capitalista (1942), Sweezy combinó una
teoría de la sobreacumulación para explicar las crisis cíclicas con una teoría
subconsumista que pretendía explicar la tendencia al estancamiento secular,
inspirada esta última en el célebre modelo de Otto Bauer, que en
buena medida es un antecedente del de Harrod.Sweezy creía
que la depresión era un problema crónico para el capitalismo y el punto hacia
el que éste tenderá, a no ser que aparezcan ciertas tendencias
contrarrestantes, como el consumo improductivo y la creación de demanda por
parte del Estado. Sin embargo, como el capitalismo ha entrado en una nueva
fase, la monopolista, aparece un nuevo problema, y es que los monopolistas invertirán
menos que los capitalistas de la época competitiva[10], con lo que reaparecen así las
tendencias estancacionistas que nacen de la insuficiencia de demanda
efectiva.
A diferencia de otros marxistas
como Preobrazhenski y Moszkowska, que habían
llegado antes que él a las mismas conclusiones, las ideas de Sweezy revelan
la influencia de la teoría burguesa contemporánea, en especial de E.
Chamberlin y su competencia monopolística, y de Joan Robinson,
que compartía con Chamberlin la idea de que las empresas
operan, en el equilibrio, con un exceso de capacidad instalada.
Por su parte, Baran se
había formado en las ideas marxistas tanto en su Rusia natal (donde trabajó
con Preobrazhenski) como en Alemania, donde colaboró con Friedrich
Pollock en la Escuela de Frankfurt y en donde comenzó a
preguntarse por la racionalidad del capitalismo como forma social y no solo en
términos estrictamente económicos. Como algunos han señalado, esta última
influencia se mostraría decisiva para que el marxismo estadounidense dirigiera
su «atención a las dimensiones cultural e ideológica del trabajo, la educación
y la vida familiar» (Howard y King, 1992, página 114). Pero la principal
aportación de Baran es el concepto de «excedente económico», idea central de su
libro The Political Economy of Growth (1957).
El problema con este concepto es
que no es uno sino varios (véase Stanfield 1973): el «planeado», el «efectivo»
y el «potencial»[11]. El concepto de excedente potencial es crucial por dos
razones; primero porque es un instrumento útil para el análisis crítico de la
sociedad actual, que muestra que el producto y el nivel de vida serían mayores,
y el desempleo menor, si no fuera por el despilfarro característico del
capitalismo monopolista de los países desarrollados; y, en segundo lugar,
porque dicho concepto permite lo que cree una nueva y mejor formulación de la
teoría subconsumista, ya que, en su opinión, aunque los beneficios y ahorros
reales pueden no haber aumentado en el tiempo como proporción de la renta
nacional, sus magnitudes potenciales sí lo han hecho. Precisamente, la brecha
entre ambos significa que el excedente es absorbido por el exceso de capacidad
y por el consumo improductivo. El creciente despilfarro es por tanto la prueba
más evidente de las tesis del subconsumismo, pues sin él el estancamiento y la
crisis serían evidentes.
Con los materiales elaborados por Sweezy y Baran en
sus respectivos libros —el subconsumo y el análisis de la empresa
monopolista por parte del primero, y el excedente potencial y los límites de la
intervención estatal debidos a Baran—, solo le quedaba al libro de
ambos, El capital monopolista (1966), un ingrediente para que
su teoría quedara completa: la «ley del excedente creciente». Sin embargo, en
este caso el excedente aparece como un cuarto concepto, igual a «la diferencia
entre lo que una sociedad produce y el coste de producirlo». Dicha ley —una ley
que «invita inmediatamente a compararla con la clásica ley marxista de la
tendencia a la disminución de la tasa de utilidad» (tasa de ganancia)—, afirma
que «hay una tendencia fuerte y sistemática del excedente a subir en términos
absolutos y en proporción al producto total» (Baran y Sweezy, 1966, página 67).
Baran y Sweezy toman
como punto de partida a la gran empresa o «corporación gigante» y señalan que
la relación entre ellas es de competencia, pero no competencia en los precios
sino de otro tipo, basada en la colusión tácita entre ellas. Pese a las
diversas formas de colusión (por ejemplo el liderazgo de precios analizado por Arthur
R. Burns) siguen existiendo armas competitivas distintas del precio y
nuevas formas de competencia, como son la diferenciación y la innovación de
productos o los costes de venta, «una clase de competencia […] que […] en
ningún sentido es incompatible con la permanencia de las ganancias monopolistas
y su continuo incremento a lo largo del tiempo» (ibídem, página 63).
Baran y Sweezy dedican
cuatro capítulos sucesivos a las distintas formas de absorción del excedente.
La primera es el consumo y la inversión de los capitalistas, y las otras tres
caen bajo el epígrafe general del despilfarro, a saber, las campañas de venta,
el gobierno civil y el militarismo e imperialismo. Precisamente, lo más
novedoso cae bajo la etiqueta del despilfarro, empezando por las campañas de
ventas. Esta idea sirve en realidad de eslabón intermedio entre los teóricos de
la escuela de Frankfurt de las décadas de los años treinta y cuarenta, con su
énfasis original en el papel de la publicidad en la sociedad moderna, y el
reciente esfuerzo de autores como Toni Negri y otros de los
años ochenta y noventa que insisten nuevamente sobre ideas muy similares. Sin
embargo, la publicidad tiene tal capacidad «autoabsorbente» de excedente que se
ha convertido en un «antídoto poderoso para la tendencia del capitalismo
monopolista a hundirse en un estado de depresión crónica» (ibídem, páginas 103,
108).
En cuanto al papel del Estado,
«lo que el Gobierno absorbe se suma al excedente privado, no se resta de éste»;
por eso, hay que rechazar «la idea ampliamente aceptada de que fuertes
intereses privados se oponen a esta tendencia. No es solo la viabilidad del
sistema como un todo lo que depende de su continuación, sino también el
bienestar individual de una gran mayoría de sus miembros. La gran pregunta, por
lo tanto, no es si habrá cada vez más gastos del Gobierno, sino en qué se
gastará» (ibídem, páginas 122-123). Y a este respecto añaden su opinión de que
el país haría bien en pasar del Estado en el que entró en 1929 —cuando «este
país se ha vuelto un “Estado de bienestar”»— al de un «auténtico Estado de
bienestar», que sustituya gastos armamentistas por gastos civiles y
prestaciones sociales (ibídem, páginas 124-5).
En cuanto al gasto militar, tras
recordar que la política anticomunista y la «hostilidad capitalista a la
existencia de un sistema socialista mundial rival» hacen necesario «mantener
esta enorme maquinaria militar» (ibídem, páginas 143, 153),Baran y Sweezy reclaman
el precedente de Veblen, quien, «más que ningún otro científico
social, apreció la importancia de esta función social del militarismo », y supo
comprender cómo «los intereses comerciales incitan a una política nacional
agresiva y los hombres de negocio la dirigen. Tal política es tanto bélica como
patriótica. El valor cultural directo de una política comercial bélica es
inequívoco. Forma una disposición conservadora en la población […]» (ibídem,
página 167).
4. Subdesarrollo e intercambio
desigual.
Subdesarrollo
Hasta la década de los años
veinte la mayoría de los marxistas pensaban que el desarrollo de las economías
ricas y su impacto sobre el resto del mundo fomentaba el desarrollo económico a
escala mundial. Esto podía afirmarse tanto de Marx y Engels como
de Kautsky, Luxemburg, Hilferding, Lenin, Bujarin y Trotski,
que se habrían negado a sustituir la explotación de los asalariados por la idea
de una «explotación de unos países por otros». Sin embargo, tras la Segunda
Guerra Mundial aparecen una serie de teorías basadas en el argumento de que el
atraso de los países coloniales y menos desarrollados era «resultado de un
proceso de subdesarrollo» por el que las economías avanzadas habían distorsionado
la estructura económica de las áreas atrasadas, impidiendo así su desarrollo.
Si bien había antecedentes en puntos concretos de la teoría, «la
responsabilidad de que se comenzara a revisar las teorías establecidas del
imperialismo recae sobre Paul Baran», ya a comienzos de la década de los años
cincuenta, cuando formuló por primera vez una teoría económica completa del
subdesarrollo que «explicaba por qué el desarrollo fuera del baluarte del
capitalismo avanzado era imposible sin la intervención de una revolución
socialista» (Howard y King, 1992, página 168). En opinión de Howard y King,
«Baran puede reclamar un lugar en las teorías marxistas modernas del
imperialismo, análogo al que desempeñó Hilferding a comienzos de siglo», pues Gunder
Frank, Wallerstein y otros, como los teóricos de la
dependencia, apenas añadieron algunas ideas al cuerpo general de esa teoría
(ibídem). Pero Baran no culpaba del subdesarrollo a las
rigideces estructurales de los países subdesarrollados ni al deterioro de los
términos del intercambio entre el centro y la periferia (Prebisch), sino
que señaló que el subdesarrollo era resultado de la propia naturaleza intrínseca
del capitalismo, lo que le llevó a repudiar al reformismo y a afirmar que solo
una revolución socialista podría solucionar el problema del subdesarrollo.
Para Baran el
estancamiento económico se debe o bien a que el excedente es insuficiente, o bien
a que es suficiente pero se despilfarra en consumo improductivo. Por tanto, la
diferente y divergente historia económica del centro y la periferia se debe a
la división del excedente mundial entre las diferentes regiones y a la manera
en que se usa en su interior. Para Baran el neoimperialismo poscolonial
continúa drenando excedente de los países excoloniales sobre todo gracias a la
repatriación de beneficios por las inversiones en el exterior. La pobreza de
los países del Tercer Mundo se debe a sus relaciones con el mundo occidental, y
el contacto entre ambos produce subdesarrollo porque los países capitalistas
desarrollados tienen un gran incentivo y poder suficiente para bloquear el
crecimiento de los menos desarrollados[12], creando relaciones de dependencia mediante las cuales el
retraso se hace rentable mediante las exportaciones de capital y el comercio.
En términos de Harry Magdoff (1969), esto se debe a que en los
países atrasados la tasa de plusvalor es más alta y la composición orgánica de
capital más baja, por lo que la tasa de ganancia es superior.
Teóricos del desarrollo como André
Gunder Frank o Theotonio Dos Santos suplementaron las ideas
de Baran. Frank, en su obra Capitalismo y
subdesarrollo en América Latina (1967), revisó algunas de las tesis de Baran en
el contexto de una nueva perspectiva que pretendía generalizar el tratamiento
dado por éste al colonialismo y al capital monopolista. Este cambio de
perspectiva lo llevó a definir el capitalismo en términos de relaciones de
intercambio: se trata de la producción para el mercado (en vez de producción
para uso directo), con independencia de que se emplee para ello trabajo
asalariado, esclavo o de otro tipo; por tanto, América Latina es capitalista
desde el Siglo XVI[13].
La teoría del sistema mundial de Immanuel
Wallerstein (1979) se basa en la concepción del capitalismo como un
sistema de intercambio desarrollado por Gunder Frank, pero en su
opinión la jerarquía capitalista es triple, en el sentido de que entre el
centro y la periferia existe una semiperiferia. Siguiendo a Braudel, Wallerstein usa
un enfoque de muy largo plazo, en el que se observa además una sustitución
progresiva del análisis del subdesarrollo y la dependencia, por el de una
interdependencia general entre todos los elementos de la economía mundial. A
diferencia de Baran y Frank,Wallerstein piensa
que el papel del Estado propio es absolutamente crucial, de manera que la
independencia política es un requisito previo para superar el subdesarrollo.
Tampoco comparte con ellos la significación otorgada a la vía soviética (pues
para él la URSS es un capitalismo de Estado donde aún rige la ley del valor,
debido a las presiones militares y a la competencia económica mundial),
insistiendo en que es imposible que un país aislado tenga poder suficiente como
para romper con el sistema capitalista mundial. Lo que representan las
revoluciones soviética y china son «movimientos antisistémicos», que triunfarán
en los próximos dos siglos, una vez que las contradicciones del capitalismo
permitan la unificación de las fuerzas antisistémicas a escala mundial. Solo si
se reconoce que el capitalismo es un sistema mundial puede apreciarse que el
proletariado del que hablaba Marx ha pasado a significar los
oprimidos y explotados en general.
Intercambio desigual.
La idea del intercambio desigual
es anterior al libro de Emmanuel (1969) y es lógicamente
independiente de cualquier tendencia en los términos de intercambio. Para ello,
basta con usar la teoría laboral del valor de Marx (quien por
cierto había desarrollado su teoría de la explotación basándose en el
intercambio de equivalentes entre capitalistas y asalariados): si la
composición orgánica de capital es superior en los países desarrollados que en
los subdesarrollados, los precios de producción serán superiores a los valores
en el primer caso, e inferiores en el segundo, lo que significaría una
transferencia de valor (y plusvalor) desde la periferia al centro del sistema.
Emmanuel atribuía el
intercambio desigual, no a las diferencias en la composición orgánica del
capital, sino a la enorme y creciente brecha entre los salarios reales de
los países ricos y pobres. Para él, en un contexto no monopolista sino
competitivo (contra Baran, Frank, etcétera), la movilidad
internacional de capital permitía la igualación de las tasas de ganancia,
mientras que los salarios y las tasas de explotación (debido a la relativa
inmovilidad del trabajo) seguían siendo desiguales entre los países
desarrollados y subdesarrollados, de forma que esto originaba una gran
desigualdad en el valor de la fuerza de trabajo y una gran desviación entre los
valores-trabajo y los precios de producción (y de mercado), haciendo posibles
las transferencias de valor de los países pobres a los ricos. Al igual que su
discípulo Samir Amin (1973), Emmanuel piensa
que el intercambio desigual sirve para mantener y acrecentar las diferencias
salariales, siendo éste un proceso de tipo acumulativo. Varias conclusiones
importantes derivan del análisis de Emmanuel. En primer lugar, al
rechazar la concepción leninista del imperialismo como fase monopolista del
capitalismo, lo hace señalando que «todos los imperialismos son, en último
término, de carácter mercantil», por lo que sus altos beneficios no se deben a
la inversión extranjera sino al comercio internacional. En segundo lugar, Emmanuel piensa
que, si los salarios son elevados, ni la dependencia ni la especialización
agrícola impiden a un país desarrollarse, como lo demuestran los casos de
Canadá (país dependiente de Estados Unidos) y de Australia, Nueva Zelanda y
Dinamarca (grandes productores agrícolas). En tercer lugar, pensaba que «los
trabajadores de los países adelantados participaban de la explotación de los
países atrasados» y sacaba además «la conclusión, extremadamente pesimista, de
que se había roto la solidaridad de clase mundial y se asistía a la
desintegración del proletariado internacional, ya que en los países adelantados
no existiría lucha de clases en el sentido marxista del término, sino reparto
del botín» (Astarita, 2009, páginas 110-111).
Entre los críticos de Emmanuel citemos
en primer lugar a Charles Bettelheim (1972), para quien la
pobreza del Tercer Mundo se debía al bajo nivel de desarrollo de sus fuerzas
productivas[14], mientras que las diferencias salariales no eran la causa del
subdesarrollo sino su resultado. Por otra parte, Emmanuel parece
desconocer el problema de la reducción del trabajo complejo a simple, así como
de la definición correcta del trabajo socialmente necesario[15]; es decir, cuando trabajadores de diferente cualificación
trabajan a diferentes intensidades sobre cantidades muy diferentes de máquinas
y materias primas, no puede decirse que sus trabajos sean equivalentes, sino
que x horas de trabajo de los trabajadores de un país puede
equivaler a 2x, 3x, etcétera, horas de trabajo en el
otro país.
5. Conclusiones.
El pensamiento económico
neomarxista es muy diferente del pensamiento de Marx, y desde el
punto de vista de éste habría que considerarlo como una vuelta atrás, hacia
posiciones que ya él criticara en su día. El marxismo keynesiano recuerda el
planteamiento general sobre el Estado de Arnold Ruge, al que el
joven Marx se opuso tajantemente (véase Marx, 1843); y en
cuanto a las posibilidades de hacer frente a la crisis económica mediante la
intervención estatal, las posiciones de Marx están más cerca
de Mattick y otros críticos del marxismo keynesiano que de
éste último. Lo mismo podría decirse del marxismo regulacionista, radical,
sraffiano o analítico: si sus seguidores creen mejorar el arsenal analítico
marxiano con materiales procedentes de corrientes posteriores a Marx,
y en esa medida superiores, lo menos que cabe hacer es preguntarles por el
origen de muchas de las ideas centrales de esas escuelas; se vería entonces que
muchas de esas ideas pueden encontrarse en institucionalistas antiguos como Richard
Jones, en los socialistas utópicos premarxistas, en el propio Ricardo,
etcétera. En cualquier caso, lo importante no es la mayor o menor cantidad de
ideas de origen dispar que se entremezclan en un sistema teórico determinado,
sino su orden y jerarquía, es decir, cuáles se toman como base y esqueleto de
la teoría, y cuáles como revestimiento y apéndices. Está claro que tomar ideas
de Marx para completar sistemas teóricos incompatibles con
ellas es lo contrario de lo que él se propuso: la metabolización de ideas de
otros, que Marx practicó toda la vida, tiene que integrarse en
un auténtico «sistema» para no convertirse en un contradictorio eclecticismo de
elementos dispares como los señalados.
En cuanto a las tesis del
capitalismo monopolista, del subdesarrollo y del intercambio desigual, Marx no
defendió ninguna de ellas. Para Marx el capitalismo
monopolista era el primero surgido históricamente, correspondiente a la época
semifeudal y mercantilista; y el capitalismo competitivo, el capitalismo de su
época y posterior, el que correspondía a lo que él llamaba la «gran industria».
Cuando se analiza la teoría de la competencia de Marx hay que llegar
a la conclusión de que, según ella, la teoría laboral del valor está más
vigente cada día y, entre otras cosas, las grandes empresas cada vez más
sometidas a su imperio y a la rivalidad de todas las demás empresas. Marx no
creía en el intercambio desigual sino que partía como supuesto general del
intercambio de equivalentes; y si eso era lo que ocurría con carácter general
entre los capitalistas y los asalariados cuando éstos vendían su fuerza de
trabajo, otro tanto cabe decir de los intercambios entre las dos partes que
realizan el comercio capitalista. Puede que haya casos aislados de obtención de
excedente por medio del cambio, pero la ley del valor impone la igualdad
general entre el valor de las mercancías que se intercambian. Lo anterior no
quiere decir que Marx negara el desarrollo desigual, pero
dicho desarrollo desigual tenía su origen en la ventaja absoluta (que no
relativa) que obtenían ciertos productores en relación con sus competidores,
gracias a la mejor técnica utilizada en sus procesos productivos. A su vez, la
base técnica de la industria tiene su origen en el desigual desarrollo y ritmo
del progreso científico. No hay razón, en el capitalismo, para que ninguna empresa
ayude a las demás, sean del propio país o no, ni para que traspasen
gratuitamente su poder científico y su tecnología; pero la competencia obliga a
todas ellas a emplear todas las armas, incluidas la búsqueda del aumento de
productividad en países con menores salarios para conseguir costes productivos
más bajos. El desarrollo desigual significa al mismo tiempo un desarrollo
absoluto de las fuerzas productivas de los países del Sur, compatible con un
desarrollo aún más rápido en los países del Norte. La expansión de las
relaciones y formas capitalistas puede desarrollar al resto del mundo, pero al
mismo tiempo hacerles perder la carrera competitiva con el Norte de forma
progresiva.
* * Profesor titular del
Departamento de Economía Aplicada V. Universidad Complutense de Madrid.
NOTAS:
[1] Dos populares introducciones a las teorías marxistas del
imperialismo son BREWER (1990) y, en español, VIDAL VILLA (1976).
[2] Representativas de esto último son, por ejemplo, todas
las versiones del neomarxismo —también conocido en este sentido como «marxismo
occidental»— centradas en las aportaciones de la escuela de Frankfurt,
especialmente su Teoría crítica, pero también en las de otros marxistas
políticos y filósofos como Gramsci, Lukács o Althusser.
[3] Maurice Andreu escribe en 1980, en el posfacio a la
edición francesa del célebre libro de JOSEPH GILLMAN (1957), otro marxista
keynesiano, que el predominio de esta corriente dentro del marxismo es tan
grande que «la historia reciente del marxismo puede considerarse en general
como la de un “desvío por Keynes”» (ANDREU, 1980, página 193).
[4] Estos críticos se oponen también a Kalecki, para quien
los gastos de los capitalistas (la suma de su consumo y de la inversión
privada) son los que determinan sus beneficios. Al olvidar lo que ocurre en el
terreno de la producción, los kaleckianos tienden a olvidar que también es
cierto lo contrario y, por tanto, que si no se puede producir una cantidad
suficiente de plusvalor, los planes de inversión de los capitalistas no pueden
llevarse a cabo. Cuando las ideas de Kalecki y las de algunos seguidores de
Keynes se unen a las de Sraffa, dan lugar al llamado «keynesianismo de
izquierda» (por ejemplo, el típico de muchos de los economistas de Cambridge,
UK, desde los años sesenta). Y son ideas similares a este marxismo
keynesiano-kaleckiano de izquierdas las que llevaron a Schumpeter, ya en los
años cincuenta, a entrever lo que pasaría años después con la «nueva izquierda»
y el movimiento radical de los Estados Unidos: «La doctrina de Marx impresiona
al estudiante inglés o norteamericano de economía como algo nuevo y
tonificante, que difiere de la materia habitual y le amplía el horizonte. La
energía de esta impresión se puede luego consumir en emociones sin valor
científico, pero también puede resultar productiva. En cualquier caso, la
influencia de Marx se tiene que enumerar entre los factores de la situación
científica de nuestros días» (SCHUMPETER 1954, página 967).
[5] Un primer grupo estaría formado por los regulacionistas,
autocalificados a veces como una cuarta corriente al lado de la neoclásica, la
keynesiana o la marxista, frente a las cuales el regulacionismo representaría
la herencia «de tres heterodoxias: el marxismo, el keynesianismo y el
institucionalismo» (BASLÉ, LIPIETZ et al., 1988, página 483).
La economía radical norteamericana, aunque muy influida por Baran, Sweezy y la Monthly
Review, y a pesar de ser considerada a veces la versión transatlántica
del regulacionismo francés y europeo, supone realmente un paso más allá, en el
sentido de que se limita a reivindicar, en la mayoría de los casos, una vuelta
a la «economía política» por oposición a la economics de los
neoclásicos (BEHR et al., 1971, página 343). Un tercer grupo
es el de los sraffianos que consideran la obra de Sraffa como una superación de
la economía neoclásica al mismo tiempo que de la teoría del valor de Marx (por
ejemplo, STEEDMAN, 1977). Por último, cabe citar a los marxistas «analíticos»,
también llamados marxistas «neoclásicos» o marxistas «de la elección racional».
Algunos de sus integrantes defienden su actividad como una «combinación de
metodología neoclásica y calendario de investigación marxista» (ROEMER, 1986,
página 150) cuyo precedente último se encontraría en Oscar Lange, pero ello no
les impide criticar al marxismo hasta el punto de considerar que «en la actualidad,
la economía marxista, con pocas excepciones, está intelectualmente muerta»
(ELSTER, 1986, página 64).
[6] Véase GUERRERO (2003) y el epígrafe 4 de GUERRERO (2007),
titulado «La competencia, según Marx». Véase asimismo la II parte de WEEKS
(2009), titulada «La libre competencia de capitales, según Marx».
[7] Como ya decía un autor dieciochesco citado por Marx en El
capital,«si mi vecino, haciendo mucho con poco trabajo, puede vender
barato, tengo que darme maña para vender tan barato como él. De este modo,
todo arte, oficio o máquina que trabaja con la labor de menos brazos,
y por consiguiente más barato, engendra en otros una especie de necesidad
y emulación o de usar el mismo arte, oficio o máquina, o de inventar algo
similar para que todos estén en el mismo nivel y nadie pueda vender a precio
más bajo que el de su vecino» (The Advantages of the East-India Trade
to England, Londres, 1720; citado en MARX, 1867, página 387).
[8] En contraste con Marx, Engels, al editar el tercer
volumen de El Capital (1894), introduce en el capítulo sobre
el «papel del crédito en la producción capitalista» los siguientes
comentarios: «Desde que Marx escribiera lo anterior, se han desarrollado, como
es sabido, nuevas formas de la actividad industrial que constituyen la segunda
y tercera potencias de la sociedad por acciones […] Las consecuencias son
una sobreproducción general crónica, una depresión de precios, un descenso
de las ganancias y hasta su total eliminación; en suma, que la libertad
de competencia, tan ensalzada desde antiguo, ya agotó sus argumentos y debe
anunciar ella misma su manifiesta y escandalosa bancarrota. Y lo
hace por el procedimiento de que en todos los países, los grandes industriales
de un ramo determinado se juntan en un cártel destinado a regular la
producción […] En algunos casos aislados hasta llegaron a formarse, por
momentos, cárteles internacionales […] Entonces se llegó a concentrar la
producción total de un ramo determinado de la actividad […] en una sola gran
sociedad por acciones, de dirección unitaria […] El United Alkali Trust
[…] ha puesto toda la producción británica de álcali en manos de una única
firma comercial […] De este modo, en este ramo, que constituye el
fundamento de toda la industria química, se ha sustituido en Inglaterra la
competencia por el monopolio, adelantando en el sentido más satisfactorio
posible los trabajos tendientes a una futura expropiación por parte de la
sociedad global, por parte de la nación» (en MARX, 1894, páginas 564-565).
[9] «Las páginas siguientes son el intento de comprender
científicamente las manifestaciones económicas de la evolución más reciente del
capitalismo (…) la característica del capitalismo “moderno” la constituyen
aquellos procesos de concentración que se manifiestan, por una parte, en la
“abolición de la libre competencia” mediante la formación de cárteles y trusts, y,
por otra, en una relación cada vez más estrecha entre el capital bancario y el
industrial. Esta relación, precisamente, es la causa de que el capital, como
más adelante se expondrá, tome la forma de capital financiero, que constituye
su manifestación más abstracta y suprema» (HILFERDING, 1910, página 3).
[10] Ideas similares pueden encontrarse en el economista
«burgués» A. R. BURNS (1936, páginas 241-272).
[11] El excedente planeado, que no guarda
relación con el concepto marxiano de plusvalor, es la diferencia entre la
producción óptima en una economía socialista y su consumo óptimo, donde el
óptimo se define en términos de lo así determinado por una «comunidad
guiada por la razón y la ciencia» (BARAN, 1957, página 156). El excedente efectivo es
la diferencia entre el producto efectivo y el consumo efectivo (en el
capitalismo), que equivale al ahorro y es inferior al plusvalor (ibíd., página
132). Y el excedente potencial es «la diferencia entre el output que
podría obtenerse en un entorno natural y tecnológicamente dado con los recursos
productivos disponibles, y lo que podría considerarse el consumo esencial»
(ibíd., páginas 133-134). Que éste es un concepto híbrido, semicapitalista y
semisocialista a la vez, lo prueba que el excedente potencial esté
compuesto, aparte de por el consumo de la clase superior, por el output que
se pierde por tres razones distintas: el empleo de trabajadores
improductivos, la organización «irracional y despilfarradora» del aparato
productivo existente y la inadecuada estructura de la demanda agregada.
[12] La idea, contraria a la tesis del bloqueo, de que muchos
países atrasados sí se habían industrializado, fue introducida por B. Warren
en 1973. Véase, sobre todo, WARREN (1980).
[13] Además, hay un único mercado mundial, de forma que cada
actividad capitalista es parte de la división global del trabajo. Por
otra parte, para Frank el monopolio es una característica del capitalismo
desde su origen, y a pesar de las diferencias existentes en casi
cinco siglos de evolución lo que ha habido realmente es una «continuidad
en el cambio», pero no una alteración en la estructura subyacente: se
trata de un juego de suma cero al estilo mercantilista, de forma que el
desarrollo (de unos) y el subdesarrollo (de otros) son
estrictamente complementarios. Por último, Frank localizaba ciertas
periferias en el interior del capitalismo desarrollado, lo que facilitaba la
identificación entre los oprimidos y marginados del Primer mundo con los
del Tercero.
[14] Críticas similares se encuentran, en distinta forma, en
ALTHUSSER (1965), BRENNER (1977) y COHEN (1978).
[15] Una crítica de la posición de Emmanuel, así como la de
Mandel y Amin, desde el punto de vista de la teoría laboral del valor, se
encuentra en SHAIKH (2009).
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