Marx Hoy (*)
Por : Alex Callinicos (**)
Ninguna discusión sobre la vida y el
pensamiento de Marx puede ignorar los sucesos que se han verificado desde su
muerte. Después de todo el mismo Marx sentó las bases de una teoría científica
de la historia y en particular del modo de producción capitalista. La única
forma en que podemos establecer la verdad aproximada de una teoría científica
es comparando lo que ha ocurrido con sus predicciones.
No falta quien alegue que siguiendo este
criterio, el marxismo es falso. Algunos dicen que el curso de la historia ha
refutado completamente el pensamiento de Marx. Muchas de las predicciones de
Marx alegadamente entran en contradicción con desarrollos posteriores, mientras
allí donde supuestamente sus ideas triunfaron, lo hicieron de forma contraria a
sus previsiones y esperanzas. En el ámbito del movimiento obrero han habido
múltiples y variadas “crisis” del marxismo, la primera de las cuales ocurrió
pocos años después de la muerte de Engels en 1895. En cada una de estas
“crisis” se ha proclamado la falta de correspondencia de las ideas de Marx
respecto a la sociedad contemporánea.
Aquí nos limitaremos a confrontar brevemente
los tres argumentos más importantes contra la teoría de Marx. El primero es
sobre los orígenes y naturaleza de los llamados países "socialistas"
actuales; el segundo es sobre el capitalismo actual, y el tercero sobre la
situación de la clase trabajadora en el régimen capitalista presente.
El "socialismo realmente existente"
La Revolución rusa de octubre de 1917 fue el
acontecimiento más importante del siglo XX. La clase trabajadora tomó allí el
poder bajo una dirección explícitamente marxista. Sin embargo, muchos críticos
han dicho que esta revolución, y lo que le siguió, contradicen a Marx. Este
argumento parte de dos suposiciones esenciales.
Primero, se alega que para Marx las
revoluciones deben producirse primero en los países industriales avanzados.
¿Cómo podría entonces el marxismo explicar que una revolución socialista
ocurriera en un país primordialmente rural y atrasado como Rusia? Este
argumento parece fortalecerse con el surgimiento de regímenes llamados
"marxistas-leninistas" en varios países de similar atraso como China,
Vietnam, Cuba, etc.
Segundo, la degeneración que siguió a la
Revolución rusa, con el despotismo sanguinario de Stalin, supuestamente
demuestra que Marx se equivocó otra vez. Presuntamente la dictadura del
proletariado no llevó a una expansión de la democracia y a una eventual
disolución de las clases, sino a una tiranía aún más vil que la que reemplazó.
La primera parte del argumento atribuye a Marx
una imagen de la historia en que la humanidad necesariamente atraviesa ciertas
etapas, de manera que los modos de producción se suceden de acuerdo a las leyes
de acero de la necesidad histórica. De hecho, esta versión del marxismo había
sido adoptada por algunos socialistas rusos de fines del siglo XIX y principios
del XX como Georgi Plejanov y los mencheviques, quienes creían que el socialismo
no era posible en Rusia hasta que el desarrollo capitalista la convirtiera en
un país industrializado como Inglaterra o Alemania.
Pero este no era el punto de vista de Marx.
Siempre fue sumamente crítico de los intentos de aplicar a todas las sociedades
su análisis sobre la evolución del capitalismo, elaborado en la parte 8 del
tomo 1 de El capital. Por eso criticó duramente a este escritor ruso –Rusia fue
uno de los primeros países en que circularon sus ideas– por transformar su
" esquema histórico de la génesis del capitalismo en Europa occidental en
una teoría histórico-filosófica sobre un trayecto general que cada pueblo está
destinado a recorrer, independientemente de las circunstancias históricas en
las que se encuentre”. Tal visión trata al marxismo como "una teoría
general histórico-filosófica, cuya virtud principal consiste en ser
suprahistórica" (SC, 313).
Del mismo modo Marx tuvo la cautela de no
descartar que una revolución social hiciese posible que en Rusia se instalara
el socialismo sin pasar por una fase capitalista, si "La revolución rusa
es la señal para una revolución proletaria en Occidente" (SW I, 100).
Ya vimos que las revoluciones se producen en un
proceso de "desarrollo desigual y combinado". Surgen de la estructura
de clases y del estadio de desarrollo económico únicos de una sociedad
determinada, los cuales a su vez se relacionan con la posición del país en el
sistema capitalista mundial. La Revolución rusa precisamente confirmó esto.
Atrasada y predominantemente rural, Rusia
experimentó a fines del siglo XIX una rápida industrialización. Este proceso
fue impulsado por un gobierno ansioso de igualar económicamente a Occidente,
por temor a que de lo contrario a volverse vulnerable en lo militar. Este
desarrollo también fue estimulado por capitalistas extranjeros, deseosos de
explotar la mano de obra barata de Rusia. Así se formó en Rusia una clase
trabajadora industrial pequeña y concentrada en pocas áreas, cuyo peso social y
político era mucho mayor que su cantidad. De este modo la contradicción entre
trabajo y capital se sumó a la lucha de siglos entre campesinos y
terratenientes.
El carácter explosivo de esta combinación se
hizo claro en la Revolución de 1905. El Estado zarista sobrevivió al alzamiento
popular, pero su derrota en la Primera Guerra Mundial lo arrastró a una crisis
grave e irreversible. En febrero de 1917 otra revolución barrió con el Estado
monárquico ruso. De aquí surgió una situación de "doble poder":
frente por frente al poder de la burguesía, representado por el Gobierno
Provisional, se erigía el poder de los "soviets" o consejos de
obreros y soldados. En octubre de 1917 los soviets tomaron el poder bajo el
liderazgo del Partido bolchevique, un partido que gozaba de base firme entre la
clase trabajadora urbana y que supo beneficiarse de la benevolente neutralidad
de los campesinos, a quienes prometió las tierras que hasta entonces había
poseído la nobleza.
Ahora bien, un desafío al marxismo mucho más
importante que el hecho de que se produjera una revolución en un país atrasado
es lo que ocurrió en Rusia después de 1917: la transformación de un Estado
obrero democrático en una monstruosidad burocrática que gobernó Rusia hasta
1991. Para abordar este problema resulta esencial la indicación de Marx de que
el socialismo puede sobrevivir sólo a escala mundial. Siguiendo a Marx, los
bolcheviques suponían que el régimen soviético podía sobrevivir solamente si
era "la señal para una revolución proletaria en Occidente".
Después de la Primera Guerra Mundial una ola
revolucionaria convulsionó a Europa, pero los levantamientos no triunfaron y la
joven república soviética se quedó aislada. Peor aún, la cruenta Guerra Civil
que desataron en Rusia las potencias capitalistas occidentales y las fuerzas
contrarrevolucionarias causó una enorme destrucción. La producción industrial
colapsó y los trabajadores tuvieron que regresar a las aldeas de donde hacía
poco habían salido. El fin de la Guerra Civil en 1921 dejó al país destruido, a
la clase trabajadora desintegrada y a los bolcheviques como la dictadura
minoritaria suspendida sobre una masa enorme de pequeños campesinos en gran
medida hostiles al Estado.
Marx había predicho que el confinamiento de la
revolución a un solo país significaría la restauración de "todo el sucio
negocio" de la explotación y la lucha de clases. El bajo nivel de las
capacidades productivas en Rusia fue insuficiente para formar una base desde la
cual moverse hacia el comunismo. Sólo recursos accesibles a escala mundial
podían brindar esa base.
Especialmente después de que cesó la vida
política activa de Lenin, tras su primer derrame cerebral en 1922, la dirección
bolchevique se fue adecuando a la nueva situación. Empezó a ver los intereses
del Estado soviético como algo más importante que los intereses de la clase trabajadora
mundial. De manera que entre 1923 y 1939 fueron echadas a perder posibilidades
revolucionarias repetidas veces, en China, Francia y España, ya que chocaban
con los objetivos del momento de la política exterior rusa. Para justificar
esta política conservadora se formuló la doctrina del "socialismo en un
solo país". Quienes expusieron una visión crítica del régimen, como
Trotsky y la Oposición de Izquierda, fueron excluidos, encarcelados, exiliados
o asesinados. Dentro del partido la represión favoreció el desarrollo de la
dictadura personal de Stalin, la cual representó el dominio de un estrato de
burócratas privilegiados.
Las derrotas que sufrió la clase trabajadora en
otros países empeoró el aislamiento del régimen ruso, así como el peligro de
una invasión extranjera. Para enfrentar esta amenaza Rusia requería los
armamentos más modernos, que sólo podían ser fabricados en una economía
industrial avanzada. Y para industrializar al país, los recursos necesarios
debían proceder del trabajo excedente de los trabajadores y los campesinos.
Entre 1928-29 Stalin embarcó al régimen en un nuevo curso de industrialización
forzada.
Esta operación produjo en la agricultura los
granos necesarios para abastecer las ciudades y vender en el extranjero, de
donde vendrían las divisas necesarias para comprar maquinaria occidental
avanzada. A la vez, se construían industrias pesadas a partir de la nada. Los
campesinos fueron sacados de sus tierras en una medida gigantesca y metidos en
las nuevas fábricas. Fue su plusvalor lo que hizo posible la industrialización.
Un economista ruso ha calculado que la expansión económica de la década de 1930
fue financiada por un aumento enorme en la extracción de plusvalor tanto
absoluto como relativo.
Marx había sostenido que la "acumulación
primitiva" de capital en Europa occidental conllevó una aplicación de
coerción masiva: los campesinos fueron echados de sus tierras, los artesanos
fueron forzados a trabajar más tiempo para producir plusvalor absoluto, las
riquezas del mundo fueron saqueadas y los "perezosos" desempleados
fueron despojados de sus medios de sobrevivencia y mantenidos a raya.
"Estos métodos... emplean el poder del Estado, la fuerza concentrada y
organizada de la sociedad, para apresurar como en un invernadero el proceso de
transformación del modo de producción feudal y hacer más rápida la transición
(C I, 915-16).
Este proceso violento y sangriento, que en
Europa occidental tomó siglos, fue realizado en Rusia en diez años.
El efecto fue similar. Los campesinos fueron separados
de los medios de producción y se destruyó lo que quedaba de lo que habían
conquistado los trabajadores gracias a la Revolución de 1917. Como en el
proceso de "acumulación primitiva" analizado por Marx, el efecto fue
separar a los productores directos de los medios de producción y obligarlos a
vender su fuerza de trabajo.
El proceso de expropiación fue disimulado por
lo que Marx llamó la "ilusión metafísica o jurídica" (CW XVII, 99) de
que, legalmente, el Estado era el propietario de los medios de producción y la
clase trabajadora controlaba el Estado. Pero esto era únicamente una
apariencia. Como en la igualdad formal que establece el derecho burgués entre
capitalistas y trabajadores, en Rusia también se escondía la explotación de
clase. Los trabajadores no controlaban al Estado, sino que el burocrático
partido-estado encabezado por Stalin tenía el poder político y por este medio
era quien realmente poseía los medios de producción.
Vimos que el capitalismo implica dos
separaciones. La primera –entre los productores directos y los medios de
producción– fue impuesta en Rusia de manera coercitiva durante los años 30s por
la industrialización y la colectivización forzada de la agricultura. ¿Pero qué
hay de la otra separación, la división de la economía entre capitales que
compiten entre sí? Ha sido común la creencia de que dicha competencia no
existía en la Unión Soviética, ya que allí el mercado de productos –aparte de
la mercancía fuerza de trabajo– presuntamente fue reemplazado casi
completamente por una planificación y un control de carácter estatal.
Otra vez, aquí la realidad es distinta a la
apariencia. La cosa cambia una vez que ubicamos a Rusia en el contexto del
sistema capitalista mundial. Es claro que el Estado soviético estuvo sujeto a
las presiones del sistema mundial. Esto se vio en la prioridad que la economía
rusa dio a la producción militar, la cual tomaba nada menos que de 12 a 14 por
ciento del producto bruto nacional. La decisión inicial de los años 20s, de
colectivizar e industrializar, no resultó de una simple maldad o de un capricho
de Stalin, sino de la presión de las circunstancias, ante todo para estar
equipararse militarmente con las potencias occidentales. La misma presión
siguió atando a la Unión Soviética al sistema mundial hasta su colapso a
principios de los años 90s. Por tanto, el Estado soviético tenía que asegurarse
de que el trabajo excedente no se usara para beneficiar a los "productores
asociados" sino para reinvertirse en más producción.
En principio, lo que se produjo fue lo mismo
que analiza Marx en El capital. En la economía capitalista la meta de la
producción no es el consumo sino la acumulación, la producción por la
producción misma. Esta meta no resulta de alguna decisión voluntaria de parte
del capitalista, sino que este último es más bien obligado a reinvertir sus
ganancias a causa de la competencia, o ser sacado de carrera por sus rivales.
"La influencia de los capitales entre sí tiene precisamente el efecto de
que deben conducirse como capitales". (G, 657) La relación que se da entre
Rusia y Occidente es similar, sólo que en el caso de esta última se trata de
capitales estatales en vez de empresas privadas; y la competencia es en lo
económico tanto como en lo militar.
De manera que las relaciones de producción que prevalecieron
en la Unión Soviética no eran socialistas sino más bien de un capitalismo
estatal burocrático. La clase trabajadora era explotada colectivamente por una
burocracia estatal que competía contra sus homólogos de Occidente. Por tanto,
lo que ocurrió a la Revolución rusa está lejos de refutar a Marx. Al contrario,
puede ser explicado teniendo por base la teoría marxista: como una consecuencia
inevitable de que la revolución no había logrado extenderse a otros países, y
de las presiones del sistema capitalista mundial.
Es bajo esta luz que pueden entenderse los
regímenes "socialistas" de otras partes del mundo. En Europa oriental
estos regímenes fueron una extensión del poder militar soviético, mantenidos
como hilera protectora de la Unión Soviética contra una posible invasión de las
potencias occidentales. Los sucesos de Polonia durante la década de 1980
mostraron cuán lejos de ser Estados obreros estaban dichos estados de Europa
oriental. La clase trabajadora polaca tuvo que organizarse contra "su"
Estado y fue reprimida por el ejército.
La aparición de regímenes
"socialistas" en el Tercer Mundo deja ver las grandes dificultades
que enfrenta la revolución democrática burguesa en los países atrasados.
Marx había apuntado en 1848 que "la
burguesía alemana se ha desarrollado tan lenta, tímida y perezosamente, que en
el momento en que de forma amenazante confrontó al feudalismo y al absolutismo,
se vio a sí misma confrontando al proletariado de forma amenazante" (CW
VIII, 162). En fin, le faltaba la voluntad para actuar de la manera decidida y
revolucionaria de las burguesías de Inglaterra y Francia. De aquí resultaba un
vacío político que según Marx, sólo podía llenar la clase trabajadora:
Es en nuestro interés y es nuestra tarea hacer
permanente la revolución, hasta que todas las clases más o menos propietarias
sean forzadas a salir de su posición dominante, el proletariado haya
conquistado el poder del Estado y la asociación de los proletarios, no sólo en
un país sino en todos los países dominantes del mundo, haya avanzado lo
suficiente para que cese la competencia entre los proletarios, y las fuerzas
productivas, al menos las decisivas, estén concentradas en manos de los
proletarios (CW X, 281).
En 1917 en Rusia se había dado justamente un
proceso de "revolución permanente". Como la burguesía alemana, la
rusa era demasiado débil y temerosa de la clase trabajadora para hacer nada
excepto aliarse al régimen zarista en la esperanza de lograr una
"revolución pasiva", como la de Bismarck en Alemania. En cambio, la
clase trabajadora estaba lista para apoyar a los campesinos en sus luchas
contra la nobleza feudal. De este modo, en Rusia la revolución democrática
burguesa contra el feudalismo se unió a la revolución socialista contra el
capitalismo, creando un solo proceso bajo el liderazgo de la clase trabajadora.
Desafortunadamente al final la revolución fue derrotada, al no poder expandirse
a otros países.
En otros países atrasados la burguesía ha
tenido un papel igualmente pasivo y débil. La clase trabajadora por su parte,
tampoco ha podido jugar el rol que jugaron los obreros en Rusia en 1917, sea
por causa del subdesarrollo económico, por influencia de partidos no
revolucionarios, o por efecto de los privilegios de que gozan algunos sectores
asalariados en el Tercer Mundo, De manera que cuando en países coloniales y
semicoloniales se han desarrollado, movimientos por la independencia nacional,
han caído bajo la dirección de otras fuerzas sociales.
En muchos casos estas fuerzas están compuestas
por intelectuales de clase media que, aunque agresivos contra las potencias
occidentales y contra la clase capitalista local, no han tenido interés en la
liberación de la mayoría trabajadora. Son ante todo nacionalistas, deseosos de
edificar naciones-estados independientes y fuertes. Para muchos de ellos la
Rusia estalinista fue un modelo atractivo, en tanto país atrasado que se
industrializó bajo control estatal, y por tanto se describen a sí mismos como
"marxistas-leninistas". Pero su socialismo tiene muy poco que ver con
la liberación de la clase trabajadora por la clase trabajadora misma. Cuando
han logrado expulsar a potencias extranjeras –notablemente en China, Vietnam y
Cuba– han reproducido también los rasgos básicos del capitalismo estatal
burocrático que hubo en Rusia.
El "socialismo realmente existente"
del Este fue una negación del socialismo según lo concibió Marx. Lejos de
fundarse en la liberación de la clase trabajadora por ella misma, se sostuvo en
la explotación de ésta. Quienes permanezcan fieles al pensamiento de Marx deben
trabajar con afán para terminar con dichos regímenes.
El capitalismo en el presente
La segunda crítica principal que a menudo se
hace de Marx es que el capitalismo ha cambiado. Según el argumento, la imagen
que El Capital pinta del mundo que vivió Marx tal vez podría ser acertada, pero
es una referencia inadecuada para el mundo que vivimos hoy. Dos libros
publicados en 1956 por intelectuales del Partido Laborista británico, The
Future of Socialism de Anthony Crosland y Contemporary Capitalism de John
Strachey, elaboran con agudeza esta crítica. Strachey fue un propagandista
marxista muy influyente en los anos 30s. Crosland fue figura destacada de una
generación de laboristas que pensaba que la lucha de clases y la
nacionalización ya carecían de sentido para la política socialista. Parte de
esta generación fundó luego el Partido Socialdemócrata.
Tanto Crosland como Strachey argumentan que la
estructura del capitalismo ha cambiado fundamentalmente. El crecimiento de los
monopolios –dicen– ha llevado a una convergencia entre Estado y grandes
empresas que hace posible la economía planificada, lo cual era improbable en
las primeras etapas del capitalismo. También, dentro de las compañías el poder
ha cambiado de manos. Hay una "separación entre propiedad y control",
la cual implica que no son los accionistas quienes administran las empresas,
sino gerentes con limitados intereses económicos en la compañía, que persiguen
más el crecimiento a largo plazo que la ganancia a corto plazo. Finalmente,
estos autores coincidieron en afirmar que la economía planificada se hace
posible porque el gobierno puede administrar la economía –para evitar los
extremos del estancamiento y la expansión descontrolada– mediante las técnicas
gerenciales de estímulo de la demanda justificadas teóricamente por J. M.
Keynes.
Crosland, menos cauteloso que Strachey –quien
retuvo parte de su viejo entrenamiento marxista concluye que "parece
desacertado seguir hablando de 'capitalismo' en Inglaterra". Afirmó
incluso que "estamos... en el umbral de una abundancia masiva". La
actividad socialista debía dirigirse entonces hacia la eliminación gradual de
los vestigios de desigualdad y pobreza. Supuestamente, la lucha de clases se
había ido para siempre: “Uno ya no puede imaginarse hoy una alianza ofensiva
deliberada entre gobierno y patrones… con toda su parafernalia brutal de
reducciones salariales, lockouts patronales a nivel nacional y legislación
antisindical”.
No es difícil para nosotros ahora descartar el
optimismo de Crosland, cuando Inglaterra atraviesa el peor estancamiento
económico en medio siglo, bajo un gobierno conservador sumamente reaccionario.
Sin embargo, es obvio que el capitalismo ha cambiado desde la época de Marx. La
economía mundial de hecho disfrutó de una expansión sostenida durante un cuarto
de siglo luego de la Segunda Guerra Mundial. Entre 1948 y 1973 el producto
bruto nacional creció a nivel mundial tres veces y media. ¿Puede la teoría de
Marx dar cuenta de esta evolución?
Lejos de contradecir el análisis de Marx en El
Capital, el surgimiento del capital monopolista resulta central en dicha
teoría. Marx indicó que la competencia entre capitales llevaría al crecimiento
del tamaño de las unidades de producción. Este proceso tiene dos formas
interrelacionadas entre sí: la concentración de capital por vía de la
acumulación de plusvalor y por vía de la centralización de capital –o sea,
cuando empresas más grandes y eficaces absorben a sus rivales más pequeñas e
ineficientes.
A la vez que se da esta "reducción continua
en el número de magnates capitalistas" (C I, 929), cambian las formas
legales de propiedad. Marx describe las compañías formadas con sociedades de
capitales como "la abolición del capital como propiedad privada dentro del
marco de la misma producción capitalista", lo cual conlleva "la
transformación del capitalista actual en un simple gerente del capital de otra
gente, y del propietario de capital en un simple propietario, un simple
capitalista de dinero" (C III, 436-7). La célebre "separación entre
propiedad y control" no fue sorpresa para Marx.
El crecimiento del capital monopolista ha
continuado de manera sostenida durante el siglo XX. Por ejemplo, en Gran
Bretaña las cien compañías más grandes concentraron en 1970 el 46 por ciento de
producción manufacturera neta. Desde la Segunda Guerra Mundial las grandes
corporaciones vienen operando cada vez más a escala internacional, ramificando
sus operaciones a través del planeta.
Estos cambios no han hecho menos capitalistas a
los industriales. Las alegaciones en sentido contrario suelen partir de una
cierta psicología típica del hombre de negocios, la cual traza una peculiar
distinción entre el capitalismo de la época victoriana de laisser faire del
siglo XIX, en que el capitalista individual luchaba con ansiedad para agarrar
el trozo más grande del pastel, y el ejecutivo aparentemente calmado y
"socialmente consciente" de mediados del siglo XX en adelante,
preocupado más por la compañía que por sus intereses personales.
Aparte de cuán reales son estas imágenes, las
mismas resultan inconsecuentes respecto al asunto central del carácter del
capitalismo contemporáneo. Marx insiste en que la dinámica en que los
capitalistas extraen y acumulan plusvalor tiene muy poco que ver con los deseos
personales: más bien surge de las presiones impersonales del sistema de
competencia del que los capitalistas son parte. La competencia entre capitales
continúa hoy tan feroz como siempre, aunque ahora la lucha sea entre empresas
multinacionales más que entre capitalistas individuales.
En tal ambiente de competencia las ganancias
siguen siendo la medida de éxito o fracaso, ante todo porque son fuente de los
fondos a reinvertir. Que se haya pasado del énfasis en ganancias de corto plazo
al énfasis en el crecimiento de largo plazo indica una modificación en los
medios para maximizar las ganancias, lejos de significar un presunto abandono
de la meta de obtener ganancias.
Otra alteración importante en la estructura del
capitalismo ha sido el creciente rol que juega el Estado. Durante el siglo XIX,
más que cumplir la función de "vigilante" que los ideólogos liberales
suelen atribuirle, el Estado proveyó lo que Engels ha llamado las
"condiciones externas" de la acumulación capitalista: ejército,
policía, tribunales, leyes para controlar a los pobres, etc. Hoy puede decirse
que el Estado es también un capitalista de grandes proporciones, porque a
menudo produce mercancías en empresas nacionalizadas. A la vez da empleo a una
gran porción de la fuerza laboral, –por ejemplo, los empleados de servicios
tales como la salud, la educación y otros muchos. El gobierno además asume una
responsabilidad general por la administración de la economía.
Strachey celebró estos desarrollos como el
triunfo de un "capitalismo controlado", en que los trabajadores
podrían ahora –supuestamente– utilizar su poder político por medio del voto
para dirigir la economía de acuerdo a sus intereses. Otra vez, estas
argumentaciones son menos creíbles en los años 80s que en los años 50s. En los
50s muchos pensaban que a través de las técnicas de administración de la
demanda formuladas por Keynes el Estado mantendría balanceada la economía. Pero
en realidad los estados nacionales resultan impotentes ante la recesión
mundial, y lo que ha ocurrido es una reacción política e ideológica contra la
intervención del Estado en la economía: una manifestación de lo cual fue desde
fines de los años 70s y durante los 80s, el ascenso de políticos populistas de
derecha como Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña.
El creciente rol del Estado está íntimamente
vinculado al capitalismo monopólico. La expansión inédita de las empresas
individuales hace necesaria una mayor coordinación entre sus actividades. La
nacionalización británica de industrias que dejan ganancias limitadas pero son
indispensables, como los ferrocarriles, el carbón y el acero, de hecho
transfirió plusvalor de capitales menos eficientes a capitales más eficientes.
Y mediante la expansión del "estado de bienestar" se ha formado la
clase trabajadora relativamente saludable y educada que necesita el capital
(sin olvidar que, al menos en Inglaterra, este "estado de bienestar"
es financiado en gran medida con los salarios de la misma clase trabajadora,
los cuales se han ido reduciendo desde los años 50s a causa de impuestos cada
vez más altos).
Algunos de estos cambios han resultado de la
presión del movimiento obrero organizado. Por ejemplo, en Gran Bretaña el
Servicio Nacional de Salud (servicio de salud universal gratuito o
"socializado", a partir de 1945) representó para muchos trabajadores
el triunfo del interés social sobre la ganancia privada. Sin embargo, como en
la legislación de las fábricas que analizó Marx, los intereses de largo plazo
del capital, de tener una fuerza laboral saludable y eficiente, han coincidido
con las demandas de la clase obrera.
Igualmente decisiva ha sido la función del
Estado en garantizar los intereses del capital a nivel internacional. Desde
fines del siglo XIX las potencias occidentales se vienen dividiendo el mundo. Los
capitalistas han usado al Estado cada vez más para hacer valer sus intereses en
esta lucha por la influencia económica y política sobre distintas regiones del
mundo. Un resultado ha sido la intensificación de la competencia militar entre
los Estados nacionales, junto a la competencia económica entre corporaciones.
las cuales precipitaron dos guerras mundiales.
El marxista ruso Nicolás Bujarin analizó estos
cambios durante la Primera Guerra Mundial e inmediatamente después de ésta.
Argumentó que la formación del sistema capitalista mundial iba acompañada de
una tendencia hacia el capitalismo de estado en diversos países. Los capitales
de los monopolios privados y los estatales se integraban crecientemente,
creando capitales nacionales relativamente unificados. Aún cuando las economías
nacionales se sometan a poderosos monopolios de unas cuantas grandes empresas,
esto determinó el crecimiento a nivel mundial de la competencia entre los
capitales estatales. La competencia –advirtió Bujarin– es económica y también
militar.
Este análisis desarrolla el argumento de Marx
en El Capital de que la presión de la competencia obliga a los capitalistas a
conducirse como capitales. El análisis de Bujarin echa luz sobre la forma en
que opera el sistema mundial y ayuda a explicar no pocas de las evoluciones a
partir de la Primera Guerra Mundial. Vimos por ejemplo cómo la competencia
militar obligó al grupo dominante en la Unión Soviética a guiarse por el patrón
de acumulación por la acumulación misma.
El antagonismo militar entre capitales
nacionales fue clave para que la economía mundial gozara, relativamente, de una
gran estabilidad y prosperidad durante las décadas de 1950 y 1960, porque la
inversión de recursos para producir medios de destrucción militar,
paradójicamente, alivia las presiones que provocan crisis en el sistema.
Para entender esto debemos recordar que Marx
identifica dos sectores principales de la economía, el Departamento I
(producción de medios de producción) y el Departamento II (producción de bienes
de consumo). Según Marx, las mercancías que se producen en estos dos
departamentos son "consumidas productivamente". O sea, se usan para
producir más mercancías. Obviamente, los medios de producción (maquinaria,
plantas físicas, etc.) son imprescindibles para producir más bienes. Los bienes
de consumo también mantienen viva a la población trabajadora y hacen que
produzca más eficientemente.
Hay un tercer sector de la economía, que Marx
llama el Departamento llb, aunque es más conocido como el Departamento Ill, cuya
producción no es consumida productivamente. Marx tenía en mente productos de
lujo a ser consumidos por los capitalistas individuales. Estos productos no
contribuyen de manera alguna al desarrollo de la producción ya que se pagan con
plusvalor que deja de ser reinvertido. En principio los armamentos son hoy lo
mismo que esos bienes de lujo –no se usan para hacer otras mercancías. En el
mejor de los casos los armamentos simplemente están en circulación, listos a
usarse si hay guerra, hasta que se hagan obsoletos. En el peor de los casos se
usan para destruir seres humanos y objetos. La producción de armamentos es
producción de desperdicios.
Como hemos visto, la competencia obliga a los
capitales a reinvertir plusvalor para mejorar sus métodos de producción. De
este modo aumenta la composición orgánica del capital –o sea, la porción de la
inversión total dedicada a los medios de producción– y se reduce la tasa de
ganancias. La producción de desperdicios altera este proceso, porque el
plusvalor que podría ser invertido en aumentar la productividad del trabajo, y
por tanto la composición orgánica de capital, es dirigido hacia usos
improductivos. Marx escribe, "Es evidente el impacto de la guerra porque
en lo económico es exactamente igual a que la nación tire al mar parte de su
capital" (G, 128). En fin, las presiones que tienden a provocar crisis
económicas se alivian una vez que parte del capital se retira de la producción
de mercancías.
Más todavía, versiones corregidas del análisis
de Marx sobre la transformación de valores en precios de producción muestran
que la tasa de ganancias en el Departamento III no influencia la formación de
una tasa general de ganancias. Esto quiere decir que aunque la composición
orgánica de capital en la producción de armamentos sea más alta que en otros
sectores de la economía, ello no hará que decaiga la tasa general de ganancias.
El Departamento III provee un mercado para los productos de los otros dos
departamentos sin reducir la ganancia general del capital en su conjunto.
Este efecto estabilizador de la producción
militar era visible ya en los años 30s, cuando los dos países que primero se
rearmaron, Alemania y Japón, fueron también los primeros en recuperarse del
estancamiento y lograr el pleno empleo. Gran Bretaña y Estados Unidos tuvieron
el mismo resultado sólo tras el inicio de la Segunda Guerra Mundial, virando
hacia una economía de guerra
Pero fue tras la Segunda Guerra Mundial que la
"economía armamentista permanente" surgida con la competencia militar
entre Este y Oeste, que floreció plenamente la producción de desperdicios en
Occidente. Fueron dedicadas a la producción y la utilización de armas altísimas
proporciones del producto bruto nacional de Estados Unidos y la Unión Soviética
–enormes en comparación con los periodos de paz anteriores. Las consecuencias
estabilizadoras del militarismo produjeron un descenso de la composición
orgánica del capital y un aumento o sostenimiento de las tasas de ganancias. El
capitalismo mundial gozó así de un boom, una expansión sin precedentes en su
escala y duración.
Parecía como si esta larga expansión fuese a
durar para siempre. Se atribuyeron cualidades mágicas a los métodos de
manipulación de la demanda que habían hecho respetable la doctrina de Keynes,
aunque en Estados Unidos bajo el "New Deal" de Franklin D. Roosevelt,
tales métodos no impidieron en 1937-38 un colapso más grave que el que había
seguido al crash de Wall Street en 1929. Uno de los discípulos de Keynes,
Michael Stewart, consejero del dirigente socialdemócrata británico David Owen,
escribió en su libro Keynes and After: "El hecho básico es que al
aceptarse la Teoría General [la obra maestra de Keynes], se acabaron los
tiempos de desempleo masivo incontrolable en los países industriales avanzados.
Otros problemas económicos serán amenazantes, pero ese –al menos– es
historia".
Hoy en día, con un "desempleo masivo
incontrolable" de 30 millones de personas en los "países industriales
avanzados", sabemos más que eso. Con el estancamiento de las décadas de
1970 y 1980 ha vuelto a asomarse la tendencia a las crisis que Marx descubrió
en El Capital.
Por supuesto, la economía del armamentismo no
se desarrolló igual en todas partes. En el Bloque occidental el grueso de esta
producción estuvo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Esto significó que Alemania
y Japón pudieron dedicar sus recursos a inversiones productivas de gran escala,
superando a los demás al competir en el mercado mundial. Pero como el
establishment norteamericano difícilmente aceptaría la decadencia de la supremacía
económica de Estados Unidos, en las décadas de 1960 y 1970 se observó un
descenso en los gastos militares y mayores inversiones productivas. De aquí
resultó una intensificación enorme de la competencia a nivel mundial, un auge
impresionante en la composición orgánica del capital y, por tanto, un descenso
en la tasa de ganancias. El aumento al cuádruple del precio del petróleo en
1973-74, precipitó una recesión mundial como no se veía desde los años 30s.
Los sectores más inteligentes de la clase
dominante estaban conscientes de las causas básicas de la recesión.
Recientemente el diario inglés Financial Times ha reconocido que "la
expansión de posguerra empezó a agotarse desde fines de los años 60s y no, como
se cree comúnmente, como resultado del shock petrolero de 1973-74. El indicador
más claro de la tendencia de fondo es... el promedio de ganancias, en que se ve
un declive serio desde fines de los años 60s en la mayoría de las principales
economías" (7 de septiembre de 1982). Un columnista de dicho periódico,
Samuel Brittan, celebrado exponente del neoliberalismo, confesó ser incapaz de
explicar esta baja mundial en la tasa de ganancias: "¿Por qué en cada
ciclo de los negocios los patrones han tenido que bajar los precios?... Estoy
lejos de estar seguro de entender este proceso" (16 de septiembre de
1982).
Es en El Capital de Marx donde se ofrece la
solución a este problema que tanto intriga a los sabios burgueses. La
competencia a nivel mundial ha obligado a las empresas capitalistas y a los
estados a invertir masivamente en nuevas tecnologías. Pero el costo de esta
inversión ha aumentado mucho más rápido que la fuerza de trabajo. Y como los
trabajadores producen el plusvalor con que el sistema se sostiene, decae la
tasa de ganancia.
No hay salida fácil de las crisis. En una
situación de debilidad es difícil para las economías capitalistas seguir
invirtiendo en armamentos una proporción tan alta –digamos– como la que Estados
Unidos dedicó en los años 50s. Cualquier Estado que se haga cargo de la mayor
parte de la producción armamentista correrá serios peligros en la lucha por los
mercados.
Más aún, mientras pasa el tiempo crece el
tamaño de los capitales. Esto quiere decir que irse a quiebra implica costos
gigantescos, no sólo para empresas individuales sino para el conjunto del
capital nacional. Un ejemplo es British Leyland, cuyo colapso podría echar por
el suelo los sectores de la industria automotriz regulados por el Estado
inglés, así como provocar la pérdida de miles de empleos. Los gobiernos –no
importa qué partido los controle– deben salvar a estas empresas quebradas.
Los estancamientos de la economía ya no cumplen
la función de destruir capital como para que se restaure la tasa de ganancias
adecuadamente. Esto se ve en las inflaciones permanentes. Antes los precios
subían durante las expansiones y bajaban durante los estancamientos. Ahora
suben sin cesar. Lo único que cambia es la tasa de inflación, que es menor
durante periodos de recesión que durante los de expansión. Los problemas que
provocan las expansiones ya no se solucionan en los estancamientos. Así los
auges económicos tienden a ser breves, inciertos y frágiles, y las caídas
tienden a ser largas, hondas y amplias.
El carácter cada vez más intensamente
internacional del capitalismo impide que los estados nacionales puedan ignorar
las crisis mundiales. No se trata ya simplemente de que las corporaciones
transnacionales escapen del control de los gobiernos moviendo sus inversiones y
su dinero de un sitio a otro, por encima de fronteras nacionales. Transformado
desde 1945 para servir a estas corporaciones, el sistema financiero
internacional está cada vez más integrado y fuera del control de las
naciones-estados.
A veces esto podrá ser una ventaja, como cuando
los bancos occidentales ayudaron a reducir el impacto de la recesión de 1974-75
concediendo préstamos masivamente a los estados del Tercer Mundo. Sin embargo,
a principios de los 80s la estabilidad de esos mismos bancos estuvo en peligro
de colapsar por el fuerte impacto de las deudas de países como Polonia,
Argentina, Brasil y México. Tal vez se hubiese provocado un desplome aún más
drástico que el de la gran depresión de los años 30s. Se confirma el análisis
de Marx en el tomo 3 de El Capital de que el sistema de crédito dilata más que
abole las contradicciones de la acumulación de capital.
La clase trabajadora
Un tercer argumento que se usa contra Marx es
que la clase trabajadora ya no existe, al menos en la forma en que la concibió.
Se dice que los trabajadores manuales son hoy una minoría de la fuerza laboral,
que es dominada por empleados de "cuello blanco" que tienen niveles
de vida de clase media, mientras que –contrario a lo que esperaba Marx– los
salarios reales han aumentado sostenidamente desde fines del siglo XIX. Según
este argumento, dichos cambios han ido disipando las divisiones de clases, de
manera tal que en vez de haber burgueses y proletarios confrontando mutuamente,
las sociedades industriales –o "posindustriales"– se componen en
amplia medida de una clase media vasta y amorfa.
Este tipo de análisis fue acariciado en los
años 50s por teóricos "revisionistas" del Partido Laborista inglés
como Crosland. Recientemente ha sido retomado en Inglaterra por el Partido
Socialdemócrata, que alega ser un partido radical y sin clases, cuyos políticos
–supuestamente– se adaptan a esta nueva sociedad mejor que el alicaído Partido
Laborista. El argumento también ha sido tomado por algunos marxistas, por
ejemplo el socialista alemán Rudolph Bahro, quien recientemente dio su
"adiós al proletariado".
El argumento se centra en cuestiones de
consumo. Alega que en tanto el estilo de vida de la clase trabajadora
tradicional se asemeja al de sectores de clase media, ya no existe el
capitalismo. Por su parte, Marx centraba su análisis en las relaciones de
producción, en las cuales se funda su teoría de las clases sociales.
Para Marx la clase es un concepto teórico, no
una categoría descriptiva. Marx buscaba descubrir las realidades subyacentes de
la sociedad, no simplemente describir la apariencia de las cosas. Pero sus
críticos se han concentrado más bien en desarrollos superficiales, como el
hecho de que muchos trabajadores tienen automóviles e hipotecas. Han estado
lejos de confrontar el asunto fundamental de la distribución de riqueza y poder
en el capitalismo contemporáneo.
Marx señala que la clase a que una persona
pertenece se define por la posición que ocupa en las relaciones de producción.
Esto implica ver la clase como una relación social. No es tanto el tipo de
trabajo que uno hace, sino dónde uno se ubica en las relaciones antagónicas de
explotación que están al centro de la sociedad de clases. Marx veía como
miembro de la clase trabajadora a cualquiera que esté obligado a vender
regularmente su fuerza de trabajo para vivir, aunque no realice un trabajo
manual.
La cuestión tiene diversos ángulos. Marx
distingue entre trabajo productivo e improductivo. "El único trabajador
productivo es el que produce plusvalor para el capitalista", escribe (C I,
644). Pero muchos trabajadores asalariados no producen plusvalor. En los
tiempos de Marx un ejemplo de trabajadores improductivos eran los empleados
domésticos, que eran entonces el grupo más grande de la población trabajadora.
Más que producir mercancías que incorporaban plusvalía, se les pagaba de los
ingresos de las clases propietarias para que brindaran servicios personales a
las familias de dichas clases. Sin duda la teoría de Marx sobre el trabajo
productivo contiene limitaciones, pero es claro que Marx consideraba como
trabajadores productivos a todos aquellos trabajadores activos en la producción
de mercancías –incluyendo aquellos que transportaban las mercancías a su punto
final de consumo.
Hay que notar dos cosas aquí. Primero, muchos
trabajadores productivos no son trabajadores manuales. Marx indica que con el
desarrollo del "obrero colectivo", "una cantidad siempre
creciente de tipos de trabajo se incluyen en el concepto inmediato de trabajo
productivo, y quienes lo realizan se clasifican como trabajadores productivos,
trabajadores directamente explotados por el capital y subordinados al proceso
de producción y expansión de capital" (C I, 1039-40). Cita como ejemplos a
gerentes, ingenieros y técnicos.
Segundo, "todo trabajador productivo es un
trabajador asalariado, pero no todo trabajador asalariado es un trabajador
productivo" (C I, 1041). La clase trabajadora, por tanto, incluye muchos
que no son trabajadores productivos. Marx da el ejemplo del dependiente de un
comerciante, quien no produce mercancías pero cuyo trabajo hace posible que su
patrón se apropie de una porción del plusvalor total, dada su función en la
circulación de mercancías:
En primer lugar, la fuerza de trabajo se compra
con el capital variable del comerciante, no con dinero del ingreso [personal
del comerciante] y por lo tanto no se compra para un servicio privado sino con
el propósito de expandir el capital invertido. En segundo lugar, el valor de la
fuerza de trabajo, y por tanto su salario, se determina como el de los demás
trabajadores, o sea por el costo de producción y reproducción de su fuerza de
trabajo específica, no por el producto de su fuerza de trabajo (C III, 292).
Marx añade que mientras menor sea el costo en
que debe incurrir el comerciante, mayor será la plusvalía –generada en otros
lugares– que obtendrá gracias a la inversión de su capital. Por tanto, el
comerciante tiene interés en exprimir de sus empleados la máxima cantidad
posible de trabajo no pagado. De manera que el empleado del comercio, aunque no
produzca plusvalor, está en igual posición que el trabajador productivo.
Para Marx la clase trabajadora es diferente de
lo que convencionalmente se piensa en la forma de obreros manuales de fábrica.
Es, al contrario, el conjunto de todos aquellos cuyas condiciones de vida los
obligan a vender su fuerza de trabajo y se encuentran, por tanto, bajo la
constante presión de un patrón que buscará extraerle el máximo posible de
trabajo no pagado. Lo que los define como miembros de la clase trabajadora no
es el tipo de trabajo que realizan, sino su sitio en las relaciones de
producción.
Esto es esencial, porque la estructura de la
fuerza laboral ha cambiado muchísimo desde los tiempos de Marx. Las cifras en
Gran Bretaña podrían indicar tendencias globales. En 1911 los trabajadores
manuales eran el 75 por ciento de la fuerza laboral. Para 1979 los trabajadores
manuales habían descendido al 48 por ciento. Este cambio significa que hoy la
fuerza de trabajo británica se compone de trabajadores de cuello blanco. Hay
dos grupos de trabajadores que han aumentado desde la Primera Guerra Mundial.
Al tope de la escala ocupacional están los profesionales, gerentes y
administradores, que forman hoy cerca de 30 por ciento de la fuerza laboral. Un
número considerable de éstos son científicos, ingenieros y técnicos de
laboratorios –o sea, grupos que han crecido grandemente a lo largo del siglo
XX. En su mayoría son, en términos de Marx, trabajadores productivos. La mayor
parte de los "profesionales menores" son maestros y enfermeros, cuya
paga y condiciones de empleo claramente los hacen asalariados. El resto forma
lo que suele llamarse la "nueva clase media, cuyo trabajo es administrar
la complejísima economía del capitalismo avanzado, y cuyo ingreso y poder sobre
otros trabajadores a menudo la separan y enajenan de la clase obrera.
El otro grupo que ha crecido considerablemente
son los trabajadores de oficina, de 5 por ciento en 1911 a 16 por ciento en
1979. La gran mayoría de éstos son mujeres, y casi 40 por ciento de todas las
mujeres empleadas pertenecen a esta categoría. Como grupo asalariado están en
posición similar a la de los trabajadores manuales. De hecho, los ingresos de
los trabajadores de oficina son más bajos que los de los obreros manuales, a
pesar de que la "industrialización del trabajo de oficina", con el uso
masivo de nuevas tecnologías, conlleva que sus condiciones de trabajo son cada
vez más parecidas a las de los trabajadores manuales semidiestros.
Lo que ha ocurrido entonces, es un cambio en la
estructura de la clase trabajadora, no que ésta haya desaparecido. El cambio
resulta de las tendencias en el desarrollo capitalista que Marx analizó. Con la
creciente productividad del trabajo y el aumento en la composición orgánica de
capital que la acompaña –y que es su expresión en términos de valor– menos
trabajadores productivos pueden producir muchos más productos que a principios
del siglo XX.
Este proceso explica no sólo un cambio de
trabajo manual a uno de cuello blanco, sino los cambios en la estructura de la
economía. Se ha hablado mucho del fenómeno de la "desindustrialización",
es decir la reducción de los renglones de la economía dirigidos a industrias
primarias, como la minería en Gran Bretaña. Hoy la mayoría de la fuerza laboral
en Gran Bretaña trabaja en industrias de servicios, o sea que producen servicios
más que bienes de consumo. Estas industrias a veces son privadas, como hoteles
y restaurantes, o son parte del gobierno, como el Servicio Nacional de Salud.
Tienen en común que en general no están involucradas en el proceso físico de
producción.
Una vez más, estos desarrollos dejan ver cómo
aumenta la productividad del trabajo. Aún con niveles de vida superiores a los
de hace cien años, se necesita menos gente para la producción material.
Este logro sin embargo tiene su precio. El alza
en la productividad ha implicado trabajar a mayor velocidad, una mayor
"racionalización" del proceso de trabajo y la destrucción de muchas
destrezas industriales. Ahora es más alta la proporción de obreros manuales no
diestros que a principios de siglo XX, a pesar de los impresionantes avances en
la educación pública y en la sofisticación tecnológica del proceso de trabajo.
Muchos obreros semidiestros se dedican al mantenimiento y reparación de
maquinaria, para lo cual requieren un entrenamiento de algunas semanas, como
mucho.
Por otro lado, los trabajadores en las nuevas
industrias de servicios están lejos de ser privilegiados. Los hoteles, por
ejemplo, son notorios por los bajos salarios y su resistencia a los sindicatos.
En el sector público la gran masa está compuesta de mecanógrafos, empleados de
limpieza, trabajadores auxiliares de hospitales, enfermeros, recogedores de
basura, en fin, ninguno de ellos un grupo bien pagado. Uno de los cambios más
visibles en los últimos quince años ha sido la transformación de los empleados públicos
en uno de los sectores más militantes del movimiento sindical.
Que los salarios reales hayan aumentado
considerablemente en los últimos cien años tampoco contradice el análisis de
Marx. Como hemos visto, Marx fue crítico de las "leyes de hierro de los
salarios", según las cuales los trabajadores no ganarán más de lo que
necesiten para su supervivencia física. Al discutir la tendencia más importante
de la producción capitalista –la del aumento en la composición orgánica del
capital– Marx escribe que "de aquí no se sigue que disminuya absolutamente
el fondo del cual los trabajadores obtienen su ingreso. Sólo disminuye
relativamente, en proporción a la producción total" (TSV II, 566). Esto es
precisamente lo que ha pasado desde la época de Marx. La enorme alza en la
productividad del trabajo ha conllevado un aumento de los niveles de vida de
los trabajadores en términos absolutos, aunque haya descendido la porción que
reciben del total producido. Por ejemplo, un estudio sobre la economía
americana de posguerra, sugiere que la tasa de plusvalor ha aumentado
considerablemente.
Indicadores difícilmente confiables a este
respecto son las cifras de distribución de la riqueza, las cuales sirven más
bien para notar cómo los ricos disimulan su riqueza para evitar mayores
impuestos. Sin embargo, un estimado ha sugerido que en 1911 el 5 por ciento de
la población de Gran Bretaña poseía el 87 por ciento de toda la riqueza
personal. Y en 1960 poseía el 75 por ciento. En 1954 –cuando Crosland y
Strachey proclamaban el fin del capitalismo– el 1 por ciento de todos los
accionistas poseían el 81 por ciento de las acciones y los valores. Es obvio
que una pequeña minoría controla la economía.
El sistema clasista capitalista está sin duda
vigoroso. Los cambios principales han ocurrido en la estructura de la clase
obrera, a su vez relacionada con una mayor concentración de poder económico a
causa, primero, del capital monopólico, y luego del capital multinacional. En
los países de capitalismo avanzado la clase obrera constituye la enorme mayoría
de la población. En Inglaterra, aún excluyendo muchos profesionales que son de
hecho parte de la clase obrera, en 1979 los obreros manuales y de oficina eran
el 64 por ciento de la fuerza laboral.
Hay quienes admiten este análisis pero señalan
que la tendencia dominante es hacia la eventual disolución de la clase
trabajadora. Apuntan a la automatización, al uso de robots en la manufactura y
a la posibilidad de que, gracias a la nueva tecnología informática, muchos
trabajadores hagan su labor en la casa usando sus propios terminales de
computadoras.
No hay duda de estas tendencias, pero existe
una inclinación a sobrestimarlas. Trabajar en la computadora desde el hogar,
por ejemplo, podrá ser una realidad para una pequeña minoría de trabajadores de
cuello blanco con salarios relativamente altos. Difícilmente germinarán
terminales de computadoras en los apartamientos de bajo costo o los
residenciales públicos en que habitan tantos trabajadores, y no es fácil
concebir a un minero o un empleado de hospital haciendo su trabajo desde la
casa.
El uso de robots puede tener mayor importancia.
Ya están siendo usados en la industria del automóvil para tareas como soldar.
Pero también aquí se tiende a sobrestimar sus posibilidades. Los robots, al
menos los que hay ahora, son inflexibles, y a menudo se rompen. Y aún cuando se
supere este tipo de dificultad, las fábricas plenamente automatizadas
necesitarán trabajadores que programen y supervisen los robots. Estos
trabajadores, dicho sea de paso, tendrían un poder económico enorme.
El discurso sobre la
"desindustrialización" es muchas veces un tanto provincial. La
racionalización de la industria manufacturera de Occidente es parte de un
proceso por el que muchos trabajos vienen siendo realizados en los países del
Tercer Mundo recientemente industrializados, donde la fuerza de trabajo es
abundante y barata. Esto ya es evidente en industrias como el acero, la
fabricación de barcos y de textiles. Por tanto, estas sociedades recién
industrializadas experimentan todas las contradicciones del capitalismo.
En años recientes hemos visto verificándose
luchas sociales impresionantes en no pocos países "atrasados", en que
la clase trabajadora ha jugado un papel importante, por ejemplo Irán, Polonia,
Brasil, Sudáfrica, Surcorea e India. La expansión y reorganización del
capitalismo a nivel internacional inevitablemente estimula la organización y la
resistencia de la clase trabajadora que ha surgido precisamente gracias al
referido proceso. En el Tercer Mundo –como en el "primero" y el
"segundo"– la burguesía crea sus propios sepultureros.
(**)Autor : Alex Callinicos nació
en Harare (Zimbabwe) el 24 de Julio de 1950. En 1973 se licenció en filosofía,
política y economía en la Universidad de Oxford, y en 1979 obtuvo de la misma
universidad un postgrado en literatura y humanidades. Entre sus libros más
conocidos figuran Marxism and Philosophy (1983), Las ideas revolucionarias de
Karl Marx (1983), Making History (1987), The Revenge of History (1991), Contra
el Postmodernismo. Una crítica marxista (1991), Social Theory. A historical introduction
(1999), Igualdad (2000), Contra la tercera vía (2001) y Un Manifiesto
Anticapitalista (2003). Escribe regularmente en el semanario británico
Socialist Worker y las revistas Socialist Review e International Socialism. Es
miembro de la dirección del Socialist Workers Party de Gran Bretaña y destacado
activista de la coalición anticapitalista británica Globalise Resistance, en
representación de la cual ha intervenido varias veces en el Foro Social Europeo
y el Foro Social Mundial.
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