El poder, una bestia magnífica
[Entrevista con Manuel Osorio, Madrid, 1977.]
—Mi primer libro se tituló Historia de la locura, una
obra esencialmente consagrada no tanto a la historia de la locura como a la del
estatus que se daba a los locos en las sociedades europeas entre el
siglo XVI y comienzos del siglo XIX: como se había comenzado a percibir a
esos personajes extraños que eran los locos en la sociedad. Está claro que el
personaje del loco fue un personaje tradicional en la cultura y la literatura
desde la época griega. Pero lo que cambio durante los siglos XVI y XVII, en mi
opinión, es que, de alguna manera, se empezó a organizar la percepción de la
locura como una enfermedad mental. Y al mismo tiempo se comenzó a aislar a los
locos al margen del sistema general de la sociedad, a ponerlos aparte, a no
tolerarlos ya en una suerte de familiaridad cotidiana, a no soportar ya verlos
circular así, mezclarse en la vida de todos los días y toda la gente… Entonces,
se los aisló, se los encerró en una especie de gran encierro, que afecto no
solo a los locos sino también a los vagabundos, los pobres, los mendigos. Un
mecanismo de segregación social en el cual los locos quedaron atrapados; y poco
a poco, en ese régimen general de encierro, se definió para ellos un lugar
específico y de allí salió el hospital psiquiátrico moderno, el hospital que
funciono en gran escala a lo largo de toda Europa en el siglo XIX. Ese fue, si
se quiere, mi punto de partida…
—¿Y la experiencia personal?
—¿La experiencia personal? Resulta que yo había hecho
estudios de…, como suele decirse, letras, filosofía, un poquito de psicología,
esas cosas…, y además siempre había estado muy tentado, fascinado incluso, por
los estudios médicos, pero, en fin… la pereza, también la necesidad de tener
una profesión, de ganarme la vida, hicieron que no me dedicara a ellos luego de
estudiar filosofía, aunque de todos modos trabajé en un hospital psiquiátrico,
en Sainte-Anne, y lo hice con un estatus particular; fue más o menos hacia
1955. En ese momento la profesión de psicólogo casi no existía en los
hospitales psiquiátricos, o apenas comenzaba a esbozarse, al menos en Francia.
Me habían incorporado sin mayores precisiones como psicólogo, pero en realidad
no tenía nada que hacer y nadie sabía qué hacer conmigo, de modo que permanecí
durante dos años como pasante, tolerado por los médicos pero sin ninguna
función. De esa manera pude circular por la frontera entre el mundo de los
médicos y el mundo de los enfermos. Sin tener, desde luego, los privilegios de
los médicos y tampoco el triste estatus del enfermo. Las relaciones entre
médicos y enfermos, las formas de institución, al menos en los hospitales
psiquiátricos, me asombraron por completo, me sorprendieron, incluso hasta la
angustia. En el fondo, la pregunta que me hice no fue tanto saber qué pasaba
por la cabeza de los enfermos sino qué pasaba entre estos y los médicos. ¿Qué
pasa entre esa gente, a través de las paredes, los reglamentos, los hábitos,
las restricciones, las coerciones, también las violencias que podemos encontrar
en los hospitales psiquiátricos? ¿Qué es eso? Esa relación tan dramática, tan
tensa. Aun cuando un discurso científico le dé forma, la justifique, no deja de
ser una relación muy extraña… de lucha, de enfrentamiento, de agresividad. En
síntesis, quise hacer en algún sentido la historia de esa relación entre la
razón y la locura. Traté de resituarla en la historia general. Traté de
reinscribirla en la historia de los procedimientos mediante los cuales la
sociedad moderna se había diferenciado, había introducido diferenciaciones
entre los individuos. Ya sea la división del trabajo, ya sean las jerarquizaciones
sociales, esa multiplicidad de niveles que constatamos en las sociedades
modernas, y también la atomización de los individuos. Todo eso, creo, fue la
condición para que se atribuyera a los locos el estatus que se les atribuyó.
—Usted habla de Occidente…
—Sí, cuando digo Occidente, sabe, es una palabra vaga,
desagradable de utilizar y casi indispensable. Quiero decir que muchas cosas,
muchas prácticas sociales, prácticas políticas, prácticas económicas, nacieron
y se desarrollaron, con una fuerza enorme, en una especie de región geográfica
que se sitúa entre el Vístula y Gibraltar, entre las costas del norte de
Escocia y la punta de Italia. No quiero decir en absoluto que el mundo árabe,
por ejemplo, no haya tenido influencia sobre todo eso… o el Medio Oriente o el
mundo persa… Pero no por eso deja de ser cierto que, con todo, nuestro destino
de hombre moderno se tramó en esta región y durante cierta época que se sitúa
entre comienzos de la Edad Media y los siglos XVIII o XIX. A partir del
siglo XIX, hay que decir sin duda que los esquemas de pensamiento, las formas
políticas, los mecanismos económicos fundamentales que eran los de Occidente se
universalizaron por la violencia de la colonización, o, bueno, digamos que la
mayoría de las veces cobraron de hecho dimensiones universales. Y eso es lo que
entiendo por Occidente, esa suerte de pequeña porción del mundo cuyo extraño y
violento destino fue imponer finalmente sus maneras de ver, pensar, decir y
hacer al mundo entero. Es cierto que el mundo entró en rebelión contra ese
Occidente, se separó de él e intenta ahora… ha logrado hacerle perder su
posición preeminente, pero esto no impide que los instrumentos que se
utilizaron en el mundo entero para reducir a Occidente y liberarse de su yugo,
esos instrumentos, hayan sido forjados casi en su totalidad por Occidente.
—Usted dice que en Occidente no hay influencia árabe o
del Medio Oriente…
—No, al contrario, digo que la hay.
—Sí, no se puede decir que no la haya…
—Así es. No se puede decir que no la haya.
—¿En qué sentido?
—Es muy difícil, por ejemplo, concebir el desarrollo del
pensamiento, de la filosofía, de la ciencia, de la economía europea en la Edad
Media, si no se tiene en cuenta el mundo árabe. Eso es… en esa medida… Considere
el ejemplo de la religión. La religión, las transformaciones del catolicismo o,
en fin, muchas de las transformaciones del catolicismo en el transcurso de los
siglos XIV y XV se debieron a la gran influencia de una filosofía, un
pensamiento, una mística árabes. No voy a enseñarle la importancia de ese
fenómeno a alguien de cultura española como usted.
—Pero ¿cuáles eran, en concreto, esas influencias en la
vida religiosa, cultural y hasta política de Europa, en Europa que podríamos
calificar de occidental? ¿Cómo se efectuó esa especie de fusión de en cultura
occidental con el aporte de en parte oriental, árabe? ¿Cómo sucedió?
—¿Esa es la pregunta que me hace? Como usted sabe, soy un
historiador, no un filósofo que especula sobre la historia del mundo; no soy
Spengler. Por otra parte, la pregunta que usted me hace es extraordinariamente
complicada. ¿Cómo ocurrió? No, realmente, no puedo decir… Como los presidentes
norteamericanos cuando una pregunta les molesta, responderé: no comment…
—Está bien. Creo que en Occidente, lo que llamamos
Occidente, hay una influencia compleja de las culturas orientales, y podría
decirse que una gran parte de la cultura occidental se nutrió, sea de manera
directa, sea de manera contradictoria, de la cultura oriental… por una
oposición que podríamos considerar negativa pero que la engloba. ¿Cómo ve este
aspecto? Sé muy bien que usted es más historiador que filósofo de la historia,
pero, de todos modos, un historiador hace un poco de filosofía en su historia…
—Sí. Aquí hay una cuestión que, me parece, se rozó a menudo,
pero jamás se trató a fondo. Tuvimos dos grandes religiones universales en el
mundo mediterráneo; dejamos de lado a Asia, que es además otro problema.
Tuvimos dos… teníamos tres monoteísmos, el judío, el cristiano y el musulmán, y
dos religiones de vocación universalista, la religión cristiana y la religión
musulmana. ¿Cómo fue que el mundo musulmán, la religión musulmana, que hasta
los siglos XII y XIII parecía tener y tuvo en efecto un dinamismo infinitamente
más grande, más fuerte que el cristianismo, y cuyas formas religiosas,
militares, sociales, culturales parecían mucho más flexibles, mucho más ricas,
mucho más receptivas que el mundo cristiano de la alta Edad Media, cómo fue,
repito, que a partir de determinado momento las cosas se trastrocaron? El mundo
musulmán quedó inmovilizado, coagulado, en cierta manera, y fue englobado y
colonizado poco a poco por un mundo cristiano que, por su parte, se desbloqueó
y ha sido hasta nuestros días el gran foco de la universalidad. Este es un
problema de historia, pero también, en efecto, de filosofía.
—Querría que volviéramos a cosas más concretas. ¿Cómo
preparó su primer libro? ¿A partir de qué experiencias?
—Me formé filosóficamente en un clima que era el de la fenomenología
y el existencialismo. Es decir, formas de reflexión que eran inmediatamente
reales y se alimentaban, se nutrían de experiencias vividas. Y en el fondo, lo
que constituía la filosofía, el discurso filosófico, era la dilucidación de esa
experiencia vivida. Ahora bien, sin que todavía sepa muy bien por qué, en esos
años, las décadas de los cincuenta, sesenta, setenta, se produjo un cambio
importante, pese a todo, en la reflexión teórica tal como se desarrollaba
particularmente en Francia: una importancia cada vez más reducida asociada a la
experiencia inmediata, vivida, íntima de los individuos. En contraste, una
importancia creciente atribuida a la relación de las cosas entre sí, a las
culturas diferentes de las nuestras, a los fenómenos históricos, a los
fenómenos económicos. Considere qué importante fue Lévi-Strauss, por lo menos
en la cultura francesa. Ahora bien, a decir verdad, si hay alguien que está
lejos de la experiencia vivida es sin duda Lévi-Strauss, cuyo objeto era la
cultura más ajena posible a la nuestra. Asimismo la importancia del
psicoanálisis, y sobre todo del psicoanálisis de tipo lacaniano en Francia, que
comenzó por esos años, ¿a qué se debía, si no, justamente, al hecho de que en
ese psicoanálisis no se recurría, no había que vérselas con la experiencia
vivida de los individuos, no era eso lo que se pretendía dilucidar, sino las
estructura del inconsciente, no la conciencia sino el inconsciente? En
consecuencia, me interesé por razones personales, biográficas, en ese problema
de la locura, y tampoco yo tuve la tentación de tratar de discernir en lo
íntimo de mi conciencia cuál podía ser la relación que mantenía con la locura o
con mi locura, y me apasionó en cambio el problema del estatus histórico,
social y político de la locura en una sociedad como la nuestra. De modo que me
vi de inmediato en la necesidad de utilizar material histórico y, en vez de
hacer la introspección, el análisis de mí mismo, el análisis de mi experiencia
vivida, me sumergí de cabeza en el polvo de los archivos y traté de recuperar
documentos, textos, testimonios concernientes al estatus de la locura.
—Usted habla te ese estatus te la locura en los planos
político, social histórico. ¿Cómo lo recorrió en lo trayectoria te su
investigación?
—La locura se medicalizó cada vez más a través de toda la
historia de Occidente. En la Edad Media, por supuesto, se consideraba que
algunos individuos estaban enfermos del espíritu, la cabeza o el cerebro. Pero
era algo absolutamente excepcional. En lo esencial, al loco, el desviado, el
irregular, aquel que no se comportaba o no hablaba como todo el mundo, no se lo
percibía como un enfermo. Y poco a poco se comenzó a anexar a la medicina el
fenómeno de la locura, a considerar que la locura era una forma de enfermedad
y, en resumidas cuentas, que cualquier individuo, aun normal, estaba tal vez
enfermo, en la medida en que podía estar loco. Esta medicalización es en
realidad un aspecto de un fenómeno más amplio que es la medicalización general
de la existencia. Diría de manera muy esquemática que el gran problema de las
sociedades occidentales desde la Edad Media hasta el siglo XVIII fue en
verdad el derecho, la ley, la legitimidad, la legalidad, y que se conquistó
laboriosamente una sociedad de derecho, el derecho de los individuos, en el
transcurrir de todas las luchas políticas que atravesaron, que sacudieron
Europa hasta el siglo XIX; y en el momento mismo en que se creía, en que los
revolucionarios franceses, por ejemplo, creían llegar a una sociedad de
derecho, resulta que pasó algo que yo trato justamente de analizar, algo que
abrió las puertas a la sociedad de la norma, la salud, la medicina, la
normalización que es nuestro modo esencial de funcionamiento en la actualidad.
Mire lo que pasa hoy en día en la justicia penal de la
mayoría de los países de Europa. Cuando hay que ocuparse de un criminal, la
cuestión es al punto saber si no está loco, cuáles son los motivos psicológicos
por los cuales ha cometido su crimen, los trastornos que experimentó durante su
infancia, las perturbaciones de su medio familiar… Las cosas se psicologizan de
inmediato; psicologizarlas, es decir medicalizarlas.
—Usted habla te la medicalización, no sólo de la locura.
—Sí, y de los individuos en general, de la existencia en
general. Mire, por ejemplo, lo que pasa con referencia a los niños. En el
siglo XVIII empezó a haber una preocupación intensa por la salud de los
niños, y gracias a ella, por lo demás, se pudo bajar en medida considerable su
mortalidad. La mortalidad infantil aún era gigantesca a fines del siglo XVIII,
pero la medicalización no dejó de extenderse y acelerarse y ahora los padres
están con respecto a los hijos en una posición que es casi siempre
medicalizadora, psicologizadora, psiquiatrizadora. Ante la menor angustia del
niño, la menor ira o el menor miedo: ¿qué pasa, qué pasó, lo destetamos mal,
está liquidando su Edipo? Así, el pensamiento médico, la inquietud médica
parasitan todas las relaciones…
—¿Qué es el pensamiento médico? ¿En qué sentido utiliza
usted la expresión?
—Por pensamiento médico entiendo una manera de percibir las
cosas que se organiza alrededor de la norma, esto es, que procura deslindar lo
que es normal de lo que es anormal, que no son del todo, justamente, lo lícito
y lo ilícito; el pensamiento jurídico distingue lo lícito y lo ilícito, el
pensamiento médico distingue lo normal y lo anormal; se asigna, busca también
asignarse medios de corrección que no son exactamente medios de castigo, sino
medios de transformación del individuo, toda una tecnología del comportamiento
del ser humano que está ligada a ese fin…
—¿Y cómo se produce le formación te todo eso en el
movimiento histórico?
—Todo eso está profundamente ligado al desarrollo del
capitalismo, y me refiero a que para este no fue posible funcionar con un
sistema de poder político en cierta forma indiferente a los individuos. El
poder político en una sociedad de tipo feudal consistía esencialmente en que
los pobres pagaran contribuciones al señor o a la gente que ya era rica, y
prestaran asimismo el servicio de las armas. Pero nadie se preocupaba mucho de
lo que hacían los individuos; en suma, el poder político era indiferente. Lo
que existía a ojos del señor era su tierra, era su aldea, eran los habitantes
de su aldea, eran como mucho las familias, pero los individuos, en concreto, no
caían bajo el ojo del poder. Llegó un momento en que fue preciso que cada cual
fuera efectivamente percibido por el ojo del poder, si se aspiraba a tener una
sociedad de tipo capitalista, es decir, con una producción que fuera lo más
intensa posible, lo más eficaz posible; cuando, en la división del trabajo, fue
necesario que hubiera personas capaces de hacer esto y otras de hacer aquello,
cuando apareció también el miedo de que movimientos populares de resistencia,
de inercia o de rebelión derrocaran todo ese orden capitalista que estaba
naciendo, fue menester entonces una vigilancia precisa y concreta sobre todos
los individuos, y creo que la medicalización a la que me refería está ligada a
esa necesidad.
—¿Cómo establece le relación?
—Con la medicalización, la normalización, se llega a crear
una especie de jerarquía de individuos capaces o menos capaces, el que obedece
a una norma determinada, el que se desvía, aquel a quien se puede corregir,
aquel a quien no se puede corregir, el que puede corregirse con tal o cual
medio, aquel en quien hay que utilizar tal otro. Todo esto, esta especie de
toma en consideración de los individuos en función de su normalidad, es, creo,
uno de los grandes instrumentos de poder en la sociedad contemporánea.
—En función de su eficacia de producción…
—Sí, su eficacia de producción en el sentido muy general de
la expresión.
—Sí, no de producción simplemente…
—No de producción simplemente manual…
—… de mercancías. Producción humana…
—Así es.
—Puede ser el arte mismo…
—Eso es, sin duda alguna.
—En todo lo que usted dice hay muchas cosas. Tantas que
no sé por cuál empezar. Por ejemplo, usted dice que la relación que hay entre
la medicalización y la necesidad de cierta eficacia social se estableció en el
momento del capitalismo.
—Así es, sí.
—¿Y cómo podría describirse ese momento?
—Es un fenómeno que duró mucho tiempo y pasó por mil canales
diferentes. Por ejemplo, lo vemos aparecer muy pronto en el orden religioso,
aun antes de la Reforma, cuando se comienzan a desarrollar prácticas de
devoción, prácticas de confesión, de dirección de conciencia, de examen de
conciencia, que demuestran el intenso interés que pone la Iglesia Católica en
los individuos y no sólo en sus pecados, en una especie de comportamiento legal
o ilegal; no, se pretende saber de veras cómo son las cosas en la cabeza y el
corazón de la gente. Se trata de un fenómeno que vemos aparecer muy pronto,
hacia el siglo XV y comienzos del siglo XVI. A partir de ese momento vemos
también que Occidente se empieza a preocupar mucho por la educación, no sólo la
educación de los clérigos, sino asimismo la educación de las personas que
estarán destinadas a ser mercaderes, comerciantes, hombres de ley. Se empieza a
formar a los niños bastante pronto; esta educación que todavía es burguesa será
más popular a continuación. Y lo mismo en el ejército: en los siglos XVI y XVII
vemos aparecer los fenómenos de disciplinarización. Es por tanto un fenómeno
múltiple, que en líneas generales puede situarse bajo el signo del desarrollo
del capitalismo, pero en realidad, cuando las cosas se examinan en detalle, se
advierte que es un proceso que tuvo numerosos orígenes y que finalmente, poco a
poco, se organizó en un haz.
—Que se inserta en una trayectoria histórica…
—Eso es.
—Usted decía que esa preocupación que puede calificarse
de elitista de la burguesía se convierte en una preocupación popular.
—Creo que una de las cosas importantes es que justamente
todas esas preocupaciones acerca del cuerpo, la salud, la normalidad, la
burguesía las tuvo ante todo con respecto a sí misma, a su descendencia, a sus
hijos, a la gente que formaba parte de ese grupo, y poco a poco se aplicaron
procedimientos de normalización a otros estratos sociales, en particular al
proletariado.
—¿A qué obedece ese hecho?
—En un principio, la burguesía se ocupó en lo fundamental de
su propia salud. De alguna manera, era a la vez su salvación y la afirmación de
su fuerza. Después de todo, la salud de los obreros la tenía sin cuidado.
Recuerde lo que Marx cuenta sobre la tremenda masacre de la clase obrera que se
presenció en Europa a comienzos del siglo XIX, cuando, en condiciones
espantosas de alojamiento, subalimentados, la gente, hombres, mujeres y sobre
todo niños, estaban obligados a trabajar una cantidad de horas inimaginable
para nosotros: dieciséis, diecisiete horas por jornada de trabajo. De allí una
terrible mortalidad. Y después, a partir de determinado momento, al plantearse
de otro modo los problemas de la mano de obra, fue necesario conservar el mayor
tiempo posible a los obreros que uno empleaba, y se advirtió que valía más
hacer trabajar intensamente a un obrero durante ocho, nueve, diez horas, en vez
de matarlo al forzarlo a trabajar catorce, quince o dieciséis. El material
humano constituido por la clase obrera comenzó a considerarse poco a poco como
un recurso precioso del que no había que abusar.
—Casi un medio material… ¿Querría contarnos cómo pasó de
un libro a otro?
—No soy filósofo ni escritor. No hago una obra, hago
investigaciones que son históricas y políticas al mismo tiempo; a menudo me
dejo llevar por problemas con los que me topo en un libro, que no puedo
resolver en él, y procuro entonces abordarlos en un libro siguiente. También
hay fenómenos de coyuntura que hacen que, en un momento dado, tal problema
aparezca como un problema urgente, políticamente urgente en la actualidad, y a
causa de ello me interese. Escribí la Historia de la locura hacia los
años 1955-1960; poca gente, en definitiva, se interesaba en ese problema, la
antipsiquiatría acababa de ponerse en marcha en Gran Bretaña, pero nadie
conocía su existencia en Francia y yo no sabía que Laing y Cooper existían. En
esa época, fue verdaderamente por razones de interés personal que sentí la
necesidad de escribir ese libro. En cambio, cuando escribí algo sobre el
sistema penal y las prisiones, hace hoy tres años, lo hice en relación con todo
el movimiento de impugnación del sistema penal al que se había asistido en
Francia, Italia, Alemania, los Estados Unidos. En ese caso era para responder a
una demanda inmediata.
—Su trabajo consiste más bien en la investigación
histérica y política. ¿Qué podría decirme al respecto?
—En el transcurso de los últimos cien años, poco más o
menos, el análisis político siempre estuvo regido o bien por teorías
económicas, o bien por una filosofía de la historia; digamos: por
construcciones teóricas importantes y un tanto solemnes, como el marxismo.
Ahora bien, yo creo que la experiencia que se ha hecho durante estos últimos
veinte, treinta años, por ejemplo con el estalinismo, y también con China,
volvió inutilizables, al menos en muchos de sus aspectos, los análisis
tradicionales del marxismo. En esa medida, creo que era preciso, no, de ningún
modo, abandonar el marxismo como una suerte de vieja manía digna de burlas,
sino ser mucho menos fieles de lo que se pretendía serlo antaño a la letra
misma de la teoría, e intentar resituar los análisis políticos que pueden
hacerse sobre la sociedad actual no tanto en el marco de una teoría coherente
como contra el telón de fondo de una historia real. Me parece que el fracasado
intento de los grandes sistemas teóricos de hacer el análisis político actual
es el que nos remite ahora a una especie de empirismo que tal vez no esté muy
lleno de gloria, el empirismo de los historiadores.
—¿Cómo se sitúa su trabajo de historiador en relación con
esa situación?
—Se trata en esencia de un trabajo a partir de una
interrogación política, política en sentido amplio: ¿cuáles son las relaciones
de poder que actúan en una sociedad como la nuestra? Poder de la razón sobre la
locura, era ese libro; poder de los médicos sobre los enfermos, es un libro que
hice sobre la clínica; poder del aparato judicial sobre los delincuentes, poder
sobre la sexualidad de los individuos… Son los libros que empecé a publicar
hace poco. En el fondo, es el análisis de las relaciones de poder en nuestra
sociedad.
—¿Y qué es de relación de poder?
—Creo que, tradicionalmente, se consideraba que para
analizar el poder bastaba con estudiar las formas jurídicas que regían lo que
estaba permitido y lo que estaba prohibido.
—La norma…
—No, justamente, no del todo la norma, el derecho, la ley.
En realidad me parece que el derecho que diferencia lo permitido y lo prohibido
no es de hecho más que un instrumento de poder en definitiva bastante
inadecuado y bastante irreal y abstracto. Que, en concreto, las relaciones de
poder son mucho más complejas, y lo que traté de analizar es precisamente todo
lo extrajurídico, todas las coacciones extrajurídicas que pesan sobre los
individuos y atraviesan el cuerpo social.
—¿Qué es lo extrajurídico?
—Tomemos un ejemplo muy simple. Cuando un médico psiquiatra
impone a un individuo una internación, un tratamiento, un estatus, cuando lo
pone en un estatus que no es el de ciudadano con todas las de la ley, sale del
derecho, aun cuando algunos de sus actos estén protegidos por él. A la inversa,
cuando un aparato judicial, como un tribunal penal, dice ante un criminal no
saber qué hacer con él, y se remite a un psiquiatra para pedirle una pericia
que indique si este individuo es normal o anormal, se sale del derecho. La
pregunta del derecho es: ¿ha hecho tal o cual cosa, es él quien la hizo, había
circunstancias atenuantes, como se lo va a castigar? Eso es todo. Cuando se
pregunta: ¿es normal, anormal, tenía pulsiones agresivas?, lo jurídico, como se
dará cuenta, sale de lo jurídico y entra en lo médico. Todos esos fenómenos son
los que me interesan.
—Es lo que usted llama el poder.
—Sí. Creo que los mecanismos de poder son mucho más amplios
que el mero aparato jurídico, legal, y que el poder se ejerce mediante
procedimientos de dominación que son muy numerosos.
—Usted dice que hay un poder jurídico y que existe lo
extrajurídico donde también se opera un poder. ¿Y la relación de todo esto
sería el poder?
—Sí, son las relaciones de poder. Como usted sabe, las
relaciones de poder son las que los aparatos de Estado ejercen sobre los
individuos, pero asimismo la que el padre de familia ejerce sobre su mujer y
sus hijos, el poder ejercido por el médico, el poder ejercido por el notable,
el poder que el dueño ejerce en su fábrica sobre sus obreros.
—Si no entendí mal, más que un poder hay relaciones
complejas del poder…
—Eso es.
—¿Cómo concibió usted la génesis de esos poderes? ¿Cómo
se difunden en nuestros días, y a partir de qué?
—Muy a pesar de su complejidad y su diversidad, esas
relaciones de poder logran organizarse en una especie de figura global.
Podríamos decir que es la dominación de la clase burguesa o de algunos de sus
elementos sobre el cuerpo social. Pero no me parece que sean la clase burguesa
o tales o cuales de sus elementos los que imponen el conjunto de esas
relaciones de poder. Digamos que esa clase las aprovecha, las utiliza, las
modifica, trata de intensificar algunas de esas relaciones de poder o, al
contrario, de atenuar algunas otras. No hay, pues, un foco único del que todas
ellas salgan como si fuera por emanación, sino un entrelazamiento de relaciones
de poder que, en suma, hace posible la dominación de una clase social sobre
otra, de un grupo sobre otro.
—Es una especie de lugar donde históricamente se situó
una clase como la burguesía, que, en un nivel histórico, toma una suerte de
poder desarrollado también en un nivel histórico.
—Eso es, sí.
—Y lo aprovecha consciente e inconscientemente.
—Muy bien.
—Usted dijo que la locura no es una locura hasta el
momento en que aparece una sociedad que la crea…
—No quiero decir que la locura no existía. Creo que la
categoría de enfermedad mental que engloba una cantidad considerable de
individuos y conductas diferentes es algo relativamente nuevo. Lo reitero, los
griegos, los romanos, los árabes, la gente de la Edad Media, admitían en efecto
que algunos individuos estaban enfermos del cerebro, como decían, o del
espíritu o la cabeza, pero se conocía solamente a algunos. En cuanto al resto,
había mucha tolerancia. Considere, en árabe, por ejemplo, el uso de la palabra meznoun:
meznoun es alguien que es un poquito así, que está tal vez un poco
emparentado con el diablo; de todas maneras, no es un enfermo mental para quien
corresponda la intervención de un médico y una iniciativa terapéutica.
—Usted establece una relación entre norma y
jurisprudencia y las categorías de la locura…
—La jurisprudencia es el saber jurídico acumulado sobre la
base de la propia práctica judicial. Hay, ciertamente, una jurisprudencia de la
locura, pero, en fin, no es eso lo importante…
—Es más bien la medicalización.
—Sí.
—Ahora, si le parece, me gustaría que habláramos de su
último libro, un vasto proyecto… querría que me dijese cuál es la concepción
del proyecto.
—La concepción del proyecto es a la vez simple y un poquito
delicada de explicar. A decir verdad, no tenemos en francés, y no sé si la hay
en otras lenguas, una palabra que designe con exactitud lo que querría hacer,
el tema del que querría hablar. No quiero hablar de la sexualidad en cuanto
organización fisiológica en el cuerpo, y ni siquiera de la sexualidad como
comportamiento. Lo que me interesa es saber, hacer la historia del modo como se
planteó la cuestión de la sexualidad en los discursos religiosos, científicos,
morales, políticos y también económicos, qué forma de interés hubo, desde la
Edad Media, por la sexualidad. Me parece en efecto que, si bien es cierto que
la sexualidad estuvo fuertemente regimentada por sistemas de interdictos en
nuestra sociedad, hay asimismo un fenómeno importante sobre el cual quizá no se
haya insistido mucho, y es que nuestras sociedades tuvieron un interés cada vez
más grande y cada vez más intenso por ella. Poco a poco llego a considerarse
que era lo más importante para la existencia humana. Se llegó a decir que si se
comprende la sexualidad de un individuo, se ha comprendido, a grandes rasgos,
lo esencial de lo que él es, de lo que son su vida, su existencia, su destino.
Se trata entonces de la historia del interés que las sociedades occidentales
han tenido por la sexualidad. No es mi intención explorar esa historia ni de
manera parcial ni en su totalidad, no quiero hacer una historia meramente
exhaustiva: me limitaré a ciertos aspectos. En el próximo volumen estudiaré la
concepción cristiana de la carne desde la Edad Media hasta el siglo XVII,
y a continuación estudiaré la manera como se problematizó la sexualidad de los
niños, luego la de las mujeres, luego la de los perversos…
—¿Y estima dedicar mucho tiempo al proyecto?
—No sé muy bien. Diez años…
—Volvamos a La voluntad de saber. Tiene cosas que me
parecen muy interesantes. La relación que usted establece entre algo de la cual
se hablaba de manera más general, la relación entre la manera de vivir la
sexualidad en Oriente con…
—El arte erótico… En Occidente, el interés por la sexualidad
estaba esencialmente ligado al deseo de constituir a su respecto un discurso
científico que permitiera a la vez analizarla, controlarla, normalizarla.
Mientras que en otras sociedades —orientales o no, por lo demás—, sociedades no
occidentales, también hubo una gran preocupación por la sexualidad, pero la
mayoría de las veces, me parece, con perspectivas como la de cultivarla,
hacerla lo más intensa posible, llevar el placer al máximo, ponerlo al servicio
de la vida espiritual. Me parece que tenemos con ello dos tipos de relación con
la sexualidad.
—¿Qué pudo producir esta situación en materia de vida
cotidiana?
—Produce lo siguiente: por una parte, tenemos la
valorización general de la sexualidad, la conciencia que habita en cada uno en
cuanto a que esta es lo más importante para su persona y que, si quiere
conocerse a sí mismo, debe interrogar a su sexualidad. Una de las consecuencias
de este hecho es también que la sexualidad se convierte en un objeto
medicalizable Con respecto al cual, cuando tenemos un problema o una molestia,
nos derivan al psiquiatra, al psicoanalista, al psicólogo, al sexólogo, al
terapeuta.
—Usted define la voluntad de saber como la búsqueda de la
autoconciencia…
—En Occidente la sexualidad ha sido esencialmente el objeto
de un saber. Ese saber no es de fecha reciente, no fue con Freud con quien
comenzamos a decimos simplemente que el secreto del hombre estaba en su
sexualidad; ya se había dicho antes de él: los psiquiatras y los médicos del
siglo XIX, y también lo habían dicho el pensamiento cristiano, la teología
cristiana, la pastoral cristiana.
—En su libro, usted dice asimismo que esa especie de
voluntad de saber es contradictoria.
—No, ¿en qué sentido?
—En el sentido de que, a partir del siglo XIX, creo,
hay una sobreabundancia de discursos sobre la sexualidad, pero sólo por
contradicción ese discurso se convierte en voluntad de saber, porque su primera
voluntad era ocultarse.
—Sí, bueno, no estoy seguro de que desde el principio haya
sido una voluntad de ocultar, porque en los hechos, claro está, se prohibieron
unas cuantas cosas, se prohibió decir, mostrar unas cuantas cosas, pero al
mismo tiempo siempre se procuró saber qué pasaba, como era. Mire lo que pasa en
la Edad Media o en los siglos XVI y XVII. Las reglas de decencia se
tornaron cada vez más estrictas, pero al mismo tiempo la indiscreción de los
confesores era cada vez más grande. Y se prohibía sin duda a la gente hablar
públicamente de ciertas cosas, pero piense en los detalles que se les pedían en
confesión, y piense sobre todo en toda la atención que se les obligaba a
prestar a su sexualidad, a los diferentes movimientos de su deseo, a todo lo
que pasaba en su corazón y su cuerpo. La intensificación de esa relación indica
en el fondo una curiosidad muy profunda bajo el silencio que se imponía.
—¿Cuáles son las perspectivas de esa voluntad de saber y
cuáles serán las perspectivas de la voluntad de gozar, por decirlo de algún
modo, de la sexualidad no occidental?
—En cuanto a las sociedades no occidentales, no sabría
decírselo. Creo que esta voluntad de saber occidental produce fenómenos muy
curiosos, pues en verdad es ella la que hizo tomar conciencia a la gente de que
su sexualidad no era libre. Por consiguiente, los movimientos de liberación
sexual que se desarrollaron en Occidente nacieron en parte de los mecanismos
mismos por medio de los cuales se trataba de sojuzgar. En ese aspecto, el
avance del poder provoca como contragolpe un movimiento de resistencia.
—¿Cuáles son sus consecuencias?
—En la actualidad nos encontramos en una situación que es
relativamente peligrosa, en el sentido de que un interés demasiado fuerte,
demasiado médico por la sexualidad corre el riesgo de someterla a un poder
normalizador. Creo, en cambio, que en los movimientos de liberación que han
surgido en tiempos recientes, que pueden surgir aún, la reivindicación de una
sexualidad libre…
PUNTO Y APARTE
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