domingo, 3 de junio de 2018

NOAM CHOMSKY : EL TERRORISMO Y DECLIVE ESTADOUNIDENSE

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Causas y consecuencias del declive estadounidense

«Es bien sabido» que Estados Unidos, al que «hace solo unos años se le pedía que tomara las riendas del mundo como un coloso de poder y atractivo sin parangón [...] está en declive y se enfrenta a la inquietante perspectiva de su decadencia final».1 En esa idea, presentada en el número del verano de 2011 de la revista de la Academia de Ciencias Políticas, hay bastante acuerdo, y con cierta razón, aunque conviene hacer algunas puntualizaciones. De hecho, el declive empezó cuando el poder de Estados Unidos era máximo, poco después de la Segunda Guerra Mundial, y la retórica de la década de triunfalismo tras el derrumbe de la Unión Soviética fue, más que nada, una ilusión. Además, el corolario más común —que el poder se desplazará a China y la India— es altamente dudoso, ya que son países pobres con graves problemas internos. El mundo se está tornando más diverso, pero en el futuro próximo no hay ningún competidor para el poder global hegemónico, de Estados Unidos, a pesar de su declive.
Por recordar una parte relevante de la historia, durante la Segunda Guerra Mundial los estrategas de Estados Unidos reconocieron que el país emergería de la guerra en una posición de poder aplastante. Queda muy claro por el registro documental que «el presidente Roosevelt estaba apuntando a la hegemonía de Estados Unidos en el mundo de la posguerra», por citar la valoración del historiador y diplomático Geoffrey Warner, uno de los especialistas más destacados en la materia.2 Partiendo de esa idea, se desarrollaron planes para que Estados Unidos controlara el «Área Grande», una distribución geográfica que se extendía a casi todo el mundo. Estas doctrinas todavía imperan, si bien su alcance es menor.
Los planes realizados en tiempo de guerra, para ponerlos en marcha de inmediato, no eran impracticables. Estados Unidos había sido de lejos el país más rico del mundo. La guerra terminó con la Gran Depresión y la capacidad industrial estadounidense casi se cuadruplicó, mientras que los rivales quedaron diezmados. Al final de la guerra, Estados Unidos poseía la mitad de la riqueza del mundo y no tenía rival en seguridad.3 A cada región del Área Grande se le asignó su función dentro del sistema global. La posterior guerra fría consistió, básicamente, en los intentos de las dos superpotencias de imponer orden en sus propios dominios: en el caso de la Unión Soviética, Europa del Este; en el caso de Estados Unidos, la mayor parte del mundo.
En 1949, el Área Grande que Estados Unidos planeaba controlar ya estaba erosionándose seriamente con «la pérdida de China», como se suele denominar.4 La expresión es interesante: solo se puede «perder» lo que posee, de manera que se da por sentado que Estados Unidos posee la mayor parte del mundo por derecho. Poco después, el sureste asiático empezó a escapar del control de Washington y sufrió guerras horrendas en Indochina e inmensas masacres en Indonesia en 1965 cuando se restauró el dominio de Estados Unidos. Entretanto, la subversión y la violencia masiva continuaron en otros lugares en un esfuerzo por mantener lo que se denominó «estabilidad».
Sin embargo, cuando el mundo industrializado se reconstruyó y la descolonización siguió su doloroso curso, el declive ya era inevitable. En 1970, la porción de la riqueza del mundo en manos de Estados Unidos había disminuido hasta alrededor del 25 %.5 El mundo industrializado estaba haciéndose «tripolar», con los polos en Estados Unidos, Europa y Asia; este último continente estaba convirtiéndose ya en la región más dinámica del globo y su centro era Japón.
Veinte años después, la URSS se derrumbó. La reacción de Washington nos enseña mucho sobre la realidad de la guerra fría. La primera Administración Bush, a la sazón presidente de Estados Unidos, declaró inmediatamente que no habría cambios en su política y para ello se emplearon varios pretextos; la enorme institución militar no se mantendría como defensa contra los rusos, sino para enfrentarse a la «sofisticación tecnológica» de las potencias del Tercer Mundo. De forma similar, sería necesario mantener «la base industrial de defensa», un eufemismo para referirse a la avanzada industria que depende en gran medida del subsidio y de la iniciativa del Gobierno. Las fuerzas de intervención todavía tenían que dirigirse a Oriente Próximo, donde los problemas serios «no podían dejarse a las puertas del Kremlin», al contrario de lo expuesto en medio siglo de engaño. Se reconoció, en voz baja, que el problema siempre había sido el «nacionalismo radical», es decir, el intento de los países de buscar un camino independiente sin seguir los principios del Área Grande.6 Esos principios no se modificaron en lo fundamental, como la doctrina Clinton (por la que Estados Unidos podía usar unilateralmente el poder militar para impulsar sus intereses económicos) y la expansión global de la OTAN pronto dejarían claro.
Hubo un período de euforia después del derrumbe de la superpotencia enemiga, repleto de eufóricos cuentos sobre «el final de la historia» y la sorprendente aclamación de la política exterior del presidente Bill Clinton, que había entrado en una «fase noble» con un «brillo de santidad», porque por primera vez en la historia una nación estaría guiada por el «altruismo» y consagrada a «principios y valores». Ya nada se interponía en el camino de un «Nuevo Mundo idealista dispuesto a poner fin a la inhumanidad», que por fin podría aplicar, sin trabas, normas internacionales derivadas de la intervención humanitaria. Y eso son solo unas pocas muestras de los fervientes elogios de destacados intelectuales del momento.7
No todos estaban tan embelesados. Las víctimas habituales, el sur global, condenaron con vehemencia «el llamado “derecho” de intervención humanitaria», ya que se daban cuenta de que no se trataba de nada más que el viejo «derecho» del dominio imperial vestido con ropas nuevas.8 Al mismo tiempo, algunas voces serias entre la elite política nacional vieron que, para gran parte del mundo, Estados Unidos «estaba convirtiéndose en la superpotencia canalla», «la mayor amenaza externa a sus sociedades» y que «el primer estado canalla es hoy Estados Unidos», por citar a Samuel P. Huntington, profesor de Ciencias Políticas en Harvard, y Robert Jervis, presidente de la Asociación Americana de Ciencias Políticas.9 Tras la presidencia de George W. Bush, la creciente hostilidad de la opinión pública mundial ya no se podía pasar por alto; en el mundo árabe en particular, la valoración de Bush cayó en picado. Obama ha logrado la impresionante hazaña de hundir todavía más esa valoración, por debajo del 5 % de aprobación en Egipto y no mucho más alta en otras partes de la región.10
Mientras tanto, el declive seguía. En la última década, Sudamérica también se ha «perdido». Eso es bastante grave; cuando la Administración Nixon estaba planeando la destrucción de la democracia chilena —el golpe militar respaldado por Estados Unidos, el primer 11-S, que instaló la dictadura del general Augusto Pinochet—, el Consejo de Seguridad Nacional advirtió con inquietud que si Estados Unidos no podía controlar Latinoamérica no cabía esperar «un orden próspero en ningún otro lugar del mundo».11 No obstante, mucho más serios iban a ser los movimientos hacia la independencia en Oriente Próximo, por razones reconocidas sin ambages en los planes inmediatos tras la Segunda Guerra Mundial.
Un peligro más: podría haber movimientos significativos hacia la democracia. El director ejecutivo de The New York Times, Bill Keller, escribió unas conmovedoras palabras sobre el «anhelo [de Washington] por abrazar a los esperanzados demócratas en el norte de África y Oriente Próximo».12 Sin embargo, los sondeos sobre la opinión de los árabes revelaron con mucha claridad que sería un desastre para Washington dar pasos hacia la creación de democracias que funcionaran, en las que la opinión pública influiría en la política: como hemos visto, la población árabe considera a Estados Unidos una amenaza fundamental y lo expulsaría de la región junto con sus aliados si les dieran la oportunidad.
Si bien las políticas de larga duración de Estados Unidos son, en gran medida, estables, con ajustes tácticos, Obama ha aportado algunos cambios significativos. El analista militar Yochi Dreazen y sus coautores observaron en Atlantic que mientras que la política de Bush consistía en capturar (y torturar) sospechosos, Obama simplemente los asesina, mediante el rápido aumento del uso de armas terroríficas (drones) y del personal de las Fuerzas Especiales, muchos de ellos equipos de asesinos.13 Se han desplegado unidades de las Fuerzas Especiales en ciento cuarenta y siete países.14 Esos soldados, ya tan numerosos como todo el ejército de Canadá, son, en efecto, un ejército privado del presidente, una cuestión debatida en detalle por el periodista de investigación Nick Turse en la web TomDispatch.15 El equipo que Obama envió para asesinar a Osama bin Laden ya había llevado a cabo, quizás, una docena de misiones similares en Pakistán. Como ilustran este y otros hechos, aunque la hegemonía de Estados Unidos ha disminuido, su ambición no lo ha hecho.
Otro asunto del que se suele hablar, al menos entre aquellos que no se obstinan en estar ciegos, es que el declive estadounidense es autoinfligido en buena parte. La ópera cómica representada en Washington sobre el posible «cierre» del Gobierno, que asquea al país (una gran mayoría de los ciudadanos piensan que habría que desmantelar el Congreso) y desconcierta al mundo, tiene pocos antecedentes en los anales de la democracia parlamentaria. El espectáculo ha llegado a atemorizar incluso a los patrocinadores de la charada. A los poderes empresariales les preocupa ahora que los extremistas a los que ayudaron a poner en el Gobierno decidan derribar el edificio en el que se basa su riqueza y sus privilegios, el poderoso «Estado niñera» que sirve a sus intereses.
El eminente filósofo social John Dewey describió en cierta ocasión la política como «la sombra proyectada en la sociedad por grandes empresas» y advirtió de que «atenuar la sombra no cambiará su sustancia».16 Desde la década de 1970, esa sombra se ha convertido en una nube oscura que envuelve a la sociedad y el sistema político. El poder de las empresas, a estas alturas formado en gran medida por el capital financiero, ha alcanzado un punto donde ambas organizaciones políticas —que ya apenas se parecen a partidos tradicionales— están mucho más a la derecha que la población en las cuestiones fundamentales que se debaten.
En cuanto a la ciudadanía, la principal preocupación es la profunda crisis del empleo. En las circunstancias actuales, ese problema crítico solo podría haberse superado mediante un significativo estímulo del Gobierno, mucho más allá del que inició Obama en 2009, que apenas compensó la reducción del gasto a escala estatal y local, aunque probablemente todavía salvó millones de empleos. En cuanto a las instituciones financieras, la preocupación principal es el déficit. Por consiguiente, solo se discute el déficit. Una inmensa mayoría de la población (72 %) está a favor de abordar el déficit con impuestos a los muy ricos.17 Una abrumadora mayoría se opone a los recortes en programas de salud (69 % en el caso de Medicaid, 78 % en el de Medicare).18 El resultado más probable es, por lo tanto, el opuesto.
En el informe que presenta los resultados de un estudio sobre cómo eliminaría la ciudadanía el déficit, Steven Kull, director del Programa de Consulta Pública, que llevó a cabo el estudio, escribe que «claramente tanto el Gobierno como la Cámara de Representantes dirigida por republicanos llevan el paso cambiado con los valores de la ciudadanía y las prioridades en relación con el presupuesto [...]. La mayor diferencia en gasto es que la ciudadanía prefería grandes recortes en gastos de defensa, mientras que el Gobierno y la Cámara de Representantes preferían incrementos modestos [...]. La opinión pública también prefería gastar más en formación laboral, educación y control ambiental que el Gobierno y la Cámara».19
Los costes de las guerras de Bush-Obama en Irak y Afganistán se calculan ahora en 4,4 billones de dólares; una gran victoria para Osama bin Laden, cuyo objetivo anunciado era llevar a Estados Unidos a la bancarrota metiéndolo en una trampa.20 El presupuesto militar de Estados Unidos para 2011 —casi equivalente al del resto del mundo combinado— era más alto en términos reales (con ajustes según la inflación) que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial, y tendía a elevarse todavía más. Se habla mucho de recortes proyectados, pero esos informes no mencionan que, si se producen, serán respecto a los índices de crecimiento proyectados por el Pentágono para el futuro.
La crisis del déficit ha sido en gran medida fabricada como arma para destruir odiados programas sociales de los cuales depende buena parte de la población. El muy respetado corresponsal económico Martin Wolf, de The Financial Times, escribe: «No es que abordar la posición fiscal sea urgente [...]. Estados Unidos puede conseguir préstamos en condiciones favorables, con un interés en bonos a diez años próximo al 3 %, como predijeron los pocos que no se pusieron histéricos. El reto fiscal lo es a largo plazo, no inmediato.» Y es significativo lo que añade: «Lo más sorprendente de la posición fiscal federal es que se prevé que los ingresos públicos sean solo el 14,4 % del PIB en 2011, muy por debajo del promedio de la posguerra, cuando estaban en torno al 18 %. La previsión de ingresos por impuestos sobre las personas fue de solo el 6,3 % del PIB en 2011. Este no estadounidense no puede entender a qué viene el alboroto: en 1988, al final del período de Ronald Reagan, la recaudación era de un 18,2 % del PIB. Los ingresos fiscales tienen que aumentar sustancialmente para frenar el déficit.» Asombroso, ciertamente, pero la reducción del déficit es la exigencia de las instituciones financieras y los superricos, y en una democracia en rápido declive eso es lo que cuenta.21
Aunque la crisis de déficit se ha fabricado pensando en la salvaje guerra de clases, la crisis de la deuda a largo plazo es grave y lo ha sido desde que la irresponsabilidad fiscal de Ronald Reagan convirtió a Estados Unidos de principal acreedor en principal deudor del mundo, triplicando la deuda nacional y elevando las amenazas a la economía, que aumentaron con rapidez con George W. Bush. Por ahora, no obstante, la principal preocupación es la crisis del desempleo.
El «compromiso» final sobre la crisis —o, de manera más precisa, la capitulación ante la extrema derecha— era lo contrario de lo que deseaba la ciudadanía. Pocos economistas serios estarían en desacuerdo con el economista de Harvard Lawrence Summers en que «el problema actual de Estados Unidos es mucho más el déficit de empleo y crecimiento que un excesivo déficit presupuestario» y en que el acuerdo alcanzado en Washington para elevar el límite de deuda, aunque preferible a un (altamente improbable) default, es probable que cause más daños a una economía ya deteriorada.22
Ni siquiera se menciona la posibilidad, discutida por el economista Dean Baker, de acabar con el déficit si se cambia la privatización disfuncional del sistema de salud por un sistema similar a los de otras sociedades industrializadas cuyo coste por persona es la mitad y con resultados sanitarios, cuando menos, comparables.23 Pero las instituciones financieras y la industria farmacéutica son demasiado poderosas para que tales opciones se consideren siquiera, aunque la idea no parezca nada utópica. Tampoco se discuten, por razones similares, otras opciones económicamente sensatas, tales como una pequeña tasa sobre las transacciones financieras.
Mientras tanto, se prodigan nuevos regalos a Wall Street. El Comité de Consignaciones de la Cámara de Representante recortó la solicitud de presupuesto para la Comisión de Bolsa y Valores, la principal barrera contra el fraude financiero, y el Congreso blande otras armas en su batalla contra generaciones futuras. Ante la oposición republicana a la protección ambiental, «una gran compañía eléctrica está posponiendo el esfuerzo más destacado de la nación para capturar dióxido de carbono de una central térmica de carbón, lo que representa un duro golpe al intento de controlar las emisiones responsables del calentamiento global», informa The New York Times.24
Tales golpes autoinfligidos, aunque cada vez más poderosos, no son nuevos. Se remontan a la década de 1970, cuando la economía política pasó por transformaciones fundamentales, lo que acabó con la comúnmente denominada «edad dorada del capitalismo [de Estado]». Dos elementos fundamentales de este cambio fueron la financiarización y la deslocalización de la producción, ambos relacionados con la reducción de los beneficios en la fabricación y con el desmantelamiento del sistema de posguerra Bretton Woods de control de capitales y regulación de divisas. El triunfo ideológico de las «doctrinas de libre mercado», como siempre altamente selectivas, asestó nuevos golpes cuando se tradujeron en desregulación y normas empresariales que concedían enormes recompensas a los ejecutivos si conseguían beneficios a corto plazo, entre otras decisiones políticas semejantes. La concentración de riqueza que resultó de todo ello conllevó un mayor poder político y aceleró un círculo vicioso que ha proporcionado una riqueza extraordinaria a una minúscula minoría, mientras que los ingresos reales de la gran mayoría de las personas prácticamente se han estancado.
Al mismo tiempo, el coste de las elecciones se disparó, metiendo a los dos grandes partidos más todavía en los bolsillos de las empresas. Lo que queda de la democracia política se ha debilitado aún más cuando ambos partidos han empezado a subastar las posiciones de liderazgo en el Congreso. El economista político Thomas Ferguson observa que «en un caso único entre las asambleas legislativas del mundo desarrollado, los partidos del Congreso de Estados Unidos ahora ponen precio a puestos clave en el proceso legislativo». Los legisladores que financian el partido consiguen los puestos y eso los obliga a convertirse en servidores del capital privado incluso por encima de las normas. El resultado, añade Ferguson, es que los debates «se reducen, en gran medida, a la repetición interminable de unos cuantos eslóganes, que se han probado en la batalla a fin de ver si sirven para atraer a inversores nacionales y grupos de interés de los que dependen los recursos de los líderes políticos».25
La era económica que sigue a la época dorada está siendo una pesadilla imaginada por los economistas clásicos Adam Smith y David Ricardo. En los treinta años últimos, los «amos de la humanidad», como los llamó Smith, han abandonado cualquier preocupación sentimental por el bienestar de su propia sociedad para concentrarse en los beneficios a corto plazo y en las enormes gratificaciones que les corresponden, ¡y al cuerno el país!
Mientras escribo esto, aparece una primera página de The New York Times muy ilustrativa. Se publican dos grandes artículos uno junto al otro. Uno trata de cómo los republicanos se oponen fervientemente a cualquier acuerdo «que implique un aumento de ingresos», un eufemismo de impuestos a los ricos.26 El otro lleva por título «Incluso subiendo los precios, los artículos de lujo vuelan de los estantes».27
Esa dinámica queda bien descrita en un folleto para inversores producido por Citigroup, el formidable banco que una vez más está alimentándose del comedero público, como ha hecho de manera regular durante treinta años en un ciclo de préstamos arriesgados, enormes beneficios, caída financiera y rescate. Los analistas del banco describen un mundo que se divide en dos bloques, la plutonomía y el resto, de manera que se crea una sociedad global en la cual los pocos ricos impulsan el crecimiento y, en gran medida, lo consumen. Fuera de los beneficios de la plutonomía están los «no ricos», la inmensa mayoría, a la que a veces se denomina «precariado global», la fuerza laboral que vive una existencia inestable que se acerca cada vez más a la penuria. En Estados Unidos, están sujetos a la «creciente inseguridad del obrero», la base para una economía sana, como explicó al Congreso el director de la Reserva Federal, Alan Greenspan, al tiempo que alababa su talento para controlar la economía.28 Este es el verdadero desplazamiento de poder en la sociedad global.
Los analistas del Citigroup aconsejan a los inversores que se concentren en los muy ricos, donde está la acción. Su «Cesta de Valores Plutonómicos», como la llaman, ha superado de largo el índice mundial de los mercados desarrollados desde 1985, cuando estaban despegando los programas económicos Reagan-Thatcher para enriquecer a los más ricos.29
Antes de la crisis de 2008, de la cual fueron responsables en gran medida, las nuevas instituciones pos-edad dorada habían obtenido un desconcertante poder económico, hasta el punto de triplicar con creces sus beneficios empresariales. Después del crac, algunos economistas empezaron a preguntarse por su función en el desarrollo de la economía. Robert Solow, premio Nobel en Economía, concluyó que puede que su impacto general sea negativo, porque «los éxitos probablemente añaden poco o nada a la eficiencia de la economía real, mientras que los desastres hacen que la riqueza pase de los contribuyentes a los financieros».30 Al hacer añicos los restos de la democracia política, las instituciones financieras sientan las bases para llevar adelante el proceso letal y sus víctimas están dispuestas a sufrir en silencio.
Regresando al asunto ya comentado de que Estados Unidos «está en declive, y se enfrenta de modo inquietante a la perspectiva de su descomposición final», aunque se exageran los lamentos, contienen elementos de verdad. De hecho, el poder de Estados Unidos en el mundo ha ido en declive desde el pico que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Si bien sigue siendo el estado más poderoso del mundo, el poder global continúa diversificándose y cada vez es menos capaz de imponer su voluntad. Pero el declive tiene muchas dimensiones y complejidades. La sociedad nacional también está en declive en aspectos significativos, y lo que está en declive para muchos podría ser riqueza inimaginable y privilegios para otros. Para la plutonomía —o, más concretamente, una minúscula fracción de ella en el extremo superior—, el privilegio y la riqueza abundan, mientras que para la gran mayoría de la población las perspectivas suelen ser sombrías y muchas personas incluso se enfrentan a problemas de supervivencia en un país que tiene beneficios sin parangón.




¿Está acabado Estados Unidos?

Algunos aniversarios significativos se conmemoran con solemnidad: el ataque de Japón a la base naval de Estados Unidos en Pearl Harbor, por ejemplo. Otros se pasan por alto, y por lo general de estos podemos aprender valiosas lecciones sobre lo que nos depara el futuro.
No hubo ninguna conmemoración del quincuagésimo aniversario de la decisión del presidente John F. Kennedy de lanzar el acto de agresión más destructivo y asesino de después del período posterior a la Segunda Guerra Mundial: la invasión de Vietnam del Sur y, después, de toda Indochina, que dejó millones de muertos y cuatro países devastados, un número de víctimas que todavía aumenta por los efectos de larga duración de inundar Vietnam del Sur con algunos de los cancerígenos más letales conocidos, utilizados para destruir la vegetación y las cosechas.
El primer objetivo fue Vietnam del Sur. La agresión se extendió después a Vietnam del Norte, luego a la remota sociedad campesina del norte de Laos y, al final, a la rural Camboya; los bombardeos de este último país equivalieron a todas las operaciones aéreas aliadas en la región del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, incluidas las dos bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. En este caso, las órdenes de Henry Kissinger, que era consejero de Seguridad Nacional, se cumplieron: «Todo lo que vuela contra todo lo que se mueva», una llamada abierta al genocidio que rara vez aparece en el registro histórico.1 Poco de esto se recuerda. La mayor parte apenas se conoce más allá de los estrechos círculos de activistas.
Cuando se lanzó la invasión hace cincuenta años, el interés fue tan escaso que casi no hubo intentos de justificación; poco más que la ferviente declaración del presidente de que «nos enfrentamos en todo el mundo a una conspiración monolítica y despiadada que depende, básicamente, de medios encubiertos para expandir su esfera de influencia», y si esa conspiración lograba sus fines en Laos y Vietnam, «las puertas se abrirán de par en par».2
En otra ocasión, volvió a advertir de que «las sociedades complacientes, caprichosas, blandas, están a punto de ser barridas con los escombros de la historia [y] solo los fuertes [...] pueden sobrevivir», en este caso reflexionando sobre el fracaso de la agresión y el terror estadounidenses para aplastar la independencia de Cuba.3
En el momento en que las protestas empezaron a aumentar, unos seis años más tarde, el respetado especialista en Vietnam e historiador militar Bernard Fall, que no era pacifista, pronosticó que «Vietnam como entidad cultural e histórica [...] está en peligro de extinción [porque] el campo muere bajo los golpes de la maquinaria militar más grande que jamás se ha desatado en una zona de ese tamaño».4 Otra vez estaba refiriéndose a Vietnam del Sur.
Cuando terminó la guerra, ocho horrendos años después, la opinión convencional estaba dividida entre aquellos que describían la guerra como una «causa noble» que podría haberse ganado con más dedicación y, en el extremo opuesto, los críticos, para quienes fue «un error» que costó muy caro. En 1977, al presidente Carter le hicieron poco caso cuando dijo que no teníamos «ninguna deuda» con Vietnam porque «la destrucción fue mutua».5
De todo eso podemos sacar importantes lecciones para el momento actual, además de corroborar que solo a los débiles y a los derrotados se les piden cuentas de sus crímenes. Una lección es que para comprender lo que está ocurriendo no solo deberíamos ocuparnos de hechos críticos del mundo real, a menudo desestimados por la historia, sino también de lo que los líderes y la opinión de la elite cree, aunque esté teñido de fantasía. Otra lección es que junto con los castillos en el aire erigidos para aterrorizar y movilizar a la opinión pública (y quizá creídos por algunas personas atrapadas en su propia retórica), también hay una planificación geoestratégica basada en principios racionales y que perduran durante mucho tiempo porque están arraigados en instituciones estables y en sus intereses. Regresaré a ese punto y solo haré hincapié aquí en que los factores persistentes en la acción del Estado suelen estar bien ocultados.
La guerra de Irak es un caso muy claro. Se le vendía a una ciudadanía aterrorizada con los motivos habituales de que había que defenderse de una brutal amenaza para la supervivencia: la «única pregunta», declararon George W. Bush y Tony Blair, era si Sadam Husein abandonaría su programa de desarrollo de armas de destrucción masiva. Cuando la única pregunta recibió la respuesta errónea, la retórica gubernamental se desplazó, sin ningún esfuerzo, a nuestro «anhelo de democracia» y la opinión ilustrada siguió el camino marcado.
Después, cuando se hacía difícil no hacer caso de la progresiva derrota de Estados Unidos en Irak, el Gobierno reconoció en voz baja lo que había estado claro todo el tiempo; en 2007 anunció oficialmente que un acuerdo final debía aceptar las bases militares estadounidenses y el derecho de organizar operaciones de combate, y debía privilegiar a los inversores de Estados Unidos en el rico sistema energético del país; tales exigencias se abandonaron a regañadientes ante la resistencia iraquí y con todo bien escondido a la población.6




CALIBRAR EL DECLIVE ESTADOUNIDENSE

Con tales lecciones en mente, es útil examinar lo que se destaca en los principales periódicos de política y opinión. Ciñámonos a la más prestigiosa de las revistas del sistema, Foreign Affairs. El titular en la cubierta del número de noviembre-diciembre de 2011 reza en negrita: «¿Está acabado Estados Unidos?»
El ensayo que motivó ese titular llama a una «racionalización» de las «misiones humanitarias» en el extranjero, que estaban consumiendo la riqueza del país, para detener el declive estadounidense, un asunto fundamental del discurso sobre cuestiones internacionales, normalmente acompañado por el corolario de que el poder está desplazándose hacia el este, a China y (quizá) la India.7
Los dos primeros textos son sobre Israel-Palestina. El primero, obra de dos altos mandatarios israelíes, se titula «El problema es el negacionismo palestino». Afirma que el conflicto no puede resolverse porque los palestinos se niegan a reconocer Israel como Estado judío; por lo tanto, conforme a la práctica diplomática estándar: los Estados son reconocidos, pero no sectores privilegiados dentro de ellos.8 Exigir a Palestina el reconocimiento es poco más que un nuevo mecanismo para detener la amenaza de una solución política que debilitaría los objetivos expansionistas de Israel.
La posición contraria, defendida por un profesor estadounidense, queda resumida por su titular: «El problema es la ocupación.»9 El subtítulo del artículo es «Cómo la ocupación está destruyendo la nación». ¿Qué nación? Israel, por supuesto. La pareja de artículos apareció en la cubierta bajo el encabezamiento «Israel bajo asedio».
El número de enero-febrero de 2012 presenta otro llamamiento más a bombardear Irán antes de que sea demasiado tarde. Advirtiendo de «los peligros de la disuasión», el autor sugiere que «los escépticos ante una acción militar no logran apreciar el verdadero peligro que un Irán con armas nucleares plantearía a los intereses de Estados Unidos en Oriente Próximo y más allá. Y sus grises pronósticos suponen que el remedio sería peor que la enfermedad; esto es, que las consecuencias de un asalto de Estados Unidos en Irán serían tan malas o peores que si Irán cumpliera con sus ambiciones nucleares. Pero esa es una hipótesis incorrecta. La verdad es que un ataque militar con el objetivo de destruir el programa nuclear iraní, si se controla con cuidado, podría salvar la región y el mundo de una amenaza muy real y mejorar drásticamente la seguridad nacional a largo plazo de Estados Unidos».10 Otros argumentan que los costes serían demasiado altos y los más opuestos señalan que un ataque así violaría la ley internacional, que es lo que hace la posición de los moderados, que regularmente lanzan amenazas violentas, lo que infringe la Carta de las Naciones Unidas.
Revisemos estas preocupaciones, que eran las principales en su momento.
El declive estadounidense es real, aunque la versión apocalíptica refleja la conocida percepción de la clase gobernante, según la cual cualquier cosa que no sea el control total equivale a un desastre total. A pesar de las quejas lastimeras, Estados Unidos sigue siendo la potencia dominante en el mundo, con mucha diferencia y sin ningún competidor a la vista, y no solo en la dimensión militar, en la cual, por supuesto, su supremacía es enorme.
China y la India han registrado un rápido crecimiento (aunque muy desigual), pero siguen siendo países muy pobres, con enormes problemas internos a los que no se enfrenta Occidente. China es el mayor centro de fabricación del mundo, pero en gran medida como planta de ensamblaje de las potencias industrializadas avanzadas de su periferia y de las multinacionales occidentales. No obstante, es probable que eso cambie con el tiempo. Dedicarse a la fabricación proporciona la base para la innovación, incluso para grandes avances, como sucede ahora a veces en China. Un ejemplo que ha impresionado a los especialistas occidentales es la entrada de ese país en el creciente mercado mundial de los paneles solares, no gracias a la mano de obra barata, sino mediante la planificación bien organizada y la creciente innovación.
Sin embargo, los problemas a los que se enfrenta China son graves. Algunos son demográficos, como los examinados por Science, el principal semanario de ciencia de Estados Unidos. Su estudio muestra que la mortalidad se redujo drásticamente en China durante los años del maoísmo, «sobre todo a consecuencia del desarrollo económico y de las mejoras en los servicios de educación y salud, en especial el movimiento de higiene pública que propició una fuerte disminución de la mortalidad por enfermedades infecciosas». Sin embargo, ese progreso terminó con el inicio de las reformas capitalistas hace treinta años y la tasa de mortalidad ha aumentado desde entonces.
Por otra parte, el reciente crecimiento económico de China se ha basado sustancialmente en la «ventaja demográfica», una enorme población en edad de trabajar. «Pero el tiempo de aprovechar esa ventaja puede acabar pronto», lo que provocará un «profundo impacto en el desarrollo [...]. Ya no habrá exceso de mano de obra barata, que es uno de los principales factores que impulsan el milagro económico de China».11 La demografía es solo uno de los muchos problemas serios que va a tener China. Para la India, los problemas son aún más graves.
No todas las voces prominentes prevén el declive estadounidense. Entre los medios internacionales, no hay ninguno más serio y responsable que The Financial Times, que no hace mucho le dedicó una página completa a la optimista expectativa de que la nueva tecnología para extraer combustibles fósiles en América del Norte podría proporcionarle a Estados Unidos la autosuficiencia energética y, por lo tanto, le permitiría conservar su hegemonía global durante un siglo.12
No se dice nada del mundo que Estados Unidos gobernaría en esa feliz situación, pero no por falta de pruebas. Casi al mismo tiempo, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) informó de que, con el rápido aumento de las emisiones de carbono por el uso de combustibles fósiles, el límite de seguridad por lo que respecta al cambio climático se alcanzará en 2017 si el mundo continúa el rumbo actual. «La puerta se está cerrando y muy pronto se cerrará para siempre», manifestó el principal economista de la AIE.13
Poco antes, el Departamento de Energía de Estados Unidos dio las cifras de emisión anual de dióxido de carbono, que «registró el mayor aumento de la historia», a una concentración más alta que la peor de las estimadas por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).14 No fue una sorpresa para muchos científicos, entre ellos los del programa sobre el cambio climático del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), que durante años han advertido que las predicciones del IPCC son demasiado cautas.
La crítica a las previsiones del IPCC apenas recibe atención pública, a diferencia de lo que ocurre con los radicales negacionistas del cambio climático, que son apoyados por el sector empresarial y cuentan con enormes campañas de propaganda, las cuales han llevado a muchos estadounidenses a tomar una postura al margen de la comunidad internacional y desdeñar las amenazas del cambio climático. El apoyo empresarial se traduce directamente en poder político. El negacionismo forma parte de las consignas que deben entonar los candidatos republicanos en las ridículas campañas electorales, ahora permanentes. Por su parte, en el Congreso los negacionistas son lo bastante fuertes para frenar los intentos de investigar el efecto del calentamiento global, ni que decir de tomar medidas serias al respecto.
En resumen, tal vez se puede contener el declive de Estados Unidos si abandonamos la esperanza de una supervivencia digna, lo cual es una perspectiva muy plausible teniendo en cuenta el equilibrio de fuerzas en el mundo.



LA «PÉRDIDA» DE CHINA Y VIETNAM

Dejando de lado esa descorazonadora posibilidad, una mirada atenta al declive de Estados Unidos muestra que China, de hecho, desempeña un papel importante, como ha venido haciéndolo durante los sesenta últimos años. El declive, que ahora suscita tanta preocupación, no es un fenómeno reciente. Se remonta al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos contaba con la mitad de la riqueza del mundo y un incomparable poder en la seguridad global. Los estrategas, por supuesto, eran bien conscientes de la enorme desigualdad de poder y pretendían mantenerla.
El punto de vista fundamental fue subrayado con admirable franqueza en un documento oficial de 1948, cuyo autor era uno de los arquitectos del nuevo orden mundial de entonces: el jefe de planificación política del Departamento de Estado, el respetado estadista e investigador George Kennan, un moderado dentro de las personas que se dedican a la planificación política. Observó que el objetivo político central de Estados Unidos debería ser buscar el mantenimiento de la «posición de desigualdad» que separaba nuestra enorme riqueza de la pobreza de otros. Para lograr ese objetivo su consejo fue el siguiente: «Deberíamos dejar de hablar sobre objetivos vagos e [...] irreales, tales como los derechos humanos, el aumento del nivel de vida y la democratización [y en cambio] ocuparnos de conceptos de poder [sin vernos] obstaculizados por eslóganes idealistas [sobre] altruismo y beneficencia mundial.»15
Kennan se refería específicamente a la situación en Asia, pero sus observaciones pueden generalizarse, con excepciones, a otros participantes en el sistema global dirigido por Estados Unidos. No obstante, quedó claro que los «eslóganes idealistas» tenían que exhibirse de manera prominente al dirigirse a otros, como las clases intelectuales, de las que se esperaba que los difundieran.
Los planes que Kennan ayudó a formular y poner en marcha daban por sentado que Estados Unidos controlaría el hemisferio oeste y el Lejano Oriente, el antiguo Imperio británico (incluidas las incomparables fuentes de recursos de energía de Oriente Próximo) y la mayor parte posible de Eurasia, fundamentalmente sus centros comerciales e industriales. Los objetivos no eran poco realistas, dada la distribución de poder en aquel momento. Sin embargo, el declive comenzó enseguida.
En 1949, China declaró su independencia, lo cual provocó en Estados Unidos amargas recriminaciones y conflictos sobre quién era responsable de esa «pérdida». Se suponía tácitamente que Estados Unidos «poseía» China por derecho, así como la mayoría del resto del mundo, tal y como dieron por sentado los planificadores de la posguerra. Por tanto, la «pérdida de China» fue el primer paso significativo en el «declive de Estados Unidos» y tuvo consecuencias políticas graves. Una fue la decisión inmediata de apoyar a Francia en el intento de reconquistar su antigua colonia de Indochina, para que no se «perdiera» también. Indochina en sí no constituía una preocupación fundamental, a pesar de las afirmaciones sobre sus ricos recursos del presidente Eisenhower y otros. La preocupación era más bien la «teoría del efecto dominó». A menudo ridiculizada cuando las fichas no caen, la teoría del efecto dominó sigue siendo un principio político básico porque es muy racional. Por adoptar la versión de Henry Kissinger, una región que cae fuera del control de Estados Unidos puede convertirse en un «virus que extenderá el contagio» e inducirá a otras a seguir el mismo camino.
En el caso de Vietnam el temor era que el virus del desarrollo independiente infectara Indonesia, que sí es rica en recursos. Y eso podría conducir a Japón —el superdominó, como lo llamó el destacado historiador de Asia John Dower— a «adaptarse» a un Asia independiente, lo que haría de su centro tecnológico e industrial un sistema que escaparía del alcance del poder de Washington.16 Eso habría significado, en la práctica, que Estados Unidos perdiera el episodio del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial, acometido para impedir el intento de Japón de imponer un nuevo orden de esas características en Asia.
La manera de tratar con un problema así está clara: destruir el virus y «vacunar» a aquellos que podrían infectarse. En el caso de Vietnam, la elección racional consistía en destruir cualquier esperanza de desarrollo independiente e imponer dictaduras brutales en las regiones circundantes. Esas labores se llevaron a cabo con éxito; aunque la historia tiene su propia astucia y algo similar a lo que se temía ha estado desarrollándose de todos modos en el este de Asia para consternación de Washington.
La victoria más importante de las guerras de Indochina se produjo en 1965, cuando un golpe del general Suharto, respaldado por Estados Unidos, en Indonesia inició una época de terribles crímenes que la CIA comparó con los de Hitler, Stalin y Mao. Los medios del sistema informaron con precisión y euforia irrefrenada de la «impresionante carnicería de masas», como lo describió The New York Times.17
Era un «destello de luz en Asia», como el célebre periodista liberal James Reston escribió en The Times.18 El golpe acabó con la amenaza de democracia, destruyó el partido político que agrupaba a las masas pobres e impuso una dictadura responsable de uno de los peores historiales contra los derechos humanos en el mundo; además, dejó las riquezas del país en manos de inversores occidentales. No es de extrañar que, después de muchos horrores, entre ellos la casi genocida invasión de Timor Oriental, Suharto fuera recibido por la Administración Clinton en 1995 como «uno de los nuestros».19
Años después de los grandes acontecimientos de 1965, McGeorge Bundy, consejero de Seguridad Nacional de Kennedy y Johnson, concluyó que habría sido sensato terminar con la guerra de Vietnam en aquel momento, con el «virus» casi destruido y el dominó principal bien colocado, reforzado por otras dictaduras respaldadas por Estados Unidos en toda la región. Ha sido habitual aplicar procedimientos similares en otros lugares; Kissinger se refería, concretamente, a la amenaza de la democracia socialista de Chile; una amenaza que terminó con «el primer 11-S» y la consiguiente dictadura brutal del general Pinochet en el país. Los virus habían despertado profundo interés también en otros sitios, entre ellos Oriente Próximo, donde la amenaza de nacionalismo secular ha preocupado a menudo a los estrategas británicos y estadounidenses, y nos ha llevado a apoyar el fundamentalismo islámico para contrarrestar el nacionalismo.



 LA CONCENTRACIÓN DE RIQUEZA Y EL DECLIVE DE ESTADOS UNIDOS

A pesar de tales victorias, el declive estadounidense continúa. Durante la década de 1970, entró en una nueva fase: el declive autoinfligido de manera deliberada, cuando los planificadores tanto privados como públicos desplazaron la economía de Estados Unidos hacia la financiarización y la deslocalización de la producción, movidos en parte por la reducción de los beneficios en la producción nacional. Esas decisiones iniciaron un círculo vicioso en el cual la riqueza se concentró extraordinariamente (de manera drástica en el 0,1 % de la población), lo que provocó una concentración del poder político y, por lo tanto, nueva legislación para llevar más lejos el ciclo: revisión de los impuestos y otras políticas fiscales, desregulación, así como cambios en las reglas que regían la empresas y que permitían enormes beneficios para los ejecutivos, entre otras novedades.
Entretanto, para la mayoría de la población, los sueldos reales se estancaron en gran medida y la gente solo pudo salir adelante mediante un gran aumento de la carga de trabajo (muy superior a la de Europa), endeudamiento insostenible y, desde los años Reagan, burbujas repetidas que crearon riqueza ficticia, la cual desapareció, sin remedio, cuando estallaron; tras ese estallido de la burbuja, a menudo sus responsables fueron rescatados por el contribuyente. En paralelo, el sistema político se ha ido destruyendo progresivamente y ha metido cada vez más a los dos partidos hegemónicos en los bolsillos de las grandes empresas, con una escalada de costes electorales; los republicanos hasta un nivel de farsa, los demócratas, no muy por detrás.
Un extenso estudio reciente del Instituto de Política Económica, que ha sido la principal fuente de datos fiables en estas cuestiones durante años, se titula Failure by Design (Fracaso prediseñado). El término prediseñado es preciso; desde luego, había otras opciones y, como señala el estudio, el «fracaso» es una cuestión de clase. No hay fracaso de los diseñadores, ni mucho menos. Las políticas solo son un fracaso para la población —el 99 % en la imaginería de los movimientos Occupy— y para el país, que se ha deteriorado y continuará haciéndolo con estas políticas.
Un factor es la deslocalización de la fabricación. Como ilustra el ejemplo ya mencionado de los paneles solares chinos, la capacidad productiva proporciona la base y el estímulo para la innovación, y conduce a altas fases de sofisticación en producción, diseño e invención. Esos beneficios también se están externalizando; no es un problema para los «mandarines del dinero», que cada vez más diseñan la política, pero sí un problema serio para la población obrera y de clase media y un auténtico desastre para los más oprimidos: afroamericanos, que nunca han escapado al legado de la esclavitud y sus espantosas consecuencias, y cuya exigua riqueza casi desapareció cuando estalló la burbuja inmobiliaria en 2008 y disparó la crisis económica más reciente, la peor hasta el momento.



«Nada para los demás»: la guerra de clases en Estados Unidos

El estudio clásico de Norman Ware sobre el obrero industrial apareció hace noventa años y fue el primero de su estilo.1 No ha perdido ni un ápice de vigencia. Las lecciones que extrae Ware de su atenta investigación del impacto de la revolución industrial emergente en las vidas de los obreros, y en la sociedad en general, son igual de pertinentes hoy que cuando él escribió, si no más, a la luz de los asombrosos paralelismos entre la década de 1920 y la actualidad.
Es importante recordar la situación de la clase obrera cuando escribió Ware. El poderoso e influyente movimiento obrero de Estados Unidos, surgido durante el siglo XIX, estaba sometido a un ataque brutal, que culminó en el Temor Rojo de Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial. En la década de 1920, el movimiento había quedado muy diezmado; un estudio clásico del eminente historiador obrero David Montgomery se tituló The Fall of the House of Labor y la caída a la que alude se produjo en la década de 1920. Al final de ella, escribe Montgomery, «el control empresarial de la vida estadounidense parecía garantizado [...]. La racionalización de los negocios pudo entonces continuar con el apoyo indispensable del Gobierno»; un Gobierno que estaba, en gran medida, en manos del sector empresarial.2 Este proceso distó mucho de ser pacífico; la historia laboral de Estados Unidos es inusualmente violenta. Un estudio concluye que «Estados Unidos tenía más muertes al final del siglo XIX debido a la violencia laboral, en términos absolutos y como proporción de la población total, que cualquier otro país salvo la Rusia zarista».3 El término «violencia laboral» es una forma educada de referirse a la violencia del Estado y de la seguridad privada contra los obreros. Eso continuó hasta finales de la década de 1930; recuerdo esas escenas de mi infancia.
Como resultado, escribió Montgomery, «el Estados Unidos moderno se creó por encima de las protestas obreras, aunque cada paso en su formación estuvo influido por las actividades, organizaciones y propuestas que habían surgido de la vida de la clase obrera», por no hablar de las manos y los cerebros de aquellos que hacían el trabajo.4
El movimiento obrero revivió durante la Gran Depresión y su influencia en la legislación fue notable, hasta el punto de infundir miedo en el corazón de los empresarios industriales, que advirtieron en sus publicaciones del «peligro» al que se enfrentaban por la acción obrera respaldada por «el poder político del que las masas acaban de hacerse conscientes».
Aunque la represión violenta no terminó, ya no estaba bien vista. Había que concebir medios más sutiles de garantizar el control empresarial, para empezar una marea de propaganda sofisticada y «métodos científicos de romper las huelgas», convertidos en un noble arte por las empresas especializadas en ello.5
No deberíamos olvidar la perspicaz observación de Adam Smith de que los «amos de la humanidad» —en su día, los mercaderes y fabricantes de Inglaterra— nunca cesan de perseguir su «infame máxima: todo para nosotros y nada para los demás».6
El contraataque empresarial quedó en suspenso durante la Segunda Guerra Mundial, pero revivió rápidamente después de ella, con la aprobación de una estricta legislación, que restringía los derechos de los obreros, y una extraordinaria campaña de propaganda destinada a empresas, escuelas, iglesias y cualquier otra forma de asociación. Se emplearon todos los medios de comunicación disponibles. En la década de 1980, con el fervientemente antiobrero Gobierno de Reagan, el ataque recuperó su pleno apogeo. El presidente Reagan le dejó claro al mundo de los negocios que no se impondrían las leyes que protegen los derechos laborales, nunca muy fuertes. Los despidos ilegales de líderes sindicales se dispararon y Estados Unidos volvió a usar esquiroles, ilegalizados en casi todos los demás países desarrollados salvo en Sudáfrica.
El liberal Gobierno de Clinton debilitó a los obreros por varias vías. Un medio muy eficaz fue la creación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA) que unía Canadá, México y Estados Unidos. Con propósitos de propaganda, el NAFTA fue denominado «acuerdo de libre comercio». Nada más lejos de la realidad; como otros acuerdos, algunos de sus elementos era proteccionistas en grado sumo y en su mayor parte no tenía nada que ver con el comercio; era un pacto sobre los derechos de los inversores y, a semejanza de otros «acuerdos de libre comercio», este, como era de esperar, resultó perjudicial para los trabajadores de los países participantes. Uno de sus efectos fue debilitar el asociacionismo obrero: un estudio llevado a cabo bajo los auspicios del NAFTA puso de manifiesto que las organizaciones obreras decayeron bruscamente, gracias a prácticas tales como advertencias de la dirección de que si una empresa estaba sindicalizada se la llevarían a México.7 Por supuesto, esas prácticas son ilegales, pero eso es irrelevante siempre que los negocios cuenten con el «apoyo indispensable del Gobierno» al que se refirió Montgomery.
Con esos medios, la sindicación en la empresas privadas se redujo a menos del 7 % del total de trabajadores, a pesar de que la mayoría de los obreros prefieren los sindicatos.8 El ataque se volvió entonces hacia los sindicatos del sector público, que de alguna manera habían estado protegidos por la legislación; ese proceso está ahora a pleno rendimiento y no es la primera vez que ocurre. Podríamos recordar que Martin Luther King Jr. fue asesinado en 1968 cuando apoyaba una huelga de trabajadores del sector público en Memphis.
En muchos sentidos, las condiciones de la clase obrera cuando Ware escribió eran similares a las que vemos hoy, porque la desigualdad ha alcanzado otra vez las cotas enormes de finales de la década de 1920. Para una pequeña minoría, la riqueza se ha acumulado por encima de sus avariciosos sueños. En la pasada década, el 95 % del crecimiento ha ido a los bolsillos del 1 % de la población, sobre todo a un sector de esta.9 La media de ingresos reales se sitúa por debajo de la cantidad en la que estaban hace veinticinco años, y la media de ingresos reales de los varones está por debajo de su valor en 1968.10 La cuota del trabajo en la producción ha caído a su nivel más bajo desde la Segunda Guerra Mundial.11 Esto no es el resultado de los misteriosos mecanismos del mercado o de leyes económicas, sino, otra vez, en gran medida del apoyo «indispensable» y la iniciativa de un Gobierno que está, en gran medida, en manos de las empresas.
La revolución industrial de Estados Unidos, observa Ware, creó «uno de los aspectos dominantes de la vida estadounidense» en las décadas de 1840 y 1850. Mientras que su resultado definitivo podría ser «bastante agradable a ojos modernos, era repugnante para una parte enorme de la primera sociedad estadounidense». Ware revisa las espantosas condiciones laborales impuestas a artesanos y campesinos que antes trabajaban por su cuenta, así como a las factory girls, mujeres jóvenes procedentes de las granjas que fueron a trabajar en fábricas textiles alrededor de Boston. Pero en lo que se centra es en las características fundamentales de la revolución, que persistieron incluso cuando las condiciones mejoraron gracias a denodadas y largas luchas.
Ware hace hincapié en «la degradación sufrida por el obrero industrial», la pérdida «de estatus e independencia», que habían sido su posesión más preciada como ciudadanos libres de la república, una pérdida que no podía ser compensada ni siquiera por la mejora material. Ware explora también el impacto arrollador del capitalista radical, «la revolución social en la cual la soberanía en asuntos económicos pasó de la comunidad en su conjunto al mantenimiento de una clase especial» de amos, un grupo «ajeno a los productores» y en general distanciado de la producción. Muestra que «por cada protesta contra la maquinaria industrial, pueden hallarse un centenar contra el nuevo poder de producción capitalista y su disciplina».
Los trabajadores se ponían en huelga no solo por pan, sino también por rosas, por expresarlo con el eslogan obrero tradicional. Buscaban dignidad e independencia, reconocimiento de sus derechos como hombres y mujeres libres. Crearon una prensa obrera activa e independiente, escrita y producida por aquellos que trabajaban duro en las fábricas. En sus periódicos condenaron «la influencia brutal de los principios monárquicos en suelo democrático». Veían que aquel ataque a los derechos humanos fundamentales no se superaría hasta «que los que trabaja[ba]n en las fábricas las pose[yer]an» y la soberanía regresara a los productores libres. Entonces los obreros ya no serían «insignificantes o los sujetos humildes de un déspota extranjero [los amos ausentes], esclavos en el sentido más estricto de la palabra deslomándose [...] para sus amos», sino que recuperarían su estatus de «ciudadanos libres».12
La revolución capitalista instituyó un desplazamiento crucial del precio al salario. Cuando el productor vendía su producto por un precio, escribe Ware, «mantenía su persona. Pero cuando empezó a vender su trabajo, se vendía él mismo» y perdió su dignidad como persona al convertirse en esclavo, un «esclavo asalariado», el término usado comúnmente. El trabajo asalariado se consideró similar a la esclavitud, aunque difería de ella en que era temporal, en teoría. Esa idea estaba tan extendida que se convirtió en eslogan del Partido Republicano, defendido por su figura más destacada, Abraham Lincoln.13
La idea de que las empresas productivas deberían ser propiedad de los trabajadores, común a mediados del siglo XIX, no solo para Marx y la izquierda, sino también para la figura liberal clásica más destacada del momento, John Stuart Mill. Mill sostenía que «la forma de asociación que debe esperarse que predomine si la humanidad continúa mejorando es [...] la asociación de los trabajadores mismos en términos de igualdad, propietarios colectivamente del capital con el cual llevan a cabo sus operaciones y con directores elegibles y revocables por ellos mismos».14 De hecho, ese concepto está profundamente arraigado en reflexiones que animaron el pensamiento liberal clásico. Hay solo un pequeño paso a vincularlo con el control de otras instituciones y comunidades en un marco de asociación libre y organización federal, al estilo de un pensamiento que abarca desde gran parte de la tradición anarquista y el marxismo de la izquierda antibolchevique hasta el socialismo gremial de G. D. H. Cole y los trabajos teóricos mucho más recientes.15 Y todavía más significativo, es válido para las acciones de trabajadores de muchos sectores que buscan controlar su vida y su destino.
Para minar estas doctrinas subversivas era necesario que los «amos de la humanidad» trataran de cambiar las actitudes y las creencias que las fomentan. Como relata Ware, los activistas obreros advirtieron del nuevo «espíritu de la época: ganar dinero olvidando todo menos el yo», la infame máxima de los señores, que, como era lógico, querían imponerles también a sus súbditos, sabiendo que estos podrían ganar muy poco de la riqueza disponible. Ante ese humillante espíritu, surgió una reacción radical en los movimientos en alza de obreros y campesinos radicales, los movimientos populares más democráticos en la historia de Estados Unidos, que se dedicaron a la solidaridad y el apoyo mutuo.16 Los derrotaron por la fuerza, pero la batalla dista mucho de haber terminado, a pesar de los reveses, la represión violenta y los enormes esfuerzos por inculcar la infame máxima en la mente popular, aprovechándose de los recursos del sistema educativo, de la colosal industria publicitaria y de otras instituciones de propaganda dedicadas a esa tarea.
Hay importantes barreras en la lucha por la justicia, la libertad y la dignidad, incluso más allá de la intensa guerra de clases que el mundo empresarial, con una profunda conciencia de clase, libra sin cesar, siempre con el «apoyo indispensable» de los Gobiernos que en gran medida controla. Ware discute algunas de estas arteras amenazas, tal y como las comprendieron los obreros. En ese sentido, cuenta que había obreros especializados en el Nueva York de hace ciento setenta años que repetían la opinión común de que un salario es una forma de esclavitud y avisaban con perspicacia de que podría llegar el día en que los esclavos del salario «olvidarán hasta cierto punto lo que significa la madurez, para regodearse en un sistema que se les ha impuesto por su necesidad y en oposición a sus sentimientos de independencia y respeto de sí mismos».17 Esperaban que ese día no estuviera «muy lejos». Hoy, las señales de todo ello están a la orden del día, pero la exigencia de independencia, respeto de uno mismo, dignidad personal y control de la propia vida, como el viejo topo de Marx, continúa excavando no lejos de la superficie, lista para reaparecer cuando las circunstancias y el activismo militante se despierten.


EL EJEMPLO CUBANO

Una ilustración clara del patrón general fue Cuba. Tras obtener la independencia en 1959, en cuestión de meses empezaron los ataques militares a la isla. Poco después, el Gobierno Eisenhower tomó la decisión secreta de derrocar el Gobierno cubano. Entonces llegó a la presidencia John F. Kennedy. Pretendía consagrar más atención a Latinoamérica y por ello, al ocupar el cargo, creó un grupo de estudio para desarrollar políticas en esa región y le encargó la dirección al historiador Arthur M. Schlesinger Jr., quien resumió sus conclusiones para el presidente entrante.
Como explicó Schlesinger, lo amenazador en una Cuba independiente era «la idea de Castro de controlar las cosas». Era una idea que desafortunadamente atraía a las masas de la población en Latinoamérica, donde «la distribución de la tierra y otras formas de riqueza favorece en gran medida a los propietarios, y los pobres y no privilegiados, animados por el ejemplo de la revolución cubana están exigiendo oportunidades para tener una vida digna».12 Una vez más, el dilema usual de Washington.
Como explicó la CIA, «la amplia influencia del castrismo no es consecuencia del poder cubano [...], la sombra de Castro se extiende porque las condiciones sociales y económicas en toda Latinoamérica invitan a oponerse a la autoridad y alientan la agitación para conseguir un cambio radical»; y Cuba proporcionaba un modelo para ello.13 Kennedy temía que la ayuda soviética pudiera hacer de Cuba un escaparate del desarrollo, lo que le daría a los soviéticos la mejor baza en toda Latinoamérica.14
El equipo de planificación política del Departamento de Estado advirtió que «el principal peligro al que nos enfrentamos con Castro es [...] el impacto que la misma existencia de su régimen tiene sobre los movimientos izquierdistas en muchos países latinoamericanos [...]. La cuestión es que Castro representa un desafío triunfante a Estados Unidos, una negación de toda nuestra política en el hemisferio durante casi un siglo y medio»; es decir, desde la doctrina Monroe de 1823, cuando Estados Unidos declaró su intención de dominar el hemisferio.15
El objetivo inmediato en el tiempo de la doctrina era conquistar Cuba, pero eso no podía conseguirse por el poder del enemigo británico. Aun así, el gran estratega John Quincy Adams, padre intelectual de la doctrina Monroe y de la del Destino Manifiesto, informó a sus colegas de que con el tiempo Cuba caería en nuestras manos por «las leyes de la gravitación política», como una manzana cae del árbol.16 En resumen, el poder de Estados Unidos se incrementaría y el del Reino Unido declinaría.
En 1898, el pronóstico de Adams se cumplió: Estados Unidos invadió Cuba con la excusa de liberarla; de hecho, impidió que la isla se liberara de España y la convirtió en una «virtual colonia», por citar a los historiadores Ernest May y Philip Zelikow.17 Cuba siguió siendo una colonia de facto de Estados Unidos hasta enero de 1959, cuando consiguió la independencia. Desde entonces ha estado sometida a grandes guerras terroristas por parte de Estados Unidos, sobre todo durante los años Kennedy, y a la estrangulación económica; y no por culpa de los soviéticos.
La excusa siempre fue que estábamos defendiéndonos de la amenaza soviética, una explicación absurda que, por lo general, no se cuestiona. Un análisis simple de esa tesis consiste en ver lo que ocurrió cuando desapareció cualquier amenaza rusa concebible: la política de Estados Unidos hacia Cuba se hizo todavía más dura, encabezada por demócratas liberales como Bill Clinton, que adelantó a Bush por la derecha en las elecciones de 1992. Ante esto, los hechos deberían pesar mucho más a la hora de validar el marco doctrinal para debatir la política exterior y los factores que la impulsan. Y, sin embargo, una vez más, el impacto es escaso.



 EL VIRUS DEL NACIONALISMO

Henry Kissinger captó la esencia de la política exterior real de Estados Unidos al calificar el nacionalismo independiente de «virus que podría contagiarse».18 Se refería al Chile de Salvador Allende, y el virus era la idea de que podría haber un camino parlamentario hacia alguna clase de democracia socialista. La forma de tratar con una amenaza de esas características consistió en destruir el virus y vacunar a aquellos que podían infectarse, normalmente imponiendo Estados asesinos de seguridad nacional. Eso se logró en el caso de Chile, pero es importante reconocer que la idea servía, y todavía sirve, en todo el mundo.
Fue, por ejemplo, el razonamiento que estaba detrás de la decisión de oponerse al nacionalismo vietnamita a principios de la década de 1950 y apoyar a Francia en su intento de reconquistar su anterior colonia. Se temía que el nacionalismo independiente vietnamita fuera un virus que se extendería a las regiones circundantes, incluida la Indonesia rica en recursos. Eso podría incluso haber conducido a Tokio a convertirse en el centro industrial y comercial de un nuevo orden independiente como el que el Japón imperial había tratado de establecer militarmente poco antes. El remedio estaba claro y, en gran medida, se logró. Vietnam quedó prácticamente destruido y acorralado por dictaduras militares que impidieron que se contagiara el «virus».
Algo similar ocurría en los mismos años en Latinoamérica: fueron brutalmente atacados y destruidos o debilitados un virus tras otro hasta el punto de la mera supervivencia. Desde principios de la década de 1960, se impuso una plaga de represión en el continente que no tenía ningún precedente en la historia violenta del hemisferio y que se extendió a Centroamérica en la década de 1980, una cuestión que no debería hacer falta revisar.
Lo mismo sucedió en Oriente Próximo. Las singulares relaciones de Estados Unidos con Israel se establecieron en su forma actual en 1967, cuando Israel asestó un gran golpe a Egipto, el centro del nacionalismo secular árabe. Al hacerlo, protegió a Arabia Saudí, aliado de Estados Unidos, entonces implicada en un conflicto militar con Egipto en Yemen. Arabia Saudí, por supuesto, es el estado fundamentalista más extremo y radical, y también un Estado misionero, que gasta enormes sumas para imponer su doctrina wahabí-salafista más allá de sus fronteras. Merece la pena recordar que Estados Unidos, como Inglaterra antes, ha tendido a apoyar el fundamentalismo radical del islam en oposición al nacionalismo secular, que hasta hace poco se percibía como una mayor amenaza de independencia y contagio.




«EL MAYOR MECENAS DEL TERRORISMO MUNDIAL»

Centrándonos en la siguiente pregunta obvia, ¿cuál es en realidad la amenaza iraní? ¿Por qué, por ejemplo, Israel y Arabia Saudí tiemblan de miedo por la amenaza de Irán? Sea cual sea la amenaza, no puede ser militar. Años atrás, la inteligencia de Estados Unidos informó al Congreso de que el gasto militar de Irán es muy bajo respecto al de otros países de la región y que su doctrina estratégica es defensiva, esto es, diseñada para disuadir la agresión.13 El Servicio Secreto explica también que no hay ninguna prueba de que Irán esté desarrollando un programa de armas nucleares y que «el programa nuclear de Irán y su disposición a mantenerlo abierto a la posibilidad de desarrollar armas nucleares es parte central de su estrategia disuasoria».14
El estudio global de armamento del prestigioso Instituto Internacional de Estudios por la Paz de Estocolmo (SIPRI) sitúa a Estados Unidos, como de costumbre, muy por delante en gastos militares. China ocupa el segundo lugar, con alrededor de un tercio del gasto estadounidense. Muy por debajo están Rusia y Arabia Saudí, que no obstante se colocan muy por encima de cualquier estado de Europa occidental. Irán apenas se mencionó.15 Los detalles completos aparecen en un informe de abril del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), que llega a «la conclusión de que los Estados del golfo Pérsico tienen [...] una imponente ventaja [sobre] Irán tanto en gasto militar como en acceso a armas modernas». El gasto militar de Irán es una pequeña parte del de Arabia Saudí y está muy por debajo incluso del gasto de Emiratos Árabes Unidos. Juntos, los Estados de cooperación del Golfo —Bahréin, Kuwait, Omán, Qatar, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos— gastan en armas ocho veces más que Irán, un desequilibrio que se remonta varias décadas.16 El informe del CSIS añade que «los Estados del golfo Pérsico han adquirido y están adquiriendo algunas de las armas más avanzadas y eficaces del mundo [mientras que] Irán se ha visto obligado a vivir, a menudo dependiendo de sistemas recibidos en tiempos del sah»; en otras palabras, prácticamente obsoletos.17 En el caso de Israel, por supuesto, el desequilibrio es todavía mayor. Además de poseer el armamento estadounidense más avanzado y ser una virtual base militar en el extranjero de la superpotencia global, tiene también un enorme arsenal de armas nucleares.
A buen seguro, Israel se enfrenta a la «amenaza existencial» de las declaraciones iraníes: el líder supremo Jamenei y el expresidente Mahmud Ahmadineyad son célebres por amenazarlos con la destrucción. Salvo que no lo hicieron; y si lo hicieron fue de poca importancia.18 Predijeron que «por la gracia de Dios [el régimen sionista] será borrado del mapa» (según otra traducción, Ahmadineyad dice que Israel «debe desaparecer de la página del tiempo», citando una declaración del ayatolá Jomeini durante el período en el que Israel e Irán estaban aliados tácitamente). En otras palabras, deseaban que en algún momento se produjera un cambio de régimen. Incluso eso queda muy lejos de los llamamientos directos de Washington y Tel Aviv para un cambio de régimen en Irán, por no hablar de las medidas tomadas para propiciarlo. Estas, por supuesto, se remontan al «cambio de régimen» real de 1953, cuando Estados Unidos y el Reino Unido organizaron un golpe militar para derrocar el Gobierno parlamentario de Irán e instalar la dictadura del sah, que acumuló uno de los peores historiales contra los derechos humanos de la historia. Esos crímenes eran conocidos por todo el que leyera los informes de Amnistía Internacional y otras organizaciones de derechos humanos, pero no por los lectores de la prensa estadounidense, que ha consagrado mucho espacio a las violaciones de los derechos humanos en Irán, pero solo desde 1979, cuando el régimen del sah fue derrocado. Todo esto, tan instructivo, está muy bien documentado en un estudio de Mansur Farhang y William Dorman.19
Nada queda fuera de lo normal. Estados Unidos, como es bien conocido, mantiene el título mundial de cambiador de regímenes, e Israel no se queda corto. La más destructiva de sus invasiones del Líbano, en 1982, estuvo explícitamente destinada a cambiar el régimen, así como a garantizar su control de los territorios ocupados. Los pretextos ofrecidos fueron débiles y se derrumbaron enseguida. Eso tampoco es inusual y es muy independiente de la naturaleza de la sociedad; desde los lamentos en la Declaración de Independencia sobre «el salvajismo despiadado de los indios» a la defensa de la Alemania de Hitler del «salvaje terror» de los polacos.
Ningún analista serio cree que Irán fuera a usar, ni siquiera a a amenazar con usarla, un arma nuclear si la tuviera, y por lo tanto enfrentarse a una destrucción inmediata. Existe, no obstante, la preocupación real de que un arma nuclear pueda caer en manos yihadistas; no en Irán, donde la amenaza es minúscula, pero si en Pakistán, aliado de Estados Unidos, donde es muy real. En la revista del Real Instituto de Asuntos Internacionales (Chatham House), dos destacados científicos nucleares paquistaníes, Pervez Hoodbhoy y Zia Mian, escriben que los cada vez mayores temores de que «algún activista se haga con armas o materiales nucleares y desate un episodio de terrorismo nuclear [han llevado a] [...] la creación de una fuerza de más de veinte mil soldados destinada a custodiar las instalaciones nucleares. Sin embargo, no hay razón para suponer que esa fuerza sea inmune a los problemas asociados a las unidades que custodian instalaciones militares regulares», que, con frecuencia, han sufrido ataques con «colaboración interna».20 En resumen, el problema es real, pero se desplaza a Irán gracias a fantasías inventadas por otros motivos.
Otras preocupaciones sobre la amenaza iraní son las de su papel como «mayor mecenas del terrorismo a escala mundial», que se refiere, básicamente, a su apoyo a Hizbulá y Hamás.21 Ambos movimientos surgieron como resistencia a la violencia y agresión de Israel, respaldadas por Estados Unidos, que excede en mucho cualquier cosa atribuida a esas organizaciones. Al margen de lo que uno piense de ellas, o de otras que reciban el apoyo iraní, Irán no ocupa un lugar muy alto en el apoyo al terrorismo a escala mundial, ni siquiera en el mundo musulmán. Entre los Estados islámicos, Arabia Saudí encabeza, a mucha distancia, el patrocinio del terrorismo islamista, no solo por medio de la financiación directa de ricos saudíes y otros potentados del Golfo, sino, más todavía, por el celo con el que los saudíes promulgan su versión wahabí, extremista por tanto, del islam a través de escuelas coránicas, mezquitas, autoridades y otros medios de los que dispone una dictadura religiosa con enorme riqueza derivada del petróleo. La organización Estado Islámico es un descendiente radical del extremismo religioso saudí y su empecinamiento en avivar las llamas yihadistas.
No obstante, en cuanto a generar terror yihadista, nada puede compararse a la guerra contra el terrorismo de Estados Unidos, que ha ayudado a extender la plaga desde una pequeña área tribal en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán hasta una inmensa región que va desde África occidental hasta el sureste de Asia. Solo la invasión de Irak multiplicó por siete los atentados terroristas en el primer año, mucho más allá de lo que habían previsto las agencias de inteligencia.22 La guerra con drones contra sociedades tribales marginadas y oprimidas también genera exigencias de revancha, como indican numerosas pruebas.
Esos dos satélites iraníes, Hizbulá y Hamás, también comparten el crimen de ganar el voto popular en las únicas elecciones libres del mundo árabe. Hizbulá es culpable del delito, si cabe más abyecto, de obligar a Israel a retirarse de su ocupación del sur del Líbano, que violaba las órdenes del Consejo de Seguridad que se remontan varios decenios atrás, un régimen de terror, ilegal, salpicado de episodios de violencia extrema, asesinato y destrucción.



 Estados Unidos es un destacado Estado terrorista

Imagina que el artículo de cabecera del Pravda fuera un estudio del KGB que analizara las principales operaciones terroristas llevadas a cabo por el Kremlin en todo el mundo en un intento de determinar los factores que condujeron a su éxito o fracaso. Su conclusión final: por desgracia, los éxitos fueron escasos, así que hay que repensar la política. Supongamos que el artículo continuara citando a Vladímir Putin diciendo que había pedido al KGB que llevara a cabo esas investigaciones para encontrar casos de «financiación y suministro de armas a la insurgencia en un país que en realidad funcionaba bien. Y que no pudieron conseguir mucho». Así que tiene cierta reticencia a continuar con esa política.
Es casi inimaginable, pero si apareciera un artículo así, los gritos de rabia e indignación se alzarían hasta los cielos y Rusia sería vehementemente condenada, o peor, no solo por el brutal historial terrorista que habría reconocido a las claras, sino también por la reacción entre los dirigentes y la clase política: ninguna preocupación, salvo por el buen funcionamiento del terrorismo de Estado ruso y por si las prácticas podrían mejorar.
De hecho, es difícil imaginar que un artículo así pudiera aparecer, si no fuera porque apareció recientemente, o casi.
El 14 de octubre de 2014 el artículo de fondo de The New York Times informaba de un estudio de la CIA que analizaba las principales operaciones terroristas llevadas a cabo por la Casa Blanca en todo el mundo, en un intento de determinar los factores que condujeron a su éxito o fracaso, con la conclusión mencionada arriba. El artículo continuaba citando al presidente Obama, quien había pedido a la CIA que emprendiera una investigación para encontrar casos de «financiación y suministro de armas a la insurgencia en un país que, en realidad, funcionaba bien. Y que no pudieron conseguir mucho», así que tenía, de hecho, cierta reticencia a continuar con tales prácticas.1
No hubo gritos de rabia ni indignación, nada.
La conclusión parece muy clara. En la cultura política occidental se da por completamente natural y apropiado que el líder del mundo libre tiene que ser un Estado terrorista canalla y que ha de proclamar abiertamente su prestigio en tales crímenes. Y no es sino natural y apropiado que el abogado constitucionalista liberal que lleva las riendas del poder, laureado con el Premio Nobel de la Paz, solo se preocupe por cómo llevar a cabo tales acciones con mayor eficacia.
Hay un estudio más atento que establece estas conclusiones con firmeza. El artículo empieza citando operaciones estadounidenses «desde Angola hasta Nicaragua y Cuba». Añadamos un poco de lo que se omite; para ello se puede beber de los estudios revolucionarios sobre el papel de Cuba en la liberación de África de Piero Gleijeses, en especial de su reciente libro Visions of Freedom.2
En Angola, Estados Unidos se unió a Sudáfrica para proporcionar un apoyo crucial al ejército terrorista de la UNITA de Jonas Savimbi. Continuó haciéndolo incluso después de la rotunda derrota de Savimbi en unas elecciones libres atentamente supervisadas y después de que Sudáfrica retirara el apoyo a ese «monstruo cuya ansia de poder había llevado un enorme sufrimiento a su pueblo», en palabras del embajador británico en Angola Marrack Goulding, una declaración secundada por el director local de la CIA en la vecina Kinshasa. El mandatario de la CIA advertía que «no era buena idea» apoyar al monstruo «por la magnitud de los crímenes de Savimbi. Era terriblemente violento».3
A pesar de las amplias y asesinas operaciones terroristas respaldadas por Estados Unidos en Angola, las fuerzas cubanas expulsaron del país a los agresores sudafricanos, los obligaron a dejar la ilegalmente ocupada Namibia y allanaron el camino para unas elecciones en Angola en las que, después de su derrota, Savimbi «desestimó por completo las opiniones de los casi ocho observadores extranjeros desplazados allí según los cuales las votaciones [...] fueron en general libres y justas», como informó The New York Times, y continuó la guerra terrorista con el apoyo de Estados Unidos.4
Nelson Mandela, cuando por fin fue puesto en libertad, alabó los logros de Cuba en la liberación de África y el final del apartheid. Uno de sus primeros actos fue declarar que «durante todos mis años en prisión, Cuba fue una inspiración y Fidel Castro un pilar sólido [...]. [Las victorias cubanas] destrozaron el mito de la invencibilidad del opresor blanco [e] inspiraron las luchas de masas de Sudáfrica [...], un punto de inflexión para la liberación de nuestro continente, y de mi pueblo, del azote del apartheid [...]. ¿Qué otro país puede señalar un historial de mayor altruismo que el que ha mostrado Cuba en sus relaciones con África?».5
El líder del terrorismo Henry Kissinger, en cambio, se «enfureció» por la insubordinación del «pelagatos» Castro, a quien sentía que debía «aplastar», como informaron William LeoGrande y Peter Kornbluh en su libro Back Channel to Cuba, basándose en documentos desclasificados recientemente.6
En el caso de Nicaragua, no vale la pena entretenerse en la guerra terrorista de Ronald Reagan, que continuó hasta mucho después de que el Tribunal Internacional de Justicia ordenara a Washington el cese del «uso ilegal de la fuerza» —es decir, terrorismo internacional— y pagara sustanciales compensaciones; y aún siguió tras una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que llamaba a todos los Estados (es decir, a Estados Unidos) a cumplir la legalidad internacional; Washington la vetó.7 Debería reconocerse, no obstante, que la guerra terrorista de Reagan contra Nicaragua —continuada por George H. W. Bush, el «estadista» Bush— no fue tan destructiva como el terrorismo de Estado que respaldaba con entusiasmo en El Salvador y Guatemala. Nicaragua tenía la ventaja de contar con un ejército para enfrentarse a las fuerzas terroristas dirigidas por Estados Unidos, mientras que en los países vecinos los terroristas que asaltaban a la población eran sus propias fuerzas de seguridad, armadas y formadas por Washington.
En el caso de Cuba, el presidente Kennedy y su hermano, el fiscal general Robert Kennedy, lanzaron las operaciones terroristas de Washington con toda su furia para castigar a los cubanos por impedir la invasión de la bahía de Cochinos, dirigida por Estados Unidos. Aquella guerra terrorista no fue una nimiedad. Participaron cuatrocientos estadounidenses y dos mil cubanos, y contó con un ejército privado de lanchas rápidas y un presupuesto anual de cincuenta millones de dólares. Fue dirigida en parte por la oficina de la CIA en Miami, que funcionaba infringiendo la Ley de Neutralidad y, presumiblemente, la ley que prohíbe operaciones de la CIA en Estados Unidos. Entre sus operaciones destacan el bombardeo de hoteles e instalaciones industriales, el hundimiento de buques pesqueros, el envenenamiento de cosechas y ganado, y la contaminación de exportaciones de azúcar, entre otras. Algunas de esas operaciones no fueron autorizadas por la CIA explícitamente, sino que las llevaban a cabo fuerzas terroristas que la agencia financiaba y apoyaba, una distinción irrelevante.
Como más tarde se supo, la guerra terrorista (operación Mangosta) fue un factor que influyó en que Jruschov enviara misiles a Cuba, así como en la crisis de los misiles, que estuvo a punto de provocar una guerra nuclear definitiva. Las operaciones de Estados Unidos en Cuba no eran una cuestión trivial.
Se ha prestado cierta atención a una parte menor de la guerra terrorista: los numerosos intentos de asesinar a Fidel Castro, en general subestimados como si fueran travesuras infantiles de la CIA. Aparte de eso, nada de lo ocurrido ha suscitado mucho interés o debate. La primera investigación seria en inglés del impacto de la guerra terrorista sobre los cubanos lo publicó en 2010 el investigador canadiense Keith Bolenter, en su Voices from the Other Side, un valioso estudio que en gran medida ha pasado desapercibido.8
Los tres ejemplos subrayados en el artículo de The New York Times sobre el terrorismo de Estados Unidos son solo la punta del iceberg. No obstante, es útil contar con este destacado reconocimiento de la dedicación de Washington a operaciones terroristas asesinas y destructivas, y de la insignificancia de todo ello para la clase política, que acepta como normal y adecuado que Estados Unidos debe ser una superpotencia terrorista, inmune a la ley y las normas civilizadas.
Paradójicamente, el mundo podría no estar de acuerdo. Las encuestas globales muestran que se considera a Estados Unidos la mayor amenaza para la paz mundial con mucha diferencia.9 Por suerte, a los estadounidenses se les ahorró esa información sin importancia.



SUPERVIVENCIA EN LA ERA POSTERIOR A LA GUERRA FRÍA

Analizar las acciones y doctrinas posteriores a la guerra fría tampoco tranquiliza nada. La doctrina Clinton se refleja en el eslogan «multilateral cuando podemos, unilateral cuando debemos». En una declaración ante el Congreso, la expresión «cuando debemos» se explicó más a fondo: Estados Unidos tiene derecho a recurrir al «uso unilateral del poder militar» para garantizar el «libre acceso a mercados clave, suministros de energía y recursos estratégicos».13
Entretanto, el STRATCOM produjo en la era Clinton un importante estudio titulado Essentials of Post-Cold War Deterrence, publicado mucho después de que la Unión Soviética se hubiera derrumbado y cuando Clinton estaba continuando el plan del presidente George H. W. Bush para extender la OTAN hacia el este, violando, por tanto, las promesas verbales que le había hecho al presidente soviético Mijail Gorbachov, con secuelas que llegan hasta el presente.14 El estudio se interesaba por «el papel de las armas nucleares en la era posterior a la guerra fría». La conclusión principal es que Estados Unidos debe mantener el derecho a dar el primer golpe, incluso contra Estados no nucleares. Además, las armas nucleares siempre deben estar preparadas porque «proyectan una sombra sobre cualquier crisis o conflicto». Es decir, se estaban utilizando constantemente, igual que estás usando un arma si apuntas pero no disparas al robar una tienda (un extremo que Daniel Ellsberg ha destacado repetidamente). El STRATCOM también opinaba que «los estrategas no deberían ser demasiado racionales al determinar [...] lo que más valora el adversario». Cualquier cosa es un objetivo posible. «Nos hace daño retratarnos como completamente racionales y con la cabeza demasiado fría [...]. Que Estados Unidos puede llegar a ser irracional y vengativo si sus intereses vitales son atacados es algo que debería formar parte de la personalidad nacional que proyectamos.» Es «beneficioso [para nuestra posición estratégica] que algunos elementos puedan parecer potencialmente “fuera de control”», ya que plantea una amenaza constante de ataque nuclear, lo cual es una grave violación de la Carta de las Naciones Unidas, por si a alguien le importa.
No hay muchas menciones a los objetivos nobles constantemente proclamados ni, para el caso, a la obligación, por el Tratado de No Proliferación de hacer esfuerzos de «buena fe» para eliminar ese azote de la tierra. Lo que resuena es más bien una adaptación del famoso pareado de Hilaire Belloc sobre la ametralladora Maxim (por citar al gran historiador africano Chinweizu):
Pase lo que pase, digo yo:
Tenemos la bomba y ellos no.
Después de Clinton llegó George W. Bush. Su amplio respaldo a la guerra preventiva se parece al ataque de Japón en diciembre de 1941 de bases militares en dos posesiones de ultramar de Estados Unidos, en un momento en que los belicosos japoneses eran bien conscientes de que las fortalezas voladoras B-17 salían apresuradamente de las cadenas de montaje y se desplegaban en aquellas bases con la intención de «arrasar el corazón industrial del imperio con ataques mediante bombas incendiarias sobre los hormigueros de bambú de Honshu y Kyushu». Así describió los planes anteriores a la guerra su arquitecto, el general de la fuerza aérea Claire Chennault, con la aprobación entusiasta del presidente Franklin Roosevelt, el secretario de Estado Cordell Hull y el jefe del Estado Mayor, el general George Marshall.15
Luego llegó Barack Obama, con palabras amables sobre trabajar para abolir las armas nucleares, combinadas con planes para gastar un billón de dólares en el arsenal nuclear de Estados Unidos en los treinta años siguientes, un porcentaje del presupuesto militar «comparable a lo gastado por el presidente Ronald Reagan para la adquisición de nuevos sistemas estratégicos en la década de 1980», según un estudio del Centro de Estudios sobre la No Proliferación James Martin, del Instituto de Estudios Internacionales de Middlebury, en Monterrey.16
Obama tampoco ha dudado en jugar con fuego para obtener rédito político. Tomemos por ejemplo la captura y asesinato de Osama bin Laden por parte de los SEAL de la Marina. Obama lo sacó a relucir con orgullo en un importante discurso sobre la seguridad nacional en mayo de 2013. El discurso tuvo una amplia cobertura, pero se pasó por alto un párrafo crucial.17
Obama aplaudió la operación; sin embargo, añadió que no podía ser la norma. La razón, dijo, era que los riesgos «eran inmensos». Los SEAL podrían haberse visto «envueltos en un tiroteo masivo». Aunque, por suerte, eso no ocurrió, «el coste en nuestra relación con Pakistán y el retroceso en la valoración por parte de la opinión pública paquistaní por la intrusión en su territorio fue [...] muy importante».
Agreguemos ahora unos pocos detalles. A los SEAL les ordenaron huir combatiendo en caso de necesidad. No habrían quedado abandonados a su suerte si se hubieran visto «envueltos en un tiroteo masivo»: se habría usado toda la fuerza del ejército de Estados Unidos para rescatarlos. Pakistán posee un ejército poderoso y bien entrenado, muy protector de la soberanía del país. También tiene armas nucleares y los especialistas paquistaníes están preocupados por la posible penetración de elementos yihadistas en su sistema de seguridad nuclear. Tampoco es un secreto que la población está resentida y radicalizada por la campaña de terror con drones y otras políticas de Washington.
Cuando los SEAL estaban en el complejo de Bin Laden, el jefe de Estado Mayor paquistaní, Ashfaq Parvez Kayani, fue informado de la incursión y ordenó a su ejército «enfrentarse a cualquier avión no identificado», que suponía que sería de la India. Entretanto, en Kabul, el general estadounidenses David Petraeus, pidió «aviones de guerra para responder» si los paquistaníes «sacaban sus cazas».18
Como dijo Obama, por suerte lo peor no ocurrió, aunque podría haber sido horrible. Pero se asumió un gran riesgo y no parece que hubiera una gran preocupación; ni siquiera un debate posterior.
Como observó el general Butler, es casi un milagro que hayamos escapado de la destrucción hasta ahora, y cuanto más tentemos al destino, menos probable es que una intervención divina acuda a perpetuar el milagro.


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