Causas y consecuencias del
declive estadounidense
«Es bien sabido» que Estados
Unidos, al que «hace solo unos años se le pedía que tomara las riendas del
mundo como un coloso de poder y atractivo sin parangón [...] está en declive y
se enfrenta a la inquietante perspectiva de su decadencia final».1 En esa idea,
presentada en el número del verano de 2011 de la revista de la Academia de
Ciencias Políticas, hay bastante acuerdo, y con cierta razón, aunque conviene
hacer algunas puntualizaciones. De hecho, el declive empezó cuando el poder de
Estados Unidos era máximo, poco después de la Segunda Guerra Mundial, y la
retórica de la década de triunfalismo tras el derrumbe de la Unión Soviética
fue, más que nada, una ilusión. Además, el corolario más común —que el poder se
desplazará a China y la India— es altamente dudoso, ya que son países pobres con
graves problemas internos. El mundo se está tornando más diverso, pero en el
futuro próximo no hay ningún competidor para el poder global hegemónico, de
Estados Unidos, a pesar de su declive.
Por recordar una parte relevante
de la historia, durante la Segunda Guerra Mundial los estrategas de Estados
Unidos reconocieron que el país emergería de la guerra en una posición de poder
aplastante. Queda muy claro por el registro documental que «el presidente
Roosevelt estaba apuntando a la hegemonía de Estados Unidos en el mundo de la
posguerra», por citar la valoración del historiador y diplomático Geoffrey
Warner, uno de los especialistas más destacados en la materia.2 Partiendo de
esa idea, se desarrollaron planes para que Estados Unidos controlara el «Área
Grande», una distribución geográfica que se extendía a casi todo el mundo.
Estas doctrinas todavía imperan, si bien su alcance es menor.
Los planes realizados en tiempo
de guerra, para ponerlos en marcha de inmediato, no eran impracticables.
Estados Unidos había sido de lejos el país más rico del mundo. La guerra
terminó con la Gran Depresión y la capacidad industrial estadounidense casi se
cuadruplicó, mientras que los rivales quedaron diezmados. Al final de la
guerra, Estados Unidos poseía la mitad de la riqueza del mundo y no tenía rival
en seguridad.3 A cada región del Área Grande se le asignó su función dentro del
sistema global. La posterior guerra fría consistió, básicamente, en los
intentos de las dos superpotencias de imponer orden en sus propios dominios: en
el caso de la Unión Soviética, Europa del Este; en el caso de Estados Unidos,
la mayor parte del mundo.
En 1949, el Área Grande que
Estados Unidos planeaba controlar ya estaba erosionándose seriamente con «la
pérdida de China», como se suele denominar.4 La expresión es interesante: solo
se puede «perder» lo que posee, de manera que se da por sentado que Estados
Unidos posee la mayor parte del mundo por derecho. Poco después, el sureste
asiático empezó a escapar del control de Washington y sufrió guerras horrendas
en Indochina e inmensas masacres en Indonesia en 1965 cuando se restauró el
dominio de Estados Unidos. Entretanto, la subversión y la violencia masiva
continuaron en otros lugares en un esfuerzo por mantener lo que se denominó
«estabilidad».
Sin embargo, cuando el mundo
industrializado se reconstruyó y la descolonización siguió su doloroso curso,
el declive ya era inevitable. En 1970, la porción de la riqueza del mundo en
manos de Estados Unidos había disminuido hasta alrededor del 25 %.5 El mundo
industrializado estaba haciéndose «tripolar», con los polos en Estados Unidos,
Europa y Asia; este último continente estaba convirtiéndose ya en la región más
dinámica del globo y su centro era Japón.
Veinte años después, la URSS se
derrumbó. La reacción de Washington nos enseña mucho sobre la realidad de la
guerra fría. La primera Administración Bush, a la sazón presidente de Estados
Unidos, declaró inmediatamente que no habría cambios en su política y para ello
se emplearon varios pretextos; la enorme institución militar no se mantendría
como defensa contra los rusos, sino para enfrentarse a la «sofisticación
tecnológica» de las potencias del Tercer Mundo. De forma similar, sería
necesario mantener «la base industrial de defensa», un eufemismo para referirse
a la avanzada industria que depende en gran medida del subsidio y de la
iniciativa del Gobierno. Las fuerzas de intervención todavía tenían que
dirigirse a Oriente Próximo, donde los problemas serios «no podían dejarse a
las puertas del Kremlin», al contrario de lo expuesto en medio siglo de engaño.
Se reconoció, en voz baja, que el problema siempre había sido el «nacionalismo
radical», es decir, el intento de los países de buscar un camino independiente
sin seguir los principios del Área Grande.6 Esos principios no se modificaron
en lo fundamental, como la doctrina Clinton (por la que Estados Unidos podía
usar unilateralmente el poder militar para impulsar sus intereses económicos) y
la expansión global de la OTAN pronto dejarían claro.
Hubo un período de euforia
después del derrumbe de la superpotencia enemiga, repleto de eufóricos cuentos
sobre «el final de la historia» y la sorprendente aclamación de la política
exterior del presidente Bill Clinton, que había entrado en una «fase noble» con
un «brillo de santidad», porque por primera vez en la historia una nación
estaría guiada por el «altruismo» y consagrada a «principios y valores». Ya
nada se interponía en el camino de un «Nuevo Mundo idealista dispuesto a poner
fin a la inhumanidad», que por fin podría aplicar, sin trabas, normas
internacionales derivadas de la intervención humanitaria. Y eso son solo unas
pocas muestras de los fervientes elogios de destacados intelectuales del
momento.7
No todos estaban tan embelesados.
Las víctimas habituales, el sur global, condenaron con vehemencia «el llamado
“derecho” de intervención humanitaria», ya que se daban cuenta de que no se
trataba de nada más que el viejo «derecho» del dominio imperial vestido con
ropas nuevas.8 Al mismo tiempo, algunas voces serias entre la elite política
nacional vieron que, para gran parte del mundo, Estados Unidos «estaba
convirtiéndose en la superpotencia canalla», «la mayor amenaza externa a sus
sociedades» y que «el primer estado canalla es hoy Estados Unidos», por citar a
Samuel P. Huntington, profesor de Ciencias Políticas en Harvard, y Robert
Jervis, presidente de la Asociación Americana de Ciencias Políticas.9 Tras la
presidencia de George W. Bush, la creciente hostilidad de la opinión pública
mundial ya no se podía pasar por alto; en el mundo árabe en particular, la
valoración de Bush cayó en picado. Obama ha logrado la impresionante hazaña de
hundir todavía más esa valoración, por debajo del 5 % de aprobación en Egipto y
no mucho más alta en otras partes de la región.10
Mientras tanto, el declive
seguía. En la última década, Sudamérica también se ha «perdido». Eso es
bastante grave; cuando la Administración Nixon estaba planeando la destrucción
de la democracia chilena —el golpe militar respaldado por Estados Unidos, el primer
11-S, que instaló la dictadura del general Augusto Pinochet—, el Consejo de
Seguridad Nacional advirtió con inquietud que si Estados Unidos no podía
controlar Latinoamérica no cabía esperar «un orden próspero en ningún otro
lugar del mundo».11 No obstante, mucho más serios iban a ser los movimientos
hacia la independencia en Oriente Próximo, por razones reconocidas sin ambages
en los planes inmediatos tras la Segunda Guerra Mundial.
Un peligro más: podría haber
movimientos significativos hacia la democracia. El director ejecutivo de The New
York Times, Bill Keller, escribió unas conmovedoras palabras sobre el
«anhelo [de Washington] por abrazar a los esperanzados demócratas en el norte
de África y Oriente Próximo».12 Sin embargo, los sondeos sobre la opinión de
los árabes revelaron con mucha claridad que sería un desastre para Washington
dar pasos hacia la creación de democracias que funcionaran, en las que la
opinión pública influiría en la política: como hemos visto, la población árabe
considera a Estados Unidos una amenaza fundamental y lo expulsaría de la región
junto con sus aliados si les dieran la oportunidad.
Si bien las políticas de larga
duración de Estados Unidos son, en gran medida, estables, con ajustes tácticos,
Obama ha aportado algunos cambios significativos. El analista militar Yochi
Dreazen y sus coautores observaron en Atlantic
que mientras que la política de Bush consistía en capturar (y torturar)
sospechosos, Obama simplemente los asesina, mediante el rápido aumento del uso
de armas terroríficas (drones) y del personal de las Fuerzas Especiales, muchos
de ellos equipos de asesinos.13 Se han desplegado unidades de las Fuerzas
Especiales en ciento cuarenta y siete países.14 Esos soldados, ya tan numerosos
como todo el ejército de Canadá, son, en efecto, un ejército privado del
presidente, una cuestión debatida en detalle por el periodista de investigación
Nick Turse en la web TomDispatch.15
El equipo que Obama envió para asesinar a Osama bin Laden ya había llevado a
cabo, quizás, una docena de misiones similares en Pakistán. Como ilustran este
y otros hechos, aunque la hegemonía de Estados Unidos ha disminuido, su
ambición no lo ha hecho.
Otro asunto del que se suele
hablar, al menos entre aquellos que no se obstinan en estar ciegos, es que el
declive estadounidense es autoinfligido en buena parte. La ópera cómica
representada en Washington sobre el posible «cierre» del Gobierno, que asquea
al país (una gran mayoría de los ciudadanos piensan que habría que desmantelar
el Congreso) y desconcierta al mundo, tiene pocos antecedentes en los anales de
la democracia parlamentaria. El espectáculo ha llegado a atemorizar incluso a
los patrocinadores de la charada. A los poderes empresariales les preocupa
ahora que los extremistas a los que ayudaron a poner en el Gobierno decidan
derribar el edificio en el que se basa su riqueza y sus privilegios, el
poderoso «Estado niñera» que sirve a sus intereses.
El eminente filósofo social John
Dewey describió en cierta ocasión la política como «la sombra proyectada en la
sociedad por grandes empresas» y advirtió de que «atenuar la sombra no cambiará
su sustancia».16 Desde la década de 1970, esa sombra se ha convertido en una
nube oscura que envuelve a la sociedad y el sistema político. El poder de las
empresas, a estas alturas formado en gran medida por el capital financiero, ha
alcanzado un punto donde ambas organizaciones políticas —que ya apenas se
parecen a partidos tradicionales— están mucho más a la derecha que la población
en las cuestiones fundamentales que se debaten.
En cuanto a la ciudadanía, la
principal preocupación es la profunda crisis del empleo. En las circunstancias
actuales, ese problema crítico solo podría haberse superado mediante un
significativo estímulo del Gobierno, mucho más allá del que inició Obama en
2009, que apenas compensó la reducción del gasto a escala estatal y local,
aunque probablemente todavía salvó millones de empleos. En cuanto a las
instituciones financieras, la preocupación principal es el déficit. Por
consiguiente, solo se discute el déficit. Una inmensa mayoría de la población
(72 %) está a favor de abordar el déficit con impuestos a los muy ricos.17 Una
abrumadora mayoría se opone a los recortes en programas de salud (69 % en el
caso de Medicaid, 78 % en el de Medicare).18 El resultado más probable es, por
lo tanto, el opuesto.
En el informe que presenta los
resultados de un estudio sobre cómo eliminaría la ciudadanía el déficit, Steven
Kull, director del Programa de Consulta Pública, que llevó a cabo el estudio,
escribe que «claramente tanto el Gobierno como la Cámara de Representantes
dirigida por republicanos llevan el paso cambiado con los valores de la
ciudadanía y las prioridades en relación con el presupuesto [...]. La mayor
diferencia en gasto es que la ciudadanía prefería grandes recortes en gastos de
defensa, mientras que el Gobierno y la Cámara de Representantes preferían
incrementos modestos [...]. La opinión pública también prefería gastar más en
formación laboral, educación y control ambiental que el Gobierno y la
Cámara».19
Los costes de las guerras de
Bush-Obama en Irak y Afganistán se calculan ahora en 4,4 billones de dólares;
una gran victoria para Osama bin Laden, cuyo objetivo anunciado era llevar a
Estados Unidos a la bancarrota metiéndolo en una trampa.20 El presupuesto
militar de Estados Unidos para 2011 —casi equivalente al del resto del mundo
combinado— era más alto en términos reales (con ajustes según la inflación) que
en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial, y tendía a elevarse
todavía más. Se habla mucho de recortes proyectados, pero esos informes no
mencionan que, si se producen, serán respecto a los índices de crecimiento
proyectados por el Pentágono para el futuro.
La crisis del déficit ha sido en
gran medida fabricada como arma para destruir odiados programas sociales de los
cuales depende buena parte de la población. El muy respetado corresponsal
económico Martin Wolf, de The Financial Times, escribe: «No es que
abordar la posición fiscal sea urgente [...]. Estados Unidos puede conseguir
préstamos en condiciones favorables, con un interés en bonos a diez años
próximo al 3 %, como predijeron los pocos que no se pusieron histéricos. El
reto fiscal lo es a largo plazo, no inmediato.» Y es significativo lo que
añade: «Lo más sorprendente de la posición fiscal federal es que se prevé que
los ingresos públicos sean solo el 14,4 % del PIB en 2011, muy por debajo del
promedio de la posguerra, cuando estaban en torno al 18 %. La previsión de
ingresos por impuestos sobre las personas fue de solo el 6,3 % del PIB en 2011.
Este no estadounidense no puede entender a qué viene el alboroto: en 1988, al
final del período de Ronald Reagan, la recaudación era de un 18,2 % del PIB.
Los ingresos fiscales tienen que aumentar sustancialmente para frenar el
déficit.» Asombroso, ciertamente, pero la reducción del déficit es la exigencia
de las instituciones financieras y los superricos, y en una democracia en
rápido declive eso es lo que cuenta.21
Aunque la crisis de déficit se ha
fabricado pensando en la salvaje guerra de clases, la crisis de la deuda a
largo plazo es grave y lo ha sido desde que la irresponsabilidad fiscal de
Ronald Reagan convirtió a Estados Unidos de principal acreedor en principal
deudor del mundo, triplicando la deuda nacional y elevando las amenazas a la
economía, que aumentaron con rapidez con George W. Bush. Por ahora, no
obstante, la principal preocupación es la crisis del desempleo.
El «compromiso» final sobre la
crisis —o, de manera más precisa, la capitulación ante la extrema derecha— era
lo contrario de lo que deseaba la ciudadanía. Pocos economistas serios estarían
en desacuerdo con el economista de Harvard Lawrence Summers en que «el problema
actual de Estados Unidos es mucho más el déficit de empleo y crecimiento que un
excesivo déficit presupuestario» y en que el acuerdo alcanzado en Washington
para elevar el límite de deuda, aunque preferible a un (altamente improbable) default, es probable que cause más daños
a una economía ya deteriorada.22
Ni siquiera se menciona la posibilidad,
discutida por el economista Dean Baker, de acabar con el déficit si se cambia
la privatización disfuncional del sistema de salud por un sistema similar a los
de otras sociedades industrializadas cuyo coste por persona es la mitad y con
resultados sanitarios, cuando menos, comparables.23 Pero las instituciones
financieras y la industria farmacéutica son demasiado poderosas para que tales
opciones se consideren siquiera, aunque la idea no parezca nada utópica.
Tampoco se discuten, por razones similares, otras opciones económicamente
sensatas, tales como una pequeña tasa sobre las transacciones financieras.
Mientras tanto, se prodigan
nuevos regalos a Wall Street. El Comité de Consignaciones de la Cámara de
Representante recortó la solicitud de presupuesto para la Comisión de Bolsa y
Valores, la principal barrera contra el fraude financiero, y el Congreso blande
otras armas en su batalla contra generaciones futuras. Ante la oposición
republicana a la protección ambiental, «una gran compañía eléctrica está
posponiendo el esfuerzo más destacado de la nación para capturar dióxido de
carbono de una central térmica de carbón, lo que representa un duro golpe al
intento de controlar las emisiones responsables del calentamiento global»,
informa The New York Times.24
Tales golpes autoinfligidos,
aunque cada vez más poderosos, no son nuevos. Se remontan a la década de 1970,
cuando la economía política pasó por transformaciones fundamentales, lo que
acabó con la comúnmente denominada «edad dorada del capitalismo [de Estado]».
Dos elementos fundamentales de este cambio fueron la financiarización y la
deslocalización de la producción, ambos relacionados con la reducción de los
beneficios en la fabricación y con el desmantelamiento del sistema de posguerra
Bretton Woods de control de capitales y regulación de divisas. El triunfo
ideológico de las «doctrinas de libre mercado», como siempre altamente
selectivas, asestó nuevos golpes cuando se tradujeron en desregulación y normas
empresariales que concedían enormes recompensas a los ejecutivos si conseguían
beneficios a corto plazo, entre otras decisiones políticas semejantes. La
concentración de riqueza que resultó de todo ello conllevó un mayor poder
político y aceleró un círculo vicioso que ha proporcionado una riqueza extraordinaria
a una minúscula minoría, mientras que los ingresos reales de la gran mayoría de
las personas prácticamente se han estancado.
Al mismo tiempo, el coste de las
elecciones se disparó, metiendo a los dos grandes partidos más todavía en los
bolsillos de las empresas. Lo que queda de la democracia política se ha
debilitado aún más cuando ambos partidos han empezado a subastar las posiciones
de liderazgo en el Congreso. El economista político Thomas Ferguson observa que
«en un caso único entre las asambleas legislativas del mundo desarrollado, los
partidos del Congreso de Estados Unidos ahora ponen precio a puestos clave en
el proceso legislativo». Los legisladores que financian el partido consiguen
los puestos y eso los obliga a convertirse en servidores del capital privado
incluso por encima de las normas. El resultado, añade Ferguson, es que los
debates «se reducen, en gran medida, a la repetición interminable de unos
cuantos eslóganes, que se han probado en la batalla a fin de ver si sirven para
atraer a inversores nacionales y grupos de interés de los que dependen los
recursos de los líderes políticos».25
La era económica que sigue a la
época dorada está siendo una pesadilla imaginada por los economistas clásicos
Adam Smith y David Ricardo. En los treinta años últimos, los «amos de la
humanidad», como los llamó Smith, han abandonado cualquier preocupación
sentimental por el bienestar de su propia sociedad para concentrarse en los
beneficios a corto plazo y en las enormes gratificaciones que les corresponden,
¡y al cuerno el país!
Mientras escribo esto, aparece
una primera página de The New York Times muy ilustrativa. Se
publican dos grandes artículos uno junto al otro. Uno trata de cómo los
republicanos se oponen fervientemente a cualquier acuerdo «que implique un
aumento de ingresos», un eufemismo de impuestos a los ricos.26 El otro lleva
por título «Incluso subiendo los precios, los artículos de lujo vuelan de los
estantes».27
Esa dinámica queda bien descrita
en un folleto para inversores producido por Citigroup, el formidable banco que
una vez más está alimentándose del comedero público, como ha hecho de manera
regular durante treinta años en un ciclo de préstamos arriesgados, enormes
beneficios, caída financiera y rescate. Los analistas del banco describen un
mundo que se divide en dos bloques, la plutonomía y el resto, de manera que se
crea una sociedad global en la cual los pocos ricos impulsan el crecimiento y,
en gran medida, lo consumen. Fuera de los beneficios de la plutonomía están los
«no ricos», la inmensa mayoría, a la que a veces se denomina «precariado
global», la fuerza laboral que vive una existencia inestable que se acerca cada
vez más a la penuria. En Estados Unidos, están sujetos a la «creciente
inseguridad del obrero», la base para una economía sana, como explicó al
Congreso el director de la Reserva Federal, Alan Greenspan, al tiempo que
alababa su talento para controlar la economía.28 Este es el verdadero
desplazamiento de poder en la sociedad global.
Los analistas del Citigroup aconsejan
a los inversores que se concentren en los muy ricos, donde está la acción. Su
«Cesta de Valores Plutonómicos», como la llaman, ha superado de largo el índice
mundial de los mercados desarrollados desde 1985, cuando estaban despegando los
programas económicos Reagan-Thatcher para enriquecer a los más ricos.29
Antes de la crisis de 2008, de la
cual fueron responsables en gran medida, las nuevas instituciones pos-edad
dorada habían obtenido un desconcertante poder económico, hasta el punto de
triplicar con creces sus beneficios empresariales. Después del crac, algunos
economistas empezaron a preguntarse por su función en el desarrollo de la
economía. Robert Solow, premio Nobel en Economía, concluyó que puede que su
impacto general sea negativo, porque «los éxitos probablemente añaden poco o
nada a la eficiencia de la economía real, mientras que los desastres hacen que
la riqueza pase de los contribuyentes a los financieros».30 Al hacer añicos los
restos de la democracia política, las instituciones financieras sientan las
bases para llevar adelante el proceso letal y sus víctimas están dispuestas a
sufrir en silencio.
Regresando al asunto ya comentado
de que Estados Unidos «está en declive, y se enfrenta de modo inquietante a la
perspectiva de su descomposición final», aunque se exageran los lamentos,
contienen elementos de verdad. De hecho, el poder de Estados Unidos en el mundo
ha ido en declive desde el pico que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Si bien
sigue siendo el estado más poderoso del mundo, el poder global continúa
diversificándose y cada vez es menos capaz de imponer su voluntad. Pero el
declive tiene muchas dimensiones y complejidades. La sociedad nacional también
está en declive en aspectos significativos, y lo que está en declive para muchos
podría ser riqueza inimaginable y privilegios para otros. Para la plutonomía
—o, más concretamente, una minúscula fracción de ella en el extremo superior—,
el privilegio y la riqueza abundan, mientras que para la gran mayoría de la
población las perspectivas suelen ser sombrías y muchas personas incluso se
enfrentan a problemas de supervivencia en un país que tiene beneficios sin
parangón.
¿Está acabado Estados Unidos?
Algunos aniversarios
significativos se conmemoran con solemnidad: el ataque de Japón a la base naval
de Estados Unidos en Pearl Harbor, por ejemplo. Otros se pasan por alto, y por
lo general de estos podemos aprender valiosas lecciones sobre lo que nos depara
el futuro.
No hubo ninguna conmemoración del
quincuagésimo aniversario de la decisión del presidente John F. Kennedy de
lanzar el acto de agresión más destructivo y asesino de después del período
posterior a la Segunda Guerra Mundial: la invasión de Vietnam del Sur y,
después, de toda Indochina, que dejó millones de muertos y cuatro países
devastados, un número de víctimas que todavía aumenta por los efectos de larga
duración de inundar Vietnam del Sur con algunos de los cancerígenos más letales
conocidos, utilizados para destruir la vegetación y las cosechas.
El primer objetivo fue Vietnam
del Sur. La agresión se extendió después a Vietnam del Norte, luego a la remota
sociedad campesina del norte de Laos y, al final, a la rural Camboya; los
bombardeos de este último país equivalieron a todas las operaciones aéreas
aliadas en la región del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, incluidas
las dos bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. En este caso, las
órdenes de Henry Kissinger, que era consejero de Seguridad Nacional, se
cumplieron: «Todo lo que vuela contra todo lo que se mueva», una llamada
abierta al genocidio que rara vez aparece en el registro histórico.1 Poco de
esto se recuerda. La mayor parte apenas se conoce más allá de los estrechos
círculos de activistas.
Cuando se lanzó la invasión hace
cincuenta años, el interés fue tan escaso que casi no hubo intentos de
justificación; poco más que la ferviente declaración del presidente de que «nos
enfrentamos en todo el mundo a una conspiración monolítica y despiadada que
depende, básicamente, de medios encubiertos para expandir su esfera de
influencia», y si esa conspiración lograba sus fines en Laos y Vietnam, «las
puertas se abrirán de par en par».2
En otra ocasión, volvió a
advertir de que «las sociedades complacientes, caprichosas, blandas, están a
punto de ser barridas con los escombros de la historia [y] solo los fuertes
[...] pueden sobrevivir», en este caso reflexionando sobre el fracaso de la
agresión y el terror estadounidenses para aplastar la independencia de Cuba.3
En el momento en que las
protestas empezaron a aumentar, unos seis años más tarde, el respetado
especialista en Vietnam e historiador militar Bernard Fall, que no era
pacifista, pronosticó que «Vietnam como entidad cultural e histórica [...] está
en peligro de extinción [porque] el campo muere bajo los golpes de la
maquinaria militar más grande que jamás se ha desatado en una zona de ese
tamaño».4 Otra vez estaba refiriéndose a Vietnam del Sur.
Cuando terminó la guerra, ocho
horrendos años después, la opinión convencional estaba dividida entre aquellos
que describían la guerra como una «causa noble» que podría haberse ganado con
más dedicación y, en el extremo opuesto, los críticos, para quienes fue «un
error» que costó muy caro. En 1977, al presidente Carter le hicieron poco caso
cuando dijo que no teníamos «ninguna deuda» con Vietnam porque «la destrucción
fue mutua».5
De todo eso podemos sacar
importantes lecciones para el momento actual, además de corroborar que solo a
los débiles y a los derrotados se les piden cuentas de sus crímenes. Una lección
es que para comprender lo que está ocurriendo no solo deberíamos ocuparnos de
hechos críticos del mundo real, a menudo desestimados por la historia, sino
también de lo que los líderes y la opinión de la elite cree, aunque esté teñido
de fantasía. Otra lección es que junto con los castillos en el aire erigidos
para aterrorizar y movilizar a la opinión pública (y quizá creídos por algunas
personas atrapadas en su propia retórica), también hay una planificación
geoestratégica basada en principios racionales y que perduran durante mucho
tiempo porque están arraigados en instituciones estables y en sus intereses.
Regresaré a ese punto y solo haré hincapié aquí en que los factores
persistentes en la acción del Estado suelen estar bien ocultados.
La guerra de Irak es un caso muy
claro. Se le vendía a una ciudadanía aterrorizada con los motivos habituales de
que había que defenderse de una brutal amenaza para la supervivencia: la «única
pregunta», declararon George W. Bush y Tony Blair, era si Sadam Husein abandonaría
su programa de desarrollo de armas de destrucción masiva. Cuando la única
pregunta recibió la respuesta errónea, la retórica gubernamental se desplazó,
sin ningún esfuerzo, a nuestro «anhelo de democracia» y la opinión ilustrada
siguió el camino marcado.
Después, cuando se hacía difícil
no hacer caso de la progresiva derrota de Estados Unidos en Irak, el Gobierno
reconoció en voz baja lo que había estado claro todo el tiempo; en 2007 anunció
oficialmente que un acuerdo final debía aceptar las bases militares
estadounidenses y el derecho de organizar operaciones de combate, y debía
privilegiar a los inversores de Estados Unidos en el rico sistema energético
del país; tales exigencias se abandonaron a regañadientes ante la resistencia
iraquí y con todo bien escondido a la población.6
CALIBRAR EL DECLIVE
ESTADOUNIDENSE
Con tales lecciones en mente, es
útil examinar lo que se destaca en los principales periódicos de política y
opinión. Ciñámonos a la más prestigiosa de las revistas del sistema, Foreign Affairs. El titular en la
cubierta del número de noviembre-diciembre de 2011 reza en negrita: «¿Está
acabado Estados Unidos?»
El ensayo que motivó ese titular
llama a una «racionalización» de las «misiones humanitarias» en el extranjero,
que estaban consumiendo la riqueza del país, para detener el declive
estadounidense, un asunto fundamental del discurso sobre cuestiones
internacionales, normalmente acompañado por el corolario de que el poder está
desplazándose hacia el este, a China y (quizá) la India.7
Los dos primeros textos son sobre
Israel-Palestina. El primero, obra de dos altos mandatarios israelíes, se
titula «El problema es el negacionismo palestino». Afirma que el conflicto no
puede resolverse porque los palestinos se niegan a reconocer Israel como Estado
judío; por lo tanto, conforme a la práctica diplomática estándar: los Estados
son reconocidos, pero no sectores privilegiados dentro de ellos.8 Exigir a
Palestina el reconocimiento es poco más que un nuevo mecanismo para detener la
amenaza de una solución política que debilitaría los objetivos expansionistas
de Israel.
La posición contraria, defendida
por un profesor estadounidense, queda resumida por su titular: «El problema es
la ocupación.»9 El subtítulo del artículo es «Cómo la ocupación está destruyendo
la nación». ¿Qué nación? Israel, por supuesto. La pareja de artículos apareció
en la cubierta bajo el encabezamiento «Israel bajo asedio».
El número de enero-febrero de
2012 presenta otro llamamiento más a bombardear Irán antes de que sea demasiado
tarde. Advirtiendo de «los peligros de la disuasión», el autor sugiere que «los
escépticos ante una acción militar no logran apreciar el verdadero peligro que
un Irán con armas nucleares plantearía a los intereses de Estados Unidos en
Oriente Próximo y más allá. Y sus grises pronósticos suponen que el remedio
sería peor que la enfermedad; esto es, que las consecuencias de un asalto de
Estados Unidos en Irán serían tan malas o peores que si Irán cumpliera con sus
ambiciones nucleares. Pero esa es una hipótesis incorrecta. La verdad es que un
ataque militar con el objetivo de destruir el programa nuclear iraní, si se
controla con cuidado, podría salvar la región y el mundo de una amenaza muy
real y mejorar drásticamente la seguridad nacional a largo plazo de Estados
Unidos».10 Otros argumentan que los costes serían demasiado altos y los más
opuestos señalan que un ataque así violaría la ley internacional, que es lo que
hace la posición de los moderados, que regularmente lanzan amenazas violentas,
lo que infringe la Carta de las Naciones Unidas.
Revisemos estas preocupaciones,
que eran las principales en su momento.
El declive estadounidense es
real, aunque la versión apocalíptica refleja la conocida percepción de la clase
gobernante, según la cual cualquier cosa que no sea el control total equivale a
un desastre total. A pesar de las quejas lastimeras, Estados Unidos sigue
siendo la potencia dominante en el mundo, con mucha diferencia y sin ningún
competidor a la vista, y no solo en la dimensión militar, en la cual, por
supuesto, su supremacía es enorme.
China y la India han registrado
un rápido crecimiento (aunque muy desigual), pero siguen siendo países muy
pobres, con enormes problemas internos a los que no se enfrenta Occidente.
China es el mayor centro de fabricación del mundo, pero en gran medida como
planta de ensamblaje de las potencias industrializadas avanzadas de su
periferia y de las multinacionales occidentales. No obstante, es probable que
eso cambie con el tiempo. Dedicarse a la fabricación proporciona la base para
la innovación, incluso para grandes avances, como sucede ahora a veces en
China. Un ejemplo que ha impresionado a los especialistas occidentales es la
entrada de ese país en el creciente mercado mundial de los paneles solares, no
gracias a la mano de obra barata, sino mediante la planificación bien
organizada y la creciente innovación.
Sin embargo, los problemas a los
que se enfrenta China son graves. Algunos son demográficos, como los examinados
por Science, el principal semanario
de ciencia de Estados Unidos. Su estudio muestra que la mortalidad se redujo
drásticamente en China durante los años del maoísmo, «sobre todo a consecuencia
del desarrollo económico y de las mejoras en los servicios de educación y
salud, en especial el movimiento de higiene pública que propició una fuerte
disminución de la mortalidad por enfermedades infecciosas». Sin embargo, ese
progreso terminó con el inicio de las reformas capitalistas hace treinta años y
la tasa de mortalidad ha aumentado desde entonces.
Por otra parte, el reciente
crecimiento económico de China se ha basado sustancialmente en la «ventaja
demográfica», una enorme población en edad de trabajar. «Pero el tiempo de
aprovechar esa ventaja puede acabar pronto», lo que provocará un «profundo
impacto en el desarrollo [...]. Ya no habrá exceso de mano de obra barata, que
es uno de los principales factores que impulsan el milagro económico de
China».11 La demografía es solo uno de los muchos problemas serios que va a
tener China. Para la India, los problemas son aún más graves.
No todas las voces prominentes
prevén el declive estadounidense. Entre los medios internacionales, no hay
ninguno más serio y responsable que The
Financial Times, que no hace mucho le
dedicó una página completa a la optimista expectativa de que la nueva
tecnología para extraer combustibles fósiles en América del Norte podría
proporcionarle a Estados Unidos la autosuficiencia energética y, por lo tanto,
le permitiría conservar su hegemonía global durante un siglo.12
No se dice nada del mundo que
Estados Unidos gobernaría en esa feliz situación, pero no por falta de pruebas.
Casi al mismo tiempo, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) informó de
que, con el rápido aumento de las emisiones de carbono por el uso de
combustibles fósiles, el límite de seguridad por lo que respecta al cambio
climático se alcanzará en 2017 si el mundo continúa el rumbo actual. «La puerta
se está cerrando y muy pronto se cerrará para siempre», manifestó el principal
economista de la AIE.13
Poco antes, el Departamento de
Energía de Estados Unidos dio las cifras de emisión anual de dióxido de
carbono, que «registró el mayor aumento de la historia», a una concentración
más alta que la peor de las estimadas por el Grupo Intergubernamental de
Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).14 No fue una sorpresa para muchos
científicos, entre ellos los del programa sobre el cambio climático del
Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), que durante años han advertido
que las predicciones del IPCC son demasiado cautas.
La crítica a las previsiones del
IPCC apenas recibe atención pública, a diferencia de lo que ocurre con los
radicales negacionistas del cambio climático, que son apoyados por el sector
empresarial y cuentan con enormes campañas de propaganda, las cuales han
llevado a muchos estadounidenses a tomar una postura al margen de la comunidad
internacional y desdeñar las amenazas del cambio climático. El apoyo
empresarial se traduce directamente en poder político. El negacionismo forma
parte de las consignas que deben entonar los candidatos republicanos en las
ridículas campañas electorales, ahora permanentes. Por su parte, en el Congreso
los negacionistas son lo bastante fuertes para frenar los intentos de
investigar el efecto del calentamiento global, ni que decir de tomar medidas
serias al respecto.
En resumen, tal vez se puede
contener el declive de Estados Unidos si abandonamos la esperanza de una
supervivencia digna, lo cual es una perspectiva muy plausible teniendo en
cuenta el equilibrio de fuerzas en el mundo.
LA «PÉRDIDA» DE CHINA Y VIETNAM
Dejando de lado esa
descorazonadora posibilidad, una mirada atenta al declive de Estados Unidos
muestra que China, de hecho, desempeña un papel importante, como ha venido
haciéndolo durante los sesenta últimos años. El declive, que ahora suscita
tanta preocupación, no es un fenómeno reciente. Se remonta al final de la
Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos contaba con la mitad de la
riqueza del mundo y un incomparable poder en la seguridad global. Los estrategas,
por supuesto, eran bien conscientes de la enorme desigualdad de poder y
pretendían mantenerla.
El punto de vista fundamental fue
subrayado con admirable franqueza en un documento oficial de 1948, cuyo autor
era uno de los arquitectos del nuevo orden mundial de entonces: el jefe de
planificación política del Departamento de Estado, el respetado estadista e
investigador George Kennan, un moderado dentro de las personas que se dedican a
la planificación política. Observó que el objetivo político central de Estados
Unidos debería ser buscar el mantenimiento de la «posición de desigualdad» que
separaba nuestra enorme riqueza de la pobreza de otros. Para lograr ese
objetivo su consejo fue el siguiente: «Deberíamos dejar de hablar sobre
objetivos vagos e [...] irreales, tales como los derechos humanos, el aumento
del nivel de vida y la democratización [y en cambio] ocuparnos de conceptos de
poder [sin vernos] obstaculizados por eslóganes idealistas [sobre] altruismo y
beneficencia mundial.»15
Kennan se refería específicamente
a la situación en Asia, pero sus observaciones pueden generalizarse, con
excepciones, a otros participantes en el sistema global dirigido por Estados
Unidos. No obstante, quedó claro que los «eslóganes idealistas» tenían que
exhibirse de manera prominente al dirigirse a otros, como las clases
intelectuales, de las que se esperaba que los difundieran.
Los planes que Kennan ayudó a
formular y poner en marcha daban por sentado que Estados Unidos controlaría el
hemisferio oeste y el Lejano Oriente, el antiguo Imperio británico (incluidas
las incomparables fuentes de recursos de energía de Oriente Próximo) y la mayor
parte posible de Eurasia, fundamentalmente sus centros comerciales e
industriales. Los objetivos no eran poco realistas, dada la distribución de
poder en aquel momento. Sin embargo, el declive comenzó enseguida.
En 1949, China declaró su
independencia, lo cual provocó en Estados Unidos amargas recriminaciones y
conflictos sobre quién era responsable de esa «pérdida». Se suponía tácitamente
que Estados Unidos «poseía» China por derecho, así como la mayoría del resto
del mundo, tal y como dieron por sentado los planificadores de la posguerra.
Por tanto, la «pérdida de China» fue el primer paso significativo en el
«declive de Estados Unidos» y tuvo consecuencias políticas graves. Una fue la
decisión inmediata de apoyar a Francia en el intento de reconquistar su antigua
colonia de Indochina, para que no se «perdiera» también. Indochina en sí no
constituía una preocupación fundamental, a pesar de las afirmaciones sobre sus
ricos recursos del presidente Eisenhower y otros. La preocupación era más bien
la «teoría del efecto dominó». A menudo ridiculizada cuando las fichas no caen,
la teoría del efecto dominó sigue siendo un principio político básico porque es
muy racional. Por adoptar la versión de Henry Kissinger, una región que cae
fuera del control de Estados Unidos puede convertirse en un «virus que
extenderá el contagio» e inducirá a otras a seguir el mismo camino.
En el caso de Vietnam el temor
era que el virus del desarrollo independiente infectara Indonesia, que sí es
rica en recursos. Y eso podría conducir a Japón —el superdominó, como lo llamó
el destacado historiador de Asia John Dower— a «adaptarse» a un Asia
independiente, lo que haría de su centro tecnológico e industrial un sistema
que escaparía del alcance del poder de Washington.16 Eso habría significado, en
la práctica, que Estados Unidos perdiera el episodio del Pacífico de la Segunda
Guerra Mundial, acometido para impedir el intento de Japón de imponer un nuevo
orden de esas características en Asia.
La manera de tratar con un
problema así está clara: destruir el virus y «vacunar» a aquellos que podrían
infectarse. En el caso de Vietnam, la elección racional consistía en destruir
cualquier esperanza de desarrollo independiente e imponer dictaduras brutales
en las regiones circundantes. Esas labores se llevaron a cabo con éxito; aunque
la historia tiene su propia astucia y algo similar a lo que se temía ha estado
desarrollándose de todos modos en el este de Asia para consternación de
Washington.
La victoria más importante de las
guerras de Indochina se produjo en 1965, cuando un golpe del general Suharto,
respaldado por Estados Unidos, en Indonesia inició una época de terribles crímenes
que la CIA comparó con los de Hitler, Stalin y Mao. Los medios del sistema
informaron con precisión y euforia irrefrenada de la «impresionante carnicería
de masas», como lo describió The New York Times.17
Era un «destello de luz en Asia»,
como el célebre periodista liberal James Reston escribió en The Times.18
El golpe acabó con la amenaza de democracia, destruyó el partido político que
agrupaba a las masas pobres e impuso una dictadura responsable de uno de los
peores historiales contra los derechos humanos en el mundo; además, dejó las
riquezas del país en manos de inversores occidentales. No es de extrañar que,
después de muchos horrores, entre ellos la casi genocida invasión de Timor
Oriental, Suharto fuera recibido por la Administración Clinton en 1995 como
«uno de los nuestros».19
Años después de los grandes
acontecimientos de 1965, McGeorge Bundy, consejero de Seguridad Nacional de
Kennedy y Johnson, concluyó que habría sido sensato terminar con la guerra de
Vietnam en aquel momento, con el «virus» casi destruido y el dominó principal
bien colocado, reforzado por otras dictaduras respaldadas por Estados Unidos en
toda la región. Ha sido habitual aplicar procedimientos similares en otros
lugares; Kissinger se refería, concretamente, a la amenaza de la democracia
socialista de Chile; una amenaza que terminó con «el primer 11-S» y la
consiguiente dictadura brutal del general Pinochet en el país. Los virus habían
despertado profundo interés también en otros sitios, entre ellos Oriente
Próximo, donde la amenaza de nacionalismo secular ha preocupado a menudo a los
estrategas británicos y estadounidenses, y nos ha llevado a apoyar el
fundamentalismo islámico para contrarrestar el nacionalismo.
LA CONCENTRACIÓN DE RIQUEZA Y EL
DECLIVE DE ESTADOS UNIDOS
A pesar de tales victorias, el
declive estadounidense continúa. Durante la década de 1970, entró en una nueva
fase: el declive autoinfligido de manera deliberada, cuando los planificadores
tanto privados como públicos desplazaron la economía de Estados Unidos hacia la
financiarización y la deslocalización de la producción, movidos en parte por la
reducción de los beneficios en la producción nacional. Esas decisiones
iniciaron un círculo vicioso en el cual la riqueza se concentró
extraordinariamente (de manera drástica en el 0,1 % de la población), lo que
provocó una concentración del poder político y, por lo tanto, nueva legislación
para llevar más lejos el ciclo: revisión de los impuestos y otras políticas
fiscales, desregulación, así como cambios en las reglas que regían la empresas
y que permitían enormes beneficios para los ejecutivos, entre otras novedades.
Entretanto, para la mayoría de la
población, los sueldos reales se estancaron en gran medida y la gente solo pudo
salir adelante mediante un gran aumento de la carga de trabajo (muy superior a
la de Europa), endeudamiento insostenible y, desde los años Reagan, burbujas
repetidas que crearon riqueza ficticia, la cual desapareció, sin remedio,
cuando estallaron; tras ese estallido de la burbuja, a menudo sus responsables
fueron rescatados por el contribuyente. En paralelo, el sistema político se ha
ido destruyendo progresivamente y ha metido cada vez más a los dos partidos
hegemónicos en los bolsillos de las grandes empresas, con una escalada de
costes electorales; los republicanos hasta un nivel de farsa, los demócratas,
no muy por detrás.
Un extenso estudio reciente del
Instituto de Política Económica, que ha sido la principal fuente de datos
fiables en estas cuestiones durante años, se titula Failure by Design (Fracaso prediseñado). El término prediseñado es preciso; desde luego,
había otras opciones y, como señala el estudio, el «fracaso» es una cuestión de
clase. No hay fracaso de los diseñadores, ni mucho menos. Las políticas solo
son un fracaso para la población —el 99 % en la imaginería de los movimientos
Occupy— y para el país, que se ha deteriorado y continuará haciéndolo con estas
políticas.
Un factor es la deslocalización
de la fabricación. Como ilustra el ejemplo ya mencionado de los paneles solares
chinos, la capacidad productiva proporciona la base y el estímulo para la
innovación, y conduce a altas fases de sofisticación en producción, diseño e
invención. Esos beneficios también se están externalizando; no es un problema
para los «mandarines del dinero», que cada vez más diseñan la política, pero sí
un problema serio para la población obrera y de clase media y un auténtico
desastre para los más oprimidos: afroamericanos, que nunca han escapado al
legado de la esclavitud y sus espantosas consecuencias, y cuya exigua riqueza
casi desapareció cuando estalló la burbuja inmobiliaria en 2008 y disparó la
crisis económica más reciente, la peor hasta el momento.
«Nada para los demás»: la guerra
de clases en Estados Unidos
El estudio clásico de Norman Ware
sobre el obrero industrial apareció hace noventa años y fue el primero de su
estilo.1 No ha perdido ni un ápice de vigencia. Las lecciones que extrae Ware
de su atenta investigación del impacto de la revolución industrial emergente en
las vidas de los obreros, y en la sociedad en general, son igual de pertinentes
hoy que cuando él escribió, si no más, a la luz de los asombrosos paralelismos
entre la década de 1920 y la actualidad.
Es importante recordar la
situación de la clase obrera cuando escribió Ware. El poderoso e influyente
movimiento obrero de Estados Unidos, surgido durante el siglo XIX, estaba
sometido a un ataque brutal, que culminó en el Temor Rojo de Woodrow Wilson
después de la Primera Guerra Mundial. En la década de 1920, el movimiento había
quedado muy diezmado; un estudio clásico del eminente historiador obrero David
Montgomery se tituló The Fall of the
House of Labor y la caída a la que alude se produjo en la década de 1920.
Al final de ella, escribe Montgomery, «el control empresarial de la vida
estadounidense parecía garantizado [...]. La racionalización de los negocios
pudo entonces continuar con el apoyo indispensable del Gobierno»; un Gobierno
que estaba, en gran medida, en manos del sector empresarial.2 Este proceso
distó mucho de ser pacífico; la historia laboral de Estados Unidos es
inusualmente violenta. Un estudio concluye que «Estados Unidos tenía más
muertes al final del siglo XIX debido a la violencia laboral, en términos
absolutos y como proporción de la población total, que cualquier otro país
salvo la Rusia zarista».3 El término «violencia laboral» es una forma educada
de referirse a la violencia del Estado y de la seguridad privada contra los
obreros. Eso continuó hasta finales de la década de 1930; recuerdo esas escenas
de mi infancia.
Como resultado, escribió
Montgomery, «el Estados Unidos moderno se creó por encima de las protestas
obreras, aunque cada paso en su formación estuvo influido por las actividades,
organizaciones y propuestas que habían surgido de la vida de la clase obrera»,
por no hablar de las manos y los cerebros de aquellos que hacían el trabajo.4
El movimiento obrero revivió
durante la Gran Depresión y su influencia en la legislación fue notable, hasta
el punto de infundir miedo en el corazón de los empresarios industriales, que
advirtieron en sus publicaciones del «peligro» al que se enfrentaban por la
acción obrera respaldada por «el poder político del que las masas acaban de
hacerse conscientes».
Aunque la represión violenta no
terminó, ya no estaba bien vista. Había que concebir medios más sutiles de
garantizar el control empresarial, para empezar una marea de propaganda
sofisticada y «métodos científicos de romper las huelgas», convertidos en un
noble arte por las empresas especializadas en ello.5
No deberíamos olvidar la
perspicaz observación de Adam Smith de que los «amos de la humanidad» —en su
día, los mercaderes y fabricantes de Inglaterra— nunca cesan de perseguir su
«infame máxima: todo para nosotros y nada para los demás».6
El contraataque empresarial quedó
en suspenso durante la Segunda Guerra Mundial, pero revivió rápidamente después
de ella, con la aprobación de una estricta legislación, que restringía los
derechos de los obreros, y una extraordinaria campaña de propaganda destinada a
empresas, escuelas, iglesias y cualquier otra forma de asociación. Se emplearon
todos los medios de comunicación disponibles. En la década de 1980, con el
fervientemente antiobrero Gobierno de Reagan, el ataque recuperó su pleno
apogeo. El presidente Reagan le dejó claro al mundo de los negocios que no se
impondrían las leyes que protegen los derechos laborales, nunca muy fuertes.
Los despidos ilegales de líderes sindicales se dispararon y Estados Unidos
volvió a usar esquiroles, ilegalizados en casi todos los demás países
desarrollados salvo en Sudáfrica.
El liberal Gobierno de Clinton
debilitó a los obreros por varias vías. Un medio muy eficaz fue la creación del
Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA) que unía Canadá, México y
Estados Unidos. Con propósitos de propaganda, el NAFTA fue denominado «acuerdo
de libre comercio». Nada más lejos de la realidad; como otros acuerdos, algunos
de sus elementos era proteccionistas en grado sumo y en su mayor parte no tenía
nada que ver con el comercio; era un pacto sobre los derechos de los inversores
y, a semejanza de otros «acuerdos de libre comercio», este, como era de
esperar, resultó perjudicial para los trabajadores de los países participantes.
Uno de sus efectos fue debilitar el asociacionismo obrero: un estudio llevado a
cabo bajo los auspicios del NAFTA puso de manifiesto que las organizaciones obreras
decayeron bruscamente, gracias a prácticas tales como advertencias de la
dirección de que si una empresa estaba sindicalizada se la llevarían a México.7
Por supuesto, esas prácticas son ilegales, pero eso es irrelevante siempre que
los negocios cuenten con el «apoyo indispensable del Gobierno» al que se
refirió Montgomery.
Con esos medios, la sindicación
en la empresas privadas se redujo a menos del 7 % del total de trabajadores, a
pesar de que la mayoría de los obreros prefieren los sindicatos.8 El ataque se
volvió entonces hacia los sindicatos del sector público, que de alguna manera
habían estado protegidos por la legislación; ese proceso está ahora a pleno
rendimiento y no es la primera vez que ocurre. Podríamos recordar que Martin
Luther King Jr. fue asesinado en 1968 cuando apoyaba una huelga de trabajadores
del sector público en Memphis.
En muchos sentidos, las
condiciones de la clase obrera cuando Ware escribió eran similares a las que
vemos hoy, porque la desigualdad ha alcanzado otra vez las cotas enormes de
finales de la década de 1920. Para una pequeña minoría, la riqueza se ha
acumulado por encima de sus avariciosos sueños. En la pasada década, el 95 %
del crecimiento ha ido a los bolsillos del 1 % de la población, sobre todo a un
sector de esta.9 La media de ingresos reales se sitúa por debajo de la cantidad
en la que estaban hace veinticinco años, y la media de ingresos reales de los
varones está por debajo de su valor en 1968.10 La cuota del trabajo en la
producción ha caído a su nivel más bajo desde la Segunda Guerra Mundial.11 Esto
no es el resultado de los misteriosos mecanismos del mercado o de leyes
económicas, sino, otra vez, en gran medida del apoyo «indispensable» y la
iniciativa de un Gobierno que está, en gran medida, en manos de las empresas.
La revolución industrial de
Estados Unidos, observa Ware, creó «uno de los aspectos dominantes de la vida
estadounidense» en las décadas de 1840 y 1850. Mientras que su resultado
definitivo podría ser «bastante agradable a ojos modernos, era repugnante para
una parte enorme de la primera sociedad estadounidense». Ware revisa las
espantosas condiciones laborales impuestas a artesanos y campesinos que antes
trabajaban por su cuenta, así como a las factory
girls, mujeres jóvenes procedentes de las granjas que fueron a trabajar en
fábricas textiles alrededor de Boston. Pero en lo que se centra es en las
características fundamentales de la revolución, que persistieron incluso cuando
las condiciones mejoraron gracias a denodadas y largas luchas.
Ware hace hincapié en «la
degradación sufrida por el obrero industrial», la pérdida «de estatus e
independencia», que habían sido su posesión más preciada como ciudadanos libres
de la república, una pérdida que no podía ser compensada ni siquiera por la
mejora material. Ware explora también el impacto arrollador del capitalista
radical, «la revolución social en la cual la soberanía en asuntos económicos
pasó de la comunidad en su conjunto al mantenimiento de una clase especial» de
amos, un grupo «ajeno a los productores» y en general distanciado de la
producción. Muestra que «por cada protesta contra la maquinaria industrial,
pueden hallarse un centenar contra el nuevo poder de producción capitalista y
su disciplina».
Los trabajadores se ponían en
huelga no solo por pan, sino también por rosas, por expresarlo con el eslogan
obrero tradicional. Buscaban dignidad e independencia, reconocimiento de sus
derechos como hombres y mujeres libres. Crearon una prensa obrera activa e
independiente, escrita y producida por aquellos que trabajaban duro en las
fábricas. En sus periódicos condenaron «la influencia brutal de los principios
monárquicos en suelo democrático». Veían que aquel ataque a los derechos
humanos fundamentales no se superaría hasta «que los que trabaja[ba]n en las
fábricas las pose[yer]an» y la soberanía regresara a los productores libres.
Entonces los obreros ya no serían «insignificantes o los sujetos humildes de un
déspota extranjero [los amos ausentes], esclavos en el sentido más estricto de
la palabra deslomándose [...] para sus amos», sino que recuperarían su estatus
de «ciudadanos libres».12
La revolución capitalista
instituyó un desplazamiento crucial del precio al salario. Cuando el productor
vendía su producto por un precio, escribe Ware, «mantenía su persona. Pero
cuando empezó a vender su trabajo, se vendía él mismo» y perdió su dignidad
como persona al convertirse en esclavo, un «esclavo asalariado», el término
usado comúnmente. El trabajo asalariado se consideró similar a la esclavitud,
aunque difería de ella en que era temporal, en teoría. Esa idea estaba tan
extendida que se convirtió en eslogan del Partido Republicano, defendido por su
figura más destacada, Abraham Lincoln.13
La idea de que las empresas
productivas deberían ser propiedad de los trabajadores, común a mediados del
siglo XIX, no solo para Marx y la izquierda, sino también para la figura
liberal clásica más destacada del momento, John Stuart Mill. Mill sostenía que
«la forma de asociación que debe esperarse que predomine si la humanidad
continúa mejorando es [...] la asociación de los trabajadores mismos en
términos de igualdad, propietarios colectivamente del capital con el cual
llevan a cabo sus operaciones y con directores elegibles y revocables por ellos
mismos».14 De hecho, ese concepto está profundamente arraigado en reflexiones
que animaron el pensamiento liberal clásico. Hay solo un pequeño paso a
vincularlo con el control de otras instituciones y comunidades en un marco de
asociación libre y organización federal, al estilo de un pensamiento que abarca
desde gran parte de la tradición anarquista y el marxismo de la izquierda
antibolchevique hasta el socialismo gremial de G. D. H. Cole y los trabajos
teóricos mucho más recientes.15 Y todavía más significativo, es válido para las
acciones de trabajadores de muchos sectores que buscan controlar su vida y su
destino.
Para minar estas doctrinas
subversivas era necesario que los «amos de la humanidad» trataran de cambiar
las actitudes y las creencias que las fomentan. Como relata Ware, los
activistas obreros advirtieron del nuevo «espíritu de la época: ganar dinero
olvidando todo menos el yo», la infame máxima de los señores, que, como era
lógico, querían imponerles también a sus súbditos, sabiendo que estos podrían
ganar muy poco de la riqueza disponible. Ante ese humillante espíritu, surgió
una reacción radical en los movimientos en alza de obreros y campesinos
radicales, los movimientos populares más democráticos en la historia de Estados
Unidos, que se dedicaron a la solidaridad y el apoyo mutuo.16 Los derrotaron
por la fuerza, pero la batalla dista mucho de haber terminado, a pesar de los
reveses, la represión violenta y los enormes esfuerzos por inculcar la infame
máxima en la mente popular, aprovechándose de los recursos del sistema
educativo, de la colosal industria publicitaria y de otras instituciones de
propaganda dedicadas a esa tarea.
Hay importantes barreras en la
lucha por la justicia, la libertad y la dignidad, incluso más allá de la
intensa guerra de clases que el mundo empresarial, con una profunda conciencia
de clase, libra sin cesar, siempre con el «apoyo indispensable» de los
Gobiernos que en gran medida controla. Ware discute algunas de estas arteras
amenazas, tal y como las comprendieron los obreros. En ese sentido, cuenta que
había obreros especializados en el Nueva York de hace ciento setenta años que
repetían la opinión común de que un salario es una forma de esclavitud y
avisaban con perspicacia de que podría llegar el día en que los esclavos del
salario «olvidarán hasta cierto punto lo que significa la madurez, para
regodearse en un sistema que se les ha impuesto por su necesidad y en oposición
a sus sentimientos de independencia y respeto de sí mismos».17 Esperaban que
ese día no estuviera «muy lejos». Hoy, las señales de todo ello están a la
orden del día, pero la exigencia de independencia, respeto de uno mismo,
dignidad personal y control de la propia vida, como el viejo topo de Marx,
continúa excavando no lejos de la superficie, lista para reaparecer cuando las circunstancias
y el activismo militante se despierten.
EL EJEMPLO CUBANO
Una ilustración clara del patrón
general fue Cuba. Tras obtener la independencia en 1959, en cuestión de meses
empezaron los ataques militares a la isla. Poco después, el Gobierno Eisenhower
tomó la decisión secreta de derrocar el Gobierno cubano. Entonces llegó a la
presidencia John F. Kennedy. Pretendía consagrar más atención a Latinoamérica y
por ello, al ocupar el cargo, creó un grupo de estudio para desarrollar
políticas en esa región y le encargó la dirección al historiador Arthur M.
Schlesinger Jr., quien resumió sus conclusiones para el presidente entrante.
Como explicó Schlesinger, lo
amenazador en una Cuba independiente era «la idea de Castro de controlar las
cosas». Era una idea que desafortunadamente atraía a las masas de la población
en Latinoamérica, donde «la distribución de la tierra y otras formas de riqueza
favorece en gran medida a los propietarios, y los pobres y no privilegiados,
animados por el ejemplo de la revolución cubana están exigiendo oportunidades
para tener una vida digna».12 Una vez más, el dilema usual de Washington.
Como explicó la CIA, «la amplia
influencia del castrismo no es consecuencia del poder cubano [...], la sombra
de Castro se extiende porque las condiciones sociales y económicas en toda
Latinoamérica invitan a oponerse a la autoridad y alientan la agitación para
conseguir un cambio radical»; y Cuba proporcionaba un modelo para ello.13
Kennedy temía que la ayuda soviética pudiera hacer de Cuba un escaparate del
desarrollo, lo que le daría a los soviéticos la mejor baza en toda
Latinoamérica.14
El equipo de planificación
política del Departamento de Estado advirtió que «el principal peligro al que
nos enfrentamos con Castro es [...] el impacto que la misma existencia de su
régimen tiene sobre los movimientos izquierdistas en muchos países
latinoamericanos [...]. La cuestión es que Castro representa un desafío
triunfante a Estados Unidos, una negación de toda nuestra política en el
hemisferio durante casi un siglo y medio»; es decir, desde la doctrina Monroe de
1823, cuando Estados Unidos declaró su intención de dominar el hemisferio.15
El objetivo inmediato en el
tiempo de la doctrina era conquistar Cuba, pero eso no podía conseguirse por el
poder del enemigo británico. Aun así, el gran estratega John Quincy Adams,
padre intelectual de la doctrina Monroe y de la del Destino Manifiesto, informó
a sus colegas de que con el tiempo Cuba caería en nuestras manos por «las leyes
de la gravitación política», como una manzana cae del árbol.16 En resumen, el
poder de Estados Unidos se incrementaría y el del Reino Unido declinaría.
En 1898, el pronóstico de Adams
se cumplió: Estados Unidos invadió Cuba con la excusa de liberarla; de hecho,
impidió que la isla se liberara de España y la convirtió en una «virtual
colonia», por citar a los historiadores Ernest May y Philip Zelikow.17 Cuba
siguió siendo una colonia de facto de Estados Unidos hasta enero de
1959, cuando consiguió la independencia. Desde entonces ha estado sometida a
grandes guerras terroristas por parte de Estados Unidos, sobre todo durante los
años Kennedy, y a la estrangulación económica; y no por culpa de los
soviéticos.
La excusa siempre fue que
estábamos defendiéndonos de la amenaza soviética, una explicación absurda que,
por lo general, no se cuestiona. Un análisis simple de esa tesis consiste en
ver lo que ocurrió cuando desapareció cualquier amenaza rusa concebible: la
política de Estados Unidos hacia Cuba se hizo todavía más dura, encabezada por
demócratas liberales como Bill Clinton, que adelantó a Bush por la derecha en
las elecciones de 1992. Ante esto, los hechos deberían pesar mucho más a la
hora de validar el marco doctrinal para debatir la política exterior y los
factores que la impulsan. Y, sin embargo, una vez más, el impacto es escaso.
EL VIRUS DEL NACIONALISMO
Henry Kissinger captó la esencia
de la política exterior real de Estados Unidos al calificar el nacionalismo
independiente de «virus que podría contagiarse».18 Se refería al Chile de
Salvador Allende, y el virus era la idea de que podría haber un camino
parlamentario hacia alguna clase de democracia socialista. La forma de tratar
con una amenaza de esas características consistió en destruir el virus y
vacunar a aquellos que podían infectarse, normalmente imponiendo Estados
asesinos de seguridad nacional. Eso se logró en el caso de Chile, pero es
importante reconocer que la idea servía, y todavía sirve, en todo el mundo.
Fue, por ejemplo, el razonamiento
que estaba detrás de la decisión de oponerse al nacionalismo vietnamita a
principios de la década de 1950 y apoyar a Francia en su intento de
reconquistar su anterior colonia. Se temía que el nacionalismo independiente
vietnamita fuera un virus que se extendería a las regiones circundantes,
incluida la Indonesia rica en recursos. Eso podría incluso haber conducido a
Tokio a convertirse en el centro industrial y comercial de un nuevo orden
independiente como el que el Japón imperial había tratado de establecer
militarmente poco antes. El remedio estaba claro y, en gran medida, se logró.
Vietnam quedó prácticamente destruido y acorralado por dictaduras militares que
impidieron que se contagiara el «virus».
Algo similar ocurría en los
mismos años en Latinoamérica: fueron brutalmente atacados y destruidos o
debilitados un virus tras otro hasta el punto de la mera supervivencia. Desde
principios de la década de 1960, se impuso una plaga de represión en el
continente que no tenía ningún precedente en la historia violenta del
hemisferio y que se extendió a Centroamérica en la década de 1980, una cuestión
que no debería hacer falta revisar.
Lo mismo sucedió en Oriente
Próximo. Las singulares relaciones de Estados Unidos con Israel se
establecieron en su forma actual en 1967, cuando Israel asestó un gran golpe a
Egipto, el centro del nacionalismo secular árabe. Al hacerlo, protegió a Arabia
Saudí, aliado de Estados Unidos, entonces implicada en un conflicto militar con
Egipto en Yemen. Arabia Saudí, por supuesto, es el estado fundamentalista más
extremo y radical, y también un Estado misionero, que gasta enormes sumas para
imponer su doctrina wahabí-salafista más allá de sus fronteras. Merece la pena
recordar que Estados Unidos, como Inglaterra antes, ha tendido a apoyar el
fundamentalismo radical del islam en oposición al nacionalismo secular, que
hasta hace poco se percibía como una mayor amenaza de independencia y contagio.
«EL MAYOR MECENAS DEL TERRORISMO
MUNDIAL»
Centrándonos en la siguiente
pregunta obvia, ¿cuál es en realidad la amenaza iraní? ¿Por qué, por ejemplo,
Israel y Arabia Saudí tiemblan de miedo por la amenaza de Irán? Sea cual sea la
amenaza, no puede ser militar. Años atrás, la inteligencia de Estados Unidos
informó al Congreso de que el gasto militar de Irán es muy bajo respecto al de
otros países de la región y que su doctrina estratégica es defensiva, esto es,
diseñada para disuadir la agresión.13 El Servicio Secreto explica también que
no hay ninguna prueba de que Irán esté desarrollando un programa de armas
nucleares y que «el programa nuclear de Irán y su disposición a mantenerlo
abierto a la posibilidad de desarrollar armas nucleares es parte central de su
estrategia disuasoria».14
El estudio global de armamento
del prestigioso Instituto Internacional de Estudios por la Paz de Estocolmo
(SIPRI) sitúa a Estados Unidos, como de costumbre, muy por delante en gastos
militares. China ocupa el segundo lugar, con alrededor de un tercio del gasto
estadounidense. Muy por debajo están Rusia y Arabia Saudí, que no obstante se
colocan muy por encima de cualquier estado de Europa occidental. Irán apenas se
mencionó.15 Los detalles completos aparecen en un informe de abril del Centro
de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), que llega a «la conclusión
de que los Estados del golfo Pérsico tienen [...] una imponente ventaja [sobre]
Irán tanto en gasto militar como en acceso a armas modernas». El gasto militar
de Irán es una pequeña parte del de Arabia Saudí y está muy por debajo incluso
del gasto de Emiratos Árabes Unidos. Juntos, los Estados de cooperación del
Golfo —Bahréin, Kuwait, Omán, Qatar, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos—
gastan en armas ocho veces más que Irán, un desequilibrio que se remonta varias
décadas.16 El informe del CSIS añade que «los Estados del golfo Pérsico han
adquirido y están adquiriendo algunas de las armas más avanzadas y eficaces del
mundo [mientras que] Irán se ha visto obligado a vivir, a menudo dependiendo de
sistemas recibidos en tiempos del sah»; en otras palabras, prácticamente
obsoletos.17 En el caso de Israel, por supuesto, el desequilibrio es todavía
mayor. Además de poseer el armamento estadounidense más avanzado y ser una virtual
base militar en el extranjero de la superpotencia global, tiene también un
enorme arsenal de armas nucleares.
A buen seguro, Israel se enfrenta
a la «amenaza existencial» de las declaraciones iraníes: el líder supremo
Jamenei y el expresidente Mahmud Ahmadineyad son célebres por amenazarlos con
la destrucción. Salvo que no lo hicieron; y si lo hicieron fue de poca
importancia.18 Predijeron que «por la gracia de Dios [el régimen sionista] será
borrado del mapa» (según otra traducción, Ahmadineyad dice que Israel «debe
desaparecer de la página del tiempo», citando una declaración del ayatolá
Jomeini durante el período en el que Israel e Irán estaban aliados
tácitamente). En otras palabras, deseaban que en algún momento se produjera un
cambio de régimen. Incluso eso queda muy lejos de los llamamientos directos de
Washington y Tel Aviv para un cambio de régimen en Irán, por no hablar de las
medidas tomadas para propiciarlo. Estas, por supuesto, se remontan al «cambio
de régimen» real de 1953, cuando Estados Unidos y el Reino Unido organizaron un
golpe militar para derrocar el Gobierno parlamentario de Irán e instalar la
dictadura del sah, que acumuló uno de los peores historiales contra los
derechos humanos de la historia. Esos crímenes eran conocidos por todo el que
leyera los informes de Amnistía Internacional y otras organizaciones de
derechos humanos, pero no por los lectores de la prensa estadounidense, que ha
consagrado mucho espacio a las violaciones de los derechos humanos en Irán,
pero solo desde 1979, cuando el régimen del sah fue derrocado. Todo esto, tan
instructivo, está muy bien documentado en un estudio de Mansur Farhang y
William Dorman.19
Nada queda fuera de lo normal.
Estados Unidos, como es bien conocido, mantiene el título mundial de cambiador
de regímenes, e Israel no se queda corto. La más destructiva de sus invasiones
del Líbano, en 1982, estuvo explícitamente destinada a cambiar el régimen, así
como a garantizar su control de los territorios ocupados. Los pretextos
ofrecidos fueron débiles y se derrumbaron enseguida. Eso tampoco es inusual y
es muy independiente de la naturaleza de la sociedad; desde los lamentos en la
Declaración de Independencia sobre «el salvajismo despiadado de los indios» a
la defensa de la Alemania de Hitler del «salvaje terror» de los polacos.
Ningún analista serio cree que
Irán fuera a usar, ni siquiera a a amenazar con usarla, un arma nuclear si la
tuviera, y por lo tanto enfrentarse a una destrucción inmediata. Existe, no
obstante, la preocupación real de que un arma nuclear pueda caer en manos
yihadistas; no en Irán, donde la amenaza es minúscula, pero si en Pakistán,
aliado de Estados Unidos, donde es muy real. En la revista del Real Instituto
de Asuntos Internacionales (Chatham House), dos destacados científicos
nucleares paquistaníes, Pervez Hoodbhoy y Zia Mian, escriben que los cada vez
mayores temores de que «algún activista se haga con armas o materiales
nucleares y desate un episodio de terrorismo nuclear [han llevado a] [...] la
creación de una fuerza de más de veinte mil soldados destinada a custodiar las
instalaciones nucleares. Sin embargo, no hay razón para suponer que esa fuerza
sea inmune a los problemas asociados a las unidades que custodian instalaciones
militares regulares», que, con frecuencia, han sufrido ataques con
«colaboración interna».20 En resumen, el problema es real, pero se desplaza a
Irán gracias a fantasías inventadas por otros motivos.
Otras preocupaciones sobre la
amenaza iraní son las de su papel como «mayor mecenas del terrorismo a escala
mundial», que se refiere, básicamente, a su apoyo a Hizbulá y Hamás.21 Ambos
movimientos surgieron como resistencia a la violencia y agresión de Israel,
respaldadas por Estados Unidos, que excede en mucho cualquier cosa atribuida a
esas organizaciones. Al margen de lo que uno piense de ellas, o de otras que
reciban el apoyo iraní, Irán no ocupa un lugar muy alto en el apoyo al
terrorismo a escala mundial, ni siquiera en el mundo musulmán. Entre los
Estados islámicos, Arabia Saudí encabeza, a mucha distancia, el patrocinio del
terrorismo islamista, no solo por medio de la financiación directa de ricos
saudíes y otros potentados del Golfo, sino, más todavía, por el celo con el que
los saudíes promulgan su versión wahabí, extremista por tanto, del islam a
través de escuelas coránicas, mezquitas, autoridades y otros medios de los que
dispone una dictadura religiosa con enorme riqueza derivada del petróleo. La
organización Estado Islámico es un descendiente radical del extremismo
religioso saudí y su empecinamiento en avivar las llamas yihadistas.
No obstante, en cuanto a generar
terror yihadista, nada puede compararse a la guerra contra el terrorismo de
Estados Unidos, que ha ayudado a extender la plaga desde una pequeña área
tribal en la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán hasta una inmensa
región que va desde África occidental hasta el sureste de Asia. Solo la
invasión de Irak multiplicó por siete los atentados terroristas en el primer
año, mucho más allá de lo que habían previsto las agencias de inteligencia.22
La guerra con drones contra sociedades tribales marginadas y oprimidas también
genera exigencias de revancha, como indican numerosas pruebas.
Esos dos satélites iraníes,
Hizbulá y Hamás, también comparten el crimen de ganar el voto popular en las
únicas elecciones libres del mundo árabe. Hizbulá es culpable del delito, si
cabe más abyecto, de obligar a Israel a retirarse de su ocupación del sur del
Líbano, que violaba las órdenes del Consejo de Seguridad que se remontan varios
decenios atrás, un régimen de terror, ilegal, salpicado de episodios de
violencia extrema, asesinato y destrucción.
Estados Unidos es un destacado
Estado terrorista
Imagina que el artículo de
cabecera del Pravda fuera un estudio
del KGB que analizara las principales operaciones terroristas llevadas a cabo
por el Kremlin en todo el mundo en un intento de determinar los factores que
condujeron a su éxito o fracaso. Su conclusión final: por desgracia, los éxitos
fueron escasos, así que hay que repensar la política. Supongamos que el
artículo continuara citando a Vladímir Putin diciendo que había pedido al KGB
que llevara a cabo esas investigaciones para encontrar casos de «financiación y
suministro de armas a la insurgencia en un país que en realidad funcionaba
bien. Y que no pudieron conseguir mucho». Así que tiene cierta reticencia a
continuar con esa política.
Es casi inimaginable, pero si
apareciera un artículo así, los gritos de rabia e indignación se alzarían hasta
los cielos y Rusia sería vehementemente condenada, o peor, no solo por el
brutal historial terrorista que habría reconocido a las claras, sino también
por la reacción entre los dirigentes y la clase política: ninguna preocupación,
salvo por el buen funcionamiento del terrorismo de Estado ruso y por si las
prácticas podrían mejorar.
De hecho, es difícil imaginar que
un artículo así pudiera aparecer, si no fuera porque apareció recientemente, o
casi.
El 14 de octubre de 2014 el
artículo de fondo de The New York Times informaba de un estudio
de la CIA que analizaba las principales operaciones terroristas llevadas a cabo
por la Casa Blanca en todo el mundo, en un intento de determinar los factores
que condujeron a su éxito o fracaso, con la conclusión mencionada arriba. El
artículo continuaba citando al presidente Obama, quien había pedido a la CIA
que emprendiera una investigación para encontrar casos de «financiación y
suministro de armas a la insurgencia en un país que, en realidad, funcionaba
bien. Y que no pudieron conseguir mucho», así que tenía, de hecho, cierta
reticencia a continuar con tales prácticas.1
No hubo gritos de rabia ni
indignación, nada.
La conclusión parece muy clara.
En la cultura política occidental se da por completamente natural y apropiado
que el líder del mundo libre tiene que ser un Estado terrorista canalla y que
ha de proclamar abiertamente su prestigio en tales crímenes. Y no es sino
natural y apropiado que el abogado constitucionalista liberal que lleva las
riendas del poder, laureado con el Premio Nobel de la Paz, solo se preocupe por
cómo llevar a cabo tales acciones con mayor eficacia.
Hay un estudio más atento que
establece estas conclusiones con firmeza. El artículo empieza citando
operaciones estadounidenses «desde Angola hasta Nicaragua y Cuba». Añadamos un
poco de lo que se omite; para ello se puede beber de los estudios
revolucionarios sobre el papel de Cuba en la liberación de África de Piero
Gleijeses, en especial de su reciente libro Visions
of Freedom.2
En Angola, Estados Unidos se unió
a Sudáfrica para proporcionar un apoyo crucial al ejército terrorista de la
UNITA de Jonas Savimbi. Continuó haciéndolo incluso después de la rotunda
derrota de Savimbi en unas elecciones libres atentamente supervisadas y después
de que Sudáfrica retirara el apoyo a ese «monstruo cuya ansia de poder había
llevado un enorme sufrimiento a su pueblo», en palabras del embajador británico
en Angola Marrack Goulding, una declaración secundada por el director local de
la CIA en la vecina Kinshasa. El mandatario de la CIA advertía que «no era
buena idea» apoyar al monstruo «por la magnitud de los crímenes de Savimbi. Era
terriblemente violento».3
A pesar de las amplias y asesinas
operaciones terroristas respaldadas por Estados Unidos en Angola, las fuerzas
cubanas expulsaron del país a los agresores sudafricanos, los obligaron a dejar
la ilegalmente ocupada Namibia y allanaron el camino para unas elecciones en
Angola en las que, después de su derrota, Savimbi «desestimó por completo las
opiniones de los casi ocho observadores extranjeros desplazados allí según los
cuales las votaciones [...] fueron en general libres y justas», como informó The New
York Times, y continuó la guerra terrorista con el apoyo de Estados
Unidos.4
Nelson Mandela, cuando por fin
fue puesto en libertad, alabó los logros de Cuba en la liberación de África y
el final del apartheid. Uno de sus
primeros actos fue declarar que «durante todos mis años en prisión, Cuba fue
una inspiración y Fidel Castro un pilar sólido [...]. [Las victorias cubanas]
destrozaron el mito de la invencibilidad del opresor blanco [e] inspiraron las
luchas de masas de Sudáfrica [...], un punto de inflexión para la liberación de
nuestro continente, y de mi pueblo, del azote del apartheid [...]. ¿Qué otro país puede señalar un historial de mayor
altruismo que el que ha mostrado Cuba en sus relaciones con África?».5
El líder del terrorismo Henry
Kissinger, en cambio, se «enfureció» por la insubordinación del «pelagatos»
Castro, a quien sentía que debía «aplastar», como informaron William LeoGrande
y Peter Kornbluh en su libro Back Channel
to Cuba, basándose en documentos desclasificados recientemente.6
En el caso de Nicaragua, no vale
la pena entretenerse en la guerra terrorista de Ronald Reagan, que continuó
hasta mucho después de que el Tribunal Internacional de Justicia ordenara a
Washington el cese del «uso ilegal de la fuerza» —es decir, terrorismo
internacional— y pagara sustanciales compensaciones; y aún siguió tras una
resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que llamaba a todos los
Estados (es decir, a Estados Unidos) a cumplir la legalidad internacional;
Washington la vetó.7 Debería reconocerse, no obstante, que la guerra terrorista
de Reagan contra Nicaragua —continuada por George H. W. Bush, el «estadista»
Bush— no fue tan destructiva como el terrorismo de Estado que respaldaba con
entusiasmo en El Salvador y Guatemala. Nicaragua tenía la ventaja de contar con
un ejército para enfrentarse a las fuerzas terroristas dirigidas por Estados
Unidos, mientras que en los países vecinos los terroristas que asaltaban a la
población eran sus propias fuerzas de seguridad, armadas y formadas por
Washington.
En el caso de Cuba, el presidente
Kennedy y su hermano, el fiscal general Robert Kennedy, lanzaron las
operaciones terroristas de Washington con toda su furia para castigar a los
cubanos por impedir la invasión de la bahía de Cochinos, dirigida por Estados
Unidos. Aquella guerra terrorista no fue una nimiedad. Participaron
cuatrocientos estadounidenses y dos mil cubanos, y contó con un ejército
privado de lanchas rápidas y un presupuesto anual de cincuenta millones de
dólares. Fue dirigida en parte por la oficina de la CIA en Miami, que
funcionaba infringiendo la Ley de Neutralidad y, presumiblemente, la ley que
prohíbe operaciones de la CIA en Estados Unidos. Entre sus operaciones destacan
el bombardeo de hoteles e instalaciones industriales, el hundimiento de buques
pesqueros, el envenenamiento de cosechas y ganado, y la contaminación de
exportaciones de azúcar, entre otras. Algunas de esas operaciones no fueron
autorizadas por la CIA explícitamente, sino que las llevaban a cabo fuerzas
terroristas que la agencia financiaba y apoyaba, una distinción irrelevante.
Como más tarde se supo, la guerra
terrorista (operación Mangosta) fue un factor que influyó en que Jruschov
enviara misiles a Cuba, así como en la crisis de los misiles, que estuvo a
punto de provocar una guerra nuclear definitiva. Las operaciones de Estados
Unidos en Cuba no eran una cuestión trivial.
Se ha prestado cierta atención a una
parte menor de la guerra terrorista: los numerosos intentos de asesinar a Fidel
Castro, en general subestimados como si fueran travesuras infantiles de la CIA.
Aparte de eso, nada de lo ocurrido ha suscitado mucho interés o debate. La
primera investigación seria en inglés del impacto de la guerra terrorista sobre
los cubanos lo publicó en 2010 el investigador canadiense Keith Bolenter, en su
Voices from the Other Side, un
valioso estudio que en gran medida ha pasado desapercibido.8
Los tres ejemplos subrayados en
el artículo de The New York Times sobre el terrorismo de
Estados Unidos son solo la punta del iceberg. No obstante, es útil contar con
este destacado reconocimiento de la dedicación de Washington a operaciones
terroristas asesinas y destructivas, y de la insignificancia de todo ello para
la clase política, que acepta como normal y adecuado que Estados Unidos debe
ser una superpotencia terrorista, inmune a la ley y las normas civilizadas.
Paradójicamente, el mundo podría
no estar de acuerdo. Las encuestas globales muestran que se considera a Estados
Unidos la mayor amenaza para la paz mundial con mucha diferencia.9 Por suerte,
a los estadounidenses se les ahorró esa información sin importancia.
SUPERVIVENCIA EN LA ERA POSTERIOR
A LA GUERRA FRÍA
Analizar las acciones y doctrinas
posteriores a la guerra fría tampoco tranquiliza nada. La doctrina Clinton se
refleja en el eslogan «multilateral cuando podemos, unilateral cuando debemos».
En una declaración ante el Congreso, la expresión «cuando debemos» se explicó
más a fondo: Estados Unidos tiene derecho a recurrir al «uso unilateral del
poder militar» para garantizar el «libre acceso a mercados clave, suministros
de energía y recursos estratégicos».13
Entretanto, el STRATCOM produjo
en la era Clinton un importante estudio titulado Essentials of Post-Cold War Deterrence, publicado mucho después de
que la Unión Soviética se hubiera derrumbado y cuando Clinton estaba
continuando el plan del presidente George H. W. Bush para extender la OTAN
hacia el este, violando, por tanto, las promesas verbales que le había hecho al
presidente soviético Mijail Gorbachov, con secuelas que llegan hasta el
presente.14 El estudio se interesaba por «el papel de las armas nucleares en la
era posterior a la guerra fría». La conclusión principal es que Estados Unidos
debe mantener el derecho a dar el primer golpe, incluso contra Estados no
nucleares. Además, las armas nucleares siempre deben estar preparadas porque
«proyectan una sombra sobre cualquier crisis o conflicto». Es decir, se estaban
utilizando constantemente, igual que estás usando un arma si apuntas pero no
disparas al robar una tienda (un extremo que Daniel Ellsberg ha destacado
repetidamente). El STRATCOM también opinaba que «los estrategas no deberían ser
demasiado racionales al determinar [...] lo que más valora el adversario».
Cualquier cosa es un objetivo posible. «Nos hace daño retratarnos como
completamente racionales y con la cabeza demasiado fría [...]. Que Estados
Unidos puede llegar a ser irracional y vengativo si sus intereses vitales son
atacados es algo que debería formar parte de la personalidad nacional que
proyectamos.» Es «beneficioso [para nuestra posición estratégica] que algunos
elementos puedan parecer potencialmente “fuera de control”», ya que plantea una
amenaza constante de ataque nuclear, lo cual es una grave violación de la Carta
de las Naciones Unidas, por si a alguien le importa.
No hay muchas menciones a los
objetivos nobles constantemente proclamados ni, para el caso, a la obligación,
por el Tratado de No Proliferación de hacer esfuerzos de «buena fe» para
eliminar ese azote de la tierra. Lo que resuena es más bien una adaptación del
famoso pareado de Hilaire Belloc sobre la ametralladora Maxim (por citar al
gran historiador africano Chinweizu):
Pase lo que pase, digo yo:
Tenemos la bomba y ellos no.
Después de Clinton llegó George
W. Bush. Su amplio respaldo a la guerra preventiva se parece al ataque de Japón
en diciembre de 1941 de bases militares en dos posesiones de ultramar de
Estados Unidos, en un momento en que los belicosos japoneses eran bien
conscientes de que las fortalezas voladoras B-17 salían apresuradamente de las
cadenas de montaje y se desplegaban en aquellas bases con la intención de
«arrasar el corazón industrial del imperio con ataques mediante bombas
incendiarias sobre los hormigueros de bambú de Honshu y Kyushu». Así describió
los planes anteriores a la guerra su arquitecto, el general de la fuerza aérea
Claire Chennault, con la aprobación entusiasta del presidente Franklin
Roosevelt, el secretario de Estado Cordell Hull y el jefe del Estado Mayor, el
general George Marshall.15
Luego llegó Barack Obama, con
palabras amables sobre trabajar para abolir las armas nucleares, combinadas con
planes para gastar un billón de dólares en el arsenal nuclear de Estados Unidos
en los treinta años siguientes, un porcentaje del presupuesto militar
«comparable a lo gastado por el presidente Ronald Reagan para la adquisición de
nuevos sistemas estratégicos en la década de 1980», según un estudio del Centro
de Estudios sobre la No Proliferación James Martin, del Instituto de Estudios
Internacionales de Middlebury, en Monterrey.16
Obama tampoco ha dudado en jugar
con fuego para obtener rédito político. Tomemos por ejemplo la captura y
asesinato de Osama bin Laden por parte de los SEAL de la Marina. Obama lo sacó
a relucir con orgullo en un importante discurso sobre la seguridad nacional en
mayo de 2013. El discurso tuvo una amplia cobertura, pero se pasó por alto un
párrafo crucial.17
Obama aplaudió la operación; sin
embargo, añadió que no podía ser la norma. La razón, dijo, era que los riesgos
«eran inmensos». Los SEAL podrían haberse visto «envueltos en un tiroteo
masivo». Aunque, por suerte, eso no ocurrió, «el coste en nuestra relación con
Pakistán y el retroceso en la valoración por parte de la opinión pública
paquistaní por la intrusión en su territorio fue [...] muy importante».
Agreguemos ahora unos pocos
detalles. A los SEAL les ordenaron huir combatiendo en caso de necesidad. No
habrían quedado abandonados a su suerte si se hubieran visto «envueltos en un
tiroteo masivo»: se habría usado toda la fuerza del ejército de Estados Unidos
para rescatarlos. Pakistán posee un ejército poderoso y bien entrenado, muy
protector de la soberanía del país. También tiene armas nucleares y los
especialistas paquistaníes están preocupados por la posible penetración de
elementos yihadistas en su sistema de seguridad nuclear. Tampoco es un secreto
que la población está resentida y radicalizada por la campaña de terror con
drones y otras políticas de Washington.
Cuando los SEAL estaban en el
complejo de Bin Laden, el jefe de Estado Mayor paquistaní, Ashfaq Parvez
Kayani, fue informado de la incursión y ordenó a su ejército «enfrentarse a
cualquier avión no identificado», que suponía que sería de la India.
Entretanto, en Kabul, el general estadounidenses David Petraeus, pidió «aviones
de guerra para responder» si los paquistaníes «sacaban sus cazas».18
Como dijo Obama, por suerte lo
peor no ocurrió, aunque podría haber sido horrible. Pero se asumió un gran
riesgo y no parece que hubiera una gran preocupación; ni siquiera un debate posterior.
Como observó el general Butler,
es casi un milagro que hayamos escapado de la destrucción hasta ahora, y cuanto
más tentemos al destino, menos probable es que una intervención divina acuda a
perpetuar el milagro.
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