Marxismo y religión: ¿opio del
pueblo?*
Por : Michael Löwy**
¿ES AÚN LA RELIGIÓN, tal como
Marx y Engels la entendían en el siglo XIX, un baluarte de reacción,
oscurantismo y conservadurismo? Brevemente, sí, lo es. Su punto de vista se
aplica aún a muchas instituciones católicas (el Opus Dei es sólo el ejemplo más
obvio), al uso fundamentalista corriente de las principales confesiones
(cristiana, judía, musulmana), a la mayoría de los grupos evangélicos (y su
expresión en la denominada “iglesia electrónica”), y a la mayoría de las nuevas
sectas religiosas, algunas de las cuales, como la notoria iglesia del reverendo
Moon, son nada más que una hábil combinación de manipulaciones financieras, lavado
de cerebro y anticomunismo fanático.
Sin embargo, la emergencia del
cristianismo revolucionario y de la teología de la liberación en América Latina
(y en otras partes) abre un capítulo histórico y alza nuevas y excitantes
preguntas que no pueden responderse sin una renovación del análisis marxista de
la religión.
Inicialmente, confrontados con
tal fenómeno, los marxistas recurrirían a un modelo tradicional que concibe a
la iglesia como un cuerpo reaccionario enfrentando a los trabajadores y los
campesinos cristianos que podrían haber sido considerados soportes de la
revolución. Incluso mucho tiempo después, la muerte del Padre Camilo Torres
Restrepo, quien se había unido a la guerrilla colombiana, fue considerada un
caso excepcional. Corría el año 1966. Pero el creciente compromiso de los
cristianos –incluidos muchos religiosos y curas– con las luchas populares y su
masiva inserción en la revolución sandinista claramente mostraron la necesidad
de un nuevo enfoque.
Los marxistas desconcertados o
confundidos por estos desarrollos aún recurren a la distinción usual entre las
prácticas sociales vigentes de estos cristianos, por un lado, y su ideología
religiosa, por el otro, definida como necesariamente regresiva e idealista. Sin
embargo, con la teología de la liberación pensadores religiosos utilizarán
conceptos marxistas y bregarán a favor de las luchas emancipatorias.
De hecho, algo nuevo sucedió en
la escena religiosa de Latinoamérica durante las últimas décadas, de
importancia histórica a nivel mundial. Un sector significativo de la iglesia
–creyentes y clérigos– en América Latina ha cambiado su posición en el campo de
la lucha social, poniendo sus recursos materiales y espirituales al servicio de
los pobres y de su pelea por una nueva sociedad.
¿Puede el marxismo ayudarnos a
explicar estos eventos inesperados?
* * *
La conocida frase “la religión es
el opio del pueblo” es considerada como la quintaesencia de la concepción
marxista del fenómeno religioso por la mayoría de sus partidarios y oponentes.
¿Cuán acertado es este punto de vista? Antes que nada, uno debería enfatizar
que esta afirmación no es del todo específicamente marxista. La misma frase se
puede encontrar, en diversos contextos, en los escritos de Immanuel Kant, J. G.
Herder, Ludwig Feuerbach, Bruno Bauer, Moses Hess y Heinrich Heine. Por
ejemplo, en su ensayo sobre Ludwig Börne (1840), Heine ya la empleaba –en una
manera positiva (aunque irónica) –: “Bienvenida sea una religión que derrama en
el amaro cáliz de la sufriente especie humana algunas dulces, soporíferas gotas
de opio espiritual, algunas gotas de amor, esperanza y creencia”. Moses Hess,
en su ensayo publicado en Suiza en 1843, toma una postura más crítica (pero aún
ambigua): “La religión puede hacer soportable [...] la infeliz conciencia de
servidumbre […] de igual forma el opio es de buena ayuda en angustiosas
dolencias” (citado en Gollwitzer, 1962: 15-16) (1) .
La expresión apareció poco
después en el artículo de Marx Acerca de
la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1844). Una lectura atenta
del párrafo marxista donde aparece esta frase revela que la cuestión es más
compleja de lo que usualmente se cree. Aunque obviamente crítico de la
religión, Marx toma en cuenta el carácter dual del fenómeno y expresa: “La
angustia religiosa es al mismo tiempo la expresión del dolor real y la protesta
contra él. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un
mundo descorazonado, tal como lo es el espíritu de una situación sin espíritu.
Es el opio del pueblo” (Marx, 1969a: 304).
Si uno lee el ensayo completo,
aparece claramente que el punto de vista de Marx debe más a la postura de
izquierda neo-hegeliana –que veía la religión como la alienación de la esencia
humana– que a la filosofía de la Ilustración –que simplemente la denunciaba
como una conspiración clerical. De hecho, cuando Marx escribió el pasaje
mencionado era aún un discípulo de Feuerbach y un neo-hegeliano. Su análisis de
la religión era, por consiguiente, “pre-marxista”, sin referencia a las clases
y ahistórico. Pero tenía una cualidad dialéctica, codiciando el carácter
contradictorio de la “angustia” religiosa: a la vez una legitimación de
condiciones existentes y una protesta contra estas.
Fue sólo después, particularmente
en La ideología alemana (1846), que el característico estudio marxista de la
religión como una realidad social e histórica tuvo su origen. El elemento clave
de este nuevo método para el análisis de la religión es acercarse a ella como a
una de las diversas formas de ideología –a saber, de la producción espiritual
de un pueblo; de la producción de ideas, representaciones y conciencia,
necesariamente condicionadas por la producción material y las correspondientes
relaciones sociales. Aunque él suele utilizar el concepto de “reflejo” –el cual
conducirá a varias generaciones de marxistas hacia un callejón sin salida– la
idea clave del libro es la necesidad de explicar la génesis y el desarrollo de
las distintas formas de conciencia (religiosa, ética, filosófica, etc.) por las
relaciones sociales, “lo que significa, por supuesto, que la cuestión puede ser
representada en su totalidad” (Marx, 1969b: 154, 164). Una escuela “disidente”
de la sociología de la cultura marxista (Lukács, Goldmann) estará a favor del
concepto dialéctico de totalidad en lugar de adscribir a la teoría del reflejo.
Luego de escribir junto a Engels
La ideología alemana, Marx prestó poca atención a la cuestión de la religión
como tal, a saber, como un universo específico de significados culturales e
ideológicos. Uno puede encontrar, sin embargo, en el primer volumen de El
Capital, algunas observaciones metodológicas interesantes. Por ejemplo, la bien
conocida nota a pie de página en la que responde al argumento sobre la importancia
de la política en la Antigüedad y de la religión en la Edad Media revela una
concepción amplia de la interpretación materialista de la historia: “Ni la Edad
Media pudo vivir del Catolicismo ni la Antigüedad de la política. Las
respectivas condiciones económicas explican, de hecho, por qué el Catolicismo
allá y la política acá juegan el rol dominante” (Marx, 1968: 96, Tomo I). Marx
nunca se tomaría la molestia de suministrar las razones económicas que
explicarían la importancia de la religión en el Medioevo, pero este pasaje es
importante porque reconoce que, bajo ciertas condiciones históricas, la
religión puede de hecho jugar un rol dominante en la vida de una sociedad.
A pesar de su poco interés por la
religión, Marx prestó atención a la relación entre protestantismo y
capitalismo. Diversos pasajes de El Capital hacen referencia a la contribución
del protestantismo a la primitiva acumulación de capital –por ejemplo, por
medio del estímulo a la expropiación de propiedades de la iglesia y prados
comunales. En los Grundrisse, Marx formula –¡medio siglo antes del famoso
ensayo de Max Weber!– el siguiente comentario, significativo y revelador
respecto de la íntima asociación entre protestantismo y capitalismo: “El culto
del dinero tiene su ascetismo, su auto-abnegación, su auto-sacrificio –la
economía y la frugalidad, desprecio por lo mundano, placeres temporales,
efímeros y fugaces; el correr detrás del eterno tesoro. De aquí la conexión
entre el Puritanismo inglés o el Protestantismo holandés y el hacer dinero”
(Marx, 1968: 749-750, Tomo I; 1973: 232; 1960a: 143). La semejanza –no la
identidad– con la tesis de Weber es sorprendente, más aún puesto que el autor
de Ética protestante no pudo haber leído este pasaje (los Grundrisse fueron
publicados por primera vez en 1940).
Por otra parte, Marx se refiere
cada tanto al capitalismo como una “religión de la vida diaria” basada en el
fetichismo de mercancías. Describe al capitalismo como “un Moloch que requiere
el mundo entero como un sacrificio debido”, y el progreso del capitalismo como
un “monstruoso Dios pagano, que sólo quería beber néctar en la calavera de la
muerte”. Su crítica a la política económica está salpicada de frecuentes
referencias a la idolatría: Baal, Moloch, Mammon, Becerro de Oro y, por supuesto,
el concepto de “fetichismo” en sí mismo. Pero este lenguaje tiene más un
significado metafórico que sustancial (en términos de la sociología de la
religión) (Marx, 1960b: 226, Vol. 9 y 488, Vol. 26) (2) .
Friedrich Engels desplegó
(probablemente por su educación pietista) un interés mucho mayor que el de Marx
por el fenómeno religioso y su rol histórico. El aporte principal de Engels al
estudio marxista de la religión es su análisis de la relación de las
representaciones religiosas con las luchas de clases. Más allá de la polémica
filosófica de “materialismo contra idealismo”, él estaba interesado en entender
y explicar formas históricas y sociales concretas de religión. La cristiandad
no apareció (como en Feuerbach) como una “esencia” atemporal, sino como un sistema
cultural experimentando transformaciones en diferentes períodos históricos.
Primero la cristiandad fue una religión de los esclavos, luego la ideología
estatal del Imperio Romano, después vestimenta de la jerarquía feudal y,
finalmente, se adapta a la sociedad burguesa. Así aparece como un espacio
simbólico en el que se enfrentan fuerzas sociales antagónicas –por ejemplo en
el siglo XVI: la teología feudal, el protestantismo burgués y los plebeyos
herejes.
Ocasionalmente su análisis
tropieza con un utilitarismo estrecho, interpretación instrumental de
movimientos religiosos. En Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana, escribe: “cada una de las distintas clases usa su propia apropiada
religión [...] y hace poca diferencia si estos caballeros creen en sus
respectivas religiones o no” (Engels, 1969a: 281).
Engels parece no encontrar nada
más que el “disfraz religioso” de intereses de clases en las diferentes formas
de creencias. Sin embargo, gracias a su método de análisis en términos de lucha
de clases, Engels se da cuenta, y así lo expresa en La guerra campesina en
Alemania, de que el clero no era un cuerpo socialmente homogéneo: en ciertas
coyunturas históricas, se dividía internamente según su composición social. Es
así que durante la Reforma tenemos, por un lado, el alto clero, cumbre de la
jerarquía feudal, y, por el otro, el bajo clero, que da sustento a los
ideólogos de la Reforma y del movimiento revolucionario campesino (Engels,
1969b: 422-475).
Siendo materialista, ateo y un
irreconciliable enemigo de la religión, Engels comprendió, como el joven Marx,
el carácter dual del fenómeno: su rol en la legitimación del orden existente,
pero además, de acuerdo a circunstancias sociales, su rol crítico, de protesta
e incluso revolucionario.
En primer lugar, él estaba
interesado en la cristiandad primitiva a la cual definía como la religión de
los pobres, los desterrados, condenados, perseguidos y oprimidos. Los primeros
cristianos provenían de los niveles más bajos de la sociedad: esclavos, hombres
libres a los cuales les habían sido negados sus derechos y pequeños campesinos
perjudicados por las deudas (Engels, 1969c: 121-122, 407). Tan lejos fue que
hasta mostró un asombroso paralelo entre esta primitiva cristiandad y el
socialismo moderno, planteando que: a) ambos movimientos fueron creados por las
masas –no por líderes ni profetas–; b) sus miembros fueron oprimidos,
perseguidos y proscriptos por las autoridades dominantes, y c) predicaron una
inminente liberación y eliminación de la miseria y la esclavitud. Para adornar
su comparación, un tanto provocativamente, Engels citó un dicho del historiador
francés Renán: “si quiere tener una idea de cómo fueron las primeras
comunidades cristianas, mire la rama local de la Asociación Internacional de
Trabajadores” (Engels, 1969c).
Según Engels, el paralelismo
entre socialismo y cristiandad temprana está presente en todos los movimientos
que sueñan, desde todos los tiempos, restaurar la primitiva religión cristiana
–desde los taboristas de John Zizka (“de gloriosa memoria”) y los anabaptistas
de Thomas Münzer hasta (luego de 1830) los comunistas revolucionarios franceses
y los partisanos del comunista utópico alemán Wilhelm Weitling.
Sin embargo, y según deja
constancia en sus Contribuciones a la historia de la cristiandad primitiva,
Engels encuentra que se mantiene una diferencia esencial entre los dos
movimientos: los cristianos primitivos eligieron dejar su liberación para
después de esta vida, mientras que el socialismo ubica su emancipación en el
futuro próximo de este mundo (Engels, 1960: capítulo 25).
¿Pero es esta diferencia tan
clara como parecía a primera vista? En su estudio de las grandes guerras
campesinas en Alemania ya no se plantea esta oposición. Thomas Münzer, el
teólogo y líder de la revolución campesina y hereje anabaptista del siglo XVI,
quería el inmediato establecimiento en la tierra del Reino de Dios, el reino
milenario de los profetas. De acuerdo con Engels, el Reino de Dios para Münzer
era una sociedad sin diferencias de clases, sin propiedad privada y sin
autoridad estatal independiente de, o externa a, los miembros de esa sociedad.
Sin embargo, Engels estaba aún tentado a reducir la religión a una estratagema:
habló de la “fraseología” cristiana de Münzer y su “manto” bíblico (Engels,
1969b: 464). La dimensión específicamente religiosa del milenarismo de Münzer,
su fuerza espiritual y moral, su experimentada auténtica profundidad mística,
Engels parece haberlas eludido. Sin embargo, Engels no esconde su admiración
por el profeta alemán, describiendo sus ideas como “cuasi-comunistas” y
“religiosas revolucionarias”: eran en menor medida una síntesis de las demandas
plebeyas de aquellos tiempos, “una brillante anticipación” de futuros objetivos
emancipadores proletarios. Esta dimensión anticipadora y utópica de la religión
no es explorada por Engels pero será trabajada de manera intensa y rica por
Ernst Bloch.
El último movimiento subversivo
bajo el estandarte de la religión fue, según Engels, el movimiento puritano
inglés del siglo XVII. Si la religión, y no el materialismo, suministró la
ideología de esta revolución, es por la naturaleza políticamente reaccionaria
de la filosofía materialista en Inglaterra, representada por Hobbes y otros
partisanos del absolutismo real. En contraste con este materialismo y deísmo
conservador, las sectas protestantes dieron a la guerra contra la monarquía de
los Estuardos su bandera religiosa y sus combatientes (Engels, 1969d: 99).
Este análisis es interesante:
rompiendo con la visión lineal de la historia heredada de la Ilustración,
Engels reconoce que la lucha entre materialismo y religión no necesariamente
corresponde a la guerra entre revolución y contrarrevolución, progreso y
regresión, libertad y despotismo, clases oprimidas y dominantes. En este
preciso caso, la relación es exactamente la opuesta: religión revolucionaria
contra materialismo absolutista.
Engels estaba convencido de que,
desde la Revolución Francesa, la religión no podía funcionar más como una
ideología revolucionaria, y se sorprendió cuando comunistas franceses y
alemanes –tales como Cabet o Weitling– proclamaron que “cristiandad es
comunismo”. Este desacuerdo sobre la religión fue una de las principales
razones de la no participación de comunistas franceses en el Anuario
Franco-Alemán en 1844 y de la ruptura de Marx y Engels con Weitling en 1846.
Engels no podía anticipar la
teología de la liberación, pero, gracias a su análisis del fenómeno religioso
desde el punto de vista de la lucha de clases, trajo a la luz el potencial de
protesta de la religión y abrió camino para un nuevo acercamiento –distinto tanto
de la filosofía de la Ilustración cuanto del neo-hegelianismo alemán– a la
relación entre religión y sociedad.
* * *
La mayoría de los estudios
realizados sobre religión en el siglo XX se limitan a comentar, desarrollar o
aplicar las ideas esbozadas por Marx y Engels. Tales fueron los casos, por
ejemplo, de los ensayos de Karl Kautsky sobre el utopista Tomás Moro o sobre
Thomas Münzer. Kautsky consideraba a todas estas corrientes religiosas como
movimientos “precursores del socialismo moderno” cuyo objetivo era un estilo de
comunismo distributivo –opuesto al comunismo productivo del movimiento obrero
moderno. Mientras Kautsky nos provee interesantes revelaciones y detalles
acerca de las bases sociales y económicas de estos movimientos y sus
aspiraciones comunistas, usualmente reduce sus creencias religiosas a un simple
“envoltorio” o “ropaje” que “oculta y disimula” su contenido social. Las
manifestaciones místicas y apocalípticas de las herejías medievales son, desde
su punto de vista, expresiones de desesperación, resultantes de la
imposibilidad de consumar sus ideales comunistas (Kaustky, 1913: 170, 198,
200-202). En su libro acerca de la Reforma alemana, Kaustky no pierde tiempo
con la dimensión religiosa de la lucha entre católicos, luteranos y anabaptistas:
despreciando lo que él llama la “disputa teológica” entre estos movimientos
religiosos, concibe como única tarea del historiador “remontar las luchas de
esos tiempos a la contradicción de intereses materiales”. En este sentido, las
95 Tesis de Lutero, según Kautsky, no reflejaron tanto un conflicto sobre el
dogma, como un conflicto en torno de temas económicos: el dinero que Roma
extraía de Alemania bajo la forma de impuestos eclesiásticos (Kautsky, 1921: 3,
5).
Su libro sobre Tomás Moro es más
original: ofrece un candente e idílico dibujo de la popular cristiandad
medieval como una jubilosa y alegre religión, llena de vitalidad y bellas
celebraciones y fiestas. El autor de Utopía, Tomás Moro, es presentado como el
último representante de este popular, viejo y feudal catolicismo –completamente
diferente del jesuítico moderno. Según Kautsky, Moro eligió como religión el
catolicismo en lugar del protestantismo porque estaba en contra de la brutal
proletarización del campesinado resultante de la destrucción de la iglesia
tradicional y de la expropiación de tierras comunitarias por la Reforma
Protestante en Inglaterra. Por otro lado, las instituciones religiosas de la
isla Utopía muestran que él estaba lejos de ser un partidista del establecido
autoritarismo católico: defendía la tolerancia religiosa, la abolición del
celibato clerical, la elección de curas por sus comunidades y la ordenación de
mujeres (Kautsky, 1890: 101, 244-249, 325-330).
Muchos marxistas en el movimiento
de trabajadores europeo eran radicalmente hostiles a la religión, pero creían
que la batalla atea contra la ideología religiosa debía subordinarse a las
necesidades concretas de la lucha de clases, la cual demandaba la unidad entre
trabajadores que creen en Dios y aquellos que no creen. Lenin mismo, que
seguidamente denunció la religión como una “niebla mística”, insistió en su
artículo “Socialismo y religión” (1905) en que el ateísmo no debería ser parte
del programa del Partido porque la “unidad en la real lucha revolucionaria de
las clases oprimidas por un paraíso en la tierra es más importante que la
unidad en la opinión proletaria sobre el paraíso en el cielo” (Lenin, 1972: 86,
Vol. 10).
Rosa Luxemburgo compartió esta
estrategia, pero desarrolló un argumento diferente y original. Aunque ella
misma era una ferviente atea, en sus escritos atacó menos a la religión como
tal que a las polí- ticas y programas reaccionarios de la iglesia, en nombre de
su propia tradición. En un ensayo escrito en 1905 (“Iglesia y socialismo”)
insistió en que los socialistas modernos son más leales a los principios
originales de la cristiandad que el clero conservador de hoy. Desde que los
socialistas luchan por un orden social de igualdad, libertad y fraternidad, los
curas, si honestamente quieren implementar en la vida de la humanidad el
principio cristiano “ama al prójimo como a ti mismo”, deberían dar la
bienvenida al movimiento socialista. Cuando el clero apoya al rico, y a
aquellos que explotan y oprimen al pobre, está en contradicción explícita con
las enseñanzas cristianas: sirve no a Cristo sino al Becerro de Oro. Los
primeros apóstoles de la cristiandad eran comunistas apasionados, y los Padres
de la Iglesia (como Basilio y Juan Chrysostomo) denunciaron las injusticias
sociales. Hoy esta causa la lleva adelante el movimiento socialista que acerca
al pobre el evangelio de la fraternidad y la igualdad, y llama a la gente a
establecer en la tierra el reino de la libertad y del amor al prójimo
(Luxemburgo, 1971: 45-47, 67-75). En lugar de levantar una batalla filosófica
en nombre del materialismo, Rosa Luxemburgo intentó rescatar la dimensión
social de la tradición cristiana para el movimiento de los trabajadores.
Austro-marxistas como Otto Bauer
y Max Adler eran mucho menos hostiles a la religión que sus camaradas alemanes
o rusos. Parecieron considerar al marxismo como compatible con alguna forma de
religión, pero esto referido principalmente a la religión como una “creencia
filosófica” (de inspiración neo-kantiana) más que como concretas tradiciones
religiosas históricas (3) .
En la Internacional Comunista se
prestó poca atención a la religión, aunque un número significativo de
cristianos se unieron al movimiento, y un ex pastor protestante suizo, Jules
Humbert-Droz, se transformó en los años veinte en una de las figuras líderes de
la Internacional Comunista. La idea dominante entre marxistas en aquellos
tiempos era que un cristiano que se convirtiera en socialista o comunista
necesariamente abandonaría su previa creencia religiosa “anti-científica” e
“idealista”. La pieza teatral de Bertolt Brecht, Santa Juana de los Mataderos
(1932), es un buen ejemplo de este tipo de planteamiento acerca de la
conversión de cristianos a la lucha por la emancipación proletaria. Brecht
describe con mucha precisión el proceso por el cual Juana, una líder del
Ejército de Salvación, descubre la verdad sobre la explotación y la injusticia
social y muere denunciando sus primeras y antiguas ideas. Pero para él debe
haber una total y absoluta ruptura entre la antigua creencia religiosa del
personaje y su nuevo credo de lucha revolucionaria. Poco antes de morir Juana
dice a los obreros:
Si
alguna vez alguien viene a decirte
que
existe un Dios, invisible sin embargo,
de
quien puedes esperar ayuda,
golpéalo
duro con una piedra en la cabeza
hasta
que muera (Brecht, 1976).
La intuición de Rosa Luxemburgo
respecto de que uno puede pelear por el socialismo también en nombre de los
verdaderos valores de la cristiandad original se perdió en este tipo crudo y
algo intolerante de perspectiva materialista. Pocos años después de que Brecht
escribiera esta pieza, apareció en Francia (1936-1938) un movimiento de
cristianos revolucionarios, de varios miles de seguidores, que apoyaba
activamente el movimiento obrero, en particular sus más radicales tendencias
(el ala izquierda del Partido Socialista). Su principal eslogan era: “Somos
socialistas porque somos cristianos”(4) .
Entre los líderes y pensadores
del movimiento comunista, Gramsci es probablemente quien prestó la mayor
atención a temáticas religiosas.
A diferencia de Engels o Kautsky,
no estaba interesado en la Cristiandad primitiva o los herejes comunistas del
Medioevo, sino en la función de la iglesia católica en la sociedad capitalista
moderna: es uno de los primeros marxistas que intentó entender el rol
contemporáneo de la iglesia y el peso de la cultura religiosa entre las masas
populares.
En sus escritos juveniles,
Gramsci muestra simpatía por formas progresistas de religiosidad. Por ejemplo,
está fascinado por el socialista cristiano francés Charles Péguy: “la más obvia
característica de la personalidad de Péguy es su religiosidad, la intensa
creencia […] sus libros están llenos de este misticismo inspirado por el más
puro y persuasivo entusiasmo, que lleva la forma de una prosa muy personal, de
entonación bíblica”. Leyendo Nuestra juventud, de Péguy, “nos emborrachamos con
ese sentimiento místico religioso del socialismo, de justicia que lo impregna
todo […] sentimos en nosotros una nueva vida, una creencia más fuerte, alejada
de las ordinarias y miserables polémicas de los pequeños y vulgares políticos
materialistas” (Gramsci, 1958: 33-34; 1972: 118-119) (5) .
Pero sus escritos más importantes
sobre religión se encuentran en los Cuadernos de la cárcel. A pesar de su
naturaleza fragmentaria, poco sistémica y alusiva, estos contienen
observaciones penetrantes. Su irónica crítica a las conservadoras formas de la
religión –particularmente la rama jesuítica del catolicismo, por la cual siente
sincera aversión– no le impidió percibir también la dimensión utópica de las
ideas religiosas:
La religión es la utopía más
gigante, la más metafísica que la historia haya jamás conocido, desde que es el
intento más grandioso por reconciliar, en forma mitológica, las reales
contradicciones de la vida histórica. Afirma, de hecho, que el género humano
tiene la misma “naturaleza” que el hombre […] como creado por Dios, hijo de
Dios, es por lo tanto hermano de otros hombres, igual a otros y libre entre y
como los demás hombres [...]; pero también afirma que todo esto no pertenece a
este mundo sino a otro (la utopía) De esta forma las ideas de igualdad, fraternidad
y libertad entre los hombres […] han estado siempre presentes en cada acción
radical de la multitud, de una u otra manera, bajo formas e ideologías
particulares (Gramsci, 1971).
Gramsci también insistió en las
diferenciaciones internas de la iglesia según orientaciones ideológicas
–liberal, moderna, jesuítica, y corrientes fundamentalistas dentro de la cultura
católica– y según las diferentes clases sociales: “toda religión [...] es
realmente una multiplicidad de distintas y a veces contradictorias religiones:
hay un catolicismo para los campesinos, uno para la pequeña burguesía y
trabajadores urbanos, uno para la mujer, y un catolicismo para intelectuales”.
Además, sostuvo que el cristianismo es, bajo ciertas condiciones históricas,
“una forma necesaria de deseo de las masas populares, una forma específica de
racionalidad en el mundo y la vida”; pero esto se aplica sólo a la inocente
religión de la gente, no al cristianismo jesuitizado, “puro narcótico para las
masas populares” (Gramsci, 1971: 328, 397, 405; 1979: 17).
La mayoría de sus notas se
refieren al rol histórico y presente de la iglesia católica en Italia: su
expresión política y social a través de la Acción Católica y el Partido del
Pueblo, su relación con el Estado y las clases subordinadas, etcétera. Mientras
se concentra en las divisiones de clases dentro de la iglesia, Gramsci advierte
la relativa autonomía de la institución, como un cuerpo compuesto por
“intelectuales tradicionales” (el clero y los seglares católicos intelectuales)
–es decir, intelectuales ligados a un pasado feudal, y no orgánicamente
conectados a ninguna clase social moderna. Este es el motivo principal para la
acción política de la iglesia y para su relación conflictiva con la burguesía
italiana: la defensa de sus intereses corporativos, su poder y privilegios.
Gramsci está muy interesado por
la Reforma Protestante, pero, a diferencia de Engels y Kautsky, no se centra en
Thomas Munzer y los anabaptistas, sino en Lutero y Calvino. Como lector atento
del ensayo de Max Weber, cree que la transformación de la doctrina calvinista
de la predestinación en “uno de los mayores impulsos para la iniciativa
práctica que tuvo lugar en la historia del mundo” es un ejemplo clásico del
pasaje de un punto de vista del mundo a una norma práctica de comportamiento.
De cierta forma, uno podría considerar que Gramsci utiliza a Weber para
suplantar el planteamiento economicista del marxismo vulgar, insistiendo en el
rol históricamente productivo de ideas y representaciones (Gramsci, 1979:
17-18, 50, 110; Montanari, 1987: 58).
Para él, la Reforma Protestante,
como un movimiento nacionalpopular auténtico capaz de movilizar las masas, es
un tipo de paradigma para la gran “reforma moral e intelectual” que el marxismo
quiere implementar: la filosofía de la praxis “corresponde a la conexión
Reforma Protestante + Revolución Francesa: es una filosofía que es también
política y una política que es a la vez filosofía” (Gramsci, 1979). Mientras
Kautsky, viviendo en la Alemania protestante, idealizó al Renacimiento italiano
y despreció a la Reforma por “bárbara”, Gramsci, el marxista italiano, elogió a
Lutero y Calvino y denunció al Renacimiento por considerarlo un movimiento
aristocrático y reaccionario (Gramsci, 1979: 105; Kautsky, 1890: 76).
Las observaciones de Gramsci son
ricas y estimulantes, pero en última instancia sigue el patrón clásico marxista
para el análisis de la religión. Ernst Bloch es el primer autor marxista que
cambió radicalmente la estructura teorética –sin abandonar la perspectiva
marxista y revolucionaria. De forma similar a Engels, distinguió dos corrientes
sociales opuestas: por un lado, la religión teocrática de las iglesias
oficiales, opio de los pueblos, un aparato mistificador al servicio de los
poderosos; por el otro, la secreta, subversiva y herética religión de los
albigenses, los husitas, de Joaquín de Flores, Thomas Münzer, Franz von Baader,
Wilhelm Weitling y León Tolstoi. Sin embargo, a diferencia de Engels, Bloch se
negó a ver a la religión únicamente como un “manto” de intereses de clase:
criticó expresamente esta concepción, mientras que la atribuía solamente a
Kautsky. En sus manifestaciones contestatarias y rebeldes, la religión es una
de las formas más significativas de conciencia utópica, una de las expresiones
más ricas del Principio Esperanza. A través de su capacidad de anticipación
creativa, la escatología judeo-cristiana –universo religioso favorito de Bloch–
contribuye a dar forma al espacio imaginario de lo aún no existente (Bloch,
1959; 1968).
Basándose en estas
presuposiciones filosóficas, Bloch desarrolla una interpretación iconoclasta y
heterodoxa de la Biblia –teniendo en cuenta ambos: el Antiguo y Nuevo
Testamento– marcando el pauperismo que denuncia a los faraones y llama a cada
uno a elegir entre César y Cristo.
Un ateo religioso –para él sólo
un ateo puede ser un buen cristiano, y viceversa– y un teólogo de la
revolución. Bloch no sólo produjo una lectura marxista del milenarismo
(siguiendo a Engels) sino también –y esto era nuevo– una interpretación
milenarista del marxismo, a través de la cual la lucha socialista por el Reino
de la Libertad es percibida como la herencia directa de las herejías
escatológicas y colectivistas del pasado.
Por supuesto Bloch, como el joven
Marx de la famosa cita de 1844, reconoció el carácter dual del fenómeno
religioso, su aspecto opresivo y su potencial para la sublevación. El primero
requiere del uso de aquello que él denomina “la corriente fría del marxismo”:
el implacable análisis materialista de las ideologías, de los ídolos y de las
idolatrías. El segundo, sin embargo, necesita de “la corriente caliente del
marxismo”, aquella que ambiciona rescatar el excedente cultural utópico de la
religión, su fuerza crítica y anticipadora. Más allá de cualquier “diálogo”,
Bloch soñó con una auténtica unión entre cristiandad y revolución, como aquella
que tuvo lugar durante las guerras campesinas del siglo XVI.
Las ideas de Bloch eran, en
cierto punto, compartidas por algunos de los miembros de la Escuela de Frankfurt.
Max Horkheimer consideró que “la religión es el registro de los deseos,
nostalgias (sehnsuchte) y acusaciones de innumerables generaciones”
(Horkheimer, 1972: 374). Erich Fromm, en su libro El dogma de Cristo (1930),
usó al marxismo y al psicoanálisis para iluminar la esencia mesiánica, plebeya,
igualitaria y anti-autoritaria de la cristiandad primitiva. Y Walter Benjamin
trató de combinar, en una original síntesis, teología y marxismo, mesianismo
judío y materialismo histórico, lucha de clases y redención (6) .
La obra de Lucien Goldmann es
otro intento de abrir el sendero para la renovación del estudio marxista de la
religión. Aunque de inspiración muy distinta a la de Bloch, estaba también
interesado en el valor moral y humano de la tradición religiosa. En su libro El
Dios oculto (1955), desarrolló un muy sutil e inventivo análisis sociológico de
la herejía jansenista (incluyendo el teatro de Racine y la filosofía de Pascal)
como una visión trágica del mundo, expresando la peculiar situación de un estrato
social (la nobleza togada) en la Francia del siglo XVII. Una de sus
innovaciones metodológicas consiste en relacionar la religión no sólo con los
intereses de la clase, sino con su total condición existencial: examina por
tanto cómo este estrato legal y administrativo, entre su dependencia de y su
oposición a la monarquía absoluta, dio una expresión religiosa a sus dilemas en
la visión trágica del mundo del jansenismo. De acuerdo con David McLellan, este
es el “análisis específico más impresionante de la religión producido por el
marxismo occidental” (McLellan, 1987: 128).
La parte más sorprendente y
original del trabajo es, sin embargo, el intento de comparar –sin asimilar una
a otra– creencia religiosa y creencia marxista: ambas tienen en común el
rechazo del puro individualismo (racionalista o empirista) y la creencia en
valores trans-individuales –Dios para la religión, la comunidad humana para el
socialismo. En ambos casos, la creencia está basada en una apuesta –la apuesta
pascaliana en la existencia de Dios y la marxista en la liberación de la
humanidad– que presupone el peligro del fracaso y la esperanza del éxito. Ambos
casos implican algunas creencias fundamentales que no son demostrables en el
nivel exclusivo de juicios objetivos. Lo que separa a dichas creencias es, por
supuesto, el carácter supra-histórico de la trascendencia religiosa:
La creencia marxista es una
creencia en el futuro histórico que el ser humano crea por sí mismo o, mejor
dicho, que debe hacer con su actividad; se trata de una “apuesta” al éxito de
sus acciones; la trascendencia de la que es objeto esta creencia no es ni
supernatural ni trans-histórica sino supra-individual, nada más pero tampoco
nada menos (Goldmann, 1955: 99).
Sin pretender de ninguna manera
“Cristianizar al Marxismo”, Lucien Goldmann introdujo, gracias al concepto de
creencia, una nueva manera de concebir la relación conflictiva entre convicción
religiosa y ateísmo marxista.
La idea de que existe un campo
común entre el espíritu revolucionario y la religión ya ha sido sugerida, en
una forma menos sistemática, por el peruano José Carlos Mariátegui, el marxista
latinoamericano más original y creativo. En el ensayo “El hombre y el mito”
(1925), propuso una visión heterodoxa de los valores revolucionarios: La
burgueses intelectuales ocupan su tiempo en una crítica racionalista del
método, la teoría y la técnica revolucionaria.
¡Qué malentendido! La fuerza de
los revolucionarios no descansa en su ciencia, sino en su creencia, su pasión,
su deseo. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito
[...] La emoción revolucionaria es una emoción religiosa. Las motivaciones
religiosas se han mudado del cielo a la tierra. No son más divinas sino humanas
y sociales (Mariátegui, 1971a: 18-22).
Celebrando a Georges Sorel, el
teórico del sindicalismo revolucionario, como el primer pensador marxista en
entender el “carácter religioso, místico y metafísico del socialismo”, escribe
pocos años después en su libro Defensa del marxismo (1930):
Gracias a Sorel, el marxismo pudo
asimilar los elementos y adquisiciones substanciales de las corrientes
filosóficas que vinieron después de Marx. Sustituyendo las bases positivistas y
racionalistas del socialismo en su tiempo, Sorel encontró en Bergson y las
pragmatistas ideas que fortalecieron el pensamiento marxista, restableciéndolo
a su misión revolucionaria. La teoría de los mitos revolucionarios, aplicando
al movimiento socialista la experiencia de los movimientos religiosos,
estableció las bases para una filosofía de la revolución (Mariategui,
1971b: 21).
Estas formulaciones –expresión de
una rebelión romántica-marxista contra la interpretación dominante
(semi-positivista) del materialismo histórico– pueden parecer muy radicales. En
cualquier caso, debe estar claro que Mariátegui no quiso hacer del socialismo
una iglesia o una secta religiosa, sino que intentó restaurar la dimensión
espiritual y ética de la lucha revolucionaria: la creencia (“mística”), la
solidaridad, la indignación moral, el total compromiso, la disposición a
arriesgar la propia vida (lo que el autor llama “heroico”). El socialismo para
Mariátegui era inseparable de un intento de re-encantar al mundo a través de la
acción revolucionaria. Se transformó en una de las referencias marxistas más
importantes para el fundador de la teología de la liberación, el peruano
Gustavo Gutiérrez.
Marx y Engels pensaron que el rol
subversivo de la religión era cosa del pasado, sin significación en la época
moderna de la lucha de clases. Este pronóstico fue más o menos históricamente
confirmado por todo un siglo –con unas pocas importantes excepciones
(particularmente en Francia): los socialistas cristianos de los años treinta,
los sacerdotes obreros de los cuarenta, el ala izquierda del sindicalismo
cristiano en los cincuenta, etcétera. Pero para entender qué ha ido sucediendo
en los últimos treinta años en América Latina (y en menor extensión también en
otros continentes) alrededor de la temática de la teología de la liberación,
necesitamos integrar a nuestro análisis los planteamientos de Bloch y Goldmann
sobre el potencial utópico de la tradición judeo-cristiana.
*Traducción de Bárbara Schijman.
Revisión de Michael Löwy.
**Filósofo y director de
investigación del Centro Nacional de Investigación Científica de Francia, CNRS.
NOTAS :
1 Otras referencias de estas
expresiones podrán encontrarse en el presente artículo.
2 Algunos teólogos de la
liberación (por ejemplo, Enrique Dussel y Hugo Assmann) harán extensivo el uso
de estas referencias a su definición de capitalismo como idolatría.
3 Un libro muy útil y sumamente
interesante sobre este tema es el escrito por David McLellan (1987).
4 Ver la excelente investigación
de Agnès Rochefort-Turquin (1986).
5 Gramsci parece estar también
interesado, a comienzos de la década del veinte, en un movimiento campesino liderado
por Guillo Miglioli de la izquierda católica. Ver sobre el particular el
destacado libro de Rafael Díaz-Salazar, El Proyecto de Gramsci (1991: 96-97).
6 Ver, de mi autoría, los artículos “Revolution
against Progress: Walter Benjamin’s Romantic Anarchism” (1985) y “Religion,
Utopia and Countermodernity: The Allegory of the Angel of History in Walter
Benjamin” (1993).
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