Anna Chiappe rememora su vida junto a José Carlos Mariátegui.
Anna Chiappe Vda. de Mariátegui recuerda sus diez años
intensos al lado del “Amauta”. Del noviazgo al fin…
En
la primavera de 1920, en Florencia, Anna Chiappe conoció a “José Carlos Mariátegui,
il peruviano”. En este texto, publicado el 2 de mayo de 1989 en la
revista Caretas, Anna recuerda que le empezó a hablar en italiano,
con soltura y elegancia. Que la enamoraba como hombre y como peruano, con una
mezcla de poemas y descripciones amorosas de la tierra, de la gente. Que le
habló de su infancia triste. Luego, la crisis de salud de José Carlos, las
fiebres, la amputación de la pierna. Su llanto, su desesperación. Su trabajo
periodístico en “Mundial” y “Variedades”. Sus relaciones con políticos y
obreros. El presentimiento de que su vida sería corta. Su agonía y despido, en
abril de 1930. “Adiós, Anita”.
JOSÉ CARLOS Y YO
Texto: Anna
Chiappe Vda. de Mariátegui recuerda sus diez años intensos al lado del
“Amauta”. Del noviazgo al fin…
Escribe:
MARIO CAMPOS / FOTO: VÍCTOR CH. VARGAS
Debajo
de un retrato de José Carlos sonriente, Anna Chiappe intenta aparecer menos
nerviosa, sin esa expresión de angustia que le cubre el alma cada mitad de
abril, tantos años hace, desde el 16 de abril de 1930, tantos años hace, sin el
compañero que conoció en Florencia, que empezó a amar en Florencia, “renací
en su carne cuatrocentista como la de “La Primavera” de Botticceli”*.
La
mañana del jueves no hacía ni frío ni calor. Bien peinadita, con un impecable
conjunto sastre a rayas, la señora Anna Chiappe de Mariátegui esperaba debajo
del retrato de su marido. En los ojos se parecían. Los mismos ojos se les
salían, y con idéntica expresión de pasión, como saltando y con vida eterna
[ver imagen siguiente]. “¿José Carlos?”, “¿José Carlos?”, dijo cuando me sintió
llegar. Su nuera le dijo, no, señora, son los periodistas. Y la señora Anna, la
fuerte señora Anna de Siena y de José Carlos Mariátegui, me recibe
diciendo “¡Qué pena que se murió José Carlos!, ¿no? Es una llaga de la
cual nunca me podré sanar”.
Recuerda
vagamente una reunión en Florencia, las voces, una música en violín. Veinte
años, un padre comerciante en café, Ugo, el hermano médico muerto, los cantos
de la Divina Comedia aprendidos de memoria y recitados en la clase. Eso
recuerda vagamente, pero no al muchacho pálido y cenceño que le fue presentado
como “José Carlos Mariátegui, il peruviano”, y que le empezó a hablar en
italiano, fácilmente a hablar en italiano, con soltura, con elegancia. Cómodamente
empezaron a entenderse. Recuerda aún su voz suave y clara, sus ademanes, el
corbatín. Tal vez, quién sabe, su salud y su gracia esperaban esa tristeza de
sudamericano.
Era
1920, la primavera de 1920. La señora Anna dice que se quedó pensando en él.
Él, José Carlos, vivía en una pensión que daba a la Piazza della Signoría. Se
había presentado como un escritor, un literato, signorina, muy interesado en la
cultura italiana.
Pocas
semanas después habría de producirse la reunión definitiva. Un tío de Anna
tenía un lujoso restaurante en Nervi que se llamaba “Il Piccolo Edén”. Era un
restaurante campestre de lujo, seguro que muy hermoso, flores, un acordeón
sonando todo el tiempo. Hablaron, el flechazo entró bien. Anna recuerda el
sonido del acordeón y un olor a flores.
Pero
el tío estaba indignado. Ante las continuas visitas de José Carlos y viendo que
la sobrina estaba decidida a lanzarse a la aventura del matrimonio, un día, no
recuerda en qué momento, le dijo: “Ese sudamericano pálido, de aspecto
enfermizo, hará muy desgraciada tu vida. Regresarás a Italia derrotada y
cargada de hijos”.
Se casaron en Florencia al poco tiempo.
Aquí
en Lima, 1989 empieza a subir el calor. Los colores le brotan a la señora Anna.
Cómo se le parece la mirada a la de su marido que cuelga en la pared. A pesar
de la angustia, a pesar del tiempo, cómo se parecen sus miradas. De abajo viene
un olor a locro, a puré, a sopa de verduras. Cómo se parecen sus miradas.
Empezaron
a mirar juntos en Florencia. Rápido vino Roma. Usted sabe señor que a José
Carlos le hacía mucho daño el frío de la Italia septentrional, y le caía muy
bien el de la Italia meridional. En Roma, pues, ahí se sentía muy bien.
Mientras
el olor de la sopa de verduras sigue subiendo por la escalera, la señora Anna
recuerda cómo le escribía poemas José Carlos. Y cómo la enamoraba. Me está
diciendo que la enamoraba como hombre y como peruano. Una mezcla de poemas y
descripciones amorosas de la tierra, la gente, los furores de esa gente, Anna,
mi gente, los peruanos, el Perú.
Le
habló de su infancia triste, signada por la osteomielitis. La pierda izquierda,
Anna. Anna le aconsejó que se hiciera examinar en Bologna en un famoso centro
traumatológico. Pero él decía que se sentía muy bien en Roma y que, además,
Anna, yo no soporto la máscara de cloroformo. He sufrido mucho con las
exploraciones médicas, y no soporto la máscara de cloroformo, ni nada que me
recuerda la enfermedad en Lima.
Anna lo acariciaba.
Los
primeros días en Roma lo veía feliz. Fueron días felices, en verdad. José
Carlos, su inteligencia, era una luz. Le hablaba de sus ganas de regresar a
Lima, de establecerse en el Perú para iniciar su tarea de escritor y, sobre
todo, sus programas de lucha social. Así le dijo.
Se
quedaron dos años en Roma. Lo recuerda celoso de su tiempo, escribiendo
siempre, estudiando el marxismo. Alguna vez José Carlos dijo que el amor de
Anna le hizo ver claro muchas cosas, especialmente la lectura de algunos libros
que antes consideraba sumamente densos, duros.
Vivían
en la Vía della Scroffa, en unos altos. Anna, también, por su lado, empezó a
ver claro. Juntos cruzaron ese proceso de sensibilización socialista. Lo
hicieron al mismo ritmo y con gran entusiasmo. “Y pensar que antes de conocerlo
no me interesaba nada de eso. Era conservadora, una chica católica… Conocerlo
significó cortar con todas mis tradiciones. Me aproximé al pensamiento
socialista”.
En
1921 viajaron juntos al Congreso Socialista de Livorno, cita histórica donde se
produciría la división de los socialistas reformistas con los comunistas. José
Carlos asistió como corresponsal de “El Tiempo”. La señora Anna recuerda lo
impresionado que quedó con Antonio Gramsci. Recuerda también las voces, las
discusiones, y José Carlos mirando todo. Setiembre de 1921. Se zanjaron las
posiciones de los socialistas y los comunistas. Umberto Torracini, un senador,
recordó en 1964 que le llamó la atención una persona simplemente conocida como
“il peruviano”, por su fuerte personalidad y sólidos criterios.
En
1922, mayo de 1922 viajaron a la Conferencia Internacional económica de Génova.
José Carlos trabajaba intensamente. Recibía un sueldo como agregado de prensa de
la Legación del Perú en Italia que presidía Arturo Osores. Viene entonces un
intenso tiempo de viajes. Alemania, fines del 22 y principios del 23. Luego
Australia**, Hungría, Checoslovaquia, Francia. Dijeron, basta.
El
20 de febrero de 1923 partieron a Lima de Le Havre en el barco “Negada”. Anna
llevaba en brazos a Sandro, su hijo mayor, y en el vientre a Sigfrido, el
segundo.
Encinta
llegó Anna al Callao. Vestía de blanco, la palidez. Habían sido 23 días de
viaje. Anna no tenía miedo. Al lado de José Carlos nunca tuvo miedo a nada.
Cuando se murió, sí, un poco, pero tuvo que echarle valor. Como hasta ahora.
No le gustó el Callao.
Vino
un desfile de rostros y miradas. José Carlos, su José Carlos era llevado por un
bosque de brazos y manos. No le gustó el Callao. José Carlos estaba muy
excitado, muy contento. Llamaba a todos por su nombre. El primero que escuchó
correspondía a un hombre aindiado, cetrino. Era ebanista y se llamaba Fausto
Posada.
Vio
las cosas chatas. ¿Dónde estaba el cielo azul que decía José Carlos? ¿Y a dónde
el sol? No había cielo. No había sol. Sólo gentes pálidas bajo un colchón
espeso de nubes. Se fueron a vivir al jirón Huanta, en los Barrios Altos. Los
paisajes de Siena, de Firranza, de Nervi, trasplantados a unas calles húmedas,
chatas, alargadas, y el desfile de gente pálida, cetrina que toda su vida
habría de buscar, rodear, perseguir a su marido.
Del
jirón Huanta a la Quinta Heeren. Recuerda que se iban a pie hasta el Paseo
Colón, donde ahora funciona el Museo de Arte ¿no señor?, y que antes se llamaba
el Palacio de la Exposición. Ahí, en un sector cedido por la Municipalidad a la
Federación de Estudiantes, funcionaba la Universidad Popular. Ahí habría de ver
a su marido ante esa gente pálida y cetrina, por ella no solo admirado, sino
también amado.
Como
hasta ahora.
La fatalidad, sin embargo empezó a actuar.
José
Carlos entró en crisis de salud. En la pierna sana había aparecido un tumor. Se
revolcaba con fiebres de 40, 41, 42. Una mañana, al verlo tan mal, el doctor
Gastañeda opinó que había que amputar inmediatamente la pierna. La señora
Amalia de Mariátegui, madre de José Carlos, se opuso. Era muy católica. Le
preocupaba la religión. Prefería a un confesor.
La
señora Anna intervino como tocada por un alfiler: “Yo soy su esposa, y la madre
de sus dos hijos. Si la intervención es indispensable, proceda usted”.
El
sol de mediodía empieza a debilitarse aquí en Lima de 1989. La señora Anna ha
guardado un largo silencio. Lo rompe: “Mi José Carlos despertó tranquilo,
preguntando por mí. Pasaron varios días luego de la operación. Me decía [que]
solo sentía un adormecimiento, algo así. Una mañana levantó la frazada y se vio
sin la pierna derecha. Pegó un grito atroz. Nunca lo había visto así: su
llanto, su desesperación. Mi vida está trunca, decía no sirvo para nada. Yo lo
abrazaba, con toda mi ternura lo abrazaba. Besando, bebiendo sus lágrimas le
dije, José Carlos, todo tiene arreglo. Vamos a viajar a ponerte una pierna
ortopédica. Pero en ti, lo más valioso es tu cerebro, José Carlos y mientras tu
cerebro esté intacto y en capacidad de producir ideas, todo lo demás es
secundario, José Carlos adorado”.
Nunca
más lo vería quebrado. Nunca más. Pasaron a vivir a la casa de Leuro, en
Miraflores, donde cumplió una etapa de convalecencia que se compartió con una
estancia en una clínica de Chosica. José Carlos volvió a su trabajo
periodístico en “Mundial” y “Variedades”. Su nombre crecía. De Leuro pasaron a
la casa en el jirón Washington, donde se hacen más intensas sus relaciones con
los políticos y los obreros. La señora Anna lo recuerda muy celoso de su
tiempo, como un poseso ante la máquina, con los libros. Recibía a los obreros a
partir de las seis de la tarde. Los políticos llegaban más temprano, los
obreros más tarde. Con ellos se quedaba más tiempo, hablando de todo, en medio
del silencio, antes de las preguntas y la discusión. Recuerda que una vez que
llegó Jorge del Prado a las tres de la tarde. José Carlos estaba ante la
máquina y ni lo miró. Jorge del Prado siguió a su lado y como José Carlos sólo
tenía vida para su trabajo, se fue. Cuando regresó a la seis de la tarde, luego
que se retiró la gente, José Carlos le dijo:
“Mire,
compañero Jorge. Tengo el presentimiento de que mi vida va a ser corta. Por eso
es que tengo que sacarle el mayor provecho al tiempo, para leer, escribir y
crear para todos”.
Del
16 al 30 se dieron los años más fecundos de José Carlos. En 1916 publica la
revista “Amauta”, y en 1928 el quincenario “Labor”, que José Carlos quería ver
convertido en diario para los trabajadores. La casa de Washington era pulcra, y
José Carlos, como recuerda Basadre, atendía siempre muy acicalado, muy
limpio. “¿Qué le gustaba? Le gustaba la comida italiana, conversar
conmigo en italiano, y la música de Beethoven, en primer lugar Beethoven.
Después Wagner, Schubert. Le enfurecía el incumplimiento de la gente. Le
repugnaba la mentira, las posturas acomodaticias, los comportamientos postizos,
eso pues que caracteriza a la política criolla. Los chicos gateaban mientras él
trabajaba”.
La fatalidad no cesaba.
“A
fines de marzo de 1930, José Carlos entró en crisis. Los dolores lo
atormentaban. Se puso grave, grave, el 12 de abril…”.
De
la Clínica Villarán, la señora Anna no se separaba. Su mano sobre la cabeza de
José Carlos. Cómo calmarle el dolor. Cómo, nunca más los gritos, el sudor sobre
la frente. Su muchacho de 26 de años de Florencia agonizaba ese 16 de abril de
1930. Habían empezado a mirar juntos. Diez años, no más, señor, pero qué diez
años. No recuerda en qué momento lo vio con su corbatín, hablándole en
italiano, y la música de acordeón, a lo lejos. Cuida a los chicos, le dijo,
cuídate tú, y repitió varias veces, Anna, Sandro, Sigfrido, José Carlos,
Javier, la revolución solo se puede hacer en base de los grandes principios. Y
luego dijo, muy claramente dijo, “Adiós, Anita”.
Pie
de post:
*Del
poema en prosa escrito por José Carlos para Anna, publicado en 1926, en la revista “Poliedros”.
**En
el texto original se lee ‘Australia’, tal como se transcribió. Empero, otras
fuentes, como una entrevista del maestro César Lévano a Anna, de 1969,
titulada “… la vida que me diste”, apuntan que ese país fue
‘Austria’. En dicha entrevista, también, se sostiene que cuando José Carlos
conoció a Anna tenía 25 años. En la entrevista de Caretas, se lee que tenía 26.
Cuestión de números.
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