domingo, 9 de julio de 2017

Carlos Chiappe : Los “Tiempos” de Mariátegui: mito, revolución y filosofía del progreso

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Los “Tiempos” de Mariátegui: mito, revolución y filosofía del progreso

Mariátegui’s “times”: myth, revolution and philosophy of progress




Por : Carlos Chiappe
Profesor en Antropología Social, UBA. Licenciado en Antropología Social, UBA. Doctorando en Antropología Social, UBA.



Resumen : En este trabajo abordo la obra del peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) con el objeto analizar los diagnósticos y propuestas de solución que este autor hilvanó alrededor del llamado “problema indígena” y, a la vez, revisar la filosofía del progreso implícita en ellos. Considero que la particularidad del proyecto político-intelectual de Mariátegui reside en que se funden en él dos concepciones de la historia opuestas: la cíclica del tiempo mítico y la progresiva y lineal de la moderna idea de progreso. Como conclusión, me pregunto por el tipo de sujeto de conocimiento presente en su obra y señalo las limitaciones que el mismo presentó para abordar la especificidad económica y social de la historia andina.

Palabras clave: Mariátegui, historia intelectual, filosofía del progreso, sujeto de conocimiento.

Abstract : This project is an approach to the peruvian Jose Carlos Mariátegui’s work (1894-1930). Through this analysis, we intend to study the diagnoses and proposed solutions that this author outlined around the “indigenous problem” and, at the same time, the philosophy of progress implied in them. We consider that the particularity of Mariátegui’s political-intellectual project resides in the confluence of two opposed conceptions of History: the cyclic idea of mythical time and the linear and progressive perception of the modern idea of progress. To conclude, we ask ourselves about the subject of knowledge type present in Mariátegui’s work and we point out the limits of this perspective to understand the economics and social particularities of Andean history.

Keywords: Mariátegui, intelectual history, philosophy of progress, subject of knowledge.





Introducción(1)


El origen del pensamiento social autóctono latinoamericano se fue gestando en un proceso de larga duración al que los indigenistas latinoamericanos, entre otros intelectuales, hicieron un valioso aporte, aunque este no haya sido en el marco de una construcción científica rigurosa. En lo que respecta a José Carlos Mariátegui, resaltan entre sus contribuciones principales la interpretación de la realidad peruana partiendo de un marco teórico marxista atento a las particularidades del país. Son centrales sus consideraciones sobre el proceso de desarrollo histórico que habría llevado al Perú, por medio de su participación en el sistema mundial como productor de materias primas, a configurarse en forma híbrida coexistiendo en él tres diferentes modos de producción: el comunismo incaico, el feudalismo colonial y el capitalismo republicano.

Para Mariátegui, la característica hibridez de la formación económico-social peruana determinaba que no fuera el proletariado el sujeto revolucionario por antonomasia. Tampoco existía una burguesía capaz de llevar adelante un proyecto capitalista coherente. Además, los relictos del feudalismo colonial (latifundios, gamonales) impedían una revolución clásica. Sin embargo, esto no era óbice para la acción obrera, toda vez que se trataba de crear las condiciones necesarias más que de esperarlas (Escárzaga, 1994). Por lo tanto, a la hora de explicar el pensamiento de Mariátegui, cobra desusada importancia el hecho de no haberse limitado el autor a ese paradigma del conocimiento, ya que su formación incorporó diversas formulaciones que habilitaron una lectura no ortodoxa del marxismo. Esta concepción lo llevó a rechazar un fin pautado con antelación que obligara al Perú a transitar necesariamente una serie de etapas que desembocarían en el triunfo del socialismo. De este modo, el marxismo fue, para Mariátegui, solo un marco para interpretar y transformar una realidad particular -la peruana- desde el punto de vista privilegiado que presentaba el ser un actor de la misma (Quijano, 1981).

Lo característico de Mariátegui se funda entonces en la amplitud de su formación personal, la cual incluía corrientes filosóficas que no maridaban de suyo con el materialismo, hecho que aparece claramente cuando se repara en su interés por el factor religioso (Aricó, 1978; Quijano, 1981). Este le llevaría a considerar aspectos superestructurales de la sociedad peruana y a ponderar el papel del mito como fundamento de la acción revolucionaria (Maldonado Ledezma, 2007). Por último, cabe decir que es central en su obra –como en la de otros autores indigenistas atraídos por el marxismo (v.g. Alejandro Lipschutz)- una filosofía de la praxis en donde:

(…) la ciencia social no es meramente contemplativa [ni] puramente teórica [sino que es] teoría científica y acción social”, una ciencia atenta a la aplicación de su método pero que, en tanto “realista y dialéctica […] acepta los conflictos y contradicciones sociales existentes” (Berdichewsky, 2004: 74 y 211).

Ahora bien, Mariátegui se presenta, ante quien se le acerca, como una figura multifacética. El periodista se funde con el activista político, el empresario editor comulga con el teórico marxista que además novela y produce crítica literaria. Su obra ha sido abordada por lo tanto desde diversos lugares y es el investigador quien elige, de acuerdo con sus intereses y el contexto en el cual trabaja, el particular punto que desea indagar. Así, su vigencia perenne-como la de cualquier clásico- se basa en cómo los analistas toman determinados aspectos o el total de su obra de acuerdo a las necesidades de cada época (Béjar, 1995: 1-2).

Como parte de un trabajo más general que llevo adelante, en donde me intereso por la influencia de las proposiciones indigenistas en los estudios andinos chilenos de las décadas de 1960 y 1970, en este trabajo me importa revisar algunas de las discusiones que se dieron dentro de la corriente indigenista, las cuales configuraron ciertas temáticas que siguieron replicándose durante la modernización de las ciencias sociales latinoamericanas (1950-1970) y, además, relacionar esas discusiones con la particular concepción de progreso que en ellas se encuentran. Para cumplir con lo anterior, en este artículo describo en primer lugar las características de la idea de progreso occidental. En segundo lugar realizo un breve recorrido por el indigenismo peruano. En tercer lugar me centro en el papel que Mariátegui otorgó a los factores superestructurales de la sociedad peruana. Puntualmente, mi interés es indagar el dispositivo intelectual del que este autor se valió para proponer la unifinalidad de metas entre el frente proletario y los actores indígenas y la forma en que entendió que estos últimos podrían sumarse a la corriente en ascenso del socialismo mundial. Es decir, el modo en que estos podrían hacerse de las condiciones subjetivas para integrar ese proceso, tema que abordo críticamente en la sección conclusiva.

Occidente y la idea de progreso

La idea de progreso occidental consiste en una visión de la historia como marcha del género humano hacia su perfección terrenal que se manifiesta en el surgimiento de sociedades cada vez más “avanzadas”. Este derrotero es concebido como un proceso no accidental, sino determinado por fuerzas internas. Entre los autores revisados existe un acuerdo general en que esta idea es propia de Occidente y desacuerdos en torno a la época hasta la que es posible hacer remontar la formulación moderna de la misma. Filósofos de la Ilustración y también autores modernos como Bury (1920) y actuales como Rojas Mullor (2011) consideran que la misma es propia de la ruptura mental con que se anunció la Modernidad, la cual recogió y reelaboró la herencia cultural occidental otorgándole una forma radicalmente nueva. Otros opinan que es característica del mundo occidental desde mucho antes, relacionándola con la formación del pensamiento clásico (v.g. Nisbet, 1986). En la disputa anterior me inclino por aceptar que la concepción mítica de la Grecia clásica impide aseverar que en esta estuviese ya plenamente planteada la moderna concepción del progreso. Sin embargo, el etapismo inherente a la historia humana, aunque este se halle inserto dentro de una historia circular, es ciertamente un elemento que encontró sus raíces allí y que tuvo prolífica vida en el imaginario occidental.

Si para Nisbet (1986), la estructura fundamental de la idea de progreso (crecimiento acumulativo, continuidad en el tiempo y necesidad del desarrollo de las potencialidades) tomó forma en el mundo occidental dentro de la tradición cristiana, para Rojas Mullor (2011) lo esencial del cristianismo es que sintetizó los aportes judíos (para quienes los hechos que formaban la historia universal no dependían de un ciclo cósmico sino del plan de Dios, por lo que la historia humana podía ser planteada como plena de sentido, en forma lineal y por fuera de los ciclos naturales) y griegos (con su creencia en una razón, en un logos), dando lugar a la elaboración de un religión universal, prerrequisito para poder plantear una Historia Universal regida por el desarrollo general de la realización de los propósitos divinos respecto a la humanidad. Por otro lado, es de destacar que apareció por primera vez con el cristianismo herético un esquema triádico del desarrollo humano, modelo que fue retomado luego por los pensadores modernos.

Una más completa caracterización de la moderna idea del progreso, basada en una concepción del hombre como ser ilimitado y hacedor de su propia historia empezó a gestarse con los avances en la ciencia, la tecnología, las artes y las leyes durante el Renacimiento, cuando los europeos se embarcaron en su aventura civilizatoria persiguiendo la obtención de nuevos recursos para sus economías en expansión. Pero, en su concepción moderna, la idea de progreso será acuñada definitivamente entre los siglos XVII y XVIII mediante la eliminación de sus componentes religiosos, cosa que ocurrió en Francia durante el llamado “debate de los antiguos y los modernos” y, posteriormente, con la Revolución francesa. Condorcet insistió en una historia humana jalonada por etapas, cada una caracterizada por rasgos económico-culturales, que conducían en progresión lineal a la humanidad desde los estados más inferiores hasta la realización plena de la razón. El logos aristotélico fue retomado por Kant para proponer una teoría total de la evolución humana en donde la historia en apariencia sin sentido estaba gobernada por la necesidad de la naturaleza de alcanzar sus fines a través de un proceso que iba desde el estado de animalidad, pasando por un largo desarrollo lleno de dolor, conflictos y luchas, hasta llegar al fin de la historia, consistente en el estado de perfección del Reino de Dios sobre la Tierra. Retomando a Kant, la filosofía de Hegel se basó en un logos, Idea o Espíritu que vincula a todo lo que existe pero que encuentra su mejor expresión en la mente humana. La historia tiene una estructura lógica que es dialéctica: el desarrollo se produce por conflictos mediante la destrucción del estado preexistente de cosas pero preservando lo positivo de la etapa anterior. Cada avance en la marcha del Espíritu da origen a un nuevo desgarramiento de la mónada alcanzada, en pos de la realización plena de todo lo que en un comienzo era solo potencialidad indiferenciada. La historia humana es así el desarrollo del Espíritu en el tiempo, y la esencia del espíritu hegeliano es la libertad, porque la historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad, un progreso que, como el del pensamiento Ilustrado, habrá de darse necesariamente.

Sin embargo, corresponderá a Comte y a Marx en el siglo XIX plantear una idea del progreso liberada de las representaciones míticas. Para Comte la esencia del progreso humano era del orden intelectual y había evolucionado a través de, nuevamente, tres etapas: la teológica, la metafísica y la contemporánea, llamada positiva o científica. Por otro lado, aunque la filosofía de la historia de Marx puede entenderse como una continuación de la de Hegel, su originalidad radica en otorgarle una renovada centralidad a la acción humana al proponer a las fuerzas productivas del hombre como motor del cambio histórico (Delfgaauw, 1968). Sin embargo, persiste en él, como en los otros filósofos modernos, la idea de que el proceso histórico tiene una lógica trascendente que conduce a un perfeccionamiento de la humanidad, llamado en su caso comunismo. La dialéctica de Marx también ordena la historia en un proceso triádico: una primera etapa denominada comunismo primitivo, un período intermedio signado por la explotación, la lucha, la alienación y la división de la sociedad en clases antagónicas, culminación apoteósica del desarrollo que daría paso en un futuro a una tercera etapa caracterizada por un perfeccionado comunismo (Rojas Mullor, 2011).

A comienzos del siglo XX, las experiencias extremas de la depresión económica y de las guerras mundiales pusieron a prueba la supervivencia de la idea de un progreso basado en la mejora constante de las condiciones materiales y espirituales del hombre. Sin embargo, en el mismo siglo se asistió a una renovada creencia en las posibilidades humanas sostenida desde el punto de vista político tanto por la ideología liberal-capitalista nacida con las revoluciones francesa y económica, como por la comunista, con su máximo correlato material en la Revolución rusa. En Latinoamérica, si bien las elites gobernantes habían adherido con ardor a la idea de progreso sustentada por el dogma liberal-positivista, también las ideas marxistas tuvieron una temprana acogida.

De lo anterior se desprende que la idea de progreso no es patrimonio de una particular ideología sino que forma parte de la matriz del pensamiento occidental y está anclada firmemente en el imaginario de los diversos sectores de sus sociedades nacionales. Llegamos así a la conclusión de este apartado: la profunda raigambre y la extendida polisemia de la idea moderna de progreso (progreso significa avanzar, pero la discusión radica en qué significa eso) permite proponerla como una matriz común del pensamiento occidental. Creo que dentro de ella pueden cobrar sentido los debates que atravesaron al indigenismo latinoamericano, tema que trataré a continuación.

Mariátegui y el indigenismo peruano

Señala Peralta Ruiz (1995) que el indigenismo peruano surgió a fines del siglo XIX, acompañando el proceso de formación de la joven nación en un intento de aportar a su construcción en oposición a los contenidos normativos de la modernidad. En este sentido, habría sido un producto del subdesarrollo y del intento frustrado de crear una identidad nacional en convivencia con la indígena. Sobre esta última cuestión me explayaré más adelante, pero aprovecho la ocasión para plantear un desacuerdo a medias: si bien algunos autores, como el caso de Luis Valcárcel, pueden considerarse escépticos de la modernidad, en general el indigenismo no se opuso tanto al progreso “moderno” como a sus inequidades, proponiendo integrar al desarrollo nacional a las grandes mayorías indígenas despojadas de sus derechos comunales por las élites triunfantes de las revoluciones independentistas. A comienzos del siglo XX, por presión de fuerzas ideológicas y políticas, la Constitución peruana volvió a reconocer la propiedad comunal, base territorial de los grupos étnicos. En este contexto podemos decir que el auge del indigenismo en ese país fue producto de la evolución socio-política planteada por Peralta Ruiz pero también de la aparición de intelectuales que lucharon por la reparación de esos derechos, en tanto entendieron que la tradición autóctona del mundo indígena era un cimiento sobre el que la joven nacionalidad peruana podía ser levantada (Marzal, 1993).

Dos corrientes intelectuales coexistían en el indigenismo peruano: una de impronta radicalizada representada por Valcárcel, que proponía volver a la esencia de la vida prehispánica y evitar la contaminación del modo de vida autóctono, y otra modernista, cuyo exponente fue Mariátegui, la cual intentó la confluencia del indigenismo y el socialismo. Al principio las relaciones entre ambas propuestas no fueron discordantes, en tanto Mariátegui opinaba que el rescate del espíritu andino propuesto por Valcárcel podría configurar un primer paso de la asimilación del socialismo entre los pueblos originarios, al aportar el conocimiento sobre lo propio y particular del mundo indígena. Más tarde surgieron discrepancias al efectuar la corriente esencialista un corrimiento hacia su faceta de rescate literario y folklórico, con baja implicación política. En el plano político, el indigenismo se escindió entre los apristas -comandados por Haya de la Torre y orientado hacia el asistencialismo estatal y el paternalismo criollo- y los mariateguistas, que proponían la apropiación por parte del indígena del espíritu revolucionario de la época, pero entendiendo que solo una vanguardia política, intelectual y proletaria integrada en el Partido Socialista Peruano podría arraigar el socialismo en el campo. El auge del indigenismo fue aprovechado por el presidente Leguía (1919-1930) que encontró en él la oportunidad de atacar la base de poder de los terratenientes serranos. Las políticas estatales reconocieron a las comunidades indígenas y crearon el Patronato de la Raza Indígena y la Sección de Asuntos Indígenas, pero todo lo anterior no cambió las bases históricas de dominación, en tanto la evolución nacional condujo a una mayor asimetría en el desarrollo entre las regiones costeras y serranas del país (Peralta Ruiz, 1995).

José Carlos Mariátegui (1894-1930) fue un escritor, periodista, editor y militante ligado a las vanguardias estéticas y a las luchas obreras y estudiantiles. Mestizo, de orígenes humildes, de muy joven se empleó en un periódico en donde aprendió su profesión y logró un estilo de escritura singular, alejado de las influencias del modernismo imperante. Posteriormente, ya dueño de su propio diario, apoyó las movilizaciones obreras conducidas por el anarco sindicalismo que se coordinaron con el estudiantado reformista. Su trabajo periodístico, opuesto a los intereses del gobierno, le valió, en 1919, una beca del presidente Leguía que, bajo excusa de premio en forma de viaje de estudios, lo obligó a exiliarse por un tiempo en Europa. Mariátegui abandonó un Perú organizado sobre la exclusión de los pueblos originarios, acusados de influir negativamente en la construcción de la nación luego de la derrota frente a Chile en la Guerra del Pacífico (López, 2008). En Europa su experiencia sobre la realidad italiana y la posibilidad de extraer de allí consecuencias para su país le llegaron a través de la obra de Piero Gobetti (Varela Petito, 2010). En Italia se casó, trabajó de corresponsal y vivió en la posguerra de un país escindido entre zonas urbanas desarrolladas y zonas campesinas subdesarrolladas, cosa que habría reafirmado su percepción dicotómica del Perú. Además, Italia estaba atravesada por las luchas obreras comunistas y asistía al ascenso del fascismo.

En 1923 retornó al Perú y a los pocos meses participó en las actividades de la Universidad Popular Manuel González Prada dictando conferencias acerca de la crisis mundial (Fernández, 2011). Por esa época empezó a editar la revista Amauta, en donde se fundieron sus principales influencias: su vocación política socialista y el vanguardismo estético. Ambas lo llevaron a indagar en la tradición viva de los sectores subalternos, intentando pensar el problema de una identidad nacional que se había conformado negándolos (López, 2008). En esta época publicó La escena contemporánea (1925) y Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). Otros escritos fueron recopilados y publicados luego de su muerte (2) . Cada vez más comprometido con la lucha política, en 1928 fundó el Partido Socialista Peruano con el propósito de conformar una vanguardia entre la clase obrera con conciencia de clase que fuera guía del proletariado indígena. En su parecer, la revolución socialista en el Perú debía empezar por reivindicar los derechos indígenas, en tanto la mayoría de la población era autóctona.

Poco tiempo después de su fallecimiento el Partido Socialista Peruano abandonó las tesis de Mariátegui sobre el campesinado, la comunidad indígena y el rol del Partido como célula organizadora de las masas a la manera gramsciana (Béjar, 1995). En el plano nacional, se acentuó un conservadurismo político en donde solo fue posible la sobrevivencia del indigenismo esencialista que pasó a integrarse al oficial. El culto al mestizaje y los ensayos sobre la grandeza prehispánica dominaron la reflexión literaria en el marco de un discurso estatal nacionalista y paternalista que dudaba acerca de la posibilidad de la rehabilitación cultural de los indígenas. Cuando, en 1940, el gobierno se integró a la red del Instituto Indigenista Interamericano, la mirada sobre los indígenas y las políticas asociadas a ella pasaron a tener un cariz integrador y asistencialista.

La década de 1950 abrió paso al paradigma desarrollista mediante el cual el Estado buscó, por medio de la educación, incorporar a la población indígena con el objeto de coadyuvar a la consolidación de los mercados internos y a la integración nacional. Con el apoyo de Estados Unidos se realizaron proyectos de antropología experimental en algunas comunidades indígenas. Estos buscaban diagnosticar problemas de desarrollo y diagramar proyectos tendientes a “modernizar” las formas de vida indígena. La investigación social aplicada al problema migratorio de la sierra a la costa se encaminó a concluir que los indígenas habían interiorizado que el olvido de sus costumbres tradicionales era precondición para una buena adaptación a la vida urbana. Se atribuyó a este comportamiento factores que tenían que ver con la desintegración social de la sociedad peruana (la marginalidad urbana y la alienación cultural) producto de la explotación económica del colonialismo interno de la oligarquía criolla y del dependentismo externo hacia el imperialismo norteamericano. Estas ideas fueron asumidas por los militares que tomaron el poder en 1968, poniendo en acción un programa de transformaciones sociales antimperialista y antioligárquico, en donde los indígenas fueron reclamados como los únicos depositarios de los valores peruanos, otorgándosele al “mundo andino” el estatus de cultura nacional y popular. Los militares efectivizaron una profunda reforma agraria entre 1968 y 1975, transformaron por decreto al indígena en campesino y declararon al quechua segundo idioma nacional. Sin embargo, las consecuencias fueron las contrarias a las buscadas, ya que las medidas no se tradujeron en un mejoramiento del nivel de vida ni en la integración social de los indígenas, sino que empeoraron las condiciones del campo y se acentuaron las migraciones a las ciudades de la costa (Peralta Ruíz, 1995).

Mito y revolución

La perspectiva crítica sobre las “ilusiones” de un progreso que se había impuesto negando a las masas indígenas del Perú, encontró en Mariátegui a su gran propalador (Paris, 1978).En tanto se ha anotado que esta crítica fue inspirada por las ideas de Georges Sorel (Rojas Mix, 1997), interesa ahora revisar la relación de Mariátegui con la obra de este sindicalista francés, controvertida figura de la intelectualidad finisecular del siglo XIX (3) .

Para Sorel el hombre no se realiza a través de la búsqueda de la felicidad, el conocimiento, el poder, o la salvación eterna, sino a través de la actividad espontánea, libre y creadora. La búsqueda de esta realización configura un intento de dar cognoscibilidad al caos que el mundo natural y social representan (Berlin, 2005). Se palpa aquí la influencia de Bergson, para el cual la sed de poder era indicativa de degeneramiento social, ya que el ser humano solo vive plenamente si “actúa libremente”, forma en que logra alcanzar un “conocimiento integral”. Este tipo de conocimiento es en todo equiparable a la intuición, entendimiento interno y empático que Sorel integró en su categoría de mito (Jennings, 1995). Para Sorel, no es la razón quien engendra los vínculos humanos verdaderos, sino el esfuerzo comunitario, instintivo y espontáneo, que no depende de normas y contratos. Por el contrario, el sistema econó- mico-político capitalista, al propiciar la competitividad, destruye el sentido de humanidad y dignidad. Por lo tanto, la destrucción de la democracia parlamentaria, sistema basado en la explotación de los trabajadores, solo era posible mediante el desarrollo de hombres nuevos, valientes, generosos y portadores de una poderosa fuerza moral (Béjar, 1995).

La necesidad de forjar este hombre nuevo conduce a la importancia de los mitos, cuestión que Sorel aborda tanto en Réfexions como en la Carta a Daniel Halévy, partiendo de establecer una diferencia radical entre mito y utopía. Los mitos revolucionarios no son descripciones de cosas, son expresiones de voluntad. La utopía, por el contrario, es el producto de un trabajo intelectual de teóricos que, luego de observar y discutir los hechos, buscan establecer un modelo mediante el cual sea posible comparar las bondades de las sociedades empíricas. Mientras que los mitos conducen a los hombres a prepararse para combatir al capitalismo, la utopía tiene por objetivo la implementación de reformas que puedan ser efectuadas sin destruir el sistema corriente. A diferencia de la utopía que, como toda entelequia, es pasible de debate, el mito no puede ser refutado, porque es idéntico a las convicciones del grupo humano que lo sigue, en tanto es la expresión de estas convicciones en el lenguaje del movimiento y, por lo tanto, no se puede descomponer en partes aplicables a un plan de descripciones históricas (Sorel, 1908: 25).

Según Sorel, la mente del hombre está constituida de tal manera que no puede contentarse con la mera observación de los hechos, sino que desea entender la razón interna de las cosas. En este punto, la huelga general es la figura mítica que proporciona una forma intuitiva de entender la esencia del socialismo y mediante la cual las masas pueden prepararse para enfrentar la lucha decisiva (Jennings, 1995). Solo el conflicto (la “grève générale”) crea unidad y solidaridad reales, en oposición a la forma de asociación de los partidos políticos, estructuras que son inestables y tendientes a coaliciones y alianzas oportunistas (Béjar, 1995) (4) . El mito es funcional a la lucha de clases porque “sin conflictos, la confusión recorre la trama social, los contornos se hacen difusos y la potencia creadora se atenúa o desvanece”. La función del mito, entonces es evitar esa disolución “haciendo que los hombres interpreten sus acciones sobre el trasfondo de las imágenes fundamentales del antagonismo” (López, 2008: 5). A partir de estas ideas Mariátegui entendió que las condiciones subjetivas entre las masas mestizas e indígenas del Perú podían generarse a través del mito incaico, una imagen que movilizase la lucha contra la explotación aunque no estuviesen dadas las condiciones objetivas para hacerlo. Esto era en el presente de realización más factible en tanto la experiencia soviética había lesionado la rigidez del etapismo y la determinación económica de los fenómenos sociales propuesta por Marx. La revolución socialista se había producido en un país de economía agraria en donde el capitalismo se había desarrollado solo incipientemente, por lo que desde 1917 se había revalorizado la incidencia de las creencias y de las disposiciones culturales sobre la acción política.

Como sabemos, a la vuelta de su experiencia europea, Mariátegui trabajó en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, en donde analizó la evolución de la historia del país conforme a etapas sustentadas en su base material. Tres períodos evolutivos caracterizaban a la economía peruana. Una primera etapa comunista, representada por el imperio incaico, en donde se daba una agrupación de comunas agrícolas y sedentarias con economía socialista: propiedad colectiva de la tierra cultivable por el ayllu, aunque dividida en lotes individuales intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, pasturas y bosques por la tribu, o federación de ayllus; cooperación común en el trabajo y apropiación individual de las cosechas y frutos. Una segunda etapa de Conquista, híbrido entre la economía feudal y la esclavista retratadas por Marx. Una tercera etapa de Independencia, llamada también Burguesa, caracterizada por la alianza entre la burguesía comercial y la aristocracia latifundista. En Ensayos señaló también la coexistencia en el país de dos diferentes tipos de economías, una con base en la sierra indígena y otra en la costa blanca. La sierra era el territorio en donde coexistían una economía feudal con los restos de la economía comunista indígena, mientras que la costa era el lugar en donde prevalecía una economía burguesa retardada, ya que no se habían desarrollado plenamente las fuerzas productivas del capitalismo. Ambas economías se conjugaban para que el sistema productivo del Perú estuviese condenado a ser mero hacedor de materias primas y recipiendaria de las manufacturas de las potencias mundiales.

El aporte seminal de Mariátegui fue tratar al problema indígena como de tipo económico-social con origen en el régimen de propiedad de la tierra, hecho que determinaba el régimen político y administrativo de toda la nación, es decir, su superestructura (Mariátegui, [1927] 2007: 41). En sus palabras, el problema del indio no era “a causa del mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico del país, ni [la] dualidad o pluralidad de razas, ni [las] sus condiciones culturales o morales”, sino que era un problema económico-social basado en el régimen de la propiedad agraria. Como la revolución independentista no fue llevada adelante por una verdadera clase burguesa, ya que no estaba aún desarrollada, y “el carácter individualista de la legislación republicana había favorecido la absorción de la propiedad indígena por el latifundismo” (Mariátegui [1928] 2007: 29), la clase feudal había conservado sus prebendas coloniales, principalmente en forma de los latifundios y de la servidumbre, régimen de trabajo al que estaba sometido el trabajador rural. En virtud de lo anterior, solucionar el problema indígena principiaba por acabar con el latifundismo, empresa que sería llevada adelante por la futura sociedad comunista, para lo cual Mariátegui entendía que esta podría encontrar apoyo en los elementos del socialismo agrario que aún existían en las comunidades indígenas (Marzal, 1993).

La pregunta sobre si la opresión era un asunto de clase, de raza o de nacionalidad, se debatió en una conferencia de partidos comunistas latinoamericanos realizada en Buenos Aires en 1929. Mariátegui propuso -en su trabajo El problema de las razas en América latina (Mariátegui, [1929] 1994)- soluciones prácticas al problema agrario: expropiar los latifundios serranos en favor de las comunidades; transformar a las comunidades en cooperativas de producción; apoyar la lucha de los yanaconas contra los hacendados para eliminar la institución parasitaria del enganche, pieza fundamental del régimen agrario; y educar ideológicamente a las masas indígenas. Sin embargo, esta defensa no lo llevó a apoyar la formación de una república indígena entre los pueblos quechua y aymara, tema que se discutió particularmente en ese evento. Mariátegui creía que esta medida no conduciría a la adopción del socialismo entre los indígenas, sino a la conformación de otro Estado burgués, con todas las contradicciones internas y externas de los mismos, concluyendo que solo una revolución socialista que incluyese a las masas indígenas explotadas podría permitirles a estas incorporar el sentido de la liberación, posibilitándose así su autodeterminación política (Becker, 2002).

Volviendo a Ensayos, el desarrollo histórico retratado en ellos no se refiere a una historia total de la humanidad sino a la peruana, por lo que su estructura triádica no incluye la etapa final comunista sino que describe la evolución social hasta el presente a través de las etapas comunista, colonial y burguesa. Empero, si trasvasamos este esquema a las ideas de Marx las etapas segunda y tercera deberían quedar integradas en una sola y el nuevo esquema permitiría así la inclusión de una futura etapa comunista. Ahora bien, el comunismo primitivo de Marx (tiempo imaginado mediante la analogía etnográfica) fue un momento de la evolución humana caracterizado por la organización en bandas de cooperación simple que subsistían por medio de la caza-recolección. La etapa comunista de Mariátegui, en cambio, está representada por el imperio incaico y, más allá de que la información histórica-arqueológica de su tiempo sea cuantitativa y cualitativamente diferente de la actual, había que forzar mucho la tesis para caracterizar a la organización incaica como comunista, por más que esto se sustentase en las características de sus instituciones de base: los ayllus. Anteriormente ya hemos indicado la razón para este planteamiento. En tanto el lugar dependiente en el sistema mundial que ocupaba Perú había impedido que las fuerzas productivas capitalistas se desarrollasen plenamente y que, por lo tanto, llegase necesariamente el momento del triunfo de la revolución comunista, y en tanto, además, la cercana experiencia de la Revolución Rusa había hecho caer por tierra el rígido etapismo de los primeros planteamientos marxistas, Mariátegui -entendiendo que era en los relictos de las tradiciones comunales en donde ardían aún los rescoldos de un socialismo autóctono incorporó el mito incaico a su programa político. Esta terrible intuición político-poética provocó una interpenetración entre la concepción histó- rica moderna (lineal y acumulativa) y la concepción mítica cercana a los pueblos andinos. El mito del comunismo incaico constituyó entonces un puente entre el pasado y el futuro, y la historia progresiva occidental pudo conjugarse con una circularidad que permitía, por medio del ritual (pachacuti pensado en clave secular como lucha de clases), pensar el triunfo del comunismo en parte como una vuelta a las tradiciones autóctonas.

Refexiones finales

Pasados más de ochenta años de la muerte de Mariátegui su vida y obra sigue dando lugar a multiplicidad de abordajes, académicos y no académicos. Considero que la actualidad de su pensamiento reside en que el reto mayor de nuestro pensamiento autóctono, continúa siendo el poder explicar y transformar la realidad latinoamericana desde una perspectiva que no sea “calco y copia” de lo generado en los locus del poder mundial, desafío que incluye también a las diversas formulaciones de las teorías revolucionarias, como es el caso del marxismo.

Ahora bien, en relación al tema de este artículo, toca ahora preguntarnos si el “marxismo romántico” de Mariátegui, que criticó las “ilusiones del progreso” y sugirió una dialéctica utópica-revolucionaria entre el pasado precapitalista y el futuro socialista, oponiéndose a la filosofía evolucionista, historicista y racionalista, proponiendo un retorno a los mitos históricos (Löwy, [s/f]: 2) pudo romper con el eurocentrismo de la “historia universal”, tal como asevera Flores Galindo (1980: 50). Creo que el punto fundamental para responder a esta pregunta es entender qué tipo de conocimiento antropológico produjo Mariátegui con su obra.

En la construcción del objeto de conocimiento por parte del modelo antropológico vigente entre 1920 y 1970, se interrelacionaron tanto los procesos de modernización que las sociedades latinoamericanas experimentaban como el conocimiento científico disponible y el papel de los sujetos estudiados, insertos en la misma realidad (Gunderman & González, 2009). Si, hasta la primera mitad del siglo XX, la labor científica había sido asumida como el rescate de las características culturales de unos pueblos andinos sometidos a una desintegración inevitable, posteriormente, estas mismas características constituirían a la vez un problema para el desarrollo y un desafío científico para integrar a estos pueblos en el proceso de cambio. En este sentido, los enfoques antropológicos de la época rechazaron la agencia de las propias comunidades toda vez que sus transformaciones fueron entendidas como estimuladas por el accionar de un mundo moderno y exterior a ellas.

En forma consonante -y por más que intuitivamente esto parezca paradójico- la infinita variedad de los individuos andinos fue homogeneizada por Mariátegui a través del mito del comunismo agrario, categoría analítica genérica que le permitió construir lo andino como objeto de reflexión y herramienta de lucha política. El comunismo agrario, que se basaba en las continuidades materiales y simbólicas entre el imperio incaico y los pueblos andinos contemporáneos, definió a estos últimos por su inclusión en el espacio social andino sin atender a sus múltiples expresiones, ya que era en virtud de su pertenencia al mismo que estos llevaban incorporada una matriz cultural comunitaria que los hacía asimilable al proyecto revolucionario. Es imposible no observar que de este modo se ahistorizaba y homogenizaba el pasado indígena, ya que era la modernidad la que había hecho irrumpir la historia en él, provocando la desarticulación y desintegración de los pueblos originarios, hecho que dificultaba abordar las discontinuidades y las trasformaciones de estos actores en los cambiantes escenarios históricos.

En la obra de Mariátegui, por lo tanto, la reflexión sobre el problema indígena fue por sobre todo un insumo de la lucha de clases, tarea prioritaria para el pensador en la configuración histórica contemporánea. Con respecto a este tópico fue Bourdieu quien dijo: “la crítica marxista que aspira a traer las producciones hacia intereses sociales [se ha descarriado] por el efecto del doble juego ligado a la tentación de hacer servir en la lucha a la ciencia de las luchas [lo que configura] un uso ilegal de la ciencia social o de la autoridad que ella puede otorgar” (Bourdieu, [1984] 2008): 29). Creo que esta advertencia sobre la producción marxista de los 60 y 70 es aplicable también al caso de Mariátegui, cuyas ideas fueron recogidas -a veces acríticamente- por parte de la intelectualidad de aquellas décadas.

Por consiguiente, mi idea es que el enfoque de Mariátegui –más allá de su cariz romántico soreliano- al operar por dentro del modelo marxista de desarrollo social, se hallaba imposibilitado de trascender su matriz eurocentrista. Residía en los fundamentos epistemológicos del propio dispositivo intelectual la circunstancia en la que holgaba conocer el punto de vista del nativo. ¿Era lícito denunciar la explotación del hombre por el hombre si esto determinaba la superfluidad de las dimensiones étnicas de los pueblos andinos? Creo que no. Desde el plano de la ciencia aplicada, la tarea de comprender el rol de estos pueblos en la historia americana debía abocarse a producir un mejorado basamento que indagase las estrategias mediante las cuales los mismos habían logrado adaptarse a las diferentes circunstancias históricas, considerando la libertad de acción individual que permaneció activa a través de los diferentes períodos históricos.

Para ello debía enfocarse el problema desde una perspectiva innovadora que reconociese que 1) la población andina, antes de la Colonia, había ya experimentado el contacto con otras sociedades dominantes ejerciendo un rol activo generado por la necesidad de aprovechar los diferentes escenarios históricos; 2) que destacase las estrategias de movilidad y de aprovechamiento de múltiples espacios, en oposición a la visión occidental que asociaba a la migración con la desintegración étnica; y 3) que integrase a la necesidad de solución del “problema indígena” elementos característicos de la economía andina que permitiesen un manejo exitoso de los recursos por parte de su población, coherente con las estrategias que habían posibilitado la reproducción social de estas poblaciones (Galdames & Ruz, 2010). En la época de Mariátegui esto estaba lejos de encararse. Tres décadas más tarde, convulsionada Latinoamérica toda por la fulgurante aparición de la Revolución cubana, los estudios andinos se inspiraron en aquella parte de lectura mariateguista que tendió a reificar al “sujeto andino”. La perspectiva superadora, que suponía la elaboración de un conocimiento científico sobre la especificidad económica y social de la historia indígena, comenzaría a elaborarse recién a partir de mediados de la década de 1970 a través de una renovada labor interdisciplinaria. El nuevo conocimiento así producido –mejorable, como todo hecho científico- serviría de apoyo a la lucha por la autonomía político-cultural asumida no ya por una vanguardia iluminada sino desde los propios y contradictorios intereses de los diversos sujetos que conforman la multiplicidad de colectivos que conocemos como pueblos andinos.




Notas:

1. Este artículo se inscribe en la investigación en curso: “La etnohistoria andina chilena. Dinámica de construcción de un campo interdisciplinar en los contextos de polarización política, quiebre institucional y rebrote democrático”. Doctorado en Antropología Social, UBA. Sección Etnohistoria-Instituto de Ciencias AntropológicasFacultad de Filosofía y Letras-Universidad de Buenos Aires (financiada mediante el proyecto UBACyT 338BA y por una beca de doctorado UBA) Director: Dr. Carlos Zanolli.
2. Escritos juveniles, Defensa del marxismo, El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, Peruanicemos al Perú, Figuras y aspectos de la vida mundial, Historia de la crisis mundial, Temas de educación, La novela y la vida, Cartas de Italia, Signos y obras, El artista y la época y Correspondencia.
3. Particularmente Réfexions sur la violence (1908), obra que Mariátegui leyó en Europa.
4. L’esprit de l’homme est ainsi fait qu’il ne sait point se contenter de constatations et qu’il veut comprendre la raison des choses; je me demande donc s’il en conviendrait pas de chercher à approfondir cette théorie des mythes, en utilisant les lumières que nous devons à la philosophie bergsonienne […] Je comprends que ce mythe de la grève générale froisse beaucoup de gens sages à cause de son caractère d’infnité ; le monde actuel est très porté à revenir aux opinions des anciens et à subordonner la morale à la bonne marche des affaires publiques, ce qui conduit à placer la vertu dans un juste milieu. Tant que le socialisme demeure une doctrine entièrement exposée en paroles, il est très facile de le faire dévier vers un juste milieu; mais cette transformation est manifestement impossible quand on introduit le mythe de la grève générale, qui comporte une révolution absolue. Vous savez, aussi bien que moi, que ce qu’il y a de meilleur dans la conscience moderne est le tourment de l’infni; vous n’êtes point du nombre de ceux qui regardent comme d’heureuses trouvailles les procédés au moyen desquels on peut tromper ses lecteurs par des mots. C’est pourquoi vous ne me condamnerez point pour avoir attaché un si grand prix à un mythe qui donne au socialisme une valeur morale si haute et une si grande loyauté. Bien des gens ne chercheraient pas dispute à la théorie des mythes si ceux-ci n’avaient des conséquences si belles (Sorel, 1908: 22).



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