Los
“Tiempos” de Mariátegui: mito, revolución y filosofía del progreso
Mariátegui’s
“times”: myth, revolution and philosophy of progress
Por : Carlos
Chiappe
Profesor
en Antropología Social, UBA. Licenciado en Antropología Social, UBA. Doctorando
en Antropología Social, UBA.
Resumen
: En este trabajo abordo la obra del peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930)
con el objeto analizar los diagnósticos y propuestas de solución que este autor
hilvanó alrededor del llamado “problema indígena” y, a la vez, revisar la
filosofía del progreso implícita en ellos. Considero que la particularidad del
proyecto político-intelectual de Mariátegui reside en que se funden en él dos
concepciones de la historia opuestas: la cíclica del tiempo mítico y la
progresiva y lineal de la moderna idea de progreso. Como conclusión, me
pregunto por el tipo de sujeto de conocimiento presente en su obra y señalo las
limitaciones que el mismo presentó para abordar la especificidad económica y
social de la historia andina.
Palabras
clave: Mariátegui, historia intelectual, filosofía del progreso, sujeto de
conocimiento.
Abstract : This project is an approach to the peruvian
Jose Carlos Mariátegui’s work (1894-1930). Through this analysis, we intend to
study the diagnoses and proposed solutions that this author outlined around the
“indigenous problem” and, at the same time, the philosophy of progress implied
in them. We consider that the particularity of Mariátegui’s
political-intellectual project resides in the confluence of two opposed
conceptions of History: the cyclic idea of mythical time and the linear and
progressive perception of the modern idea of progress. To conclude, we ask
ourselves about the subject of knowledge type present in Mariátegui’s work and
we point out the limits of this perspective to understand the economics and
social particularities of Andean history.
Keywords: Mariátegui, intelectual
history, philosophy of progress, subject of knowledge.
Introducción(1)
El
origen del pensamiento social autóctono latinoamericano se fue gestando en un
proceso de larga duración al que los indigenistas latinoamericanos, entre otros
intelectuales, hicieron un valioso aporte, aunque este no haya sido en el marco
de una construcción científica rigurosa. En lo que respecta a José Carlos
Mariátegui, resaltan entre sus contribuciones principales la interpretación de
la realidad peruana partiendo de un marco teórico marxista atento a las
particularidades del país. Son centrales sus consideraciones sobre el proceso
de desarrollo histórico que habría llevado al Perú, por medio de su
participación en el sistema mundial como productor de materias primas, a
configurarse en forma híbrida coexistiendo en él tres diferentes modos de
producción: el comunismo incaico, el
feudalismo colonial y el capitalismo republicano.
Para
Mariátegui, la característica hibridez de la formación económico-social peruana
determinaba que no fuera el proletariado el sujeto revolucionario por
antonomasia. Tampoco existía una burguesía capaz de llevar adelante un proyecto
capitalista coherente. Además, los relictos del feudalismo colonial
(latifundios, gamonales) impedían una revolución clásica. Sin embargo, esto no
era óbice para la acción obrera, toda vez que se trataba de crear las
condiciones necesarias más que de esperarlas (Escárzaga, 1994). Por lo tanto, a
la hora de explicar el pensamiento de Mariátegui, cobra desusada importancia el
hecho de no haberse limitado el autor a ese paradigma del conocimiento, ya que
su formación incorporó diversas formulaciones que habilitaron una lectura no
ortodoxa del marxismo. Esta concepción lo llevó a rechazar un fin pautado con
antelación que obligara al Perú a transitar necesariamente una serie de etapas
que desembocarían en el triunfo del socialismo. De este modo, el marxismo fue,
para Mariátegui, solo un marco para interpretar y transformar una realidad
particular -la peruana- desde el punto de vista privilegiado que presentaba el
ser un actor de la misma (Quijano, 1981).
Lo
característico de Mariátegui se funda entonces en la amplitud de su formación
personal, la cual incluía corrientes filosóficas que no maridaban de suyo con
el materialismo, hecho que aparece claramente cuando se repara en su interés
por el factor religioso (Aricó, 1978; Quijano, 1981). Este le llevaría a
considerar aspectos superestructurales de la sociedad peruana y a ponderar el
papel del mito como fundamento de la acción revolucionaria (Maldonado Ledezma,
2007). Por último, cabe decir que es central en su obra –como en la de otros
autores indigenistas atraídos por el marxismo (v.g. Alejandro Lipschutz)- una
filosofía de la praxis en donde:
“(…)
la ciencia social no es meramente contemplativa [ni] puramente teórica [sino
que es] teoría científica y acción social”, una ciencia atenta a la aplicación
de su método pero que, en tanto “realista y dialéctica […] acepta los conflictos
y contradicciones sociales existentes” (Berdichewsky, 2004: 74 y 211).
Ahora
bien, Mariátegui se presenta, ante quien se le acerca, como una figura
multifacética. El periodista se funde con el activista político, el empresario
editor comulga con el teórico marxista que además novela y produce crítica
literaria. Su obra ha sido abordada por lo tanto desde diversos lugares y es el
investigador quien elige, de acuerdo con sus intereses y el contexto en el cual
trabaja, el particular punto que desea indagar. Así, su vigencia perenne-como
la de cualquier clásico- se basa en cómo los analistas toman determinados
aspectos o el total de su obra de acuerdo a las necesidades de cada época
(Béjar, 1995: 1-2).
Como
parte de un trabajo más general que llevo adelante, en donde me intereso por la
influencia de las proposiciones indigenistas en los estudios andinos chilenos
de las décadas de 1960 y 1970, en este trabajo me importa revisar algunas de
las discusiones que se dieron dentro de la corriente indigenista, las cuales
configuraron ciertas temáticas que siguieron replicándose durante la
modernización de las ciencias sociales latinoamericanas (1950-1970) y, además,
relacionar esas discusiones con la particular concepción de progreso que en ellas
se encuentran. Para cumplir con lo anterior, en este artículo describo en
primer lugar las características de la idea de progreso occidental. En segundo
lugar realizo un breve recorrido por el indigenismo peruano. En tercer lugar me
centro en el papel que Mariátegui otorgó a los factores superestructurales de
la sociedad peruana. Puntualmente, mi interés es indagar el dispositivo
intelectual del que este autor se valió para proponer la unifinalidad de metas
entre el frente proletario y los actores indígenas y la forma en que entendió
que estos últimos podrían sumarse a la corriente en ascenso del socialismo
mundial. Es decir, el modo en que estos podrían hacerse de las condiciones
subjetivas para integrar ese proceso, tema que abordo críticamente en la sección
conclusiva.
Occidente y la idea de progreso
La
idea de progreso occidental consiste en una visión de la historia como marcha
del género humano hacia su perfección terrenal que se manifiesta en el
surgimiento de sociedades cada vez más “avanzadas”. Este derrotero es concebido
como un proceso no accidental, sino determinado por fuerzas internas. Entre los
autores revisados existe un acuerdo general en que esta idea es propia de
Occidente y desacuerdos en torno a la época hasta la que es posible hacer remontar
la formulación moderna de la misma. Filósofos de la Ilustración y también
autores modernos como Bury (1920) y actuales como Rojas Mullor (2011)
consideran que la misma es propia de la ruptura mental con que se anunció la
Modernidad, la cual recogió y reelaboró la herencia cultural occidental
otorgándole una forma radicalmente nueva. Otros opinan que es característica
del mundo occidental desde mucho antes, relacionándola con la formación del
pensamiento clásico (v.g. Nisbet, 1986). En la disputa anterior me inclino por
aceptar que la concepción mítica de la Grecia clásica impide aseverar que en
esta estuviese ya plenamente planteada la moderna concepción del progreso. Sin
embargo, el etapismo inherente a la historia humana, aunque este se halle
inserto dentro de una historia circular, es ciertamente un elemento que
encontró sus raíces allí y que tuvo prolífica vida en el imaginario occidental.
Si
para Nisbet (1986), la estructura fundamental de la idea de progreso
(crecimiento acumulativo, continuidad en el tiempo y necesidad del desarrollo
de las potencialidades) tomó forma en el mundo occidental dentro de la
tradición cristiana, para Rojas Mullor (2011) lo esencial del cristianismo es
que sintetizó los aportes judíos (para quienes los hechos que formaban la
historia universal no dependían de un ciclo cósmico sino del plan de Dios, por
lo que la historia humana podía ser planteada como plena de sentido, en forma
lineal y por fuera de los ciclos naturales) y griegos (con su creencia en una
razón, en un logos), dando lugar a la elaboración de un religión universal,
prerrequisito para poder plantear una Historia Universal regida por el
desarrollo general de la realización de los propósitos divinos respecto a la
humanidad. Por otro lado, es de destacar que apareció por primera vez con el
cristianismo herético un esquema triádico del desarrollo humano, modelo que fue
retomado luego por los pensadores modernos.
Una
más completa caracterización de la moderna idea del progreso, basada en una
concepción del hombre como ser ilimitado y hacedor de su propia historia empezó
a gestarse con los avances en la ciencia, la tecnología, las artes y las leyes
durante el Renacimiento, cuando los europeos se embarcaron en su aventura
civilizatoria persiguiendo la obtención de nuevos recursos para sus economías
en expansión. Pero, en su concepción moderna, la idea de progreso será acuñada
definitivamente entre los siglos XVII y XVIII mediante la eliminación de sus
componentes religiosos, cosa que ocurrió en Francia durante el llamado “debate
de los antiguos y los modernos” y, posteriormente, con la Revolución francesa.
Condorcet insistió en una historia humana jalonada por etapas, cada una
caracterizada por rasgos económico-culturales, que conducían en progresión
lineal a la humanidad desde los estados más inferiores hasta la realización
plena de la razón. El logos aristotélico fue retomado por Kant para proponer
una teoría total de la evolución humana en donde la historia en apariencia sin
sentido estaba gobernada por la necesidad de la naturaleza de alcanzar sus
fines a través de un proceso que iba desde el estado de animalidad, pasando por
un largo desarrollo lleno de dolor, conflictos y luchas, hasta llegar al fin de
la historia, consistente en el estado de perfección del Reino de Dios sobre la
Tierra. Retomando a Kant, la filosofía de Hegel se basó en un logos, Idea o
Espíritu que vincula a todo lo que existe pero que encuentra su mejor expresión
en la mente humana. La historia tiene una estructura lógica que es dialéctica:
el desarrollo se produce por conflictos mediante la destrucción del estado
preexistente de cosas pero preservando lo positivo de la etapa anterior. Cada
avance en la marcha del Espíritu da origen a un nuevo desgarramiento de la
mónada alcanzada, en pos de la realización plena de todo lo que en un comienzo
era solo potencialidad indiferenciada. La historia humana es así el desarrollo
del Espíritu en el tiempo, y la esencia del espíritu hegeliano es la libertad,
porque la historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad, un
progreso que, como el del pensamiento Ilustrado, habrá de darse necesariamente.
Sin
embargo, corresponderá a Comte y a Marx en el siglo XIX plantear una idea del
progreso liberada de las representaciones míticas. Para Comte la esencia del
progreso humano era del orden intelectual y había evolucionado a través de,
nuevamente, tres etapas: la teológica, la metafísica y la contemporánea,
llamada positiva o científica. Por otro lado, aunque la filosofía de la
historia de Marx puede entenderse como una continuación de la de Hegel, su
originalidad radica en otorgarle una renovada centralidad a la acción humana al
proponer a las fuerzas productivas del hombre como motor del cambio histórico
(Delfgaauw, 1968). Sin embargo, persiste en él, como en los otros filósofos
modernos, la idea de que el proceso histórico tiene una lógica trascendente que
conduce a un perfeccionamiento de la humanidad, llamado en su caso comunismo.
La dialéctica de Marx también ordena la historia en un proceso triádico: una
primera etapa denominada comunismo primitivo, un período intermedio signado por
la explotación, la lucha, la alienación y la división de la sociedad en clases
antagónicas, culminación apoteósica del desarrollo que daría paso en un futuro
a una tercera etapa caracterizada por un perfeccionado comunismo (Rojas Mullor,
2011).
A
comienzos del siglo XX, las experiencias extremas de la depresión económica y
de las guerras mundiales pusieron a prueba la supervivencia de la idea de un
progreso basado en la mejora constante de las condiciones materiales y
espirituales del hombre. Sin embargo, en el mismo siglo se asistió a una
renovada creencia en las posibilidades humanas sostenida desde el punto de
vista político tanto por la ideología liberal-capitalista nacida con las
revoluciones francesa y económica, como por la comunista, con su máximo
correlato material en la Revolución rusa. En Latinoamérica, si bien las elites
gobernantes habían adherido con ardor a la idea de progreso sustentada por el
dogma liberal-positivista, también las ideas marxistas tuvieron una temprana
acogida.
De
lo anterior se desprende que la idea de progreso no es patrimonio de una
particular ideología sino que forma parte de la matriz del pensamiento
occidental y está anclada firmemente en el imaginario de los diversos sectores
de sus sociedades nacionales. Llegamos así a la conclusión de este apartado: la
profunda raigambre y la extendida polisemia de la idea moderna de progreso
(progreso significa avanzar, pero la discusión radica en qué significa eso)
permite proponerla como una matriz común del pensamiento occidental. Creo que
dentro de ella pueden cobrar sentido los debates que atravesaron al indigenismo
latinoamericano, tema que trataré a continuación.
Mariátegui y el indigenismo peruano
Señala
Peralta Ruiz (1995) que el indigenismo peruano surgió a fines del siglo XIX,
acompañando el proceso de formación de la joven nación en un intento de aportar
a su construcción en oposición a los contenidos normativos de la modernidad. En
este sentido, habría sido un producto del subdesarrollo y del intento frustrado
de crear una identidad nacional en convivencia con la indígena. Sobre esta
última cuestión me explayaré más adelante, pero aprovecho la ocasión para
plantear un desacuerdo a medias: si bien algunos autores, como el caso de Luis
Valcárcel, pueden considerarse escépticos de la modernidad, en general el
indigenismo no se opuso tanto al progreso “moderno” como a sus inequidades,
proponiendo integrar al desarrollo nacional a las grandes mayorías indígenas
despojadas de sus derechos comunales por las élites triunfantes de las
revoluciones independentistas. A comienzos del siglo XX, por presión de fuerzas
ideológicas y políticas, la Constitución peruana volvió a reconocer la
propiedad comunal, base territorial de los grupos étnicos. En este contexto
podemos decir que el auge del indigenismo en ese país fue producto de la
evolución socio-política planteada por Peralta Ruiz pero también de la
aparición de intelectuales que lucharon por la reparación de esos derechos, en
tanto entendieron que la tradición autóctona del mundo indígena era un cimiento
sobre el que la joven nacionalidad peruana podía ser levantada (Marzal, 1993).
Dos
corrientes intelectuales coexistían en el indigenismo peruano: una de impronta
radicalizada representada por Valcárcel, que proponía volver a la esencia de la
vida prehispánica y evitar la contaminación del modo de vida autóctono, y otra modernista,
cuyo exponente fue Mariátegui, la cual intentó la confluencia del indigenismo y
el socialismo. Al principio las relaciones entre ambas propuestas no fueron
discordantes, en tanto Mariátegui opinaba que el rescate del espíritu andino
propuesto por Valcárcel podría configurar un primer paso de la asimilación del
socialismo entre los pueblos originarios, al aportar el conocimiento sobre lo
propio y particular del mundo indígena. Más tarde surgieron discrepancias al
efectuar la corriente esencialista un corrimiento hacia su faceta de rescate
literario y folklórico, con baja implicación política. En el plano político, el
indigenismo se escindió entre los apristas -comandados por Haya de la Torre y
orientado hacia el asistencialismo estatal y el paternalismo criollo- y los
mariateguistas, que proponían la apropiación por parte del indígena del
espíritu revolucionario de la época, pero entendiendo que solo una vanguardia
política, intelectual y proletaria integrada en el Partido Socialista Peruano
podría arraigar el socialismo en el campo. El auge del indigenismo fue
aprovechado por el presidente Leguía (1919-1930) que encontró en él la
oportunidad de atacar la base de poder de los terratenientes serranos. Las
políticas estatales reconocieron a las comunidades indígenas y crearon el
Patronato de la Raza Indígena y la Sección de Asuntos Indígenas, pero todo lo
anterior no cambió las bases históricas de dominación, en tanto la evolución
nacional condujo a una mayor asimetría en el desarrollo entre las regiones
costeras y serranas del país (Peralta Ruiz, 1995).
José
Carlos Mariátegui (1894-1930) fue un escritor, periodista, editor y militante
ligado a las vanguardias estéticas y a las luchas obreras y estudiantiles.
Mestizo, de orígenes humildes, de muy joven se empleó en un periódico en donde
aprendió su profesión y logró un estilo de escritura singular, alejado de las
influencias del modernismo imperante. Posteriormente, ya dueño de su propio
diario, apoyó las movilizaciones obreras conducidas por el anarco sindicalismo
que se coordinaron con el estudiantado reformista. Su trabajo periodístico,
opuesto a los intereses del gobierno, le valió, en 1919, una beca del
presidente Leguía que, bajo excusa de premio en forma de viaje de estudios, lo
obligó a exiliarse por un tiempo en Europa. Mariátegui abandonó un Perú
organizado sobre la exclusión de los pueblos originarios, acusados de influir
negativamente en la construcción de la nación luego de la derrota frente a
Chile en la Guerra del Pacífico (López, 2008). En Europa su experiencia sobre
la realidad italiana y la posibilidad de extraer de allí consecuencias para su
país le llegaron a través de la obra de Piero Gobetti (Varela Petito, 2010). En
Italia se casó, trabajó de corresponsal y vivió en la posguerra de un país
escindido entre zonas urbanas desarrolladas y zonas campesinas
subdesarrolladas, cosa que habría reafirmado su percepción dicotómica del Perú.
Además, Italia estaba atravesada por las luchas obreras comunistas y asistía al
ascenso del fascismo.
En 1923
retornó al Perú y a los pocos meses participó en las actividades de la
Universidad Popular Manuel González Prada dictando conferencias acerca de la
crisis mundial (Fernández, 2011). Por esa época empezó a editar la revista
Amauta, en donde se fundieron sus principales influencias: su vocación política
socialista y el vanguardismo estético. Ambas lo llevaron a indagar en la
tradición viva de los sectores subalternos, intentando pensar el problema de
una identidad nacional que se había conformado negándolos (López, 2008). En
esta época publicó La escena
contemporánea (1925) y Siete ensayos
de interpretación de la realidad peruana (1928). Otros escritos fueron
recopilados y publicados luego de su muerte (2) . Cada vez más comprometido con
la lucha política, en 1928 fundó el Partido Socialista Peruano con el propósito
de conformar una vanguardia entre la clase obrera con conciencia de clase que
fuera guía del proletariado indígena. En su parecer, la revolución socialista
en el Perú debía empezar por reivindicar los derechos indígenas, en tanto la
mayoría de la población era autóctona.
Poco
tiempo después de su fallecimiento el Partido Socialista Peruano abandonó las
tesis de Mariátegui sobre el campesinado, la comunidad indígena y el rol del
Partido como célula organizadora de las masas a la manera gramsciana (Béjar,
1995). En el plano nacional, se acentuó un conservadurismo político en donde
solo fue posible la sobrevivencia del indigenismo esencialista que pasó a
integrarse al oficial. El culto al mestizaje y los ensayos sobre la grandeza
prehispánica dominaron la reflexión literaria en el marco de un discurso
estatal nacionalista y paternalista que dudaba acerca de la posibilidad de la
rehabilitación cultural de los indígenas. Cuando, en 1940, el gobierno se integró
a la red del Instituto Indigenista Interamericano, la mirada sobre los
indígenas y las políticas asociadas a ella pasaron a tener un cariz integrador
y asistencialista.
La
década de 1950 abrió paso al paradigma desarrollista mediante el cual el Estado
buscó, por medio de la educación, incorporar a la población indígena con el
objeto de coadyuvar a la consolidación de los mercados internos y a la
integración nacional. Con el apoyo de Estados Unidos se realizaron proyectos de
antropología experimental en algunas comunidades indígenas. Estos buscaban
diagnosticar problemas de desarrollo y diagramar proyectos tendientes a
“modernizar” las formas de vida indígena. La investigación social aplicada al
problema migratorio de la sierra a la costa se encaminó a concluir que los
indígenas habían interiorizado que el olvido de sus costumbres tradicionales
era precondición para una buena adaptación a la vida urbana. Se atribuyó a este
comportamiento factores que tenían que ver con la desintegración social de la
sociedad peruana (la marginalidad urbana y la alienación cultural) producto de
la explotación económica del colonialismo interno de la oligarquía criolla y
del dependentismo externo hacia el imperialismo norteamericano. Estas ideas
fueron asumidas por los militares que tomaron el poder en 1968, poniendo en
acción un programa de transformaciones sociales antimperialista y
antioligárquico, en donde los indígenas fueron reclamados como los únicos
depositarios de los valores peruanos, otorgándosele al “mundo andino” el
estatus de cultura nacional y popular. Los militares efectivizaron una profunda
reforma agraria entre 1968 y 1975, transformaron por decreto al indígena en
campesino y declararon al quechua segundo idioma nacional. Sin embargo, las
consecuencias fueron las contrarias a las buscadas, ya que las medidas no se
tradujeron en un mejoramiento del nivel de vida ni en la integración social de
los indígenas, sino que empeoraron las condiciones del campo y se acentuaron
las migraciones a las ciudades de la costa (Peralta Ruíz, 1995).
Mito y revolución
La
perspectiva crítica sobre las “ilusiones” de un progreso que se había impuesto
negando a las masas indígenas del Perú, encontró en Mariátegui a su gran
propalador (Paris, 1978).En tanto se ha anotado que esta crítica fue inspirada
por las ideas de Georges Sorel (Rojas Mix, 1997), interesa ahora revisar la
relación de Mariátegui con la obra de este sindicalista francés, controvertida
figura de la intelectualidad finisecular del siglo XIX (3) .
Para
Sorel el hombre no se realiza a través de la búsqueda de la felicidad, el
conocimiento, el poder, o la salvación eterna, sino a través de la actividad
espontánea, libre y creadora. La búsqueda de esta realización configura un
intento de dar cognoscibilidad al caos que el mundo natural y social
representan (Berlin, 2005). Se palpa aquí la influencia de Bergson, para el
cual la sed de poder era indicativa de degeneramiento social, ya que el ser
humano solo vive plenamente si “actúa libremente”, forma en que logra alcanzar
un “conocimiento integral”. Este tipo de conocimiento es en todo equiparable a
la intuición, entendimiento interno y empático que Sorel integró en su
categoría de mito (Jennings, 1995). Para Sorel, no es la razón quien engendra
los vínculos humanos verdaderos, sino el esfuerzo comunitario, instintivo y
espontáneo, que no depende de normas y contratos. Por el contrario, el sistema
econó- mico-político capitalista, al propiciar la competitividad, destruye el
sentido de humanidad y dignidad. Por lo tanto, la destrucción de la democracia
parlamentaria, sistema basado en la explotación de los trabajadores, solo era
posible mediante el desarrollo de hombres nuevos, valientes, generosos y
portadores de una poderosa fuerza moral (Béjar, 1995).
La
necesidad de forjar este hombre nuevo conduce a la importancia de los mitos,
cuestión que Sorel aborda tanto en Réfexions como en la Carta a Daniel Halévy,
partiendo de establecer una diferencia radical entre mito y utopía. Los mitos
revolucionarios no son descripciones de cosas, son expresiones de voluntad. La
utopía, por el contrario, es el producto de un trabajo intelectual de teóricos
que, luego de observar y discutir los hechos, buscan establecer un modelo
mediante el cual sea posible comparar las bondades de las sociedades empíricas.
Mientras que los mitos conducen a los hombres a prepararse para combatir al
capitalismo, la utopía tiene por objetivo la implementación de reformas que
puedan ser efectuadas sin destruir el sistema corriente. A diferencia de la
utopía que, como toda entelequia, es pasible de debate, el mito no puede ser
refutado, porque es idéntico a las convicciones del grupo humano que lo sigue,
en tanto es la expresión de estas convicciones en el lenguaje del movimiento y,
por lo tanto, no se puede descomponer en partes aplicables a un plan de
descripciones históricas (Sorel, 1908: 25).
Según
Sorel, la mente del hombre está constituida de tal manera que no puede
contentarse con la mera observación de los hechos, sino que desea entender la
razón interna de las cosas. En este punto, la huelga general es la figura
mítica que proporciona una forma intuitiva de entender la esencia del
socialismo y mediante la cual las masas pueden prepararse para enfrentar la
lucha decisiva (Jennings, 1995). Solo el conflicto (la “grève générale”) crea
unidad y solidaridad reales, en oposición a la forma de asociación de los
partidos políticos, estructuras que son inestables y tendientes a coaliciones y
alianzas oportunistas (Béjar, 1995) (4) . El mito es funcional a la lucha de
clases porque “sin conflictos, la confusión recorre la trama social, los
contornos se hacen difusos y la potencia creadora se atenúa o desvanece”. La
función del mito, entonces es evitar esa disolución “haciendo que los hombres
interpreten sus acciones sobre el trasfondo de las imágenes fundamentales del
antagonismo” (López, 2008: 5). A partir de estas ideas Mariátegui entendió que
las condiciones subjetivas entre las masas mestizas e indígenas del Perú podían
generarse a través del mito incaico, una imagen que movilizase la lucha contra
la explotación aunque no estuviesen dadas las condiciones objetivas para
hacerlo. Esto era en el presente de realización más factible en tanto la
experiencia soviética había lesionado la rigidez del etapismo y la
determinación económica de los fenómenos sociales propuesta por Marx. La
revolución socialista se había producido en un país de economía agraria en
donde el capitalismo se había desarrollado solo incipientemente, por lo que
desde 1917 se había revalorizado la incidencia de las creencias y de las
disposiciones culturales sobre la acción política.
Como
sabemos, a la vuelta de su experiencia europea, Mariátegui trabajó en sus Siete
ensayos de interpretación de la realidad peruana, en donde analizó la evolución
de la historia del país conforme a etapas sustentadas en su base material. Tres
períodos evolutivos caracterizaban a la economía peruana. Una primera etapa
comunista, representada por el imperio incaico, en donde se daba una agrupación
de comunas agrícolas y sedentarias con economía socialista: propiedad colectiva
de la tierra cultivable por el ayllu, aunque dividida en lotes individuales
intransferibles; propiedad colectiva de las aguas, pasturas y bosques por la
tribu, o federación de ayllus; cooperación común en el trabajo y apropiación
individual de las cosechas y frutos. Una segunda etapa de Conquista, híbrido
entre la economía feudal y la esclavista retratadas por Marx. Una tercera etapa
de Independencia, llamada también Burguesa, caracterizada por la alianza entre
la burguesía comercial y la aristocracia latifundista. En Ensayos señaló
también la coexistencia en el país de dos diferentes tipos de economías, una
con base en la sierra indígena y otra en la costa blanca. La sierra era el
territorio en donde coexistían una economía feudal con los restos de la
economía comunista indígena, mientras que la costa era el lugar en donde
prevalecía una economía burguesa retardada, ya que no se habían desarrollado
plenamente las fuerzas productivas del capitalismo. Ambas economías se
conjugaban para que el sistema productivo del Perú estuviese condenado a ser
mero hacedor de materias primas y recipiendaria de las manufacturas de las
potencias mundiales.
El
aporte seminal de Mariátegui fue tratar al problema indígena como de tipo
económico-social con origen en el régimen de propiedad de la tierra, hecho que
determinaba el régimen político y administrativo de toda la nación, es decir,
su superestructura (Mariátegui, [1927] 2007: 41). En sus palabras, el problema del
indio no era “a causa del mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico del
país, ni [la] dualidad o pluralidad de razas, ni [las] sus condiciones
culturales o morales”, sino que era un problema económico-social basado en el
régimen de la propiedad agraria. Como la revolución independentista no fue
llevada adelante por una verdadera clase burguesa, ya que no estaba aún
desarrollada, y “el carácter individualista de la legislación republicana había
favorecido la absorción de la propiedad indígena por el latifundismo”
(Mariátegui [1928] 2007: 29), la clase feudal había conservado sus prebendas
coloniales, principalmente en forma de los latifundios y de la servidumbre,
régimen de trabajo al que estaba sometido el trabajador rural. En virtud de lo
anterior, solucionar el problema indígena principiaba por acabar con el latifundismo,
empresa que sería llevada adelante por la futura sociedad comunista, para lo
cual Mariátegui entendía que esta podría encontrar apoyo en los elementos del
socialismo agrario que aún existían en las comunidades indígenas (Marzal,
1993).
La
pregunta sobre si la opresión era un asunto de clase, de raza o de
nacionalidad, se debatió en una conferencia de partidos comunistas
latinoamericanos realizada en Buenos Aires en 1929. Mariátegui propuso -en su
trabajo El problema de las razas en América latina (Mariátegui, [1929] 1994)-
soluciones prácticas al problema agrario: expropiar los latifundios serranos en
favor de las comunidades; transformar a las comunidades en cooperativas de producción;
apoyar la lucha de los yanaconas contra los hacendados para eliminar la
institución parasitaria del enganche, pieza fundamental del régimen agrario; y
educar ideológicamente a las masas indígenas. Sin embargo, esta defensa no lo
llevó a apoyar la formación de una república indígena entre los pueblos quechua
y aymara, tema que se discutió particularmente en ese evento. Mariátegui creía
que esta medida no conduciría a la adopción del socialismo entre los indígenas,
sino a la conformación de otro Estado burgués, con todas las contradicciones
internas y externas de los mismos, concluyendo que solo una revolución
socialista que incluyese a las masas indígenas explotadas podría permitirles a
estas incorporar el sentido de la liberación, posibilitándose así su
autodeterminación política (Becker, 2002).
Volviendo
a Ensayos, el desarrollo histórico retratado en ellos no se refiere a una
historia total de la humanidad sino a la peruana, por lo que su estructura
triádica no incluye la etapa final comunista sino que describe la evolución
social hasta el presente a través de las etapas comunista, colonial y burguesa.
Empero, si trasvasamos este esquema a las ideas de Marx las etapas segunda y
tercera deberían quedar integradas en una sola y el nuevo esquema permitiría
así la inclusión de una futura etapa comunista. Ahora bien, el comunismo
primitivo de Marx (tiempo imaginado mediante la analogía etnográfica) fue un
momento de la evolución humana caracterizado por la organización en bandas de
cooperación simple que subsistían por medio de la caza-recolección. La etapa
comunista de Mariátegui, en cambio, está representada por el imperio incaico y,
más allá de que la información histórica-arqueológica de su tiempo sea
cuantitativa y cualitativamente diferente de la actual, había que forzar mucho
la tesis para caracterizar a la organización incaica como comunista, por más
que esto se sustentase en las características de sus instituciones de base: los
ayllus. Anteriormente ya hemos indicado la razón para este planteamiento. En
tanto el lugar dependiente en el sistema mundial que ocupaba Perú había
impedido que las fuerzas productivas capitalistas se desarrollasen plenamente y
que, por lo tanto, llegase necesariamente el momento del triunfo de la
revolución comunista, y en tanto, además, la cercana experiencia de la
Revolución Rusa había hecho caer por tierra el rígido etapismo de los primeros
planteamientos marxistas, Mariátegui -entendiendo que era en los relictos de
las tradiciones comunales en donde ardían aún los rescoldos de un socialismo
autóctono incorporó el mito incaico a su programa político. Esta terrible
intuición político-poética provocó una interpenetración entre la concepción
histó- rica moderna (lineal y acumulativa) y la concepción mítica cercana a los
pueblos andinos. El mito del comunismo incaico constituyó entonces un puente
entre el pasado y el futuro, y la historia progresiva occidental pudo
conjugarse con una circularidad que permitía, por medio del ritual (pachacuti
pensado en clave secular como lucha de clases), pensar el triunfo del comunismo
en parte como una vuelta a las tradiciones autóctonas.
Refexiones finales
Pasados
más de ochenta años de la muerte de Mariátegui su vida y obra sigue dando lugar
a multiplicidad de abordajes, académicos y no académicos. Considero que la
actualidad de su pensamiento reside en que el reto mayor de nuestro pensamiento
autóctono, continúa siendo el poder explicar y transformar la realidad
latinoamericana desde una perspectiva que no sea “calco y copia” de lo generado
en los locus del poder mundial, desafío que incluye también a las diversas
formulaciones de las teorías revolucionarias, como es el caso del marxismo.
Ahora
bien, en relación al tema de este artículo, toca ahora preguntarnos si el
“marxismo romántico” de Mariátegui, que criticó las “ilusiones del progreso” y
sugirió una dialéctica utópica-revolucionaria entre el pasado precapitalista y
el futuro socialista, oponiéndose a la filosofía evolucionista, historicista y
racionalista, proponiendo un retorno a los mitos históricos (Löwy, [s/f]: 2)
pudo romper con el eurocentrismo de la “historia universal”, tal como asevera
Flores Galindo (1980: 50). Creo que el punto fundamental para responder a esta
pregunta es entender qué tipo de conocimiento antropológico produjo Mariátegui
con su obra.
En
la construcción del objeto de conocimiento por parte del modelo antropológico
vigente entre 1920 y 1970, se interrelacionaron tanto los procesos de
modernización que las sociedades latinoamericanas experimentaban como el
conocimiento científico disponible y el papel de los sujetos estudiados,
insertos en la misma realidad (Gunderman & González, 2009). Si, hasta la
primera mitad del siglo XX, la labor científica había sido asumida como el
rescate de las características culturales de unos pueblos andinos sometidos a
una desintegración inevitable, posteriormente, estas mismas características
constituirían a la vez un problema para el desarrollo y un desafío científico
para integrar a estos pueblos en el proceso de cambio. En este sentido, los
enfoques antropológicos de la época rechazaron la agencia de las propias
comunidades toda vez que sus transformaciones fueron entendidas como
estimuladas por el accionar de un mundo moderno y exterior a ellas.
En
forma consonante -y por más que intuitivamente esto parezca paradójico- la
infinita variedad de los individuos andinos fue homogeneizada por Mariátegui a
través del mito del comunismo agrario, categoría analítica genérica que le
permitió construir lo andino como objeto de reflexión y herramienta de lucha
política. El comunismo agrario, que se basaba en las continuidades materiales y
simbólicas entre el imperio incaico y los pueblos andinos contemporáneos,
definió a estos últimos por su inclusión en el espacio social andino sin atender
a sus múltiples expresiones, ya que era en virtud de su pertenencia al mismo
que estos llevaban incorporada una matriz cultural comunitaria que los hacía
asimilable al proyecto revolucionario. Es imposible no observar que de este
modo se ahistorizaba y homogenizaba el pasado indígena, ya que era la
modernidad la que había hecho irrumpir la historia en él, provocando la
desarticulación y desintegración de los pueblos originarios, hecho que
dificultaba abordar las discontinuidades y las trasformaciones de estos actores
en los cambiantes escenarios históricos.
En
la obra de Mariátegui, por lo tanto, la reflexión sobre el problema indígena
fue por sobre todo un insumo de la lucha de clases, tarea prioritaria para el
pensador en la configuración histórica contemporánea. Con respecto a este
tópico fue Bourdieu quien dijo: “la crítica marxista que aspira a traer las
producciones hacia intereses sociales [se ha descarriado] por el efecto del
doble juego ligado a la tentación de hacer servir en la lucha a la ciencia de
las luchas [lo que configura] un uso ilegal de la ciencia social o de la
autoridad que ella puede otorgar” (Bourdieu, [1984] 2008): 29). Creo que esta
advertencia sobre la producción marxista de los 60 y 70 es aplicable también al
caso de Mariátegui, cuyas ideas fueron recogidas -a veces acríticamente- por
parte de la intelectualidad de aquellas décadas.
Por
consiguiente, mi idea es que el enfoque de Mariátegui –más allá de su cariz
romántico soreliano- al operar por dentro del modelo marxista de desarrollo
social, se hallaba imposibilitado de trascender su matriz eurocentrista.
Residía en los fundamentos epistemológicos del propio dispositivo intelectual
la circunstancia en la que holgaba conocer el punto de vista del nativo. ¿Era
lícito denunciar la explotación del hombre por el hombre si esto determinaba la
superfluidad de las dimensiones étnicas de los pueblos andinos? Creo que no.
Desde el plano de la ciencia aplicada, la tarea de comprender el rol de estos
pueblos en la historia americana debía abocarse a producir un mejorado
basamento que indagase las estrategias mediante las cuales los mismos habían
logrado adaptarse a las diferentes circunstancias históricas, considerando la
libertad de acción individual que permaneció activa a través de los diferentes
períodos históricos.
Para
ello debía enfocarse el problema desde una perspectiva innovadora que
reconociese que 1) la población andina, antes de la Colonia, había ya experimentado
el contacto con otras sociedades dominantes ejerciendo un rol activo generado
por la necesidad de aprovechar los diferentes escenarios históricos; 2) que
destacase las estrategias de movilidad y de aprovechamiento de múltiples
espacios, en oposición a la visión occidental que asociaba a la migración con
la desintegración étnica; y 3) que integrase a la necesidad de solución del
“problema indígena” elementos característicos de la economía andina que
permitiesen un manejo exitoso de los recursos por parte de su población,
coherente con las estrategias que habían posibilitado la reproducción social de
estas poblaciones (Galdames & Ruz, 2010). En la época de Mariátegui esto
estaba lejos de encararse. Tres décadas más tarde, convulsionada Latinoamérica
toda por la fulgurante aparición de la Revolución cubana, los estudios andinos
se inspiraron en aquella parte de lectura mariateguista que tendió a reificar
al “sujeto andino”. La perspectiva superadora, que suponía la elaboración de un
conocimiento científico sobre la especificidad económica y social de la
historia indígena, comenzaría a elaborarse recién a partir de mediados de la
década de 1970 a través de una renovada labor interdisciplinaria. El nuevo
conocimiento así producido –mejorable, como todo hecho científico- serviría de
apoyo a la lucha por la autonomía político-cultural asumida no ya por una
vanguardia iluminada sino desde los propios y contradictorios intereses de los
diversos sujetos que conforman la multiplicidad de colectivos que conocemos como
pueblos andinos.
Notas:
1. Este artículo se inscribe en la investigación en curso: “La etnohistoria andina
chilena. Dinámica de construcción de un campo interdisciplinar en los contextos
de polarización política, quiebre institucional y rebrote democrático”.
Doctorado en Antropología Social, UBA. Sección Etnohistoria-Instituto de
Ciencias AntropológicasFacultad de Filosofía y Letras-Universidad de Buenos
Aires (financiada mediante el proyecto UBACyT 338BA y por una beca de doctorado
UBA) Director: Dr. Carlos Zanolli.
2. Escritos juveniles, Defensa del marxismo, El alma matinal y otras estaciones
del hombre de hoy, Peruanicemos al Perú, Figuras y aspectos de la vida mundial,
Historia de la crisis mundial, Temas de educación, La novela y la vida, Cartas
de Italia, Signos y obras, El artista y la época y Correspondencia.
3. Particularmente Réfexions sur la violence (1908), obra que Mariátegui leyó en
Europa.
4. L’esprit de l’homme est ainsi fait qu’il ne sait point se contenter de
constatations et qu’il veut comprendre la raison des choses; je me demande donc
s’il en conviendrait pas de chercher à approfondir cette théorie des mythes, en
utilisant les lumières que nous devons à la philosophie bergsonienne […] Je
comprends que ce mythe de la grève générale froisse beaucoup de gens sages à
cause de son caractère d’infnité ; le monde actuel est très porté à revenir aux
opinions des anciens et à subordonner la morale à la bonne marche des affaires
publiques, ce qui conduit à placer la vertu dans un juste milieu. Tant que le
socialisme demeure une doctrine entièrement exposée en paroles, il est très
facile de le faire dévier vers un juste milieu; mais cette transformation est
manifestement impossible quand on introduit le mythe de la grève générale, qui
comporte une révolution absolue. Vous savez, aussi bien que moi, que ce qu’il y
a de meilleur dans la conscience moderne est le tourment de l’infni; vous
n’êtes point du nombre de ceux qui regardent comme d’heureuses trouvailles les
procédés au moyen desquels on peut tromper ses lecteurs par des mots. C’est
pourquoi vous ne me condamnerez point pour avoir attaché un si grand prix à un
mythe qui donne au socialisme une valeur morale si haute et une si grande
loyauté. Bien des gens ne chercheraient pas dispute à la théorie des mythes si
ceux-ci n’avaient des conséquences si belles (Sorel, 1908: 22).
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