Luis E. Valcárcel, autor de Tempestad en los Andes, fue uno de los
principales estudiosos y difusores del indigenismo en el Perú, labor que dedicó
a lo largo de su vida y actividad intelectual. Ha sido un autor que ha
contribuido a la comprensión del indigenismo auténtico, ese indigenismo que buscaba
más que una obra de reconstrucción del Incario y todas sus costumbres e
instituciones, la reivindicación de lo autóctono en el escenario nacional. El
indigenismo de Valcárcel no consistía en la infundada rivalidad de las
provincias y Lima, de los Andes y la costa, de lo indígena versus lo mestizo y lo
occidental o de desprecio a los limeños y mestizos,menos de chovinismo,ultranacionalismo o de fascismo andino .Por el contrario comprendió
bien que en este país de todas las sangres no se puede colocar en el mismo saco
a todos y todo el malestar de la exclusión pertenece a algunos personajes e
intereses económicos que siempre vieron torpemente
la reivindicación de lo autóctono como una amenaza más que como una solución de
integración social y de historia. Tan es así que en sus Memorias nos narraría
en todos los detalles posibles lo que era en realidad el indigenismo prístino
que él defendía y que tal vez todos no entendieron. Pero además, en las
memorias de Luis E. Valcárcel encontramos
los abusos, la explotación e injusticias que el gamonalismo de antaño ocasionaba
en la sierra a la población indígena. Cuesta creer que existiera lo indígena en
el Perú cuando hablamos de ciudadanos tan peruanos como nosotros por historia y
tradición pero ese era el Perú de inicios del siglo XX.También en las Memorias,
encontramos un retrato nítido de José Carlos Mariátegui y Victor Raúl Haya de
la Torre como ninguno. Valcárcel conocería a Mariátegui en las luchas contra el
gobierno del Oncenio de Leguía y es para no creer que existía una especie de
cordialidad entre el Socialismo defendido por uno y el Aprismo defendido por otro.
La discusión Haya-Mariátegui,
el alejamiento de este último de su amistad con Haya, entre otras anécdotas, es
el queremos compartir en este pasaje de las Memorias de Valcárcel.
MARIATEGUI, HAYA Y EL INDIGENISMO (1)
La
denuncia y la propaganda fueron las actividades características de la primera
época del indigenismo. Pero si bien la propaganda iba creando conciencia en
ciertos sectores, la denuncia sólo servía para aliviar determinadas
situaciones, en ningún caso pudo detener los abusos que se cometían con los
indios. Los responsables de los atropellos sabían que el gobierno podía tomar
medidas momentáneas para evitarse escándalos, pero nada más. Si se daba el caso
que el gamonal denunciado era amigo del gobierno no ocurría absolutamente nada
y la denuncia se perdía en el vacío. Sin embargo, inclusive cuando los
gamonales no apelaban a ninguna influencia, sus intereses tendían a prevalecer
ante cualquier autoridad. Su voz se hacía oir en los pasillos del Congreso e
inclusive en el mismo Palacio, pues ellos o sus amigos eran los representantes
parlamentarios. Por si fuera poco, cuando uno de ellos era blanco de denuncias
o se afectaban sus intereses, sus allegados hacían con él causa común. De esta
manera las quejas de los campesinos eran desoídas, salvo en casos por demás
extraños, de que algún gamonal se hubiese enemistado con sus pares. En esta
eventualidad y sólo en ésa, el clamor de los indios era atendido, pero con el
fin de perjudicar al gamonal díscolo y no por favorecer a los campesinos. De
manera que los gamonales tenían participación en el gobierno, controlaban sus
respectivas provincias y las autoridades les eran completamente adictas, pues
llegadas las elecciones no tenían el menor obstáculo para arreglarlas según sus
intereses. Ese era el eslabón que unía al gamonalismo con la política. Un
simple análisis demuestra que, mayoritariamente, los hombres del gobierno o
eran muy poderosos económicamente o tenían relación con los gamonales. No
faltaban los senadores que no solamente eran los representantes de su
departamento, sino los dueños del mismo. Valiéndose de todos estos me-dios, los
gamonales lograban que el gobierno estuviese siempre dispuesto a defender sus
intereses. Contra esta situación, combatían, pese a sus limitaciones, La
Integridad, la Asociación Pro-Indígena y los grupos indigenistas del Cusco.
Nosotros, en contacto con el indígena, estudiando sus condiciones de vida y
luchando también contra el centralismo. Ellos, desde la misma sede del
gobierno, denunciando los atropellos que se cometían en las zonas alejadas.
Cuando
Leguía llegó al poder por segunda vez, en 1919, se encontró con que la
reivindicación del indígena y la lucha contra los atropellos que se cometían
era un clamor que venía de las provincias y que tenía representantes en Lima.
Haciéndose eco de los reclamos indigenistas fundó los Patronatos de la Raza
Indígena, que debían funcionar en los departamentos donde la población indígena
fuera numerosa. Cada Patronato estaba presidido por el Obispo y las autoridades
locales. El Arzobispo era el Presidente de la sede central que quedaba en Lima.
Con la fundación de los Patronatos se pensó que los problemas del indígena
habían terminado, que por fin encontrarían solución, pero no fue así. Todas las
quejas que llegaban a los Patronatos no pasaban de ahí, porque al estar
integrados por las autoridades locales, el gamonal acusado ―que tenía que ser
una persona distinguida del lugar― encontraba todo el apoyo y la comprensión
del Obispo y las autoridades, con quienes seguramente mantenía buenas
relaciones.
Las
reuniones de los Patronatos eran completamente inútiles, después de estériles
discusiones no se tomaba ninguna medida, general-mente los reclamos quedaban en
nada. Solamente se enviaban notificaciones a Lima que, obviamente, nadie se
molestaba en responder. El mecanismo a que obedecían estos organismos era muy
sencillo. Se les hacía llegar algún reclamo ante el cual el Obispo reaccionaba
ad-mirado manifestando "¡pero qué barbaridad que esto suceda!" A
continuación se notificaba al Prefecto, quien se dirigía al gamonal impli-cado para
que corrigiese su comportamiento. De esta manera, su única función era
propiciar arreglos que evitasen los escándalos y amenguasen las quejas de la
población indígena que, harta ya de promesas y falsas soluciones, había
recurrido a la violencia propiciando alzamientos y motines. A través de los
Patronatos era casi imposible que pudiera hacerse algo positivo para satisfacer
el reclamo de los indígenas.
Pocos años
después de iniciado el "oncenio" se fundó en Lima el Comité
Pro-Derecho Indígena Tawantinsuyo, pero con representantes provincianos. Llegó
a tener intervenciones efectivas. Sin embargo, eran falsos indigenistas que
solamente buscaban atraerse a los campesinos indios para alineados dentro de
sus propios postulados. Lo integraban mayormente abogados que tenían
experiencia en litigios en los que figuraban las comunidades. Si algunas veces
habían actuado a favor de los indígenas, en otras fueron ganados por los
gamonales. De manera que su labor no tuvo verdadera representatividad y
respondió a intereses subalternos.
Todo aquel
que diese a conocer sus intenciones de proteger o reivindicar al indígena tenía
también que batallar contra ese fenómeno irreductible que era el gamonalismo.
Me parece que todavía no ha merecido suficiente estudio ese fenómeno tan
importante que ensombreció la vida del país durante varias décadas. No
solamente estuvieron detrás de los gobiernos para defender sus intereses,
también llegaron a hablar de federalismo porque pretendían someter a su
opresión, sin la intervención de ninguna otra autoridad, a provincias y departamentos
enteros. Pero, de facto, esos territorios estaban en sus manos, pues ellos
ejercían el poder sin que nadie les hiciese competencia. Su federalismo era una
verdadera estafa, sólo buscaban la omnipotencia en el manejo de las provincias
y departamentos que consideraban su propiedad.
También en
la administración de justicia prevalecían los intereses de los gamonales, eran
quienes proponían a los jueces. Por eso, era completamente inútil esperar
verdadera justicia de esos magistrados, salvo casos excepcionales como el de
José Frisancho. Había un famoso argumento que los jueces utilizaban para
deshacer las denuncias contra los gamonal es. Afirmaban que los denunciantes
estaban haciendo caso a las demencias de gente que tenía intereses contrarios
al adelanto de la provincia.
Los
prefectos eran nombrados con la intervención de los senadores. De la
combinación de los intereses de ambas autoridades surgía una dupla contra la
que los campesinos poco o nada podían hacer. Recuerdo cuando mi amigo Leandro
Alviña fue nombrado prefecto del Cusco allá por el año 1918-19, en épocas en
que realicé mi campaña electoral para la diputación por Chumbivilcas. Apenas
instalado en el cargo, se ofreció un almuerzo en su honor, organizado por el
senador del departamento, los diputados y las otras autoridades del Cusco. La
mesa estuvo opíparamente servida y muy decorada con encajes y otros objetos.
Luego, la nueva autoridad recibió innumerables invitaciones a haciendas y
residencias. A pesar de que Alviña trató de rehuir esas influencias, poco a
poco fue perdiendo la independencia de criterio que debía tener una autoridad.
No sólo
individuos de raza blanca explotaban a los indios. Los mayordomos de las
haciendas solían ser indios que no tenían el menor miramiento con los
campesinos y que defendían como propios los intereses del patrón. También de la
misma laya eran los kelkeres, que en quechua quiere decir, "el que
escribe", quienes se encargaban de hacer trámites judiciales a nombre de
los indios. Para comenzar a trabajar hacían muchas exigencias a sus eventuales
clientes: dinero, alimentos, animales, etc. Sin embargo, todo solía ser un
engaño del que sólo se beneficiaban los hacendados y el propio kelkere. Estos
intermediarios contribuían a hacer más miserable la condición indígena.
Esta
situación era completamente opresiva. Los indigenistas habíamos realizado
repetidas denuncias pero, en realidad, no se daban las alternativas para una
solución. Inclusive quienes no se identificaban con la oligarquía y el
gamonalismo, no tenían fe en la capacidad del indígena para cambiar su
situación. Sin embargo, hacia 1915 comenzaron a ocurrir en la sierra sur un
sinnúmero de levantamientos, que confirmaron nuestras apreciaciones sobre el
resurgimiento de la raza indígena. Los explotados de siempre habían decidido
actuar.
La más
importante de esas rebeliones fue encabezada por Teodoro Gutiérrez Cueva (Rumi
Maqui), la que obligó al ejército a enviar tropas para combatirla. Rumi Maqui fue
un mestizo que alcanzó a tener gran influencia entre los indígenas, llegando a
considerársele un verdadero redentor de los indios.
Los
síntomas del resurgimiento de la raza india no eran pues pro-ducto de nuestros
deseos o de nuestra imaginación, algunos casos eran evidentes. Hacia 1924, por
ejemplo, se había desarrollado el movimiento encabezado por el "Inca"
Miguel Quispe, un indígena de Ccolquepata, en Paucartambo, muy bien plantado y
de expresión fluida que adquirió popularidad, no solamente entre las
comunidades de su provincia, sino en todo el Cusco. Llegó a enviar emisarios
hasta Ayacucho y Puno, provocando el pánico de los hacendados cusqueños temerosos
de que encabezara un gran levantamiento de indios que, finalmente, no ocurrió.
Quispe entró en relación con nosotros. A través de las conversaciones que
tuvimos nos hizo conocer que en realidad no pre-tendía convertirse en Inca,
pues no tenía ningún ascendiente en la nobleza incaica, sino que simplemente
era un indio de Paucartambo que reclamaba la devolución de las tierras
usurpadas a los suyos. En la Universidad conseguimos que los profesores y
estudiantes de Derecho entraran en contacto con Quispe y que actuaran como
defensores gratuitos en esos litigios. Al poco tiempo desapareció, no se supo
qué ocurrió con él, pero durante un par de años su desaparición dio mu- cho que
hablar. Se sabía también que lo habían llevado a la Prefectura del Cusco para
investigar sobre sus actividades, pero que no había pasado mucho tiempo
detenido. Nadie ha escrito sobre él. Solamente en los periódicos de ese tiempo
puede encontrarse información sobre este notable personaje. Incluso puedo
recordar que Luis Felipe Aguilar lo llevó a la redacción de "El Comercio"
del Cusco, donde le hicieron una entrevista que salió publicada en 1921 ó 1922.
Así como
el movimiento de ese "Inca" tan particular, ante cuya desaparición
corrió el rumor de que había sido ejecutado, otros síntomas nos hacían pensar
en el resurgimiento de la raza indígena. Mariátegui quedó impresionado con las
aptitudes personales del puneño Ezequiel Urviola, el indio socialista. Otras
muestras fueron las rebeliones de Huanta y Huancané. Es curioso comprobar que
en el Cusco no llegó a producirse un movimiento indígena semejante al que
ocurrió en el altiplano o en las partes altas del Cusco ―Espinar, Canas,
Chumbivilcas―, tierra de gente levantisca y rebelde. Al parecer el valle
templado suavizaba el carácter de los hombres.
Esos
levantamientos indígenas tuvieron gran impacto entre los intelectuales
indigenistas cusqueños y puneños, pero fue a partir de nuestro contacto con
José Carlos Mariátegui que hubo un cambio decisivo en la campaña indigenista.
Nuestros puntos de vista alcanzaron difusión fuera del ámbito local al que hasta
ese entonces se había circunscrito. La discusión sobre la cuestión indígena se
hizo más intensa, y pudimos sentir la solidaridad de otros compañeros de ideas
y de lucha, en distintos puntos del país. Surgieron preguntas fundamentales:
¿cómo y dónde defenderemos a los indios? ¿cómo lograremos un país verdaderamente
libre?, ¿qué camino seguiremos para conseguir la justicia social? Esas y otras
interrogantes estuvieron presentes en las conversaciones que sostuve con
Mariátegui a partir de 1924. Por ese entonces yo atravesaba por un momento muy
especial. Había terminado mi relación con el Partido Liberal y acababa de
distanciarme de indigenistas como Escalante, que habían optado por posiciones
políticas que no podía compartir.
Mi amistad
con José Carlos Mariátegui se desarrolló a través de nuestros numerosos
encuentros en su casa de la calle Washington y de la nutrida correspondencia
que sostuvimos. Intercambiamos ideas y puntos de vista, aunque también hablamos
sobre asuntos relacionados con la distribución de Amauta y Labor en
el Cusco, donde fui el representante de ambas. No pocas dificultades tuvimos
para realizar ese trabajo, puesto que su circulación era impedida por la
dictadura leguiísta, obligando a que las difundiésemos de manera clandestina.
Aun hasta la víspera de su muerte Mariátegui contestó mis cartas. La última
suya es de 1929 y la conservo con otra en la que me refiere su ruptura con Haya
de la Torre, a raíz de la aparición del Partido Nacional Li-bertador que
pretendió candidatear a Víctor Raúl a la presidencia de la República. Ambas
cartas son documentos de alto valor histórico, las únicas que guardo
lamentablemente.
Mi amistad
con Mariátegui se inició en 1924, año en que vine a Lima para asistir al
Congreso Científico Panamericano. A partir de entonces comencé a frecuentarlo,
siendo una necesidad visitarlo cada vez que llegaba a la capital. Por lo menos
una tarde estaba destinada a dialogar con él. Esto ocurrió sobre todo entre
1925 y 1926, años en que vine a Lima con frecuencia, así como en 1927 en que
fui apresado. Una vez que salí en libertad permanecí en la capital para ver lo
relacionado con la publicación de Tempestad en los Andes. También entre
1928 y 1929 hice algunas visitas espaciadas.
Por
entonces era muy poco lo que se conocía sobre el lugar en el que Mariátegui
había nacido. Aunque algunos recuerdos familiares de su niñez lo vinculaban a
Moquegua, él no se interesó por determinar si había nacido en esa ciudad, se
sentía más bien peruano, pero peruano de Lima, aunque en ningún documento
constaba que había nacido en la capital. La investigación sobre ese aspecto de
su vida ha sido posterior, la realizó Guillermo Rouillón, quien trabajó en la
Biblioteca de San Marcos. El encontró el documento que acredita que José Carlos
Mariátegui nació en Moquegua en 1894. De manera que éramos paisanos sin saberlo
efectivamente, como también lo era de Mariano Lino Urquieta, que fue arequipeño
por adopción, como yo cusqueño y Mariátegui limeño.
Mariátegui
llegó de Europa con un espíritu socialista muy claro. En él era evidente su
vinculación con los socialistas italianos, por lo que no estaba completamente
influido por los comunistas de posiciones extremas. Era pues un socialismo
propio, preocupado por los problemas del Perú, al que quiso interpretar desde
su perspectiva de revolucionario y socialista. Por eso fue que le interesó el
pasado incaico y las comunidades, de las que dijo que se basaban en principios
socia-listas. Con la independencia de criterio que lo caracterizó, Mariátegui
fue forjando su posición indigenista a partir de su consigna principista de
defender a todos los oprimidos del mundo. Se hizo una pregunta fundamental
¿quiénes son los oprimidos en el Perú? La respuesta era obvia, junto con la
clase laboral de las ciudades aparecía el indio como el representante por
excelencia de la gran masa oprimida del Perú. Mariátegui pudo percatarse de que
para conocer las fuerzas sociales que habrían de transformar el país, tenía que
informarse sobre la vida y problemas de la población indígena. De ahí su avidez
tremenda en empaparse en esos temas, que fueron el motivo principal de nuestras
largas conversaciones.
Hasta 1924
José Carlos todavía podía caminar apoyándose en un bastón, luego empeoró y
perdió la pierna sana. Pero, ni su precaria salud, ni la escasa movilidad a que
lo condenaba la silla de ruedas, impidieron que realizara trabajos de importancia
fundamental para comprender el drama profundo del Perú. Es más, supo sacar
partido de esta limitación, pues convirtió su casa de la calle Washington en un
animado centro de reuniones, frecuentado por obreros, estudiantes, políticos e
intelectuales, tanto limeños como provincianos, y, con el tiempo, extranjeros. Toda
esa gente no sólo aprendía de Mariátegui sino que respondía a sus preguntas.
Para él, hasta el hombre más modesto tenía enorme interés y era objeto de sus
interrogaciones. En las conversaciones colectivas nos ocupábamos de asuntos
políticos, varias veces pregunté sobre un tema que me preocupaba, el de sus
relaciones con Haya de la Torre. Recuerdo haber escuchado de sus labios el
re-lato de la manera en que se iba haciendo mayor el distanciamiento entre
ambos personajes.
Cuando
conversábamos solos lo hacíamos en su escritorio y casi siempre sobre el
problema indígena. Respondí muchas de sus preguntas sobre las comunidades y sus
características, incluso me pedía que las describiera, así como el terreno en el
que se afincaban. Le hice largas y detalladas descripciones de la vida comunal,
de su organización, de sus costumbres, de su medio geográfico y de sus
problemas, de la manera como los comuneros habían logrado un conocimiento casi
perfecto del medio en que se encontraban establecidos.
Otro tema
de esas charlas fue la situación del indio, sus actos de rebeldía, los abusos y
los males que significaban para él la persistencia del gamonalismo. Me
preguntaba también sobre la relación entre las comunidades y la ciudad, sobre
sus intercambios y los mercados locales. Mientras yo hablaba, Mariátegui
escuchaba con atención y, de vez en cuando, tomaba notas. En esas
conversaciones le hice conocer mi experiencia acumulada en más de treinta años
de vida en la sierra cusqueña. A pesar de no conocer esa región del país, pudo
comprender, gracias a su admirable intuición, la importancia de las comunidades
y que su destrucción, lejos de convertir a los indígenas en pequeños
propietarios o asalariados libres, equivalía a entregar sus tierras a los
gamonales y sus testaferros. José Carlos captó todos esos problemas a la
perfección, nadie como él formuló con tanta claridad los alcances de la
feudalidad en el Perú. Además, mostró una genuina preocupación por la población
campesina, entendiendo que se hallaba bajo la constante amenaza de los
terratenientes, los que ―comentó en cierta ocasión― les quitan sus tierras
dándoles como única recompensa el hambre que les queda. Aunque no fui el único
de sus amigos que llegaba a visitarlo de la sierra parece que a los otros no les
tenía mucha confianza. Por mi parte cuando viajaba a Lima me preocupaba de reunir
datos precisos que ilustraran nuestras conversaciones.
No soy el
llamado a señalar la deuda que tenemos con Mariátegui. Sin embargo, pienso que
su más valiosa contribución fue haber extraído el problema indígena de un estrecho
campo de discusión para incorporarlo, desde su perspectiva marxista, en la
problemática universal que comprende a todos los pueblos oprimidos. Ya en 1927
Mariátegui veía venir el despertar de las gentes apartadas de la gran sociedad
capitalista, que había elevado su nivel de vida imponiéndoles una situación
colonial, explícita o implícita. Esa fue la gran enseñanza que recibí de
Mariátegui, el punto de vista adecuado desde el cual debía examinarse el problema
del indio. No se trataba simplemente de darle una ayuda humanitaria o
conformarse con la denuncia y la pro-testa, su liberación tenía que comenzar
por liquidar el gamonalismo. De tal suerte que Mariátegui no solamente se
limitó a comprender la gravedad y trascendencia de la cuestión indígena, fue
quien le dio su verdadero sentido. Se dio cuenta de que el indio no admitía
pasiva-mente su situación y que el reclamo fundamental de sus rebeliones era la
tierra. Este problema estuvo presente en todos sus escritos. Establecer la
conexión entre el problema indígena y el de la tierra fue su gran enseñanza,
sin conocer la sierra podía intuir que ésa era la cuestión clave. Pero también
entendió que no se trataba de una cuestión fortuita sino de índole profunda,
que si bien el indio era descendiente de una cultura dada por muerta,
conservaba sus ansias de resurgimiento.
La visión
general del país y de su ubicación internacional que tenía Mariátegui, nos
permitió comprender que el problema indígena no era sólo regional. El
planteamiento nuevo que hizo fue sacar el problema indígena de su ambiente
puramente local o aun nacional, para adherirlo al movimiento universal de las
clases oprimidas, esto produjo un verdadero vuelco. Desde Amauta denunciábamos
la opresión indígena al lado de las demás opresiones que ocurrían en el mundo.
Con su
revista, Mariátegui creó el medio a través del cual podían expresarse todos
quienes a lo largo del país luchábamos por la reivindicación del indio y de los
otros sectores explotados. Como representante de la revista en el Cusco tuve que
conseguir suscriptores cusqueños. Esa venta fija era fundamental para la
existencia de Amauta. No tenía pues subvenciones de ninguna clase, se
mantenía con sus propios recursos. Con su conocido dinamismo, Mariátegui se
encargó de la di-rección de Amauta, mantuvo su trabajo político
vinculado a los obre-ros, y editó Labor, donde aparte de denunciar los
abusos que se cometían con los trabajadores del campo y de la ciudad, introdujo
artículos que contribuyeron a elevar el nivel cultural del proletariado.
José Carlos
Mariátegui comprendió la importancia de nuestras campañas indigenistas, por lo
que abrió las páginas de Amauta a grupos como "Resurgimiento"
y "Orkopata" y a muchos escritores indigenistas que dejaron sus
testimonios en esa prestigiosa revista. José Carlos fue muy entusiasta con la
formación de nuestros grupos indigenistas en Cusco y Puno, pero también fue
consciente de sus limitaciones. Recuerdo que en una conversación que tuvimos,
ya desaparecido "Resurgimiento", le hice conocer los grandes obstáculos
a salvar para vencer la desconfianza que los indios sentían hacia blancos y
mestizos. Al conocer todas esas dificultades Mariátegui sustentó que no
podíamos esperar un movimiento repentino, que por el contrario éste sólo podía
ser el resultado de un proceso que maduraría lentamente.
Si los
indigenistas de Cusco y Puno encontramos un apoyo invalorable en la solidaridad
de nuestros compañeros en Lima, también hubo muchos escritores y periodistas
indigenistas serranos que desconfiaban de la sinceridad del indigenismo de los
criollos, especialmente de los limeños. Tal fue el caso del grupo que fundó en
Lima la revista La Sierra, el mismo nombre de la que apareció en 1910 en
apoyo a la huelga universitaria. La dirigía Guillermo Guevara, y se mantuvo por
varios años. Desde sus páginas se llegó a atacar a Mariátegui, afirmando que no
sabía nada de indigenismo y que no podía tener el sentimiento propio de los
indios, porque era costeño y no conocía la sierra. Como los de La Sierra, los
indigenistas cusqueños acusaban a los limeños por no atender y despreciar al
indio. No se podía concebir entonces que el limeño tuviese el mínimo aprecio
por el serrano, por el provinciano, por el indio. La voz de las provincias se
unía contra la de la capital, los planteamientos regionalistas alcanzaron gran
difusión en esa época.
Al
desconocer a todos los indigenistas limeños se cometía una gran injusticia,
pues los había sinceros; hombres que consideraron al indio y su ideología desde
una posición filosófica de igualdad de razas, o de combate a toda opresión y
toda explotación, así como quienes consideraban la defensa del indígena como
una cuestión de principios. Retornando la famosa expresión de González Prada,
de que el verdadero Perú estaba en la sierra y que los indios eran los
verdaderos peruanos, muchos indigenistas serranos atacaron al indigenismo
limeño tildándolo de estéril y femenino. El verdadero Perú se encontraba tras
las montañas. "Perú, pueblo de indios", fue la frase que esgrimió el
periodista Guevara.
Sus
ataques fueron, en este sentido, los más furibundos. Su re- vista La Sierra fue
excepcionalmente violenta, en la polémica indigenista defendió
intransigentemente esta posición. Sin embargo, sus críticas no fueron
provechosas ni constructivas, sino más bien hepáticas y adjetivas, como lo
muestra su ataque a Mariátegui.
A pesar de
los diversos matices que existían entre los grupos y las ideas de sus miembros,
el indigenismo fue alcanzando cada vez mayor difusión. En sus inicios fue un
movimiento de protesta que solamente comprometió a una minoría. Sin embargo,
los síntomas del resurgimiento de la raza contribuyeron a soliviantar nuestro
espíritu, hasta el punto que en la década de 1920, el indigenismo se transformó
en una corriente sumamente importante. Hubo un factor esencial que con-tribuyó
a esa erupción, por ese tiempo comenzó a sentirse de manera más intensa el
orgullo cusqueño. El blasón del Cusco era haber sido la capital del Imperio
Incaico, primacía de la que Lima había sido la usurpadora. Esa idea estaba
presente en los cusqueños, lo que los alentó a proclamar la necesidad de que el
Cusco readquiriese su antigua importancia. En ese entonces Lima tenía la vista
siempre vuelta hacia el extranjero, copiando modas e ideas extrañas al Perú.
Todo lo contrario ocurría con el Cusco, que miraba hacia adentro, hacia atrás,
hacia su pasado glorioso, por eso los cusqueños sostenían que reivindicar lo
propiamente peruano era acentuar el papel de la antigua capi- tal inca como
centro rector del que partiesen las nuevas corrientes de renovación y las
influencias nacionales más importantes. Estos ideales cusqueños se difundieron
en diarios, revistas, libros y tesis universitarias de la época. Con la bandera
de la reivindicación regional levan-tamos la de la exaltación del pasado
precolombino, planteamiento que no tuvo mucho arraigo en el Cusco, cuyos
habitantes contemplaban los monumentos incaicos con total indiferencia. A tal
punto llegaban las cosas que se sustraían los bloques de piedra de la gran
fortaleza de Sacsahuaman para utilizarlos en la construcción de viviendas. Los
pobladores cusqueños estaban tan acostumbrados a transitar cotidianamente entre
los testimonios de la grandeza incaica, que convivían con ellos sin prestarles
mayor atención. Hubo pues que luchar intensamente para despertar sentimientos
de orgullo por la tradición precolombina.
Nuestro
intento de reconquistar para el Cusco una posición reorientadora en el panorama
nacional no consiguió sus objetivos. Lima no solamente mantuvo sino que acentuó
su predominio, aunque la 'escuela cusqueña' alcanzó reconocimiento, y el eco de
sus campañas llegó hasta la capital.
En la
década del 20 esas inquietudes estuvieron representadas, en cierto modo, por el
movimiento descentralista. Así mismo, desde el mismo gobierno, la Junta
presidida por David Samanez Ocampo retomó la defensa del indio y las
reivindicaciones descentralistas. Don David fue un cusqueño distinguido,
también un gamonal, pero humanitario en su trato con los indios, algo así como
el Bruno Aragón de Peralta de Todas las Sangres. Samanez contó con el
apoyo del grupo descentralista del Cusco, partidario del indigenismo, entre cuyos
miembros se contaban Alberto Delgado, joven poeta que durante un tiempo fue
prefecto del Cusco, Francisco Tamayo que fue su Ministro de Gobierno, y Luis Yábar
Palacios. En Lima recibió el apoyo de otros personajes, como el puneño Emilio
Romero. Por mi parte, estuve vinculado indirectamente a ese grupo.
El
descentralismo fue un movimiento político que quiso llegar hasta el poder, a
diferencia del grupo Resurgimiento que no tuvo ningún compromiso político, que
fue simplemente un núcleo de estudio y defensa del indio, aunque también contrario
al gobierno de entonces, pero desde una oposición principista, no partidaria.
Es sintomático, sin embargo, que uno de los miembros del grupo Resurgimiento
haya sido Casiano Rado, militante comunista.
Esta
problemática regional y descentralista no podía estar alejada del propio
movimiento indigenista, que comenzaba a cobrar una dimensión nacional. Y
tampoco podía ser ajena de la obra que ciertos personajes intentaban realizar
en Lima, reuniendo todos esos componentes de la vida nacional y regional de
entonces. Entre esos personajes descollaba la figura de José Carlos Mariátegui.
Siempre atento a la producción intelectual provinciana, Mariátegui recibió con
interés ciertas descripciones de la vida serrana, fruto de observaciones
realizadas en mis continuos viajes por la sierra cusqueña y puneña. El me animó
a publicarlas, reunidas en un volumen titulado Tempestad en los Andes, parte
del cual apareció en el número inaugural de Amauta.
Más allá
de presentar una serie de estampas de la vida indígena, Tempestad en los
Andes fue la síntesis de las principales preocupaciones que tuve durante
los años 20; el indio, el indigenismo, el socialismo, la nacionalidad peruana.
Sin embargo, no hay ahí ni la discusión teórica de tales temas ni el programa político
de la liberación indígena. Había una cuestión evidente que era la explotación
de los indios, lo que sin requerir mayores rodeos había que mostrar ante el
público costeño, que poco o nada conocía de esa cruel situación. Nuestra proximidad
al indio nos había revelado que en él estaba latente un resurgimiento
espiritual y el anuncio de su renacimiento, por eso dijimos: "La nueva
conciencia aquí está en el silencio anunciador, en las tinieblas predecesoras.
La sentimos latir en el viejo cuerpo de la raza, como si de la cegada fuente
volviera a manar el agua viva, el muerto corazón, la oculta entraña. . ."
Como afirmé que la cultura bajaría nuevamente de los Andes, muchos pensaron que
proponía retrasar el reloj de la historia; en realidad tenía la vista puesta en
el futuro, por eso Tempestad en los Andes fue la clarinada de un cambio
fundamental en la vida peruana. Como el mismo Mariátegui dijera en el generoso
prólogo que escribió, Tempestad en los Andes fue la "profecía
apasionada que anuncia el nuevo Perú".
En Lima mi
libro causó diversas reacciones, en unos de hostilidad y rechazo, pero de
entusiasmo en medios como el de los estudiantes de San Marcos. Por esos años
eran muy contadas las posibilidades de mostrar al público capitalino lo que ocurría
en el resto del país, detrás de las montañas. La visión del Perú se limitaba a
Lima y a la costa, los prejuicios raciales eran una cosa natural en la
mentalidad del gran porcentaje de la población. Se pensaba con toda comodidad
que la indígena era una raza degenerada y se llamaba ignorante a ese excelso
cultivador capaz de distinguir, como pocos, las propiedades de cada planta y
las necesidades de cada sembrío. Se le llamaba ocioso a ese trabajador que
derrochaba vitalidad en las faenas propias o comunitarias, pero que cuando no
lo eran se defendía de sus amos laborando a desgano. Se le acusaba de torpeza
para el manejo de libros o máquinas con las que no estaba familiarizado y se
despreciaba su par-quedad, cuando su silencio era la respuesta a tanta
explotación y abuso. A esas resistencias tenía que enfrentarse la campaña indigenista,
los obstáculos no estaban en los libros o en la intelectualidad exclusivamente,
sino en el ambiente y en la mentalidad de la mayoría de la población.
Mariátegui
creía realmente no sólo en la acción de los intelectuales, sino que este
movimiento iba a prender en la misma masa indígena y que, tomando conciencia de
la responsabilidad que el propio indio tenía de su destino, iba a producirse un
amplio movimiento social. De manera que nunca tuvo desconfianza, nunca creyó
que el indio iba a permanecer indefinidamente inconsciente de su destino, de su
porvenir. Esto alimentaba la esperanza de José Carlos: que la acción
ideológica, es decir el movimiento que surgió entre los intelectuales y se
alimentó siempre dentro de un círculo relativamente reducido, iba a tener
impacto en la masa indígena. Yo abrigaba la misma esperanza, manifestándole que
ya llegaría el momento de ponernos en un contacto más directo con el elemento
indígena, porque hasta la fundación del grupo Resurgimiento no lo habíamos
tenido ni siquiera con los personeros o jefes de comunidades. Toda nuestra
actividad se había reducido a conversaciones dentro de un grupo restringido de
escritores, profesores, periodistas, artistas y otras personas a quienes
inquietaban estos problemas. José Carlos tampoco abrigaba la esperanza de un movimiento
intempestivo de largo alcance y repercusión. Recogiendo sus enseñanzas vimos la
necesidad de entablar relaciones con los indios, resultaba clamoroso que nunca
hubiésemos tenido intercambios de ideas con ellos. Por eso, el grupo Resurgimiento
hizo obligatoria la presencia de indios en sus reuniones.
Dos
bárbaros atentados ocurridos por aquel entonces en el Cusco provocaron la
formación del grupo Resurgimiento, que tuvo un origen universitario,
participando alumnos y catedráticos, así como intelectuales en general, entre
los que estuvimos Uriel García, Casiano Rado, Luis Felipe Paredes, Luis Felipe
Aguilar y Félix Cosio. El primero de los sucesos señalados ocurrió en Canchis,
donde el prefecto del Cusco y el subprefecto de esa provincia concibieron un
plan verdadera-mente criminal. Los indios de esa zona se distinguían porque
poseían ganado, entre diez y veinte cabezas cada uno, por lo que eran considerados
como indios ricos. Con falsas acusaciones de que poseían ganado robado,
iniciaron una batida que llevó a la cárcel a 50 ó 60 in-dios. No faltaron
testigos comprados que hicieron declaraciones contra los prisioneros, afirmando
que el ganado era robado. De manera que los indígenas agraviados no solamente
fueron a la cárcel, sino que per-dieron una gran cantidad de animales que fue
vendida a buenos precios por sus captores.
El otro
caso se produjo en la hacienda Lauramarca, una de las más grandes del Cusco,
propiedad de los Saldívar. Cansados de tanta explotación, los indios iniciaron
una protesta pacífica. No realizaron ningún acto violento, ni la emprendieron
contra los dueños ni contra el caserío, como había ocurrido en otras
situaciones, más bien fue una verdadera huelga de brazos caídos. Los pastores
abandonaron el ganado a su suerte, muchos animales se perdieron y otros se
desbarranca-ron, mientras que los dueños, desconcertados, no sabían qué actitud
tomar para obligados a retornar al trabajo, pues llevar tropas desde el Cusco
era impracticable. En circunstancias semejantes los hacendados solían alojar a
soldados y oficiales mientras se prolongaba la pacificación de la indiada. Sin
embargo, en Lauramarca no pudo tomarse semejante medida dado que los indios
habían remontado las punas, los lugares próximos a la cordillera, de donde se
negaban a bajar.
Mientras
el ganado y los campos quedaban sin atención, los indígenas mantuvieron
tercamente su movimiento de protesta. Fue entonces que los dueños optaron por
una decisión, persiguieron a los 15 ó 20 cabecillas y los enviaron a la región
de Marcapata, en la zona de ceja de montaña de la provincia de Quispicanchis,
lugar mortal para los in-dios pues el clima les era completamente hostil,
distinto al de su hábitat, ya que abundaban enfermedades tropicales frente a
las cuales estaban indefensos. Sin embargo, algunos dirigentes escaparon y
logra-ron llegar hasta el Cusco, donde denunciaron los atropellos de que habían
sido objeto. En una reunión de nuestro grupo, uno de los cabecillas del
movimiento de Lauramarca nos hizo una exposición detallada de lo ocurrido,
mostrando una elocuencia y facilidad de palabra que nos llamó la atención. El
relato fue hecho sin ninguna vacilación, en un quechua perfectamente modulado.
Nos quedamos con la impresión de un hombre de gran inteligencia y memoria. Así
era el hombre de la puna de Lauramarca, un hombre cabal, autónomo e independiente.
Esa fue la principal experiencia que quedó de aquella reunión.
Con
respecto a las instituciones indigenistas que lo precedieron, Resurgimiento
tuvo algunas actitudes nuevas. Una cuestión de importancia fundamental para
nosotros fue la relación directa con los indígenas, inclusive propusimos
algunos pasos para mejorar su situación, como la atención gratuita y eficiente
en la administración pública y en los tribunales, que pudiesen gozar de
atención hospitalaria o se realizaran programas de alfabetización. Todas esas
medidas eran consideradas como escandalosas para una sociedad que tenía al
indio como un ser inferior, que debía quedar al margen de esos servicios
elementales. Lo tradicional era que el indio no tenía por qué tener acceso al
cuidado de su salud o a una imparcial administración de justicia.
Tan
importante como las anteriores propuestas era promover un sentimiento de
fraternidad hacia el indio, que hiciera posible algo que en esos años parecía
irrealizable: que fuese escuchado, que tuviese el derecho, como cualquier otro,
a difundir sus tradiciones y sus creaciones artísticas. En suma, se trataba de
trabajar por el resurgimiento de una cultura largamente oprimida.
Todas
estas consideraciones eran verdaderamente revolucionarias para los
recalcitrantes de esa época. El resurgimiento de la raza indígena era semejante
a la lucha que en otros lugares y tiempos sostuvieron los antiesclavistas. Por
eso el grupo Resurgimiento fue considerado peligroso, por eso se le disolvió y
sus miembros fueron perseguidos y apresados. A raíz de la difusión de las ideas
indigenistas, hubo una fuerte reacción de las autoridades y terratenientes.
Además, por esos días ya habían comenzado a difundirse las ideas comunistas y
fuimos considerados como tales. Con la separación de algunos y la persecución
fue que terminó el grupo, y con él una de las últimas acciones de la 'escuela
cusqueña'.
Como
enseñanza quedaron las reuniones con indígenas que nos reafirmaron nuestra idea
del resurgimiento de la raza, así como la solidaridad de la intelectualidad
indigenista del resto del país. Inclusive desde el extranjero nos llegaron
adhesiones, como la de Manuel Seoane desde Buenos Aires. En Lima, José Carlos
Mariátegui recibió con entusiasmo la creación de nuestro grupo y abrió las
páginas de Amauta para que hiciésemos nuestras denuncias. Un mes después
de iniciada nuestra campaña, el prefecto del Cusco fue cambiado, los indios de
Lauramarca que quedaron vivos regresaron a la hacienda y los de Canchis
recibieron las debidas satisfacciones. De esa manera el espíritu de los indios quedó
fortalecido, pues se sintieron defendidos por nosotros.
En la
década de 1920 se formaron grupos indigenistas en muchas provincias cusqueñas,
los que también denunciaron los abusos que se cometían en sus respectivas
regiones, enviando comunicados a los periódicos. En la provincia de Anta se
formó uno de los más importantes. Como era uno de los lugares más azotados por
el gamonalismo, de ahí llegaron muchas denuncias por abusos de los famosos
hermanos Ezequiel y Mariano Luna, considerados los primeros gamonales de la
región.
También en
Puno ya se había desarrollado cierta tradición indigenista. Una primera
generación inclusive llegó a actuar en apoyo de los levantamientos indígenas,
como ocurrió durante la rebelión de Rumi Maqui. Durante los años 20 actuó la
generación siguiente, reunida en el grupo Orkopata, donde destacaron los
hermanos Peralta. Alejandro Peralta fue poeta, publicó un libro de versos
titulado El Ande, que causó mucho revuelo en la literatura de su tiempo.
Arturo Peralta se hizo famoso con el seudónimo de Gamaliel Churata. Vivió
durante treinta años en Bolivia, donde se distinguió por sus campañas
periodísticas y sus ideas indigenistas, por eso es que Churata es más conocido
en Bolivia que en el Perú. Escribió un libro de poemas titulado Pez soluble,
considerado por muchos como una verdadera biblia del indigenismo, un libro
sumamente esotérico y extraño. No conocí a los hermanos Peralta hasta hace
algunos años, pese a que nos unió la afinidad de ideas y el hecho de que
nuestros escritos se publicaron en Amauta y colaborase en el Boletín
Titikaka, publicación del grupo Orkopata. En realidad formamos parte del
mismo movimiento, aunque no nos llegamos a conocer personalmente.
Aparte de
los Peralta hubo en el grupo Orkopata otro hombre muy combativo, Manuel
Quiroga, maestro indigenista muy preparado, Julián Palacios y dos escritores
indios, Mateo Qayka e Isidro Mamani. También vinculado a este grupo estuvo el
indigenista puneño Emilio Vásquez, quien vive en Lima y con quien hacemos
memoria de esas épocas.
La
diferencia entre el movimiento indigenista puneño y el cusqueño radicó en que
ellos nos antecedieron en cuanto a actitudes francamente rebeldes. Colaboraron
en el levantamiento de Rumi Maqui y en otros. En el caso del Cusco nuestra vinculación
directa con los indígenas fue tardía, sólo se inició durante los sucesos de
Lauramarca. También destacó en el caso puneño el activo afán de difusión que
los llevó a publicar el Boletín Titíkaka.
En Puno y
en el Cusco aparecieron las primeras campañas indigenistas con esas
características, vinculándose con dirigentes indígenas y desarrollando una
profusa difusión periodística, no solamente de denuncia contra los gamonal es
sino de realce de las manifestaciones culturales indígenas y precolombinas. En
otras ciudades, como Huánuco por ejemplo, no ocurrió algo semejante. Allí se
heredó la tradición española que seguía predominando. Aunque en la
Independencia la sierra central participó activamente en la lucha contra los
españoles, tal cosa no facilitó que luego surgiese ahí un movimiento
indigenista. En otras zonas, en cambio, el Callejón de Huaylas, las serranías
de Cajamarca y Piura, sí tuvo eco el indigenismo.
A lo largo
de su polémica con Haya de la Torre, Mariátegui fue haciendo más precisos sus
planteamientos políticos. Primero, sólo los diferenciaban pequeños matices,
pero después fueron distanciándose hasta que vino el rompimiento, pero si la
relación entre las dos figuras principales quedó rota, la solidaridad entre los
compañeros se mantuvo todavía por algún tiempo.
Haya de la
Torre fue otra de las figuras importantes de la época. Lo conocí en 1917 cuando
se desempeñaba como secretario del prefecto del Cusco; volví a verlo en 1920.
Yo retornaba al Cusco, y en el vapor que abordé en el Callao encontré a la
delegación limeña al Primer Congreso Nacional de Estudiantes, organizado por la
Federación de Estudiantes del Perú ―de la que Víctor Raúl era presidente― y por
los estudiantes de la Universidad San Antonio Abad del Cusco. En esa
reunión no
tuve ninguna participación, fui exclusivamente como espectador. Haya viajaba
con Jorge Basadre y Raúl Porras Barrenechea, entre otros. Se había
experimentado un cambio importante entre el secretario del prefecto, coronel
César González y el líder estudiantil de 1920, éste era más beligerante y
rebelde, quizá su participación en la reforma y en otros sucesos estudiantiles
lo habían hecho madurar. Los seis días que duró el viaje, tres hasta Mollendo y
tres de Mollendo al Cusco, la delegación limeña los pasó intercambiando ideas
sobre su participación en el Congreso y redactando las ponencias que debían presentar.
Todos concordaban en una posición favorable a la reforma universitaria, de la
que habían sido protagonistas en el caso de San Marcos. Pese a todos los
trances de la vida, mi amistad con Haya no llegó a romperse. Cuando cumplí los
80 años, la primera carta de saludo que recibí venía de Villa Mercedes, en
ella, aparte de felicitarme, Haya hacía recuerdos de los viejos tiempos.
Después de aquellas primeras conversaciones mantuvimos otras. Luego les
encuentros se hicieron más esporádicos debido a las azarosas circunstancias que
rodearon su vida, que lo obligaron a permanecer escondido, en prisión o en el
destierro.
Mayor que
mi contacto con Haya fue mi relación con el aprismo. Lo vi crecer en el Cusco,
dirigido por Luna Pacheco; en Arequipa conocí a Carlos Manuel Cox, quien me
hizo una entrevista para Amauta; y en Lima, a Luis Heysen y al
"Cachorro" Manuel Seoane, de quien me hice muy amigo. Fue también durante
los años 20 que conocí a quien luego sería aprista destacado: Luis Alberto
Sánchez. Desde entonces fuimos amigos y solíamos frecuentarnos. Cuando fue
editado mi libro Tempestad en los Andes, Mariátegui me sugirió que
invitásemos a Sánchez a escribir un colofón, y así se hizo. La idea de José
Carlos era que apareciesen contrastadas las opiniones de quienes teníamos
puntos de vista diferentes. La propuesta de invitar a Sánchez a escribir el
colofón partió pues de Mariátegui, algo muy acorde con su espíritu siempre
abierto a la polémica y nunca dogmático.
Haya de la
Torre concibió al Apra como un frente popular que reuniría a todos los
americanos sin distinción. Hablaba de Indoamérica refiriéndose a la América
indígena, pero nunca se manifestó abierta-mente pro-indigenista, aunque en
líneas generales se mostraba como simpatizante. Sin embargo, estábamos de
acuerdo en que debían tomarse las previsiones para evitar que las comunidades
desaparecieran. En su juventud, Haya sostuvo que las comunidades debían tener
plena autonomía, lo que iba de acuerdo con su naturaleza de hombre de izquierda.
Tratando
de examinar las cosas con objetividad, diría que Mariátegui estuvo más cerca
que Haya de la Torre en comprender el problema de las comunidades y de la
cuestión indígena en general. Esos temas se discutieron mucho durante los años
20, y Haya permaneció deportado desde 1923. La correspondencia no pudo suplir
su lejanía, por lo que estuvo desvinculado por varios años. Mariátegui, en cambio,
estaba enterado de todo lo que ocurría en el Perú. Lo que aquí digo quedó
reflejado en las cartas que ambos me enviaron al Cusco aunque esa
correspondencia lastimosamente me ha sido usurpada.
Muchos
factores influyeron para que, pese a mi amistad con Haya de la Torre, no me
hubiese inclinado por el Apra. Su programa político no era tal, había sido
elaborado de manera condescendiente, con la amplitud necesaria para ganar la mayor
cantidad de gente. Sin embargo, esto no impidió que contaran con mi simpatía
por su oposición a la dictadura de Leguía y a la oligarquía. Pero, a pesar de
esos puntos de contacto, no me comprometí con el aprismo. Ya había decidido no
afiliarme nuevamente a ningún partido para mantener mi libertad, esto no lo
entendió Haya de la Torre. No quise incurrir en una nueva contradicción
ingresando una vez más a un partido político, pues mi vida ya tenía algunas;
había nacido en Moquegua bajo influencias de antepasados hispanos y me convertí
en serrano e indigenista, mi ideal era ver que el Perú recuperase el brillo de
las épocas incaicas.
Es exacto
decir que Mariátegui creía que era necesario fundar un partido político para
cambiar la realidad del país. Inicialmente había sido contrario a toda acción
política inmediata, consideraba que su misión era hacer conocer sus doctrinas,
difundirlas, dialogar y promover discusiones intelectuales. Sin embargo, luego
comprendió que el trabajo con los intelectuales era insuficiente y se abocó a
la tarea de organizar a los obreros, colaborando en la fundación de la
Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP). Más aún, después de que
Haya de la Torre decidiera convertir al Apra en el partido Nacionalista
Libertador que lanzó su candidatura a la Presidencia de la República, fue
preciso fundar el partido que luchara por el socialismo en el Perú. Fue
entonces que surgió el Partido Socialista, que no llegó a tener esa
organización cerrada y vertical de los partidos comunistas de otros países
latinoamericanos, como Cuba y Argentina. Por eso los comunistas argentinos,
entre otros, no consideraron a José Carlos un comunista strictu sensu. Mucho
pesó en él la influencia italiana y sus lecturas de autores liberales. A pesar de
sus diferencias con los comunistas de la época, José Carlos ha aparecido como
el fundador del comunismo en el Perú. Cuando se fundó el Partido Aprista
Peruano, Mariátegui y su partido representaban la alternativa opuesta,
reconocida globalmente como comunista.
Cuando
Haya de la Torre decidió transformar el frente en partido quedó fuera de las
directivas iniciales del Apra, que establecían la convivencia de posiciones
discrepantes. A partir de entonces el Apra dejó de ser una entidad de
principios. Fue a raíz de ese suceso que Mariátegui se vio obligado a
intervenir en política partidaria, pensó que había que establecer claramente
las diferencias entre apristas y socialistas. Sin embargo, José Carlos no
participó en la política menuda, de camarilla, sino en la lucha política
estrictamente desde el punto de vista del proletariado y de las manifestaciones
populares. Me parece que su deseo fue seguir siendo el maestro de ideas que
fue, el hombre que integró todos los problemas del Perú con esa actitud crítica
que luego no se puso de manifiesto, sino en forma parcial, en los comunistas
que lo sucedieron.
En el
Cusco las ideas marxistas habían alcanzado cierta difusión desde principios de
la década de 1920. La polémica entre Haya de la Torre y Mariátegui determinó
que los diversos matices que separaban a los marxistas cusqueños se
convirtieran en diferencias insalvables y, por consiguiente, viniese el
rompimiento total.
Julio Luna
Pacheco, líder de los socialistas peruanos, enfatizaba en la adjetivación de
peruanos que, según él, los diferenciaba de los extranjerizantes. Sustentaba
que ellos no querían depender ni de Rusia ni de ninguna potencia extranjera;
ese grupo se definió como decidido partidario de las ideas de Haya de la Torre,
quien con mucha habilidad los atrajo haciéndose pasar como socialista,
consiguiendo separar-los de los comunistas.
El grupo
de los futuros apristas era muy pequeño, no pasó de 20 miembros. El grupo
comunista, en cambio, fue más numeroso y estuvo encabezado por un cusqueño
enviado especialmente a dirigirlo, Casiano Rado. En el Cusco se me consideraba
como representante comunista por mi amistad con Mariátegui, así como por el
curso de "Economía Política" que dictaba basado en el materialismo
histórico. Cuando en Tempestad en Los Andes afirmé que "para que
insurjan las masas indígenas sólo hace falta un Lenin", completé mi
aureola de comunista. Por otro lado, en una sociedad tan cerrada como la cusqueña,
a quienes emergíamos como defensores de los indígenas pronto les caía el mote
de comunistas. Lo que me acercó al comunismo fue algo muy específico: pensaba
que la mala situación de la masa indígena era solamente una parte del malestar
universal de las clases explotadas.
Tanto Haya
como Mariátegui fueron partidarios de mantener la independencia ideológica. La
idea de llamarse socialistas peruanos para no ser tributarios del marxismo internacional
fue un planteamiento que tanto Haya como el propio Mariátegui respetaban.
Mariátegui era partidario de mantener una cierta autonomía para tratar los
temas de la política nacional e internacional, reivindicó los criterios
peruanos, de manera que fue socialista sin perder de vista a su propio país.
Sin embargo, a pesar de las afinidades que entre ambos personajes existían, la
unidad no se pudo conseguir, es más, los partidos que ambos fundaron se
convirtieron, el uno en un decidido enemigo de los comunistas y el otro formó
parte del conglomerado de los partidos comunistas del mundo.
Mientras
existió Amauta, por el contrario, hubo una eficaz tribuna a la que
tenían acceso todas las ideas de vanguardia en un primer momento, y todas las
que proclamasen la reivindicación de las clases populares. En Amauta no
se hicieron lecturas bíblicas de la obra de Marx. Ahí predominó una visión de
carácter peruano que enfocaba los problemas partiendo de nuestro propio
espíritu y que se rebelaba ante la dependencia ideológica. Hubo quienes,
atraídos por la Revolución Rusa, pensaron que en el Perú debía aplicarse una
solución semejante, cuando era evidente que no había mayor similitud entre la
República de los Soviets y el país, salvo en el hecho de que la lucha de ambos
pueblos era también la causa de las grandes mayorías oprimidas de todo el
mundo.
Para
comprender mejor a Haya y a Mariátegui hay que destacar la situación particular
por la que el Perú atravesaba durante la época de Leguía. En el
"oncenio" solamente se permitió la existencia de un único partido de
completa fidelidad al gobierno, no existía libertad para la propagación de
ideas que no fueran las del régimen. Para hacer frente a esa presión fue que
aparecieron los grupos de Lima, del Cusco, de México, de París, socialistas
peruanos, comunistas, etc., y revistas como Amauta y Labor. Otro
canal de propagación de ideas fueron las conferencias para obreros, en las que
Mariátegui alcanzó notoriedad, tanto como Haya de la Torre a través de las
Universidades Populares. Desde entonces el pueblo inició su participación
política pero dentro de condiciones completamente distintas, pues las
elecciones, en las que supuestamente se consultaba su voluntad, habían sido
hasta entonces una farsa.
Pero si
bien Mariátegui tuvo ascendiente sobre la clase obrera de su época, el partido
que fundó careció de la organización que le hubiese permitido encabezar una
revolución de masas. Tampoco estuvo en condiciones de hacerlo el Partido
Comunista a la muerte de Mariátegui. La agitación social de la década de 1930
tuvo sus propias particularidades, la movilización de las masas no ocurrió en
apoyo de determinado partido, sino de acuerdo a sus propios intereses. Si Mariátegui
logró educar al proletariado, si fue el caso de un espíritu superior que supo
llegar a la masa, no pudo organizarla en un partido político. Sus relaciones
con los obreros no fueron orgánicas, no obedecieron a las directivas de un
partido, se trataba de actividades netamente laborales. Los apristas, por el
contrario, sí tuvieron una sólida organización partidaria encabezada por Haya
de la Torre como líder indiscutido. No solamente entonces, sino en las décadas
posteriores, el movimiento aprista ha exhibido su capacidad para movilizar a
grandes masas. Únicamente con la aparición de Acción Popular encontró un
competidor. Pero siempre pesó sobre el Apra una pregunta muy importante: ¿Iniciaría
su verdadero via crucis en caso de que desapareciera su jefe indiscutido?
No hubo
duda pues que, en la década de 1930, la masa popular estuvo con Haya. Muerto
Mariátegui, desapareció para los comunistas la oportunidad de tener un caudillo
que pudiese competir con el líder de sus opositores. Los nuevos dirigentes
fracasaron en sus objetivos, en muchas acciones de la época el Partido Comunista
no estuvo presente. Si bien es cierto que el Partido Comunista controlaba los
sindicatos, ése era solamente un aspecto parcial en una época en la que, al
igual que en 1919 contra Pardo, hubo una gran protesta generalizada. Ante
situaciones tan violentas como las que por ese entonces ocurrieron, en las que
se mezclaban movimientos políticos y militares, ¿qué pudieron hacer dirigentes
como Ricardo Martínez de la Torre, un hombre muy inteligente pero sin la
presencia ni la decisión necesarias? Fue ésa una época para personalidades
distintas, audaces y emprendedoras como Haya o Sánchez Cerro, que tuvieron
entonces papeles importantes. Manuel Seoane fue otro de los personajes que
reunía las condiciones para convertirse en un verdadero líder. Como tantos
otros de su generación, se hizo militante aprista. Tuvo sin embargo algunas virtudes
que lo diferenciaron de sus compañeros, era una persona accesible e inteligente
y carecía de esa pedantería que llevó a sus amigos a creerse los salvadores del
Perú.
En su
labor, así como en las organizaciones que fundaron y en sus escritos, ha
quedado marcada la fuerte personalidad tanto de Haya de la Torre como de
Mariátegui. Personalmente, Víctor Raúl era muy distinto al grandilocuente líder
que aparecía en público. Era más bien sencillo y afectuoso y un conversador
empedernido, muy dado a discutir y aclarar ideas ajenas. Es conocido que una de
sus cualidades era su capacidad para hablar varias horas sin dar señales de
agotamiento y manteniendo la atención de sus oyentes. Haya de la Torre nació
para cumplir la tarea que durante toda su vida desempeñó, un hombre con una
gran vocación de sacrificio, al que ni el desprestigio ni la persecución, ni
las amenazas de muerte pudieron apartarlo de la política. De ahí que siga siendo
una figura atrayente para la mayoría de la población nacional, pese a sus cambios
de actitud, que muchas veces no coincidieron con lo que proclamaba.
José
Carlos Mariátegui era también de esos personajes que ejercen un atractivo
particular, en el trato personal era fundamentalmente amable, en sus
conversaciones destacaba un hecho: su capacidad para hacer comprensibles los
puntos más confusos y complejos. Era pues, en realidad, un gran maestro, un
verdadero amauta. Esas virtudes le permitieron extender su atractivo no
solamente a los hombres de su categoría, sino a los hombres del pueblo, entre
quienes ganó afecto a costa de esa paulatina y humilde docencia. Nunca lo vi
exaltado, la seriedad que le pudiese haber provocado un asunto grave no se convirtió
nunca en brusquedad, por el contrario, era muy considerado y atento. Escuchaba
las opiniones ajenas sin impacientarse y luego, con una inteligencia asombrosa,
hacía preguntas que demostraban el total entendimiento de la opinión vertida.
Nadie puede dudar de su honestidad intelectual. Cuando algo le interesaba, se
empapaba a fondo del asunto y no lo abandonaba hasta llegar al mismo meollo de
la cuestión. Poseía una cultura vasta que comenzó a acumular desde sus inicios
como periodista y que fue acrecentándose paulatinamente. Incluso para
comprender a cabalidad temas que estaban relativamente alejados de su
experiencia mostraba una gran predisposición, tal como ocurrió con las
observaciones que le trasmití sobre las comunidades y la vida serrana, realidad
que no conoció de manera directa.
José
Carlos Mariátegui fue un verdadero intelectual, su inteligencia estaba al
servicio de sus ideas, y éstas le servían para comunicarse con el pueblo.
Aunque no fueran los propios, sabía asimilar diversos puntos de vista y luego
de someterlos a crítica, obtener de ellos las mejores enseñanzas posibles. Así
fue gestando un ideario en el que estuvieron presentes desde los planteamientos
que trajo de Italia hasta los relatos de los propios obreros. No es cierto,
como algunos han afirma-do, que hubiera en Mariátegui determinadas influencias
que predominaron tajantemente en su pensamiento. A todas las ideas que recibió
les dio forma nueva, de los más diversos enfoques obtuvo una interpretación
propia. En suma, fue el creador de un ideario adaptado a la realidad nacional.
Sin
embargo, Mariátegui ha tenido muchos detractores. Se decía que sus libros
carecían de solidez porque su autor no había pasado por las aulas
universitarias, cuando muchos de los intelectuales de esa época, egresados de
la universidad, no llegaron ni por asomo a tener su brillantez. Mariátegui,
como muchos otros, fue anti y suprauniversitario, su espíritu de intelectual
fue formándose en el trato con la gente, en sus estudios individuales, en sus
lecturas, sus cartas y en la vida mis-ma. También hubo quienes dijeron que
Mariátegui no había realizado una lectura profunda de los grandes maestros del
marxismo, negándole así su calidad de hombre de izquierda, se decía que era más
bien un populista. Inclusive en los últimos años ha habido círculos que
du-daban de su filiación izquierdista. Sin embargo, ninguna de esas afirmaciones
falaces ha podido echar sombras sobre una vida, que si bien terminó
prematuramente, quedó perenne en su obra.
En efecto,
desde muy joven una enfermedad implacable ―la tuberculosis― no dio tregua a
José Carlos. Pero todo en él siguió siendo fe. Resulta extraordinario ver a
alguien tan fuerte espiritualmente y tan débil físicamente. En las últimas
reuniones que asistí, en la casa de la calle Washington, Mariátegui mantenía
intactas sus cualidades. Le oímos hablar con unción casi religiosa, pues ponía
tal sentido de verdad y de sinceridad en sus palabras, adecuado al gesto mismo
y al tono de voz, que todo lo influía. Su muerte fue un hecho inmensa-mente
doloroso. No estuve presente en su entierro, pero pude ver una película en la
que se hacía evidente el impresionante cortejo que lo despidió.
A la
muerte de Mariátegui, Haya de la Torre era el llamado a continuar con el
indigenismo, pero él se separó de esta corriente en su afán de aislarse de la
tendencia comunista. Fue así que encontró un camino diferente, que llamó
indoamericanismo. Si los comunistas buscaron un camino homogéneo para todos los
países del mundo, los apristas pusieron énfasis en la particularidad del Perú.
En eso concordaba con ellos, pues somos un país original, tenemos comunidades y
una población indígena que es una manera distinta de ser peruano. Por todo esto,
el Apra era el destinado a continuar la política indigenista, pero tal cosa no
ocurrió. Los apristas descuidaron este aspecto fundamental del país. Para
ellos, esa acuciante realidad pasó a un segundo plano, porque pusieron el
énfasis de su acción en sus propios problemas frente al gobierno de turno.
De la
misma manera, los comunistas desecharon el interés por lo peruano. Tuve muchas
diferencias con lo que comunistas como Ricardo Martínez de la Torre
sostuvieron, en lo referente a las nacionalidades quechua y aymara por ejemplo,
pues si bien existían ciertos elementos culturales e idioma común, eso no
bastaba para propugnar la existencia de nacionalidades distintas. En mi
opinión, se daban una serie de elementos heterogéneos, el grupo Jaqi, por
ejemplo, tiene sus particularidades, aunque es parte del conjunto mayor aymara.
Martínez de la Torre tampoco tomó en cuenta el fenómeno del mestizaje.
En la
región sur del Ande peruano los grupos quechuas y aymaras vivían próximos,
juntándose en algunas zonas poblaciones de distinta procedencia cultural. No
todos los habitantes del altiplano eran aymaras, existía, por ejemplo, el grupo
quechua de Copacabana, cuyas prolongaciones llegaban hasta territorio
argentino. Inclusive hasta Santiago del Estero se sentía la influencia de los
quechuas, en una gran área que fue tradicionalmente colla. En el proceso social
de los últimos siglos las combinaciones que se produjeron borraron cualquier
frontera estable.
Fue así
como los políticos fueron olvidándose del indigenismo. Más adelante habría
esporádicos momentos de preocupación oficial por él. Manuel Prado, por ejemplo,
dio muestras de interés, se preocupó por intercambiar ideas con los
indigenistas y muchos de ellos ocuparon cargos durante sus dos gobiernos. Sin
embargo, no le fue posible acceder a las reformas que le fueron sugeridas,
había llegado al poder con el apoyo de los gamonales y no podía ir contra sus
intereses. Por eso no intentó solucionar el problema indígena.
Con la
dispersión y las luchas internas se perdieron talentos tan brillantes como el
de José Sabogal. Colaborador incansable de Amauta, introdujo el
indigenismo en sus páginas. Sabogal fue, como lo he dicho en otras
oportunidades, uno de los primeros en ofrecer a José Carlos la visión de aquel
mundo desconocido de "detrás de las montañas". A través del lenguaje
del arte, Mariátegui pudo entender el mensaje de esa humanidad disminuida que
había que liberar de la opresión de blancos y mestizos. Como Sabogal, muchos
intelectuales que habían colaborado con Amauta no llegaron a definirse
ni por el aprismo ni por el comunismo.
Desaparecido
el grupo Resurgimiento y muerto Mariátegui, las condiciones para el desarrollo
del indigenismo cambiaron por completo. Vino la revolución de 1930 y a partir de
entonces se politizó en demasía la actividad intelectual. Todos esperamos mucho
del nuevo gobierno, había satisfacción con el derrocamiento de la dictadura,
pero no se veía más allá.
En
realidad hubo un re acomodo pero de carácter netamente político, y de política
más limeña que nacional. Los contactos iniciados con los indios se perdieron,
la división entre el Apra y los comunistas se hizo mayor, llegando a tal punto
que en las elecciones de 1931 se combatieron como verdaderos enemigos, no
quedando nada del grupo que había permanecido unido hasta 1928. La ruptura
entre Mariátegui y Haya había sido fatal. Con la creación del Partido Comunista
Peruano y con el radical anticomunismo del Apra, la antigua solidaridad quedó
en el recuerdo.
A partir
de su contacto con José Carlos Mariátegui y su presencia en Amauta, el
indigenismo vivió su momento clave, en que entró al campo de la política y se
hermanó con la lucha por la solución de los problemas de las clases
trabajadoras del país, así como por la justa solución del problema regional. De
un primer momento que podría llamarse del "indigenismo regional", que
se desarrolló principalmente en Cusco y Puno, se pasó a la etapa del "indigenismo
nacional", aproximadamente entre 1925 y 1930. Luego vendría la etapa del
"indigenismo institucional", aunque las tres han sido momentos
distintos de una misma lucha en favor de las mayorías del país.
(1)VALCÁRCEL
VIZCARRA, Luis Eduardo .Memorias.IEP ediciones. 1a edición,
julio 1981.Pág.234-256
Wakar Amaru - No es el viento
El Condor Pasa (Instrumental)
Leusemia - Eclipse en La Corte de Los Cuentos Desolados
MASACRE - EL HECHICERO
Atardecer - Mar de Copas
CAMPO DE ALMAS - INCOMPRENSION
La Habitación Roja - Nosotros
Los Miserables - Te recuerdo amanda
LA HABITACION ROJA - La vida moderna
Wayanay Inka - Dolencias
El Polen - A las orillas del Vilcanota
........................................................................
Punto y Aparte
César Vallejo (Perú, 1892-Paris, 1938)
LOS NUEVE MONSTRUOS
I, desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de ser, dolernos doblemente.
Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal
y la migraña extrajo tanta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.
Crece la desdicha, hermanos hombres,
más pronto que la máquina, a diez máquinas, y crece
con la res de Rousseau, con nuestras barbas;
crece el mal por razones que ignoramos
y es una inundación con propios líquidos,
con propio barro y propia nube sólida!
Invierte el sufrimiento posiciones, da función
en que el humor acuoso es vertical
al pavimento,
el ojo es visto y esta oreja oída,
y esta oreja da nueve campanadas a la hora
del rayo, y nueve carcajadas
a la hora del trigo, y nueve sones hembras
a la hora del llanto, y nueve cánticos
a la hora del hambre y nueve truenos
y nueve látigos, menos un grito.
El dolor nos agarra, hermanos hombres,
por detrás de perfil,
y nos aloca en los cinemas,
nos clava en los gramófonos,
nos desclava en los lechos, cae perpendicularmente
a nuestros boletos, a nuestras cartas;
y es muy grave sufrir, puede uno orar…
Pues de resultas
del dolor, hay algunos
que nacen, otros crecen, otros mueren,
y otros que nacen y no mueren, otros
que sin haber nacido, mueren, y otros
que no nacen ni mueren (son los más)
Y también de resultas
del sufrimiento, estoy triste
hasta la cabeza, y más triste hasta el tobillo,
de ver al pan, crucificado, al nabo,
ensangrentado,
llorando, a la cebolla,
al cereal, en general, harina,
a la sal, hecha polvo, al agua, huyendo,
al vino, un ecce-homo,
tan pálida a la nieve, al sol tan ardio!
¡Cómo, hermanos humanos,
no deciros que ya no puedo y
ya no puedo con tanto cajón,
tanto minuto, tanta
lagartija y tanta
inversión, tanto lejos y tanta sed de sed!
Señor Ministro de Salud; ¿qué hacer?
!Ah! desgraciadamente, hombres humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.
ENTRE EL DOLOR Y EL PLACER MEDIAN TRES CRIATURAS...
Entre el dolor y el placer median tres criaturas,
de las cuales la una mira a un muro,
la segunda usa de ánimo triste
y la tercera avanza de puntillas;
pero, entre tú y yo,
sólo existen segundas criaturas.
Apoyándose en mi frente, el día
conviene en que, de veras,
hay mucho de exacto en el espacio;
pero, si la dicha, que, al fin, tiene un tamaño,
principia ¡ay! por mi boca,
¿quién me preguntará por mi palabra?
Al sentido instantáneo de la eternidad
corresponde
este encuentro investido de hilo negro,
pero a tu despedida temporal,
tan sólo corresponde lo inmutable,
tu criatura, el alma, mi palabra.
(Poemas humanos, París, 1939)
El PAN NUESTRO
Se bebe el desayuno... Húmeda tierra
de cementerio huele a sangre amada.
Ciudad de invierno... La mordaz cruzada
de una carreta que arrastrar parece
una emoción de ayuno encadenada!
Se quisiera tocar todas las puertas,
y preguntar por no sé quién; y luego
ver a los pobres, y, llorando quedos,
dar pedacitos de pan fresco a todos.
Y saquear a los ricos sus viñedos
con las dos manos santas
que a un golpe de luz
volaron desclavadas de la Cruz!
Pestaña matinal, no os levantéis!
¡El pan nuestro de cada día dánoslo,
Señor...!
Todos mis huesos son ajenos;
yo talvez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré!
Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón...!
Color de ropa antigua. Un julio a sombra,
y un agosto recién segado. Y una
mano de agua que injertó en el pino
resinoso de un tedio malas frutas.
Ahora que has anclado, oscura ropa,
tornas rociada de un suntuoso olor
a tiempo, a abreviación... Y he cantado
el proclive festín que se volcó.
Mas ¿no puedes, Señor, contra la muerte,
contra el límite, contra lo que acaba?
¡Ay, la llaga en color de ropa antigua,
cómo se entreabre y huele a miel quemada!
¡Oh unidad excelsa! ¡Oh lo que es uno por todos!
¡Amor contra el espacio y contra el tiempo!
Un latido único de corazón;
un solo ritmo: ¡Dios!
Y al encogerse de hombros los linderos
en un bronco desdén irreductible,
hay un riego de sierpes
en la doncella plenitud del 1.
¡Una arruga, una sombra!
IX
Vusco volvvver de golpe el golpe.
Sus dos hojas anchas, su válvula
que se abre en suculenta recepción
de multiplicando a multiplicador,
su condición excelente para el placer,
todo avía verdad.
Busco volvver de golpe el golpe.
A su halago, enveto bolivarianas fragosidades
a treintidós cables y sus múltiples,
se arrequintan pelo por pelo
soberanos belfos, los dos tomos de la Obra,
y no vivo entonces ausencia,
ni al tacto.
Fallo bolver de golpe el golpe.
No ensillaremos jamás el toroso Vaveo
de egoísmo y de aquel ludir mortal
de sábana,
desque la mujer esta
¡cuánto pesa de general!
Y hembra es el alma de la ausente.
Y hembra es el alma mía.
(Trilce,1922)
Savia Andina - Flor de un día
Pax - Exterminio (1984)
Mar de copas - Estación
Daniel F - El rescate de las danzas
CAMPO de ALMAS - El SecretO
Los Miserables - Te doy una Cancion
La Habitación Roja - La vida es sueño
La Habitación Roja - Por Tí
Andrés Calamaro - Paloma
CHUKLLA
Burdeles 1
En defensa de los animales 1
Wakar Amaru - Purirakumusun
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