Lenin Reactivado.Hacia una política de
la verdad.Slavoj Zizek;Sebastian Budgen; Stathis Kouvelakis
(eds.).Año,2014.Editorial Akal es una de las obras importantes para replantear
el punto de vista marxista en el siglo XXI.Sin abordar los problemas teóricos
actuales y las grandes polémicas sobre el papel actual de la izquierda ,sus propuestas ,planteamientos y soluciones
no es posible una praxis emancipadora. La obra reúne a una variedad de teóricos
neomarxistas y puntos de vista afines al marxismo.En esta oportunidad solo
publicamos Un gesto leninista hoy.Contra la tentación populista.En este
artículo Zizek realiza una crítica leninista al punto de vista de la izquierda populista,
que tiene en Ernesto Laclau y Chantal Mouffe a
sus dos importantes teóricos a nivel internacional.Si bien los puntos de vista
de estos dos teóricos apuestan por la democracia y las instituciones , se
limitan a su radicalización y a la solución populista sin salirse del paso ,del
orden que origina el problema social.De modo que los planteamientos de los
teorizadores mencionados lindarían cercanos al fascismo o ,mejor es decirlo, la
solución populista podría empujarnos a prácticas pequeñoburguesas-fascistas.Eso
preocupa a Zizek .Ante ello es necesario recordar – a decir Zizek – el gesto
leninista y evitar la tentación populista.De modo que la izquierda debe decidir
sobre el dilema entre populismo o el gesto leninista.En cuanto al eurocentrismo en latinoamérica se han hecho criticas a la filosofía Occidental en esa línea y sabemos desde hace tiempo - compartimos el punto de vista de Zizek - que los acontecimientos mundiales ya no tiene su centro en Europa sino ,en el tercer mundo y otras culturas que son diferentes y que buscan y luchan por su reconocimiento.
Un gesto leninista hoy.Contra la
tentación populista
SLAVOJ ZIZEK.
El
triste sino de Joze Jurancic, un viejo revolucionario comunista esloveno,
resulta una metáfora perfecta de los avatares del estalinismo. En 1943, cuando capituló
Italia, Jurancic dirigió una rebelión de prisioneros yugoslavos en un campo de concentración
de la isla de Rab, en el Adriático: bajo su liderato, 2.000 prisioneros famélicos
desarmaron a manos limpias a 2.200 soldados italianos. Después de la guerra fue
arrestado y encarcelado en la cercana y pequeña Goli Otok («isla desnuda»), un
famoso campo de concentración comunista. En ese tiempo fue movilizado, junto a
otros prisioneros, para construir un monumento conmemorativo del décimo aniversario
de la rebelión de 1943 en Rab. Resumiendo: como prisionero de los comunistas, Jurancic
se construyó un monumento a sí mismo, a la rebelión liderada por él. Si
hay algo que pueda llamarse (no precisamente justicia, sino) injusticia
poética, es esto: ¿no es el destino fatal de este revolucionario, pues, la
fatalidad de todo el pueblo sometido a la dictadura estalinista, la de millones
de personas que primero derrocaron heroicamente el ancién régime por
medio de la revolución y luego, esclavizados por la nuevas normas, fueron
forzados a construir monumentos a su propio pasado revolucionario? Así, pues,
este revolucionario es efectivamente un «singular universal», un individuo cuya
desgracia representa la desgracia de todos.(1)
Por
la tanto, la tarea que corresponde es pensar en la tragedia de la
Revolución de Octubre: percibir su grandeza, su potencial de emancipación único
y, simultáneamente, la necesidad histórica de su desenlace estalinista.
Deberíamos oponernos a dos tentaciones: la opinión trotskista de que el estalinismo
no es en definitiva más que una desviación eventual, y la teoría de que el
proyecto comunista es, en su mismo núcleo, totalitario. En el tercer volumen de
su magnífica biografía sobre Trotsky, Isaac Deutscher hace una perspicaz
observación sobre la colectivización forzosa de finales de los años veinte:
«[...] al fracasar en su intento de repercusión exterior y de expansión y verse
limitada a los confines de la Unión Soviética, esta fuerza dinámica se volvió hacia
adentro y comenzó, una vez más, a remodelar violentamente la estructura de la
sociedad soviética. Industrialización y colectivización forzosas eran ahora
sustitutos de la expansión de la revolución y la liquidación de los kulaks
rusos vino a ser el Ersatz [sustituto] de la abolición de las reglas
burguesas en el extranjero»(2).
A
propósito de Napoleón, Marx escribió una vez que las guerras napoleónicas
fueron una especie de exportación de la actividad revolucionaria: desde el
momento en que, con Thermidor, se sofocó la agitación revolucionaria, la única
manera de darle una salida era desplazarla hacia el exterior, recanalizarla en
forma de guerras contra otros Estados. ¿No es la colectivización de final de la
década de los años veinte la reaparición del mismo proceso.^ Cuando la
Revolución rusa (que con Lenin se concebía a sí misma expresamente como el
primer paso de una revolución paneuropea, como un proceso que sólo podría
sobrevivir y llegar a realizarse por medio de una explosión revolucionaria en
toda Europa) quedó aislada y constreñida a un único país, las energías tuvieron
que liberarse mediante un impulso dirigido hacia el interior. Es en este
sentido como habría que entender la típica etiqueta trotskista que designa al
estalinismo como el termidor napoleónico de la Revolución de Octubre. El
momento «napoleónico» fue su intento de exportar la revolución por medios
militares al final de la Guerra Civil
en 1920. El intento fracasó con la derrota del Ejército Rojo en Polonia. Si
alguien fue realmente un Napoleón bolchevique en potencia, este fue
Tukhachevsky.
Los
avatares de la política contemporánea hacen palpable una suerte de ley
dialéctica hegeliana: una tarea histórica de carácter fundamental que sea la
expresión «natural» de la orientación de un bloque político sólo puede ser
llevada a cabo por el bloque opuesto. Hace una década, en Argentina, fue Menem,
elegido dentro de una plataforma populista, quien llevó a cabo políticas monetarias
estrictas y la agenda de privatizaciones del FMI de manera mucho más drástica
que sus «liberales» oponentes radicales, partidarios del sistema de mercado. En
la Francia de I960, fue el conservador De GauUe (y no los socialistas) quien
cortó el nudo gordiano concediendo plena independencia a Argelia. Fue el conservador
Nixon quien estableció relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y China.
Fue el «halcón» Begin quien cerró el Tratado de Camp David con Egipto. O,
volviendo otra vez a la historia argentina,durante los años treinta y cuarenta,
en el apogeo de la pelea entre los «bárbaros» federalistas (representantes de
propietarios de ganado de provincias) y los «civilizados» unitarios
(comerciantes de Buenos Aires y similares, interesados en un Estado central
poderoso), fue Juan Manuel Rosas el dictador federalista, el populista, quien
estableció un sistema centralista de gobierno mucho más fuerte que el que los
unitarios se hubieran atrevido a soñar. La misma lógica entró en funcionamiento
durante la crisis de la Unión Soviética en la segunda mitad de la década de los
años veinte: en 1927, desarrollando la política de pacificación de los
agricultores privados, la coalición de leninistas y bujarinistas en el poder atacó
ferozmente a la oposición unificada de trotskistas y zinovievistas que propugnaban
una industrialización acelerada y luchaban contra los campesinos ricos (mayores
impuestos, colectivización).Puede uno imaginarse la sorpresa de la oposición de
izquierdas cuando, en 1928, Stalin realizó un repentino giro «a la izquierda»
imponiendo políticas de rápida industrialización y colectivización de la
tierra, no solo robándoles el programa, sino realizándolo incluso de una manera
mucho más violenta que la que ellos se hubieran atrevido a imaginar. Sus
críticas a Stalin como derechista termidoriano quedaron repentinamente sin
contenido. No es extraño que muchos trotskistas se retractaran y se unieran a
los estalinistas, quienes, justo en el momento de la incesante exterminación de
la facción trotskista, ejecutaron su programa. Los partidos comunistas descubrieron
cómo aplicar «la regla que había permitido a la Iglesia romana durar 2,000
años: condenar a aquellos de cuyas políticas uno se apropia y canonizar a aquellos
de los que no se toma nada» (3). Y, casualmente, el mismo malentendido tragicómico
se dio en Yugoslavia a comienzos de la década de los setenta: después de las
grandes manifestaciones estudiantiles, durante las que se escucharon proclamas en
pro de la democracia, junto con acusaciones de que los comunistas en el poder propiciaban
políticas a favor de los tecnócratas nuevos «ricos», el contraataque comunista
que aplastó a la oposición se legitimó, entre otras cosas, con la idea de que
los comunistas habían escuchado el mensaje de las protestas estudiantiles y
habían hecho caso a sus demandas. Ahí reside la tragedia de la oposición
comunista de izquierdas, que persigue el oxímoron de combinar la política
económica «radical» antimercado con proclamas a favor de una democracia
auténtica y directa.
¿En
dónde nos encontramos hoy con respecto a estos dilemas? Permítasenos comenzar con
un evento político cercano: el «No» de franceses y holandeses al proyecto de
Constitución europea, que nos sitúa ante una nueva versión de esta extraña ley dialéctica.
El «No» francés y holandés fue un claro caso de lo que en la «teoría francesa»
se designa como un significante flotante: un «No» de significados
confusos, inconsistentes y sobredeterminados, un tipo de continente en el que
coexisten la defensa de los derechos de
los trabajadores y el racismo, en el que la reacción ciega a la percepción de
una amenaza y el miedo al cambio coexisten con vagas esperanzas utópicas. Se
nos ha dicho que el «No» fue en realidad un «No» a muchas otras cosas: al
neoliberalismo anglosajón, a Chirac y al gobierno francés del momento, a la
influencia de los trabajadores inmigrantes polacos que venía a reducir los
salarios de los trabajadores franceses, y cosas así. Ahora comienza la
verdadera batalla: la batalla por el significado de ese «No». ¿Quién se
lo apropia? ¿Quién -si existe alguien- lo traduce en una visión política
alternativa coherente?
Si
hay una lectura predominante para el «No» es una nueva variante del viejo dicho
de Clinton «¡Es la economía, estúpido!»: se supone que el «No» sería una
reacción ante el letargo económico de Europa -ante su rezagamiento respecto a
los nuevos bloques de poder económico emergentes, ante su inercia en lo
económico, lo social, y en la ideología política- pero, paradójicamente,
fue una reacción inapropiada, una reacción en nombre precisamente de esa
inercia de europeos privilegiados, de quienes quieren aferrarse a los
viejos privilegios del Estado de bienestar. Fue la reacción de la «vieja
Europa», desencadenada por el miedo a todo verdadero cambio, el rechazo a las
incertidumbres de ese mundo feliz de la modernización globalista (4).No es
extraño que la reacción de la Europa «oficial» fuera casi de pánico ante el peligro
de las pasiones «irracionales» de racismo y aislacionismo que apoyaron el «No»,
ante el rechazo pueblerino a la apertura y el multiculturalismo. Uno está
acostumbrado a oír quejas sobre la creciente apatía de los votantes, sobre la
caída de la participación popular en la política. Los liberales, alarmados,
hablan continuamente de la necesidad de movilizar a la gente a base de iniciativas
de la sociedad civil, implicarlos más en el proceso político. No obstante,
cuando la gente despierta de su modorra apolítica, por regla general lo hace en
forma de revuelta populista de derechas, no siendo de extrañar que muchos
tecnócratas liberales ilustrados se pregunten ahora si la anterior «apatía» no
era más bien una bendición camuflada.
No
hay que perder aquí de vista cómo justo estos elementos, que en apariencia constituyen
un puro racismo de derechas, en realidad son una versión desplazada de las
reivindicaciones de los trabajadores. Por supuesto hay racismo en reclamar el
cese de la inmigración de
trabajadores extranjeros que amenazan «nuestros empleos». No obstante, habría
que tener en cuenta un hecho simple; el origen de la afluencia de trabajadores
inmigrados de los países poscomunistas no radica en determinada tolerancia multicultural;
en realidad, es parte de la estrategia del capital para mantener a raya
las demandas de los trabajadores. Por esta razón, Bush hizo más en Estados Unidos
por la legalización de los inmigrantes ilegales de origen mexicano que los
demócratas, sometidos a la presión de los sindicatos. Irónicamente, el
populismo racista de derechas es hoy en día la mejor demostración de que la
lucha de clases lejos de estar obsoleta está en crecimiento. La lección que
debería aprender de aquí la izquierda es la de no cometer el mismo error de la
mistificación del populismo racista, el de trasladar el odio a los extranjeros.
Convendría no confundir la hierba con la maleza, es decir rechazar el racismo
populista antiinmigrantes por mor de un aperturismo multicultural, obviando su
contenido desplazado de lucha de clases. Con todo lo bienintencionada que
pretende ser, la mera insistencia en un aperturismo multicultural es la forma más
capciosa de lucha contra la clase trabajadora.
Es
típica, en este sentido, la reacción de los principales políticos alemanes a la
formación del nuevo partido La Izquierda para las elecciones de 2005, una
coalición del PDS de Alemania Occidental y los disidentes izquierdistas del
SPD: el propio Joschka Fischer alcanzó uno de los puntos más bajos de su
carrera cuando dijo que Oskar Lafontaine era «un Haider alemán» (porque
Lafontaine denunciaba que la importación de mano de obra barata de Europa del
Este provocaba la bajada de salarios de los trabajadores alemanes). Es un claro
síntoma de la manera exagerada y alarmada con la que el entorno político (e
incluso cultural) dominante reaccionó cuando Lafontaine hablaba de
«trabajadores extranjeros», o cuando el secretario del SPD llamaba a los
especuladores financieros «plaga de langostas», como si estuviéramos presenciando
un auténtico renacimiento neonazi. Esta total ceguera política, esta pérdida de
la auténtica capacidad de distinguir entre izquierdas y derechas lo que delata
es un pánico ante la politización en sí misma. El rechazo automático a mantener
cualquier forma de pensamiento fuera de las coordenadas pospolíticas
establecidas tachándolo de «demagogia populista» es, hasta el momento, la mejor
prueba de que, en definitiva, vivimos bajo un nuevo Denkverbot. (La
tragedia está, sin duda, en que el partido La Izquierda en realidad es un
partido de pura protesta, sin ningún programa global de cambio que sea viable.)
Populismo:
las antinomias del concepto
El
«No» franco-holandés, por tanto, nos sitúa ante la última aventura en la
historia del populismo. Para la elite ilustrada de la tecnocracia liberal, el
populismo es intrínsecamente protofascista, la renuncia a la racionalidad política,
una rebelión en forma de desbordamiento de pasiones ciegas y utópicas. La
réplica más simple a esta desconfianza sería defender que el populismo es
intrínsecamente neutral, que se trata de un dispositivo político formal y
transferible que puede incorporarse a diferentes compromisos políticos. Este
punto de vista lo desarrolló Ernesto Laclau en detalle (5).
Para
Laclau, en un bonito caso de auto-referencia, la propia lógica de la
estructuración jerárquica puede aplicarse también a la confrontación conceptual
entre populismo y política; el populismo es el objet a lacaniano
de la política, la figura individual que representa la dimensión universal de
lo político y, por ello, es «el camino real» para entender lo político. Hegel
proporcionó un término para este solapamiento de lo universal con parte de su
propio contenido particular: determinación por oposición (gegensatzliche
Bestimmung), es el modo en que el género universal se encuentra a sí mismo
en sus especies particulares. El populismo no es un movimiento político
específico sino lo político en estado puro: la «inflexión» del espacio social
que puede afectar a cualquier contenido político. Sus elementos son puramente formales,
transcendentales, no ónticos: el populismo aparece cuando determinadas demandas
«democráticas» (en pro de una mejor seguridad social, mejores servicios de
salud, menores impuestos, reclamaciones antibélicas, etc.) se encadenan en una
serie de equivalencias y de este concatenamiento surge «el pueblo» como sujeto
político universal. Lo que caracteriza al populismo no es el contenido óntico
de esas demandas sino el mero hecho formal de que, a través de su
concatenamiento, el pueblo emerge como sujeto político y todas las luchas y
antagonismos particulares toman la forma de un enfrentamiento entre «nosotros»
(el pueblo) y «ellos». De nuevo el contenido del «nosotros» y el «ellos» no
está previamente determinado pero constituye precisamente la señal de la lucha
por la hegemonía: incluso elementos ideológicos tales como el racismo o
antisemitismo descarnados pueden concatenarse en una serie de equivalencias de naturaleza
populista, según el sentido en que el «ellos» esté construido.
Ahora
queda claro por qué Laclau prefiere el populismo a la lucha de clases: el populismo
proporciona la matriz neutra y trascendental de una lucha abierta, cuyos contenidos
y señas están definidos en sí mismos por una lucha ocasional por la hegemonía, mientras
que la «lucha de clases» presupone un grupo social en particular (la clase
trabajadora) como agente político privilegiado. Este privilegio en sí mismo no es
el resultado de la misma lucha por la hegemonía, sino que está basado en la
posición social objetiva de este grupo: la lucha ideológica y política no es,
en último término, más que un epifenómeno de procesos y poderes sociales
«objetivos» y de sus conflictos. Para Laclau, por el contrario, el hecho de que
una determinada lucha se vea elevada a la categoría de «equivalente universal»
de todas las luchas no es un hecho predeterminado, sino resultado de la lucha
política contingente por la hegemonía. En un determinado contexto, esta lucha
puede ser la lucha de los trabajadores; en otro contexto, la lucha
anticolonialista de los patriotas, y en otro la lucha antirracista por la
tolerancia cultural. No hay nada en las cualidades positivas inherentes a una
determinada lucha que la predestine a ese papel hegemónico de «equivalente
general» de todas las luchas. La lucha por la hegemonía no sólo presupone una
escisión irreductible entre la forma universal y la pluralidad de contenidos
particulares, sino el eventual proceso por el que uno de esos contenidos se
«transustancia» en la encarnación inmediata de la dimensión universal. Según el
ejemplo del propio Laclau, en la Polonia de los años ochenta, las reclamaciones
particulares de Solidarnosc se vieron elevadas a la encarnación del rechazo
global del régimen comunista por parte del pueblo, de modo que todas las
versiones diferentes de la oposición anticomunista (desde la oposición del
nacionalismo conservador, pasando por la oposición democrático-liberal y la
disidencia cultural, hasta la oposición de la izquierda trabajadora) se
reconocían a sí mismos en el significante vacío «Solidarnosc».
Así
es como Laclau intenta diferenciar su postura a la vez del gradualismo (que reduce
la auténtica dimensión de lo político de tal manera que lo único que queda es la
realización gradual de unas demandas «democráticas» particulares dentro del
espacio social diferenciado) y también de la idea opuesta de una revolución
total que vendría a traer poco menos que una sociedad completamente
autorreconciliada. Lo que ambos extremos pierden de vista es la lucha por la hegemonía
en la que una demanda concreta se ve «elevada a la dignidad de la Cosa», es decir,
pasa a ser representativa de la universalidad del «pueblo». Así, el campo de la
política queda atrapado en una tensión irreducible entre significantes «vacíos»
y «flotantes»: algunos significantes concretos comienzan funcionando como «vacíos»,
encarnando directamente la dimensión universal, incorporando en la cadena de
equivalencias -de cuya totalidad forman parte- un buen número de significantes
«flotantes»(6). Laclau utiliza esta escisión entre la necesidad «ontológica» de
un voto de protesta populista (condicionado por el hecho de que el discurso del
poder hegemónico no puede incorporar una serie de reclamaciones populares) y el
eventual contenido óntico al que este voto va unido para explicar el supuesto
cambio hacia el populismo de derechas del Frente Nacional por parte de muchos
votantes franceses que hasta la década de los setenta apoyaban al Partido
Comunista (7). La elegancia de esta solución reside en que nos agasaja con el
aburrido tópico de una supuesta «más profunda (totalitaria, por supuesto)
solidaridad» entre la extrema derecha y la «extrema» izquierda.
Aunque
la teoría de Laclau sobre el populismo se destaca como uno de los grandes (y
por desgracia para la teoría social, raros) ejemplos de auténtico rigor
conceptual, habría que reseñar un par de rasgos problemáticos. El primero de
ellos se refiere precisamente a su definición de populismo: la serie de
condiciones formales que enumera no bastan para justificar que se denomine
«populista» a un determinado fenómeno, Algo que hay que añadirle es el modo en
que el discurso populista rechaza el antagonismo y construye el enemigo. En el
populismo, el enemigo es externalizado o reificado en una entidad ontológica positiva
(aunque esa entidad sea fantasmal), cuya aniquilación restablecerá el equilibrio
y la justicia. Simétricamente nuestra propia identidad -la del agente político
populista- se percibe como preexistente al ataque del enemigo. Recurramos al
preciso análisis del propio Laclau de por qué habría que considerar populista
al Cartismo:
Su leitmotiv dominante
consiste en situar los males de la sociedad no en algo intrínseco al sistema
económico, sino exactamente en lo contrario: en el abuso de poder de grupos
especuladores y parásitos que controlan el poder político: «la vieja corrupción»,
en palabras de Cobbett [..,]. Fue por esta razón por la que el rasgo de la clase
dominante que más se destacaba era su ociosidad y su parasitismo (8).
En
otras palabras, para un populista la causa de los problemas nunca es, en
definitiva, el sistema como tal, sino el intruso que lo corrompe (los
especuladores financieros, por ejemplo, no los capitalistas como tales); la causa
no es un defecto fatalmente inscrito en la estructura como tal, sino un
elemento que no desempeña correctamente su papel dentro de la misma. Para un
marxista por el contrario (como para un freudiano), lo patológico (el comportamiento
desviado de determinados elementos) es síntoma de lo normal, un indicador de lo
que precisamente va mal en esa estructura amenazada por accesos «patológicos».
Para Marx, las crisis económicas son la clave para entender el funcionamiento
«normal» del capitalismo; para Freud, los fenómenos patológicos, como los brotes
histéricos, nos dan la clave de la constitución (y las contradicciones ocultas
que sostienen el funcionamiento) de un sujeto «normal». Por esto, el fascismo
es en definitiva un populismo. Su figura del judío es el punto equivalente de
la serie (ciertamente heterogénea e inconsistente) de amenazas que experimentan
los individuos: el judío es a la vez demasiado intelectual, sucio, sexualmente
voraz, muy trabajador, un explotador financiero,etc., etc. Aquí encontramos
otro rasgo clave del populismo, que Laclau no menciona. El significante maestro
populista para el enemigo no sólo es -como él subraya con razón- vacío, vago,
impreciso, etcétera;
Decir que la oligarquía es la responsable de la frustración
de las reivindicaciones sociales no es establecer algo que pueda leerse de las
mismas reivindicaciones sociales; es proporcionado desde afuera de estas demandas por un
discurso en el que aquellas pueden inscribirse [.,.], Aquí es donde aparece
necesariamente el momento de la vacuidad, a continuación del establecimiento de
vínculos equivalentes. Ergo, «vaguedad»
e «imprecisión», pero éstas no son el resultado de algún tipo de situación
marginal o primitiva; están incluidas en la naturaleza misma de lo político (9).
En
el populismo en sentido estricto, este carácter «abstracto» se complementa siempre,
además, con la pseudoconcreción de la figura que se selecciona como el
enemigo, el agente particular que está detrás de todas las amenazas que
percibe el pueblo. Se pueden comprar hoy día teclados de ordenador que imitan
artificialmente la resistencia al tacto de las viejas máquinas de escribir y
también el sonido que hacían al percutir el tipo sobre el papel: ¿qué mejor
ejemplo para la necesidad actual de pseudoconcreción?
Hoy en día, cuando no sólo las relaciones sociales sino la misma tecnología se
vuelven cada vez más «no transparentes» (¿quién puede ver lo que pasa dentro de
un PC?), hay una gran necesidad de recrear una concreción artificial que haga
posible que los individuos se relacionen con sus complejos entornos como con un
mundo de vida dotado de significado. En el mundo de los ordenadores, este fue
el paso dado por Apple cuando desarrolló la pseudoconcreción de los iconos. La
vieja fórmula de Guy Debord de la «sociedad del espectáculo » toma pues un
nuevo giro; las imágenes se crean con el fin de llenar el hueco que separa el nuevo
universo artificial del entorno ambiental de nuestro viejo mundo vital; es
decir, para «domesticar» ese nuevo universo. ¿No es «el judío», la figura pseudoconcreta
del populismo que condensa la multitud de fuerzas anónimas que nos determinan,
algo análogo al teclado de ordenador que imita el de una vieja máquina de
escribir? El judío como enemigo surge, en definitiva, de fuera de esas
reivindicaciones sociales que se perciben a sí mismas como frustradas.
Este
complemento a la definición de populismo de Laclau en modo alguno implica cualquier
tipo de retorno al nivel óntico. Seguimos estando en el nivel ontológico-formal
y, aceptando como aceptamos la tesis de Laclau de que el populismo es una
determinada lógica política formal que no está referida a contenido alguno, sólo
la completamos con la característica (no menos importante que sus otros rasgos)
de objetivar el antagonismo en un entidad positiva. El populismo como tal
contiene, por definición, un mínimo, una forma elemental de mistificación
ideológica. Esa es la razón de que, aunque efectivamente no es más que un marco
o matriz de lógica política que puede aparecer dados determinados avatares
políticos (nacionalismo reaccionario, nacionalismo progresista, etc.), no
obstante, en la medida en que en su auténtico sentido transforma el antagonismo
social intrínseco en el antagonismo entre «el pueblo» como unidad y su enemigo
externo, esconde, «en última instancia», una tendencia protofascista a largo
plazo (10).
Esta
es la razón por la que resulta problemático considerar cualquier tipo de
movimiento comunista como una versión de populismo. Frente a una
«popularización» del comunismo, deberíamos permanecer fieles a la concepción
leninista de la política como el arte de intervenir en las situaciones coyunturales
que, en sí mismas, están ahí como modos específicos de concentración de la
contradicción (antagonismo) «principal». Es esta referencia permanente a la
contradicción «principal» lo que distingue las auténticas políticas «radicales»
de todos los populismos. Tras sugerir la posibilidad de que el elemento de
identificación compartida que mantiene unida a una multitud pueda cambiar de la
persona del líder a una idea impersonal, Freud afirma: «Esta abstracción, de
nuevo, puede corporeizarse de manera más o menos completa en la figura de lo
que podríamos llamar un líder secundario y surgirían variaciones interesantes
de la relación entre la idea y el líder»(11) ¿No resulta esto especialmente
adecuado al caso del líder Stalin, quien, en contraste con el líder fascista,
es «un líder secundario», el instrumento de personificación de la idea
comunista? Esta es la razón por la que los movimientos y regímenes comunistas no
pueden conceptualizarse como categoría de populistas.
Ligadas
a esto están algunas debilidades adicionales del análisis de Laclau. La unidad
mínima en su análisis del populismo es la categoría de «demanda social» (en el
doble significado del término: como solicitud y como reclamación). La razón
estratégica de la elección de este término es clara: el sujeto de la demanda se
establece precisamente por el mismo hecho de plantearla. El «pueblo», por lo
tanto, se constituye a sí mismo por medio de cadenas de equivalencias de
demandas; el «pueblo» es el resultado performativo de la presentación de esas
demandas, no un grupo preexistente. No obstante, el término «demanda» implica
un escenario completo en el que un sujeto dirige su demanda a un «otro» que se
presupone capacitado para recibirla. ¿No se desenvuelve el propio acto político
revolucionario o emancipador más allá del horizonte de estas demandas? La
actuación del sujeto revolucionario no se limita a demandar algo, durante mucho
tiempo, de los que detentan el poder: quiere destruirlos. Además, a una demanda
elemental de este tipo, previa a su eventual encadenamiento en una serie de
equivalencias, Laclau la denomina «democrática». Tal como él lo explica,
recurre a esta acepción un tanto peculiar para referirse a una demanda que
funciona todavía dentro del sistema sociopolítico, es decir, una demanda
que se recibe como demanda concreta, de manera que no resulta frustrada ni, a
causa de su frustración, forzada a inscribirse dentro de una serie antagónica de
equivalencias. Aunque subraya que en un espacio político «normal» e institucionalizado
existen, desde luego, muchos conflictos que se negocian uno a uno, sin
desencadenar alianzas o antagonismos trasversales, Laclau es asimismo
consciente de que también dentro de un espacio democrático institucionalizado
pueden formarse esas cadenas de equivalencias. Recordemos cómo, a comienzos de
los años noventa en el Reino Unido, bajo el liderazgo conservador de John
Major, la figura de «la madre soltera sin empleo» fue elevada a símbolo
universal de lo que fallaba en el viejo sistema de Estado de bienestar: todos
los «males sociales» fueron de alguna manera reducidos a esta figura (si se
produce una crisis presupuestaria del Estado es porque se gasta demasiado
dinero en sostener a estas madres y a sus hijos; si existe delincuencia juvenil
es porque las madres solteras no ejercen la autoridad necesaria para promover
la adecuada disciplina en la educación; etcétera).
Lo
que Laclau olvida resaltar no es sólo la especificidad de la democracia en lo que
respecta a su contraposición conceptual básica entre la lógica de las
diferencias (la sociedad como un sistema regulado global) y la lógica de las
equivalencias (el espacio social como la escisión entre dos campos antagónicos
que igualan sus diferencias internas), sino además todo el entrelazado interno de
esas dos lógicas. Lo primero que hay que destacar aquí es cómo sólo en un sistema
político democrático la lógica antagónica de equivalencias está incorporada en
el mismo edificio político como su rasgo estructural básico. Da la impresión de
que aquí viene más a cuento la obra de Chantal Mouffe (12) en su intento
heroico de compaginar democracia y espíritu de lucha agonista, rechazando las
dos posturas extremas: por una parte, la apología de la heroica confrontación
hostil que deja en suspenso la democracia y sus reglas (Nietzsche, Heidegger,
Schmitt); y, por otra, la exclusión de la lucha fuera del espacio democrático,
de modo que todo quede en una competición anémica sometida a reglas (Habermas).
Aquí tiene razón Mouffe al destacar cómo la violencia retorna en forma
vengativa excluyendo a aquellos que no cumplen las normas de la comunicación
sin restricciones. De todas formas, el rasgo principal de la democracia en los
actuales países democráticos no está en ninguno de estos dos extremos, sino en
la muerte de lo político por medio de la mercantilización de la política. El problema
principal aquí no es el modo en que los políticos son empaquetados y vendidos
como mercancía en las elecciones. Mucho más serio es el problema de que esas
mismas elecciones se conciben como una compra de mercancías (el poder, en este
caso): implican una competición entre diferentes partidos-mercancía y nuestros votos
son como dinero que entregamos para comprar el gobierno que queremos. Lo que se
pierde en una concepción así de la política como un servicio más que podemos comprar
es la política como un debate público compartido sobre resultados y decisiones
que nos conciernen a todos.
Así,
pues, parece que la democracia no sólo puede admitir el enfrentamiento, sino
que es la única forma política que lo requiere y lo presupone, que lo institucionaliza.Lo
que otros sistemas políticos perciben como una amenaza (la ausencia de un
pretendiente «natural» al poder) la democracia lo eleva a una condición «normal»
y positiva de su funcionamiento: el sitio del poder está vacío, no hay un
aspirante «natural» para él, el pólemos, la lucha es inexcusable y cada
gobierno concreto tiene que pelearse, tiene que ser conseguido por medio del pólemos.
La observación crítica de Laclau sobre Lefort se equivoca en esto: «Para
Lefort, el sitio del poder en las democracias está vacío. Para mí, el problema
se plantea de manera diferente; el problema reside en producir vacío
fuera del campo de actuación de la lógica hegemónica.Para mí el vacío es una
forma de identidad, no un lugar estructural»(13). Ambos vacíos, sencillamente,
no son comparables. El vacío del «pueblo» es el vacío del significante
hegemónico que totaliza la cadena de equivalencias, esto es, aquel cuyo contenido
concreto es «transustanciado» en la personificación del conjunto social, mientras
que el vacío del sitio del poder es una distancia que hace que cualquier portador
de poder concreto sea «deficiente», contingente y temporal.
El
otro rasgo descuidado por Laclau es la paradoja fundamental del fascismo
autoritario que es casi el inverso exacto de lo que Mouffe llama «la paradoja
democrática»; si la apuesta de la democracia (la institucionalizada) es
integrar la misma pugna antagónica dentro del espacio institucional diferenciado,
convirtiéndola en lucha regulada, el fascismo se mueve en la dirección contraria.
El fascismo, en su modo de actuar, lleva a su extremo la lógica del combate (habla
de «lucha a muerte» entre ellos y sus enemigos y propugna siempre -si no la
ejecuta- una cierta amenaza extrainstitucional de violencia, una «presión
directa del pueblo» que sortea los complejos canales institucionales y
legales), y postula como meta política precisamente lo contrario, un cuerpo
social jerárquico extremadamente ordenado (a nadie ha de asombrar que el
fascismo recurra siempre a metáforas orgánicas y corporativas).Esta diferencia
puede fácilmente explicarse en los términos de la oposición de Laclau entre «el
sujeto de la enunciación» y «el sujeto de lo enunciado» (el contenido); la
democracia, admitiendo como admite la lucha antagónica como objetivo (como su
enunciado, su contenido, en sentido lacaniano), su proceder es regulado y
sistemático. El fascismo, por el contrario, pretende imponer la meta de una
armonía jerárquicamente estructurada por medio de un enfrentamiento sin control
alguno.
La
conclusión que podemos sacar es que el populismo (en el sentido en que nosotros
completamos la definición de Laclau) no es el único modo en que se produce un
exceso de enfrentamiento más allá del marco institucional democrático para la
lucha agónica; ni las (ya fenecidas) organizaciones revolucionarias comunistas
ni toda la amplia gama de fenómenos de protesta social y política no institucionales,
desde los movimientos estudiantiles de la época de f 968 a las posteriores
protestas antibélicas y el más reciente movimiento antiglobalización, pueden
calificarse propiamente de populistas. Es paradigmático el caso del movimiento
de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta contra la
segregación racial en Estados Unidos, resumido en el nombre de Martin Luther
King. Aunque sus esfuerzos buscaban articular una demanda que de por sí no
tenía cabida en las instituciones democráticas existentes, el movimiento no
puede llamarse populista en el sentido auténtico del término: su modo de llevar
la lucha y dar forma a su oponente sencillamente no era populista. (Habría que
hacer aquí una observación más general sobre los movimientos populares de un
único objetivo [por ejemplo, las «revueltas fiscales» en Estados Unidos];
aunque funcionan de manera populista, movilizando a la gente entorno a una
reivindicación no aceptada por las instituciones democráticas, no parecen
encuadrarse en una compleja cadena de equivalencias. Su enfoque se limita a una
reivindicación concreta.)
...
al punto muerto de los compromisos políticos
Aunque
para Laclau la retórica se halla operativa en el corazón mismo del proceso político-ideológico,
al establecer una articulación de hegemonías, a veces cae en la tentación de
reducir los problemas de la izquierda actual a un fracaso «meramente retórico»,
como en el siguiente pasaje:
La derecha y la izquierda no se enfrentan en el mismo nivel.
Por una parte, la derecha intenta articular distintos problemas que tiene la
gente en alguna especie de imaginario político y, por otra, la izquierda
emprende la retirada hacia un discurso puramente moral que no toma parte en la
lucha por la hegemonía [...]. El problema principal de la izquierda es que la
lucha no se desarrolla hoy en este nivel del imaginario político. Ella se
limita a un discurso racionalista sobre derechos, concebidos de manera
puramente abstracta, sin entrar a la palestra de la lucha hegemónica y, sin
este compromiso, no es posible una alternativa política progresista'"(14).
Así,
pues, el principal problema de la izquierda es su incapacidad para proponer una
visión apasionada de cambio global... ¿pero es realmente así de simple? ¿Es la solución
para la izquierda abandonar el discurso racionalista, «puramente moral» y proponer
una visión más comprometida con respecto al imaginario político, una visión que
pudiera competir con los proyectos neoconservadores y a la vez con sus concepciones
izquierdistas del pasado? ¿No se parece mucho esta respuesta a la proverbial
contestación del médico a su paciente preocupado: «lo que usted necesita es un
buen consejo médico»? ¿Qué tal si nos hacemos la pregunta elemental: en qué
consistiría concretamente esta nueva visión de izquierdas en lo tocante a su
contenido? ¿No está condicionada la decadencia de la izquierda tradicional,
su retirada hacia el discurso racionalista moral que ya no entra en la
lucha por la hegemonía, por los grandes cambios de las últimas décadas en la
economía global? ¿Dónde hay entonces una mejor solución global de
izquierdas a nuestro actual problema? A pesar de todo lo que se dice en contra
de la Tercera Vía, esta intenta al fin y al cabo proponer una visión que tiene
en cuenta esos cambios. No es extraño que la confusión comience a imperar en
cuanto nos aproximamos al análisis político concreto. En una entrevista
reciente, Ernesto Laclau hizo una extraña acusación contra mí diciendo que yo
afirmaba que el problema con Estados Unidos está en que
actúa como una potencia global pero no piensa como una potencia global, sino
solamente de acuerdo a sus propios intereses. La solución es pues que debería
pensar y actuar como una potencia global, que debería asumir su papel de policía
mundial. Para alguien como Zizek, que viene de la tradición hegeliana, decir
algo así significa que Estados Unidos viene a ser la clase universal [...]. La
función que Hegel atribuye al Estado y Marx al proletariado, Zizek se la
confiere ahora a la culminación del imperialismo estadounidense. No hay base alguna
para pensar que las cosas van a ser así. Yo no creo que ninguna causa
progresista,en ninguna parte del mundo, pueda pensar en esos términos.(15)
No
cito este pasaje para recrearme en lo forzado y ridículo de su maliciosa
interpretación: por supuesto, yo nunca defendí que Estados Unidos fuera una
clase universal.Cuando yo constaté que Estados Unidos «actúa de modo global y
piensa de modo local», mi opinión no era que debería pensar y actuar
globalmente; se trataba sencillamente de que esta brecha entre universalidad y
particularidad es estructuralmente necesaria, razón por lo cual Estados
Unidos está cavando a la larga su propia tumba. Por cierto, ahí es donde
reside mi hegeUanismo: el motor del proceso histórico-dialéctico es
precisamente esa brecha entre acción v pensamiento. La gente no hace lo
que cree estar haciendo; mientras el pensamiento es formalmente universal, el
acto como tal particulariza, y esta es la razón por la que, precisamente para
Hegel, no existe un sujeto histórico autotransparente; todos los sujetos
sociales, en el momento de actuar, quedan atrapados en «la perfidia de la
razón» y desempeñan su papel gracias, precisamente, al fracaso en la obtención
de su objetivo. En consecuencia, la brecha de la que nos estamos ocupando no es
simplemente la brecha entre la forma universal del pensamiento y los intereses
particulares que sustentan «efectivamente» nuestros actos legitimados por el pensamiento
universal; el auténtico descubrimiento de Hegel consiste en que precisamente la
forma universal en cuanto tal, en su oposición al contenido particular que
excluye, se particulariza a sí misma, se convierte en su opuesto, por eso no
hace falta buscar ningún contenido particular «patológico» que empañe la pura
universalidad.
La
razón por la que cito este pasaje es para hacer un preciso apunte teórico sobre
el estatus de la universalidad: nos enfrentamos aquí a dos lógicas de
universalidad opuestas, que han de diferenciarse estrictamente. Por una parte
está la burocracia del Estado como la clase universal de una sociedad (o, yendo
más lejos, Estados Unidos como policía mundial, como promotor y garante
universal de los derechos humanos y la democracia), el agente directo del orden
global; por otro lado, está la universalidad «supernumeraria», la universalidad
personificada en el elemento que se sale del orden existente y que, aunque
interno a éste, no tiene propiamente lugar dentro del mismo (lo que Jacques
Ranciére llama la «parte de la no-parte»). No sólo no son ambas cosas lo mismo
(16), sino que, en último término, la lucha es precisamente la lucha entre
esas dos universalidades, no simplemente entre los elementos particulares
de la universalidad; no se trata precisamente de qué contenido particular
«dominará» la forma vacía de la universalidad, sino más bien de la lucha entre dos
formas específicas de universalidad.
Por
eso se equivoca Laclau cuando contrapone la «clase trabajadora» y «el pueblo»
en función del eje contenido conceptual versus nominación radical (17):
la «clase trabajadora» designa un grupo social preexistente, caracterizado por
su contenido sustancial, mientras que «el pueblo» surge como agente unificado
por el mismo hecho de la nominación. No hay nada en la heterogeneidad de las
reivindicaciones que las habilite para ser unificadas en «el pueblo». No
obstante, Marx distingue entre «clase trabajadora» y «proletariado»; la «clase
trabajadora» es efectivamente un grupo social concreto, mientras que el
«proletariado» designa una situación subjetiva.Y Lenin sigue aquí a Marx en su
concepción «no orgánica» del partido como diferenciado de la clase, concebida
la propia «clase» como una entidad muy heterogénea y contradictoria, lo mismo
que en su profunda sensibilidad para con la especificidad de la dimensión
política en medio de las diferentes prácticas sociales.
Ésta
es la razón por la que también yerra el tiro el debate crítico de Laclau sobre
la distinción que hace Marx entre «proletariado» y «Ltifnpenproletariat»: la
distinción no se establece entre un grupo social objetivo y un no-grupo, un
excedente residual que de por sí no tiene un lugar dentro de la estructura social,
sino entre dos formas de este excedente residual que generan dos posiciones
subjetivas diferentes. Paradójicamente, lo que implica el análisis de Marx es
que, aunque el «Lumpenproletariat» parece más radicalmente desplazado
respecto al cuerpo social que el «proletariado», en realidad encaja en el
edificio social mucho más cómodamente. Remitiéndonos a la distinción kantiana
entre juicio negativo y juicio infinito, el «Lumpenproletariat» no es realmente
un no-grupo (la negación inmanente de un grupo, un grupo que es un no-grupo), pero
no es un grupo y su exclusión de todos los estratos no sólo consolida la identidad
de los demás grupos, sino que la convierte en un elemento libre, flotante, que
puede ser utilizado por cualquier estrato o clase. Puede ser el elemento
«carnavalesco» que radicaliza la lucha obrera, que empuja a los trabajadores
desde las estrategias moderadas y de compromiso a la confrontación abierta, o
el elemento utilizado por la clase dominante para corromper desde dentro la
oposición a su favor (la tan tradicional chusma criminal al servicio de los que
están en el poder). La clase trabajadora, por el contrario, es un grupo que es
en sí mismo, como un grupo dentro del edificio social, un no-grupo, es
decir, cuya posición es en sí misma contradictoria: la clase trabajadora es una
fuerza productiva que los que están en el poder necesitan para perpetuarse ellos
y su situación dominante, pero para la que, no obstante, no encuentran un
«lugar apropiado».
Esto
nos lleva al reproche fundamental que Laclau hace a la «crítica de la economía política»
de Marx: es una ciencia positiva, «óntica», que delimita una parte sustancial
de la realidad social, de modo que cualquier política emancipatoria que se base
en la crítica de la economía política (en otras palabras, cualquier importancia
que se otorgue a la lucha de clases) reduce lo político a un epifenómeno
incrustado en la realidad sustancial. Tal concepción ignora lo que Derrida
llamaba la dimensión «espectral» de la crítica de la economía política de Marx:
lejos de ofrecer la ontología de un determinado dominio social, la crítica de
la economía política demuestra cómo a esta ontología se añade siempre una «fantasmalogía»,
ciencia de los fantasmas, lo que Marx llama «las sutilezas metafísicas y los
primores teológicos» del mundo de las mercancías. Este extraño «espíritu/fantasma»
se aloja en el mismo núcleo de la realidad económica, y esta es la razón por la
que con la crítica de la economía política se cierra el círculo de la crítica
de Marx. La tesis inicial de Marx en sus primeras obras era que la crítica de
la religión era el punto de partida de toda crítica. De ahí proseguía con la
crítica del Estado y la política para concluir con la crítica de la economía
política, que nos proporciona la visión del mecanismo fundamental de la
reproducción social. No obstante, en este último término, el movimiento se
vuelve circular y retorna al punto de partida, es decir, lo que descubrimos en
el mismísimo núcleo de esta «dura realidad económica» es de nuevo la dimensión teológica.
Cuando Marx describe la loca y autopropulsada circulación del capital cuya
trayectoria solipsista de autofecundación alcanza hoy su apogeo en la
metarreflexiva especulación sobre los contratos de futuros, resultaría casi
demasiado simplista proclamar que el espectro de este monstruo autoengendrado
que sigue su camino sin tener en cuenta ninguna circunstancia humana o relativa
al entorno, es una abstracción ideológica, y no deberíamos olvidar nunca que
tras esta abstracción existe gente real y objetos reales en cuyos potenciales y
recursos productivos se basa la circulación de capital y de los que se alimenta
cual parásito gigantesco. El problema reside en que esta «abstracción» no está
sólo en nuestra percepción equivocada de la realidad social (la del especulador
financiero), sino que es «real» en el preciso sentido de que determina la
estructura misma de los procesos materiales de la sociedad: el destino de
estratos enteros de población y a veces países completos puede verse decidido
por esta danza especulativa «solipsista» del capital que persigue el objetivo
de sus beneficios en medio de una bendita indiferencia con respecto a cómo sus
movimientos afectan a la realidad social, En eso consiste fundamentalmente la
violencia sistémica del capitalismo, que es mucho más siniestra que la
violencia socioideológica directa del precapitalismo: esta violencia ya no es
atribuible a individuos concretos y a sus «malas intenciones», sino que es
puramente «objetiva», sistémica, anónima. Aquí tropezamos con la distinción
lacaniana entre la realidad y lo Real: «realidad» es la realidad social de la gente
concreta que interactúa y está implicada en el proceso productivo, mientras que
lo Real es la inexorable lógica «abstracta» y espectral del capital que
determina lo que se cuece en la realidad social.
No
olvidemos, además, qué indica realmente el término crítica de la economía política:
la economía es en sí misma política, de manera que no podemos reducir la lucha
política a un mero epifenómeno o un efecto secundario de un proceso social más
básico de naturaleza económica. Esto es lo que la «lucha de clases» es para Marx:
la presencia de la política en el mismísimo corazón de la economía, razón por la
cual resulta significativo que el manuscrito de El capital III se
interrumpa precisamente en el momento en que Marx hubiera querido ocuparse de
la lucha de clases. Esta ruptura no es simplemente una carencia, la señal de un
fracaso, sino más bien la señal de que la línea de pensamiento se vuelve hacia
sí misma, retorna a una dimensión que ya estaba ahí desde siempre. La lucha de
clases «política» impregna todo el análisis desde el comienzo: las categorías
de la economía política (por ejemplo, el «valor» de la mercancía «fuerza de
trabajo» o la tasa de beneficio) no son datos socioeconómicos objetivos, sino
datos que marcan siempre el resultado de una lucha «política». Y, ,-;no es una
vez más un paso decisivo en esta dirección la manera sustancialmente política
en que Lenin entiende las cuestiones económicas tras la toma del poder, en
oposición a la rehabilitación por parte de Stalin de la «ley del valor bajo el
socialismo»? (Dicho sea de paso, en relación con lo Real, Laclau parece oscilar
entre la noción formal de lo Real como antagonismo y la noción más «empírica»
de lo Real como aquello que no puede reducirse a una oposición formal: la oposición
A-B nunca vendrá a ser A-no-A. La «Beez» de B, en último término, no es objeto
de dialéctica. El «pueblo» será siempre algo más que simplemente lo opuesto al
poder Existe un lo Real del «pueblo» que se resiste la integración simbólica»(18)
La
pregunta crucial es, por supuesto, la siguiente: ¿cuál es exactamente el carácter
de este «exceso» de «pueblo» por encima del ser «lo meramente opuesto al poder»,
que es lo que se resiste a la integración simbólica en «pueblo»? ¿Es
simplemente la riqueza de sus significados (empíricos o de otro tipo)?
Si ese es el caso, no nos las tenemos que ver con un lo Real que resiste
la integración simbólica, ya que lo Real, en este caso, es precisamente el
antagonismo de A-no-A, de manera que «lo que hay en B más allá del no-A» no es lo
Real en B, sino las determinaciones simbólicas de B.
El
«capitalismo», por lo tanto, no es meramente una categoría que delimita una esfera
social concreta, sino una matriz formal, trascendental, que estructura todo el espacio
social; literalmente, un modo de producción. Su fuerza reside
precisamente en su debilidad: se ve empujado a una dinámica constante, a una
especie de permanente estado de excepción con el objeto de evitar enfrentarse a
su antagonismo básico, su desequilibrio estructural. En sí mismo es
ontológicamente «abierto»: se reproduce a sí mismo por medio de su
autosuperación permanente; es como si estuviera endeudado con su propio futuro,
hipotecándose con él y posponiendo siempre el día de saldar las cuentas.
Was
will Europa?
La
conclusión general es que, aunque el tópico del populismo emerge como crucial
en el escenario político actual, no puede utilizarse como base para la
renovación de las políticas emancipatorias. Lo primero que hay que
resaltar es que el populismo de hoy es distinto de su versión tradicional,
diferenciándose por el oponente contra el que moviliza al pueblo: el
florecimiento de la pospolítica, la creciente reducción de la política
apropiada a la administración racional de los intereses en conflicto. En los países
altamente desarrollados como Estados Unidos y Europa occidental, el «populismo»
emerge, en definitiva, como el inevitable doble en la sombra de las
pospolíticas institucionalizadas: uno estaría tentado a decir que como su suplemento
en el sentido derridiano, como la cancha en la que pueden articularse las
reivindicaciones políticas que no encajan en el espacio institucionalizado. En
este sentido, existe una mistificación que es parte constituyente del
populismo: su gesto es rehusar a enfrentarse con la complejidad de la
situación, reducirla a una lucha clara con la figura pseudoconcreta de un
enemigo (desde la burocracia de Bruselas a los inmigrantes ilegales).
«Populismo», pues, es por definición un fenómeno negativo, un fenómeno basado
en una repulsa, incluso una admisión implícita de impotencia. Todos conocemos el
viejo chiste del tipo que busca a la luz de la farola la llave que ha perdido: cuando
le preguntan dónde la ha perdido, admite que fue en un rincón oscuro; entonces,
«¿Por qué la buscas bajo la luz.^ Porque aquí se ve mucho mejor». Hay siempre algo
de esta trampa en el populismo, dado que éste no sólo no es el espacio en el que
deberían inscribirse los actuales proyectos emancipatorios (de liberación),
sino que habría que andar un paso más y defender que la tarea principal de las
políticas emancipatorias de hoy día, su problema de vida o muerte, es encontrar
una forma de movilización política que, aunque crítica con la política
institucionalizada, como el populismo, evite la tentación populista.
¿Dónde
nos deja entonces todo esto con respecto al embrollo europeo? A los votantes
franceses no se les ofreció una elección claramente simétrica, ya que los auténticos
términos de la alternativa privilegiaban el «Sí»: la elite propuso al pueblo una
alternativa que en realidad no era en absoluto una alternativa, ya que el pueblo
fue llamado a ratificar lo inevitable, el resultado de la ilustración de los
expertos.Los medios de comunicación y la elite política presentaron la elección
como una elección entre conocimiento e ignorancia, entre conocimiento experto e
ideología, entre administración pospolítica y viejas pasiones políticas de
izquierdas y derechas(19). El «No» fue, por lo tanto, desacreditado como una
reacción corta de vista, desconocedora de sus propias consecuencias: una oscura
reacción de miedo frente al nuevo orden postindustrial emergente, el instinto
de apegarse y proteger las confortables tradiciones del Estado de bienestar, un
gesto de repulsa carente de cualquier programa positivo alternativo. No es extraño
que los únicos partidos cuya postura oficial era el «No» fueran los partidos de
los extremos opuestos del espectro político, el Frente Popular de Le Pen en la
derecha y comunistas y trotskistas en la izquierda.
No
obstante, si hay un elemento de verdad en todo esto, y éste es que el mismo hecho
de que el «No» no fuera apoyado por una visión política alternativa coherente constituye
la condena más dura posible a la elite política y mediática: es un monumento a
su incapacidad de articular, de trasladar a una visión política los anhelos e
insatisfacciones del pueblo. En lugar de eso, con su reacción frente al «No»,
trataron al pueblo como a alumnos retrasados incapaces de captar las lecciones
de los expertos. Su única autocrítica fue la del maestro que admite haber
fracasado en educar adecuadamente a sus alumnos. Lo que los abogados de esta
tesis de la «comunicación » (el «No» de franceses y holandeses indica que la
elite ilustrada fracasó al no comunicarse adecuadamente con las masas) no
supieron ver es que, justo al contrario, el «No» en cuestión fue un ejemplo
perfecto de comunicación en el que, tal como planteó Lacan, el comunicante
obtiene del destinatario su propio mensaje en su forma inversa, que es la
cierta: los burócratas ilustrados de Europa recibieron en respuesta de sus
votantes la superficialidad de su propio mensaje en su forma auténtica. El
proyecto de Unión Europea que Francia v Holanda rechazaron quedó como una
especie de truco barato, como si Europa pudiera redimirse a sí misma y derrotar
a sus competidores simplemente combinando lo mejor de ambos mundos: superando a
Estados Unidos, China y Japón en modernización científico-tecnológica y
manteniendo vivas sus tradiciones culturales. Habría aquí que insistir en que, por
el contrario, si Europa ha de redimirse a sí misma tendrá que estar dispuesta a
asumir el riesgo de perder (en el sentido de cuestionar de raíz) ambas
cosas: disipar el fetiche del progreso científico-tecnológico )' renunciar a
abandonarse a la superioridad de su legado cultural.
Así,
aunque la elección no giraba en torno a dos opciones políticas, tampoco era la
elección de la versión ilustrada de una Europa moderna, dispuesta a
incorporarse al nuevo orden global frente a viejas y confusas pasiones políticas.
Cuando los comentaristas describen el «No» como un mensaje de miedo confuso, se
equivocan del todo. El principal miedo con el que nos vemos aquí es el miedo
que el mismo «No» provocó en la nueva elite política europea, el miedo de que
el pueblo ya no vaya a seguir comprando tan fácilmente su visión pospolítica.
Para todos los demás el «No» es un mensaje y expresión de esperanza: la esperanza
de que la política permanece viva y posible, de que el debate sobre qué debe y
va a ser la nueva Europa está todavía abierto. Esta es la razón por la que
nosotros, en la izquierda, debemos rechazar la insinuación despectiva de los
liberales de que en nuestro «No» coincidimos con extraños compañeros de cama
neofascistas. Lo único que comparten la nueva derecha populista y la izquierda
es justo eso: la conciencia de que la auténtica política está todavía
viva.
Hubo
una
elección positiva en el «No»; la elección de la elección misma, el rechazo del
chantaje de la nueva elite que únicamente nos permite elegir entre confirmar su
conocimiento experto o lucir nuestra «irracional» inmadurez. El «No» es ¡a decisión
positiva de iniciar un auténtico debate político sobre qué tipo de
Europa queremos realmente. Al final de su vida se planteó Freud la famosa
pregunta «Was will das Weib?» [¿qué quiere la mujer?], admitiendo su
perplejidad al encarar el enigma de la sexualidad femenina. ¿Acaso el galimatías
de la Constitución europea no viene a atestiguar idéntico rompecabezas?: ¿qué
Europa queremos?
Toda
crisis es en sí misma un estímulo para un nuevo comienzo, todo fracaso de una
estrategia a corto plazo y de unas medidas prácticas (para la reorganización
financiera de la Unión y similares) es
una bendición encubierta, una oportunidad de repensar los auténticos
fundamentos. Lo que necesitamos es una recuperación por medio de la repetición (Wieder-Holung):
a través de una confrontación crítica con toda la tradición europea,
deberíamos repetir la pregunta « ¿Qué es Europa?» o, mejor, « ¿Qué significa
para nosotros ser europeos?» y luego darle una nueva formulación. La tarea es
difícil, nos obliga a asumir el gran riesgo de caminar por terrenos desconocidos.
La única alternativa es ya una lenta decadencia, la transformación gradual de
Europa en lo que fue Grecia para el maduro Imperio romano, un destino para el
turismo cultural nostálgico, sin ninguna relevancia efectiva (20).
Hay
otro punto a propósito del cual deberíamos arriesgarla hipótesis de que Heidegger
estaba en lo cierto, aunque no en el sentido que él pensaba: ¿qué pasa si la
democracia no es la repuesta a esta difícil situación? En sus Notes Towards a
Definition of Culture, el gran conservador T, S. Eliot destacaba que hay
momentos en los que la única elección posible está entre ser sectarios o no
creyentes, cuando el único modo de mantener viva una religión es provocar que
una secta se escinda del cuerpo principal. Esta es hoy nuestra única oportunidad:
sólo por medio de una «escisión sectaria» del legado europeo estándar,
amputándonos a nosotros mismos del cuerpo decadente de la vieja Europa,
podremos mantener en vida el legado europeo renovado. Esta escisión
cuestionaría las premisas mismas que tendemos a aceptar como nuestro propio
destino, como datos no negociables de nuestra problemática: esto es, el
fenómeno comúnmente definido como el nuevo orden mundial global y la necesidad
de acomodarnos a él mediante la «modernización». Por decirlo crudamente; si el
nuevo orden mundial global es para todos nosotros el marco no negociable,
entonces Europa está perdida, así que la única solución para Europa es
asumir el riesgo y romper esta racha de nuestro destino. Nada debería
aceptarse como intocable en esta nueva puesta de cimientos, ni la necesidad de «modernización»
económica ni los más sagrados fetiches liberales y democráticos.
Este es el espacio en el que se puede reproducir
hoy día el gesto leninista. En el verano de 1921, con el fin de fortalecer los
lazos entre los campesinos y el gobierno soviético, Lenin convocó un pequeño
grupo formado por Bonch-Bruevich, el comisario de agricultura Ossinski y otros
pocos, para elaborar una propuesta con el fin de proporcionar libremente
tierras a antiguas sectas cristianas protocomunistas (había entre tres y cuatro
millones de miembros en la Rusia de aquel tiempo). El 5 de octubre se imprimió
una proclama y se dirigió a «los Miembros de la Secta de los Viejos Creyentes»
(que desde el siglo XVII habían sido perseguidos por el régimen zarista),
invitándolos a instalarse en tierras abandonadas y a vivir allí de acuerdo con sus
costumbres. La exhortación citaba directamente los Hechos de los Apóstoles: «Nadie
debería decir que lo que posee le pertenece a él solamente; y debería
mantenerse en común [...]». El objetivo de Lenin no era meramente práctico
(producir más alimentos); pretendía también explorar los potenciales comunistas
de las formas precapitalistas de propiedad común (que ya Marx, en su carta a
Vera Zassulitch, señaló como una base potencial para la producción comunista).
Los Viejos Creyentes fundaron, en efecto, un sovkhoz modelo en Lesnaya
Polyana, cerca de Moscú, cuya actividad fue seguida muy de cerca por Lenin (21).
La izquierda debería mostrar la misma apertura en la actualidad, incluso con
respecto a los fundamentalistas más «sectarios».
Notas
1.
Lo que esto significa es que precisamente en referencia a los innumerables
horrores del estalinismo cualquier descripción directa de tipo moralizante
yerra desgraciadamente el blanco: sólo por medio de lo que Kierkegaard llamaba
«comunicación indirecta», recurriendo a una cierta forma de ironía, puede uno
rendir apropiada cuenta de aquel horror.
2. Isaac Deutscher, The Prophet Outcast, Londres, Verso, 2003, p.
88.
3. Jean-Claucle
Milner, Leperiple structural, París, Seuil, 2Ü03, p. 213.
4.
Muchos comentaristas proeuropeos destacan la disposición para soportar
sacrificios económicos por parte de los nuevos miembros de la Unión procedentes
de Europa Oriental frente al comportamiento egoísta e intransigente del Reino
Unido, Francia, Alemania y algunos otros antiguos miembros. No obstante, habría
que tener también en cuenta la hipocresía de Eslovenia y otros nuevos miembros
del Este: se comportan como los recientes miembros de un exclusivo club que
pretendan ser los últimos en ser admitidos. A la vez que acusan a
Francia de racismo, ellos mismos se oponen a la entrada de Turquía.
5. Véase Ernesto Laclau, On Populist Reason, Londres, Verso,
2005.
6.
Esta distinción es homologa a la que existe entre moralidad «fina» y «gruesa»
(véase Michael Walter, Thick and Thin, Notre Dame. University of Notre
Dame Press, 1994). Walter pone como ejemplo la gran manifestación en las calles
de Praga en 1989 que derribó el régimen comunista. En la mayor parte de las
pancartas se leía «verdad», «Justicia» o «Libertad», eslóganes generales con
los que el partido comunista en el poder no podía más que estar de acuerdo. El
intríngulis estaba, por supuesto, en las reclamaciones de trazo «grueso»
(específicas, determinadas, como eran la libertad de prensa, las elecciones
pluripartidistas, etc.) que venían a indicar qué es lo que el pueblo quería
decir con los simples eslóganes generales. En resumen, la lucha no era sin
más por la libertad y la justicia, sino por el significado mismo de esas
palabras.
7. E. Laclau, On Populist
Reason, cit.. p.
88.
8. Ibíd., p. 90
9. Ibíd., pp. 98-99.
10.
A muchas personas favorables al régimen venezolano de Hugo Chavez les gusta
destacar, frente al llamativo y a veces bufonesco estilo caudillista de
Chávez, el amplio movimiento popular de la organización espontánea de los
pobres y desposeídos que sorprendentemente le devolvieron al poder después de
haber sido depuesto por un golpe respaldado por Estados Unidos. El error de
esta concepción está en pensar que lo segundo puede darse sin lo primero: el
movimiento popular necesita identificarse en la figura de un líder carismático.
La limitación de Chávez se encuentra en otra parte, en el mismo factor que lo
capacita para desempeñar su papel; el dinero del petróleo. Es como si el
petróleo fuera siempre una bendición dudosa, si no directamente una maldición.
Gracias a este recurso puede continuar haciendo gestos populistas sin tener que
pagar su verdadero precio, sin tener que inventar algo
verdaderamente
nuevo en lo económico. El dinero hace que sea posible llevar a cabo políticas
inconsistentes (tomar medidas anticapitalistas de tipo populista r dejar
básicamente incólume el edificio capitalista); no actuar sino posponer la
acción, el cambio radical. (En contra de su retórica antiestadounidense, Chávez
tiene gran cuidado en que los contratos entre Venezuela y Estados Unidos se
lleven a cabo: es, realmente, «un Fidel con petróleo».)
11. Sigmund Freud, Group
Psychology and the Analysis of the Ego, en The Standard Edition of the Complete
Psychological Works of Freud, Nueva York, W. W. Norton, 1975, pp. 18-100
[ed. cast.: Psicología de las masas, Madrid, Alianza, 2000].
12.
Véase, en especial, Chantal Mouffe, The Democratic Paradox, Londres,
Verso, 2000 [ed. cast.: La paradoja democrática, Barcelona, Gedisa, 2003].
13. E. Laclau, On Populist Reason, cit., p. 166.
14. E, Laclau, según
cita en Mary Zournazi (ed.), Hope, Londres, Lawrence and Wishart, 2002,
p. 145.
15. E. Laclau, «Las
manos en la masa». Radar, 5 de junio de 2005, p. 20.
16.
La anécdota que mejor ejemplifica qué es lo que talla en el primer tipo de universalidad
es ¡a historia
de
aquel soldado inglés de clase trabajadora, de permiso en la Primera Guerra
Mundial, que se indigna al encontrarse con un joven de clase alta que lleva
tranquilo su \'ida exquisitamente «británica» (el rito del té v demás! sin
verse en absoluto perturbado por la guerra. Cuando el soldado explota contra el
joven y le pregunta: « ¿Cómo puedes estar ahí sentado disfrutando, mientras
nosotros entregamos nuestra sangre para defender nuestro modo de vida?», el
joven contestó sin alterarse: «Pero, si ¡ yo soy el modo de vida que vosotros
defendéis allí en las trincheras!».
17. E. Laclau, On Populist Reason,
cit., p. 183.
18. Ibíd., p. 152.
19
La mejor manera de ejemplificar las limitaciones de la pospolítica es no sólo a
través del éxito del populismo de derechas, sino por las elecciones de 2005 en
el Reino Unido. t\ pesar de la creciente impopularidad de Tonv Blair (se
le vota regularmente como la persona más impopular en el Reino Unido) no hubo
manera de encontrar una expresión política efectiva para este descontento con
él. Tal frustración
sólo
puede provocar peligrosas explosiones extraparlamentarias.
20.
En marzo de 2005, el Pentágono filtró el sumario de un documento de alto
secreto que traza la agenda estadounidense para la dominación militar global.
Este propugna un acercamiento más «proactiva» la acción militar bajo el dudoso
concepto de acciones «preventivas» y defensivas. Se concentra en cuatro tarcas
principales: construir asociaciones con Estados en descomposición para derrotar
las amenazas del terrorismo interno; defender la patria, incluso mediante
golpes ofensivos contra grupos terroristas que estén planeando ataques; influir
en las decisiones de países que se encuentran en encrucijadas estratégicas,
como China o Rusia; e impedir la adquisición cíe armas cié destrucción masiva
por parte de Estados hostiles o grupos terroristas. ¿Aceptará esto Europa? ¿Se
contentará con asumir el papel de la anémica Grecia bajo la dominación del
poderoso Imperio romano?
21.Véase
Jean-Jacques Marie, Lénine 1870-1924, París, Editions Ballano, 2004, pp.
392-93. Doy las gracias a Sébastien Budgen por llamar mi atención sobre esta
inesperada actividad de Lenin.
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