David Harvey
La geografía histórica del desarrollo
capitalista se encuentra en un punto clave de inflexión en el cual las
configuraciones geográficas de poder están cambiando rápidamente en el mismo
momento en que la dinámica temporal enfrenta serias limitaciones. El 3% de
crecimiento compuesto anual (usualmente considerada la tasa de crecimiento
mínima aceptable para una economía capitalista saludable) es cada vez menos
posible de sostener sin recurrir a todo tipo de ficciones (como las que han
caracterizado a los mercados de acciones y mercados financieros en las dos
últimas décadas). Existen buenas razones para creer que no hay otra alternativa
a un nuevo orden mundial de gobierno que, al fin y al cabo, tendrá que
gestionar la transición a una economía de crecimiento cero. Si eso ha de
realizarse de manera equitativa, entonces no hay otra alternativa al socialismo
o comunismo. Desde finales de los noventa, el Foro Social Mundial se convirtió
en el centro de articulación del tema “otro mundo es posible.” Ahora debe
asumir la tarea de definir cómo otro socialismo o comunismo es posible y cómo
se consumará la transición a estas alternativas. La crisis actual ofrece una
oportunidad para reflexionar sobre lo que esto podría implicar.
La crisis actual se
originó en las medidas adoptadas para resolver la crisis de los setenta. Estas
medidas incluyeron:
El ataque exitoso a las organizaciones
laborales y sus instituciones políticas mientras se movilizaba mano de obra
global excedente, la implementación de cambios tecnológicos para reducir mano
de obra y elevar la competencia. El resultado ha sido la reducción global del
salario (disminución de la participación del salario en el PIB total en casi
todas partes) y la creación de una reserva laboral descartable, aún más vasta,
viviendo en condiciones marginales.
Socavar las estructuras precedentes de
poder monopolista y desplazar la fase previa de capitalismo monopólico (de
Estado nación) mediante la apertura capitalista a una competencia internacional
mucho más salvaje. Intensificar la competencia mundial, traducida en reducir
ganancias corporativas no financieras. El desarrollo geográfico desigual y la
competencia interterritorial se convirtieron en rasgos fundamentales del
desarrollo capitalista, abriendo la brecha hacia un cambio hegemónico de poder,
en particular, pero no exclusivamente, en Asia oriental.
Utilizar y habilitar a la forma de
capital más fluida y de mayor movilidad –capital dinerario– para reasignar
recursos de capital a nivel mundial (con el tiempo, por medio de mercados
electrónicos), provocando, así, la desindustrialización en las regiones
centrales tradicionales y nuevas formas (ultra opresivas) de industrialización
y de extracción de recursos naturales y materias primas agrícolas en los
mercados emergentes. El corolario fue aumentar la rentabilidad de las
corporaciones financieras y encontrar nuevas formas de globalizar y,
supuestamente, absorber riesgos mediante la creación de mercados de capital
ficticios.
En el otro extremo de
la escala social, esto significó mayor confianza en la “acumulación por
desposesión” como medio para aumentar el poder de la clase capitalista. Los
nuevos ciclos de acumulación primitiva contra poblaciones indígenas y
campesinas fueron aumentados por las pérdidas de bienes de las clases más bajas
en las economías centrales (como lo demostró el mercado inmobiliario sub-prime [2] en los Estados Unidos que
impuso la enorme pérdida de bienes, principalmente a la población
afroamericana).
El aumento de la demanda efectiva, de lo
contrario menguada, mediante el impulso de la economía de deuda (gubernamental,
corporativa y del mercado interno) hasta su límite máximo (especialmente en los
Estados Unidos y el Reino Unido, pero además en muchos otros países de Letonia
a Dubai).
La compensación de las
tasas de retorno anémicas en la producción por la construcción de toda una
serie de mercados- burbuja de activos, la cual tenía la impronta Ponzi [3], culminó con la burbuja
inmobiliaria que estalló en agosto de 2007. Estas burbujas de activos se
basaron en el capital financiero y fueron facilitadas por las innovaciones
financieras como los derivados y las obligaciones de deuda con garantía u
obligaciones de deuda colateral.
Las fuerzas políticas que se unieron y
movilizaron en pos de estas transiciones tenían un carácter de clase particular
y se vestían con las prendas de una ideología distintiva llamada neoliberal. La
ideología se basaba en la idea de que los mercados libres, el libre comercio,
la iniciativa personal y el espíritu emprendedor eran los mejores garantes de
las libertades individuales y de la Libertad absoluta, y que el “Estado niñera”
debía ser desmantelado para beneficio de todos. Pero la práctica implicaba que
el Estado debía respaldar la integridad de las instituciones financieras,
introduciendo así a lo grande (empezando con las crisis de la deuda mexicana y
de los países en vías de desarrollo de 1982) al “riesgo moral” en el sistema
financiero. El Estado (local y nacional) incluso estaba cada vez más
comprometido en proporcionar “un buen clima de negocios” para atraer
inversiones en un entorno altamente competitivo. Los intereses de las personas
eran secundarios para los intereses del capital y, en el caso de un conflicto
entre ellos, los intereses de las personas fueron sacrificados –como se
convirtió en una práctica habitual en los programas de ajuste estructural del
Fondo Monetario Internacional (FMI) desde principios de los ochenta en
adelante–. El sistema que se ha creado equivale a una verdadera forma de
comunismo para la clase capitalista.
Estas condiciones variaban
considerablemente, desde luego, dependiendo de en qué parte del mundo se
habitara, las relaciones de clase imperantes, las tradiciones culturales y
políticas y la forma en que estaba cambiando el equilibrio del poder
político-económico.
Entonces, ¿cómo puede la izquierda
negociar las dinámicas de esta crisis? En tiempos de crisis, la irracionalidad
del capitalismo queda claramente expuesta a la vista de todos. Los excedentes
de capital y mano de obra coexisten uno al lado del otro y, aparentemente, no
hay manera de volver a juntarlos en medio del sufrimiento humano inmenso y las
necesidades insatisfechas. A mediados del verano de 2009, un tercio de los
bienes de capital en los Estados Unidos estaban ociosos, mientras que un 17% de
la población económicamente activa estaba o bien desempleada o bien obligada a
trabajar medio tiempo, o eran trabajadores “desalentados”. ¡Qué podría ser más
irracional que eso!
¿Puede el capitalismo sobrevivir el
trauma actual? Sí. Pero ¿a qué costo? Esta pregunta encubre otra. ¿Puede la
clase capitalista reproducir su poder ante las dificultades económicas,
sociales, políticas y geopolíticas, y medioambientales? Una vez más, la
respuesta es un rotundo “sí”. Pero las masas tendrán que entregar los frutos de
su trabajo a los poderosos, claudicar a muchos de sus derechos y valores que
tanto han costado conseguir, a todo, desde viviendas a derechos de pensión y
sufrir degradaciones del medio ambiente, y ni qué decir de la serie de
reducciones en su nivel de vida, lo cual significa hambrunas para muchos de los
que ya están luchando en los niveles más bajos para sobrevivir. Las
desigualdades de clase aumentarán (como ya vemos que está sucediendo). Todo
esto puede requerir mucho más que un poco de represión política, violencia
policial y control estatal militarizado para reprimir los disturbios.
Dado que gran parte de esto es
impredecible y que los espacios de la economía mundial son tan variables, la
incertidumbre en cuanto a los resultados se acentúa en tiempos de crisis. Surge
toda clase de posibilidades localizadas para que los capitalistas incipientes
en algún nuevo espacio aprovechen las oportunidades de desafiar a clases
capitalistas anteriores y a hegemonías territoriales (como cuando Silicon
Valley sustituyó a Detroit desde mediados de la década del setenta en los
Estados Unidos), o para que los movimientos radicales desafíen la reproducción
de una ya desestabilizada clase dominante. Decir que la clase capitalista y el
capitalismo pueden sobrevivir no significa que estén predestinados a hacerlo,
ni tampoco que su signo futuro esté dado con antelación. Las crisis son
momentos de paradoja y posibilidades.
Por lo tanto, ¿qué pasará esta vez? Si
vamos a volver a un crecimiento del 3%, entonces esto significa que debemos encontrar
oportunidades globales de inversión, nuevas y rentables, de 1,6 billones de
dólares en 2010, llegando a más de 3 billones de dólares en 2030. Esto
contrasta con el 0,15 billón de dólares de nuevas inversiones necesarias en
1950 y el 0,42 billón de dólares necesario en 1973 (las cifras en dólares están
reajustadas a la inflación). Los problemas reales para encontrar salidas
adecuadas para el capital excedente comenzaron a surgir después de 1980,
incluso con la apertura de China y el derrumbe del bloque soviético. Las
dificultades fueron resueltas, en parte, mediante la creación de mercados
ficticios donde la especulación con los valores de los activos podía despegar
sin obstáculos. ¿Adónde irán todas estas inversiones ahora?
Dejando a un lado las incuestionables
limitaciones en la relación con la naturaleza (con el recalentamiento global,
de suma importancia), las otras barreras potenciales de la demanda efectiva en
el mercado, de tecnologías y de las distribuciones geográficas/geopolíticas
tienden a ser profundas, incluso en el supuesto, que es poco probable, de que
no se materialice ninguna oposición activa contra la continua acumulación de
capital y una mayor consolidación del poder de clase. ¿Qué espacios se dejan en
la economía mundial para los nuevos arreglos espaciales para la absorción de
excedentes de capital? China y el ex bloque soviético ya se han integrado.
Asia, meridional y sudoriental, se está atiborrando rápidamente. África aún no
está totalmente integrada, pero no hay otro lugar con la capacidad de absorber
todo este excedente de capital. ¿Qué nuevas líneas de producción pueden abrirse
para absorber el crecimiento? Probablemente no haya soluciones capitalistas
efectivas de largo plazo (además de revertir las manipulaciones de capital ficticio)
a esta crisis del capitalismo. En algún punto, los cambios cuantitativos
conducen a cambios cualitativos y tenemos que tomar en serio la idea de que
podemos estar exactamente en ese punto de inflexión en la historia del
capitalismo. Cuestionar el futuro del capitalismo como un sistema social
adecuado debe, por tanto, estar a la vanguardia del debate actual.
Sin embargo, parece
haber poco interés en ese debate, incluso entre la izquierda. En su lugar,
continuamos oyendo los mismos mantras convencionales,
como la perfectibilidad de la humanidad con la ayuda de los mercados libres y
el libre comercio, la propiedad privada y la responsabilidad personal, los
impuestos bajos y la participación del Estado minimalista en la provisión
social, a pesar de que todo esto suena cada vez más hueco. Surge una crisis de
legitimidad. Pero las crisis de legitimación generalmente se desarrollan a un
ritmo diferente que el de los mercados de valores. Tomó, por ejemplo, tres o
cuatro años para que la caída de la bolsa de 1929 produjera movimientos
sociales masivos (tanto progresistas como fascistas), después de 1932
aproximadamente. La intensidad del ejercicio en curso por el poder político
para salir de la crisis actual puede tener algo que ver con el temor político
de una inminente ilegitimidad.
En los últimos treinta años, sin
embargo, se ha visto la aparición de sistemas de gobierno que parecen inmunes a
los problemas de la legitimidad e indiferentes, incluso, a la creación de
consenso; de la mezcla de autoritarismo, corrupción monetaria de la democracia
representativa, vigilancia, patrulla policial y militarización (en particular,
mediante la guerra contra el terror) y el control de los medios de comunicación
cuyo giro sugiere un mundo en el que tiende a prevalecer el dominio del
descontento a través de la desinformación, la fragmentación de las oposiciones
y la formación de las culturas de oposición, mediante la promoción de las ONG
con el respaldo pleno de la fuerza coercitiva, cuando es necesario.
La idea de que la crisis
tuvo orígenes sistémicos es poco discutida en los medios convencionales de
comunicación (incluso cuando algunos economistas importantes comoStiglitz, Krugman y hasta Jeffrey Sachs intentaron robar algunas de las
consignas históricas de la izquierda, confesando a una epifanía o dos). La
mayoría de los movimientos gubernamentales para contener la crisis en América
del Norte y Europa persistió en hacer negocios como de costumbre, lo que
se traduce en un apoyo a la clase capitalista. El “riesgo moral”, que fue el
detonante inmediato de los fracasos financieros, llegó al paroxismo en el
rescate de la banca. La realidad de las prácticas del neoliberalismo (en
oposición a su teoría utópica) siempre supuso el apoyo descarado para el
capital financiero y las élites capitalistas (por lo general, con el pretexto
de que las instituciones financieras deben ser protegidas a toda costa y que es
el deber del poder estatal crear un buen clima de negocios para una actividad
lucrativa sólida). Esto no ha cambiado fundamentalmente. Este tipo de prácticas
se justifica apelando a la proposición dudosa de que la “pleamar” de la
actividad capitalista “levantaría todos los barcos”; por tanto, los beneficios
del crecimiento compuesto se repartirían, como por arte de magia, entre toda la
población (cosa que nunca se hace, salvo en la forma de unas pocas migajas de
la mesa de los ricos).
Entonces, ¿cómo saldrá la clase
capitalista de la crisis actual, y cuán rápidamente lo hará? El rebote del
mercado de la bolsa de valores de Shangai y Tokio a Frankfurt, Londres y Nueva
York es una buena señal, se nos dice, incluso cuando el desempleo,
prácticamente en todas partes, sigue en aumento. Pero nótese el sesgo de clase
en esa medida. Se nos ha encomendado regocijarnos con el repunte de los valores
bursátiles para los capitalistas porque siempre precede, se dice, a un
repunte en la “economía real” donde se crean empleos para los trabajadores y se
obtienen ingresos. El hecho de que la última recuperación bursátil en los
Estados Unidos después de 2002 resultó ser una “recuperación de desempleados”
parece haber sido olvidado. El público anglosajón, en particular, parece estar
gravemente afectado con amnesia. Olvida con demasiada facilidad y perdona las
transgresiones de la clase capitalista y las catástrofes periódicas que sus
acciones precipitan. Los medios de comunicación capitalistas están felices de
promover ese tipo de amnesia.
China e India siguen creciendo, la
primera a pasos agigantados. Sin embargo, en el caso de China, el costo es una
enorme expansión de los préstamos bancarios para proyectos de riesgo (los
bancos chinos no se vieron atrapados en el frenesí especulativo mundial, pero
ahora lo están continuando). La sobreacumulación de ganancias de la capacidad
productiva, que promueve inversiones de infraestructura a un ritmo acelerado y
en el largo plazo, cuya productividad no se conocerá hasta dentro de varios
años, está en auge (incluso en los mercados inmobiliarios urbanos). Y la
creciente demanda de China está abarcando a las economías que suministran
materias primas, como Australia y Chile. La perspectiva de un desplome ulterior
en China no puede descartarse, pero puede tomar tiempo percibirlo (una versión
a largo plazo de Dubai). Mientras tanto, el epicentro mundial del capitalismo acelera
su desplazamiento hacia el este de Asia, principalmente.
En los viejos centros
financieros, los jóvenes tiburones financieros tomaron sus bonos de antaño;
comenzaron, colectivamente, las instituciones financieras boutique que rodean a Wall Street y a la City de
Londres para tamizar, negocios jugosos y empezar una vez más mediante los detritus de los gigantes financieros de ayer. Los
bancos de inversión que permanecen en los Estados Unidos –Goldman Sachs y J.P.
Morgan–, aunque reencarnados como sociedades de cartera bancarias, están
exentos de requisitos legales (gracias a la Reserva Federal) y están obteniendo
enormes ganancias (dejando de lado enormes sumas de dinero para sus propias
ganancias sobre primas) especulando peligrosamente con el dinero de los
contribuyentes en mercados derivados, que continúan en plena expansión y sin
reglamentar. El apalancamiento que nos llevó a la crisis ha vuelto triunfal
como si nada hubiera pasado. Están en marcha innovaciones en las finanzas, como
las nuevas formas de paquetes de venta de pasivos de capital ficticio que son
promovidas y ofrecidas a las instituciones (como los fondos de pensión)
desesperadas por encontrar nuevas salidas para el capital excedente. Las
ficciones (así como los bonos) ¡han vuelto!.
Los consorcios están comprando
propiedades ejecutadas, ya sea esperando un cambio en el mercado antes de
liquidar o financiando lotes de alto valor para un momento futuro de
reconstrucción activa. Los bancos tienden a acaparar efectivo, en gran parte
obtenido de las arcas públicas, también en vistas a reanudar el pago de primas
en consonancia con un estilo de vida anterior, mientras que una gran cantidad
de empresarios da vueltas esperando aprovechar este momento de la destrucción
creativa respaldada por una gran cantidad de fondos públicos.
Mientras tanto, el
poder rudo del dinero ejercido por unos pocos socava todas las apariencias de
gobernabilidad democrática. La industria farmacéutica, los seguros de salud y
los lobbies hospitalarios, por ejemplo, gastaron más de 133 millones de dólares
en los tres primeros meses de 2009 para aseverar que se salieron con la suya
con la reforma de la salud en los Estados Unidos. Max Baucus, presidente del Comité de Finanzas del
Senado, que dio forma al proyecto de ley de salud, recibió 1,5 millones de
dólares por un proyecto de ley que ofrece un gran número de nuevos clientes a
las compañías de seguros con poca protección contra la explotación despiadada y
el lucro desmedido (Wall Street está encantado). Otro ciclo electoral, legalmente
corrupto por el inmenso poder del dinero, pronto estará sobre nosotros. En los
Estados Unidos, los partidos de “K Street” y de Wall Street serán debidamente
reelegidos mientras que a los trabajadores estadounidenses se los exhorta a
encontrar la manera de salir del desastre que la clase dominante ha creado.
Hemos estado en situaciones precarias antes, se nos recuerda, y cada vez los
trabajadores estadounidenses se arremangaron, se ajustaron el cinturón y
salvaron al sistema de una misteriosa mecánica de autodestrucción, de la cual
la clase dominante niega toda responsabilidad. La responsabilidad personal es,
ante todo, para los trabajadores y no para los capitalistas.
Si este es el esbozo de la estrategia de
salida casi con toda seguridad estaremos en otro lío en cinco años. Cuanto más
rápido salgamos de esta crisis y cuanto menos exceso de capital se destruya
ahora habrá menos cabida para la reactivación de crecimiento activo a largo
plazo. La pérdida de valor de los activos en esta coyuntura (mediados de 2009)
es, nos informa el FMI, como mínimo de 55 billones de dólares, lo que equivale,
casi exactamente, a la producción mundial anual de bienes y servicios.
Entonces, ¿cuáles son las alternativas?.
Tiene largo tiempo el
sueño de muchos en el mundo en que una alternativa a la i-racionalidad capitalista pueda ser definida, y que se
llegue a la racionalidad mediante la movilización de las pasiones humanas en la
búsqueda colectiva de una vida mejor para todos. Estas alternativas –llamadas
históricamente socialismo o comunismo– han sido intentadas en distintos
momentos y lugares. En épocas anteriores, como la década del treinta, la visión
de una u otra de ellas funcionaba como un faro de esperanza. Pero en los
últimos tiempos ambas han perdido su brillo, desestimadas no sólo por el fracaso
histórico de las experiencias comunistas en hacer honor a sus promesas y por la
inclinación de los regímenes comunistas a encubrir sus errores por medio de la
represión, sino también debido a sus presupuestos incorrectos con respecto a la
naturaleza humana y el potencial de perfectibilidad de la personalidad humana y
de las instituciones humanas.
La diferencia entre el socialismo y el
comunismo es digna de mención. El socialismo tiene por objeto gestionar
democráticamente y regular el capitalismo con el objetivo de apaciguar sus
excesos y redistribuir sus bienes para el bien común. Se trata de la
redistribución de la riqueza mediante acuerdos en torno a medidas impositivas
progresivas, mientras que las necesidades básicas –tales como educación, salud
y vivienda– son provistas por el Estado lejos del alcance de las fuerzas del
mercado. Muchos de los principales logros del socialismo redistributivo en el
período posterior a 1945, no sólo en Europa sino en otros lugares, han
arraigado tanto socialmente como para ser prácticamente inmunes al ataque
neoliberal. Incluso en Estados Unidos, Social Security y Medicare son programas
extremadamente populares y para las fuerzas de derecha son casi imposibles de
proscribir. Los thatcheristas en Gran Bretaña no pudieron modificar la
cobertura nacional de salud, salvo marginalmente. La prestación social en los
países escandinavos y la mayoría de Europa occidental parece ser un lecho de
roca inquebrantable del orden social.
El comunismo, por el contrario, busca
desplazar al capitalismo mediante la creación de un modo de producción y
distribución de bienes y servicios totalmente diferente. En la historia del
comunismo realmente existente, el control social sobre la producción, el
intercambio y la distribución significaba el control estatal y la planificación
estatal sistemática. A largo plazo, esto no resultó ser próspero, pero,
curiosamente, su conversión en China (y su implementación temprana en lugares
como Singapur) ha demostrado ser mucho más exitosa que el modelo neoliberal
puro en la generación de crecimiento capitalista, por razones que no pueden ser
proporcionadas aquí. Los intentos contemporáneos de revivir la hipótesis
comunista usualmente prescinden del control estatal y buscan otras formas de
organización social colectiva para desplazar a las fuerzas del mercado y a la
acumulación de capital como base para organizar la producción y la
distribución. Integrados horizontalmente en red, a diferencia de los sistemas
de mando jerárquico, la coordinación de colectivos de productores y
consumidores organizados ora de manera autónoma, ora con gobierno propio, se
vislumbra como el núcleo de una nueva forma de comunismo. Las tecnologías de
comunicación contemporáneas hacen que este sistema parezca factible. Se pueden
encontrar, en todo el mundo, toda clase de experiencias en pequeña escala en la
que tales formas económicas y políticas se están construyendo. En esto hay una
convergencia de algún tipo entre las tradiciones marxista y anarquista que se
remonta, en general, a la situación de colaboración entre ellas de la década de
1860 en Europa.
Aunque nada es seguro,
podría ser que el año 2009 marque el inicio de un cambio prolongado en el cual
la cuestión de las alternativas al capitalismo, amplias y de mayor alcance,
saldrán paso a paso a la superficie en una parte del mundo u otra. Cuanto más
tiempo se prolongue la incertidumbre y la miseria más se cuestionará la
legitimidad de la manera actual de hacer negocios y la demanda de construir
algo diferente se intensificará. Reformas radicales, en oposición a las
reformas estilo parches band aid para
el sistema financiero, pueden parecer más necesarias.
El desarrollo desigual de las prácticas
capitalistas en todo el mundo ha producido, por otra parte, movimientos
anticapitalistas en todos lados. Las economías estadocéntricas de gran parte de
Asia oriental generan descontentos diferentes (como en Japón y China),
comparadas con la agitación de las luchas antineoliberales que ocurren en gran
parte de América Latina, donde el movimiento revolucionario bolivariano de
poder popular mantiene una relación particular con los intereses de clase
capitalista que aún tienen que ser verdaderamente enfrentados. Las diferencias
sobre las tácticas y políticas en respuesta a la crisis entre los Estados que
conforman la Unión Europea están aumentando, incluso cuando está en marcha un
segundo intento de llegar a una constitución europea unificada. Movimientos
revolucionarios y decididamente anticapitalistas también se encuentran en
muchas de las zonas marginales del capitalismo, aunque no todos ellos son de un
tipo progresivo. Se han abierto espacios en los que puede prosperar algo
radicalmente diferente en términos de relaciones sociales dominantes, de
estilos de vida, de capacidades productivas y concepciones mentales del mundo.
Esto se aplica tanto a los talibanes y al régimen comunista en Nepal como a los
zapatistas en Chiapas, los movimientos indígenas en Bolivia y los movimientos
maoístas en la India rural, aun cuando ellos vivan en mundos separados en lo
que hace a objetivos, estrategias y tácticas.
El problema central es que, en conjunto,
no hay un movimiento anticapitalista decidida y suficientemente unificado que
adecuadamente pueda impugnar la reproducción de la clase capitalista y la
perpetuación de su poder en el escenario mundial. Tampoco hay una forma obvia
de atacar los bastiones de privilegios de las élites capitalistas o de poner
freno a su desmesurado poderío financiero y militar. Si bien existen aperturas
hacia un posible orden social alternativo, en realidad, nadie sabe dónde está
ni qué es. Pero sólo porque no hay ninguna fuerza política capaz de articular y
mucho menos de construir su programa, ello no es razón para claudicar en la
proyección de alternativas.
La famosa pregunta de Lenin, “¿qué hacer?”, no se puede responder, por
cierto, sin una idea de quiénes pueden hacerlo y dónde. Sin embargo, un
movimiento anticapitalista global es poco probable que surja sin cierta visión
de lo que hay que hacer y por qué. Existe un bloqueo doble: la falta de una
visión alternativa evita la formación de un movimiento de oposición, mientras
que la ausencia de tal movimiento se opone a la articulación de una
alternativa. ¿Cómo puede ser superado este bloqueo, entonces? La relación entre
la visión de lo que está por hacerse y por qué y la formación de un movimiento
político en lugares específicos para hacerlo tiene que convertirse en una
espiral. Cada una tiene que reforzar a la otra si hay algo realmente por hacer.
De lo contrario, la oposición potencial estará por siempre confinada a un
círculo cerrado que frustrará todas las perspectivas de un cambio constructivo,
dejándonos vulnerables a la perpetua crisis del futuro del capitalismo con
resultados cada vez más mortíferos. La pregunta de Lenin exige una respuesta.
El problema central
que debe abordarse es suficientemente claro. El crecimiento sostenido por
siempre no es posible, y los problemas que han afectado al mundo en estos
últimos treinta años señalan que se avecina el límite para la acumulación de
capital y que no podrá ser superado sin crear ficciones, poco o nada duraderas.
Añádase a esto el hecho de que muchas personas en el mundo viven en condiciones
de pobreza extrema y que la degradación del medio ambiente, que está fuera de
control, ofende la dignidad humana por doquier; mientras que los ricos acumulan
más riqueza (el número de multimillonarios de la India se duplicó el año
pasado, de 27 a 52) y las palancas de poder político, institucional, judicial,
militar y de los medios de comunicación están bajo su estricto control
político, sino dogmático, siendo incapaces de hacer mucho más que perpetuar elstatu quo y el descontento frustrante.
Una política revolucionaria que enfrente
la acumulación ilimitada de capital compuesto y que finalmente la desactive
como el principal motor de la historia humana requiere una comprensión
sofisticada de cómo se produce el cambio social. El fracaso de esfuerzos
anteriores para construir un socialismo y comunismo duraderos debe ser evitado
y las lecciones de esa historia, enormemente complicada, deben ser aprendidas.
Sin embargo, también debe ser reconocida la necesidad absoluta de un movimiento
revolucionario anticapitalista coherente. El objetivo fundamental de dicho
movimiento social es asumir el mando tanto de la producción como de la
distribución de excedentes.
Necesitamos urgentemente una teoría
revolucionaria adecuada a nuestros tiempos. Propongo una “teoría
co-revolucionaria” derivada de la comprensión de lo postulado por Marx acerca
de cómo el capitalismo surgió del feudalismo. El cambio social emerge mediante
el despliegue dialéctico de las relaciones entre los siete momentos del cuerpo
político del capitalismo visto como un conjunto, o como un conjunto de
actividades y prácticas: las formas tecnológicas y organizacionales de la
producción, intercambio y consumo; las relaciones con la naturaleza; las
relaciones sociales entre las personas; las concepciones mentales del mundo que
abarcan conocimientos, saberes culturales y creencias; los procesos específicos
de trabajo y producción de bienes, geografías, servicios o afectos; convenios
institucionales, legales y gubernamentales; y la conducta en la vida cotidiana
que sustenta la reproducción social.
Cada uno de estos
momentos es internamente dinámico y está intrínsecamente marcado por tensiones
y contradicciones (basta pensar en las concepciones mentales del mundo), pero
todos ellos son co-dependientes y co-evolucionan interrelacionadamente. La
transición al capitalismo implica un movimiento de apoyo mutuo a través de los
siete momentos. Las nuevas tecnologías no pudieron ser identificadas y
practicarse sin nuevas concepciones mentales del mundo (incluidas aquellas en
relación con la naturaleza y las relaciones sociales). Los teóricos sociales
tienen la costumbre de tomar sólo uno de los momentos y vislumbrarlo como la
“bala de plata” que causa todo cambio. Tenemos los deterministas tecnológicos (Tom Friedman), deterministas ambientales (Jarad Diamond), deterministas de la vida cotidiana (Paul Hawkins), deterministas de los procesos de trabajo
(autonomistas), los institucionalistas, y así sucesivamente. Todos están
equivocados. Es el movimiento dialéctico a través de todos estos momentos lo
que realmente cuenta, aun cuando haya un despliegue desigual en ese movimiento.
Cuando el capitalismo se somete a una de
sus fases de renovación lo hace precisamente por la co-evolución de todos los
momentos, obviamente, no sin tensiones, luchas, peleas y contradicciones. Pero
consideremos cómo estos siete momentos se configuraban alrededor de 1970, antes
de la aparición neoliberal, y consideremos cómo se ven ahora y sabrán que todos
han cambiado de manera tal que redefinen las características operativas del
capitalismo visto como una totalidad no hegeliana.
Un movimiento político anticapitalista
puede empezar en cualquiera de estos momentos (en los procesos de trabajo,
alrededor de concepciones mentales, en la relación con la naturaleza, en las
relaciones sociales, en el diseño de tecnologías y formas de organización
revolucionarias, en la vida cotidiana o por medio de intentos de reformar las
estructuras institucionales y administrativas, como así también la
reconfiguración de los poderes del Estado). El truco es mantener el movimiento
político desplazándose de un momento a otro mediante el refuerzo mutuo. Así fue
como el capitalismo surgió del feudalismo y así es como algo radicalmente
diferente que se llama comunismo, socialismo o lo que sea necesario, surgirá
del capitalismo. Los intentos anteriores de crear una alternativa socialista o
comunista, fatalmente, no lograron mantener la dialéctica del movimiento entre
los diferentes momentos y no lograron distinguir imprevistos e incertidumbres
en el movimiento dialéctico entre ellos. El capitalismo ha sobrevivido
precisamente por mantener el movimiento dialéctico entre esos momentos y zanjar
de manera constructiva las tensiones inevitables, incluidas las crisis que han
resultado.
El cambio surge, por supuesto, de un
estado de cosas existente y tiene que aprovechar las posibilidades inmanentes
de una situación existente. Dado que la situación actual varía enormemente de
Nepal a las regiones del Pacífico, de Bolivia a las ciudades
desindustrializadas de Michigan y a las ciudades aún en auge de Mumbai y
Shangai y a los sacudidos, pero de ningún modo destruidos, centros
financieros de Nueva York y Londres, todo tipo de experimentos de cambio social
en diferentes lugares y en diferentes escalas geográficas son probables y
potencialmente reveladores como formas de hacer (o no hacer) otro mundo
posible. Y en cada instancia puede parecer que uno u otro aspecto de la
situación actual es la clave para un futuro político diferente. Pero la primera
regla para un movimiento anticapitalista global debe ser nunca confiar en la
dinámica del despliegue de un momento sin calibrar, cuidadosamente, cómo se están
adaptando las relaciones con todos los otros y cómo reverberan.
Las posibilidades futuras viables surgen
del estado de relaciones existente entre los diferentes momentos. Las
intervenciones políticas estratégicas dentro y a través de las esferas pueden
gradualmente mover el orden social hacia un camino de desarrollo diferente. Eso
es lo que los líderes sabios e instituciones de avanzada hacen todo el tiempo
en situaciones localizadas, así que no hay razón para pensar que existe algo
particularmente fantástico o utópico en cuanto a actuar de esta forma. La
izquierda debe buscar construir alianzas entre y a través de aquellos que
trabajan en las diferentes esferas. Un movimiento anticapitalista tiene que ser
mucho más amplio que grupos movilizándose en torno a las relaciones sociales o
en torno a las cuestiones de la vida cotidiana en sí mismas. Las hostilidades
tradicionales entre, por ejemplo, aquellos con pericia técnica, científica y
administrativa, y aquellos que animan a los movimientos sociales en las bases,
tienen que resolverse y superarse. Ahora tenemos a mano, en el caso del
movimiento en torno al cambio climático, un ejemplo significativo sobre cómo
tales alianzas pueden comenzar a funcionar.
En esta instancia, la relación con la
naturaleza comienza a despuntar, pero todo el mundo piensa que algo tiene que
ceder en todos los demás momentos, y aunque hay un cierto tipo de política
fantasiosa que quisiera ver la solución como puramente tecnológica, se hace más
evidente cada día que la vida cotidiana, las concepciones mentales, los
arreglos institucionales, los procesos de producción y las relaciones sociales
tienen que estar involucradas. Y todo esto personifica un movimiento que para
reestructurar la sociedad capitalista en su totalidad debe confrontar la lógica
de crecimiento en que subyace el problema, en primer lugar.
En cualquier movimiento de transición,
sin embargo, debe haber al menos algunos objetivos comunes. Algunas normas
generales pueden establecerse como guía. Éstas podrían incluir (y las menciono
aquí meramente para ser discutidas) respeto a la naturaleza, igualitarismo
radical en las relaciones sociales, arreglos institucionales basados, en algún
sentido, en el interés y la propiedad común, procedimientos administrativos
democráticos (contrarios a los esquemas monetizados fraudulentos que existen
hoy), procesos de trabajo organizados por procedimientos directos, la vida
cotidiana como libre exploración de nuevos tipos de relaciones sociales y
acuerdos de convivencia, concepciones mentales enfocadas en la autorrealización
en servicio a los demás e innovaciones tecnológicas y organizativas orientadas
hacia la búsqueda del bien común en lugar del apoyo al poderío militar, la
vigilancia y el egoísmo corporativo. Estos serían puntos co-revolucionarios en
torno a los cuales la acción social podría converger y girar. ¡Por supuesto que
es utópico! ¡Y qué! No podemos darnos el lujo de no serlo.
Permítanme detallarles un aspecto
particular del problema que se plantea en el lugar donde trabajo. Las ideas
tienen consecuencias y las ideas falsas pueden tener consecuencias
devastadoras. Políticas fallidas basadas en el pensamiento económico erróneo
desempeñaron un papel crucial tanto en el período previo a la debacle de la
década del treinta como en la aparente incapacidad de encontrar una salida
adecuada. Aunque no hay acuerdo entre los historiadores y los economistas en
cuanto a cuáles políticas fracasaron exactamente, se acordó que la estructura
del conocimiento mediante el cual la crisis se entendía necesitaba ser
revolucionada. Keynes y sus colegas llevaron a cabo esa tarea. Pero a mediados
de la década del setenta se hizo evidente que las herramientas de la política
keynesiana ya no funcionaban, por lo menos en la forma en que se estaban
aplicando, y fue en este contexto que el monetarismo, la teoría de la oferta y
los (bellísimos) modelos matemáticos de los comportamientos de mercados
microeconómicos suplantaron, a grandes rasgos, el pensamiento macroeconómico
keynesiano. El estrecho marco teorético monetarista y neoliberal, que dominó a
partir de 1980, hoy es cuestionado. De hecho, ha fracasado estrepitosamente.
Necesitamos nuevas
concepciones mentales para entender el mundo. ¿Cuáles podrían ser esas y quién
las producirá, dado el malestar sociológico e intelectual que se cierne sobre
la producción de conocimiento y la difusión (igualmente importante) más
general? Las concepciones mentales profundamente arraigadas asociadas a las
teorías neoliberales, a laneoliberalización y
corporativización de las universidades y los medios de comunicación no han
jugado un papel menor en la producción de la crisis actual. Por ejemplo, toda
la cuestión de qué hacer con el sistema financiero, el sector bancario, el nexo
entre el Estado y la financiación y el poder de los derechos de propiedad
privada no puede ser abordada sin salir de los marcos del pensamiento
convencional. Para que esto suceda se necesita una revolución en el
pensamiento, en lugares tan diversos como las universidades, los medios de
comunicación y el gobierno, así como dentro de las propias instituciones
financieras.
Karl Marx, quien bajo ningún
aspecto estuvo inclinado a abrazar el idealismo filosófico, sostuvo que las
ideas son una fuerza material en la historia. Las concepciones mentales
constituyen, después de todo, uno de los siete momentos de su teoría general
del cambio revolucionario. La evolución autónoma y los conflictos internos
sobre qué concepciones mentales han de ser hegemónicas, por tanto, tienen un
papel histórico importante. Es por esta razón que Marx (junto con Engels) escribió El manifiesto comunista, El capital y otras innumerables obras. Estas obras
ofrecen una crítica sistemática, aunque incompleta, del capitalismo y su
tendencia a las crisis. Pero como Marx insistió,
sólo cuando estas ideas críticas fueran trasladadas al campo de los arreglos
institucionales, formas de organización, sistemas de producción, la vida
cotidiana, las relaciones sociales, las tecnologías y relaciones con la
naturaleza, el mundo realmente cambiaría.
Dado que la meta de Marx era cambiar el mundo, y no meramente
comprenderlo, las ideas tuvieron que ser formuladas con una profunda intención
revolucionaria. Esto condujo inevitablemente a un conflicto con los modos de
pensamiento más atractivos y útiles para la clase dominante. El hecho de que
las ideas del conflicto en Marx, especialmente
en los últimos años, han sido objeto de represiones repetidas y exclusiones
(por no hablar de bowdlerizaciones y
tergiversaciones en abundancia), sugiere que sus ideas pueden ser muy
peligrosas de tolerar para las clases dominantes. Aunque Keynesdeclaró repetidamente que él nunca había leído a Marx, estaba rodeado e influenciado en la década del
treinta por mucha gente (al igual que su colega economista Joan Robinson) que sí lo habían leído. Si bien muchos
de ellos se opusieron ruidosamente a los conceptos fundacionales de Marx y su modo dialéctico de razonar, eran
plenamente conscientes de, y estaban profundamente afectados por, algunas de
sus conclusiones más esclarecidas. Es justo decir, creo, que la revolución de
la teoría keynesiana no se podría haber llevado a cabo sin la presencia
subversiva de Marx al acecho.
El problema en esta
época es que la mayoría de las personas no tiene idea de quién fueKeynes y lo que realmente defendió, mientras que
el conocimiento acerca de Marx es
insignificante. La represión de las corrientes críticas y radicales del
pensamiento, o para ser más exactos, el acorralamiento del pensamiento radical
dentro de los límites del multiculturalismo y las políticas de identidad y
elección cultural crean una situación lamentable en la academia y fuera de
ella, que no difiere en principio del hecho de tener que pedirles a los
banqueros que hicieron el lío que lo limpien con exactamente las mismas
herramientas que usaron para crearlo. La adhesión generalizada a las ideas
posmodernas y posestructuralistas que celebran lo particular, a expensas de un
pensamiento amplio, no ayuda. Sin duda, lo local y lo particular son de vital
importancia y las teorías que no pueden abarcar, por ejemplo, la diferencia
geográfica, son más que inútiles. Pero cuando este hecho se utiliza para
excluir a todo aquello mayor que la política parroquial, entonces es total la
traición de los intelectuales y la derogación de su papel tradicional.
La población actual de
académicos, intelectuales y expertos en ciencias sociales y humanidades está
por lo general mal equipada para realizar la tarea colectiva de revolucionar
nuestras estructuras de conocimiento. De hecho, han estado profundamente
implicados en la construcción de los nuevos sistemas de la gobernabilidad
neoliberal que evade preguntas acerca de la legitimidad y la democracia e
impulsa una políticatecnocrática autoritaria.
Pocos parecen predispuestos a participar en la reflexión autocrítica. Las
universidades siguen promoviendo los mismos cursos inútiles sobre economía
neoclásica o teoría política de elección racional como si nada hubiera sucedido
y las escuelas de negocios, tan presumidas, sólo tienen que añadir un par de
cursos sobre ética empresarial o de cómo hacer dinero con las quiebras de otra
gente. Después de todo, ¡la crisis surgió de la codicia humana, y no hay nada
que se pueda hacer acerca de eso!.
La estructura actual de conocimientos es
claramente disfuncional y evidentemente ilegítima. La única esperanza es que
una nueva generación de estudiantes perceptivos (en el sentido amplio de todos
aquellos que buscan conocer el mundo) lo vea claramente e insista en cambiarlo.
Esto sucedió en la década del sesenta. En varios puntos críticos de la
historia, los estudiantes inspiraron movimientos, reconociendo la disyunción
entre lo que sucede en el mundo y lo que se les enseña y muestra desde los
medios de comunicación, y estuvieron dispuestos a hacer algo al respecto. Hay
indicios de tal movimiento, desde Teherán hasta Atenas y en muchas
universidades europeas. Cómo actuará la nueva generación de estudiantes en
China, seguramente, debe ser motivo de profunda preocupación en los pasillos
del poder político en Beijing.
Un movimiento liderado por estudiantes,
revolucionario y juvenil, con todas sus incertidumbres y problemas evidentes,
es condición necesaria pero no suficiente para producir esa revolución en las
concepciones mentales que nos pueda llevar a una solución más racional de los
problemas actuales del crecimiento ilimitado.
En términos más amplios, ¿qué pasaría si
un movimiento anticapitalista fuese constituido a partir de una amplia alianza
entre los alienados, los descontentos, los marginados y los desposeídos? La
imagen de todas esas personas por todas partes, que se levantan, exigen y
alcanzan un lugar apropiado en la vida social, política y económica, está
sucediendo de hecho. También ayuda a concentrarse en la cuestión de qué es lo
que pueden demandar y qué es lo que hay que hacer.
Las transformaciones revolucionarias no
se pueden lograr sin un mínimo cambio en nuestras ideas, sin abandonar las
creencias apreciadas y prejuicios, sin dejar diversas comodidades diarias y
derechos, someterse a algún nuevo régimen de vida cotidiana, cambiar nuestros
roles políticos y sociales, reasignar nuestros derechos, deberes y
responsabilidades y modificar comportamientos para ajustarse mejor a las
necesidades colectivas y de una voluntad común. El mundo que nos rodea –nuestras
geografías– debe ser radicalmente reformado al igual que nuestras relaciones
sociales, la relación con la naturaleza y todos los otros momentos del proceso
co-revolucionario. Es comprensible, hasta cierto punto, que muchos prefieran
una política de negación a una política de confrontación activa con todo esto.
También sería
reconfortante pensar que todo esto se podría lograr de manera pacífica y
voluntaria, que nos despojaríamos, nos desharíamos, por así decirlo, de todo lo
que poseemos ahora y que se interpone en el camino de la creación de un mundo
socialmente más justo, un orden social estable. Sin embargo, sería ingenuo
imaginar que esto podría ser así, que no habrá una lucha activa, incluyendo un
cierto grado de violencia. El capitalismo vino al mundo, como Marx dijo una vez, bañado en sangre y fuego.
Aunque sería posible hacer un trabajo mejor para salir de él que aquel que
hiciéramos cuando entramos en él, las probabilidades están fuertemente en
contra de cualquier pasaje puramente pacífico a la tierra prometida.
Hay tantas corrientes facciosas en el
pensamiento de la izquierda como formas de abordar los problemas que ahora
enfrentamos.
Tenemos, en primer lugar, el sectarismo
habitual derivado de la historia de la acción radical y las articulaciones de
la teoría política de izquierda. Curiosamente, el único lugar donde la amnesia
no es tan frecuente es dentro de la izquierda (las divisiones entre los
anarquistas y los marxistas que ocurrieron hacia 1870; entre trotskistas,
maoístas y comunistas ortodoxos; entre los centralizadores que quieren el
comando del Estado y los autonomistas y anarquistas antiestatalistas). Los
argumentos son tan acerbos y facciosos como para hacernos pensar, a veces, que
más amnesia no vendría mal. Pero más allá de estas sectas revolucionarias
tradicionales y facciones políticas, todo el campo de la acción política ha
sufrido una transformación radical desde mediados de la década del setenta. El
terreno de la lucha política y de las posibilidades políticas ha cambiado, tanto
geográfica como organizacionalmente.
En la actualidad, hay un gran número de
ONG que juegan un papel político que apenas era visible antes de mediados de la
década del setenta. Financiadas tanto por el Estado como por los intereses
privados, pobladas a menudo por pensadores idealistas y organizadores (lo que
constituye, en sí, un vasto programa de empleo), y en su mayor parte dedicadas
a problemáticas individuales (medio ambiente, pobreza, derechos de la mujer,
lucha contra la esclavitud y los trabajos de trata, etc.) se abstienen de
políticas anticapitalistas directas incluso cuando defienden ideas y causas
progresistas. En algunos casos, sin embargo, son activamente neoliberales,
participando en la privatización de las funciones del Estado de Bienestar o
fomentando reformas institucionales para facilitar la integración de las
poblaciones marginadas en los mercados (sistemas de microcrédito y
microfinanciación para la población de bajos ingresos son un ejemplo clásico de
esto).
Mientras que hay muchos profesionales
radicales, y muy dedicados, en este mundo de las ONG, su trabajo es el mejor de
los paliativos. En conjunto, tienen un registro confuso de logros progresivos,
aunque en ciertas instancias, tales como los derechos de la mujer, el cuidado
de la salud y la preservación del medio ambiente, pueden proclamar,
razonablemente, que han hecho importantes contribuciones al mejoramiento
humano. Pero el cambio revolucionario por las ONG es imposible. Están demasiado
ajustadas a la política y a las posturas políticas de sus donantes. Por eso,
aunque en el apoyo a la promoción local ayudan a abrir espacios donde las
alternativas anticapitalistas son posibles e incluso apoyan la experimentación
con tales alternativas no hacen nada para prevenir la absorción de estas
alternativas por la práctica capitalista dominante: incluso la fomentan. El
poder colectivo de las ONG en estos momentos se refleja en el papel dominante
que desempeñan en el Foro Social Mundial, donde se han concentrado durante los
últimos diez años los intentos por forjar un movimiento de justicia global, una
alternativa global al neoliberalismo.
La segunda gran
tendencia de la oposición surge de los anarquistas, autonomistas y
organizaciones de base, que rechazan financiamiento externo, incluso cuando
algunos de ellos se basan en instituciones alternativas (tales como la Iglesia
Católica, con su iniciativa de “comunidad de base” en América Latina para
ampliar el patrocinio de la iglesia a la movilización política en los centros
urbanos de los Estados Unidos). Este grupo está lejos de ser homogéneo (de
hecho, hay fuertes disputas entre ellos, picas, por ejemplo, la de los
anarquistas sociales contra los que tildan cáusticamente como de mero “estilo
de vida” anarquista). Hay, sin embargo, una antipatía común de negociación con
el poder del Estado y un énfasis en la sociedad civil como la esfera donde el
cambio se puede lograr. El poder de autoorganización de las personas en las
situaciones cotidianas que viven debe ser la base para cualquier alternativa
anticapitalista. La creación de redes horizontales es su modelo de organización
preferido. Las llamadas “economías solidarias”, basadas en el trueque, sistemas
de producción colectiva y local o regional, son su forma político-económica
preferida. Normalmente se oponen a la idea de que cualquier dirección central
podría ser necesaria y rechazan las relaciones sociales jerárquicas o las
estructuras jerárquicas de poder político, junto con los partidos políticos
convencionales. Organizaciones de este tipo se pueden encontrar en todas partes
y en algunos lugares han alcanzado un alto grado de prominencia política.
Algunos de ellos son radicalmente anticapitalistas en su postura y defienden
objetivos revolucionarios y en algunos casos están dispuestos a defender el
sabotaje y otras formas de disturbios (reflejos de las Brigadas Rojas en
Italia, la Baader Meinhoff en Alemania y
el Weather Underground en los Estados Unidos, en la
década del setenta). Pero la eficacia de todos estos movimientos (dejando de
lado sus franjas más violentas) está limitada por su resistencia y su
incapacidad de convertir su activismo en formas de organización a gran escala
capaces de enfrentar problemas globales. La presunción de que la acción local
es el único nivel de cambio significativo y que cualquier cosa que huela a
jerarquía es contrarrevolucionaria se torna autodestructiva cuando se trata de
cuestiones mayores. Sin embargo, estos movimientos proporcionan,
incuestionablemente, una base amplia para la experimentación con políticas
anticapitalistas.
La tercera posición o tendencia general
está dada por la transformación que viene ocurriendo en la organización laboral
tradicional y en los partidos políticos de izquierda, que van desde las
tradiciones sociales democráticas a formas más radicales, trotskista y
comunista, de organización de partidos políticos. Esta tendencia no es hostil a
la conquista del poder estatal o a las formas jerárquicas de organización. De
hecho, se refiere a este último como necesario para la integración de la
organización política mediante una variedad de escalas políticas. En los años
en que la socialdemocracia era hegemónica en Europa y aún influyente en los
Estados Unidos, el control estatal sobre la distribución del excedente se
convirtió en una herramienta crucial para reducir las desigualdades. El hecho
de no tener el control social sobre la producción de excedentes y, por lo
tanto, impugnar realmente el poder de la clase capitalista, era el talón de
Aquiles de este sistema político, pero aunque no debemos olvidar los avances
que se hicieron, ahora es claramente insuficiente volver a ese modelo político con
su asistencialismo social y la economía keynesiana. El movimiento bolivariano
en América Latina y el ascenso al poder estatal de los gobiernos
socialdemocráticos progresistas son uno de los signos más esperanzadores de la
reanimación de una nueva forma de estatismo de izquierda.
Tanto los sindicatos
como los partidos políticos de izquierda han sufrido algunos golpes duros en el
mundo capitalista avanzado durante los últimos treinta años. Ambos han sido o
bien convencidos o bien forzados a un amplio apoyo al proceso neoliberal,
aunque con un rostro algo más humano. Una forma de mirar al neoliberalismo,
como se ha señalado, es como a un movimiento muy revolucionario y muy grande
(encabezado por la autoproclamada figura revolucionaria, Margaret Thatcher) encargado de privatizar los
excedentes o de al menos prevenir más su socialización.
Si bien hay algunos
signos de recuperación tanto de la organización laboral como de las políticas
de izquierda (a diferencia de “la tercera vía”, celebrada por el nuevo laborismo
en Gran Bretaña bajo la égida de Tony Blair y
desastrosamente copiada por muchos partidos socialdemócratas en Europa) junto
con los signos de la aparición de los partidos políticos más radicales en
diferentes partes del mundo, depender exclusivamente de una vanguardia de
trabajadores está ahora en cuestión como lo está la capacidad de los partidos
izquierdistas que ganan un poco de acceso al poder político para tener un
impacto sustantivo en el desarrollo del capitalismo y hacer frente a la
dinámica problemática de la propensión a la crisis de la acumulación. La
actuación del Partido Verde Alemán en el poder ha sido poco estelar en relación
con su postura política fuera del poder, y los partidos socialdemócratas han
perdido completamente el camino de una verdadera fuerza política. Sin embargo,
los partidos políticos de izquierda y los sindicatos todavía son importantes y
su toma de posesión de aspectos del poder estatal, como el Partido de los
Trabajadores en Brasil o el movimiento bolivariano en Venezuela, ha tenido un
claro impacto en el pensamiento de izquierda, no sólo en América Latina. El
problema complicado de cómo interpretar el papel del Partido Comunista Chino,
con su control exclusivo sobre el poder político, y cuáles podrían ser sus
políticas futuras, no es fácil de resolver tampoco.
La teoría co-revolucionaria descripta
con antelación sugiere que no hay forma de que un orden social anticapitalista
pueda construirse sin tomar el poder del Estado, transformándolo radicalmente y
reconstruyendo el marco constitucional e institucional que actualmente
consolida la propiedad privada, el sistema de mercado y la acumulación
ilimitada de capital. La competencia interestatal y las luchas neoeconómicas y
geopolíticas por todo, desde el comercio y el dinero hasta las preguntas sobre
hegemonía, son demasiado importantes como para dejarlas libradas a los
movimientos sociales locales o como para dejarlas de lado por ser demasiado
grandes para contemplar. Cómo será reelaborada la arquitectura de los vínculos
de la financiación estatal junto con la cuestión inevitable de la medida del
valor dado por el dinero son preguntas que no pueden ser ignoradas en la
búsqueda de construir alternativas a la economía política capitalista. No tener
en cuenta al Estado y a la dinámica del sistema interestatal es, por lo tanto,
una idea ridícula de aceptar para cualquier movimiento anticapitalista
revolucionario.
La cuarta tendencia general está
constituida por todos los movimientos sociales que no estén guiados por alguna
filosofía política en particular o tendencias, sino por la necesidad pragmática
de resistir el desplazamiento y el despojo (mediante el aburguesamiento, el
desarrollo industrial, la construcción de represas, la privatización del agua,
el desmantelamiento de servicios sociales y las oportunidades de educación
pública, o lo que sea). Esta instancia focaliza en la vida cotidiana en la
ciudad, pueblo, aldea o en lo que provea una base material para la organización
política contra las amenazas que las políticas estatales y los intereses
capitalistas invariablemente plantean a las poblaciones vulnerables. Estas
formas de protesta política son masivas.
Una vez más, hay una amplia gama de
movimientos sociales de este tipo, algunos de los cuales pueden radicalizarse
con el tiempo a medida que sean cada vez más conscientes de que los problemas
son sistémicos y no particulares y locales. La puesta en común de esos
movimientos sociales en alianzas por las tierras –como la Vía Campesina, el
Movimiento Sin Tierra (MST) de campesinos de Brasil o los campesinos en la
India que se movilizan contra la apropiación de tierra y recursos por parte de
las corporaciones capitalistas– o en contextos urbanos –el derecho a la vida
digna en la ciudad y los movimientos de recuperación de tierras en Brasil y
ahora en los Estados Unidos– sugiere que el camino puede estar abierto para
crear alianzas más amplias, para debatir y confrontar a las fuerzas sistémicas
que sustentan las particularidades del aburguesamiento, la construcción de
represas, la privatización o lo que sea. Más pragmáticos antes que impulsados
por preconceptos ideológicos, estos movimientos, sin embargo, pueden llegar a
entendimientos sistémicos desde su propia experiencia. En la medida en que
muchos de ellos coexisten en el mismo espacio, como dentro de la metrópoli,
pueden (como supuestamente sucedió con los trabajadores de las fábricas en las
primeras etapas de la revolución industrial) hacer causa común y empezar a
forjar, sobre la base de su propia experiencia, una conciencia de cómo funciona
el capitalismo y qué es lo que colectivamente se podría hacer. Este es el
terreno donde tiene mucho que decir la figura del “intelectual orgánico”, que
es muy representativa y parte fundamental en la obra de Antonio Gramsci, los
autodidactas que llegan a entender el mundo inmediato a través de experiencias
difíciles pero que forman su comprensión del capitalismo en general. Escuchar a
los líderes campesinos del MST en Brasil o a los dirigentes del movimiento
anticorporativo de apropiación de tierras en la India es una educación
privilegiada. En este caso, la tarea de alienados y descontentos educados es
ampliar la voz subalterna de manera tal que se pueda prestar atención a las
circunstancias de explotación y represión y a las respuestas que se pueden
formar en un programa de lucha anticapitalista.
El quinto epicentro para el cambio
social reside en los movimientos emancipatorios en torno a cuestiones de
identidad –mujeres, niños, homosexuales, razas y minorías étnicas y religiosas
demandan un mismo lugar bajo el sol– junto con la amplia gama de movimientos
medioambientales que no son explícitamente anticapitalistas. Los movimientos
que reclaman emancipación en cada uno de estos temas son geográficamente
desiguales y a menudo están espacialmente divididos en términos de necesidades
y aspiraciones, pero las conferencias mundiales sobre los derechos de la mujer
(Nairobi en 1985, que condujo a la declaración de Beijing de 1995) y el
anti-racismo (la conferencia más polémica fue la de Durban en 2009) están
tratando de encontrar un terreno común, como es cierto también de las
conferencias del medio ambiente y no hay duda de que las relaciones sociales
están cambiando a lo largo de todas estas dimensiones por lo menos en algunas
partes del mundo. Cuando son enunciados en estrechos términos esencialistas,
estos movimientos pueden parecer antagónicos a la lucha de clases. Ciertamente,
en gran parte de la academia se arrogan un lugar de privilegio a expensas del
análisis de clase y la economía política, pero la feminización de la fuerza
laboral global, la feminización de la pobreza en casi todas partes y el uso de
las diferencias de género como medio de control laboral hacen que la
emancipación y la eventual liberación de la mujer de sus represiones sea una condición
necesaria para enfocar más definidamente la lucha de clases. La misma
observación se aplica a todas las otras formas de identidad donde se encuentran
la discriminación o la represión pura y simple. El racismo y la opresión de
mujeres y niños fueron fundacionales para el surgimiento del capitalismo, pero
el capitalismo, tal como en la actualidad se constituye, en principio, puede
sobrevivir sin estas formas de discriminación y opresión, aunque su
capacidad política para hacerlo se vería gravemente disminuida, si no herida de
muerte, frente a una fuerza de clase más unificada. El abrazo modesto del
multiculturalismo y los derechos de la mujer dentro del mundo corporativo,
especialmente en los Estados Unidos, aporta algunas pruebas del alojamiento del
capitalismo en estas dimensiones del cambio social (incluyendo el medio
ambiente), aun cuando hace hincapié en la relevancia de las divisiones de clase
como principal dimensión de acción política.
Estas cinco grandes tendencias no son
mutuamente excluyentes o exhaustivas de las plantillas de organización para la
acción política. Algunas organizaciones combinan perfectamente los aspectos de
las cinco tendencias. Pero hay mucho trabajo por hacer para unir a estas
tendencias en torno a la cuestión subyacente: ¿puede cambiar el mundo material,
social, mental y políticamente, de tal manera que sea enfrentado no sólo el mal
estado de las relaciones sociales y naturales en muchas partes del mundo sino
también la persistencia del crecimiento compuesto ilimitado? Esta es la
pregunta que deben insistir en preguntar los alienados y descontentos, una y
otra vez, incluso cuando aprenden de los que experimentan el dolor directo y
por lo cual son tan adeptos a organizar resistencias a las graves consecuencias
del crecimiento compuesto.
Los comunistas, Marx y Engels, afirmaban en
su concepción original, expresada en El manifiesto comunista, no
tener partido político. Simplemente se constituyen en todo momento y en todo
lugar como aquellos que comprenden los límites, fracasos y tendencias
destructivas del orden capitalista, así como las innumerables máscaras
ideológicas y legitimaciones falsas que los capitalistas y sus apologetas
(particularmente en los medios de comunicación) producen para perpetuar su
poder singular de clase. Comunistas son todos los que trabajan sin cesar para
producir un futuro diferente al que el capitalismo depara. Esta es una
definición interesante. Mientras que el comunismo tradicional
institucionalizado está muerto y enterrado, según esta definición hay millones
de comunistas de facto activos entre
nosotros, dispuestos a actuar según sus comprensiones, preparados para consumar
de manera creativa los imperativos anticapitalistas. Si, como declaraba el
movimiento altermundista de finales de los noventa “otro mundo es posible”,
entonces por qué no decimos también “otro comunismo es posible”. Las
circunstancias actuales del desarrollo capitalista exigen algo así, si es que
queremos lograr un cambio fundamental.
NOTAS
[1] Conferencia pronunciada en
el Foro Social Mundial de 2010, Porto Alegre. Traducción de Eugenia Cervio.
[2] Hipotecas de alto riesgo
[N. de la T.].
[3] Carlo Ponzi (1882-1948),
precursor de una estafa financiera denominada Esquema de Ponzi,
que consiste en ofrecer a los inversores intereses extraordinarios, que al
comienzo son pagados rigurosamente y finalmente defraudados [N. del E.].
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