Javier Sánchez Serna. Licenciado
en Filosofía por la Universidad de Murcia publicó este artículo que lleva por título
Resignificar
Lenin: el caso Žižek .Apareció en el número 6 de la revista INQUIETUD.
Revista de los estudiantes de filosofía de la región de Murcia. Febrero 2013.Págs.
66-71.Sus temas de interés e investigación ha sido la teoría social, la
filosofía política, en especial, del análisis del capitalismo contemporáneo, el
republicanismo y el marxismo.Después de leer este artículo se avizora un nuevo
panorama….
Resignificar Lenin: el caso Žižek
Slavoj Žižek no es un filósofo al
uso. Su discurso interdisciplinario, original mezcla de psicoanálisis
lacaniano, marxismo y crítica cultural, junto a su carácter polémico y
desmesurado, hacen que este pensador esloveno no pase inadvertido para nadie.
Muchos, es cierto, lo consideran un fraude. Otros tantos dicen que es una moda
pasajera y que no debemos tomarlo demasiado en serio. Pero Žižek está ahí;
presente en innumerables debates y discutiendo con filósofos de la talla de
Judith Butler, Antonio Negri o Ernesto Laclau. En este artículo intentaremos
presentar las contribuciones del filósofo esloveno al debate sobre la
actualidad de la izquierda radical y, especialmente, su interesante
recuperación de la “figura maldita” de Lenin.
No cabe duda que rescatar del
olvido al líder de la Revolución de Octubre tiene mucho de provocativo. Así lo
reconoce el propio Žižek en las primeras páginas de su libro Repetir
Lenin (1) . A Marx, nos dice, se le puede citar aquí y allá. ¡Si hasta
en Wall Street le adoran! Pero no ocurre lo mismo con Lenin... ¿Acaso no
representa el revolucionario ruso el fracaso mayúsculo de intentar poner en
práctica el marxismo? La popularizada imagen de un Lenin implacable, capaz de
aplicar su programa político hasta las últimas consecuencias, ha logrado un
cierto consenso antileninista en la izquierda radical: si ésta, se dice, quiere
tener alguna oportunidad, debería desembarazarse de las viejas ideas de lucha
de clases, toma revolucionaria del poder, dictadura del proletariado, etc.
Ahora bien, ¿no cabe otra actitud posible ante el legado leninista? Es más, ¿a
que está apuntando este rechazo generalizado? Es justamente aquí donde Žižek se
propone reescribir el significante Lenin en la época contemporánea. No estamos,
pues, ante un balance histórico desapasionado que pudiera desvelarnos algo así
como el “auténtico ser” de Lenin, tantas veces deformado por el discurso
liberal y la propaganda estalinista, sino ante una rearticulación fragmentaria
del líder revolucionario que pueda servir de confrontación crítica con la
izquierda actual.
Y es que, a juicio de nuestro filósofo, la
izquierda vive una de las peores crisis de su historia y necesita reinventar
las coordenadas básicas de su proyecto. Pero, se pregunta, ¿no es esta
situación de fin de época en cierto modo homóloga a la que dio origen al
leninismo? Y si así fuera, ¿cómo podemos repetir la gesta de Lenin, quien en un
tiempo de deslegitimación del sistema fue capaz de reinventar el proyecto
socialista?
Desde luego, si algo ha logrado la
contrarreforma capitalista de las tres últimas décadas ha sido la
despolitización de la esfera económica. La prueba es que se puede legislar
sobre todo (derechos humanos, sexismo, homofobia, religión), pero no sobre
economía. Aquí reina el silencio y campean a sus anchas las ciegas leyes del
mercado. Ahora bien, ¿no está indicando este silencio, justamente, la
centralidad de la esfera económica? Žižek denuncia, en este sentido, el
discurso multiculturalista tolerante como el correlato necesario de este
silencio constitutivo del capitalismo tardío. Dicho discurso, “se basa en la
tesis de que vivimos en un universo post-ideológico en el que habríamos
superado esos viejos conflictos entre izquierda y derecha, que tantos problemas
causaron, y en el que las batallas más importantes serían aquellas que se
libran por conseguir el reconocimiento de los diversos estilos de vida”(2) .
Sin embargo, el resultado de este desplazamiento de lo económico es que la
propia esfera política se despolitiza y el antagonismo queda cancelado. La
izquierda, dice Žižek, debería abandonar la bandera del multiculturalismo y
reactivar la crítica de la economía política, tal como nos la habían enseñado
Marx y Lenin. Dicho cambio pasaría por cuestionar abiertamente la misma
estructura económica del capitalismo y por prestar una atención inquebrantable
a su dinámica específica: la lucha de clases.
Ahora bien, aunque la economía
sea el dominio clave de lo social, Lenin siempre se mantuvo firme contra la
tentación economicista, esto es, aquella vieja ilusión, propia de la
socialdemocracia fin de siècle, según la cual los factores económicos determinan
por entero la realidad social, política y cultural.
Para Žižek, la posición leninista
encierra una valiosa lección para una izquierda radical dividida entre
“políticos puros” (Negri, Rancière, Laclau) que abandonan la economía como el
escenario de la lucha, y “economistas” (Arrigui, Harvey) fascinados por el
funcionamiento del capitalismo global y escépticos sobre la posibilidad de
intervenciones políticas exitosas. Con respecto a dicha división, repetir Lenin
implicaría sostener que, aunque la batalla decisiva se decidirá en la esfera
económica, la intervención debería ser propiamente política.
A juicio de Žižek, lo característico de la
intervención política leninista es la negación de la cobertura del gran Otro,
ese sujeto o entidad que conoce, que tiene presuntamente la respuesta. Dicho de
otro modo, la revolución no puede apelar a una instancia externa de
legitimación. Lenin, nos recuerda el filósofo esloveno, siempre fue
especialmente duro con aquellos camaradas que buscaban algún tipo de
garantía para el Acto revolucionario, ya fuera bajo la forma de una supuesta
necesidad social (leyes del desarrollo histórico), ya fuera apelando a algún
tipo de legitimidad normativa (elecciones). Y es que, ¿no está indicando esta
búsqueda desesperada de garantías el miedo al abismo del Acto? La grandeza de
Lenin radica justamente en asumir el salto de fe kierkegaardiano. Esto
es, asumir que a la hora de la decisión revolucionaria estamos
completamente solos y debemos afrontar la angustia de lo incierto. En última
instancia, la revolución sólo se autoriza a sí misma.
Además de reivindicar el gesto heroico de Lenin,
Žižek desempolva, como otra de las lecciones claves del leninismo, el muy
devaluado “derecho a la verdad”. Nuestra era posmoderna, como es sabido,
denuncia cualquier afirmación de verdad, y tanto más si está ligada a un agente
político, como la mera expresión de una voluntad de poder oculta. En su lugar,
los filósofos posmodernos (Rorty, Singer) demandan la proliferación de
perspectivas y narraciones que, en última término, reflejen la irreductible
pluralidad de individuos y culturas. Pues bien, frente a este relativismo
multiculturalista, Žižek reivindica una noción fuerte de verdad. Pero no esa
clase de “verdad objetiva” que flota como por encima de los individuos, sino
una verdad estrictamente partidista. “El envite de Lenin —nos dice el filósofo
esloveno -consiste en decir que la verdad universal y el partidismo, el gesto de
tomar partido, no sólo no son mutuamente excluyentes, sino que se condicionan
de manera recíproca: la verdad universal de una situación concreta sólo se
puede articular desde una postura por completo partidista: la verdad es, por
definición, unilateral” (3). En este sentido, fue el frontal rechazo
de Lenin a la guerra interimperialista lo que posibilitó la emergencia de la
verdad de toda la situación. Del mismo modo, fue la posición del judío bajo el
Tercer Reich la que sacó a la luz la atroz verdad del nazismo. La verdad
política no es relativa: siempre existe la verdad de la víctima. Son las
víctimas las que introducen la universalidad. Esta posición, obviamente, va
contra la doxa predominante del compromiso, de encontrar un punto
intermedio entre los diferentes intereses en conflicto. Así, frente al
indefinido “derecho a narrar” posmoderno (¿de verdad tiene algún interés para los
de abajo la “narración” o perspectiva de Emilio Botín, o la de Amancio
Ortega?), Žižek afirma que la verdad política tiene que ver, esencialmente, con
tomar partido por los explotados, por los oprimidos, por la parte
sin-parte.
Sin embargo, no es posible un anticapitalismo
consecuente sin combatir, a su vez, la democracia liberal. A juicio del
pensador esloveno, nuestras democracias se asientan sobre una ficción simbólica
básica: “eres libre de elegir siempre que hagas la elección correcta”. Quizá
sus palabras puedan parecernos un exceso. Pero, ¿acaso no sabemos todos a qué
partidos debemos votar para no cabrear a los inefables mercados? Dicho de otro
modo, cuando uno escucha las diferentes recetas de conservadores y (social)
liberales para salir de la crisis, ¿no tiene de pronto la extraña sensación de
estar viviendo en una democracia de partido único? Esto es, ¿no tiene la
sensación de que de algún modo se nos está hurtando la verdadera decisión?
Este malestar político existe y es cada vez
más palpable en amplias capas de la sociedad, como muestran los elevados
índices de abstencionismo. En opinión de los teóricos de la democracia radical
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (4) , el problema del liberalismo radicaría en
desconocer (u ocultar) que la esencia de lo político no es el consenso, sino el
conflicto, el “nosotros” y el “ellos”. Ahora bien, para estos pensadores
deberíamos conservar las formas de la democracia liberal por cuanto permiten
convertir el “enemigo” en “adversario” y desactivar la violencia política.
Frente a esta última posición,
Žižek va a sostener que la democracia liberal, que se presenta a sí misma como
universal, siempre se levanta sobre la exclusión de una parte (ayer los
no-propietarios y las mujeres, hoy los migrantes). Ahora bien, si bajo la democracia
liberal la traducción del enemigo en adversario nunca puede ser completa, pues
siempre queda un resto excluido del pacto, el fetiche del procedimiento
formal-democrático pierde entonces su poder simbólico. La izquierda radical,
sostiene Žižek, debería repensar la democracia, más allá de su forma liberal,
como el movimiento de los excluidos, de los sin-parte, que justamente a fuerza
de serlo se convierten en representantes de la injusticia global, y están en
condiciones de significar una nueva universalidad.
Esta irrupción de la parte sin-parte
desborda el orden policial, el orden social preconstituido, a la vez que
hace emerger un nuevo poder constituyente. La política leninista, sintetizada
por la consigna “¡Todo el poder a los soviets!”, es sencillamente la sanción de
este desbordamiento
que, como hemos dicho, se legitima a sí mismo.
Pero, más allá de las jornadas
revolucionarias de Octubre, ¿no fue la práctica política de Lenin el preludio
necesario del periodo estalinista? La mayoría de historiadores que sostienen la
continuidad entre la época de Lenin y la de Stalin señalan a menudo el uso del
terror político en ambos periodos. Para Žižek, por el contrario, es con
respecto al terror político donde uno puede situar la diferencia fundamental
entre uno y otro. Así, mientras que en tiempos de Lenin el ejercicio de la
violencia era abierto y transparente —y, en este sentido, se lo llamaba por su
nombre, terror rojo-, en tiempos de Stalin el terror reaparece como
el complemento obsceno del discurso oficial, hasta el punto de que “la
prohibición misma estaba prohibida; se tenía que fingir y actuar como si no
hubiera terror, como si la vida hubiera vuelto a la normalidad” (5). En el fondo, dice Žižek, entre
Lenin y Stalin media la misma distancia que entre Kant y Sade: el sujeto
kantiano/leninista cumple con su deber fríamente, mientras que el
sádico/estalinista no es lo suficientemente frío y convierte en goce
lo que se le impone (6) .
El estalinismo supone, pues, la autonegación y
mistificación de la dictadura bolchevique de los primeros años. En este
sentido, el periodo estalinista significó la clausura de la utopía leninista y
un cierto regreso al sentido común (final de las
vanguardias artísticas, defensa de la familia patriarcal, nacionalismo
gran-ruso, etc.). A pesar de ello, nos advierte Žižek, deberíamos dejar de
contraponer leninismo y estalinismo. Leninismo es una noción profundamente
estalinista en tanto que gesto de proyección del potencial utópico hacia el
pasado para poder soportar la contradicción inherente del proyecto estalinista.
Reactivar Lenin implicaría, por tanto,
distinguir el “leninismo” (como instrumento de poder) de la verdadera práctica
política y de la verdadera ideología política del periodo de Lenin. Sin
embargo, Žižek no nos está proponiendo una vuelta a una especie de “leninismo
auténtico”. Resignificar Lenin, nos dice, implica reconocer que “Lenin ha
muerto”, que su solución particular fracasó, pero que en ella hay un destello
utópico-emancipatorio que vale la pena rescatar. Repetir Lenin supone, en
definitiva, volver a pensar una acción radicalmente transformadora que esté en
condiciones de desafiar con éxito el capitalismo globalizado de nuestros días.
Notas:
(1) Žižek, S.: Repetir Lenin. Trece
tentativas sobre Lenin, Akal, Madrid, 2004.
(2) Žižek, S.: En defensa de la
intolerancia, Sequitur, Madrid, 2008, p. 11.
(3) Zizek, S.: Repetir Lenin. Trece
tentativas sobre Lenin, Akal, Madrid, 2004, p. 22.
(4) Cfr. “Introducción” de Mouffe. Ch.: El
retorno de lo político, Paidós, Barcelona, 1999.
(5) Žižek, S.: “Prólogo” en Trotsky, L.,
Terrorismo y comunismo, Akal, Madrid, 2010, p. 32.
(6) Cfr. Žižek, S.: “Cuando el Partido se
suicida” en ¿Quién dijo totalitarismo? Cinco intervenciones sobre el (mal) uso
de una noción, Pre-textos, Valencia, 2002.
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