Epicuro, el
libertador
Por : Carlos García Gual
I
He aquí una
filosofía que tiene la virtud de suscitar el apasionamiento. En pro o en contra
invita a tomar partido. El rechazo escandalizado o la adhesión entusiasta han
señalado, a lo largo de la historia, el contacto con la doctrina de Epicuro;
una doctrina que, con afán evangélico, busca y promete a sus adeptos la felicidad,
ofreciéndose como remedio contra el dolor y los sufrimientos, como la medicina
contra las enfermedades de la vida espiritual.
Seguramente ninguno de los pensadores de la antigüedad ha sido tan
calumniado ni tan trivialmente malinterpretado como Epicuro. Tampoco ninguno ha
suscitado alabanzas tan entusiastas. Para sus discípulos era como un dios, al
decir de Lucrecio (V, 8); para otros, el primer cerdo de la piara epicúrea, ese
rebaño jovial al que el poeta Horacio se jactaba irónicamente de pertenecer
(Ep. I, 4, 16).
Del epicureísmo, que no fue una teoría de talante escolar, sino una
concepción del mundo abierta a los vientos callejeros y radicada en una
circunstancia histórica bien precisa, la del ocaso político de la ciudad griega
a fines del siglo IV antes de Cristo, nos han llegado a nosotros ecos muy
dispersos, y matizados con frecuencia de afectividad. De los numerosos escritos
de su fundador, uno de los filósofos antiguos de mayor producción literaria, no
nos queda casi nada. Ni un libro del casi medio centenar de tratados que
escribió Epicuro[1]. Tan sólo breves fragmentos, algunas sentencias
escogidas, y tres cartas o epítomes, preservadas por un azar feliz. La
inclusión de éstas en la obra de un erudito historiador de la filosofía,
Diógenes Laercio, a más de cinco siglos de distancia de Epicuro, las ha salvado
del naufragio casi total de sus textos.
La desaparición de la obra escrita de Epicuro ha sido en parte efecto de la
desidia aniquiladora de los siglos, pero en buena parte también resultado de la
censura implacable de sus enemigos ideológicos.
Muchos filósofos, adictos de algún sistema idealista o metafísico, habrían
suscrito con gusto el parecer de Hegel, cuando dice: «las obras de Epicuro no
han llegado hasta nosotros, y a la verdad que no hay por qué lamentarse. Lejos
de ello, debemos dar gracias a Dios de que no se hayan conservado; los
filósofos, por lo menos, habrían pasado grandes fatigas con ellas»[2].
Ignoraba sin duda Hegel que, unos mil quinientos años antes, otro idealista
de catadura muy diferente, el emperador Juliano, al que los cristianos apodaron
el Apóstata, había formulado ya esa acción de gracias a la divinidad por la
desaparición de las obras de Epicuro[3]. En su afán de reformar
cultural y moralmente a los sacerdotes de su tiempo, el emperador Juliano, en
su condición de Pontífice Máximo, prohibía al clero la lectura de libros
escépticos o de epicúreos, considerados perniciosos por su crítica corrosiva. Y
en este punto no hay dudas de que los cristianos estaban totalmente de acuerdo
con él. Adeptos de uno u otro credo religioso, o sectarios de algún dogmatismo
filosófico, vieron en Epicuro a un peligrosísimo adversario y competidor,
negador impío de la trascendencia mundana y enemigo de la Religión y del
Estado.
De la doctrina epicúrea sabemos también por las noticias —en forma de citas
criticadas— de algunos pensadores de tendencia opuesta, más nobles o más
eclécticos, más propensos a la discusión que al anatema, que polemizan contra
ella.
Entre éstos hay que citar en primer rango a Cicerón, Séneca, Plutarco y
Sexto Empírico.
Frente a ellos están los testimonios de los discípulos fervorosos: el
magnífico poema del exaltado Lucrecio (De
Rerum Natura, compuesto hacia el 60 a. C.), y los fragmentos de Filodemo y
de Diógenes de Enoanda. Filodemo de Gádara, docto escritor y poeta del s. I a.
C., amigo de Cicerón, poseía una biblioteca, redescubierta a finales del s.
XVIII en las excavaciones de Herculano, con numerosos volúmenes de obras de
Epicuro y comentarios filosóficos, convertidos en papiros carbonizados, que,
muy fragmentariamente, nos es posible leer.
Diógenes de Enoanda, apasionado epicúreo del siglo II d. C., mandó escribir
sobre un muro público allá en su lejana Capadocia natal algunas de las
benéficas sentencias de Epicuro, como un legado filantrópico a la humanidad
sufriente.
La arqueología ha descubierto en 1884 esta antigua inscripción parietal. El
prólogo de la misma nos parece revelador del espíritu evangélico con que los
epicúreos sentían la doctrina que profesaban. Dice el texto así:
«… Situado ya en el ocaso de la vida por mi edad, y esperando no demorar ya
mi despedida de la existencia sin un hermoso peán de victoria sobre la plenitud
de mi felicidad, he querido, para no ser cogido desprevenido, ofrecer ahora mi
ayuda a los que están en buena disposición de ánimo. Pues si una persona sólo,
o dos, o tres, o cuatro, o cinco, o seis, o todos los demás que quieras, amigo,
por encima de este número, que no fueran muchísimos, me pidieran auxilio uno
por uno, haría todo lo que estuviera en mi mano para darles el mejor consejo.
»Ahora cuando, como he dicho antes, la mayoría están enfermos en común por
sus falsas creencias sobre el mundo, como en una epidemia, y cada vez enferman
más —pues por mutuo contagio uno recibe de otro el morbo como sucede en los
rebaños—, es justo venir en su ayuda, y en la de los que vivirán después de
nosotros. Pues también ellos son algo nuestro aunque aún no hayan nacido.
»El amor a los hombres nos lleva además a socorrer a los extranjeros que
lleguen por aquí. Puesto que los auxiliadores consejos del libro ya se han
extendido entre muchos, he querido utilizar el muro de este pórtico y exponer
en público los remedios de la salvación…
»Pues hemos disuelto los temores que nos dominaban en vano, y en cuanto a
los pesares, hemos hecho cesar los vacuos sobre el futuro, y los físicos los
hemos reducido a un mínimo en su conjunto…»[4].
Y a continuación venían algunos de los lemas y consejos capitales de
Epicuro.
Aún hoy es difícil acercarse a esta filosofía epicúrea con desinterés e
imparcialidad. De ella nos admiran todavía dos rasgos: su coherencia y su
vitalidad. Filosofía para la vida, surgida en un momento de crisis y de
desesperanza, ofrece soluciones a una problemática eterna, la de la muerte, el
dolor, el temor ante el futuro, el incierto destino del hombre. Los mismos
temas nos acucian aún, y ante las consideraciones de Epicuro hay que decidir
una postura vital con personales e indeclinables riesgos. De la experiencia
histórica de su momento, él supo extraer una consecuencia crítica sobre el
existir personal, una visión del mundo que tal vez algunos puedan calificar de
pesimista, la de que no hay un sentido natural ni trascendente en el universo
ni en la vida humana, y de que la sociedad con su estructura de poder amenaza
el único bien auténtico del individuo: su libertad personal. En esa situación,
la Filosofía se hace mester de desconfianza en los valores reconocidos por la
retórica oficial y se refugia en la subjetividad individual. Falta de fe en las
síntesis y en las ideas trascendentes, acude a los elementos mínimos: las
sensaciones placenteras en la moral y los átomos de la materia como último
reducto para edificar su comprensión de una realidad despiadada en su
insignificancia. El materialismo filosófico, que se relaciona con una física
atomista y una teoría empirista del conocimiento, concluye en una ética
individual que sitúa el fin de la vida en la felicidad de los placeres serenos
de este mundo, negando cualquier providencia trascendente con sus efectos de
temores y esperanzas. Es ésta una respuesta al problema del vivir humano cuya
radicalidad no puede ser ignorada. Una solución demasiado humana y terrestre
para el sentir de algunos, lo que ha producido santas y venerables indignaciones
contra los epicúreos, y ha favorecido, como decíamos, la pérdida de la mayor
parte de la obra escrita de Epicuro.
Frente al desprecio crítico de Hegel, el joven Karl Marx, en su tesis
doctoral sobre Diferencia de la filosofía
de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro (1841), subraya el profundo
sentido humanista de la filosofía epicúrea y destaca el esfuerzo de Epicuro por
acomodar en un universo materialista de mecánica atómica un espacio para la
libre actuación del hombre[5]. Lenin, contestando a Hegel, anota que
Epicuro «pasa junto al fondo del materialismo y de la dialéctica materialista»[6].
Y esta analogía en su concepción del universo ha atraído hacia Epicuro la
simpatía teórica de muchos marxistas, que ven en él «el representante de la
dialéctica materialista de los griegos». «En realidad Epicuro defendía la
ciencia contra la religión, la dialéctica contra la escolástica, la “línea
materialista” de Demócrito contra la “línea idealista” de Platón», ha escrito
recientemente un profesor de la Universidad de Moscú, con exageración un tanto
simplista[7].
Mucho más ponderado era el parecer de Kant, quien, aunque sólo conocía el
epicureísmo a través de autores latinos, suele citar este sistema como lo
opuesto al platonismo en una extremada alternativa que el filósofo crítico
debería evitar: es el «empirismo dogmático» frente al «dogmatismo
racionalista». Kant elogia el empirismo gnoseológico en que se apoya la Física
epicúrea, pero rechaza las consecuencias morales negativas del epicureísmo
desde el punto de vista de la «razón práctica». Epicuro no distinguía, a su
parecer, entre «ignorar» y «negar»; y el prolongamiento dogmático del
escepticismo y el materialismo inicial no le habría permitido postular una
ética del deber, como lo permite el agnosticismo metafísico de la crítica
kantiana. El enfrentamiento con Platón y la íntima conexión entre Física y
Etica en Epicuro están bien esquematizados por el agudo sentido filosófico de
Kant[8]. Sobre este enfrentamiento y esta relación volveremos a
insistir.
De momento queremos sólo sugerir que el intento por comprender la filosofía
de Epicuro puede ser algo más que una curiosidad histórica, resucitada a
expensas de la penosa erudición filosófica. La verdadera comprensión implica
algo más.
En el reconocimiento de la dialéctica vital de un pensamiento y su dinámica
sociohistórica puede haber una lección de vivo interés personal, incluso a
veintitantos siglos de distancia. La devoción proverbial que en sus discípulos
suscitaban los sencillos consejos del filósofo ateniense, ese amable «dios del
Jardín», como decía Nietzsche[9], puede encontrar ecos todavía. En
nuestros días, filólogos como A. Bonnard o B. Farrington tienen para él
palabras que recuerdan el entusiasmo de Diógenes de Enoanda, o de Lucrecio, o
la simpatía del erudito Diógenes Laercio[10]. Y no deja de ser
sintomático que en un reciente congreso filológico en torno al epicureísmo
griego y latino, dos de los más famosos historiadores actuales de la Filosofía
antigua, P. M. Schuhl y J. Brun, trataran de la semejanza entre la filosofía
epicúrea y el pensamiento contemporáneo. La ponencia del primero se titulaba Actualidad del epicureísmo y la del
segundo Epicureísmo y estructuralismo,
coincidiendo ambos en señalar las analogías notables entre el sistema del
antiguo pensador, materialista, antimetafísico, hedonista, y anárquico, y
algunas de las corrientes intelectuales más avanzadas del momento presente[11].
II
Ya a primera vista el sistema filosófico de Epicuro destaca más por su coherencia que por su originalidad. Recoge en una nueva síntesis algunas teorías anunciadas por pensadores anteriores de la tradición filosófica griega: el atomismo físico de Leucipo y Demócrito, el hedonismo de Aristipo de Cirene, el empirismo de Aristóteles, la búsqueda de la ataraxia de los escépticos; y en su rechazo de las convenciones sociales y de la política, coincide con los cínicos, los escépticos y los primeros estoicos.
Ya a primera vista el sistema filosófico de Epicuro destaca más por su coherencia que por su originalidad. Recoge en una nueva síntesis algunas teorías anunciadas por pensadores anteriores de la tradición filosófica griega: el atomismo físico de Leucipo y Demócrito, el hedonismo de Aristipo de Cirene, el empirismo de Aristóteles, la búsqueda de la ataraxia de los escépticos; y en su rechazo de las convenciones sociales y de la política, coincide con los cínicos, los escépticos y los primeros estoicos.
Toda filosofía tiene un carácter dialéctico; pretende ser antítesis de unos
sistemas filosóficos precedentes y síntesis de otros para responder a sus
perdurables problemas.
Epicuro, como otros filósofos helenísticos, se encuentra con un rico pasado
filosófico que, en parte, recoge, con notables retoques, como en lo que
respecta a la Física de Demócrito y a la teoría ética del hedonismo. Sin
embargo, después de las críticas platónicas y aristotélicas, el retorno de
Epicuro a estas bases teóricas materialistas se hace con una nueva conciencia.
En el mismo respecto la posición del filósofo viene definida por el rechazo
de una parte de esa tradición. En este caso la oposición más extrema está
marcada por su enfrentamiento a Platón. Ya hemos señalado que este rasgo había
sido perspicazmente subrayado por Kant; y, en definitiva, el libro reciente de
B. Farrington ha vuelto a destacar esta antítesis insistiendo en su aspecto
político. Es un buen método para definir el de referirse a los términos
opuestos, y evidentemente, el platonismo representa el opuesto del epicureísmo
en casi todos sus aspectos.
Epicuro no alude explícitamente a esta decisiva oposición. Sabemos que
nuestro filósofo, al contrario que algún estoico pedante como Crisipo, no solía
hacer citas en sus escritos. Pero la polémica se siente latente en su obra. En
el mundo de los átomos no ocupaban ninguna función las arquetípicas ideas. Del
mismo modo, Platón, frecuentemente generoso con sus adversarios, había
silenciado el nombre del fecundo Demócrito, como si en él recelara un peligroso
enemigo o como si su obra no mereciera la pena de salvarse del olvido. Los
postulados básicos del platonismo (duplicidad del mundo inteligente y mundo
sensible, enfrentamiento de cuerpo y alma, carácter divino del alma humana
inmortal y anhelante del mundo trascendente, desprecio del cosmos físico,
creencia en unos valores éticos y políticos absolutos, y exigencia de una
utópica jerarquía social para establecer el reino de la justicia del gobierno
de los filósofos) habían sufrido ya críticas duras de Aristóteles. Los
discípulos de la Academia no parecen haber sustentado con energía la totalidad
del sistema, sino que, como si profesaran el idealismo con mala conciencia, se
dedicaron a la matemática. Pero Epicuro sostiene precisamente las tesis
contrarias al platonismo: la existencia de un único mundo sensible y un único
conocimiento auténtico, el de los sentidos, entre los que el básico es el
tacto. Para Epicuro, el alma es también corporal y perece con su cuerpo, al
disgregarse sus átomos; existen los dioses, pero no con fines modélicos ni
teleológicos, sino como seres apáticos y ociosos, arrinconados en los espacios
intercósmicos; los placeres básicos son los del cuerpo, los de la carne; la
moral es relativa; el bien no es algo objetivo y trascendente, sino que está
referido siempre al placer; y en fin, la sociedad basada en un orden justo le
interesa al epicúreo muy poco.
La canónica epicúrea, su teoría del conocimiento, se basa en el papel
primordial de las sensaciones, que nos suministran el material de nuestro
conocimiento. Esta teoría empírica del conocimiento, en cuyos pormenores
técnicos no conviene detenernos ahora, supone por sí misma una crítica radical
del idealismo platónico y de toda la corriente racionalista griega que empieza
en Parménides. Pero, con su empirismo, Epicuro se opone tanto al idealismo como
a la teoría escéptica de que el conocimiento real es imposible. Si el empirismo
resulta un freno a las ilusiones, un tanto ingenuas de la razón absoluta de
fundar en sí la realidad, es a su vez una base para defenderse de otro de los
grandes peligros de la Filosofía: el escepticismo. El agnosticismo radical de
su contemporáneo Pirrón (360 - 270 a. C.) era una tentación atractiva en un
mundo intelectual hastiado de controversias dogmáticas. Entre esos dos polos,
idealismo y escepticismo, intenta Epicuro, de modo más radical que Aristóteles
y Demócrito, tender el puente entre el sujeto cognoscente y la realidad objeto
del conocer. El empirismo empieza con la desconfianza en el conocimiento; pero,
a diferencia del escepticismo, pretende no concluir en ella, sino utilizarla
sólo como un punto de partida para la toma de contacto posible con la realidad.
Para el fundamento gnoseológico y para su teoría física, Epicuro encontró
una concepción ya elaborada en el atomismo, como visión materialista del mundo
físico y del conocimiento, que había podido recoger probablemente a través de
las enseñanzas de Nausífanes de Teos, discípulo de Demócrito y de Pirrón, cuya
escuela frecuentó en su juventud (321-311). Parece que, de un modo general,
también la teoría sobre el progreso de la humanidad que encontramos expuesta en
Lucrecio (V, 922 -1455), puede ser una repercusión de las ideas de Demócrito,
así como la concepción de la imperturbabilidad o ataraxia puede relacionarse
con la teoría de Pirrón.
Los dos grandes sistemas metafísicos de Platón y de Aristóteles se
resquebrajaban ya en manos de sus discípulos inmediatos, y sólo fragmentos de
estos grandes edificios teóricos se desarrollaban en los cursos lectivos del
Liceo, que derivaba hacia unos estudios científicos cada vez más especializados,
y en los de la Academia, abocada hacia las matemáticas y el escepticismo. Como
su casi coetáneo Zenón, el estoico, Epicuro edifica su sistema aprovechando esa
bancarrota de las dos grandes escuelas atenienses, integrando elementos de
otras filosofías anteriores e instrumentalizando la totalidad del pensamiento
filosófico en una función ética.
En los postulados básicos hay una notable coincidencia, explicable por
razones de su contexto histórico-social, entre la doctrina de Epicuro y la de
los primeros estoicos; aunque luego el desarrollo divergente de ambas teorías,
y el compromiso de los estoicos con la política y la sociedad los haya llevado
a una oposición tajante. La subordinación de todo el sistema filosófico a una
conclusión moralista es un rasgo típico de ambas escuelas, y es un rasgo que
responde a una necesidad del tiempo angustiado en que estas filosofías surgen.
Esta acentuada conexión entre la teoría y la praxis moral es característica de
ambos sistemas, con sus pretensiones de ofrecer un camino de salvación para un
tiempo indigente.
Esta derivación de la filosofía helenística hacia el moralismo puede ser
valorada de modo diverso, según la perspectiva del crítico. Si consideramos el
enorme andamiaje metafísico de las teorías platónica y aristotélica como un
logro permanente del espíritu, sin duda puede advertirse en las filosofías
helenísticas una disminución de rigor y de tensión especulativa. Pero si somos
escépticos acerca de la real dimensión de todas esas magníficas y admirables
abstracciones teóricas, si desconfiamos de la dialéctica y de la metafísica,
apreciamos de otro modo el énfasis y la conclusión pragmática de las nuevas
teorías. Frente a la anterior disociación entre teoría y vida, ahora el
naufragio político obliga a plantearse la función del filosofar de un modo más
directo, inmediato y vital. Se aceptan menos prejuicios que en las perspectivas
de la filosofía clásica, y la filosofía se vuelve fármaco soteriológico,
cauterio medicinal, instrumento para la salvación en una circunstancia caótica
y ruinosa.
III
Como es bien sabido, el atomismo griego tiene como fundador a Demócrito, cuya teoría es retocada por Epicuro en un punto importante al admitir un movimiento espontáneo de desviación o clinamen de algunos átomos, frente a su caída regular, con el fin de introducir un margen de libertad en este cosmos material sin causas finales ni inteligencia externa. Hay en esta concepción física ciertas analogías con la actual concepción científica sobre la constitución de la materia. Por ejemplo, la teoría más reciente sobre ésta, la del profesor Gell-Mann, Premio Nobel de Física de 1969, ha demostrado teoréticamente la existencia de unas partículas mínimas, los «quarks», últimos componentes de los cuerpos, en la continuación de una larga tradición atomística. Los «quarks», después de los átomos y los protones, electrones, neutrones, mesones e hiperiones, son las primeras partículas elementales sin nombre griego (su nombre precede de Finnegan’s Wake, la novela de Joyce), y sus propiedades estructurales se definen por métodos matemáticos harto complicados, con ayuda de números cuánticos, y se clasifican en un sistema transformacional SU3 de matrices unitarias tridimensionales.
Como es bien sabido, el atomismo griego tiene como fundador a Demócrito, cuya teoría es retocada por Epicuro en un punto importante al admitir un movimiento espontáneo de desviación o clinamen de algunos átomos, frente a su caída regular, con el fin de introducir un margen de libertad en este cosmos material sin causas finales ni inteligencia externa. Hay en esta concepción física ciertas analogías con la actual concepción científica sobre la constitución de la materia. Por ejemplo, la teoría más reciente sobre ésta, la del profesor Gell-Mann, Premio Nobel de Física de 1969, ha demostrado teoréticamente la existencia de unas partículas mínimas, los «quarks», últimos componentes de los cuerpos, en la continuación de una larga tradición atomística. Los «quarks», después de los átomos y los protones, electrones, neutrones, mesones e hiperiones, son las primeras partículas elementales sin nombre griego (su nombre precede de Finnegan’s Wake, la novela de Joyce), y sus propiedades estructurales se definen por métodos matemáticos harto complicados, con ayuda de números cuánticos, y se clasifican en un sistema transformacional SU3 de matrices unitarias tridimensionales.
Todos los pormenores técnicos, así como las observaciones empíricas y las
aplicaciones de la teoría, habrían admirado a cualquier atomista griego. Pero
en ambas concepciones, la contemporánea y la griega de hace 2.400 años, se
expresa una misma idea básica: la de la estructura discontinua de la materia.
En este aspecto también la explicación del movimiento por Epicuro como una
marcha a saltos entre átomos espacio-temporales, en un intento para resolver
las aporías de Zenón, puede encontrar remotos ecos en la mecánica cuántica[12];
y su movimiento de desviación irracional podría relacionarse acaso con el
llamado «principio de indeterminación» en los procesos de la microfísica[13].
Sin embargo, hay algo que distancia fundamental y dolorosamente la Física
moderna de la epicúrea, el hecho de estar esta última subordinada a una
concepción final de la vida humana: el logro de la felicidad. Si a un
especializado físico moderno se le preguntara qué relación tiene su actividad
científica con su ética y su concepción de la vida, se quedaría extrañado y le
sería muy difícil responder. En cambio, la ciencia por la ciencia o por sus
inmediatas aplicaciones técnicas no es el objetivo primordial de la Física
epicúrea, que resulta simplemente una parte de la Filosofía encaminada a
procurarnos la felicidad. El científico moderno, muchas veces cargado de los
mismos prejuicios vulgares de otras gentes y especializado bárbaramente en su
pequeño dominio, no tiene nada que ver con el «sabio» ideal de los griegos. Hoy
laureados científicos pueden «eslabonar comprensiones geniales con los más vulgares
cuentos de criadas» sobre aspectos filosóficos centrales de la vida[14],
olvidando la armonía espiritual que perseguía el antiguo filósofo, llámese
Demócrito, Platón, Aristóteles o Epicuro.
Éste escribió muchos libros de cuestiones naturales, como su amplio Perì Physeos en 37 volúmenes; pero su
interés no iba tanto a las cuestiones de detalle cuanto a proporcionar una
visión conjunta de la naturaleza que permitiese la tranquilidad del ánimo y
ayudara a liberar el espíritu humano de los errores supersticiosos ante los
prodigios impresionantes de la naturaleza, en los que Demócrito había visto una
de las causas de la religión. Por otra parte, mucho menos intelectualista que
Demócrito, quiso también, frente a la necesidad de aquél, un margen de libertad
en su mundo físico para liberar al hombre de un yugo tan duro como los dioses
del pueblo: el de la Fatalidad. «Pues sería mejor —dice en Dióg. Laercio X,
134— aceptar la fábula popular sobre los dioses que ser esclavo de la Fatalidad
de los fisiólogos. Porque aquella suscribe una esperanza de absolución mediante
el culto de los dioses, pero ésta nos presenta un destino inflexible».
En este punto el conocimiento de la naturaleza del mundo físico tiene
primordialmente un valor pragmático; nos ayuda a liberarnos de los terrores
supersticiosos y, al mismo tiempo, no debe encadenarnos en un determinismo que
impide la actuación y la decisión moral del hombre (Cf. M. C. XI-XIII).
Lo peculiar del atomismo frente a otros sistemas de explicación del
universo físico es la falta de teleología. No rige el mundo un único principio,
ni la materia está sometida a la jerarquía de las ideas o de las formas. Ni
siquiera la necesidad en el movimiento de los átomos puede ser una norma rígida
que encadene a la materia. Epicuro modificaba aquí la teoría mecanicista,
admitiendo unos movimientos imprevisibles de los átomos, unas desviaciones
irracionales en su caída en el vacío. Esta teoría de la parénclisis, el clinamen
o desviación de los átomos, tiene, como Marx destacó, el fin de salvar la
libertad del alma humana, compuesta, como toda realidad, de átomos algo más
sutiles que los del cuerpo, pero de idéntica naturaleza[15]. Ni la
Providencia divina, ni el Nous o «Inteligencia» de Anaxágoras, ni las ideas
subordinadas a la del Bien, ni un último motor inmóvil, ni la Necesidad
implacable ni la fatalidad astral, confieren un orden al acontecer cósmico y
humano.
También la materia es libre, sin principio ni finalidad, frente a cualquier
destino ajeno a su propia composición desordenada.
La danza de los átomos en el vacío es tan caótica como la desacompasada
historia de los hombres.
Sus enemigos reprochaban a Epicuro su ignorancia de las matemáticas, que
para los griegos fueron siempre la base del orden y la armonía. Los estoicos
intentan lograr la tranquilidad de ánimo mediante la creencia en una
Providencia que ha determinado de modo sabio, justo e inevitable el destino del
mundo; y en ese sometimiento sensato al orden divino el estoico se siente tan
libre como el epicúreo en su libertario y caótico mundo. Se puede pensar que en
éste las posibilidades de obrar eran más amplias que en cualquier otro. Sin
embargo, el epicúreo no tenía ningún interés en la acción. Trataba sólo de no
sentirse ligado por una obligación externa, por ningún destino; y
efectivamente, la teoría materialista de los átomos se adecuaba magníficamente
con la perspectiva moral y social del filósofo, que anteponía siempre el
individuo a la sociedad; como los átomos son anteriores a los cuerpos,
compuestos y descompuestos sin fin por ellos.
En la época helenística el fatalismo, más o menos filosófico y más o menos
supersticioso, se extendía poderosamente. El ánimo humano no resiste fácilmente
la idea de la completa libertad, de la independencia total y del intrascendente
destino del hombre. Gusta de sentirse encadenado a algo perdurable que supere
el propio yo limitado y se agarra con fe a las estrellas fatídicas o a las
utopías revolucionarias con ese «miedo a la libertad» de que el psicólogo Fromm
y el profesor Dodds han tratado[16]. El epicureísmo, sin embargo, no
pone excesivas esperanzas en ninguna de estas trascendencias.
El hombre se queda solo. Y en esta soledad, frente a los demás hombres,
quedan sólo las alegrías del placer, de la amistad y del conocimiento.
IV
Para explicarnos mejor algunos de los rasgos de su filosofía conviene, desde un principio, tener en cuenta algunos datos de la vida de Epicuro. Época, patria y condición social, si no determinan, condicionan al menos las preguntas y respuestas del horizonte intelectual. Algunas Historias de Filosofía suelen fingir un proceso absoluto y utópico de las ideas, en el que unas teorías filosóficas polemizan con otras sobre un fondo abstracto, con escasas referencias a las circunstancias históricas de la vida de los filósofos, convertida en anécdota marginal a su pesar. Aunque pensamos que en el plano general teórico probablemente nadie defiende hoy esta falsa autonomía del pensamiento frente a la vida personal, sin embargo nunca está de más prevenirnos contra el riesgo de un teorizar ahistórico de un modo concreto. En nuestro caso parece imprescindible la evocación del marco histórico del mundo helenístico en que a Epicuro, el último gran filósofo ateniense, le tocó vivir.
Para explicarnos mejor algunos de los rasgos de su filosofía conviene, desde un principio, tener en cuenta algunos datos de la vida de Epicuro. Época, patria y condición social, si no determinan, condicionan al menos las preguntas y respuestas del horizonte intelectual. Algunas Historias de Filosofía suelen fingir un proceso absoluto y utópico de las ideas, en el que unas teorías filosóficas polemizan con otras sobre un fondo abstracto, con escasas referencias a las circunstancias históricas de la vida de los filósofos, convertida en anécdota marginal a su pesar. Aunque pensamos que en el plano general teórico probablemente nadie defiende hoy esta falsa autonomía del pensamiento frente a la vida personal, sin embargo nunca está de más prevenirnos contra el riesgo de un teorizar ahistórico de un modo concreto. En nuestro caso parece imprescindible la evocación del marco histórico del mundo helenístico en que a Epicuro, el último gran filósofo ateniense, le tocó vivir.
Nació en Samos en el 341 a. C., y pasó en esta isla su niñez y
adolescencia. Su padre, Neocles, ciudadano ateniense, se había establecido allí
como colono, y se ganaba la vida como maestro de escuela. Era entonces ésta una
profesión connotada por un bajo nivel social y una cierta ramplonería de oficio.
Aludiendo a esta condición del padre insultará a Epicuro el satírico Timón,
llamándolo «el hijo del maestro de escuela»: «el último de los físicos y el más
desvergonzado, el hijo del maestro de escuela, que vino de Samos, el más
ineducado de los animales» (D.L. X.3). Las condiciones de su posición familiar
no eran las más favorables para una niñez despreocupada.
La familia, compuesta de los padres y cuatro hermanos, parece haber estado
muy unida; y las relaciones cordiales de Epicuro con su madre (como muestra la
carta dirigida a ella, testimoniada por Diógenes de Enoanda) y con sus hermanos
(que le acompañarán en sus viajes y convivirán con él en el Jardín) son
ejemplarmente auténticas.
A los dieciocho años Epicuro tuvo que marchar a Atenas, la ciudad de sus
antepasados, para prestar servicio militar como efebo, durante dos años. Días
revueltos para la orgullosa ciudad, cuya gloria política declinaba ya hacia un
recuerdo retórico, los del año 323. En el año anterior el victorioso Alejandro
había exigido desde la lejana Asia honores divinos; y los atenienses,
escépticos e irónicos, le habían consagrado como a un dios. Entonces llegó la
noticia de que, con una impertinencia notable, Alejandro había muerto, a los
pocos meses, en Babilonia. Por los mismos días desapareció de la escena griega
otro tipo escandalosamente popular: Diógenes, a quien apodaban «el Perro». En
su legendario tonel, o más bien en su tinaja, el cínico apátrida que se
proclamaba «cosmopolita», y que no habría cambiado su miseria por el imperio de
Alejandro, abandonó este mundo cuyas convenciones había ridiculizado y
ofendido.
La noticia de la muerte del monarca macedonio incitó a la ciudad de Atenas
a un nuevo intento de recuperar su autarquía política, azuzada otra vez por el
impenitente Demóstenes. Según una brillante predicción oratoria, «el olor del
cadáver de Alejandro iba a llenar el universo». La derrota de la armada
ateniense en Amorgos en el 322 fue la última gran batalla de los atenienses por
la libertad, la sagrada y renombrada libertad. Demóstenes, acosado en la
persecución, se suicidó. En cuanto a Aristóteles, que, temeroso de ser acusado
filomacedonio y de impío, se había refugiado en Cálcide, abandonando el Liceo,
murió también aquel año después de haber disecado el cosmos y catalogado el
universo. Al frente de la escuela quedaba su sucesor, Teofrasto, interesado en
continuar una vivisección al por menor de plantas y caracteres psicológicos.
Los dos destructores de la ciudad como marco político, Alejandro y
Diógenes, y los dos defensores últimos, Aristóteles en la teoría y Demóstenes
en la práctica política, desaparecieron en poco más de un año. Aquel trágico
período de 323-321, que fue para Epicuro el del encuentro con la ciudad de sus
mayores, la gloriosa Atenas, fue para ella el de la pérdida de sus esperanzas
políticas. Desde entonces en Atenas no brillarán los políticos ni los
ideólogos, sino tan sólo maestros de cultura, filósofos cargados de pasado y de
resignación.
La democracia, tan malherida por las sucesivas crisis y consecuencias
bélicas, experimentaba un nuevo revés. Los militares macedonios vencedores
reservaron los derechos de ciudadanía a aquellos que poseían más de 2.000
dracmas; es decir, a unos 9.000 atenienses, mientras que más de la mitad de la
población se veía privada de ellos. Como decía, amargamente y sin ilusiones, el
epitafio compuesto a los muertos en Queronea, años antes: «¡Oh, Tiempo, que ves
pasar todos los destinos humanos, dolor y alegría; la suerte a la que hemos
sucumbido, anúnciala a la eternidad!».
También en Samos había repercutido la conmoción política. Los colonos
atenienses, entre ellos la familia de Neocles, fueron expulsados de la isla. El
padre de Epicuro fijó su nueva residencia en Colofón, ciudad de la costa jonia,
ilustre como pretendida patria de Homero, y como hogar natal del lírico
Mimnermo y de Jenófanes, el poeta crítico y teólogo ilustrado del s. VI. A ella
acudió Epicuro a reunirse con su familia, y allí residió desde el 321 al 311,
desde sus veintiuno a sus treinta y un años. Durante este tiempo completa su
formación filosófica, frecuentando la escuela que en la vecina isla de Teos
regentaba Nausífanes, un discípulo de Demócrito y de Pirrón.
Detengámonos en esta formación filosófica, muy significativa para
comprender su propia teoría.
El interés de Epicuro por la filosofía parece haber despertado muy
temprano: a los 14 años. Según una anécdota, se irritó con su maestro de letras
(grammatistés) que no supo explicarle
el sentido de la afirmación de Hesíodo de que «primero era el caos», y que lo
remitió a los filósofos para su aclaración.
Estas anécdotas de las biografías griegas tienen más interés por su
intención significativa que por su autenticidad.
En ésta podemos subrayar dos rasgos: el temprano criticismo del filósofo
contra la educación tradicional fundada en la lectura de los poetas, maestros
de sabiduría retórica, y la dificultad en admitir esa oposición física de caos
y cosmos, que puede relacionarse con su filiación atomista. En efecto, el paso
del caos al cosmos parece requerir la apelación a un principio ordenador
externo a la materia misma (la divinidad, la Inteligencia divina, o algo así),
y a una teleología física, principios que el atomismo excluye, o de que al
menos puede prescindir. No sabemos quién pudo haber puesto al joven estudiante
en contacto con la física atomista. Su primer maestro de filosofía, que
conozcamos, fue el platónico Pánfilo. Detalle interesante, por lo que hemos
subrayado de la oposición de Epicuro al platonismo, tanto en sus líneas
fundamentales, cuanto en su rechazo decidido de toda educación previa al
filosofar (como era la paideia
matemática y dialéctica exigida por los académicos).
Es posible que durante su estancia en Atenas asistiera a alguna lectura de
Jenócrates, el segundo sucesor de Platón en la jefatura de la Academia. Y que
mantuviera algún contacto con los estudiosos del Liceo, donde Teofrasto había
sucedido a Aristóteles. Aunque hay algún testimonio de que estudió con el
peripatético Praxífanes en Rodas por algún tiempo, existe en esto una
dificultad cronológica. Su maestro de los años de formación, entre los veinte y
los treinta, ya que el estudio de la filosofía persistía habitualmente un largo
período, fue indiscutiblemente Nausífanes de Teos.
Discípulo de Demócrito y relacionado con Pirrón —ya hemos aludido a ello—
este atomista con inclinaciones escépticas había escrito un libro llamado El Trípode sobre los tres fundamentos
del conocimiento; enseñaba en la costa jonia, lejos de la influencia social de
platónicos y peripatéticos, las teorías físicas del atomismo; y exponía una
teoría de las emociones que señalaba el fin de la vida serena en la
«inalterabilidad» (acataplexía) del
ánimo, posición semejante a la de sus maestros, y no muy distante de la del
propio Epicuro.
Todos estos detalles hacen más notable la agria reacción de Epicuro contra
él, al calificarle de «molusco», «analfabeto», «bribón» y «prostituta», entre
otras referencias a su servilismo y su sofistería. Tal vez fue la decepción, al
observar la probable incongruencia entre la teoría física, abocada como en
Demócrito al determinismo, y la conclusión ética, lo que explica la hostilidad
hacia su maestro. «Peor que un oponente, Nausífanes era en términos ideológicos
un desviacionista», sugiere J. M. Rist[17]. Esa misma virulencia
verbal la atestigua Epicuro con otros filósofos, adjetivando a Platón de
«áureo» (burla de la distinción en clases sugeridas por aquél) y a los
platónicos de «aduladores de Dionisio» (el tirano de Siracusa), a Aristóteles
de «depravado», a Heráclito de «embrollador», a Demócrito de «charlatán», a los
dialécticos de «devastadores», y a Pirrón de «inculto» e «ineducado». (D.L.
X.8). Del atomista Leucipo negó la existencia (probablemente no como persona
física, sino como filósofo).
Estas críticas que no conocemos en detalle, pero que —a pesar de la escasa
diplomacia habitual de los filósofos para con sus competidores—, parecen de
notable dureza verbal, se explican probablemente por el objetivo moral y
pragmático que la filosofía asume para Epicuro. Toda la sabiduría teórica de
sus predecesores no habría sido, a sus ojos, desde esa perspectiva moralista,
más que una diversión sin conclusiones válidas para la vida. En gran parte «paideia», en el doble sentido de
«educación» y «cultura», (despreciable como un superfluo presupuesto del
auténtico filosofar para Epicuro), pero no el camino que pudiera conducir hacia
la felicidad.
Como observa con acierto Rist, «sea cual sea la razón, personal, filosófica
o ideológica, de la hostilidad de Epicuro hacia el maestro de quien
probablemente más había recibido, no hay duda de que Epicuro se proclamaba
autodidacta. Lo único que esto puede significar si queremos verlo desde una
perspectiva amistosa, es que aquello que él valuaba más en su propia filosofía,
sus actitudes éticas, sus ideas sobre la libertad y la necesidad y sobre los
dioses, eran el producto de su propio pensamiento. Sólo el material bruto de
ese pensamiento le había sido proporcionado por sus maestros de hecho, tales
como Nausífanes, y sus antecesores espirituales, como Demócrito y Leucipo»[18].
El caso es que, a sus treinta y un años, después de estos diez de
aprendizaje técnico, Epicuro fundó su primera escuela propia en Mitilene.
En un año esta escuela fracasó por la hostilidad pública de otros filósofos
y de la gente de la localidad, y Epicuro tuvo que abandonar la ciudad.
Probablemente sacó algunas conclusiones ventajosas de este fracaso: una mejor
prudencia para el futuro y la compañía de Hermarco, fiel discípulo y su sucesor
en la dirección del Jardín.
Desde el 310 al 306 Epicuro habita en Lámpsaco, donde se rodeó de un
círculo de fieles discípulos y amigos, Idomeneo, Leonteo y su esposa Temista,
Metrodoro, personas de posición distinguida en la ciudad; Polieno de Cízico y
su amante Hedeia, Colotes (cuyo satírico escrito contra las escuelas
filosóficas rivales motivó una réplica de Plutarco 400 años después), y el
joven Pitocles, entre otros. Cuando en 306 abandona esta ciudad para instalarse
en Atenas, deja en ella un buen recuerdo y un círculo epicúreo de fieles
discípulos.
«Durante cierto tiempo filosofó en interrelación con otros filósofos, pero
luego se retiró a un ámbito privado fundando la escuela que lleva su nombre»
dice Diógenes Laercio (X, 2). No sabemos si ese abandono de la predicación
pública para dedicarse a una enseñanza privada y restringida al grupo de
seguidores íntimos, se refiere a la estancia en Lámpsaco, y es un resultado del
recelo y la desconfianza tras la experiencia de Mitilene sobre la agresividad
de otros filósofos y la muchedumbre. Pero es probable que ya el círculo de
Lámpsaco fuera, como el Jardín ateniense, un local privado y de cierta
familiaridad, más seguro para el cultivo de una libre sinceridad y de la
amistad tan preciada.
Cuando Epicuro vuelve de nuevo a Atenas, quince años después de su primera
visita, se halla en medio del camino de su vida. Con sus treinta y cinco años
ha recorrido varias localidades jónicas prestigiosas en la cultura y la
filosofía griegas, desde que su familia en 322 tuvo que abandonar Samos.
En algunas de estas ciudades ha conocido a filósofos devotos de la
tradición científica de los jonios y ha fundado escuela de filosofía. Pero la
vuelta a Atenas, después de estos quince años de experiencias viajeras, para
establecerse allí definitivamente en la escuela que se llamará «el Jardín», es
sintomática de su apego a esta ciudad, la única en que podrá sentirse
ciudadano.
Más que la propaganda filosófica y la discusión con los rivales de la
Academia y del Liceo, o con los futuros predicadores del Pórtico (Zenón de
Citio tardaría aún unos años en exponer su doctrina estoica), Epicuro busca la
vida reposada y la fecundidad en el trabajo intelectual en aquel ambiente
cargado de recuerdo y amarguras. Atenas acababa de ser otra vez «liberada»;
ahora (en el 307) por Demetrio Poliorcetes; y es probable que para la fundación
de su escuela Epicuro aprovechara la oportunidad de este hecho, que oscurecería
la protección política al Liceo y la Academia, de tendencia filomacedonia, que
aquel año tuvieron que cerrar sus puertas varios meses.
No sabemos cuáles fueron los avatares psicológicos de Epicuro, ni qué parte
de su obra habría compuesto antes de su llegada a Atenas para su
establecimiento definitivo. A través del estilo de su prosa, podemos suponer un
carácter vehemente y austero. ¡Qué impresión le produciría el pueblo,
desengañado y temeroso, adulador y retórico, de Atenas, después de haber
recorrido por largos años las ciudades jónicas, de haber encontrado vagabundos
apátridas, tiranos engolados, profesores de astronomía y supersticiosos de mil
nuevos cultos! Desorden y servilismo en el alma de las muchedumbres necias, que
Epicuro despreciará siempre con el mismo talante aristocrático de otros
filósofos griegos, como Sócrates, Platón o Demócrito.
Los sucesores de Alejandro intentaban entre tanto repartirse la herencia de
un imperio. Los caudillos militares, intrigantes y belicosos, Antígono,
Casandro, Lisímaco, Demetrio y Tolomeo, se enfrentaban sin otros afanes
ideológicos que sus ambiciones personales, mientras todas esas perturbaciones
afectaban a una población cada vez más sumisa y entregada al despotismo de los
nuevos monarcas. La vida, con esos inesperados reveses políticos y las
consiguientes crisis económicas, había cobrado un perfil de inseguridad, y el
ciudadano medio, que un tiempo creyó en su acción personal en la democracia
ateniense, se sentía subordinado al caos.
Epicuro compró en Atenas una casa en el respetable distrito de Melite y un
«jardín» cerca de la puerta del Dípylon, en la vecindad de la famosa Academia
de Platón (como anota De Witt, muchos turistas en siglos posteriores podían
combinar en el mismo paseo la visita a los dos santuarios filosóficos. Cicerón
y su amigo Atico visitaron así el Jardín en 78 a. C. sorprendiéndose de su
pequeñez, tal vez en comparación con las «villas» romanas que ellos
conocerían). Señala Farrington que el famoso Jardín (en griego «Kepos») sería tal vez muy parecido a un
«huerto», cuyas habas, bien repartidas, sirvieron para mantener a la comunidad
epicúrea en algún momento de hambre en Atenas (como en el asedio del año 295)[19].
Las clases y reuniones se celebrarían tanto en la casa como en el jardín. Al
parecer existían ciertos grados entre los discípulos; y Epicuro era
reverenciado como «el maestro» o «guía» de la comunidad. Entre los componentes
de ésta estaban los fieles amigos y seguidores de Lámpsaco; varias mujeres,
alguna de respetable posición como la citada Temista, o bien «heteras», como
Hedeia de Cízico o la ateniense Laontion (que escribió un tratado contra
Teofrasto, elogiado por Cicerón por su estilo excelente); y también esclavos de
uno y otro sexo. Este grupo de personas, retiradas a un círculo privado, con
sus propias reglas éticas y su concepción del mundo, debía escandalizar un
tanto a los maledicentes que consideraban el Jardín, donde se predicaba «el
placer», como disipado centro de orgías y alegres contubernios[20].
Para Epicuro, estos años de retiro ateniense fueron de una notable
austeridad y de una gran actividad intelectual.
Probablemente la casi totalidad de su enorme obra escrita —que ocupaba más
de 300 rollos de papiro, según Diógenes Laercio— fue compuesta entonces. Su
salud, delicada siempre, empeoraba hasta tal punto que muchos días no podía
tenerse en pie, sus vómitos eran frecuentes, y necesitaba una silla de tres
ruedas (su «trikylistos» famoso) para trasladarse de un sitio a otro.
El Jardín, lugar de paz, en un mundo agitado por continuas revueltas y
trastornos bélicos, recibía las visitas de amigos y admiradores. Las cartas
fragmentarias que conservamos revelan una gran afectividad entre los discípulos
y el maestro.
«Envíame —escribe a uno de ellos— un tarrito de queso, para que pueda darme
un festín de lujo cuando quiera».
Los placeres de estos pequeños lujos y el recuerdo agradecido de los
momentos felices del pasado animaban la serenidad de sus días. Esta alegre
moderación del Jardín, un hedonismo que por su limitación resulta casi una
ascética, armoniza bien con la antigua máxima apolínea de que la sabiduría
consiste en la moderación y el conocimiento de los límites. Como observó
Nietzsche, fino catador de humanidad: «una felicidad tal sólo la ha podido
encontrar un experimentado sufridor; la felicidad de un ojo, ante el que se ha
vuelto sereno el mar de la existencia, y que no puede saciarse de contemplar la
superficie de la piel marina que se mece suave y coloreada; nunca antes se
presentó una moderación tal de la sensualidad»[21].
Probablemente la impresión de que el mundo está enfermo sin rumbo y sin
finalidad, sometidos los hombres a los terrores del futuro y a tormentos
mutuos, y ese énfasis en la seguridad y en la filosofía como medicina,
responden a una experiencia vital. En la crisis de los valores tradicionales,
la adulación retórica había llegado a notables extremos, y como sucede en todos
los momentos de perturbación política, el lenguaje había degradado sus
significados. Como un ejemplo significativo, el famoso himno de Hermocles a
Demetrio Poliorcetes, el inquieto conquistador, le reconocía como a un dios,
más cercano y más activo que los dioses tradicionales: «Los otros dioses, pues,
o se encuentran muy distantes o no tienen oídos o no existen o no nos prestan
un momento de atención, pero a ti te vemos presente, no de piedra ni de madera,
sino de verdad».
El himno, compuesto hacia el 290 a. C. por encargo del propio Demetrio, es
un síntoma de los tiempos. Mientras tanto, un filósofo a la moda, Evémero de
Mesana, cuya obra iba a cobrar rápidamente un amplio prestigio, exponía en la
corte macedonia su teoría sobre el origen de la religión. En ella sostenía que
los dioses no son más que antiguos héroes y reyes benefactores, divinizados por
la gratitud y el irónico olvido de las generaciones mortales. En la teoría
repercute un reflejo de la deificación de los grandes conquistadores de la
época helenística.
¡Qué diferentes los dioses que, a su propio ejemplo y semejanza, afirmará
Epicuro, apartados y felices de los tumultos del mundo, como el sabio
auténtico! También él será llamado un dios por sus discípulos (así Lucrecio, V,
8 y ss.), que tal vez recordarán su propia expresión: «En nada, pues, parece
hombre mortal quien vive entre inmortales bienes». (D.L. X. 135); bienes como
la sabia templanza y la amistad.
Para Epicuro el filosofar se caracteriza como la búsqueda de un remedio contra
la confusión de su época. La Filosofía es definida de modo característico como
medicina del alma, y el cuidado médico del alma es el oficio del filósofo, que
se transforma así en un psiquiatra o psicoanalizador de una sociedad perturbada
por el temor y la servidumbre. En esta terapia psíquica hay un recuerdo
socrático: therapeía tês psychês,
«cuidado del alma», era para Sócrates la actividad filosófica, a lo que ahora
se añade un nuevo acento sobre la enfermedad colectiva que hay que evitar. Ya
el sofista Antifonte había insistido en esta virtud médica de la Filosofía, y
su método de curación por la palabra hacía de su ideario una téchne alypías, de ciertos ecos en los
tratamientos psicosomáticos de la moderna medicina[22].
En Atenas muere Epicuro treinta y cinco años después; años que podemos
suponer de reposo y actividad filosófica frente a la ajetreada primera época de
su vida. Desde su retiro presenció con desilusión los sucesos de la política
ateniense y griega de la época, política confusa y envilecida.
Frente a las perturbaciones de su tiempo, el filósofo busca la
imperturbabilidad o ataraxia; y, frente a la servidumbre y el servilismo, la
capacidad de gobernarse a sí mismo. La independencia que la ciudad ha perdido,
puede el sabio todavía guardarla para sí mismo en su retiro y su mente libre.
«El mejor fruto de la autarquía es la libertad». (S. V. LXXVII).
V
Ataraxia y autarquía son el lema del hombre sano de espíritu, el sabio que es a la vez hombre feliz.
La búsqueda de la felicidad, como ha subrayado bien Festugière[23], era un tema tradicional de la Filosofía para los griegos, pueblo de profundo pesimismo. Pero, cuando Platón intentaba encontrar la eudaimonía en la vida auténtica, se enfrentaba con problemas políticos como los del Gorgias o la República. Para Platón, como hoy para Marcuse, la felicidad del individuo depende de la del orden social. La búsqueda de la felicidad puede ser un programa revolucionario, ya que depende de la sociedad en que el individuo viva. La utopía política resulta el marco de la praxis del filósofo en busca de la auténtica felicidad. El filósofo se puede enfrentar con el dictador en nombre de la felicidad: es el caso de Platón frente a Dionisio de Siracusa[24].
Conviene tener en cuenta esto para ver lo que hay de renuncia en el camino
de Epicuro. Política y conducta personal están disociadas en su pensamiento. La
política es algo lamentable, una ocupación indigna de un filósofo, a cuyo
alrededor se cierran las tapias del Jardín. La política, todo ese desorden y rivalidad
en la ciudad por un gobierno que ahora está en manos de violentos caudillos
retóricos, o ni siquiera retóricos, es algo que no debe perturbar la vida de un
filósofo.
¿Y la justicia? ¿Dónde está la justicia que Platón consideraba como el
supremo orden reflejado en el alma de los hombres y en la estructura del
cosmos? Aristóteles, mucho más pesimista en política que Platón, porque creía
más en los hechos que en las ideas y prefería los datos a las utopías, parecía
ya desviarse de este problema.
Pero para Epicuro, este ateniense que regresa a su patria a los treinta y
cinco años después de haber vivido en ciudades de inestable gobierno, en un
mundo políticamente tan confuso y dominado por los sucesores de Alejandro, ¿qué
era la justicia? Desde luego no es «nada en sí mismo», ningún ente absoluto,
ninguna idea con valor paradigmático, dirá —M. C. XXXIII— muy
antiplatónicamente; «es sólo un contrato mutuo y un medio para conseguir
seguridad y tranquilidad».
La ataraxia y la autarquía son propiedades del individuo no subordinado a
la ciudad, pretensiones del sabio y no del ciudadano —ya los cínicos habían
inventado el cosmopolitismo—, del átomo y no del conjunto social. En el curso
de la vida no hay que embarcarse en esa nave metafórica del Estado, barco de
locos timoneles y viajeros necios, sino que más vale echarse a nadar solo. «La
más pura seguridad fácilmente se obtiene de la tranquilidad y del apartamiento
de la muchedumbre» (M. C. XII).
La ataraxia o imperturbabilidad en una época tan profundamente perturbada
sólo podía alcanzarse mediante la indiferencia ante los acontecimientos
políticos, del mismo modo que la autarquía o independencia en una sociedad
sometida a la dictadura de los azarosos espadones de turno. Epicuro ha visto la
filosofía como una liberación de todas las preocupaciones exteriores que
amenazan la auténtica felicidad de la persona individual. En esta dirección le
habían precedido los cínicos, más rigidos y mordaces en su nihilismo social. El
ideal del sabio añade a sus rasgos la libertad. Pero los epicúreos no eran
revolucionarios activistas. La revolución supondría perturbaciones y vanas
ilusiones. El sabio epicúreo no hará retórica ni política, ni buscará el
aplauso de la multitud. Y de Epicuro dice Diógenes Laercio (X 10) que «por un
exceso de equidad no trató de política». Entre Alejandro y Diógenes
probablemente prefería la postura del cínico. Su única política es la negación
de la teoría política mediante su apartamiento[25].
La justicia es para él solamente algo negativo: «La justicia, que tiene su
origen en la naturaleza, es un contrato recíprocamente ventajoso para evitar
hacer o sufrir la injusticia» (M. C. XXXI). «Vive en lo oculto», láthe biosas, es su lema principal.
Este precepto de «¡pasa inadvertido por la vida!» podía resultar para un
antiguo griego singularmente escandaloso y moralmente revolucionario. La moral
tradicional griega se fundamentaba en una cierta cooperación y competición en
la vida pública y en el culto consecuente del heroísmo y la gloria. Ahora, con
una ética que no espera ni pretende la aprobación social, sino que se refiere
como base al placer individual, toda esa vertiente pública de la moral resulta,
de golpe, abandonada.
En la democrática Atenas el ciudadano que se aislaba de la participación
política para reducirse a su vida en privado, era un «idiota», término que fue
cargándose de una connotación peyorativa. La incitación al idiotismo de los
epicúreos es la renuncia a toda esa colaboración social, en la que en otro
tiempo, el griego de la democracia mostraba su «areté», virtud por excelencia competitiva. En cambio, Epicuro
afirma taxativamente que «el que conoce los términos de la vida… sabe que para
nada necesita de asuntos que comportan competición» (M. C. XXI).
El conservador Plutarco que, a unos cinco siglos de distancia, escribe un
tratado breve contra esta máxima, representa bien el sentir tradicional. Esa
renuncia al sentir agonístico de la «virtud» se inscribe en la renuncia a la
praxis política. Es el horaciano verso «Nec vixit male qui natus moriensque
fefellit» (Ep. I, 17, 10): «No vivió mal quien pasó desconocido al vivir y al
morir».
Como señala acertadamente P. Nizan: «Cuando Epicuro dice que el sabio no
hace política (D. L. X. 119), es necesario interpretarlo al pie de la letra,
entender que él no juega ningún papel en la “polis”, no se casa, no vota,
rehúsa los favores, las magistraturas y vive sólo para sí. Epicuro teme a esa
multitud ateniense víctima de una lucha salvaje por la vida: “No me preocupo de
agradar a la masa. Pues lo que le gusta, yo lo ignoro, y lo que yo sé sobrepasa
su entendimiento”»[26].
Esta disociación entre la felicidad del individuo y los fines de la
colectividad es una renuncia dolorosa a uno de los afanes más enraizados del
ciudadano ateniense. Ya hemos notado el precedente de los cínicos. Pero el tono
es distinto en el apartamiento ante la sociedad de los epicúreos y en el de
aquellos anarquistas. El énfasis del cinismo en la provocación y el escándalo
suponía una oposición abierta y revolucionaria. El retiro del epicúreo es sólo
un recurso para lograr la tranquilidad. Por eso huye de las actitudes extremas:
el sabio epicúreo no hará retórica, pero tampoco vivirá como un cínico; evitará
la tiranía, pero también la pobreza. Rechaza el patetismo de lo heroico, la retórica
de la virtud y la descarada soberbia del inmoralista vagabundo y escéptico. Una
vez más aparece la moderación como un rasgo característico. No se excluye una
cierta tolerancia hacia los regímenes políticos de tiranía y opresión (en este
sentido es notable la oposición a la teoría estoica y a sus heroicos ejemplos
históricos de muertos por la defensa de la libertad y de la virtud). La actitud
de Epicuro es la de un filósofo cansado y acosado que, para alcanzar la
felicidad auténtica, cede al ansia irracional (de la muchedumbre insensata, de
los caudillos violentos y de los políticos vacuos) el terreno indominable de la
praxis política, y se retira a su mundo interior. «Lo capital para la felicidad
es la disposición interior, de la que somos dueños» dice una sentencia de
Diógenes de Enoanda, que resume bien el sentir del maestro.
Detrás de esta postura están los desengaños del filósofo, y tal vez no sólo
sus desengaños personales, sino también los fracasos de muchos otros filósofos,
platónicos y aristotélicos, que intentaron en vano una reforma del poder.
Bajo la dictadura y las tiranías, la palabra política se apresura a cobrar
una valoración negativa. Hay épocas dichosas en que la sociedad ofrece al
individuo participar en un quehacer común que le ilusiona. Se cree en un orden
existente o utópico y en que hay unos valores objetivos por los que vale la
pena luchar e incluso morir. Los ideales dan un sentido a la vida del
ciudadano. En otros momentos, en cambio, cunde la sospecha de que sólo importa
la acción de unos pocos y de que la actividad de todos los demás en la labor
común, la política, que cobra una connotación despectiva, es sólo tiempo
perdido, alienación. La moral y las antiguas palabras siguen subsistiendo
desprovistas de autenticidad y se convierten en mala retórica. A Epicuro,
discípulo mediato en este terreno del escéptico Pirrón, le tocó vivir en uno de
esos momentos, y su teoría de buscar la felicidad en el placer y en el retiro
de la vida pública es un intento de centrar la felicidad no en un eje objetivo,
sino en un eje subjetivo, más a nuestro alcance y más gobernable. Sólo el
abandono de aquello en que hasta entonces había consistido parte de la tarea
del hombre, como en el caso del gangrenado que se amputa un miembro para seguir
vivo, podía garantizar la felicidad. «¡Qué descansada vida la del que huye el
mundanal ruido!»…
VI
La postura de Epicuro ante la religión no está exenta, para nuestra perspectiva crítica, de una problemática ambigüedad. Contra toda religión providente, causa de terrores y esperanzas, ha polemizado duramente Epicuro. Pero es cosa bien sabida, destacada claramente por el P. Festugière en un excelente estudio, que Epicuro no ha negado nunca la existencia de la divinidad, sino que evocaba con frecuencia y sinceridad la realidad de unos dioses, serenos y apáticos habitantes de los espacios intercósmicos hacia los cuales recomendaba una religiosidad gratuita, puesto que en su eterno olvido de la humanidad la divinidad múltiple y lejana, feliz e indestructible, no se ocupa de reconocimientos afectivos, de agradecimientos y de venganzas (M. C. I.). El famoso ateísmo de los epicúreos, motivo de indignaciones y calumnias populares contra ellos, señalado por Cicerón y por Plutarco, tiene su fundamento en esa concreta negación de unos dioses determinados, los de la religión tradicional, dioses excesivamente antropomórficos como los olímpicos, o dioses de cierto prestigio filosófico, como los astrales, perfectos semovientes en sus fatales órbitas. En lugar de esos dioses, entroniza Epicuro, como correlato objetivo de las creencias e impresiones, unas figuras impasibles y felices que, en su serenidad y apartamiento, son una transferencia ideal del sabio epicúreo a un más allá poco sugestivo. En su felicidad y apatía estos dioses, cuyo conocimiento afirma Epicuro que «es evidente», pueden servir al sabio de modelo. Éste «niega a los dioses, admira su naturaleza y condición, se esfuerza por aproximarse a ellos, aspira, por decirlo así, a tocarles, y llama a los sabios amigos de los dioses y a los dioses amigos de los sabios» (Fr. 386 Us.). En su felicidad se iguala el sabio a la divinidad.
La postura de Epicuro ante la religión no está exenta, para nuestra perspectiva crítica, de una problemática ambigüedad. Contra toda religión providente, causa de terrores y esperanzas, ha polemizado duramente Epicuro. Pero es cosa bien sabida, destacada claramente por el P. Festugière en un excelente estudio, que Epicuro no ha negado nunca la existencia de la divinidad, sino que evocaba con frecuencia y sinceridad la realidad de unos dioses, serenos y apáticos habitantes de los espacios intercósmicos hacia los cuales recomendaba una religiosidad gratuita, puesto que en su eterno olvido de la humanidad la divinidad múltiple y lejana, feliz e indestructible, no se ocupa de reconocimientos afectivos, de agradecimientos y de venganzas (M. C. I.). El famoso ateísmo de los epicúreos, motivo de indignaciones y calumnias populares contra ellos, señalado por Cicerón y por Plutarco, tiene su fundamento en esa concreta negación de unos dioses determinados, los de la religión tradicional, dioses excesivamente antropomórficos como los olímpicos, o dioses de cierto prestigio filosófico, como los astrales, perfectos semovientes en sus fatales órbitas. En lugar de esos dioses, entroniza Epicuro, como correlato objetivo de las creencias e impresiones, unas figuras impasibles y felices que, en su serenidad y apartamiento, son una transferencia ideal del sabio epicúreo a un más allá poco sugestivo. En su felicidad y apatía estos dioses, cuyo conocimiento afirma Epicuro que «es evidente», pueden servir al sabio de modelo. Éste «niega a los dioses, admira su naturaleza y condición, se esfuerza por aproximarse a ellos, aspira, por decirlo así, a tocarles, y llama a los sabios amigos de los dioses y a los dioses amigos de los sabios» (Fr. 386 Us.). En su felicidad se iguala el sabio a la divinidad.
Ahora bien, como ha observado A. Pasquali, en ese isoteísmo del sabio puede haber una conclusión negativa contra la
religiosidad práctica: «Nunca una determinación llegó a ser tan negativa como
ésta. La epicúrea semejanza del
hombre a dios no deriva más hacia una identidad esencial, como el nous o intelecto aristotélico, que era “lo mejor y más próximo a los
dioses” (E. N. 1179 a 27). Ella tiende más bien a ser una identificación
práctica, no por el ser sino por el hacer;
y es aquí donde estalla la paradoja en el seno del isoteísmo tradicional. El
dios de Epicuro es el summum de la ataraxía
y si la actitud divina a imitar es la indiferencia
(hacia el hombre y la naturaleza increada), al imitante no le quedará más
recurso que practicar la misma indiferencia, diríase que por recomendación
divina. Dios pide que lo imitemos, pero no en el sentido de una recíproca epiméleia, sino en el de una recíproca
indiferencia o alejamiento. Es el más brillante juicio ponendo tollens de toda la moral antigua»[27].
Epicuro, sin embargo, no parece haberse apropiado esta deducción lógica.
Ofrecía en su propio ejemplo personal muestras de una piedad evidente, al
participar de las fiestas tradicionales, como las Antesterias atenienses y los
misterios de Eleusis («En las fiestas el sabio —dice Epicuro (en D. L. X. 120)—
se regocijará más que los otros»). Escribió un tratado «Sobre la piedad». Con
el mismo título conservamos fragmentariamente una obra de Filodemo, el De pietate, donde se recomienda con
efusión tal virtud. «Desde la antigüedad muchos de los adversarios de Epicuro
han considerado su conducta como desesperadamente inconsecuente con sus ideas
en el mejor de los casos, y en el peor como una hipócrita precaución de
seguridad destinada a proteger a los epicúreos de la impopularidad y el posible
peligro causado por su supuesta irreligión. Hay una parte de verdad
distorsionada en esa última sugerencia, ya que Epicuro recomendaba obediencia a
las leyes y costumbres del país propio como medios para vivir una vida no
perturbada por las tormentas políticas» (Rist). Pero pensar en estas
afirmaciones religiosas como cobertura hipócrita de un ateísmo inconfesado
resulta demasiado simplista; incluso desde el punto de vista pragmático, puesto
que la teoría de Epicuro respecto a los dioses podía parecer a los ojos del
vulgo tan revolucionaria como el ateísmo radical.
Al rechazar el fundamento objetivo de la plegaria, que los felices dioses
ociosos no atienden, al negar decididamente toda base real a la profecía y a la
adivinación, fraudes a la credulidad de los necios, al no admitir recompensa
alguna ultramundana, parece que en la religiosidad puede reconocerse tan sólo
un aspecto benéfico: el subjetivo de la admiración alegre y desinteresada. Ese
pietismo natural de la religiosidad epicúrea es algo radicalmente opuesto a la
piedad popular, que siempre intenta extraer beneficios de su comercio con la
providencia divina. Ese doble aspecto de la religiosidad epicúrea aparece
también en Lucrecio. De un lado el rechazo de la religión tradicional, que
tantas desgracias habría acarreado a la humanidad, con su provocación de
terrores y vanas esperanzas; de otro, la contemplación reverente y agradecida
de una divinidad fuera de todo contagio humano.
Esto era un tanto nuevo y paradójico —por más que puede haber algún eco
aristotélico en esta divinidad recluida de humanas preocupaciones—, para la
mentalidad antigua. Los estoicos, por más que depuren a la divinidad de sus
aspectos más antropomórficos y concretos, admitirán una providencia divina
general, dirigida no hacia el individuo, sino hacia el Universo del que
participamos, y del que, inmanentemente, participa la divinidad. Y polemizarán en
este terreno con los epicúreos.
Pero esos felices dioses de Epicuro, ocupados sólo de la conservación
eterna de sus átomos, de una refinada materia, habitan sus intermundos serenos
entre los conglomerados atómicos que se descomponen en torno y perecen. Extraña
imagen la de ese dios que, como dice Séneca, «in media intervallo huius et
alteri caeli desertus sine animali, sine homine, sine re, ruinas mundorum supra
se circaque se cadentium evitat non exaudiens vota nec nostri curiosus» (De Beneficiis, IV, 19 - Fr. 364 Us.)
Uno de los mejores conocedores de la religión antigua, W. F. Otto, ha visto
en esta doctrina de Epicuro la manifestación de una religión más pura y
auténtica. «Por esto no era el materialismo de Epicuro, como podemos juzgar
también por él y a su favor, ningún impedimento de la veneración a la
divinidad, sino al contrario la liberación de la mirada para la más pura
contemplación de lo divino. Pues en cuanto él no reconoce ningún tipo de poder
divino en este mundo, excluye todo temor y esperanza, todo beneficio particular
de la veneración a la divinidad y le deja sólo y eternamente su función
original: la contemplación y veneración de lo divino en cuanto divino»[28].
De nuevo el contraste con el entorno histórico puede realzar el valor de la
teoría epicúrea. Si uno reflexiona sobre la creciente superstición de la época
helenística, sobre la ansiedad y la angustia que promueven el desarrollo de mil
nuevos cultos, con sus credos y sus promesas de salvación trasmundana (a
diferencia de la abstención de la religión olímpica), y de todos los violentos
fanatismos de que estas creencias se rodean, en ese clima de irracionalismo
senil, esta piedad epicúrea representa una expresión espiritual de amable paz.
VII
Para Epicuro, el fin del hombre es el placer, aunque nuestra palabra tiene un sentido menos amplio que la griega hêdonê y diferente del de la latina uoluptas, otra traducción inadecuada[29]. La diferencia de los campos semánticos, que hace impropia nuestra traducción de la palabra griega, es una pequeña dificultad más para tratar de definir una noción tan imprecisa y subjetiva como el significado subyacente a la palabra «placer». Si añadimos a esto las connotaciones sociales que puede tener el término —por ejemplo, en un ambiente puritano puede evocar la agradable violación de algún «tabú» molesto, que no existe en otras éticas más abiertas, como la griega—, podemos entender mejor la frase un tanto exagerada del sagaz Demócrito: «Pare todos los hombres el bien y la verdad son lo mismo, pero lo placentero es diferente para cada uno». (Fr. B 69 D.K). Lo más escandaloso del placer, cuando no va ligado a nociones como las de «pecado» o falta moral, es, sin duda, su carácter individual. Lo subjetivo del placer se manifiesta en la variedad de definiciones que de lo placentero se puedan dar.
Para Epicuro, el fin del hombre es el placer, aunque nuestra palabra tiene un sentido menos amplio que la griega hêdonê y diferente del de la latina uoluptas, otra traducción inadecuada[29]. La diferencia de los campos semánticos, que hace impropia nuestra traducción de la palabra griega, es una pequeña dificultad más para tratar de definir una noción tan imprecisa y subjetiva como el significado subyacente a la palabra «placer». Si añadimos a esto las connotaciones sociales que puede tener el término —por ejemplo, en un ambiente puritano puede evocar la agradable violación de algún «tabú» molesto, que no existe en otras éticas más abiertas, como la griega—, podemos entender mejor la frase un tanto exagerada del sagaz Demócrito: «Pare todos los hombres el bien y la verdad son lo mismo, pero lo placentero es diferente para cada uno». (Fr. B 69 D.K). Lo más escandaloso del placer, cuando no va ligado a nociones como las de «pecado» o falta moral, es, sin duda, su carácter individual. Lo subjetivo del placer se manifiesta en la variedad de definiciones que de lo placentero se puedan dar.
El refrán popular que dice «de gustos nada hay escrito» se refiere a la
difícil objetividad en este terreno. Las preferencias en este orden podrían ser
casi personales. La cuestión de «¿Qué es para ti el placer?», en su respuesta,
podría definir a muchos individuos. De ahí la necesidad de precisar este
concepto cuando va a ser el centro de una teoría moral. Los tipos de placer, el
tiempo y la intensidad de los mismos deben ser ordenados según un cierto
patrón. Ya Sócrates en el Protágoras hablaba de buscar la felicidad mediante
una ciencia que consistiera en la medición —symmétresis—
del placer. Platón, en el Filebo y en
el Gorgias, ha procurado superar el
subjetivismo de las sensaciones placenteras y dolorosas sometiendo el placer a
un criterio más objetivo: la verdad. Hablaba así de placeres auténticos frente
a los inauténticos, y esa autenticidad del placer le venía conferida por su
referencia última a la Verdad y al Bien, que son, según él, normas objetivas,
Ideas a las que se refiere esta realidad y que deben configurar
paradigmáticamente el orden social[30].
Aristipo, el predecesor del hedonismo, había obrado ingenuamente al
respecto. Para él, el placer auténtico era el sensible, activo y
momentáneamente actual. Sin embargo, si medimos por éste nuestra vida, el
balance puede resultar muy negativo; pues conseguir este placer de modo
continuo no está en nuestro poder, y es difícil que su cantidad pueda compensar
el peso del dolor que se amontona en la vida de muchos hombres. De ahí que uno
de los cirenaicos más consecuentes, Hegesias el Peisithánatos, predicara el suicidio con tan gran convicción y
persuasión que sus charlas mortíferas tuvieron que ser prohibidas por una
disposición oficial en el Egipto tolemaico.
Epicuro trazó algunas divisiones muy pertinentes para su teoría, como la de
los placeres en movimiento y los perdurables en su estabilidad o
catastemáticos, subrayando la mayor importancia de estos últimos frente a
Aristipo. Distinguió también entre placeres naturales y necesarios, naturales y
no necesarios, y ni naturales ni necesarios, distinción básica a la hora de
escoger y ordenarlos. Una tercera división, la de placeres sensibles y
espirituales, se halla también esbozada, aunque, por el carácter materialista
de su psicología, sus acentos sean distintos de los de la división platónica.
Una máxima muy importante (M. C. XX) habla de los placeres de la cama, que son
insaciables, mientras que la inteligencia, que conoce las limitaciones de la
vida humana, nos procura placeres completos para un tiempo limitado. Una
división semejante, que tiene antecedentes platónicos (p. ej., Filebo 52 c-d), puede encontrarse
redescubierta por algún psicólogo moderno, por ejemplo, en la distinción de
Fromm[31] entre deseos naturales, que pueden satisfacerse
fácilmente, y deseos irracionales o insaciables. Estos placeres naturales, que,
como diría Aristóteles, consisten en «el desarrollo expedito de una actividad
natural» (E. N. 1153 a), o, como
diría Freud, son «el alivio de una tensión penosa», resultan la base mínima de
la felicidad. «La esencia del bien —ha dicho W. James— reside simplemente en la
satisfacción de un deseo». Pero aquí entra en juego el papel del sabio que
conoce qué deseos deben y pueden ser satisfechos. El fin del placer es obtener
la ataraxia, la paz feliz, la «santa serenidad». En esta moderación, que busca
no la exaltación de los sentidos, sino la satisfacción tranquila de los deseos
primordiales y la ausencia de dolor y de perturbaciones anímicas, podemos sentir
un rasgo muy propio del pensamiento helénico. El paisaje austero de pinos,
olivas y montañas del Ática está muy lejos de la fértil campiña de Síbaris. Los
placeres de los filósofos del Jardín son sencillos y fáciles.
«El mayor placer está en beber agua cuando se tiene sed y comer pan cuando
se tiene hambre» (D. L. X. 131).
A pesar de lo provocativo que resulta su rechazo de la retórica
moralizante, provocación a veces buscada por sus punzantes expresiones, es
notable lo acorde con la ética griega tradicional que resulta la predicación de
Epicuro en algún punto; como en éste de la moderación, tan importante en el
pensamiento griego, con su apreciación por la medida y la proporción. Se podría
calificar de «apolíneo» el talante de la felicidad buscada por Epicuro —tal vez
apuntando a un rasgo de carácter personal—; como opuesto a esa imposible
felicidad «dionisíaca», más romántica, basada en el intenso placer de un
instante supremo. Es el placer limitado y cotidiano el que da sentido a la
vida, no la nostalgia del paraíso desenfrenado. Desde luego que en su rechazo
del esfuerzo, de la actitud social competitiva y de la búsqueda de públicos
honores y fama, significa un recorte de aquélla. Pero en otros temas la teoría
de Epicuro significa sólo una inversión de términos éticos. Decía que «por el
placer hay que preferir las virtudes, no por sí mismas, como la medicina por la
salud», y que «sólo la virtud es inseparable del placer». (D. L. X. 138).
En el fondo se trata de una ética de resistencia al dolor, de buscar una
felicidad natural que se encuentra amenazada por la ambición, el temor y otras
vanidades. «El placer de que hablamos consiste en la ausencia de sufrimiento
físico y de perturbación del alma» (D. L. X. 131). La definición del placer,
que, según Epicuro (D. L. 128-129), es «el principio y fin de la vida dichosa»
—arkhên kai télos légomen einai tou
makariôs zên—, resulta notablemente negativa. La limitación de los
placeres, a que nos lleva una inclinación natural, los hace fáciles de
conseguir y estables (M. C. XV). «El pan y el agua dan el mayor placer si se
toman por necesidad. Acostumbrarse a un modo de vida sencillo y sin lujo es
bueno para la salud, hace al hombre resistente a las constantes exigencias de
la vida y nos otorga un estado de ánimo superior en los momentos excepcionales
en que disfrutamos de cosas costosas» (D. L. X. 131).
Cuanto menos dependa de los bienes externos, tanto más autárquica es
nuestra felicidad. «El mejor fruto de la autarquía es la libertad» (S. V.
LXXVII). «Felicidad y bienaventuranza no son fruto del dinero ni de la
influencia de ni los honores o el poder, sino de la ausencia de sufrimiento, de
la moderación de las pasiones y de un ánimo que contempla los límites del fin
natural de la vida» (Plutarco, Vida de
Demetrio, 34).
VIII
Una de las críticas más incisivas que pueden hacerse a la teoría que cifra la felicidad en el placer es la de su dudosa autarquía. En este punto los cínicos y los estoicos pueden destacar que la «virtud» es más independiente de las cosas externas que las sensaciones placenteras, que necesitan siempre de un objeto agradable. Contra ello, Epicuro tiende a fortalecer el factor subjetivo, el talante anímico como lo esencial, mientras que los objetos de los sentidos son pretextos elementales de la felicidad. La fuerza interior del alma puede superar cualquier obstáculo doloroso. La vida de Epicuro, que era, como algunos modernos filósofos entusiastas del placer, Nietzsche o William James, un enfermo grave, es un ejemplo de esta doctrina. «En este día verdaderamente feliz de mi vida, en que estoy en trance de morir, te escribo estas palabras. La enfermedad de mi vejiga y estómago prosigue su curso sin disminuir su habitual agudeza. Pero aún mayor es la alegría de mi corazón al recordar mis conversaciones contigo». Así empieza su última carta a un amigo íntimo conservada por Diógenes Laercio (Fr. 48).
Una de las críticas más incisivas que pueden hacerse a la teoría que cifra la felicidad en el placer es la de su dudosa autarquía. En este punto los cínicos y los estoicos pueden destacar que la «virtud» es más independiente de las cosas externas que las sensaciones placenteras, que necesitan siempre de un objeto agradable. Contra ello, Epicuro tiende a fortalecer el factor subjetivo, el talante anímico como lo esencial, mientras que los objetos de los sentidos son pretextos elementales de la felicidad. La fuerza interior del alma puede superar cualquier obstáculo doloroso. La vida de Epicuro, que era, como algunos modernos filósofos entusiastas del placer, Nietzsche o William James, un enfermo grave, es un ejemplo de esta doctrina. «En este día verdaderamente feliz de mi vida, en que estoy en trance de morir, te escribo estas palabras. La enfermedad de mi vejiga y estómago prosigue su curso sin disminuir su habitual agudeza. Pero aún mayor es la alegría de mi corazón al recordar mis conversaciones contigo». Así empieza su última carta a un amigo íntimo conservada por Diógenes Laercio (Fr. 48).
Este sobreponerse al dolor físico mediante un factor espiritual, la memoria
como capacidad de recordar los momentos felices y de superar el presente mediante
esa presentación de un feliz pasado, subraya la autarquía del espíritu humano
frente a su circunstancia física inmediata. Así como contra los dolores físicos
pueden movilizarse las representaciones psíquicas, se hace preciso combatir las
perturbaciones del ánimo mediante otras representaciones que nos aporten la
deseada serenidad.
Contra la angustia y el temor a la muerte ha escrito largamente Epicuro. En
este combate contra los fantasmas terroríficos del más allá desconocido, contra
el temor a los dioses infernales, han visto Lucrecio y otros uno de los méritos
más claros del maestro. Es curioso que a los griegos les ha asustado sobre todo
la creencia en unos posibles castigos ultraterrenos, no la perspectiva sombría
de la aniquilación total.
Eurípides ya notaba que la nada puede ser un agradable reposo después de la
muerte. Epicuro ha insistido en el argumento —de origen sofístico, como puede
verse en el Axioco pseudoplatónico— de que la muerte es la insensibilidad. «La
muerte, el más terrible de todos los males, no supone nada para nosotros;
mientras vivimos no existe la muerte, y, cuando acude en nuestra busca,
nosotros ya no estamos» (Ep. Men.
125). Este oudén pros hêmás, «nada
para nosotros», de la muerte supone una teoría física del cuerpo y alma, y de
la muerte como disolución, que Epicuro encontró ya expuesta en el atomismo.
El placer de Epicuro no es, sin embargo, más que subjetivo; su verdad no
depende más que del sentimiento individual; es el placer de un filósofo que no
pretende cambiar el orden social, sino que renuncia al ágora y se refugia en su
jardín. Esto es lo que más nos escandaliza en la palabra «placer», que, sin
embargo, se refiere a algo que todos admitimos en nuestra vida particular como
integrante de la felicidad deseada cuando se relaciona con la teoría moral. La
moral es un elemento que confiere estabilidad a la estructura de relaciones
sociales; el placer, por el contrario, parece oponerse a la cohesión social y
remitirnos a nuestro aislamiento individual. Placer es anarquía[32].
Y una sociedad basada en la moral del placer sería una sociedad de un egoísmo
desordenado. No sólo porque el placer basado en nuestras sensaciones nos remite
a nuestra individualidad. A veces el placer puede aumentarse por la inserción
en un grupo humano muy amplio. El bávaro que bebe cerveza en un barracón de la
feria de octubre de Munich siente aumentada su alegría por el hecho de hallarse
rodeado de varios miles de bebedores de cerveza, y los «fans» de un conjunto
musical o los «hinchas» de un equipo deportivo pueden aumentar su placer al
gritar en una aglomeración muy numerosa.
También la compañía causa placer, y el instinto gregario del animal humano
se satisface en la reunión social. La sociedad es una de las causas mayores de
placer, indudablemente; pero la inestabilidad de la relación entre una y otro
impone someterse a una serie de reglas objetivas harto complicadas. La
represión de placer que la sociedad impone es algo que Freud y H. Marcuse han
subrayado hoy con una profundidad psicológica y sociológica que Epicuro no
sospechaba, pero que alude siempre a la oposición fundamental entre placer
individual y cohesión de la estructura social. Éste es, sin embargo, el
problema básico de toda teoría hedonista, y puede encontrarse planteado
claramente ya en Hobbes y Spencer, para quienes el placer individual se halla
mediatizado por el bienestar colectivo y puede obtenerse a través de éste. Para
explicarnos por qué Epicuro no se ha planteado este problema podemos tal vez
pensar que no esperaba modificar la sociedad y que su filosofía se dirigía a
unos pocos quienes, apartados, observan (como en Lucrecio II, 1-4) las
tempestades del mar desde su abrigo en tierra.
IX
Se ha subrayado alguna vez[33] que Epicuro coloca, en el lugar dejado vacante por la justicia, a la amistad como vínculo de unión entre los hombres. La amistad, philía, era ciertamente una de las virtudes más preciadas de los griegos desde la tradición homérica a Platón y Aristóteles. Aunque en nuestro mundo el papel de la amistad se ha depreciado en gran medida, todavía en la retórica moralizante de origen cristiano ocupa el amor fraterno, afecto universal que vincula a los humanos, un papel ético básico. En este punto la philía de los filósofos helenísticos —de los epicúreos, y también de los estoicos, que insistían en la simpatía del cosmos y en especial de la fraternidad universal, por ser todos los hombres hijos de un único Dios— ha sido un prenuncio de la ágape o amor cristiano.
Se ha subrayado alguna vez[33] que Epicuro coloca, en el lugar dejado vacante por la justicia, a la amistad como vínculo de unión entre los hombres. La amistad, philía, era ciertamente una de las virtudes más preciadas de los griegos desde la tradición homérica a Platón y Aristóteles. Aunque en nuestro mundo el papel de la amistad se ha depreciado en gran medida, todavía en la retórica moralizante de origen cristiano ocupa el amor fraterno, afecto universal que vincula a los humanos, un papel ético básico. En este punto la philía de los filósofos helenísticos —de los epicúreos, y también de los estoicos, que insistían en la simpatía del cosmos y en especial de la fraternidad universal, por ser todos los hombres hijos de un único Dios— ha sido un prenuncio de la ágape o amor cristiano.
Frente al aprecio por este sentimiento, el amor pasional o eros es condenado por Epicuro como causa
de desórdenes, falsas ilusiones y sufrimientos. Ese amor pasión[34]
es un afecto irracional y maniático frente a la amistad, «cuya adquisición es
con mucho el mayor aliciente que ofrece la sabiduría (sophía) para la felicidad de la vida entera» (M. C. XXVII).
Puede pensarse que la adquisición de amigos tiene una finalidad egoísta.
Pero frente a ese egoísmo, que encaja en la autarquía del sabio feliz, hay un
auténtico énfasis en el valor de la amistad. Los epicúreos ejemplificaron en la
práctica este principio. Epicuro dice que el sabio «estará dispuesto incluso a
morir por un amigo» (D. L. 121 b). Esta disposición al sacrificio por los
amigos puede ser un riesgo contra la imperturbabilidad de ánimo, inconsecuencia
doctrinal que paradójicamente nos acerca más al filósofo; del mismo modo, el
ceremonioso Confucio escandalizaba a sus discípulos llorando a su amigo
predilecto mucho más largo tiempo del señalado en las normas y etiquetas que él
mismo había compuesto[35].
Sustituir la justicia por la amistad parecerá tal vez más humanitario; sin
embargo, reemplazar la idea objetiva de un orden social definido por una
entidad subjetiva y de base sentimental como la amistad, siempre con tendencias
individuales, es un grave riesgo de perturbación moral. El cristianismo, al
menos en ciertos momentos, ha predicado también una utópica sociedad basada en
el amor fraterno; pero medir hasta qué punto la práctica histórica de la
doctrina no ha hecho de este ideal una escandalosa hipocresía nos apartaría
ahora demasiado de nuestro tema. Lo que nos interesa subrayar es lo que esto
supone de alejamiento de toda política. La palabra philía tiene matices políticos en Platón, que la usa en una
acepción semejante a las de symphônía y
homónoia[36], como «concordia» en algunos pasajes de la
República, y en Aristóteles, que insiste explícitamente en la philía politikê. Reaccionando contra
estas acepciones, el Jardín da al sustantivo philía un carácter más universal. Una célebre máxima (S. V. 52) recalca
este valor con unos tonos que recuerdan las iniciaciones mistéricas: «La
amistad baila la ronda por el universo invitándonos ya a todos a despertarnos
para la felicidad». La mención del universo, la ecúmene, como ámbito de esta filantropía es un rasgo histórico que
señala cómo, después de Alejandro, el viejo marco de la ciudad había sido
superado en un cosmopolitismo nuevo para el mundo griego que la filosofía
helenística difundirá. Esta amistad, que va unida a la sabiduría y es una
virtud necesaria para la felicidad, está disociada de la vida política, como
otras virtudes universales de la época del helenismo.
X
En la filosofía
de Epicuro hay algunas aparentes paradojas: la moral del placer desemboca en un
frugal ascetismo, y la universalidad de la amistad epicúrea acaba reduciéndose
al marco de un retirado jardín. Es una ética de limitación y renuncia en la que
se anticipa una distinción que luego el estoico Epicteto hace famosa: saber qué
cosas dependen de uno mismo y cifrar en ellas la felicidad. Esta autarquía del
sabio, que ve las tormentas y naufragios del mundo desde su seguro retiro, es
la respuesta a una dura lucha. El combate contra el escepticismo por un lado y
el determinismo por otro, contra las dudas y terrores supersticiosos, es una
postura defensiva.
Para obtener la visión de conjunto que es su filosofía, Epicuro ha
procurado fundarse siempre en unos elementos mínimos: los átomos en la materia,
las percepciones sensibles en el conocimiento, los significados básicos y
primarios en las palabras, las sensaciones placenteras en la moral y el bien
del individuo en la sociedad. En esta búsqueda de elementos mínimos básicos se
dibuja la desconfianza del filósofo por las síntesis trascendentes: no hay
Ideas, ni Providencia, ni Finalidad a la que estos elementos deben
subordinarse. El epicúreo no quiere arriesgarse[37].
En un mundo azaroso tampoco la vida humana tiene finalidad. Intrascendente
es la ética del placer, sin retórica y sin valores absolutos. En su egoísmo, la
cotidiana minucia del vivir humano no se somete a nada superior; el epicúreo es
libre y procura gozar de lo que le es dado. En un mundo hostil recela la
vanidad de las grandes palabras y de las pasiones y los ideales. El sabio, en
cambio, sabe gustar las pequeñas alegrías: el pan, el queso fresco, el agua
para la sed, los placeres fáciles y el paseo y la charla con los amigos. Del
sufrimiento físico se consuela evocando otros momentos agradables, y la fuerza
de su ánimo le proporciona la serenidad ante la inevitable disolución de sus
átomos.
Epicuro despreciaba las ansias irracionales de la muchedumbre. Despreciaba
también la cultura retórica. «Toma tu barca, hombre feliz, y huye a velas
desplegadas de toda forma de cultura», escribe a Pitocles[38]. Toda
cultura que no contribuye a la tranquilidad del alma ni procure consuelo o
placer es inútil. Es sintomático de nuestro filósofo este desprecio de la paideia, tan ligada a la estimación
general en el mundo griego.
Para explicárnoslo podríamos recurrir a la experiencia personal de Epicuro
en la situación cultural de su época, triste tiempo de decadencia en que muchos
ideales se habían convertido en fórmulas amaneradas y «clichés» retóricos. Pero
él señalaba cómo el estudio de la naturaleza y la dedicación a la Filosofía
ayudan a vencer el temor, que amenaza al hombre, y le proporcionan alegría y
placer. «En las demás ocupaciones cuesta grandes trabajos recoger el fruto una
vez cumplida toda la labor; pero, en el ejercicio de la sabiduría, tal placer
va a la par con el conocimiento. Pues no se goza después de haber aprendido; se
aprende y se goza juntamente» (S. V. 27).
Con el materialismo atomista, Epicuro podía liberarse del temor a la
muerte, destacar el valor del hombre y de su libre voluntad; con su creencia en
la libre voluntad de sabio y en la fácil felicidad independiente de los
acontecimientos exteriores, Epicuro, entre las tapias de su jardín, rodeado de
sus amigos, enseñaba a libertarse de todos los fantasmas que oscurecían la vida
del hombre. Desengañada y valiente desesperanza. Limitado horizonte, en el que
enseñaba a ser sabio y «reírse de la Fortuna» (D. L. X. 133), paisaje de
«alimentos terrestres» para la moderada felicidad moral, única felicidad por la
que el hombre debe arduamente luchar y que, según Epicuro, el verdadero
filósofo puede conquistar con facilidad.
Es ésta una filosofía melancólica y desilusionada, que intenta la sonrisa y
evita el tono trágico. Una filosofía que no está dirigida a todo el mundo, sino
a unos pocos hombres cansados y meditativos, esos pocos felices, los «happy
few»; que se sientan en un recodo del camino, saborean la brisa y otean un
lejano paisaje turbulento mientras cae la tarde inevitable.
Notas
[1]
Diógenes Laercio (X, 27) ofrece una lista de los títulos de sus obras más
importantes, después de anotar que Epicuro había superado a todos los demás
filósofos en la cantidad de libros escritos (polygrafótatos). <<
[2]
Hegel en pág. 387 del tomo II de la Historia
de la Filosofía, tr. esp. de W. Roces, México, 1955 (la 1.ª ed alemana es
de 1833). Desde el punto de vista de su propia filosofía, la indignación
moderada de Hegel es comprensible. En su exposición hay otros interesantes
datos: «Cabe afirmar, sin miedo a equivocarse, que Epicuro es el inventor de la
ciencia empírica de la naturaleza, de la psicología empírica» (pág. 3). Más
adelante, criticando la teoría del conocimiento, anota: «No es necesario que nos
detengamos más tiempo en estas palabras vanas y en estas representaciones
vacías; no es posible que sintamos el menor respeto por los conceptos
filosóficos de Epicuro; mejor dicho, no se encuentra en él concepto alguno»
(Pág. 395). Hegel es injusto con Diógenes Laercio: «A pesar de la prolijidad
con que habla de este pensador, esta fuente no puede ser más vacua» (pág. 378).
Con todo, su exposición crítica es, en muchos casos, excelente. Pueden verse
también las páginas que K. Marx dedica a «Hegel y Epicuro». (K. M. Différence de la Philosophie de la Nature
chez Démocrite et Epicure, tr. fr. 1970. pp. 319-332), que critican
profundamente la exposición filosófica de Hegel. <<
[3]
En una carta que el emperador Juliano (hacia 360 d. C.) como Pontífice Máximo
dirige al Sumo Sacerdote de Asia Menor sobre las lecturas convenientes a los
sacerdotes, les prohíbe la lectura de libros epicúreos o escépticos: «Que no
vean ningún escrito de Epicuro ni de Pirrón. Pues ya han hecho bien los dioses
al destruirlos, de tal modo que ya se perdieron la mayoría de estos libros. Si
bien nada impide que se los cite como ejemplo de la clase de libros de que
deben apartarse los sacerdotes. Y si nos referimos a los libros, mucho más a
tales pensamientos». Carta 89 b, 301 c.d. (ed. Bidez-Cumont). <<
[4]
Fr. 2 Chilton. <<
[5]
Aunque aquí hemos citado esta obra en su traducción francesa, que es más
completa por contener una amplia introducción y los «trabajos preliminares»,
existe una reciente versión española. Cf. nuestra nota bibliográfica. <<
[6]
Lenin Cahiers philosophiques, París,
1955, 245. <<
[7]
Dynnik La dialectique d’Épicure, en
págs. 329-336 de Actes du VIIIe. Congrès
de l’Association Guillaume Budé, París, 1968 (publicado en 1969; en
adelante, citado sólo como Actes). <<
[8]
Cf. el artículo muy claro de Aubenque «Kant et l’épicurisme», en Actes, págs. 293-303. <<
[9]
Las notas y apreciaciones de Nietzsche sobre Epicuro revelan una íntima
simpatía por el viejo filósofo. Cf. p.e. en Humano,
demasiado humano, máx. 275, id. II, 2,7, 192, 227, 275, 295; La Gaya Ciencia, máx. 45, 305, 375, etc.
<<
[10]
En Bonnard Civilisation grecque, tome
III, D’Euripide à Alexandrie, Lausana, 1959, el último capitulo está dedicado a
Epicure et la salut des hommes, considerándolo como un colofón digno de la
sabiduría antigua. Es lo mismo que ya había dicho Diógenes Laercio. Farrington La rebelión de Epicuro, tr. esp.,
Barcelona, 1968 (el original inglés, The
Faith of Epicurus, es de Amsterdam, 1966). <<
[11]
Actes, pp. 45-53, y 354-62, respectivamente. <<
[12]
Merlan L’univers discontinu d’Épicure,
en Actes págs. 258-263. <<
[13]
Desde luego, la distancia entre las concepciones intuitivas de los antiguos y
las de la ciencia moderna es enorme. Simplificamos también al hablar de la
estructura discontinua del atomismo, ya que la teoría de las ondas desarrollada
por L. de Broglie y otros debe ser considerada como un intento de superación de
este problema. Para una breve y clara consideración puede verse el libro de
Heimendahl Física y Filosofía, Madrid
1969, especialmente caps. III, V, y VI (Teoría
atómica y Física atómica).
El
reciente artículo de B. Kouznetsov «Einstein
et Epicure» en la rev. Diogène,
nº 81 (París, 1973), pp. 48-73, es de una notable claridad en su exposición al
comparar la visión atomista del filósofo griego, su finalidad ética y su
concepción del universo con la de Einstein. Recuerda también anecdóticamente
cómo A. Einstein prologó la traducción alemana de Lucrecio, De natura rerum, ed. H. Diels, Berlín,
1923. <<
[14]
Ludwig Marcuse en págs. 162-192 de Pesimismo,
un estado de la madurez, Buenos Aires, 1956 (Tomistas, marxistas y la constelación de nuestros naturalistas),
subraya la tendencia actual de algunos científicos, basados en un prestigio
adquirido en un dominio de su especialización, a exagerar fuera de su campo de
estudio: así el físico que de pronto emite sus opiniones tajantes sobre Dios, o
el ginecólogo que se descubre director espiritual, son ejemplos de una de las
sofisticaciones corrientes en nuestra época. <<
[15]
Para Epicuro la oposición entre cuerpo y alma no es la de corpóreo frente a
incorpóreo. Por eso al referirse al cuerpo en sentido estricto Epicuro utiliza
en lugar del término griego soma, el
de sarx «carne». Así, p.e. habla de
los «placeres de la carne» frente a «los de la mente». Este uso lingüístico
ofrece un claro paralelismo con el de los primeros cristianos. (Cf. De Witt, p.
225). <<
[16]
E. Fromm en su obra con ese título, aunque sus referencias históricas sean a
otras épocas, y Dodds en Los griegos y lo
irracional, tr. esp. Madrid,
1960. <<
[17] J. M. Rist, Epicurus, Cambridge, 1972, p. 5. <<
[18] íd. p. 6. <<
[19] De Witt, Epicurus,
1964, pp. 89-105; Farrington, o.c. p. 29-30. <<
[20]
De Witt en su libro ya citado (pp. 89-105) describe la organización de la escuela
epicúrea con exagerada precisión. Por otra parte subrayemos que si Epicuro ha
sido «el más calumniado tal vez de los personajes de la historia antigua» (De
Witt), esto no se debe sólo a sus enemigos ideológicos, sino también a la
interpretación popular escandalizada ante ese retiro privado. <<
[21] La Gaya
Ciencia, máx. 45. <<
[22] Cf. Guthrie, A History of Greek Philosophy III, Cambridge, 1969, 290 ss. Sobre
Sócrates puede verse el libro de Vives Génesis
y evolución de la ética platónica, Madrid, 1970,131 y ss. <<
[23]
Festugière al principio de Épicure et ses
dieux, París, 1968, 2ª ed. (Hay trad. esp. en ed. Eudeba. Buenos Aires,
1960). <<
[24]
Hay una cierta analogía entre las críticas de Platón y de H. Marcuse en contra
de un progreso únicamente material que acaba por esclavizar al individuo;
aunque los presupuestos de ambos pensadores sean en muchos puntos opuestos.
Para citar sólo un breve pasaje de la obra de Marcuse, autor que suele
repetirse con frecuencia, creo que viene a cuento el Prefacio político de 1966 a Eros
y civilización (publ. en esp. en Psicoanálisis
y política, Barcelona, 1969), cuando dice (página 133): «La liberación de
las necesidades instintivas de paz y de tranquilidad, del Eros auténtico y
‘asocial’, presupone la liberación de la opulencia represiva: una inversión de
la dirección seguida por el progreso». Sobre el enfrentamiento entre Platón y
Dionisio merece leerse el libro, novelado y agudo, de Ludwig Marcuse, a quien
no conviene confundir con su homónimo antes citado, Plato und Dionys. Geschichte einer Demokratie und
einer Diktatur,
Berlin, 1968. <<
[25] Farrington o.c., 111. <<
[26]
P. Nizan, Los materialistas de la
Antigüedad, tr. esp. Madrid, 1971, p. 20. <<
[27]
A. Pasquali, La moral de Epicuro,
Caracas, 1970 pp. 103-104. Pero véase más adelante el comentario dedicado a
«los dioses» en p. 194, donde volvemos con otras precisiones sobre el tema.
Citemos
aquí la sentencia de Marx, ingeniosa: «No obstante, estos dioses no son una
invención de Epicuro. Han existido. Son
los dioses plásticos del arte griego» (o.c., p. 246).
Y
una de las consideraciones sagaces y ladinas de Nietzsche, que no nos
resistimos a citar por entero, en gracia a su ingeniosidad, en Humano, demasiado humano (II, 2. 7) «Dos
maneras de consolarse: Epicuro, el hombre que calmó las almas de la antigüedad
moribunda, tuvo la admirable visión, tan rara hoy, de que, para el descanso de
la conciencia, no es completamente necesaria la solución de los problemas
teóricos últimos y extremos. Por eso le bastó con decir a las gentes a quienes
atormentaba la inquietud de lo divino: “Si hay dioses, éstos no se ocupan de
nosotros”, en lugar de discutir inútilmente sobre el problema último de saber
si, en definitiva, hay o no dioses. Esta posición es mucho más favorable y más
fuerte: se cede unos pasos al adversario, y así se le obliga a escuchar y a
reflexionar. Pero desde el momento en que se constituye en el deber de
demostrar lo contrario, a saber, que los dioses se ocupan de nosotros, ¿en qué
laberintos y en qué malezas no ha de extraviarse el infeliz, por su propia
culpa y no por la astucia del contrario, a quien le basta con ocultar, por
humanidad y delicadeza, la piedad que le inspira este espectáculo? A la postre,
el otro llega a sentir hastío, el argumento más fuerte contra toda proposición,
el hastío de su propia opinión: se enfría y se aleja en la misma disposición de
ánimo que el puro ateo: “¿Qué me importan a mí los dioses? ¡Que se vayan al
diablo!”. En otros casos, particularmente cuando una hipótesis semifísica, semimoral,
había ensombrecido la conciencia, Epicuro no refutaba esta hipótesis, sino que
admitía que hubiese una segunda hipótesis para explicar el mismo fenómeno, que
quizás las cosas pudieran suceder también de otra manera. La pluralidad de las
hipótesis basta también en nuestro tiempo, por ejemplo, cuando se trata del
origen de los escrúpulos de conciencia, para arrojar del alma esa sombra que
nace tan fácilmente de los refinamientos sobre una hipótesis única y, por lo
tanto, demasiado manoseada. Por consiguiente, el que quiera llevar consuelo a
los infortunados, a los criminales, a los hipocondríacos, a los moribundos, no
tiene más que acordarse de los dos artificios calmantes de Epicuro, que pueden
aplicarse a muchos problemas. En su forma más sencilla, se expresarían en estos
términos: primeramente, suponiendo que sea así, esto no importa; en segundo
lugar, puede ser así, pero puede también ser de otro modo». <<
[28] W. F. Otto, «Lust und Einsicht: Epikur»,
(publ. en Die Wirklichkeit der Götter,
Hamburgo, 1963), pp. 4243. <<
[29] Cf. Merlan, Studies in Epicurus and Aristotle, Wiesbaden, 1960, y Farrington
o.c. 179. <<
[30] Cf. H. Marcuse, Zur Kritik des Hedonismus, ahora en Kultur und Gesellschaft I, Francfort, 1968, págs. 128 ss.,
especialmente 142 ss (hay trad. esp.). Sobre el placer según Platón, puede
verse un capítulo bastante claro en Grube, Plato’s
Thought, Londres, 1970, 51-86. <<
[31]
Fromm, Ética y psicoanálisis, tr.
esp. Mexico, 1966, 186, añade un tercer tipo de placer, el goce, placer productivo
del reino de la abundancia, más allá del placer-satisfacción del reino de la
escasez. Es significativo que Epicuro haya tratado muy poco de ese tipo de
placer (mental, estético, etc.); ya que reviste un carácter lujoso frente a la
austeridad del filósofo ateniense. En griego corresponde, creo, a la palabra terpsis, y podría recordarse aquí la
división de Pródico entre hédesthai y
euphraínesthai en Prot. 337 b. Esta división de Pródico la
recuerda también Aristóteles en Top.
II 6, 112 b 22. <<
[32]
Lo cual no es de por sí ninguna refutación a la teoría epicúrea, como parecen
creer algunos (p. ej., Watson en su algo torpe libro Teorías del placer, tr. esp., Buenos Aires, 1966, 49-71). A Epicuro
la jerarquía social no le preocupaba. <<
[33]
P. ej., Farrington, o. c. <<
[34]
Cf. Flacelière, Les Épicuriens et l’amour,
en Rev. Ét. Gr. LXVII 1954, 69-81. <<
[35]
Cf. Étiemble, Confucius, París, 1966,
93. <<
[36]
Cf. Tuilier, La notion de philía dans ses
rapports avec certains fondements sociaux de l’épicurisme en las citadas
Actes, págs. 318-329. Sobre la relación entre eros y philía, el libro
clásico es el de Nygren Eros und Agape.
Gestaltwandlungen der christlichen Liebe,
Gütersloh, 1930-1937 (acaba de aparecer una trad. esp. de la primera parte).
Respecto de la amistad, me parece interesante la observación de Boyancé Épicure, París, 1969, 54-55: «Siempre la
misma oposición entre una visión casi cínica de los orígenes, de las raíces, y
una visión delicada y refinada de las flores y frutos, que hemos descubierto también
en la teoría del placer». <<
[37]
«El hedonismo minimiza y degrada así la relación del hombre con la naturaleza
entera (J. L. Aranguren enuncia esta opinión como de X. Zubiri; cf. Ética, R. de O. Madrid, 1965, pág. 215),
pues la existencia en el mundo se reduce a un ceremonial de tanteos cuya meta
absoluta resulta ser la simple ausencia de turbación, la ataraxia. En definitiva, el epicureísmo tiene por eje implícito lo
que el psicoanálisis de orientación rankiana llamaría trauma de nacimiento, y
toda su ascética tiende a devolver al hombre la ausencia de dolor
característica de la vida intrauterina, porque allí, en el líquido medio donde
el feto espera sin conciencia, reina indiscutido el principio del placer».
Estas líneas, y las que las siguen, en el libro de Escohotado Marcuse. Utopía y razón, Madrid, 1969,
163-ss., son una crítica bastante profunda del epicureísmo y de lo que de
hedonismo puede haber en la filosofía de L. Marcuse. Hay en ellas, sin embargo,
una excesiva dosis de simplificación a fin de facilitar la crítica, que se hace
desde ciertos supuestos éticos o gnoseológicos que un hedonista discutiría, al
tiempo que se olvida la circunstancia histórica. Por otra parte, la alusión al
trauma de nacimiento no me parece del todo acertada, puesto que el epicúreo,
después de conocer la realidad, no espera regresar a parte alguna. Es curioso
que el mismo Rank, al buscar un precedente filosófico de su teoría, lo
encuentre en el platonismo y su búsqueda de un más allá, de donde el alma
procede (Le traumatisme de la naissance,
París, 1968 170-185). Creo que, puestos a citar algún término psicoanalítico,
el «instinto de muerte» de Freud convendría mejor a la renunciación a la praxis
de Epicuro. Ya León Robin en La moral
antigua, tr. esp. Bs. Aires, 1947, p. 142, concluía: «Epicuro no ha visto
mejor medio de asegurar la felicidad que ahorrarle todos los riesgos». <<
[38]
Fr. 163 Us. (Fr. 9); cf. Festugière, o.c., p. 26 ss. <<
PUNTO Y APARTE
EX-PRESIDENTE AGGGGGG!.....ASCO!DOCTOR AGGGG! A Toledo Odebrecht le dió 20 millones y a AG / Olmos nada o sólo un milloncito?.
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