domingo, 14 de mayo de 2017

Carlos García Gual : Epicuro, el libertador

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Epicuro, el libertador




Por : Carlos García Gual



I


He aquí una filosofía que tiene la virtud de suscitar el apasionamiento. En pro o en contra invita a tomar partido. El rechazo escandalizado o la adhesión entusiasta han señalado, a lo largo de la historia, el contacto con la doctrina de Epicuro; una doctrina que, con afán evangélico, busca y promete a sus adeptos la felicidad, ofreciéndose como remedio contra el dolor y los sufrimientos, como la medicina contra las enfermedades de la vida espiritual.
Seguramente ninguno de los pensadores de la antigüedad ha sido tan calumniado ni tan trivialmente malinterpretado como Epicuro. Tampoco ninguno ha suscitado alabanzas tan entusiastas. Para sus discípulos era como un dios, al decir de Lucrecio (V, 8); para otros, el primer cerdo de la piara epicúrea, ese rebaño jovial al que el poeta Horacio se jactaba irónicamente de pertenecer (Ep. I, 4, 16).
Del epicureísmo, que no fue una teoría de talante escolar, sino una concepción del mundo abierta a los vientos callejeros y radicada en una circunstancia histórica bien precisa, la del ocaso político de la ciudad griega a fines del siglo IV antes de Cristo, nos han llegado a nosotros ecos muy dispersos, y matizados con frecuencia de afectividad. De los numerosos escritos de su fundador, uno de los filósofos antiguos de mayor producción literaria, no nos queda casi nada. Ni un libro del casi medio centenar de tratados que escribió Epicuro[1]. Tan sólo breves fragmentos, algunas sentencias escogidas, y tres cartas o epítomes, preservadas por un azar feliz. La inclusión de éstas en la obra de un erudito historiador de la filosofía, Diógenes Laercio, a más de cinco siglos de distancia de Epicuro, las ha salvado del naufragio casi total de sus textos.
La desaparición de la obra escrita de Epicuro ha sido en parte efecto de la desidia aniquiladora de los siglos, pero en buena parte también resultado de la censura implacable de sus enemigos ideológicos.
Muchos filósofos, adictos de algún sistema idealista o metafísico, habrían suscrito con gusto el parecer de Hegel, cuando dice: «las obras de Epicuro no han llegado hasta nosotros, y a la verdad que no hay por qué lamentarse. Lejos de ello, debemos dar gracias a Dios de que no se hayan conservado; los filósofos, por lo menos, habrían pasado grandes fatigas con ellas»[2].
Ignoraba sin duda Hegel que, unos mil quinientos años antes, otro idealista de catadura muy diferente, el emperador Juliano, al que los cristianos apodaron el Apóstata, había formulado ya esa acción de gracias a la divinidad por la desaparición de las obras de Epicuro[3]. En su afán de reformar cultural y moralmente a los sacerdotes de su tiempo, el emperador Juliano, en su condición de Pontífice Máximo, prohibía al clero la lectura de libros escépticos o de epicúreos, considerados perniciosos por su crítica corrosiva. Y en este punto no hay dudas de que los cristianos estaban totalmente de acuerdo con él. Adeptos de uno u otro credo religioso, o sectarios de algún dogmatismo filosófico, vieron en Epicuro a un peligrosísimo adversario y competidor, negador impío de la trascendencia mundana y enemigo de la Religión y del Estado.
De la doctrina epicúrea sabemos también por las noticias —en forma de citas criticadas— de algunos pensadores de tendencia opuesta, más nobles o más eclécticos, más propensos a la discusión que al anatema, que polemizan contra ella.
Entre éstos hay que citar en primer rango a Cicerón, Séneca, Plutarco y Sexto Empírico.
Frente a ellos están los testimonios de los discípulos fervorosos: el magnífico poema del exaltado Lucrecio (De Rerum Natura, compuesto hacia el 60 a. C.), y los fragmentos de Filodemo y de Diógenes de Enoanda. Filodemo de Gádara, docto escritor y poeta del s. I a. C., amigo de Cicerón, poseía una biblioteca, redescubierta a finales del s. XVIII en las excavaciones de Herculano, con numerosos volúmenes de obras de Epicuro y comentarios filosóficos, convertidos en papiros carbonizados, que, muy fragmentariamente, nos es posible leer.
Diógenes de Enoanda, apasionado epicúreo del siglo II d. C., mandó escribir sobre un muro público allá en su lejana Capadocia natal algunas de las benéficas sentencias de Epicuro, como un legado filantrópico a la humanidad sufriente.
La arqueología ha descubierto en 1884 esta antigua inscripción parietal. El prólogo de la misma nos parece revelador del espíritu evangélico con que los epicúreos sentían la doctrina que profesaban. Dice el texto así:
«… Situado ya en el ocaso de la vida por mi edad, y esperando no demorar ya mi despedida de la existencia sin un hermoso peán de victoria sobre la plenitud de mi felicidad, he querido, para no ser cogido desprevenido, ofrecer ahora mi ayuda a los que están en buena disposición de ánimo. Pues si una persona sólo, o dos, o tres, o cuatro, o cinco, o seis, o todos los demás que quieras, amigo, por encima de este número, que no fueran muchísimos, me pidieran auxilio uno por uno, haría todo lo que estuviera en mi mano para darles el mejor consejo.
»Ahora cuando, como he dicho antes, la mayoría están enfermos en común por sus falsas creencias sobre el mundo, como en una epidemia, y cada vez enferman más —pues por mutuo contagio uno recibe de otro el morbo como sucede en los rebaños—, es justo venir en su ayuda, y en la de los que vivirán después de nosotros. Pues también ellos son algo nuestro aunque aún no hayan nacido.
»El amor a los hombres nos lleva además a socorrer a los extranjeros que lleguen por aquí. Puesto que los auxiliadores consejos del libro ya se han extendido entre muchos, he querido utilizar el muro de este pórtico y exponer en público los remedios de la salvación…
»Pues hemos disuelto los temores que nos dominaban en vano, y en cuanto a los pesares, hemos hecho cesar los vacuos sobre el futuro, y los físicos los hemos reducido a un mínimo en su conjunto…»[4].
Y a continuación venían algunos de los lemas y consejos capitales de Epicuro.
Aún hoy es difícil acercarse a esta filosofía epicúrea con desinterés e imparcialidad. De ella nos admiran todavía dos rasgos: su coherencia y su vitalidad. Filosofía para la vida, surgida en un momento de crisis y de desesperanza, ofrece soluciones a una problemática eterna, la de la muerte, el dolor, el temor ante el futuro, el incierto destino del hombre. Los mismos temas nos acucian aún, y ante las consideraciones de Epicuro hay que decidir una postura vital con personales e indeclinables riesgos. De la experiencia histórica de su momento, él supo extraer una consecuencia crítica sobre el existir personal, una visión del mundo que tal vez algunos puedan calificar de pesimista, la de que no hay un sentido natural ni trascendente en el universo ni en la vida humana, y de que la sociedad con su estructura de poder amenaza el único bien auténtico del individuo: su libertad personal. En esa situación, la Filosofía se hace mester de desconfianza en los valores reconocidos por la retórica oficial y se refugia en la subjetividad individual. Falta de fe en las síntesis y en las ideas trascendentes, acude a los elementos mínimos: las sensaciones placenteras en la moral y los átomos de la materia como último reducto para edificar su comprensión de una realidad despiadada en su insignificancia. El materialismo filosófico, que se relaciona con una física atomista y una teoría empirista del conocimiento, concluye en una ética individual que sitúa el fin de la vida en la felicidad de los placeres serenos de este mundo, negando cualquier providencia trascendente con sus efectos de temores y esperanzas. Es ésta una respuesta al problema del vivir humano cuya radicalidad no puede ser ignorada. Una solución demasiado humana y terrestre para el sentir de algunos, lo que ha producido santas y venerables indignaciones contra los epicúreos, y ha favorecido, como decíamos, la pérdida de la mayor parte de la obra escrita de Epicuro.
Frente al desprecio crítico de Hegel, el joven Karl Marx, en su tesis doctoral sobre Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro (1841), subraya el profundo sentido humanista de la filosofía epicúrea y destaca el esfuerzo de Epicuro por acomodar en un universo materialista de mecánica atómica un espacio para la libre actuación del hombre[5]. Lenin, contestando a Hegel, anota que Epicuro «pasa junto al fondo del materialismo y de la dialéctica materialista»[6]. Y esta analogía en su concepción del universo ha atraído hacia Epicuro la simpatía teórica de muchos marxistas, que ven en él «el representante de la dialéctica materialista de los griegos». «En realidad Epicuro defendía la ciencia contra la religión, la dialéctica contra la escolástica, la “línea materialista” de Demócrito contra la “línea idealista” de Platón», ha escrito recientemente un profesor de la Universidad de Moscú, con exageración un tanto simplista[7].
Mucho más ponderado era el parecer de Kant, quien, aunque sólo conocía el epicureísmo a través de autores latinos, suele citar este sistema como lo opuesto al platonismo en una extremada alternativa que el filósofo crítico debería evitar: es el «empirismo dogmático» frente al «dogmatismo racionalista». Kant elogia el empirismo gnoseológico en que se apoya la Física epicúrea, pero rechaza las consecuencias morales negativas del epicureísmo desde el punto de vista de la «razón práctica». Epicuro no distinguía, a su parecer, entre «ignorar» y «negar»; y el prolongamiento dogmático del escepticismo y el materialismo inicial no le habría permitido postular una ética del deber, como lo permite el agnosticismo metafísico de la crítica kantiana. El enfrentamiento con Platón y la íntima conexión entre Física y Etica en Epicuro están bien esquematizados por el agudo sentido filosófico de Kant[8]. Sobre este enfrentamiento y esta relación volveremos a insistir.
De momento queremos sólo sugerir que el intento por comprender la filosofía de Epicuro puede ser algo más que una curiosidad histórica, resucitada a expensas de la penosa erudición filosófica. La verdadera comprensión implica algo más.
En el reconocimiento de la dialéctica vital de un pensamiento y su dinámica sociohistórica puede haber una lección de vivo interés personal, incluso a veintitantos siglos de distancia. La devoción proverbial que en sus discípulos suscitaban los sencillos consejos del filósofo ateniense, ese amable «dios del Jardín», como decía Nietzsche[9], puede encontrar ecos todavía. En nuestros días, filólogos como A. Bonnard o B. Farrington tienen para él palabras que recuerdan el entusiasmo de Diógenes de Enoanda, o de Lucrecio, o la simpatía del erudito Diógenes Laercio[10]. Y no deja de ser sintomático que en un reciente congreso filológico en torno al epicureísmo griego y latino, dos de los más famosos historiadores actuales de la Filosofía antigua, P. M. Schuhl y J. Brun, trataran de la semejanza entre la filosofía epicúrea y el pensamiento contemporáneo. La ponencia del primero se titulaba Actualidad del epicureísmo y la del segundo Epicureísmo y estructuralismo, coincidiendo ambos en señalar las analogías notables entre el sistema del antiguo pensador, materialista, antimetafísico, hedonista, y anárquico, y algunas de las corrientes intelectuales más avanzadas del momento presente[11].
II


Ya a primera vista el sistema filosófico de Epicuro destaca más por su coherencia que por su originalidad. Recoge en una nueva síntesis algunas teorías anunciadas por pensadores anteriores de la tradición filosófica griega: el atomismo físico de Leucipo y Demócrito, el hedonismo de Aristipo de Cirene, el empirismo de Aristóteles, la búsqueda de la ataraxia de los escépticos; y en su rechazo de las convenciones sociales y de la política, coincide con los cínicos, los escépticos y los primeros estoicos.
Toda filosofía tiene un carácter dialéctico; pretende ser antítesis de unos sistemas filosóficos precedentes y síntesis de otros para responder a sus perdurables problemas.
Epicuro, como otros filósofos helenísticos, se encuentra con un rico pasado filosófico que, en parte, recoge, con notables retoques, como en lo que respecta a la Física de Demócrito y a la teoría ética del hedonismo. Sin embargo, después de las críticas platónicas y aristotélicas, el retorno de Epicuro a estas bases teóricas materialistas se hace con una nueva conciencia.
En el mismo respecto la posición del filósofo viene definida por el rechazo de una parte de esa tradición. En este caso la oposición más extrema está marcada por su enfrentamiento a Platón. Ya hemos señalado que este rasgo había sido perspicazmente subrayado por Kant; y, en definitiva, el libro reciente de B. Farrington ha vuelto a destacar esta antítesis insistiendo en su aspecto político. Es un buen método para definir el de referirse a los términos opuestos, y evidentemente, el platonismo representa el opuesto del epicureísmo en casi todos sus aspectos.
Epicuro no alude explícitamente a esta decisiva oposición. Sabemos que nuestro filósofo, al contrario que algún estoico pedante como Crisipo, no solía hacer citas en sus escritos. Pero la polémica se siente latente en su obra. En el mundo de los átomos no ocupaban ninguna función las arquetípicas ideas. Del mismo modo, Platón, frecuentemente generoso con sus adversarios, había silenciado el nombre del fecundo Demócrito, como si en él recelara un peligroso enemigo o como si su obra no mereciera la pena de salvarse del olvido. Los postulados básicos del platonismo (duplicidad del mundo inteligente y mundo sensible, enfrentamiento de cuerpo y alma, carácter divino del alma humana inmortal y anhelante del mundo trascendente, desprecio del cosmos físico, creencia en unos valores éticos y políticos absolutos, y exigencia de una utópica jerarquía social para establecer el reino de la justicia del gobierno de los filósofos) habían sufrido ya críticas duras de Aristóteles. Los discípulos de la Academia no parecen haber sustentado con energía la totalidad del sistema, sino que, como si profesaran el idealismo con mala conciencia, se dedicaron a la matemática. Pero Epicuro sostiene precisamente las tesis contrarias al platonismo: la existencia de un único mundo sensible y un único conocimiento auténtico, el de los sentidos, entre los que el básico es el tacto. Para Epicuro, el alma es también corporal y perece con su cuerpo, al disgregarse sus átomos; existen los dioses, pero no con fines modélicos ni teleológicos, sino como seres apáticos y ociosos, arrinconados en los espacios intercósmicos; los placeres básicos son los del cuerpo, los de la carne; la moral es relativa; el bien no es algo objetivo y trascendente, sino que está referido siempre al placer; y en fin, la sociedad basada en un orden justo le interesa al epicúreo muy poco.
La canónica epicúrea, su teoría del conocimiento, se basa en el papel primordial de las sensaciones, que nos suministran el material de nuestro conocimiento. Esta teoría empírica del conocimiento, en cuyos pormenores técnicos no conviene detenernos ahora, supone por sí misma una crítica radical del idealismo platónico y de toda la corriente racionalista griega que empieza en Parménides. Pero, con su empirismo, Epicuro se opone tanto al idealismo como a la teoría escéptica de que el conocimiento real es imposible. Si el empirismo resulta un freno a las ilusiones, un tanto ingenuas de la razón absoluta de fundar en sí la realidad, es a su vez una base para defenderse de otro de los grandes peligros de la Filosofía: el escepticismo. El agnosticismo radical de su contemporáneo Pirrón (360 - 270 a. C.) era una tentación atractiva en un mundo intelectual hastiado de controversias dogmáticas. Entre esos dos polos, idealismo y escepticismo, intenta Epicuro, de modo más radical que Aristóteles y Demócrito, tender el puente entre el sujeto cognoscente y la realidad objeto del conocer. El empirismo empieza con la desconfianza en el conocimiento; pero, a diferencia del escepticismo, pretende no concluir en ella, sino utilizarla sólo como un punto de partida para la toma de contacto posible con la realidad.
Para el fundamento gnoseológico y para su teoría física, Epicuro encontró una concepción ya elaborada en el atomismo, como visión materialista del mundo físico y del conocimiento, que había podido recoger probablemente a través de las enseñanzas de Nausífanes de Teos, discípulo de Demócrito y de Pirrón, cuya escuela frecuentó en su juventud (321-311). Parece que, de un modo general, también la teoría sobre el progreso de la humanidad que encontramos expuesta en Lucrecio (V, 922 -1455), puede ser una repercusión de las ideas de Demócrito, así como la concepción de la imperturbabilidad o ataraxia puede relacionarse con la teoría de Pirrón.
Los dos grandes sistemas metafísicos de Platón y de Aristóteles se resquebrajaban ya en manos de sus discípulos inmediatos, y sólo fragmentos de estos grandes edificios teóricos se desarrollaban en los cursos lectivos del Liceo, que derivaba hacia unos estudios científicos cada vez más especializados, y en los de la Academia, abocada hacia las matemáticas y el escepticismo. Como su casi coetáneo Zenón, el estoico, Epicuro edifica su sistema aprovechando esa bancarrota de las dos grandes escuelas atenienses, integrando elementos de otras filosofías anteriores e instrumentalizando la totalidad del pensamiento filosófico en una función ética.
En los postulados básicos hay una notable coincidencia, explicable por razones de su contexto histórico-social, entre la doctrina de Epicuro y la de los primeros estoicos; aunque luego el desarrollo divergente de ambas teorías, y el compromiso de los estoicos con la política y la sociedad los haya llevado a una oposición tajante. La subordinación de todo el sistema filosófico a una conclusión moralista es un rasgo típico de ambas escuelas, y es un rasgo que responde a una necesidad del tiempo angustiado en que estas filosofías surgen. Esta acentuada conexión entre la teoría y la praxis moral es característica de ambos sistemas, con sus pretensiones de ofrecer un camino de salvación para un tiempo indigente.
Esta derivación de la filosofía helenística hacia el moralismo puede ser valorada de modo diverso, según la perspectiva del crítico. Si consideramos el enorme andamiaje metafísico de las teorías platónica y aristotélica como un logro permanente del espíritu, sin duda puede advertirse en las filosofías helenísticas una disminución de rigor y de tensión especulativa. Pero si somos escépticos acerca de la real dimensión de todas esas magníficas y admirables abstracciones teóricas, si desconfiamos de la dialéctica y de la metafísica, apreciamos de otro modo el énfasis y la conclusión pragmática de las nuevas teorías. Frente a la anterior disociación entre teoría y vida, ahora el naufragio político obliga a plantearse la función del filosofar de un modo más directo, inmediato y vital. Se aceptan menos prejuicios que en las perspectivas de la filosofía clásica, y la filosofía se vuelve fármaco soteriológico, cauterio medicinal, instrumento para la salvación en una circunstancia caótica y ruinosa.
III


Como es bien sabido, el atomismo griego tiene como fundador a Demócrito, cuya teoría es retocada por Epicuro en un punto importante al admitir un movimiento espontáneo de desviación o clinamen de algunos átomos, frente a su caída regular, con el fin de introducir un margen de libertad en este cosmos material sin causas finales ni inteligencia externa. Hay en esta concepción física ciertas analogías con la actual concepción científica sobre la constitución de la materia. Por ejemplo, la teoría más reciente sobre ésta, la del profesor Gell-Mann, Premio Nobel de Física de 1969, ha demostrado teoréticamente la existencia de unas partículas mínimas, los «quarks», últimos componentes de los cuerpos, en la continuación de una larga tradición atomística. Los «quarks», después de los átomos y los protones, electrones, neutrones, mesones e hiperiones, son las primeras partículas elementales sin nombre griego (su nombre precede de Finnegan’s Wake, la novela de Joyce), y sus propiedades estructurales se definen por métodos matemáticos harto complicados, con ayuda de números cuánticos, y se clasifican en un sistema transformacional SU3 de matrices unitarias tridimensionales.
Todos los pormenores técnicos, así como las observaciones empíricas y las aplicaciones de la teoría, habrían admirado a cualquier atomista griego. Pero en ambas concepciones, la contemporánea y la griega de hace 2.400 años, se expresa una misma idea básica: la de la estructura discontinua de la materia. En este aspecto también la explicación del movimiento por Epicuro como una marcha a saltos entre átomos espacio-temporales, en un intento para resolver las aporías de Zenón, puede encontrar remotos ecos en la mecánica cuántica[12]; y su movimiento de desviación irracional podría relacionarse acaso con el llamado «principio de indeterminación» en los procesos de la microfísica[13].
Sin embargo, hay algo que distancia fundamental y dolorosamente la Física moderna de la epicúrea, el hecho de estar esta última subordinada a una concepción final de la vida humana: el logro de la felicidad. Si a un especializado físico moderno se le preguntara qué relación tiene su actividad científica con su ética y su concepción de la vida, se quedaría extrañado y le sería muy difícil responder. En cambio, la ciencia por la ciencia o por sus inmediatas aplicaciones técnicas no es el objetivo primordial de la Física epicúrea, que resulta simplemente una parte de la Filosofía encaminada a procurarnos la felicidad. El científico moderno, muchas veces cargado de los mismos prejuicios vulgares de otras gentes y especializado bárbaramente en su pequeño dominio, no tiene nada que ver con el «sabio» ideal de los griegos. Hoy laureados científicos pueden «eslabonar comprensiones geniales con los más vulgares cuentos de criadas» sobre aspectos filosóficos centrales de la vida[14], olvidando la armonía espiritual que perseguía el antiguo filósofo, llámese Demócrito, Platón, Aristóteles o Epicuro.
Éste escribió muchos libros de cuestiones naturales, como su amplio Perì Physeos en 37 volúmenes; pero su interés no iba tanto a las cuestiones de detalle cuanto a proporcionar una visión conjunta de la naturaleza que permitiese la tranquilidad del ánimo y ayudara a liberar el espíritu humano de los errores supersticiosos ante los prodigios impresionantes de la naturaleza, en los que Demócrito había visto una de las causas de la religión. Por otra parte, mucho menos intelectualista que Demócrito, quiso también, frente a la necesidad de aquél, un margen de libertad en su mundo físico para liberar al hombre de un yugo tan duro como los dioses del pueblo: el de la Fatalidad. «Pues sería mejor —dice en Dióg. Laercio X, 134— aceptar la fábula popular sobre los dioses que ser esclavo de la Fatalidad de los fisiólogos. Porque aquella suscribe una esperanza de absolución mediante el culto de los dioses, pero ésta nos presenta un destino inflexible».
En este punto el conocimiento de la naturaleza del mundo físico tiene primordialmente un valor pragmático; nos ayuda a liberarnos de los terrores supersticiosos y, al mismo tiempo, no debe encadenarnos en un determinismo que impide la actuación y la decisión moral del hombre (Cf. M. C. XI-XIII).
Lo peculiar del atomismo frente a otros sistemas de explicación del universo físico es la falta de teleología. No rige el mundo un único principio, ni la materia está sometida a la jerarquía de las ideas o de las formas. Ni siquiera la necesidad en el movimiento de los átomos puede ser una norma rígida que encadene a la materia. Epicuro modificaba aquí la teoría mecanicista, admitiendo unos movimientos imprevisibles de los átomos, unas desviaciones irracionales en su caída en el vacío. Esta teoría de la parénclisis, el clinamen o desviación de los átomos, tiene, como Marx destacó, el fin de salvar la libertad del alma humana, compuesta, como toda realidad, de átomos algo más sutiles que los del cuerpo, pero de idéntica naturaleza[15]. Ni la Providencia divina, ni el Nous o «Inteligencia» de Anaxágoras, ni las ideas subordinadas a la del Bien, ni un último motor inmóvil, ni la Necesidad implacable ni la fatalidad astral, confieren un orden al acontecer cósmico y humano.
También la materia es libre, sin principio ni finalidad, frente a cualquier destino ajeno a su propia composición desordenada.
La danza de los átomos en el vacío es tan caótica como la desacompasada historia de los hombres.
Sus enemigos reprochaban a Epicuro su ignorancia de las matemáticas, que para los griegos fueron siempre la base del orden y la armonía. Los estoicos intentan lograr la tranquilidad de ánimo mediante la creencia en una Providencia que ha determinado de modo sabio, justo e inevitable el destino del mundo; y en ese sometimiento sensato al orden divino el estoico se siente tan libre como el epicúreo en su libertario y caótico mundo. Se puede pensar que en éste las posibilidades de obrar eran más amplias que en cualquier otro. Sin embargo, el epicúreo no tenía ningún interés en la acción. Trataba sólo de no sentirse ligado por una obligación externa, por ningún destino; y efectivamente, la teoría materialista de los átomos se adecuaba magníficamente con la perspectiva moral y social del filósofo, que anteponía siempre el individuo a la sociedad; como los átomos son anteriores a los cuerpos, compuestos y descompuestos sin fin por ellos.
En la época helenística el fatalismo, más o menos filosófico y más o menos supersticioso, se extendía poderosamente. El ánimo humano no resiste fácilmente la idea de la completa libertad, de la independencia total y del intrascendente destino del hombre. Gusta de sentirse encadenado a algo perdurable que supere el propio yo limitado y se agarra con fe a las estrellas fatídicas o a las utopías revolucionarias con ese «miedo a la libertad» de que el psicólogo Fromm y el profesor Dodds han tratado[16]. El epicureísmo, sin embargo, no pone excesivas esperanzas en ninguna de estas trascendencias.
El hombre se queda solo. Y en esta soledad, frente a los demás hombres, quedan sólo las alegrías del placer, de la amistad y del conocimiento.
IV


Para explicarnos mejor algunos de los rasgos de su filosofía conviene, desde un principio, tener en cuenta algunos datos de la vida de Epicuro. Época, patria y condición social, si no determinan, condicionan al menos las preguntas y respuestas del horizonte intelectual. Algunas Historias de Filosofía suelen fingir un proceso absoluto y utópico de las ideas, en el que unas teorías filosóficas polemizan con otras sobre un fondo abstracto, con escasas referencias a las circunstancias históricas de la vida de los filósofos, convertida en anécdota marginal a su pesar. Aunque pensamos que en el plano general teórico probablemente nadie defiende hoy esta falsa autonomía del pensamiento frente a la vida personal, sin embargo nunca está de más prevenirnos contra el riesgo de un teorizar ahistórico de un modo concreto. En nuestro caso parece imprescindible la evocación del marco histórico del mundo helenístico en que a Epicuro, el último gran filósofo ateniense, le tocó vivir.
Nació en Samos en el 341 a. C., y pasó en esta isla su niñez y adolescencia. Su padre, Neocles, ciudadano ateniense, se había establecido allí como colono, y se ganaba la vida como maestro de escuela. Era entonces ésta una profesión connotada por un bajo nivel social y una cierta ramplonería de oficio.
Aludiendo a esta condición del padre insultará a Epicuro el satírico Timón, llamándolo «el hijo del maestro de escuela»: «el último de los físicos y el más desvergonzado, el hijo del maestro de escuela, que vino de Samos, el más ineducado de los animales» (D.L. X.3). Las condiciones de su posición familiar no eran las más favorables para una niñez despreocupada.
La familia, compuesta de los padres y cuatro hermanos, parece haber estado muy unida; y las relaciones cordiales de Epicuro con su madre (como muestra la carta dirigida a ella, testimoniada por Diógenes de Enoanda) y con sus hermanos (que le acompañarán en sus viajes y convivirán con él en el Jardín) son ejemplarmente auténticas.
A los dieciocho años Epicuro tuvo que marchar a Atenas, la ciudad de sus antepasados, para prestar servicio militar como efebo, durante dos años. Días revueltos para la orgullosa ciudad, cuya gloria política declinaba ya hacia un recuerdo retórico, los del año 323. En el año anterior el victorioso Alejandro había exigido desde la lejana Asia honores divinos; y los atenienses, escépticos e irónicos, le habían consagrado como a un dios. Entonces llegó la noticia de que, con una impertinencia notable, Alejandro había muerto, a los pocos meses, en Babilonia. Por los mismos días desapareció de la escena griega otro tipo escandalosamente popular: Diógenes, a quien apodaban «el Perro». En su legendario tonel, o más bien en su tinaja, el cínico apátrida que se proclamaba «cosmopolita», y que no habría cambiado su miseria por el imperio de Alejandro, abandonó este mundo cuyas convenciones había ridiculizado y ofendido.
La noticia de la muerte del monarca macedonio incitó a la ciudad de Atenas a un nuevo intento de recuperar su autarquía política, azuzada otra vez por el impenitente Demóstenes. Según una brillante predicción oratoria, «el olor del cadáver de Alejandro iba a llenar el universo». La derrota de la armada ateniense en Amorgos en el 322 fue la última gran batalla de los atenienses por la libertad, la sagrada y renombrada libertad. Demóstenes, acosado en la persecución, se suicidó. En cuanto a Aristóteles, que, temeroso de ser acusado filomacedonio y de impío, se había refugiado en Cálcide, abandonando el Liceo, murió también aquel año después de haber disecado el cosmos y catalogado el universo. Al frente de la escuela quedaba su sucesor, Teofrasto, interesado en continuar una vivisección al por menor de plantas y caracteres psicológicos.
Los dos destructores de la ciudad como marco político, Alejandro y Diógenes, y los dos defensores últimos, Aristóteles en la teoría y Demóstenes en la práctica política, desaparecieron en poco más de un año. Aquel trágico período de 323-321, que fue para Epicuro el del encuentro con la ciudad de sus mayores, la gloriosa Atenas, fue para ella el de la pérdida de sus esperanzas políticas. Desde entonces en Atenas no brillarán los políticos ni los ideólogos, sino tan sólo maestros de cultura, filósofos cargados de pasado y de resignación.
La democracia, tan malherida por las sucesivas crisis y consecuencias bélicas, experimentaba un nuevo revés. Los militares macedonios vencedores reservaron los derechos de ciudadanía a aquellos que poseían más de 2.000 dracmas; es decir, a unos 9.000 atenienses, mientras que más de la mitad de la población se veía privada de ellos. Como decía, amargamente y sin ilusiones, el epitafio compuesto a los muertos en Queronea, años antes: «¡Oh, Tiempo, que ves pasar todos los destinos humanos, dolor y alegría; la suerte a la que hemos sucumbido, anúnciala a la eternidad!».
También en Samos había repercutido la conmoción política. Los colonos atenienses, entre ellos la familia de Neocles, fueron expulsados de la isla. El padre de Epicuro fijó su nueva residencia en Colofón, ciudad de la costa jonia, ilustre como pretendida patria de Homero, y como hogar natal del lírico Mimnermo y de Jenófanes, el poeta crítico y teólogo ilustrado del s. VI. A ella acudió Epicuro a reunirse con su familia, y allí residió desde el 321 al 311, desde sus veintiuno a sus treinta y un años. Durante este tiempo completa su formación filosófica, frecuentando la escuela que en la vecina isla de Teos regentaba Nausífanes, un discípulo de Demócrito y de Pirrón.
Detengámonos en esta formación filosófica, muy significativa para comprender su propia teoría.
El interés de Epicuro por la filosofía parece haber despertado muy temprano: a los 14 años. Según una anécdota, se irritó con su maestro de letras (grammatistés) que no supo explicarle el sentido de la afirmación de Hesíodo de que «primero era el caos», y que lo remitió a los filósofos para su aclaración.
Estas anécdotas de las biografías griegas tienen más interés por su intención significativa que por su autenticidad.
En ésta podemos subrayar dos rasgos: el temprano criticismo del filósofo contra la educación tradicional fundada en la lectura de los poetas, maestros de sabiduría retórica, y la dificultad en admitir esa oposición física de caos y cosmos, que puede relacionarse con su filiación atomista. En efecto, el paso del caos al cosmos parece requerir la apelación a un principio ordenador externo a la materia misma (la divinidad, la Inteligencia divina, o algo así), y a una teleología física, principios que el atomismo excluye, o de que al menos puede prescindir. No sabemos quién pudo haber puesto al joven estudiante en contacto con la física atomista. Su primer maestro de filosofía, que conozcamos, fue el platónico Pánfilo. Detalle interesante, por lo que hemos subrayado de la oposición de Epicuro al platonismo, tanto en sus líneas fundamentales, cuanto en su rechazo decidido de toda educación previa al filosofar (como era la paideia matemática y dialéctica exigida por los académicos).
Es posible que durante su estancia en Atenas asistiera a alguna lectura de Jenócrates, el segundo sucesor de Platón en la jefatura de la Academia. Y que mantuviera algún contacto con los estudiosos del Liceo, donde Teofrasto había sucedido a Aristóteles. Aunque hay algún testimonio de que estudió con el peripatético Praxífanes en Rodas por algún tiempo, existe en esto una dificultad cronológica. Su maestro de los años de formación, entre los veinte y los treinta, ya que el estudio de la filosofía persistía habitualmente un largo período, fue indiscutiblemente Nausífanes de Teos.
Discípulo de Demócrito y relacionado con Pirrón —ya hemos aludido a ello— este atomista con inclinaciones escépticas había escrito un libro llamado El Trípode sobre los tres fundamentos del conocimiento; enseñaba en la costa jonia, lejos de la influencia social de platónicos y peripatéticos, las teorías físicas del atomismo; y exponía una teoría de las emociones que señalaba el fin de la vida serena en la «inalterabilidad» (acataplexía) del ánimo, posición semejante a la de sus maestros, y no muy distante de la del propio Epicuro.
Todos estos detalles hacen más notable la agria reacción de Epicuro contra él, al calificarle de «molusco», «analfabeto», «bribón» y «prostituta», entre otras referencias a su servilismo y su sofistería. Tal vez fue la decepción, al observar la probable incongruencia entre la teoría física, abocada como en Demócrito al determinismo, y la conclusión ética, lo que explica la hostilidad hacia su maestro. «Peor que un oponente, Nausífanes era en términos ideológicos un desviacionista», sugiere J. M. Rist[17]. Esa misma virulencia verbal la atestigua Epicuro con otros filósofos, adjetivando a Platón de «áureo» (burla de la distinción en clases sugeridas por aquél) y a los platónicos de «aduladores de Dionisio» (el tirano de Siracusa), a Aristóteles de «depravado», a Heráclito de «embrollador», a Demócrito de «charlatán», a los dialécticos de «devastadores», y a Pirrón de «inculto» e «ineducado». (D.L. X.8). Del atomista Leucipo negó la existencia (probablemente no como persona física, sino como filósofo).
Estas críticas que no conocemos en detalle, pero que —a pesar de la escasa diplomacia habitual de los filósofos para con sus competidores—, parecen de notable dureza verbal, se explican probablemente por el objetivo moral y pragmático que la filosofía asume para Epicuro. Toda la sabiduría teórica de sus predecesores no habría sido, a sus ojos, desde esa perspectiva moralista, más que una diversión sin conclusiones válidas para la vida. En gran parte «paideia», en el doble sentido de «educación» y «cultura», (despreciable como un superfluo presupuesto del auténtico filosofar para Epicuro), pero no el camino que pudiera conducir hacia la felicidad.
Como observa con acierto Rist, «sea cual sea la razón, personal, filosófica o ideológica, de la hostilidad de Epicuro hacia el maestro de quien probablemente más había recibido, no hay duda de que Epicuro se proclamaba autodidacta. Lo único que esto puede significar si queremos verlo desde una perspectiva amistosa, es que aquello que él valuaba más en su propia filosofía, sus actitudes éticas, sus ideas sobre la libertad y la necesidad y sobre los dioses, eran el producto de su propio pensamiento. Sólo el material bruto de ese pensamiento le había sido proporcionado por sus maestros de hecho, tales como Nausífanes, y sus antecesores espirituales, como Demócrito y Leucipo»[18].
El caso es que, a sus treinta y un años, después de estos diez de aprendizaje técnico, Epicuro fundó su primera escuela propia en Mitilene.
En un año esta escuela fracasó por la hostilidad pública de otros filósofos y de la gente de la localidad, y Epicuro tuvo que abandonar la ciudad. Probablemente sacó algunas conclusiones ventajosas de este fracaso: una mejor prudencia para el futuro y la compañía de Hermarco, fiel discípulo y su sucesor en la dirección del Jardín.
Desde el 310 al 306 Epicuro habita en Lámpsaco, donde se rodeó de un círculo de fieles discípulos y amigos, Idomeneo, Leonteo y su esposa Temista, Metrodoro, personas de posición distinguida en la ciudad; Polieno de Cízico y su amante Hedeia, Colotes (cuyo satírico escrito contra las escuelas filosóficas rivales motivó una réplica de Plutarco 400 años después), y el joven Pitocles, entre otros. Cuando en 306 abandona esta ciudad para instalarse en Atenas, deja en ella un buen recuerdo y un círculo epicúreo de fieles discípulos.
«Durante cierto tiempo filosofó en interrelación con otros filósofos, pero luego se retiró a un ámbito privado fundando la escuela que lleva su nombre» dice Diógenes Laercio (X, 2). No sabemos si ese abandono de la predicación pública para dedicarse a una enseñanza privada y restringida al grupo de seguidores íntimos, se refiere a la estancia en Lámpsaco, y es un resultado del recelo y la desconfianza tras la experiencia de Mitilene sobre la agresividad de otros filósofos y la muchedumbre. Pero es probable que ya el círculo de Lámpsaco fuera, como el Jardín ateniense, un local privado y de cierta familiaridad, más seguro para el cultivo de una libre sinceridad y de la amistad tan preciada.
Cuando Epicuro vuelve de nuevo a Atenas, quince años después de su primera visita, se halla en medio del camino de su vida. Con sus treinta y cinco años ha recorrido varias localidades jónicas prestigiosas en la cultura y la filosofía griegas, desde que su familia en 322 tuvo que abandonar Samos.
En algunas de estas ciudades ha conocido a filósofos devotos de la tradición científica de los jonios y ha fundado escuela de filosofía. Pero la vuelta a Atenas, después de estos quince años de experiencias viajeras, para establecerse allí definitivamente en la escuela que se llamará «el Jardín», es sintomática de su apego a esta ciudad, la única en que podrá sentirse ciudadano.
Más que la propaganda filosófica y la discusión con los rivales de la Academia y del Liceo, o con los futuros predicadores del Pórtico (Zenón de Citio tardaría aún unos años en exponer su doctrina estoica), Epicuro busca la vida reposada y la fecundidad en el trabajo intelectual en aquel ambiente cargado de recuerdo y amarguras. Atenas acababa de ser otra vez «liberada»; ahora (en el 307) por Demetrio Poliorcetes; y es probable que para la fundación de su escuela Epicuro aprovechara la oportunidad de este hecho, que oscurecería la protección política al Liceo y la Academia, de tendencia filomacedonia, que aquel año tuvieron que cerrar sus puertas varios meses.
No sabemos cuáles fueron los avatares psicológicos de Epicuro, ni qué parte de su obra habría compuesto antes de su llegada a Atenas para su establecimiento definitivo. A través del estilo de su prosa, podemos suponer un carácter vehemente y austero. ¡Qué impresión le produciría el pueblo, desengañado y temeroso, adulador y retórico, de Atenas, después de haber recorrido por largos años las ciudades jónicas, de haber encontrado vagabundos apátridas, tiranos engolados, profesores de astronomía y supersticiosos de mil nuevos cultos! Desorden y servilismo en el alma de las muchedumbres necias, que Epicuro despreciará siempre con el mismo talante aristocrático de otros filósofos griegos, como Sócrates, Platón o Demócrito.
Los sucesores de Alejandro intentaban entre tanto repartirse la herencia de un imperio. Los caudillos militares, intrigantes y belicosos, Antígono, Casandro, Lisímaco, Demetrio y Tolomeo, se enfrentaban sin otros afanes ideológicos que sus ambiciones personales, mientras todas esas perturbaciones afectaban a una población cada vez más sumisa y entregada al despotismo de los nuevos monarcas. La vida, con esos inesperados reveses políticos y las consiguientes crisis económicas, había cobrado un perfil de inseguridad, y el ciudadano medio, que un tiempo creyó en su acción personal en la democracia ateniense, se sentía subordinado al caos.
Epicuro compró en Atenas una casa en el respetable distrito de Melite y un «jardín» cerca de la puerta del Dípylon, en la vecindad de la famosa Academia de Platón (como anota De Witt, muchos turistas en siglos posteriores podían combinar en el mismo paseo la visita a los dos santuarios filosóficos. Cicerón y su amigo Atico visitaron así el Jardín en 78 a. C. sorprendiéndose de su pequeñez, tal vez en comparación con las «villas» romanas que ellos conocerían). Señala Farrington que el famoso Jardín (en griego «Kepos») sería tal vez muy parecido a un «huerto», cuyas habas, bien repartidas, sirvieron para mantener a la comunidad epicúrea en algún momento de hambre en Atenas (como en el asedio del año 295)[19]. Las clases y reuniones se celebrarían tanto en la casa como en el jardín. Al parecer existían ciertos grados entre los discípulos; y Epicuro era reverenciado como «el maestro» o «guía» de la comunidad. Entre los componentes de ésta estaban los fieles amigos y seguidores de Lámpsaco; varias mujeres, alguna de respetable posición como la citada Temista, o bien «heteras», como Hedeia de Cízico o la ateniense Laontion (que escribió un tratado contra Teofrasto, elogiado por Cicerón por su estilo excelente); y también esclavos de uno y otro sexo. Este grupo de personas, retiradas a un círculo privado, con sus propias reglas éticas y su concepción del mundo, debía escandalizar un tanto a los maledicentes que consideraban el Jardín, donde se predicaba «el placer», como disipado centro de orgías y alegres contubernios[20].
Para Epicuro, estos años de retiro ateniense fueron de una notable austeridad y de una gran actividad intelectual.
Probablemente la casi totalidad de su enorme obra escrita —que ocupaba más de 300 rollos de papiro, según Diógenes Laercio— fue compuesta entonces. Su salud, delicada siempre, empeoraba hasta tal punto que muchos días no podía tenerse en pie, sus vómitos eran frecuentes, y necesitaba una silla de tres ruedas (su «trikylistos» famoso) para trasladarse de un sitio a otro.
El Jardín, lugar de paz, en un mundo agitado por continuas revueltas y trastornos bélicos, recibía las visitas de amigos y admiradores. Las cartas fragmentarias que conservamos revelan una gran afectividad entre los discípulos y el maestro.
«Envíame —escribe a uno de ellos— un tarrito de queso, para que pueda darme un festín de lujo cuando quiera».
Los placeres de estos pequeños lujos y el recuerdo agradecido de los momentos felices del pasado animaban la serenidad de sus días. Esta alegre moderación del Jardín, un hedonismo que por su limitación resulta casi una ascética, armoniza bien con la antigua máxima apolínea de que la sabiduría consiste en la moderación y el conocimiento de los límites. Como observó Nietzsche, fino catador de humanidad: «una felicidad tal sólo la ha podido encontrar un experimentado sufridor; la felicidad de un ojo, ante el que se ha vuelto sereno el mar de la existencia, y que no puede saciarse de contemplar la superficie de la piel marina que se mece suave y coloreada; nunca antes se presentó una moderación tal de la sensualidad»[21].
Probablemente la impresión de que el mundo está enfermo sin rumbo y sin finalidad, sometidos los hombres a los terrores del futuro y a tormentos mutuos, y ese énfasis en la seguridad y en la filosofía como medicina, responden a una experiencia vital. En la crisis de los valores tradicionales, la adulación retórica había llegado a notables extremos, y como sucede en todos los momentos de perturbación política, el lenguaje había degradado sus significados. Como un ejemplo significativo, el famoso himno de Hermocles a Demetrio Poliorcetes, el inquieto conquistador, le reconocía como a un dios, más cercano y más activo que los dioses tradicionales: «Los otros dioses, pues, o se encuentran muy distantes o no tienen oídos o no existen o no nos prestan un momento de atención, pero a ti te vemos presente, no de piedra ni de madera, sino de verdad».
El himno, compuesto hacia el 290 a. C. por encargo del propio Demetrio, es un síntoma de los tiempos. Mientras tanto, un filósofo a la moda, Evémero de Mesana, cuya obra iba a cobrar rápidamente un amplio prestigio, exponía en la corte macedonia su teoría sobre el origen de la religión. En ella sostenía que los dioses no son más que antiguos héroes y reyes benefactores, divinizados por la gratitud y el irónico olvido de las generaciones mortales. En la teoría repercute un reflejo de la deificación de los grandes conquistadores de la época helenística.
¡Qué diferentes los dioses que, a su propio ejemplo y semejanza, afirmará Epicuro, apartados y felices de los tumultos del mundo, como el sabio auténtico! También él será llamado un dios por sus discípulos (así Lucrecio, V, 8 y ss.), que tal vez recordarán su propia expresión: «En nada, pues, parece hombre mortal quien vive entre inmortales bienes». (D.L. X. 135); bienes como la sabia templanza y la amistad.
Para Epicuro el filosofar se caracteriza como la búsqueda de un remedio contra la confusión de su época. La Filosofía es definida de modo característico como medicina del alma, y el cuidado médico del alma es el oficio del filósofo, que se transforma así en un psiquiatra o psicoanalizador de una sociedad perturbada por el temor y la servidumbre. En esta terapia psíquica hay un recuerdo socrático: therapeía tês psychês, «cuidado del alma», era para Sócrates la actividad filosófica, a lo que ahora se añade un nuevo acento sobre la enfermedad colectiva que hay que evitar. Ya el sofista Antifonte había insistido en esta virtud médica de la Filosofía, y su método de curación por la palabra hacía de su ideario una téchne alypías, de ciertos ecos en los tratamientos psicosomáticos de la moderna medicina[22].
En Atenas muere Epicuro treinta y cinco años después; años que podemos suponer de reposo y actividad filosófica frente a la ajetreada primera época de su vida. Desde su retiro presenció con desilusión los sucesos de la política ateniense y griega de la época, política confusa y envilecida.
Frente a las perturbaciones de su tiempo, el filósofo busca la imperturbabilidad o ataraxia; y, frente a la servidumbre y el servilismo, la capacidad de gobernarse a sí mismo. La independencia que la ciudad ha perdido, puede el sabio todavía guardarla para sí mismo en su retiro y su mente libre. «El mejor fruto de la autarquía es la libertad». (S. V. LXXVII).


V


Ataraxia y autarquía son el lema del hombre sano de espíritu, el sabio que es a la vez hombre feliz.

La búsqueda de la felicidad, como ha subrayado bien Festugière[23], era un tema tradicional de la Filosofía para los griegos, pueblo de profundo pesimismo. Pero, cuando Platón intentaba encontrar la eudaimonía en la vida auténtica, se enfrentaba con problemas políticos como los del Gorgias o la República. Para Platón, como hoy para Marcuse, la felicidad del individuo depende de la del orden social. La búsqueda de la felicidad puede ser un programa revolucionario, ya que depende de la sociedad en que el individuo viva. La utopía política resulta el marco de la praxis del filósofo en busca de la auténtica felicidad. El filósofo se puede enfrentar con el dictador en nombre de la felicidad: es el caso de Platón frente a Dionisio de Siracusa[24].
Conviene tener en cuenta esto para ver lo que hay de renuncia en el camino de Epicuro. Política y conducta personal están disociadas en su pensamiento. La política es algo lamentable, una ocupación indigna de un filósofo, a cuyo alrededor se cierran las tapias del Jardín. La política, todo ese desorden y rivalidad en la ciudad por un gobierno que ahora está en manos de violentos caudillos retóricos, o ni siquiera retóricos, es algo que no debe perturbar la vida de un filósofo.
¿Y la justicia? ¿Dónde está la justicia que Platón consideraba como el supremo orden reflejado en el alma de los hombres y en la estructura del cosmos? Aristóteles, mucho más pesimista en política que Platón, porque creía más en los hechos que en las ideas y prefería los datos a las utopías, parecía ya desviarse de este problema.
Pero para Epicuro, este ateniense que regresa a su patria a los treinta y cinco años después de haber vivido en ciudades de inestable gobierno, en un mundo políticamente tan confuso y dominado por los sucesores de Alejandro, ¿qué era la justicia? Desde luego no es «nada en sí mismo», ningún ente absoluto, ninguna idea con valor paradigmático, dirá —M. C. XXXIII— muy antiplatónicamente; «es sólo un contrato mutuo y un medio para conseguir seguridad y tranquilidad».
La ataraxia y la autarquía son propiedades del individuo no subordinado a la ciudad, pretensiones del sabio y no del ciudadano —ya los cínicos habían inventado el cosmopolitismo—, del átomo y no del conjunto social. En el curso de la vida no hay que embarcarse en esa nave metafórica del Estado, barco de locos timoneles y viajeros necios, sino que más vale echarse a nadar solo. «La más pura seguridad fácilmente se obtiene de la tranquilidad y del apartamiento de la muchedumbre» (M. C. XII).
La ataraxia o imperturbabilidad en una época tan profundamente perturbada sólo podía alcanzarse mediante la indiferencia ante los acontecimientos políticos, del mismo modo que la autarquía o independencia en una sociedad sometida a la dictadura de los azarosos espadones de turno. Epicuro ha visto la filosofía como una liberación de todas las preocupaciones exteriores que amenazan la auténtica felicidad de la persona individual. En esta dirección le habían precedido los cínicos, más rigidos y mordaces en su nihilismo social. El ideal del sabio añade a sus rasgos la libertad. Pero los epicúreos no eran revolucionarios activistas. La revolución supondría perturbaciones y vanas ilusiones. El sabio epicúreo no hará retórica ni política, ni buscará el aplauso de la multitud. Y de Epicuro dice Diógenes Laercio (X 10) que «por un exceso de equidad no trató de política». Entre Alejandro y Diógenes probablemente prefería la postura del cínico. Su única política es la negación de la teoría política mediante su apartamiento[25].
La justicia es para él solamente algo negativo: «La justicia, que tiene su origen en la naturaleza, es un contrato recíprocamente ventajoso para evitar hacer o sufrir la injusticia» (M. C. XXXI). «Vive en lo oculto», láthe biosas, es su lema principal.
Este precepto de «¡pasa inadvertido por la vida!» podía resultar para un antiguo griego singularmente escandaloso y moralmente revolucionario. La moral tradicional griega se fundamentaba en una cierta cooperación y competición en la vida pública y en el culto consecuente del heroísmo y la gloria. Ahora, con una ética que no espera ni pretende la aprobación social, sino que se refiere como base al placer individual, toda esa vertiente pública de la moral resulta, de golpe, abandonada.
En la democrática Atenas el ciudadano que se aislaba de la participación política para reducirse a su vida en privado, era un «idiota», término que fue cargándose de una connotación peyorativa. La incitación al idiotismo de los epicúreos es la renuncia a toda esa colaboración social, en la que en otro tiempo, el griego de la democracia mostraba su «areté», virtud por excelencia competitiva. En cambio, Epicuro afirma taxativamente que «el que conoce los términos de la vida… sabe que para nada necesita de asuntos que comportan competición» (M. C. XXI).
El conservador Plutarco que, a unos cinco siglos de distancia, escribe un tratado breve contra esta máxima, representa bien el sentir tradicional. Esa renuncia al sentir agonístico de la «virtud» se inscribe en la renuncia a la praxis política. Es el horaciano verso «Nec vixit male qui natus moriensque fefellit» (Ep. I, 17, 10): «No vivió mal quien pasó desconocido al vivir y al morir».
Como señala acertadamente P. Nizan: «Cuando Epicuro dice que el sabio no hace política (D. L. X. 119), es necesario interpretarlo al pie de la letra, entender que él no juega ningún papel en la “polis”, no se casa, no vota, rehúsa los favores, las magistraturas y vive sólo para sí. Epicuro teme a esa multitud ateniense víctima de una lucha salvaje por la vida: “No me preocupo de agradar a la masa. Pues lo que le gusta, yo lo ignoro, y lo que yo sé sobrepasa su entendimiento”»[26].
Esta disociación entre la felicidad del individuo y los fines de la colectividad es una renuncia dolorosa a uno de los afanes más enraizados del ciudadano ateniense. Ya hemos notado el precedente de los cínicos. Pero el tono es distinto en el apartamiento ante la sociedad de los epicúreos y en el de aquellos anarquistas. El énfasis del cinismo en la provocación y el escándalo suponía una oposición abierta y revolucionaria. El retiro del epicúreo es sólo un recurso para lograr la tranquilidad. Por eso huye de las actitudes extremas: el sabio epicúreo no hará retórica, pero tampoco vivirá como un cínico; evitará la tiranía, pero también la pobreza. Rechaza el patetismo de lo heroico, la retórica de la virtud y la descarada soberbia del inmoralista vagabundo y escéptico. Una vez más aparece la moderación como un rasgo característico. No se excluye una cierta tolerancia hacia los regímenes políticos de tiranía y opresión (en este sentido es notable la oposición a la teoría estoica y a sus heroicos ejemplos históricos de muertos por la defensa de la libertad y de la virtud). La actitud de Epicuro es la de un filósofo cansado y acosado que, para alcanzar la felicidad auténtica, cede al ansia irracional (de la muchedumbre insensata, de los caudillos violentos y de los políticos vacuos) el terreno indominable de la praxis política, y se retira a su mundo interior. «Lo capital para la felicidad es la disposición interior, de la que somos dueños» dice una sentencia de Diógenes de Enoanda, que resume bien el sentir del maestro.
Detrás de esta postura están los desengaños del filósofo, y tal vez no sólo sus desengaños personales, sino también los fracasos de muchos otros filósofos, platónicos y aristotélicos, que intentaron en vano una reforma del poder.
Bajo la dictadura y las tiranías, la palabra política se apresura a cobrar una valoración negativa. Hay épocas dichosas en que la sociedad ofrece al individuo participar en un quehacer común que le ilusiona. Se cree en un orden existente o utópico y en que hay unos valores objetivos por los que vale la pena luchar e incluso morir. Los ideales dan un sentido a la vida del ciudadano. En otros momentos, en cambio, cunde la sospecha de que sólo importa la acción de unos pocos y de que la actividad de todos los demás en la labor común, la política, que cobra una connotación despectiva, es sólo tiempo perdido, alienación. La moral y las antiguas palabras siguen subsistiendo desprovistas de autenticidad y se convierten en mala retórica. A Epicuro, discípulo mediato en este terreno del escéptico Pirrón, le tocó vivir en uno de esos momentos, y su teoría de buscar la felicidad en el placer y en el retiro de la vida pública es un intento de centrar la felicidad no en un eje objetivo, sino en un eje subjetivo, más a nuestro alcance y más gobernable. Sólo el abandono de aquello en que hasta entonces había consistido parte de la tarea del hombre, como en el caso del gangrenado que se amputa un miembro para seguir vivo, podía garantizar la felicidad. «¡Qué descansada vida la del que huye el mundanal ruido!»…
VI


La postura de Epicuro ante la religión no está exenta, para nuestra perspectiva crítica, de una problemática ambigüedad. Contra toda religión providente, causa de terrores y esperanzas, ha polemizado duramente Epicuro. Pero es cosa bien sabida, destacada claramente por el P. Festugière en un excelente estudio, que Epicuro no ha negado nunca la existencia de la divinidad, sino que evocaba con frecuencia y sinceridad la realidad de unos dioses, serenos y apáticos habitantes de los espacios intercósmicos hacia los cuales recomendaba una religiosidad gratuita, puesto que en su eterno olvido de la humanidad la divinidad múltiple y lejana, feliz e indestructible, no se ocupa de reconocimientos afectivos, de agradecimientos y de venganzas (M. C. I.). El famoso ateísmo de los epicúreos, motivo de indignaciones y calumnias populares contra ellos, señalado por Cicerón y por Plutarco, tiene su fundamento en esa concreta negación de unos dioses determinados, los de la religión tradicional, dioses excesivamente antropomórficos como los olímpicos, o dioses de cierto prestigio filosófico, como los astrales, perfectos semovientes en sus fatales órbitas. En lugar de esos dioses, entroniza Epicuro, como correlato objetivo de las creencias e impresiones, unas figuras impasibles y felices que, en su serenidad y apartamiento, son una transferencia ideal del sabio epicúreo a un más allá poco sugestivo. En su felicidad y apatía estos dioses, cuyo conocimiento afirma Epicuro que «es evidente», pueden servir al sabio de modelo. Éste «niega a los dioses, admira su naturaleza y condición, se esfuerza por aproximarse a ellos, aspira, por decirlo así, a tocarles, y llama a los sabios amigos de los dioses y a los dioses amigos de los sabios» (Fr. 386 Us.). En su felicidad se iguala el sabio a la divinidad.
Ahora bien, como ha observado A. Pasquali, en ese isoteísmo del sabio puede haber una conclusión negativa contra la religiosidad práctica: «Nunca una determinación llegó a ser tan negativa como ésta. La epicúrea semejanza del hombre a dios no deriva más hacia una identidad esencial, como el nous o intelecto aristotélico, que era “lo mejor y más próximo a los dioses” (E. N. 1179 a 27). Ella tiende más bien a ser una identificación práctica, no por el ser sino por el hacer; y es aquí donde estalla la paradoja en el seno del isoteísmo tradicional. El dios de Epicuro es el summum de la ataraxía y si la actitud divina a imitar es la indiferencia (hacia el hombre y la naturaleza increada), al imitante no le quedará más recurso que practicar la misma indiferencia, diríase que por recomendación divina. Dios pide que lo imitemos, pero no en el sentido de una recíproca epiméleia, sino en el de una recíproca indiferencia o alejamiento. Es el más brillante juicio ponendo tollens de toda la moral antigua»[27].
Epicuro, sin embargo, no parece haberse apropiado esta deducción lógica. Ofrecía en su propio ejemplo personal muestras de una piedad evidente, al participar de las fiestas tradicionales, como las Antesterias atenienses y los misterios de Eleusis («En las fiestas el sabio —dice Epicuro (en D. L. X. 120)— se regocijará más que los otros»). Escribió un tratado «Sobre la piedad». Con el mismo título conservamos fragmentariamente una obra de Filodemo, el De pietate, donde se recomienda con efusión tal virtud. «Desde la antigüedad muchos de los adversarios de Epicuro han considerado su conducta como desesperadamente inconsecuente con sus ideas en el mejor de los casos, y en el peor como una hipócrita precaución de seguridad destinada a proteger a los epicúreos de la impopularidad y el posible peligro causado por su supuesta irreligión. Hay una parte de verdad distorsionada en esa última sugerencia, ya que Epicuro recomendaba obediencia a las leyes y costumbres del país propio como medios para vivir una vida no perturbada por las tormentas políticas» (Rist). Pero pensar en estas afirmaciones religiosas como cobertura hipócrita de un ateísmo inconfesado resulta demasiado simplista; incluso desde el punto de vista pragmático, puesto que la teoría de Epicuro respecto a los dioses podía parecer a los ojos del vulgo tan revolucionaria como el ateísmo radical.
Al rechazar el fundamento objetivo de la plegaria, que los felices dioses ociosos no atienden, al negar decididamente toda base real a la profecía y a la adivinación, fraudes a la credulidad de los necios, al no admitir recompensa alguna ultramundana, parece que en la religiosidad puede reconocerse tan sólo un aspecto benéfico: el subjetivo de la admiración alegre y desinteresada. Ese pietismo natural de la religiosidad epicúrea es algo radicalmente opuesto a la piedad popular, que siempre intenta extraer beneficios de su comercio con la providencia divina. Ese doble aspecto de la religiosidad epicúrea aparece también en Lucrecio. De un lado el rechazo de la religión tradicional, que tantas desgracias habría acarreado a la humanidad, con su provocación de terrores y vanas esperanzas; de otro, la contemplación reverente y agradecida de una divinidad fuera de todo contagio humano.
Esto era un tanto nuevo y paradójico —por más que puede haber algún eco aristotélico en esta divinidad recluida de humanas preocupaciones—, para la mentalidad antigua. Los estoicos, por más que depuren a la divinidad de sus aspectos más antropomórficos y concretos, admitirán una providencia divina general, dirigida no hacia el individuo, sino hacia el Universo del que participamos, y del que, inmanentemente, participa la divinidad. Y polemizarán en este terreno con los epicúreos.
Pero esos felices dioses de Epicuro, ocupados sólo de la conservación eterna de sus átomos, de una refinada materia, habitan sus intermundos serenos entre los conglomerados atómicos que se descomponen en torno y perecen. Extraña imagen la de ese dios que, como dice Séneca, «in media intervallo huius et alteri caeli desertus sine animali, sine homine, sine re, ruinas mundorum supra se circaque se cadentium evitat non exaudiens vota nec nostri curiosus» (De Beneficiis, IV, 19 - Fr. 364 Us.)
Uno de los mejores conocedores de la religión antigua, W. F. Otto, ha visto en esta doctrina de Epicuro la manifestación de una religión más pura y auténtica. «Por esto no era el materialismo de Epicuro, como podemos juzgar también por él y a su favor, ningún impedimento de la veneración a la divinidad, sino al contrario la liberación de la mirada para la más pura contemplación de lo divino. Pues en cuanto él no reconoce ningún tipo de poder divino en este mundo, excluye todo temor y esperanza, todo beneficio particular de la veneración a la divinidad y le deja sólo y eternamente su función original: la contemplación y veneración de lo divino en cuanto divino»[28].
De nuevo el contraste con el entorno histórico puede realzar el valor de la teoría epicúrea. Si uno reflexiona sobre la creciente superstición de la época helenística, sobre la ansiedad y la angustia que promueven el desarrollo de mil nuevos cultos, con sus credos y sus promesas de salvación trasmundana (a diferencia de la abstención de la religión olímpica), y de todos los violentos fanatismos de que estas creencias se rodean, en ese clima de irracionalismo senil, esta piedad epicúrea representa una expresión espiritual de amable paz.
VII


Para Epicuro, el fin del hombre es el placer, aunque nuestra palabra tiene un sentido menos amplio que la griega hêdonê y diferente del de la latina uoluptas, otra traducción inadecuada[29]. La diferencia de los campos semánticos, que hace impropia nuestra traducción de la palabra griega, es una pequeña dificultad más para tratar de definir una noción tan imprecisa y subjetiva como el significado subyacente a la palabra «placer». Si añadimos a esto las connotaciones sociales que puede tener el término —por ejemplo, en un ambiente puritano puede evocar la agradable violación de algún «tabú» molesto, que no existe en otras éticas más abiertas, como la griega—, podemos entender mejor la frase un tanto exagerada del sagaz Demócrito: «Pare todos los hombres el bien y la verdad son lo mismo, pero lo placentero es diferente para cada uno». (Fr. B 69 D.K). Lo más escandaloso del placer, cuando no va ligado a nociones como las de «pecado» o falta moral, es, sin duda, su carácter individual. Lo subjetivo del placer se manifiesta en la variedad de definiciones que de lo placentero se puedan dar.
El refrán popular que dice «de gustos nada hay escrito» se refiere a la difícil objetividad en este terreno. Las preferencias en este orden podrían ser casi personales. La cuestión de «¿Qué es para ti el placer?», en su respuesta, podría definir a muchos individuos. De ahí la necesidad de precisar este concepto cuando va a ser el centro de una teoría moral. Los tipos de placer, el tiempo y la intensidad de los mismos deben ser ordenados según un cierto patrón. Ya Sócrates en el Protágoras hablaba de buscar la felicidad mediante una ciencia que consistiera en la medición —symmétresis— del placer. Platón, en el Filebo y en el Gorgias, ha procurado superar el subjetivismo de las sensaciones placenteras y dolorosas sometiendo el placer a un criterio más objetivo: la verdad. Hablaba así de placeres auténticos frente a los inauténticos, y esa autenticidad del placer le venía conferida por su referencia última a la Verdad y al Bien, que son, según él, normas objetivas, Ideas a las que se refiere esta realidad y que deben configurar paradigmáticamente el orden social[30].
Aristipo, el predecesor del hedonismo, había obrado ingenuamente al respecto. Para él, el placer auténtico era el sensible, activo y momentáneamente actual. Sin embargo, si medimos por éste nuestra vida, el balance puede resultar muy negativo; pues conseguir este placer de modo continuo no está en nuestro poder, y es difícil que su cantidad pueda compensar el peso del dolor que se amontona en la vida de muchos hombres. De ahí que uno de los cirenaicos más consecuentes, Hegesias el Peisithánatos, predicara el suicidio con tan gran convicción y persuasión que sus charlas mortíferas tuvieron que ser prohibidas por una disposición oficial en el Egipto tolemaico.
Epicuro trazó algunas divisiones muy pertinentes para su teoría, como la de los placeres en movimiento y los perdurables en su estabilidad o catastemáticos, subrayando la mayor importancia de estos últimos frente a Aristipo. Distinguió también entre placeres naturales y necesarios, naturales y no necesarios, y ni naturales ni necesarios, distinción básica a la hora de escoger y ordenarlos. Una tercera división, la de placeres sensibles y espirituales, se halla también esbozada, aunque, por el carácter materialista de su psicología, sus acentos sean distintos de los de la división platónica. Una máxima muy importante (M. C. XX) habla de los placeres de la cama, que son insaciables, mientras que la inteligencia, que conoce las limitaciones de la vida humana, nos procura placeres completos para un tiempo limitado. Una división semejante, que tiene antecedentes platónicos (p. ej., Filebo 52 c-d), puede encontrarse redescubierta por algún psicólogo moderno, por ejemplo, en la distinción de Fromm[31] entre deseos naturales, que pueden satisfacerse fácilmente, y deseos irracionales o insaciables. Estos placeres naturales, que, como diría Aristóteles, consisten en «el desarrollo expedito de una actividad natural» (E. N. 1153 a), o, como diría Freud, son «el alivio de una tensión penosa», resultan la base mínima de la felicidad. «La esencia del bien —ha dicho W. James— reside simplemente en la satisfacción de un deseo». Pero aquí entra en juego el papel del sabio que conoce qué deseos deben y pueden ser satisfechos. El fin del placer es obtener la ataraxia, la paz feliz, la «santa serenidad». En esta moderación, que busca no la exaltación de los sentidos, sino la satisfacción tranquila de los deseos primordiales y la ausencia de dolor y de perturbaciones anímicas, podemos sentir un rasgo muy propio del pensamiento helénico. El paisaje austero de pinos, olivas y montañas del Ática está muy lejos de la fértil campiña de Síbaris. Los placeres de los filósofos del Jardín son sencillos y fáciles.
«El mayor placer está en beber agua cuando se tiene sed y comer pan cuando se tiene hambre» (D. L. X. 131).
A pesar de lo provocativo que resulta su rechazo de la retórica moralizante, provocación a veces buscada por sus punzantes expresiones, es notable lo acorde con la ética griega tradicional que resulta la predicación de Epicuro en algún punto; como en éste de la moderación, tan importante en el pensamiento griego, con su apreciación por la medida y la proporción. Se podría calificar de «apolíneo» el talante de la felicidad buscada por Epicuro —tal vez apuntando a un rasgo de carácter personal—; como opuesto a esa imposible felicidad «dionisíaca», más romántica, basada en el intenso placer de un instante supremo. Es el placer limitado y cotidiano el que da sentido a la vida, no la nostalgia del paraíso desenfrenado. Desde luego que en su rechazo del esfuerzo, de la actitud social competitiva y de la búsqueda de públicos honores y fama, significa un recorte de aquélla. Pero en otros temas la teoría de Epicuro significa sólo una inversión de términos éticos. Decía que «por el placer hay que preferir las virtudes, no por sí mismas, como la medicina por la salud», y que «sólo la virtud es inseparable del placer». (D. L. X. 138).
En el fondo se trata de una ética de resistencia al dolor, de buscar una felicidad natural que se encuentra amenazada por la ambición, el temor y otras vanidades. «El placer de que hablamos consiste en la ausencia de sufrimiento físico y de perturbación del alma» (D. L. X. 131). La definición del placer, que, según Epicuro (D. L. 128-129), es «el principio y fin de la vida dichosa» —arkhên kai télos légomen einai tou makariôs zên—, resulta notablemente negativa. La limitación de los placeres, a que nos lleva una inclinación natural, los hace fáciles de conseguir y estables (M. C. XV). «El pan y el agua dan el mayor placer si se toman por necesidad. Acostumbrarse a un modo de vida sencillo y sin lujo es bueno para la salud, hace al hombre resistente a las constantes exigencias de la vida y nos otorga un estado de ánimo superior en los momentos excepcionales en que disfrutamos de cosas costosas» (D. L. X. 131).
Cuanto menos dependa de los bienes externos, tanto más autárquica es nuestra felicidad. «El mejor fruto de la autarquía es la libertad» (S. V. LXXVII). «Felicidad y bienaventuranza no son fruto del dinero ni de la influencia de ni los honores o el poder, sino de la ausencia de sufrimiento, de la moderación de las pasiones y de un ánimo que contempla los límites del fin natural de la vida» (Plutarco, Vida de Demetrio, 34).
VIII


Una de las críticas más incisivas que pueden hacerse a la teoría que cifra la felicidad en el placer es la de su dudosa autarquía. En este punto los cínicos y los estoicos pueden destacar que la «virtud» es más independiente de las cosas externas que las sensaciones placenteras, que necesitan siempre de un objeto agradable. Contra ello, Epicuro tiende a fortalecer el factor subjetivo, el talante anímico como lo esencial, mientras que los objetos de los sentidos son pretextos elementales de la felicidad. La fuerza interior del alma puede superar cualquier obstáculo doloroso. La vida de Epicuro, que era, como algunos modernos filósofos entusiastas del placer, Nietzsche o William James, un enfermo grave, es un ejemplo de esta doctrina. «En este día verdaderamente feliz de mi vida, en que estoy en trance de morir, te escribo estas palabras. La enfermedad de mi vejiga y estómago prosigue su curso sin disminuir su habitual agudeza. Pero aún mayor es la alegría de mi corazón al recordar mis conversaciones contigo». Así empieza su última carta a un amigo íntimo conservada por Diógenes Laercio (Fr. 48).
Este sobreponerse al dolor físico mediante un factor espiritual, la memoria como capacidad de recordar los momentos felices y de superar el presente mediante esa presentación de un feliz pasado, subraya la autarquía del espíritu humano frente a su circunstancia física inmediata. Así como contra los dolores físicos pueden movilizarse las representaciones psíquicas, se hace preciso combatir las perturbaciones del ánimo mediante otras representaciones que nos aporten la deseada serenidad.
Contra la angustia y el temor a la muerte ha escrito largamente Epicuro. En este combate contra los fantasmas terroríficos del más allá desconocido, contra el temor a los dioses infernales, han visto Lucrecio y otros uno de los méritos más claros del maestro. Es curioso que a los griegos les ha asustado sobre todo la creencia en unos posibles castigos ultraterrenos, no la perspectiva sombría de la aniquilación total.
Eurípides ya notaba que la nada puede ser un agradable reposo después de la muerte. Epicuro ha insistido en el argumento —de origen sofístico, como puede verse en el Axioco pseudoplatónico— de que la muerte es la insensibilidad. «La muerte, el más terrible de todos los males, no supone nada para nosotros; mientras vivimos no existe la muerte, y, cuando acude en nuestra busca, nosotros ya no estamos» (Ep. Men. 125). Este oudén pros hêmás, «nada para nosotros», de la muerte supone una teoría física del cuerpo y alma, y de la muerte como disolución, que Epicuro encontró ya expuesta en el atomismo.
El placer de Epicuro no es, sin embargo, más que subjetivo; su verdad no depende más que del sentimiento individual; es el placer de un filósofo que no pretende cambiar el orden social, sino que renuncia al ágora y se refugia en su jardín. Esto es lo que más nos escandaliza en la palabra «placer», que, sin embargo, se refiere a algo que todos admitimos en nuestra vida particular como integrante de la felicidad deseada cuando se relaciona con la teoría moral. La moral es un elemento que confiere estabilidad a la estructura de relaciones sociales; el placer, por el contrario, parece oponerse a la cohesión social y remitirnos a nuestro aislamiento individual. Placer es anarquía[32]. Y una sociedad basada en la moral del placer sería una sociedad de un egoísmo desordenado. No sólo porque el placer basado en nuestras sensaciones nos remite a nuestra individualidad. A veces el placer puede aumentarse por la inserción en un grupo humano muy amplio. El bávaro que bebe cerveza en un barracón de la feria de octubre de Munich siente aumentada su alegría por el hecho de hallarse rodeado de varios miles de bebedores de cerveza, y los «fans» de un conjunto musical o los «hinchas» de un equipo deportivo pueden aumentar su placer al gritar en una aglomeración muy numerosa.
También la compañía causa placer, y el instinto gregario del animal humano se satisface en la reunión social. La sociedad es una de las causas mayores de placer, indudablemente; pero la inestabilidad de la relación entre una y otro impone someterse a una serie de reglas objetivas harto complicadas. La represión de placer que la sociedad impone es algo que Freud y H. Marcuse han subrayado hoy con una profundidad psicológica y sociológica que Epicuro no sospechaba, pero que alude siempre a la oposición fundamental entre placer individual y cohesión de la estructura social. Éste es, sin embargo, el problema básico de toda teoría hedonista, y puede encontrarse planteado claramente ya en Hobbes y Spencer, para quienes el placer individual se halla mediatizado por el bienestar colectivo y puede obtenerse a través de éste. Para explicarnos por qué Epicuro no se ha planteado este problema podemos tal vez pensar que no esperaba modificar la sociedad y que su filosofía se dirigía a unos pocos quienes, apartados, observan (como en Lucrecio II, 1-4) las tempestades del mar desde su abrigo en tierra.
IX


Se ha subrayado alguna vez[33] que Epicuro coloca, en el lugar dejado vacante por la justicia, a la amistad como vínculo de unión entre los hombres. La amistad, philía, era ciertamente una de las virtudes más preciadas de los griegos desde la tradición homérica a Platón y Aristóteles. Aunque en nuestro mundo el papel de la amistad se ha depreciado en gran medida, todavía en la retórica moralizante de origen cristiano ocupa el amor fraterno, afecto universal que vincula a los humanos, un papel ético básico. En este punto la philía de los filósofos helenísticos —de los epicúreos, y también de los estoicos, que insistían en la simpatía del cosmos y en especial de la fraternidad universal, por ser todos los hombres hijos de un único Dios— ha sido un prenuncio de la ágape o amor cristiano.
Frente al aprecio por este sentimiento, el amor pasional o eros es condenado por Epicuro como causa de desórdenes, falsas ilusiones y sufrimientos. Ese amor pasión[34] es un afecto irracional y maniático frente a la amistad, «cuya adquisición es con mucho el mayor aliciente que ofrece la sabiduría (sophía) para la felicidad de la vida entera» (M. C. XXVII).
Puede pensarse que la adquisición de amigos tiene una finalidad egoísta. Pero frente a ese egoísmo, que encaja en la autarquía del sabio feliz, hay un auténtico énfasis en el valor de la amistad. Los epicúreos ejemplificaron en la práctica este principio. Epicuro dice que el sabio «estará dispuesto incluso a morir por un amigo» (D. L. 121 b). Esta disposición al sacrificio por los amigos puede ser un riesgo contra la imperturbabilidad de ánimo, inconsecuencia doctrinal que paradójicamente nos acerca más al filósofo; del mismo modo, el ceremonioso Confucio escandalizaba a sus discípulos llorando a su amigo predilecto mucho más largo tiempo del señalado en las normas y etiquetas que él mismo había compuesto[35].
Sustituir la justicia por la amistad parecerá tal vez más humanitario; sin embargo, reemplazar la idea objetiva de un orden social definido por una entidad subjetiva y de base sentimental como la amistad, siempre con tendencias individuales, es un grave riesgo de perturbación moral. El cristianismo, al menos en ciertos momentos, ha predicado también una utópica sociedad basada en el amor fraterno; pero medir hasta qué punto la práctica histórica de la doctrina no ha hecho de este ideal una escandalosa hipocresía nos apartaría ahora demasiado de nuestro tema. Lo que nos interesa subrayar es lo que esto supone de alejamiento de toda política. La palabra philía tiene matices políticos en Platón, que la usa en una acepción semejante a las de symphônía y homónoia[36], como «concordia» en algunos pasajes de la República, y en Aristóteles, que insiste explícitamente en la philía politikê. Reaccionando contra estas acepciones, el Jardín da al sustantivo philía un carácter más universal. Una célebre máxima (S. V. 52) recalca este valor con unos tonos que recuerdan las iniciaciones mistéricas: «La amistad baila la ronda por el universo invitándonos ya a todos a despertarnos para la felicidad». La mención del universo, la ecúmene, como ámbito de esta filantropía es un rasgo histórico que señala cómo, después de Alejandro, el viejo marco de la ciudad había sido superado en un cosmopolitismo nuevo para el mundo griego que la filosofía helenística difundirá. Esta amistad, que va unida a la sabiduría y es una virtud necesaria para la felicidad, está disociada de la vida política, como otras virtudes universales de la época del helenismo.
X
En la filosofía de Epicuro hay algunas aparentes paradojas: la moral del placer desemboca en un frugal ascetismo, y la universalidad de la amistad epicúrea acaba reduciéndose al marco de un retirado jardín. Es una ética de limitación y renuncia en la que se anticipa una distinción que luego el estoico Epicteto hace famosa: saber qué cosas dependen de uno mismo y cifrar en ellas la felicidad. Esta autarquía del sabio, que ve las tormentas y naufragios del mundo desde su seguro retiro, es la respuesta a una dura lucha. El combate contra el escepticismo por un lado y el determinismo por otro, contra las dudas y terrores supersticiosos, es una postura defensiva.
Para obtener la visión de conjunto que es su filosofía, Epicuro ha procurado fundarse siempre en unos elementos mínimos: los átomos en la materia, las percepciones sensibles en el conocimiento, los significados básicos y primarios en las palabras, las sensaciones placenteras en la moral y el bien del individuo en la sociedad. En esta búsqueda de elementos mínimos básicos se dibuja la desconfianza del filósofo por las síntesis trascendentes: no hay Ideas, ni Providencia, ni Finalidad a la que estos elementos deben subordinarse. El epicúreo no quiere arriesgarse[37].
En un mundo azaroso tampoco la vida humana tiene finalidad. Intrascendente es la ética del placer, sin retórica y sin valores absolutos. En su egoísmo, la cotidiana minucia del vivir humano no se somete a nada superior; el epicúreo es libre y procura gozar de lo que le es dado. En un mundo hostil recela la vanidad de las grandes palabras y de las pasiones y los ideales. El sabio, en cambio, sabe gustar las pequeñas alegrías: el pan, el queso fresco, el agua para la sed, los placeres fáciles y el paseo y la charla con los amigos. Del sufrimiento físico se consuela evocando otros momentos agradables, y la fuerza de su ánimo le proporciona la serenidad ante la inevitable disolución de sus átomos.
Epicuro despreciaba las ansias irracionales de la muchedumbre. Despreciaba también la cultura retórica. «Toma tu barca, hombre feliz, y huye a velas desplegadas de toda forma de cultura», escribe a Pitocles[38]. Toda cultura que no contribuye a la tranquilidad del alma ni procure consuelo o placer es inútil. Es sintomático de nuestro filósofo este desprecio de la paideia, tan ligada a la estimación general en el mundo griego.
Para explicárnoslo podríamos recurrir a la experiencia personal de Epicuro en la situación cultural de su época, triste tiempo de decadencia en que muchos ideales se habían convertido en fórmulas amaneradas y «clichés» retóricos. Pero él señalaba cómo el estudio de la naturaleza y la dedicación a la Filosofía ayudan a vencer el temor, que amenaza al hombre, y le proporcionan alegría y placer. «En las demás ocupaciones cuesta grandes trabajos recoger el fruto una vez cumplida toda la labor; pero, en el ejercicio de la sabiduría, tal placer va a la par con el conocimiento. Pues no se goza después de haber aprendido; se aprende y se goza juntamente» (S. V. 27).
Con el materialismo atomista, Epicuro podía liberarse del temor a la muerte, destacar el valor del hombre y de su libre voluntad; con su creencia en la libre voluntad de sabio y en la fácil felicidad independiente de los acontecimientos exteriores, Epicuro, entre las tapias de su jardín, rodeado de sus amigos, enseñaba a libertarse de todos los fantasmas que oscurecían la vida del hombre. Desengañada y valiente desesperanza. Limitado horizonte, en el que enseñaba a ser sabio y «reírse de la Fortuna» (D. L. X. 133), paisaje de «alimentos terrestres» para la moderada felicidad moral, única felicidad por la que el hombre debe arduamente luchar y que, según Epicuro, el verdadero filósofo puede conquistar con facilidad.
Es ésta una filosofía melancólica y desilusionada, que intenta la sonrisa y evita el tono trágico. Una filosofía que no está dirigida a todo el mundo, sino a unos pocos hombres cansados y meditativos, esos pocos felices, los «happy few»; que se sientan en un recodo del camino, saborean la brisa y otean un lejano paisaje turbulento mientras cae la tarde inevitable.



Notas


[1] Diógenes Laercio (X, 27) ofrece una lista de los títulos de sus obras más importantes, después de anotar que Epicuro había superado a todos los demás filósofos en la cantidad de libros escritos (polygrafótatos). <<
[2] Hegel en pág. 387 del tomo II de la Historia de la Filosofía, tr. esp. de W. Roces, México, 1955 (la 1.ª ed alemana es de 1833). Desde el punto de vista de su propia filosofía, la indignación moderada de Hegel es comprensible. En su exposición hay otros interesantes datos: «Cabe afirmar, sin miedo a equivocarse, que Epicuro es el inventor de la ciencia empírica de la naturaleza, de la psicología empírica» (pág. 3). Más adelante, criticando la teoría del conocimiento, anota: «No es necesario que nos detengamos más tiempo en estas palabras vanas y en estas representaciones vacías; no es posible que sintamos el menor respeto por los conceptos filosóficos de Epicuro; mejor dicho, no se encuentra en él concepto alguno» (Pág. 395). Hegel es injusto con Diógenes Laercio: «A pesar de la prolijidad con que habla de este pensador, esta fuente no puede ser más vacua» (pág. 378). Con todo, su exposición crítica es, en muchos casos, excelente. Pueden verse también las páginas que K. Marx dedica a «Hegel y Epicuro». (K. M. Différence de la Philosophie de la Nature chez Démocrite et Epicure, tr. fr. 1970. pp. 319-332), que critican profundamente la exposición filosófica de Hegel. <<
[3] En una carta que el emperador Juliano (hacia 360 d. C.) como Pontífice Máximo dirige al Sumo Sacerdote de Asia Menor sobre las lecturas convenientes a los sacerdotes, les prohíbe la lectura de libros epicúreos o escépticos: «Que no vean ningún escrito de Epicuro ni de Pirrón. Pues ya han hecho bien los dioses al destruirlos, de tal modo que ya se perdieron la mayoría de estos libros. Si bien nada impide que se los cite como ejemplo de la clase de libros de que deben apartarse los sacerdotes. Y si nos referimos a los libros, mucho más a tales pensamientos». Carta 89 b, 301 c.d. (ed. Bidez-Cumont). <<
[4] Fr. 2 Chilton. <<
[5] Aunque aquí hemos citado esta obra en su traducción francesa, que es más completa por contener una amplia introducción y los «trabajos preliminares», existe una reciente versión española. Cf. nuestra nota bibliográfica. <<
[6] Lenin Cahiers philosophiques, París, 1955, 245. <<
[7] Dynnik La dialectique d’Épicure, en págs. 329-336 de Actes du VIIIe. Congrès de l’Association Guillaume Budé, París, 1968 (publicado en 1969; en adelante, citado sólo como Actes). <<
[8] Cf. el artículo muy claro de Aubenque «Kant et l’épicurisme», en Actes, págs. 293-303. <<
[9] Las notas y apreciaciones de Nietzsche sobre Epicuro revelan una íntima simpatía por el viejo filósofo. Cf. p.e. en Humano, demasiado humano, máx. 275, id. II, 2,7, 192, 227, 275, 295; La Gaya Ciencia, máx. 45, 305, 375, etc. <<
[10] En Bonnard Civilisation grecque, tome III, D’Euripide à Alexandrie, Lausana, 1959, el último capitulo está dedicado a Epicure et la salut des hommes, considerándolo como un colofón digno de la sabiduría antigua. Es lo mismo que ya había dicho Diógenes Laercio. Farrington La rebelión de Epicuro, tr. esp., Barcelona, 1968 (el original inglés, The Faith of Epicurus, es de Amsterdam, 1966). <<
[11] Actes, pp. 45-53, y 354-62, respectivamente. <<
[12] Merlan L’univers discontinu d’Épicure, en Actes págs. 258-263. <<
[13] Desde luego, la distancia entre las concepciones intuitivas de los antiguos y las de la ciencia moderna es enorme. Simplificamos también al hablar de la estructura discontinua del atomismo, ya que la teoría de las ondas desarrollada por L. de Broglie y otros debe ser considerada como un intento de superación de este problema. Para una breve y clara consideración puede verse el libro de Heimendahl Física y Filosofía, Madrid 1969, especialmente caps. III, V, y VI (Teoría atómica y Física atómica).
El reciente artículo de B. Kouznetsov «Einstein et Epicure» en la rev. Diogène, nº 81 (París, 1973), pp. 48-73, es de una notable claridad en su exposición al comparar la visión atomista del filósofo griego, su finalidad ética y su concepción del universo con la de Einstein. Recuerda también anecdóticamente cómo A. Einstein prologó la traducción alemana de Lucrecio, De natura rerum, ed. H. Diels, Berlín, 1923. <<
[14] Ludwig Marcuse en págs. 162-192 de Pesimismo, un estado de la madurez, Buenos Aires, 1956 (Tomistas, marxistas y la constelación de nuestros naturalistas), subraya la tendencia actual de algunos científicos, basados en un prestigio adquirido en un dominio de su especialización, a exagerar fuera de su campo de estudio: así el físico que de pronto emite sus opiniones tajantes sobre Dios, o el ginecólogo que se descubre director espiritual, son ejemplos de una de las sofisticaciones corrientes en nuestra época. <<
[15] Para Epicuro la oposición entre cuerpo y alma no es la de corpóreo frente a incorpóreo. Por eso al referirse al cuerpo en sentido estricto Epicuro utiliza en lugar del término griego soma, el de sarx «carne». Así, p.e. habla de los «placeres de la carne» frente a «los de la mente». Este uso lingüístico ofrece un claro paralelismo con el de los primeros cristianos. (Cf. De Witt, p. 225). <<
[16] E. Fromm en su obra con ese título, aunque sus referencias históricas sean a otras épocas, y Dodds en Los griegos y lo irracional, tr. esp. Madrid, 1960. <<
[17] J. M. Rist, Epicurus, Cambridge, 1972, p. 5. <<
[18] íd. p. 6. <<
[19] De Witt, Epicurus, 1964, pp. 89-105; Farrington, o.c. p. 29-30. <<
[20] De Witt en su libro ya citado (pp. 89-105) describe la organización de la escuela epicúrea con exagerada precisión. Por otra parte subrayemos que si Epicuro ha sido «el más calumniado tal vez de los personajes de la historia antigua» (De Witt), esto no se debe sólo a sus enemigos ideológicos, sino también a la interpretación popular escandalizada ante ese retiro privado. <<
[21] La Gaya Ciencia, máx. 45. <<
[22] Cf. Guthrie, A History of Greek Philosophy III, Cambridge, 1969, 290 ss. Sobre Sócrates puede verse el libro de Vives Génesis y evolución de la ética platónica, Madrid, 1970,131 y ss. <<
[23] Festugière al principio de Épicure et ses dieux, París, 1968, 2ª ed. (Hay trad. esp. en ed. Eudeba. Buenos Aires, 1960). <<
[24] Hay una cierta analogía entre las críticas de Platón y de H. Marcuse en contra de un progreso únicamente material que acaba por esclavizar al individuo; aunque los presupuestos de ambos pensadores sean en muchos puntos opuestos. Para citar sólo un breve pasaje de la obra de Marcuse, autor que suele repetirse con frecuencia, creo que viene a cuento el Prefacio político de 1966 a Eros y civilización (publ. en esp. en Psicoanálisis y política, Barcelona, 1969), cuando dice (página 133): «La liberación de las necesidades instintivas de paz y de tranquilidad, del Eros auténtico y ‘asocial’, presupone la liberación de la opulencia represiva: una inversión de la dirección seguida por el progreso». Sobre el enfrentamiento entre Platón y Dionisio merece leerse el libro, novelado y agudo, de Ludwig Marcuse, a quien no conviene confundir con su homónimo antes citado, Plato und Dionys. Geschichte einer Demokratie und einer Diktatur, Berlin, 1968. <<
[25] Farrington o.c., 111. <<
[26] P. Nizan, Los materialistas de la Antigüedad, tr. esp. Madrid, 1971, p. 20. <<
[27] A. Pasquali, La moral de Epicuro, Caracas, 1970 pp. 103-104. Pero véase más adelante el comentario dedicado a «los dioses» en p. 194, donde volvemos con otras precisiones sobre el tema.
Citemos aquí la sentencia de Marx, ingeniosa: «No obstante, estos dioses no son una invención de Epicuro. Han existido. Son los dioses plásticos del arte griego» (o.c., p. 246).
Y una de las consideraciones sagaces y ladinas de Nietzsche, que no nos resistimos a citar por entero, en gracia a su ingeniosidad, en Humano, demasiado humano (II, 2. 7) «Dos maneras de consolarse: Epicuro, el hombre que calmó las almas de la antigüedad moribunda, tuvo la admirable visión, tan rara hoy, de que, para el descanso de la conciencia, no es completamente necesaria la solución de los problemas teóricos últimos y extremos. Por eso le bastó con decir a las gentes a quienes atormentaba la inquietud de lo divino: “Si hay dioses, éstos no se ocupan de nosotros”, en lugar de discutir inútilmente sobre el problema último de saber si, en definitiva, hay o no dioses. Esta posición es mucho más favorable y más fuerte: se cede unos pasos al adversario, y así se le obliga a escuchar y a reflexionar. Pero desde el momento en que se constituye en el deber de demostrar lo contrario, a saber, que los dioses se ocupan de nosotros, ¿en qué laberintos y en qué malezas no ha de extraviarse el infeliz, por su propia culpa y no por la astucia del contrario, a quien le basta con ocultar, por humanidad y delicadeza, la piedad que le inspira este espectáculo? A la postre, el otro llega a sentir hastío, el argumento más fuerte contra toda proposición, el hastío de su propia opinión: se enfría y se aleja en la misma disposición de ánimo que el puro ateo: “¿Qué me importan a mí los dioses? ¡Que se vayan al diablo!”. En otros casos, particularmente cuando una hipótesis semifísica, semimoral, había ensombrecido la conciencia, Epicuro no refutaba esta hipótesis, sino que admitía que hubiese una segunda hipótesis para explicar el mismo fenómeno, que quizás las cosas pudieran suceder también de otra manera. La pluralidad de las hipótesis basta también en nuestro tiempo, por ejemplo, cuando se trata del origen de los escrúpulos de conciencia, para arrojar del alma esa sombra que nace tan fácilmente de los refinamientos sobre una hipótesis única y, por lo tanto, demasiado manoseada. Por consiguiente, el que quiera llevar consuelo a los infortunados, a los criminales, a los hipocondríacos, a los moribundos, no tiene más que acordarse de los dos artificios calmantes de Epicuro, que pueden aplicarse a muchos problemas. En su forma más sencilla, se expresarían en estos términos: primeramente, suponiendo que sea así, esto no importa; en segundo lugar, puede ser así, pero puede también ser de otro modo». <<
[28] W. F. Otto, «Lust und Einsicht: Epikur», (publ. en Die Wirklichkeit der Götter, Hamburgo, 1963), pp. 4243. <<
[29] Cf. Merlan, Studies in Epicurus and Aristotle, Wiesbaden, 1960, y Farrington o.c. 179. <<
[30] Cf. H. Marcuse, Zur Kritik des Hedonismus, ahora en Kultur und Gesellschaft I, Francfort, 1968, págs. 128 ss., especialmente 142 ss (hay trad. esp.). Sobre el placer según Platón, puede verse un capítulo bastante claro en Grube, Plato’s Thought, Londres, 1970, 51-86. <<
[31] Fromm, Ética y psicoanálisis, tr. esp. Mexico, 1966, 186, añade un tercer tipo de placer, el goce, placer productivo del reino de la abundancia, más allá del placer-satisfacción del reino de la escasez. Es significativo que Epicuro haya tratado muy poco de ese tipo de placer (mental, estético, etc.); ya que reviste un carácter lujoso frente a la austeridad del filósofo ateniense. En griego corresponde, creo, a la palabra terpsis, y podría recordarse aquí la división de Pródico entre hédesthai y euphraínesthai en Prot. 337 b. Esta división de Pródico la recuerda también Aristóteles en Top. II 6, 112 b 22. <<
[32] Lo cual no es de por sí ninguna refutación a la teoría epicúrea, como parecen creer algunos (p. ej., Watson en su algo torpe libro Teorías del placer, tr. esp., Buenos Aires, 1966, 49-71). A Epicuro la jerarquía social no le preocupaba. <<
[33] P. ej., Farrington, o. c. <<
[34] Cf. Flacelière, Les Épicuriens et l’amour, en Rev. Ét. Gr. LXVII 1954, 69-81. <<
[35] Cf. Étiemble, Confucius, París, 1966, 93. <<
[36] Cf. Tuilier, La notion de philía dans ses rapports avec certains fondements sociaux de l’épicurisme en las citadas Actes, págs. 318-329. Sobre la relación entre eros y philía, el libro clásico es el de Nygren Eros und Agape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe, Gütersloh, 1930-1937 (acaba de aparecer una trad. esp. de la primera parte). Respecto de la amistad, me parece interesante la observación de Boyancé Épicure, París, 1969, 54-55: «Siempre la misma oposición entre una visión casi cínica de los orígenes, de las raíces, y una visión delicada y refinada de las flores y frutos, que hemos descubierto también en la teoría del placer». <<
[37] «El hedonismo minimiza y degrada así la relación del hombre con la naturaleza entera (J. L. Aranguren enuncia esta opinión como de X. Zubiri; cf. Ética, R. de O. Madrid, 1965, pág. 215), pues la existencia en el mundo se reduce a un ceremonial de tanteos cuya meta absoluta resulta ser la simple ausencia de turbación, la ataraxia. En definitiva, el epicureísmo tiene por eje implícito lo que el psicoanálisis de orientación rankiana llamaría trauma de nacimiento, y toda su ascética tiende a devolver al hombre la ausencia de dolor característica de la vida intrauterina, porque allí, en el líquido medio donde el feto espera sin conciencia, reina indiscutido el principio del placer». Estas líneas, y las que las siguen, en el libro de Escohotado Marcuse. Utopía y razón, Madrid, 1969, 163-ss., son una crítica bastante profunda del epicureísmo y de lo que de hedonismo puede haber en la filosofía de L. Marcuse. Hay en ellas, sin embargo, una excesiva dosis de simplificación a fin de facilitar la crítica, que se hace desde ciertos supuestos éticos o gnoseológicos que un hedonista discutiría, al tiempo que se olvida la circunstancia histórica. Por otra parte, la alusión al trauma de nacimiento no me parece del todo acertada, puesto que el epicúreo, después de conocer la realidad, no espera regresar a parte alguna. Es curioso que el mismo Rank, al buscar un precedente filosófico de su teoría, lo encuentre en el platonismo y su búsqueda de un más allá, de donde el alma procede (Le traumatisme de la naissance, París, 1968 170-185). Creo que, puestos a citar algún término psicoanalítico, el «instinto de muerte» de Freud convendría mejor a la renunciación a la praxis de Epicuro. Ya León Robin en La moral antigua, tr. esp. Bs. Aires, 1947, p. 142, concluía: «Epicuro no ha visto mejor medio de asegurar la felicidad que ahorrarle todos los riesgos». <<
[38] Fr. 163 Us. (Fr. 9); cf. Festugière, o.c., p. 26 ss. <<




PUNTO Y APARTE


EX-PRESIDENTE AGGGGGG!.....ASCO!DOCTOR AGGGG! A Toledo Odebrecht le dió 20 millones y a AG / Olmos nada o sólo un milloncito?.

















Episodio V: El fujimorismo contraataca l El Cacash





Derecha usó a niño humilde de Petare para hacer molotov y tomarle la foto





¡Estas son las dos caras del PaJulio Borges!





Vea por qué a Julio Borges no lo quiere ni su madre (+traiciones)





Así se monta una operación de falsa bandera en Irak y en Venezuela





La banalización de la maldad por Lilian Tintori




Mire lo que hace la derecha mientras Maduro y el Papa llaman a la paz





Pussy Riot - Make America Great Again





Green Day - Troubled Times





Mac DeMarco - Blue boy





Marilyn Manson - Coma White





Mac DeMarco - For The First Time





Pussy Riot - Virgin Mary, put Putin Away





Mac DeMarco - Freaking Out The Neighbourhood





No Vacation - Dræm Girl





LEÑO VERDE - CACHARPACHA DEL INDIO




Corazon Adolorido - Huayno




Inti Raymi - Fiesta del sol en Sacsayhuaman




Kausachum Cusco - Orgulloso de ser Peruano




Mama Criso (Crizo) arreglos Rodolfo el Zurdo




Hasta siempre comandante - El Che





PAJARO CAMPANA - CHOGUI GALOPERAGRUPO LA VUELTA ANDINA )Serenatas Musica Andina




FIESTA EN CORRALEJAS ( GRUPO LA VUELTA ANDINA )




Sumac Pacha - Me voy pa'l Pueblo






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