Metodología para el
conocimiento del mundo: cómo deshacerse del marxismo
[Entrevista a Michael Foucault con Ryumei Yoshimoto, 1978.]
—Como hoy se me ha brindado la oportunidad
de conocerlo, me gustara interrogarlo sobre aquello que, entre mis centros de
interés, puede suscitar su atención y constituir de tal modo un punto de
contacto. Quiero decir que me atendré a ello. En lo que se refiere a temas
específicos, creo que, a pesar de todo, es difícil encontrar un terreno de
coincidencias: me gustaría, pues, interrogarlo sobre lo que podría sernos más
común.
—Ya
he oído hablar de usted y su nombre se ha mencionado a menudo en mi presencia.
Estoy, por tanto, muy contento y honrado de verlo hoy aquí. Por desdicha, como
sus libros no se han traducido ni al francés ni al inglés, no tuve la oportunidad
de leer directamente su obra, pero me dije que podía, sin duda, tener puntos
comunes con usted. En efecto, el señor Hasumi me hizo una suerte de síntesis de
su trabajo y me proporcionó algunas explicaciones: hay cosas sobre las cuales
me gustarían algunas aclaraciones y tengo la impresión de que compartimos dos o
tres centros de interés. Está claro que no me enorgullezco por eso, pero no
cabe duda alguna de que abordamos temas similares. Yo también tenía la intención
de hacerle algunas preguntas. Temo, empero, que sean bastante sumarias y le
ruego que me perdone por ello.
—Al leer sus obras, en particular Las
palabras y las cosas, procuré encontrar un punto de contacto, algo que me
interesara en este momento y que abarcara un conjunto. He pensado en el
siguiente tema, aun cuando se lo pueda formular de diferentes maneras: ¿cómo
deshacerse del marxismo? O: ¿cómo no deshacerse de él? Se trata de una cuestión
sobre la cual reflexiono y que me cuesta un tanto dilucidar, en este mismo
momento. Usted mencionó el marxismo en un pasaje de su libro Las palabras y las
cosas. Y dice más o menos esto: el marxismo propuso, en el marco del
pensamiento del siglo XIX, una problemática que se opone a la economía
burguesa o clásica; ahora bien, esa problemática está inmersa por completo en
el modelo intelectual totalizador de aquel siglo; el marxismo se mueve en el
pensamiento del siglo XIX como un pez en el agua, y en otros lugares deja de
respirar; el marxismo hace profesión de cambiar el mundo, pero carece de los disposiciones
necesarias para ello; en suma, el marxismo está perfectamente integrado al
pensamiento del siglo XIX. Este pasaje me resultó de sumo interés.
Paralelamente, usted menciona los aportes más importantes del pensamiento del
siglo XIX, incluido el marxismo. Ante todo, ese pensamiento destacó la
historicidad de lo economía. A continuación —no estoy seguro de haber
comprendido bien— planteó el problema de los límites del valor del trabajo
humano. Y por último, inscribió el plazo de un fin de lo historia. Usted afirma
que estos son problemas que, planteados por el siglo XIX, siguen ocupando a la
posteridad.
En este momento, yo mismo me hago lo
siguiente pregunta: ¿podemos o no deshacernos del marxismo? He entendido su
manera de proceder. En mi caso es un poco diferente. Y me gustaría que
intercambiáramos algunas ideas al respecto.
Hay otra cosa que me interesó: el marxismo,
según sus palabras, está perfectamente inmerso en lo disposición arqueológica
de un pensamiento totalizador y no lo desborda en modo alguno. Este punto de
vista es muy estimulante y yo coincido por completo con él. Pero, en mi opinión,
esto no constituye un defecto del marxismo o del pensamiento de Marx, sino una
cualidad. El hecho de que el marxismo o el pensamiento de Marx estén en una
continuidad con la economía clásica, sin haberse librado de ella, ¿no es más
bien positivo? En otras palabras, me parece que si aún hoy el pensamiento de
Marx brinda posibilidades, es porque no se deshizo de la economía clásica.
Creo que hay ciertos matices que diferencian
el pensamiento de Marx del pensamiento de su colega Engels. Para resumir esquemáticamente
el primero, en la base hay una filosofía, de la naturaleza; por encima de ello,
un análisis histórico (en términos de historia de la naturaleza) de la
estructura económica y social y, para terminar, en la cumbre tiene su trono
todo un dominio de la teoría hegeliana de la voluntad. Hegel entendía por ello
todo un conjunto, ya se tratara del derecho, del Estado, de la religión, de la
sociedad civil y, por supuesto, de la moral, la persona y la conciencia de si.
Ahora bien, me parece que Marx consideró que ese dominio de la teoría hegeliana
de la voluntad se apoyaba en un análisis de la sociedad realizado desde el
punto de vista de la historia de la naturaleza. Ese tratamiento significa que
Marx no se deshizo de Hegel: no la liquidó ni lo excluyó, sino que la preservó
integramente como objeto de análisis. A mi criterio, en Engels las cosas son un
poco distintas. En el encontramos, en la base, el concepto de historia de la
naturaleza y, por encima, la historia de la sociedad. Creo que Engels
consideraba que el conjunto de los dominios abarcados por la teoría hegeliana
de la voluntad podía darse por añadidura. Al proceder de ese modo, Engels se deshizo
hábilmente de Hegel. Es decir que estimó que todos esos problemas —voluntad
individual, conciencia de si, ética o moral individual— eran desdeñables en
cuanto motores de la historia. Para él, la historia era movida por un pueblo
entero o por las voluntades de las clases que lo componen. Debió de decirse que
las voluntades individuales no merecían ser atendidas y que bien podía
prescindir de ellas.
Así, a diferencia de Marx, Engels reorganizó
con habilidad la Fenomenología del espíritu, distinguiendo entre la que concibe
a los individuos y lo que concome a la comunidad. Y en cuanto al factor
determinante de la Historia, estimó que se podía pasar por alto la voluntad o
la moral individual, es decir la moral personal, bajo el pretexto de que era un
factor totalmente aleatorio. A mi modo de ver, el hecho de que Marx no se
deshiciera de Hegel y mantuviera intacto el sistema de la teoría de la voluntad
que había tentado a este constituyó siempre un problema importante.
No he dejado de preguntarme: ¿la tabla rasa
que Engels hace de Hegel no entraña en alguna parte un defecto? ¿Y cómo se
puede superar ese defecto y aplicarlo a nuestra época? Me pareció importante
separar el dominio de la teoría de la voluntad en tres niveles: en primer lugar
lo que llamaré dominio del fantasma individual; a continuación, el dominio —sociológico
y etnológico— de la familia, el parentesco y el sexo, es decir el fantasma
dual, y por último el que engloba el fantasma colectivo. Con la idea de que al
separarlos de tal modo se podía sacar partido de lo que Marx no había querido
liquidar de Hegel, traté de profundizar la cuestión.
Ese es el tema sobre el que querría
interrogarlo. Cuando se trata de saber qué problema queda una vez que uno se ha
librado de Marx, creo comprender que usted excluyó por completo de la
consideración general o, en otras palabras, de la metodología para el
conocimiento del mundo, todo el territorio abarcado por la teoría hegeliana de
la voluntad. Y, una vez que lo suprimió de la concepción general, juzgo que se
trataba de problemas particulares y oriento sus investigaciones hacia la
historia del castigo o la historia de la locura. Me parece que de ese modo
usted excluyó de su concepción general la teoría hegeliana de la voluntad, al
transformar íntegramente ese dominio, que para Hegel constituía una gran
interrogación, en temas individuales.
Por otra parte, hay algo que me pareció
característico al leer Las palabras y las cosas: me preguntaba si usted no había
negado por completo el método consistente en buscar detrás de una expresión de
cosas o de palabras el núcleo del sentido, y si no planteó como problema esa
actitud negadora. Supongo que esta problemática viene de Nietzsche.
Con referencia a la cuestión de si la
historia tiene una causa y un efecto y si la voluntad humana es realizable,
Nietzsche explica que la concepción de que una causa produce un efecto sólo es
posible en un nivel semiológico, que la historia misma no tiene ni causa ni
efecto y que no hay vínculo de una a otro. Creo que con ello Nietzsche propone
la idea de que la historia no se debe sino al azar, que es una concatenación de
acontecimientos producidos por azar y que no hay en ello ni concepto de
progreso ni regularidad. Me parece que el proceder que usted sigue es similar.
Por mi parte, intento preservar el dominio de la teoría hegeliana de la
voluntad y, de tal modo, aproximarme más a Marx, es decir, a las leyes históricas
de la sociedad, en tanto que usted parece haberse librado completamente de eso.
Tras lo cual, entre las innumerables series de problemas que se producen por
azar, sin causa, ni efecto, ni vínculo, usted distingue una que podría darle un
enfoque de la historia. Supongo que esa es su idea. Me gustaría mucho escuchar
un análisis más profundo sobre el tema, y creo que me resultaría muy
instructivo.
—En
vez de responderle globalmente, y como ha abordado varias cuestiones, me parece
preferible considerarlas una tras otra. Ante todo, estoy extremadamente
contento y agradecido al comprobar que mis libros han sido leídos y
comprendidos de manera tan profunda. Lo que usted acaba de decir muestra a la
perfección la profundidad de esa lectura. Por otra parte, es indudable que
cuando vuelvo a Las palabras y las cosas
siento una especie de disgusto. Si lo escribiera hoy, el libro adoptaría otra
forma. Hoy, mi manera de razonar es otra. Ese libro es un ensayo más bien
abstracto y limitado a consideraciones lógicas. Visto que en lo personal me
atraen mucho los problemas concretos como, por ejemplo, la psiquiatría o la
prisión, hoy juzgo conveniente partir de ellos para provocar algo. Pues bien, ¿qué
hay que poner en evidencia sobre la base de esos problemas concretos? Lo que
deberíamos llamar un “nuevo imaginario político”. Mi interés radica en suscitar
esa nueva imaginación política. Lo característico de nuestra generación —probablemente
sea lo mismo para la que nos precede y para la que nos sigue— es, a no dudar,
la falta de imaginación política. ¿Qué significa eso? Por ejemplo, los hombres
del siglo XVIII y los del siglo XIX tenían al menos la facultad de soñar
el porvenir de la sociedad humana. No les faltaba imaginación a la hora de
responder a este tipo de preguntas: ¿qué es vivir como miembro de esta
comunidad? O: ¿cuáles son las relaciones sociales y humanas? En efecto, de
Rousseau a Locke o a los que llamamos socialistas utópicos, puede decirse que
la humanidad, o más bien la sociedad occidental, abundaba en productos fértiles
de la imaginación sociopolítica.
Ahora
bien, hoy, entre nosotros, ¡qué aridez de imaginación política! No podemos sino
sorprendernos ante esta pobreza. En ese sentido, estamos en las antípodas de
los hombres de los siglos XVIII y XIX. Con todo, es posible comprender el
pasado analizando el presente. Aunque en materia de imaginación política es menester
reconocer que vivimos en un mundo muy pobre. Cuando se trata de saber de dónde
viene esa pobreza de imaginación del siglo XX en el plano sociopolítico, me
parece, de uno u otro modo, que el marxismo tiene un papel importante. Por eso
me ocupo de él. Comprenderá entonces que el tema: “Cómo terminar con el
marxismo”, que de alguna manera actuaba de hilo conductor en la pregunta que
usted hizo, es igualmente fundamental para mi reflexión. Hay algo determinante:
nuestro punto de partida es el hecho de que el marxismo haya contribuido y siga
contribuyendo al empobrecimiento de la imaginación política.
Su
razonamiento parte de la idea de que hay que distinguir a Marx, por un lado, y
el marxismo, por otro, como objeto del que es preciso deshacerse. Estoy en un
todo de acuerdo con usted. No me parece muy pertinente terminar con el propio
Marx. Este es un ser indubitable, un personaje que ha expresado sin error
ciertas cosas, es decir, un ser innegable en cuanto acontecimiento histórico:
un acontecimiento que, por definición, no se puede suprimir. Así como, por
ejemplo, la batalla naval del mar del Japón, frente a las costas de Tsushima,
es un acontecimiento que se produjo realmente, Marx es un hecho que ya no puede
suprimirse: trascenderlo sería algo tan carente de sentido como negar la
batalla naval del mar del Japón.
En
lo que incumbe al marxismo, la situación, en cambio, es completamente
diferente. Ocurre que el marxismo existe como la causa del empobrecimiento, el
vaciamiento de la imaginación política del que le hablé hace un momento; para
reflexionar bien al respecto, hay que tener presente que el marxismo no es otra
cosa que una modalidad de poder en un sentido elemental. En otras palabras, es
una suma de relaciones de poder o una suma de mecanismos y dinámicas de poder.
Con referencia a este punto debemos analizar cómo funciona el marxismo en la
sociedad moderna. Es necesario hacerlo, así como, en las sociedades pasadas, se
podía analizar el papel que habían cumplido la filosofía escolástica o el confucianismo.
De todas maneras, en este caso, la diferencia estriba en que el marxismo no
nació de una moral o un principio moral como la filosofía escolástica o el
confucianismo. Su caso es más complejo. En efecto, es algo que surgió, dentro
de un pensamiento racional, como ciencia. En cuanto a saber qué tipos de
relaciones de poder asigna a la ciencia una sociedad calificada de “racional”,
como la sociedad occidental, la cuestión no se reduce a la idea de que la
ciencia sólo funciona como una suma de proposiciones tomadas como la verdad. Al
mismo tiempo, es algo intrínsecamente ligado a toda una serie de proposiciones
coercitivas. Es decir que el marxismo en cuanto ciencia —en la medida en que se
trata de una ciencia de la historia, de la historia de la humanidad— es una dinámica
de efectos coercitivos, con referencia a cierta verdad. Su discurso es una
ciencia profética que difunde una fuerza coercitiva sobre cierta verdad, no sólo
en dirección al pasado sino hacia el futuro de la humanidad. En otras palabras,
lo importante es que la historicidad y el carácter profético funcionan como
fuerzas coercitivas en lo concerniente a la verdad.
Y
además, otra característica: el marxismo no pudo existir sin el movimiento político,
fuera en Europa o en otros lugares. Digo movimiento político, pero para ser más
exacto el marxismo no pudo funcionar sin la existencia de un partido político.
El hecho de que no haya podido funcionar sin la existencia de un Estado que lo
necesitaba en su carácter de filosofía es un fenómeno inusual, que nunca se había
visto antes ni en la sociedad occidental ni en el mundo. En nuestros días,
algunos países sólo funcionan como Estados porque se valen de esa filosofía,
pero no había precedentes en Occidente. Los Estados anteriores a la Revolución
Francesa siempre se fundaban en la religión. Pero los posteriores a la Revolución
se fundaron en lo que damos en llamar filosofía, y esto es una forma
radicalmente nueva, sorprendente, que jamás había existido antes, al menos en
Occidente. Como es natural, con anterioridad al siglo XVIII nunca hubo
Estados ateos. El Estado se fundaba necesariamente en la religión. Por
consiguiente, no podía haber un Estado filosófico. Después, más o menos a
partir de la Revolución Francesa, diferentes sistemas políticos se lanzaron a
la búsqueda, explícita o implícita, de una filosofía. Creo que este es un fenómeno
realmente importante. Va de suyo que una filosofía semejante se desdobla y que
sus relaciones de poder se dejan arrastrar a la dinámica de los mecanismos de
Estado. Para resumir, los tres aspectos del marxismo, es decir, el marxismo
como discurso científico, el marxismo como profecía y el marxismo como filosofía
de Estado o ideología de clase, están ligados inevitable e intrínsecamente al
conjunto de las relaciones de poder. De plantearse el problema de si hay que
terminar, sí o no, con el marxismo, ¿no es en el plano de la dinámica de poder
constituida por esos tres aspectos? Visto desde esta perspectiva, el marxismo
va a ser hoy puesto en tela de juicio. El problema no consiste tanto en suponer
que es necesario liberarse de ese tipo de marxismo, como en deshacerse de la
dinámica de las relaciones de poder vinculadas a un marxismo que ejerce esas
funciones.
Agregaré,
si usted me permite, dos o tres cosas a modo de conclusión a estos problemas.
Si el verdadero problema es el que acabo de enunciar, la cuestión del método
que le corresponde es de igual importancia. Para delimitar el problema,
esencial para mí, de saber cómo superar el marxismo, traté de no caer en la
trampa de las soluciones tradicionales. Hay dos maneras tradicionales de
enfrentar este problema. Una, académica, y otra, política. Pero, ya sea desde
un punto de vista académico o político, en Francia el problema se despliega en
general del siguiente modo.
O
bien se critican las proposiciones del propio Marx, con este cuestionamiento: “Marx
hizo tal proposición. ¿Es justa o no? ¿Contradictoria o no? ¿Es premonitoria o
no?”, o bien se elabora la crítica bajo la siguiente forma: “¿De qué manera
traiciona hoy el marxismo lo que habría sido la realidad para Marx?”. Estas críticas
tradicionales me parecen inoperantes. A fin de cuentas, son puntos de vista
prisioneros de lo que podemos llamar fuerza de la verdad y sus efectos: ¿qué es
lo justo y qué lo injusto? En otras palabras, la pregunta: “¿cuál es el
verdadero y auténtico Marx?”, ese tipo de punto de vista consistente en
preguntarse cuál era el vínculo entre los efectos de verdad y la filosofía
estatal que es el marxismo, empobrece nuestro pensamiento.
En
comparación con esos puntos de vista tradicionales, la posición que me gustaría
adoptar es muy distinta. A ese respecto, querría decir sucintamente tres cosas.
En
primer lugar, como le dije hace un rato, Marx es una existencia histórica y,
desde ese punto de vista, no es más que un rostro portador de la misma
historicidad que las otras existencias históricas. Y ese rostro de Marx
pertenece a las claras al siglo XIX. Marx tuvo un papel particular, casi
determinante, en el siglo XIX. Pero dicho papel es claramente típico de ese
siglo y sólo funciona en él. Al poner este hecho en evidencia, habrá que
atenuar las relaciones de poder ligadas al carácter profético de Marx. Al mismo
tiempo, este enunció por cierto un tipo determinado de verdad; nos preguntamos
con ello si sus palabras son universalmente justas o no, qué tipo de verdad
poseía él y si, a fuerza de hacer absoluta esa verdad, sentó o no las bases de
una historiología determinista: convendrá desarticular ese tipo de debate. Al
demostrar que no debe considerarse a Marx como un poseedor decisivo de verdad,
parece necesario mitigar o reducir el efecto ejercido por el marxismo en cuanto
modalidad de poder.
Un
segundo problema que querría plantear es que también habrá que mitigar y
reducir las relaciones de poder que el marxismo manifiesta en conexión con un
partido, es decir, en cuanto expresión de una toma política de partido. Este
aspecto implica la siguiente exigencia. Como el marxismo sólo funcionó como
expresión de un partido político, el resultado es que diferentes problemas
importantes que se suscitan en la sociedad real quedan barridos de los
horizontes políticos. Se hace sentir la necesidad traer de nuevo a la
superficie todos esos problemas excluidos. Tanto los partidos marxistas como
los discursos marxistas tradicionales carecían de la facultad de tomar en
consideración todos esos problemas que son, por ejemplo, los de la medicina, la
sexualidad, la razón y la locura.
Por
otra parte, para reducir las modalidades de poder ligadas al marxismo en cuanto
expresión de un partido político, habrá que vincular todos esos nuevos
problemas que acabo de mencionar, esto es, medicina, sexualidad, razón, locura,
a diversos movimientos sociales, ya se trate de protestas o revueltas. Los
partidos políticos tienden a ignorar esos movimientos sociales e incluso a
debilitar su fuerza. Desde esa óptica, la importancia de todos estos
movimientos me parece clara. Todos ellos se manifiestan entre los
intelectuales, entre los estudiantes, entre los presos, en lo que se denomina Lumpenproletariat. No es que yo conceda
un valor absoluto a su movimiento, pero creo no obstante que es posible, en el
plano tanto lógico como político, recuperar lo que monopolizaron el marxismo y
los partidos marxistas. Además, cuando se piensa en las actividades críticas
que se desenvuelven de manera cotidiana en los países de Europa Oriental, la
necesidad de terminar con el marxismo me parece obvia, sea en la Unión Soviética
o en otros lugares. En otras palabras, vemos allí el elemento que permite
superar el marxismo en cuanto filosofía de Estado.
Ya
está: creo haber bosquejado el horizonte que me es propio. Ahora me gustaría
preguntarle en qué dirección se orienta usted, con prescindencia de cualquier
dirección tradicional, académica, política, en lo concerniente a esta pregunta:
¿cómo terminar con el marxismo, cómo superarlo?
Pero
tal vez no haya respondido lo suficiente a su pregunta. Los problemas que usted
expuso contenían puntos importantes como, por ejemplo, Nietzsche, el núcleo del
sentido, y además la cuestión de si todo se produce sin causa o no, así como el
problema del fantasma y la voluntad individual en el marco del siglo XIX;
creo entender que este es un aspecto esencial de su propia problemática. Al
referirse a la diferencia entre Marx y Engels con respecto a Hegel, usted habló
de voluntad individual. Y hace una pregunta importante: ¿no queda justamente
una posibilidad en el hecho de que, en el plano de la voluntad individual, Marx
no haya demolido a Hegel de manera tan radical como Engels? No estoy seguro de
estar en condiciones de darle una respuesta cabal. Pero voy a intentarlo. Se
trata de un problema de gran dificultad para nosotros, los occidentales. Puesto
que en el pasado la filosofía occidental casi no habló de voluntad. Es cierto,
habló de conciencia, de deseo, de pasiones, pero la voluntad que usted menciona
debía ser, me parece, la mayor debilidad de la filosofía occidental.
En
mi opinión, si la filosofía occidental se ocupó hasta aquí de la voluntad, sólo
lo hizo de dos maneras. Por un lado, según el modelo de la filosofía natural, y
por otro, según el modelo de la filosofía del derecho. En otras palabras, la
voluntad es la fuerza, conforme al modelo de la filosofía natural. Lo cual
puede representarse a través del tipo leibniziano. Si seguimos el modelo de la
filosofía del derecho, la voluntad no es más que una cuestión moral, a saber,
la conciencia individual del bien y del mal, lo cual se representa a través de
Kant. O bien se razona en términos de voluntad-naturaleza-fuerza, o bien se
razona en términos de voluntad-ley-bien y mal. Comoquiera que sea, la reflexión
de la filosofía occidental sobre la cuestión de la voluntad se reducía a esos
dos esquemas.
Ahora
bien, el esquema de pensamiento referido a la verdad, es decir, el esquema
tradicional sobre la naturaleza y el derecho, experimentó una ruptura. Creo que
podemos situarla a comienzos del siglo XIX. Bastante antes de Marx se
produjo una ruptura manifiesta con la tradición. Hoy ese acontecimiento ha caído
un poco en el olvido en Occidente, pero no se deja de temerlo y, cuanto más
pienso en él, más importancia le atribuyo: se trata de Schopenhauer. Marx,
naturalmente, no podía leer a Schopenhauer. Pero fue este mismo quien pudo
introducir la cuestión de la voluntad en la filosofía occidental, por medio de
diversas comparaciones con la filosofía oriental. Para que la filosofía
occidental repensara la cuestión de la voluntad independientemente de los
puntos de vista de la naturaleza y el derecho, fue preciso un choque
intelectual entre Occidente y Oriente. Pero estamos lejos de poder decir que el
problema se haya profundizado en esa dirección. Ni falta hace decir que el
punto de vista de Schopenhauer fue retomado por Nietzsche, de quien nos ocupamos
hace un rato. En ese sentido, para Nietzsche la voluntad era, de alguna forma,
un principio de desciframiento intelectual, un principio de comprensión —si
bien no absoluto— para circunscribir la realidad. Vea, él pensaba que sobre la
base de la voluntad se podían aprehender los pares voluntad-pasiones y
voluntad-fantasma. Voluntad de saber, voluntad de poderío. Todo esto trastrocó
por completo el concepto tradicional de la voluntad en Occidente. Y Nietzsche
no se conformó con trastrocar el concepto de voluntad: podemos decir que
trastrocó las relaciones entre el saber, las pasiones y la voluntad.
Pero,
para ser franco, el trastrueque de la situación no fue total. Es posible que
esta haya quedado como antes. Después de Nietzsche, la filosofía husserliana,
los filósofos existencialistas, Heidegger, toda esa gente, en especial
Heidegger, quisieron esclarecer el problema de la voluntad, pero no lograron
definir con claridad el método capaz de permitir analizar el fenómeno desde el
punto de vista de la voluntad. En resumen, la filosofía occidental siempre ha
sido incapaz de pensar la cuestión de la voluntad de manera pertinente.
Ahora
hay que preguntarse bajo qué forma se puede pensar el problema de la voluntad.
Hace un momento le dije que Occidente, para abordar las relaciones entre las
acciones humanas y la voluntad, sólo tenía hasta aquí dos métodos. Para ser
breve, y en otras palabras, desde un punto de vista tanto metodológico como
conceptual, el problema sólo se planteó bajo sus formas tradicionales: naturaleza-fuerza
o ley-bien y mal. Pero, curiosamente, para pensar la voluntad no se recurrió a
la estrategia militar en busca de un método. Me parece que la cuestión de la
voluntad puede plantearse en cuanto lucha, es decir, desde un punto de vista
estratégico para analizar un conflicto cuando se despliegan diversos
antagonismos.
Por
ejemplo, no es que todo se produzca sin razón, y tampoco que todo se produzca
en función de una causalidad, cuando sucede algo en el dominio de la
naturaleza. Pero al afirmar que lo que hace descifrables los acontecimientos
históricos de la humanidad o las acciones humanas es un punto de vista estratégico,
como principio de conflicto y de lucha, se puede hacer frente a un punto de
vista racional de un tipo que todavía no hemos definido. Cuando se pueda dar
firmeza a ese punto de vista, los conceptos fundamentales que convendrá
utilizar serán estrategia, conflicto, lucha, incidentes. Lo que puede
esclarecer el uso de esos conceptos es el antagonismo existente cuando se
presenta una situación en la que los adversarios se enfrentan, una situación en
la cual uno gana y otro pierde, a saber, el incidente. Ahora bien, cuando se
tiene un panorama general de la filosofía occidental, se ve que ni el concepto
de incidente, ni el método de análisis tornado de la estrategia, ni las
nociones de antagonismo, lucha y conflicto se dilucidaron en la medida
suficiente. Por consiguiente, la nueva oportunidad de desciframiento
intelectual que debe ofrecer la filosofía en nuestros días es el conjunto de
los conceptos y métodos del punto de vista estratégico. Dije “debe”, pero esto
significa simplemente que hay que tratar de ir en ese sentido, aunque el
fracaso sea una posibilidad. Sea como fuere, hay que tratar.
Podríamos
decir que esta tentativa participa de la genealogía nietzscheana. Pero hay que
encontrar un contenido retocado y teóricamente profundizado por el concepto
solemne y misterioso de “voluntad de poderío”, y habrá que hallar al mismo
tiempo un contenido que corresponda mejor a la realidad que en el caso de
Nietzsche.
Me
gustaría agregar una mera nota a lo que acabo de decir. Hay una expresión que
Marx sin duda utilizó, pero que hoy pasa por ser casi obsoleta. Me refiero a “lucha
de clases”. Cuando uno se sitúa en el punto de vista que acabo de indicar, ¿no
se torna posible repensar esta expresión? Por ejemplo, Marx dice, en efecto,
que el motor de la historia se encuentra en la lucha de clases. Y después de él
muchos repitieron esta tesis. Se trata, por cierto, de un hecho innegable. Los
sociólogos reaniman el debate a más no poder, para saber qué es una clase y quiénes
pertenecen a ella. Pero hasta aquí nadie ha examinado ni profundizado la cuestión
de saber qué es la lucha. ¿Qué es la lucha, cuando se dice lucha de clases? Y
puesto que se dice lucha, se trata de conflicto y de guerra. Pero ¿cómo se
desarrolla esa guerra? ¿Cuál es su objetivo? ¿Cuáles son sus medios? ¿En qué
cualidades racionales se apoya? Lo que me gustaría debatir, a partir de Marx,
no es el problema de la sociología de las clases, sino el método estratégico
concerniente a la lucha. Ese es el punto en que tiene anclaje mi interés por
Marx, y desde él me gustaría plantear los problemas.
Ahora
bien, a mi alrededor las luchas se producen y se desarrollan como movimientos múltiples.
Por ejemplo, el problema de Narita,[1] y luego la lucha que ustedes
libraron en la plaza frente al Parlamento a propósito del tratado de seguridad
entre el Japón y los Estados Unidos, en 1960. Hay asimismo luchas en Francia e
Italia. Esas luchas, en la medida en que son batallas, entran en mi perspectiva
de análisis. Por ejemplo, para reflexionar sobre los problemas que ellas
suscitan, el Partido Comunista no se ocupa de la lucha misma. Todo lo que
pregunta es: “¿A qué clase pertenece usted? ¿Libra esta lucha como
representante de la clase proletaria?”. No se aborda en absoluto el aspecto
estratégico, a saber: ¿qué es la lucha? Mi interés se centra en la incidencia
de los propios antagonismos: ¿quién se incorpora a la lucha? ¿Con qué y cómo? ¿Por
qué existe esta lucha? ¿En qué se apoya? No tuve la suerte de leer sus libros,
pero a menudo oí hablar de sus actividades prácticas y su obra. En
consecuencia, me alegraría mucho escuchar su opinión sobre lo que acabo de
decir.
—Dentro de lo que usted acaba de decir hay
algunos puntos en los que me siento en condiciones de profundizar la cuestión.
Con ello quiero decir que podría proponer otras interpretaciones. Por otro lado,
usted ha mencionado el problema de la voluntad con referencia a Nietzsche y
Marx y después lo ha definido en lo tocante a las luchas, en el sentido en que
se dice “lucha de clases”, y para terminar ha propuesto una serie de problemas
que son de actualidad. Me gustaría profundizar todos esos aspectos. Podría
considerar otros puntos de vista, tras lo cual me gustaría volver a hacerle
alguna pregunta.
Al principio usted dijo que había que
distinguir entre el pensamiento del propio Marx y el marxismo, habida cuenta de
que Marx es un ser que existió en un pasado histórico y clásico. Yo también
dije siempre que Marx, el hombre, era diferente del marxismo. En ese aspecto,
en consecuencia, estoy completamente de acuerdo con usted. Comprendo muy bien
ese punto de vista.
En lo que se refiere al tono profético de
Marx, su profecía podría resumirse de esta manera: las clases desaparecerán, lo
mismo que el Estado. En ese aspecto, hay Estados que tienen por filosofía el
marxismo. Los hay en Europa, así como en China y la Rusia soviética. Esos países
no procuran de ningún modo desmantelar el Estado filosófico y, por lo demás,
ejercen el poder justamente al no desmantelarlo. Para tomar la expresión que
usted acaba de utilizar, esto lleva a empobrecer considerablemente la imaginación
política actual. Al respecto, si en vez de decir: “¡Por eso, justamente, se
puede liquidar el marxismo!”, uno procura hacerse cargo de su defensa, esto es
lo que puede decir: el Estado desaparecerá algún día, al igual que las clases.
Ahora bien, en nuestros días uno y otras existen en forma temporaria, antes de
desaparecer. En el fondo se trata de un problema temporario, y cabe admitir la
situación como una forma temporaria. Simplemente, lo que no es admisible es el
tipo de poder consistente en sustantivar el Estado, que no es más que una forma
provisoria, perder el tiempo con él y erigirlo en un modo de dominación. Los
Estados socialistas parecen efectivamente incluirse en esta categoría y quedar
más fijados que nunca en ese sentido. Sin embargo, me parece que la filosofía
de Estado —o el Estado filosófico— que existe en los hechos bajo una forma
temporaria y la negación del principio mismo de esa filosofía no son de la
misma naturaleza.
Siempre pensé que se puede distinguir el
hecho de que una filosofía se realice en un Estado provisorio y el de negar una
filosofía que domina efectivamente el Estado, que ya no es más que una
modalidad de poder y que se autojustifica. Por otra parte, lo que usted enuncio
globalmente sobre este punto me parece equivaler a lo siguiente: el hecho mismo
de preguntarse cuál es la manera adecuada de comprender a Marx participa ya del
empobrecimiento de la imaginación política actual, y es un problema
completamente zanjado desde hace tiempo. Al respecto, tengo mis reservas y no
puedo seguirla. Creo que hay que distinguir de manera tajante lo que
corresponde al principio y las modalidades de poder que existen realmente en
los Estados marxistas; me parece que son dos cosas diferentes. El problema no
es el hecho de que el marxismo haya construido su poder sobre una filosofía de
Estado o sobre un Estado filosófico; es ante todo un problema de ideas. En la
historia, la suma de las voluntades individuales y las realizaciones prácticas
no aparece necesariamente como motor de la sociedad. ¿Por qué la historia
parece siempre fundada en el azar y aparece como un fracaso de las ideas? A mi
juicio, se debe profundizar, más allá del marxismo, el problema de que la
historia no parezca tener ninguna relación con las voluntades individuales.
Ahora bien, la suma de las voluntades individuales incluye, para hablar como
Hegel, la moral y la ética práctica. La completa eliminación de ese problema,
reducido a la voluntad general o la voluntad de las clases, ¿no ha generado una
inadecuación filosófica? ¿El problema no se debería al hecho de que la suma de
las voluntades individuales instaladas en el poder y la voluntad que se
manifiesta como un poder total se presentan como totalmente diferentes? ¿No se
podría ahondar en ese punto, en cuanto principio? Para ir un poco más lejos en
mis ideas, creo que la concepción de que el desarrolla de la historia sólo está
dominado por el azar debe ponerse en tela de juicio.
Me explico. Esto quería decir que un
encadenamiento infinito de azares crea una necesidad. Y, si se admite que el
azar entraña siempre la necesidad, la cuestión de si la historia está dominada
por uno o por otra equivale a definir el límite a partir del cual un
encadenamiento de azares se transforma en necesidad. Me parece entonces que, en
lugar de liquidarla como usted hace, en razón de que empobrece la política, la
profecía filosófica e histórica de Marx sigue siendo valedera.
Así, me costó aceptar con facilidad la idea
de Nietzsche de que la historia sólo está dominada por el azar y no hay ni
necesidad ni causalidad. A mi entender, Nietzsche tenía una visión sumaria
sobre la relación entre el azar y la necesidad. Se dejaba guiar por su intuición
o, mejor, por cuestiones de sensibilidad. Habrá que profundizar en este
problema, a saber, el de la relación entre el azar y la necesidad. Y en ese
concepto, el pensamiento de Marx puede seguir siendo un modelo político, vivo y
real. Usted, con su obra, me hace pensar que habría que ahondar un poco más en
el problema del azar y La necesidad, el del límite a partir del cual un
encadenamiento de azares se transforma en necesidad, así como el problema de La
extensión y el territorio de esa transformación. Esos son los puntos sobre los
que querría interrogarlo.
En La que atañe a la teoría de la voluntad,
temo que, si no le resumo el historial del marxismo en el Japón desde La
Segunda Guerra Mundial, le costará comprender cómo puede la teoría de la
voluntad incluir problemas que van de La filosofía del Estado a la religión, la
ética, la conciencia de sí. El marxismo japonés de la posguerra procuró
resucitar el armazón idealista de Hegel, que Marx no había rechazado —se lo
llama “materialismo subjetivo”—, a la vez que lo vació en el molde del
materialismo marxista que se había desarrollado en Rusia. Creo que es una
actitud diametralmente opuesta al proceder del marxismo francés. El marxismo
subjetivo japonés intentó resucitar todo un territorio hegeliano —La filosofía
del Estado, La teoría de La religión, La moral individual y hasta la conciencia
de sí— incluyéndolo íntegramente en el marxismo. En ese movimiento se busca
sintetizar todo el sistema hegeliano bajo la forma de una teoría de la
voluntad.
Si yo desarrollara esta cuestión en La
dirección que usted ha indicado, correriamos el riesgo de extraviamos.
Prefiero, pues, explicarme con un poco más de precisión. En la evolución del
materialismo en el Japón después de la guerra o, mejor dicho, más allá de esa
evolución, aspiré a considerar el dominio de la teoría de la voluntad como La
determinación interior de La conciencia práctica a La manera de Hegel. Y para
tratar de escapar al lema ético que aparece como si estuviera en suspenso,
dividí la totalidad de ese territorio en tres: el de la voluntad común, el de
la voluntad dual y el de La voluntad individual.
Hace un rato usted dijo que, cuando se
menciona la lucha de clases en Marx, seria preciso no poner el acento en las
clases, sino resolver el problema de la lucha desde el punto de vista de la
voluntad. Y se preguntó ¿quién pelea contra quién? ¿Cómo? O: ¿con quién es
justo pelear? Agregó que estas preguntas se imponían en nuestros días. Me
parece que puedo elaborar todo eso a mi manera, pero me digo que, antes de
llegar allí, el marxismo tendría que preguntarse en primer lugar cómo se deshizo
de los problemas de la voluntad dual y la voluntad individual, desplazando la
significación de la lucha de clases hacia la voluntad común en cuanto motor de
la historia. Por otra parte, en el marxismo japonés y el proceso de su
desarrollo y su tratamiento, la definición del concepto de clase no es igual a
la de, por ejemplo, Althusser en Francia o Lukács en Alemania. Cuando nosotros
decimos clase estamos convencidos de que debe definírsela sobre una base
socioeconómica y en cuanto idea. Siempre estimé que la clase comportaba un
doble problema: el de la idea y el que es real y social.
Consideré por tanto que había que examinar
ante todo el concepto de clase. Supongo que la cuestión evolucionó de otro modo
en el marxismo europeo. En lo que toca a los problemas concretos, me gustaría
referirme a los diez años previos a la Segunda Guerra Mundial, a La propia
guerra y a los diez años que le siguieron, es decir, a toda la historia de La
posguerra. Me pregunto entonces si la denominación de la naturaleza por medio
de la voluntad de poderío en Nietzsche y la determinación del estado natural,
en el sentido vulgarizado por Engels, están tan lejos una de otra. Nietzsche
consideró La historia como un proceso en cuyo transcurso los hombres se mueven
en virtud de una voluntad de poderío que los sobrepasa. En el estado natural,
los hombres sufren la guerra, la violencia, el desorden, la muerte, etc., y
Nietzsche estima que todo eso está en la naturaleza humana. A su entender, la
conciencia y la moral humana aparecen cuando se sofoca toda esa naturaleza.
Prueba de que veía la naturaleza humana desde el prisma del Leben biológico.
Engels situaba el estado ideal un poco más arriba que la determinación de la
naturaleza. A saber, en la vida gregaria que constituye el comunismo primitivo.
Creo que ese estado no existió. En mi opinión, Engels consideraba que ese ideal
constituía a La vez el origen y el fin. Si me remito a mi experiencia
intelectual en torno de la Segunda Guerra Mundial, esas dos maneras de pensar
están representadas en el militarismo imperial japonés y en las manifestaciones
intelectuales, que no tienen diferencias fundamentales entre sí, del fascismo y
el estalinismo. Nuestra problemática se situaba en la constatación de que esos
dos pensamientos no eran verdaderamente diferentes y había que rechazarlos en
conjunto.
Si se sitúa en los hechos el objetivo de la
lucha a la que usted se refiere, en el sentido en que se dice “lucha de clases”,
será inevitable, me temo, que esa lucha se encuentre aislada por completo. Creo
que es así en el Japón y probablemente en todo el mundo. Cuando uno se pregunta
contra que lucha, no es solo contra el capitalismo sino también contra el
socialismo. De tal manera, el problema persigue por doquier a la realidad y la
cosa termina por ser necesariamente una lucha aislada en el mundo. No se puede
contar con nada y uno queda ineluctablemente arrinconado. Pero si se busca
elaborar esta situación como un problema intelectual o filosófico, el resultado
también es una completa separación del mundo. Me pregunto, en síntesis, si
estar así arrinconados no es el destino que nos ha tocado. Elaboro mis ideas
sobre este tema con gran pesimismo.
Ese es el punto sobre el que querría
interrogarlo. Nietzsche rechazó todo el dominio abarcado por la teoría
hegeliana de la voluntad, tachada por él de concepto vil que sofoca la
naturaleza humana, y tengo la sensación de que, del mismo modo, usted
desarrolla su método luego de haber hecho, con habilidad, tabla rasa del
aislamiento, la soledad, las pasiones o la negrura que Nietzsche rechazaba, o
de todo lo que usted quiera: por ejemplo, la rigidez. Al contrario, parece
ocuparse con destreza de las relaciones entre las cosas en un nivel próximo a
los conceptos estructuralmente similares del álgebra, es decir, las cosas, los
hechos virtuales. Y al hacerla, me da la impresión de que usted conjura esa
suerte de sensación de aislamiento en el mundo que personalmente yo siento. Me
gustaría interrogarlo al respecto.
—Según
creo entender, usted acaba de plantear un nuevo problema con algunas reservas
acerca de lo que yo enuncié. Pero en lo fundamental estoy de acuerdo con usted.
Más que con sus ideas, siento plena coincidencia con sus reservas. Entre las
preguntas, la primera era más o menos esta: ¿se puede terminar con el marxismo
por la sencilla razón de que ha estado íntimamente ligado a las relaciones de
poder estatal? ¿No podemos ahondar un poco más en la cuestión? Me gustaría
responder lo siguiente: es, además, menos una respuesta que una proposición, pero
me gustaría exponerla de manera un poco brutal.
Una
vez que se considera el marxismo como el conjunto de los modos de manifestación
del poder ligados, de una manera u otra, a la palabra de Marx, creo que el
menor de los deberes de un hombre que vive en la segunda mitad del
siglo XX es examinar en forma sistemática cada uno de esos modos de
manifestación. Sufrimos hoy ese poder sea con pasividad, sea con irrisión, sea
con temor, sea por interés, pero hay que liberarse por completo de él. Hay que
hacer un examen sistemático de esta cuestión, con la sensación real de ser
totalmente libres con respecto a Marx.
Está
claro que ser libre con respecto al marxismo no significa remontarse hasta la
fuente para saber lo que Marx efectivamente dijo, aprehender su palabra en
estado puro y considerarla como la única ley. Tampoco significa revelar, por
ejemplo con el método althusseriano, cómo se malinterpretó la verdadera palabra
del profeta Marx. Lo importante no está en ese tipo de cuestión de forma. Pero,
como le he dicho, volver a verificar una tras otra la totalidad de las
funciones de los modos de manifestación del poder que están ligados a la
palabra misma de Marx constituye a mi parecer una tentativa valedera. Se
plantea entonces, desde luego, el problema de cómo considerar la profecía.
Personalmente,
lo que me atrae en la obra de Marx son las obras históricas, como sus ensayos
sobre el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte, la lucha de clases en
Francia o la Comuna.[2] La lectura de estas obras históricas llama
vigorosamente la atención sobre dos cosas: los análisis realizados aquí por
Marx, aun cuando no pueda estimarse que son del todo exactos, ya se refieran a
la situación, las relaciones de antagonismo, la estrategia, los lazos de interés,
superan con mucho —es innegable— los de sus contemporáneos, por su perspicacia,
su eficacia, sus cualidades analíticas y, en todo caso, muestran una
superioridad radical sobre las investigaciones posteriores.
Ahora
bien, esos análisis, en las obras históricas, terminan siempre con palabras
proféticas. Eran profecías sobre un futuro muy cercano, profecías a corto
plazo: el año siguiente e incluso el mes siguiente. Pero puede decirse que casi
todas las profecías de Marx eran falsas. Al analizar la situación de 1851-1852,
justo después del golpe de Estado, dice que el hundimiento del Imperio está
cerca; habla del fin del sistema capitalista y se equivoca con respecto al término
de la dictadura burguesa. ¿Qué significa todo eso? Análisis de una rara
inteligencia, y la realidad desmiente al punto los hechos que ellos anuncian. ¿Por
qué?
Esto
es lo que pienso. Me parece que lo que se produce en la obra de Marx es, en
cierto modo, un juego entre la formación de una profecía y la definición de un
blanco. El discurso socialista de la época estaba compuesto de dos conceptos,
pero no conseguía disociarlos lo suficiente. Por una parte, una conciencia histórica
o la conciencia de una necesidad histórica; en todo caso, la idea de que, en el
futuro, tal cosa debería suceder proféticamente. Por otra, un discurso de lucha
—un discurso, podríamos decir, que corresponde a la teoría de la voluntad—, que
tiene por objetivo la determinación de un blanco a atacar. En los hechos, la caída
de Napoleón III constituía menos una profecía que un objetivo a alcanzar a
través de la lucha del proletariado. Pero los dos discursos —la conciencia de
una necesidad histórica, a saber, el aspecto profético, y el objetivo de la
lucha— no pudieron llevar a buen término su juego. Esto puede aplicarse a las
profecías a largo plazo. Por ejemplo, la noción de la desaparición del Estado
es una profecía errónea. Por mi parte, no creo que lo que pasa concretamente en
los países socialistas permita presagiar la realización de esa profecía. Pero,
desde el momento en que se define la desaparición del Estado como un objetivo,
la palabra de Marx cobra una realidad jamás alcanzada. Se observa
innegablemente una hipertrofia del poder o un exceso de poder tanto en los países
socialistas como en los países capitalistas. Y creo que la realidad de esos
mecanismos de poder, de una complejidad gigantesca, justifica, desde el punto
de vista estratégico de una lucha de resistencia, la desaparición del Estado
como objetivo.
Y
bien, volvamos a sus dos preguntas, que se refieren por un lado a la relación
entre la necesidad y el azar en la historia y, por otro, a la teoría de la
voluntad. Con referencia a la necesidad histórica, ya expresé rápidamente mi
opinión, pero lo que me interesa en primer lugar es lo que usted contó acerca
de la evolución del marxismo japonés después de la guerra, su especificidad y
la posición que en el ocupa la teoría de la voluntad.
Creo
que se trata de un problema fundamental. Me gustaría abundar en el sentido de
sus dichos, al menos en la medida en que los he comprendido. La manera de
pensar que consiste en abordar la voluntad en esta perspectiva es esencial: no
existía en absoluto en la mente de un francés medio como yo. Comoquiera que
sea, está claro, en efecto, que la tradición del marxismo francés ignoró el análisis
de los diferentes niveles de la voluntad y el punto de vista sobre las
especificidades de sus tres fundamentos. Lo cierto es que ese ámbito está
totalmente inexplorado en Occidente. Al respecto, me parece necesario exponer
la razón por la cual la importancia del problema de la voluntad no se ha
comprendido ni analizado.
Para
ello, habría que pensar en la existencia de una organización que lleva el
nombre de Partido Comunista. Es un hecho que ha sido determinante en la
historia del marxismo occidental. Pero jamás ha sido objeto de un análisis
profundo. Esa organización carece de precedentes: no se la puede comparar con
nada, no funciona en la sociedad moderna conforme al modelo del Partido Radical
o del Partido Demócrata Cristiano. No es simplemente un grupo de individuos que
comparten la misma opinión y participan en una misma lucha en procura de un
mismo objetivo. Se trata, antes bien, de una organización más compleja. Hay una
metáfora trillada y no la traigo a colación con malicia, pero su organización
hace pensar infaliblemente en un orden monástico. No se ha dejado de discutir
la naturaleza del partido: con respecto a la lucha de clases, a la revolución, ¿cuál
es su objetivo, cuáles deben ser su papel y su función? Cualquiera sabe que
todos esos problemas estaban en el centro de sus debates. La polémica se funda
en lo que distingue a Rosa Luxemburgo de Lenin, lo que separa a la dirección
socialdemócrata de Lenin. Por lo demás, la “Crítica del programa de Gotha”[3]
ya planteaba el problema del funcionamiento del partido. Ahora bien, creo que,
cuando se pusieron en primer plano la existencia del partido y sus diferentes
problemas, la cuestión de la voluntad cayó en un completo abandono. En efecto,
si se sigue el concepto del partido leninista —no fue Lenin, con todo, el
primero en imaginarlo, pero se le da ese nombre porque se lo concibió en su
torno—, esto es lo que debe ser el partido.
Primero,
es una organización gracias a cuya existencia el proletariado accede a una
conciencia de clase. En otras palabras, a través del partido las voluntades
individuales y subjetivas se convierten en una especie de voluntad colectiva.
Pero esta última debe ser, sin falta, monolítica como si fuera una voluntad
individual. El partido transforma la multiplicidad de las voluntades
individuales en una voluntad colectiva. Y en virtud de esta transformación,
constituye a una clase como sujeto. Para decirlo de otro modo, hace de ella una
suerte de sujeto individual. Así se torna posible la idea misma de proletario. “El
proletariado existe porque existe el partido.” El proletariado puede existir
por la existencia del partido, y a través de ella. El partido es, por
consiguiente, la conciencia del proletariado, al mismo tiempo que, para este en
cuanto único sujeto individual, su condición de existencia. ¿No es esa la
primera razón por la cual no pudieron analizarse en sus justos valores los
diferentes niveles de la voluntad?
Otra
razón procede del hecho de que el partido es una organización dotada de una jerarquía
estratificada. Y funcionó sin duda dentro de ese orden sólidamente jerarquizado
—mucho antes de la teoría leninista, la socialdemocracia alemana ya se
desenvolvía así—, excluyendo y prohibiendo esto o aquello. No era otra cosa que
una organización que excluía a los elementos heréticos y que, al proceder de
esa manera, procuraba concentrar las voluntades individuales de los militantes
en una suerte de voluntad monolítica. Esta voluntad monolítica era precisamente
la voluntad burocrática de los dirigentes. Como las cosas discurrieron de ese
modo, esta segunda razón hizo que el problema de la voluntad, tan importante,
no fuera verdaderamente abordado. En otras palabras, el partido siempre podía
autojustificarse de una manera u otra en lo referido a sus actividades, sus
decisiones y su papel. Cualquiera que fuera la situación, podía invocar la teoría
de Marx como la única verdad. Marx era la única autoridad y, debido a ello, se
consideraba que las actividades del partido encontraban en él su fundamento racional.
En consecuencia, el partido absorbía las múltiples voluntades individuales y, a
su vez, la voluntad del partido desaparecía bajo la máscara de un cálculo
racional conforme a la teoría que hacía las veces de verdad. Así, los
diferentes niveles de la voluntad no podían sino escapar al análisis. El
problema de la articulación de las voluntades individuales con los otros
niveles de voluntad en la revolución y la lucha me parece a mí también un tema
esencial que nos incumbe. Y hoy, justamente, esas múltiples voluntades
comienzan a asomar en la brecha de la hegemonía de la que era dueña la
izquierda tradicional. Para serle sincero, en mis obras este problema no se
expone en la medida en que debería, y apenas lo mencioné en La voluntad de saber, bajo la forma de
la estrategia del punto de vista del poder de Estado. Puede ser que esta teoría
de la voluntad, o el análisis de sus niveles heterogéneos, funcionen con mayor
eficacia en el Japón que en cualquier otra parte. Hay quizás una especificidad
del Partido Comunista Japonés o una relación con la filosofía oriental. Pues
bien, a ese respecto, me gustaría hablar del otro problema que usted abordó: a
saber, la tonalidad muy sombría y solitaria que revisten necesariamente las
luchas.
Este
aspecto de la lucha apenas ha sido objeto de atención en Europa o en Francia.
Podemos decir, en todo caso, que se le ha prestado demasiado poca. ¿Por qué?
Rocé uno de los motivos al responder a la pregunta anterior. El primero es el
hecho de que en las luchas el objetivo siempre queda oculto tras la profecía.
Así, los aspectos solitarios se borraron igualmente bajo la máscara de la
profecía. El segundo motivo es el siguiente. Como se consideraba que sólo el
partido era el auténtico dueño de la lucha, y ese partido era una organización
jerárquica capaz de una decisión racional, las zonas teñidas de una umbrosa
locura, a saber, la parte de sombra de las actividades humanas e incluso las
zonas de una oscura desolación —aunque esa fuese la suerte infalible de todas
las luchas—, tropezaban con dificultades para surgir a la plena luz del día.
Probablemente sólo obras no teóricas sino literarias —como no sea, tal vez, la
obra de Nietzsche— hablaron de ellas. No me parece pertinente insistir aquí en
la diferencia entre la literatura y la filosofía, pero es indudable que, en el
plano de la teoría, no se llegó a hacer justicia a ese aspecto sombrío y
solitario de las luchas.
Precisamente
por eso es menester echar plena luz sobre este aspecto insuficiente de la teoría.
Habrá que destruir la idea de que la filosofía es el único pensamiento
normativo. Es preciso que las voces de una cantidad incalculable de sujetos
hablantes resuenen, y hay que hacer hablar a una experiencia innumerable. El
sujeto hablante no debe ser siempre el mismo. No deben resonar únicamente las
palabras normativas de la filosofía. Hay que hacer hablar a toda clase de
experiencias, prestar oídos a los afásicos, los excluidos, los moribundos.
Puesto que nosotros estamos afuera, en tanto que ellos hacen efectivamente
frente al aspecto sombrío y solitario de las luchas. Creo que la tarea de un
practicante de la filosofía que viva en Occidente es prestar oídos a todas esas
voces.
—Al escucharlo he tomado conocimiento, en
muchos puntos, de ideas que hasta aquí no había podido leer en sus libros.
Muchas cosas se han aclarado; eso ha sido muy instructivo para mí y le estoy
sumamente agradecido por ella.
Hay sola un punto sobre el cual me gustaría
expresar mi opinión: se refiere a su mención del método de Lenin. ¿Qué hizo
este? ¿Cómo se transformaron a continuación el partido leninista y la Unión
Soviética? ¿Qué pasa hoy en día? En vez de abordar todos estos problemas,
prefiero limitarme a las ideas de Lenin y decir algunas palabras sobre mis
divergencias con usted.
Esta es una crítica que aparece naturalmente
no bien intentamos resucitar la teoría de la voluntad: reprocho a Lenin el
haber identificado la voluntad del Estado y el órgano del Estado.
A la pregunta “¿qué es el Estado?”, Lenin
respondió que era el órgano de la represión de clase. Se deduce de ella que el
problema de saber cómo resistir a la represión engloba toda la cuestión del
Estado. Ahora bien, históricamente el Estado metió mano en la religión, la
filosofía, el derecho, las costumbres, pero toda esta problemática queda
barrida. La única pregunta planteada es saber cómo librar la lucha de liberación
de las clases contra el órgano de represión de las clases. Por consiguiente,
quedan sin explorar todos las problemas históricos y actuales que entraña el
Estado.
En cambio, en respuesta a la pregunta “¿qué
es el Estado?”, hemos pensado: desde el momento en que se postula el poder
estatal, es la manifestación de la voluntad. Entiendo por ello que el Estado no
es sinónimo de gobierno como órgano de represión de las clases. El gobierno es,
de alguna manera, el cuerpo de la voluntad del Estado, pero no es la voluntad
misma de este. Creo que hay que distinguir ante todo la voluntad del Estado y
el órgano del Estado. Podríamos hablar de culto de la lucha de clases: como el
fin justificaba los medios, se hacía completa abstracción de los problemas de
la moral, el bien y el mal y la religión; sin llegar a ignorarlas, no se les
atribuía más que un sentido subsidiario o secundario. Todo eso porque,
probablemente, se identificaban desde el inicio la voluntad del Estado y el órgano
del Estado, en la referencia inmediata a la represión de las clases.
Esta es una crítica que formulé, en relación
con la concepción del Estado en Lenin, en el plano de las ideas. Al escucharlo
hablar a usted, me dije que, al menos sobre ese punto, debía expresar mi opinión.
En lo que concibe a los problemas específicos que usted desarrolla, hay muchos
sobre los cuales quería interrogarlo. En varios puntos, además, creí notar que
compartíamos una serie de temas sobre los cuales también me gustaría hacerle
preguntas. Pero en cuanto a los problemas esenciales, sobre los cuales
reflexiono en este momento y que me cuesta un tanto dilucidar, creo que en
mayor o menor medida usted me ha respondido.
Le ruego que me perdone por haberlo aburrido
con preguntas difíciles. Le estoy infinitamente agradecido por su paciencia. Ya
me expresé lo suficiente y me gustaría mucho que usted pudiese poner fin a
nuestra conversación.
—Estoy
muy contento de haberlo escuchado y le agradezco de todo corazón. Todo lo que
usted me dijo me habrá de ser muy útil. Puesto que, por una parte, gracias a su
manera de plantear los problemas, me ha señalado a la perfección los límites
del trabajo que he realizado hasta aquí y lo que todavía le falta, por carencia
de ideas claras. Y, sobre todo, me interesó muy en particular el problema que
usted plantea en términos de teoría de la voluntad, y tengo la convicción de
que puede ser un punto de partida pertinente para toda una serie de problemáticas.
Cuando
veo el simple resumen de su trabajo y la lista de sus obras, compruebo que los
temas son el fantasma individual y el problema del Estado. Por otra parte, como
acaba de mencionar, usted ha dedicado un ensayo a la voluntad colectiva como
matriz de la formación de un Estado. Para mí, ese problema es apasionante. Este
año doy un curso sobre la formación del Estado y analizo, digamos, las bases de
los medios de realización estatal en un período que va del siglo XVI al
siglo XVII en Occidente, o, mejor, el proceso en cuyo transcurso se forma lo
que se da en llamar razón de Estado. Pero choqué contra una parte enigmática
que ya no puede resolverse con el mero análisis de las relaciones económicas,
institucionales o culturales. Hay en ella una especie de sed gigantesca e
irreprimible que fuerza a volverse hacia el Estado. Podríamos hablar de deseo
de Estado. O, para utilizar los términos de los que nos hemos valido hasta aquí,
podríamos reformularlo como voluntad de Estado. De uno u otro modo, es obvio
que ya no se puede escapar a este tipo de cosa.
Cuando
se trata de la formación de un Estado ya no es cuestión de personajes como el déspota
o de su manipulación por hombres pertenecientes a la casta superior. Pero no
puede dejar de decirse que había en ello una suerte de gran amor, de voluntad
inasible. Como ya era plenamente consciente de eso, tuve mucho que aprender de
lo que usted me contó hoy y siento mucha curiosidad por conocer sus otros
trabajos, en los que usted se ocupa del Estado desde la perspectiva de la teoría
de la voluntad.
Deseo
vivamente que sus libros se traduzcan al francés o el inglés. Si no, me
encantaría poder, sea en Tokio o en París, o a través de una correspondencia,
intercambiar ideas con usted, porque al parecer abordamos los mismos temas.
Para nosotros, los occidentales, poder escuchar un discurso semejante es, en
efecto, una experiencia muy valiosa e indispensable.
En
particular, discutir un problema como el de la experiencia política, en nuestra
época, no sólo prolongará mis ideas sino que también será, creo, un estímulo
extremadamente enriquecedor para diversas reflexiones futuras.
PUNTO Y APARTE
Michael Foucault
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