La tortura es la
razón
[Entrevista de Knut Boesers a
Michel Foucault , 1977.]
—Usted
hizo la Historia de la locura, de la clínica y de la prisión. Benjamín dijo una
vez que nuestra comprensión de la historia era la de los vencedores. ¿Escribe
usted la historia de los perdedores?
—Sí,
me gustaría mucho escribir la historia de los vencidos. Es un bello sueño que
muchos comparten: dar por fin la palabra a quienes no pudieron tomarla hasta el
presente, a quienes fueron forzados al silencio por la historia, por la
violencia de la historia, por todos los sistemas de dominación y explotación.
Sí. Pero hay dos dificultades. Primero, quienes fueron vencidos —en caso de que
los haya, además— son aquellos a quienes, por definición, se les ha quitado la
palabra. Y si pese a ello hablaran, no lo harían en su propia lengua. Se les ha
impuesto una lengua extranjera. No están mudos. No es que hablen una lengua que
no hayamos escuchado y nos sintamos hoy obligados a escuchar. Por el hecho de
estar dominados, se les impusieron una lengua y ciertos conceptos. Y las ideas
así impuestas a ellos son la marca de las cicatrices de la opresión a la que
estaban sometidos. Cicatrices, huellas que impregnaron su pensamiento. Diría
incluso que impregnan hasta sus actitudes corporales. ¿Existió alguna vez la
lengua de los vencidos? Es una primera pregunta. Pero querría hacer esta otra:
¿se puede describir la historia como un proceso de guerra? ¿Cómo una sucesión
de victorias y derrotas? Es un problema importante que el marxismo no siempre
abordó hasta sus últimas consecuencias. Cuando se habla de lucha de clases,
¿qué se entiende por lucha? ¿Se trata de guerras, de batallas? ¿Podemos
decodificar la confrontación, la opresión que se producen dentro de una
sociedad y que la caracterizan, podemos descifrar esa confrontación, esa lucha,
como una suerte de guerra? ¿Los procesos de dominación no son más complejos,
más complicados que la guerra? Por ejemplo: voy a publicar dentro de unos meses
toda una serie de documentos referidos precisamente a la internación y el
encarcelamiento en los siglos XVII y XVIII.[1] Se verá entonces que la
internación y el encarcelamiento no son medidas autoritarias, venida de lo
alto, no son medidas que hayan golpeado a la gente como un rayo caído del cielo,
que le hayan sido impuestas. En realidad, la propia gente las sentía como
necesarias, la propia gente cuando estaba con los suyos, aun en las familias
más pobres e incluso particularmente en los grupos más desfavorecidos, más
miserables. La internación se percibía como una especie de necesidad para
resolver los problemas que las personas tenían entre sí. Los conflictos graves
dentro de las familias, aun en las más pobres, no podían resolverse sin
problemas, sin internación. De allí el nacimiento de toda una literatura en la
cual la gente explica a las instancias del poder hasta qué punto un esposo ha
sido infiel, hasta qué punto una mujer ha engañado a su marido, hasta qué punto
eran insoportables los hijos. Ellos mismos reclamaban el encarcelamiento de los
culpables en la lengua del poder dominante.
—Para usted, el paso del castigo a
la vigilancia es importante en des historia de la represión.
—En
la historia del sistema penal hubo un momento importante, y me refiero al siglo
XVIII y comienzos del siglo XIX. En las monarquías europeas el crimen no sólo
era desprecio de la ley, transgresión; era al mismo tiempo una suerte de
ultraje cometido contra el rey. Todo crimen era, por así decirlo, un pequeño
regicidio. Se atacaba no sólo la voluntad del rey sino también, en cierta
forma, su fuerza física. En esa medida, la pena era la reacción del poder real
contra el criminal. Pero, en resumidas cuentas, la manera de funcionar de ese
sistema penal era a la vez demasiado costosa e ineficiente, habida cuenta de
que el poder central real estaba directamente ligado al crimen. El sistema
distaba mucho de castigar todos los crímenes. Es cierto que la pena era siempre
violenta y solemne. Pero las mallas de la red del sistema penal eran muy flojas
y resultaba fácil escurrirse a través de ellas. Creo que a lo largo del siglo
XVIII hubo no sólo una racionalización económica —aspecto que a menudo se ha
estudiado en detalle—, sino también una racionalización de las técnicas
políticas, las técnicas de poder y las técnicas de dominación. La disciplina,
es decir los sistemas de vigilancia continua y jerarquizada de trama muy
apretada, es un gran descubrimiento, un descubrimiento muy importante de la
tecnología política.
—Víctor
Hugo dijo que el crimen era un golpe de Estado dado desde abajo. También para
Nietzsche el delito menor era una revuelta contra el poder establecido. Mi
pregunta es esta: ¿las víctimas de la represión son un potencial
revolucionario? ¿Hay una laguna en lo que usted llama mecánica de la vergüenza?
—El
problema es importante y muy interesante: es la cuestión de la significación
del valor político de la transgresión, la criminalidad. Hasta fines del siglo
XVIII pudo haber una incertidumbre, un pasaje permanente del crimen al
enfrentamiento político. Robar, incendiar, asesinar, era una manera de atacar
el poder establecido. A partir del siglo XIX el nuevo sistema penal también
pudo significar, entre otras cosas, la organización de todo un sistema que, en
apariencia, se dignaba la misión de transformar a los individuos. Pero el
objetivo real era crear una esfera criminalizada específica, una capa que debía
aislarse del resto de la población. Debido a ello, esa capa perdió gran parte
de su función política crítica. Y esa capa, esa minoría aislada, fue utilizada
por el poder para inspirar miedo al resto de la población, controlar los
movimientos revolucionarios y sabotearlos. Por ejemplo, los sindicatos de
trabajadores. El poder reclutaba en esta capa a sicarios, asesinos a sueldo,
para imponer sus objetivos políticos. Por añadidura, era lucrativo, por ejemplo
con la prostitución, la trata de mujeres y el tráfico de armas, y hoy el
narcotráfico. En la actualidad, y desde el siglo XIX, los criminales han
perdido toda clase de dinamismo revolucionario. Estoy convencido de ello.
Forman un grupo marginal. Se les ha dado la conciencia de serlo. Constituyen
una minoría artificial, pero utilizable, dentro de la población. Están
excluidos de la sociedad.
—La prisión produce criminales;
el manicomio, locos, y la clínica, enfermos, y ello en interés del poder.
—Sin
duda es así. Pero la cosa es aún más loca. Es difícil de comprender: el sistema
capitalista pretende luchar contra la criminalidad, eliminarla por medio de un
sistema carcelario que no hace, justamente, más que producirla. Lo cual parece
contradictorio. Digo que el criminal producido por la prisión es un criminal
útil, útil para el sistema. Porque es manipulable y siempre puede hacérselo
cantar. Está constantemente sometido a una presión económica y política. Todo
el mundo lo sabe, no hay nada más fácil de utilizar que los delincuentes para
organizar la prostitución. Se convierten en proxenetas. Y en esbirros de
políticos dudosos, fascistas.
—Los
programas de reinserción social tendrían, pues, una función de coartada. Cuando
la reinserción social funciona, ¿es la adaptación a las condiciones la que,
justamente, produce la locura, la enfermedad y la criminalidad? Siempre se
repite la misma desventura.
—El
problema no es tanto desmitificar los programas de reinserción social porque,
como suele decirse, readaptarían a los delincuentes a las condiciones sociales
dominantes. El problema es la desocialización. Me gustaría criticar la opinión
que por desdicha encontramos con demasiada frecuencia entre los izquierdistas,
una posición verdaderamente simplista: el delincuente, como el loco, es alguien
que se rebela, y se lo encierra porque se rebela. Yo lo pondría al revés: se ha
hecho delincuente porque ha ido a prisión. O, mejor, la microdelincuencia que
existía al principio se transforma en macrodelincuencia por la prisión. La
prisión genera, produce, fabrica delincuentes, delincuentes profesionales, y
hay voluntad de que los haya porque son útiles: no se rebelan. Son útiles,
manipulables, y se los manipula.
—También
son, portas tanto, una legitimación del poder. Szasz ha descrito esta situación
en La fabricación de la locura.[2] Así como en la Edad Media las brujas
justificaron la Inquisición, los criminales justifican la policía, y los locos,
los asilos.
—Es
preciso que haya delincuentes y criminales para que la población acepte la
policía, por ejemplo. El miedo al crimen que el cine, la televisión y la prensa
atizan permanentemente es la condición para que se acepte el sistema de
vigilancia policial. Suele decirse que la reinserción social significa
adaptación a las relaciones de dominación, acostumbramiento a la opresión
ambiente. De modo que sería muy malo reinsertar a los delincuentes. Sería
menester que eso dejara de hacerse. Esta posición me parece un poco alejada de
la realidad. No sé cómo son las cosas en Alemania, pero en Francia es así: no
hay reinserción. Todos los presuntos programas de reinserción son, al
contrario, programas para marcar, programas para excluir, programas que empujan
a los afectados a meterse cada vez más en la delincuencia. No sucede de otra
manera. En consecuencia, no se puede hablar de adaptación a las relaciones
burguesas capitalistas. Al contrario, estamos frente a programas de
desocialización.
—Tal vez podría hablarnos de sus
experiencias con el Grupo de Información sobre las Prisiones.
—Vea,
es muy simple: cuando alguien ha pasado por esos programas de reinserción, por
ejemplo por una casa de educación vigilada, un hogar destinado a los presos
liberados o cualquier instancia que ayude y vigile a la vez a los reincidentes,
el resultado es un individuo marcado como delincuente, ante su empleador, ante
el propietario de su vivienda. Su delincuencia lo define y define la relación
que el entorno entabla con él, con lo cual se llega a que el delincuente sólo
pueda vivir en un medio criminal. La permanencia de la criminalidad no es en
modo alguno un fracaso del sistema carcelario; es, al contrario, la
justificación objetiva de su existencia.
—Para
toda la filosofía política —de Platón a Hegel— el poderío era el garante del
desarrolla racional del Estado. Freud decía que no estamos hechos para ser
felices porque el proceso civilizador impone de represión de las pulsiones. Las
utopías de Tomás Moro y Campanella eran Estados policiales puritanos. Pregunta:
¿se puede imaginar una sociedad en la cual la razón y la sensibilidad estén
reconciliadas?
—Las
preguntas que usted hace son dos: primero, la cuestión de la racionalidad o irracionalidad
del Estado. Sabemos que desde la Antigüedad las sociedades occidentales
invocaron la razón y que al mismo tiempo su sistema de poder fue un sistema de
dominación violenta, sangrienta y bárbara. ¿Es eso lo que usted quiere decir?
Yo respondería: ¿puede decirse en general que esa dominación violenta haya sido
irracional? Creo que no. Y me parece que en la historia de Occidente es
importante que se hayan inventado sistemas de dominación de extrema
racionalidad. Tuvo que transcurrir mucho tiempo para llegar a eso, y más tiempo
aún para descubrir lo que había detrás. Se advierte toda una serie de
finalidades, técnicas, métodos: la disciplina reina en la escuela, el ejército,
la fábrica. Estas técnicas de dominación son de una racionalidad extrema. Sin
hablar de la colonización: con su modo de dominación sangrienta, es una técnica
de madurez reflexiva, absolutamente deseada, consciente y racional. El poder de
la razón es un poder sangriento.
—La
razón que se dice razonable dentro de su propio sistema es naturalmente
racional, pero engendra gastos de infinita importancia, a saber, hospitales,
prisiones, asilos de alienados.
—Se
trata de una familia. Pero los costos son menores de lo que se cree; además,
son racionales. Generan incluso una ganancia. Si los miramos con más
detenimiento, son la confirmación de la racionalidad. Los delincuentes sirven a
la sociedad económica y política. Sucede otro tanto con los enfermos. Basta con
pensar en el consumo de productos farmacéuticos y en todo el sistema económico,
político y moral que vive de eso. No se trata de contradicciones; no hay
restos, ningún grano de arena en la máquina. La situación forma parte de la
lógica del sistema.
—¿No
cree usted que esta racionalidad se invierte, que hay un salto cualitativo en
el cual el sistema deja de funcionar y ya no puede reproducirse?
—En
alemán, Vernunft tiene una significación más amplia que raison [razón]
en francés. El concepto alemán de razón tiene una dimensión ética. En francés
se le da una dimensión instrumental, tecnológica. En francés, la tortura es la
razón. Pero comprendo muy bien que en alemán la tortura no pueda ser la razón.
—Los
filósofos griegos, Aristóteles y Platón por ejemplo, tenían una representación
muy determinada de la idealidad. Y, al mismo tiempo, describían una práctica
política que debía proteger al Estado, donde la imposición de esa idealidad
conduciría a una traición de los ideales, cosa que ellos sabían muy bien. Así,
tenían conciencia, por un lado, de que la razón, la racionalidad, tienen algo
que ver con la idealidad, con la moral, y por otro, que cuando la razón se
torna realidad, ya no tiene nada que ver con la moral.
—¿Por
qué? Me parece que no hay ninguna ruptura, ninguna contradicción entre los
fundamentos ideales de la política platónica y la práctica cotidiana. Esta es
la consecuencia de los fundamentos ideales. Sus sistemas de vigilancia, de
disciplina, de coacción, ¿no le parecen la consecuencia directa de ese
fundamento idealmente concebido?
—Platón
era un pragmático que sabía con mucha precisión que, por una parte, tenía que
producir las ideologías que pudiesen instaurar normas éticas y morales
obligatorias para todos. Y sabía con igual precisión que esas normas inventadas
que sería menester imponer por medio de soldados, de la represión, la violencia
y la tortura, la brutalidad. Y para él se trataba claramente de una
contradicción.
—De
hecho, está esta otra cuestión, la del problema de la inhibición de las
pulsiones y los instintos. Podríamos decir que, hasta cierto punto, esa
inhibición era la meta que se había fijado una tecnología del poder
completamente racional, desde Platón hasta nuestras actuales disciplinas. Ese
es un punto de vista. Pero, por un lado, esa inhibición, esa represión, no es
irracional en sí, en el sentido francés. Puede ser que esto no corresponda al
concepto alemán de razón, pero sin duda sí al de razón en el sentido de
racionalidad. Segundo, ¿es tan seguro que esas tecnologías racionales de poder
tengan por meta la inhibición de los instintos? ¿No podríamos decir, al
contrario, que muchas veces es una manera de estimularlos, de excitarlos,
irritándolos y atormentándolos para llevarlos adonde uno quiere y hacerlos
funcionar de tal o cual manera? Doy un ejemplo: se dice que antes de Freud nadie
había pensado en la sexualidad del niño. Que, en todo caso, desde el siglo XVI
hasta fines del siglo XIX, la sexualidad del niño habría sido completamente
desconocida, que se la habría proscrito y reprimido en nombre de cierta
racionalidad, cierta moral de la familia. Si mira cómo se desenvolvieron las
cosas, lo que se escribió, todas las instituciones que se desarrollaron,
comprobará que en la pedagogía real, concreta, de los siglos XVIII y XIX sólo
se habló de una cosa: de la sexualidad del niño. En Alemania, a fines del siglo
XVIII, Basedow, Salzmann y Campe, por ejemplo, quedaron totalmente hipnotizados
por la sexualidad del niño, por la masturbación. Ya no me acuerdo de si fue
Basedow o Salzmann el que abrió una escuela cuyo programa explícito era quitar
a los niños, los adolescentes, el hábito de masturbarse. Esa era la meta
declarada. Lo cual prueba perfectamente que conocían la sexualidad infantil,
que se ocupaban de ella y lo habían hecho de manera continua. Y si nos
preguntamos por qué padres y educadores se interesaron con tanta intensidad en
algo que, en definitiva, era tan inofensivo y difundido, nos damos cuenta de
que, en el fondo, sólo querían una cosa; no que los niños no se masturbaran
más, sino lo contrario: la sexualidad del niño debía llegar a ser tan vigorosa,
tan excitada, que todo el mundo estuviera obligado a ocuparse de ella. La madre
debía vigilar sin cesar al niño, observar lo que hacía, cuál era su
comportamiento, qué pasaba a la noche. El padre vigilaba a la familia. Y el
médico y el pedagogo daban vueltas alrededor de ella. En todas esas
instituciones había una pirámide de supervisores, maestros, directores,
prefectos, y todos giraban en torno del cuerpo del niño, en torno de su
peligrosa sexualidad. Yo no diría que esa sexualidad fue reprimida; al
contrario, se la atizó para que sirviera de justificación a toda una red de
estructuras de poder. Desde fines del siglo XVIII, la familia europea fue
literalmente sexualizada por una inquietud por la sexualidad que no dejó de
imponérsele. La familia no es en absoluto el lugar de represión de la
sexualidad. Es el lugar de ejercicio de la sexualidad. No creo, por tanto, que
pueda decirse que la racionalidad de tipo europeo sea irracional. Y no creo que
pueda decirse que su función principal es la inhibición, la censura de las
pulsiones. En otras palabras, me parece necesario abandonar por completo el
esquema de Reich. Esa es mi hipótesis, mi hipótesis de trabajo.
—¿Hay
una ética escéptica? Donde ya no hay principios normativos, donde ya no quedan
sino decisiones pragmáticas, ¿podemos imaginar una alternativa al Estado de
policía, tanto más cuanto que los países que se dicen socialistas apenas dan
motivos para esperarlo?
—La
respuesta a su pregunta es triste, habida cuenta de los días sombríos que
vivimos y el hecho de que la sucesión del presidente Mao Tse-tung se haya
resuelto por las armas. Se fusiló o encarceló a hombres, y hablaron las
ametralladoras. Hoy, 14 de octubre, es un día del que puede decirse, quizá
desde la Revolución Rusa de octubre de 1917, quizás incluso desde los grandes
movimientos revolucionarios europeos de 1848, es decir, desde hace sesenta años
o, si se quiere, desde hace ciento veinte años, que es la primera vez que ya no
hay sobre la Tierra un solo punto del que pueda verse brotar la luz de una
esperanza. Ya no hay orientación. Ni siquiera en la Unión Soviética, es obvio.
Y tampoco en los países satélites. También eso es evidente. Ni en Cuba. Ni en
la revolución palestina, y tampoco en China, desde luego. Ni en Vietnam ni en
Camboya. Por primera vez, la izquierda, frente a lo que acaba de pasar en
China, todo el pensamiento de la izquierda europea, ese pensamiento europeo
revolucionario que tenía sus puntos de referencia en el mundo entero y los
elaboraba de una manera determinada, un pensamiento, en consecuencia, que se
orientaba conforme a cosas situadas fuera de sí mismas, ha perdido las
referencias históricas que encontraba con anterioridad en otras partes del
mundo. Ha perdido sus puntos de apoyo concretos. Ya no existe un solo
movimiento revolucionario, y con mayor razón un solo país socialista, entre
comillas, que podamos invocar para decir: ¡así hay que hacer! ¡Ese es el
modelo! ¡Esa es la línea! ¡Es un estado de cosas notable! Diría que hemos
vuelto al año 1830, es decir que hay que empezar todo de nuevo. Sin embargo, el
año 1830 todavía tenía detrás la Revolución Francesa y toda la tradición
europea de la Ilustración; por nuestra parte, tenemos que empezar de nuevo
desde el principio y preguntarnos a partir de qué se puede hacer la crítica de
nuestra sociedad en una situación en la que el punto de apoyo que hasta aquí
habíamos tornado implícita o explícitamente para hacerla —en una palabra, la
importante tradición del socialismo— debe ponerse en tela de juicio en sus
aspectos fundamentales, porque es preciso condenar todo lo que esa tradición
socialista ha producido en la historia.
—¿Entonces,
si lo entiendo bien, usted es muy pesimista?
—Diría
que tener conciencia de la dificultad de las condiciones no es necesariamente
una muestra de pesimismo. Diría que si veo las dificultades, es justamente en
la medida en que soy optimista. O bien, si lo prefiere, porque veo las
dificultades —y son enormes—, hace falta mucho optimismo para decir: ¡volvamos
a empezar! Tiene que ser posible volver a empezar. Es decir, volver a empezar
el análisis, la crítica; no, por supuesto, el mero análisis de la llamada
sociedad “capitalista”, sino el análisis del poderoso sistema social, estatal,
que encontramos en los países socialistas y capitalistas. Esa es la crítica que
hay que hacer. Es una tarea enorme, por cierto. Hay que comenzar desde ya y con
mucho optimismo.
Notas:
[1]
Michel Foucault y Arlette Farge (presentación), Le Desordre des families: lettres de cachet des archives de la Bastille
au XVIIIc siècle, París, Julliard/Gallimard, 1982, col. “Archives”. [N. del E.] <<
[2]
Thomas Szasz, The Manufacture of Madness.
A Comparative Study of the
Inquisition and the Mental Health Movement, Nueva York, Harper & Row,
1970 [trad. cast.: La fabricación de la
locura: estudio comparativo de la Inquisición y el movimiento en defensa de la
salud mental, Barcelona, Kairós, 1981]. [N. del E.] <<
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