domingo, 25 de junio de 2017

Entrevista de Knut Boesers a Michel Foucault

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La tortura es la razón



                [Entrevista de Knut Boesers a Michel Foucault  , 1977.]


                —Usted hizo la Historia de la locura, de la clínica y de la prisión. Benjamín dijo una vez que nuestra comprensión de la historia era la de los vencedores. ¿Escribe usted la historia de los perdedores?

                —Sí, me gustaría mucho escribir la historia de los vencidos. Es un bello sueño que muchos comparten: dar por fin la palabra a quienes no pudieron tomarla hasta el presente, a quienes fueron forzados al silencio por la historia, por la violencia de la historia, por todos los sistemas de dominación y explotación. Sí. Pero hay dos dificultades. Primero, quienes fueron vencidos —en caso de que los haya, además— son aquellos a quienes, por definición, se les ha quitado la palabra. Y si pese a ello hablaran, no lo harían en su propia lengua. Se les ha impuesto una lengua extranjera. No están mudos. No es que hablen una lengua que no hayamos escuchado y nos sintamos hoy obligados a escuchar. Por el hecho de estar dominados, se les impusieron una lengua y ciertos conceptos. Y las ideas así impuestas a ellos son la marca de las cicatrices de la opresión a la que estaban sometidos. Cicatrices, huellas que impregnaron su pensamiento. Diría incluso que impregnan hasta sus actitudes corporales. ¿Existió alguna vez la lengua de los vencidos? Es una primera pregunta. Pero querría hacer esta otra: ¿se puede describir la historia como un proceso de guerra? ¿Cómo una sucesión de victorias y derrotas? Es un problema importante que el marxismo no siempre abordó hasta sus últimas consecuencias. Cuando se habla de lucha de clases, ¿qué se entiende por lucha? ¿Se trata de guerras, de batallas? ¿Podemos decodificar la confrontación, la opresión que se producen dentro de una sociedad y que la caracterizan, podemos descifrar esa confrontación, esa lucha, como una suerte de guerra? ¿Los procesos de dominación no son más complejos, más complicados que la guerra? Por ejemplo: voy a publicar dentro de unos meses toda una serie de documentos referidos precisamente a la internación y el encarcelamiento en los siglos XVII y XVIII.[1] Se verá entonces que la internación y el encarcelamiento no son medidas autoritarias, venida de lo alto, no son medidas que hayan golpeado a la gente como un rayo caído del cielo, que le hayan sido impuestas. En realidad, la propia gente las sentía como necesarias, la propia gente cuando estaba con los suyos, aun en las familias más pobres e incluso particularmente en los grupos más desfavorecidos, más miserables. La internación se percibía como una especie de necesidad para resolver los problemas que las personas tenían entre sí. Los conflictos graves dentro de las familias, aun en las más pobres, no podían resolverse sin problemas, sin internación. De allí el nacimiento de toda una literatura en la cual la gente explica a las instancias del poder hasta qué punto un esposo ha sido infiel, hasta qué punto una mujer ha engañado a su marido, hasta qué punto eran insoportables los hijos. Ellos mismos reclamaban el encarcelamiento de los culpables en la lengua del poder dominante.

                —Para usted, el paso del castigo a la vigilancia es importante en des historia de la represión.

              —En la historia del sistema penal hubo un momento importante, y me refiero al siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. En las monarquías europeas el crimen no sólo era desprecio de la ley, transgresión; era al mismo tiempo una suerte de ultraje cometido contra el rey. Todo crimen era, por así decirlo, un pequeño regicidio. Se atacaba no sólo la voluntad del rey sino también, en cierta forma, su fuerza física. En esa medida, la pena era la reacción del poder real contra el criminal. Pero, en resumidas cuentas, la manera de funcionar de ese sistema penal era a la vez demasiado costosa e ineficiente, habida cuenta de que el poder central real estaba directamente ligado al crimen. El sistema distaba mucho de castigar todos los crímenes. Es cierto que la pena era siempre violenta y solemne. Pero las mallas de la red del sistema penal eran muy flojas y resultaba fácil escurrirse a través de ellas. Creo que a lo largo del siglo XVIII hubo no sólo una racionalización económica —aspecto que a menudo se ha estudiado en detalle—, sino también una racionalización de las técnicas políticas, las técnicas de poder y las técnicas de dominación. La disciplina, es decir los sistemas de vigilancia continua y jerarquizada de trama muy apretada, es un gran descubrimiento, un descubrimiento muy importante de la tecnología política.

                —Víctor Hugo dijo que el crimen era un golpe de Estado dado desde abajo. También para Nietzsche el delito menor era una revuelta contra el poder establecido. Mi pregunta es esta: ¿las víctimas de la represión son un potencial revolucionario? ¿Hay una laguna en lo que usted llama mecánica de la vergüenza?

              —El problema es importante y muy interesante: es la cuestión de la significación del valor político de la transgresión, la criminalidad. Hasta fines del siglo XVIII pudo haber una incertidumbre, un pasaje permanente del crimen al enfrentamiento político. Robar, incendiar, asesinar, era una manera de atacar el poder establecido. A partir del siglo XIX el nuevo sistema penal también pudo significar, entre otras cosas, la organización de todo un sistema que, en apariencia, se dignaba la misión de transformar a los individuos. Pero el objetivo real era crear una esfera criminalizada específica, una capa que debía aislarse del resto de la población. Debido a ello, esa capa perdió gran parte de su función política crítica. Y esa capa, esa minoría aislada, fue utilizada por el poder para inspirar miedo al resto de la población, controlar los movimientos revolucionarios y sabotearlos. Por ejemplo, los sindicatos de trabajadores. El poder reclutaba en esta capa a sicarios, asesinos a sueldo, para imponer sus objetivos políticos. Por añadidura, era lucrativo, por ejemplo con la prostitución, la trata de mujeres y el tráfico de armas, y hoy el narcotráfico. En la actualidad, y desde el siglo XIX, los criminales han perdido toda clase de dinamismo revolucionario. Estoy convencido de ello. Forman un grupo marginal. Se les ha dado la conciencia de serlo. Constituyen una minoría artificial, pero utilizable, dentro de la población. Están excluidos de la sociedad.



                —La prisión produce criminales; el manicomio, locos, y la clínica, enfermos, y ello en interés del poder.

                —Sin duda es así. Pero la cosa es aún más loca. Es difícil de comprender: el sistema capitalista pretende luchar contra la criminalidad, eliminarla por medio de un sistema carcelario que no hace, justamente, más que producirla. Lo cual parece contradictorio. Digo que el criminal producido por la prisión es un criminal útil, útil para el sistema. Porque es manipulable y siempre puede hacérselo cantar. Está constantemente sometido a una presión económica y política. Todo el mundo lo sabe, no hay nada más fácil de utilizar que los delincuentes para organizar la prostitución. Se convierten en proxenetas. Y en esbirros de políticos dudosos, fascistas.

                —Los programas de reinserción social tendrían, pues, una función de coartada. Cuando la reinserción social funciona, ¿es la adaptación a las condiciones la que, justamente, produce la locura, la enfermedad y la criminalidad? Siempre se repite la misma desventura.

                —El problema no es tanto desmitificar los programas de reinserción social porque, como suele decirse, readaptarían a los delincuentes a las condiciones sociales dominantes. El problema es la desocialización. Me gustaría criticar la opinión que por desdicha encontramos con demasiada frecuencia entre los izquierdistas, una posición verdaderamente simplista: el delincuente, como el loco, es alguien que se rebela, y se lo encierra porque se rebela. Yo lo pondría al revés: se ha hecho delincuente porque ha ido a prisión. O, mejor, la microdelincuencia que existía al principio se transforma en macrodelincuencia por la prisión. La prisión genera, produce, fabrica delincuentes, delincuentes profesionales, y hay voluntad de que los haya porque son útiles: no se rebelan. Son útiles, manipulables, y se los manipula.

                —También son, portas tanto, una legitimación del poder. Szasz ha descrito esta situación en La fabricación de la locura.[2] Así como en la Edad Media las brujas justificaron la Inquisición, los criminales justifican la policía, y los locos, los asilos.

                —Es preciso que haya delincuentes y criminales para que la población acepte la policía, por ejemplo. El miedo al crimen que el cine, la televisión y la prensa atizan permanentemente es la condición para que se acepte el sistema de vigilancia policial. Suele decirse que la reinserción social significa adaptación a las relaciones de dominación, acostumbramiento a la opresión ambiente. De modo que sería muy malo reinsertar a los delincuentes. Sería menester que eso dejara de hacerse. Esta posición me parece un poco alejada de la realidad. No sé cómo son las cosas en Alemania, pero en Francia es así: no hay reinserción. Todos los presuntos programas de reinserción son, al contrario, programas para marcar, programas para excluir, programas que empujan a los afectados a meterse cada vez más en la delincuencia. No sucede de otra manera. En consecuencia, no se puede hablar de adaptación a las relaciones burguesas capitalistas. Al contrario, estamos frente a programas de desocialización.

                —Tal vez podría hablarnos de sus experiencias con el Grupo de Información sobre las Prisiones.

                —Vea, es muy simple: cuando alguien ha pasado por esos programas de reinserción, por ejemplo por una casa de educación vigilada, un hogar destinado a los presos liberados o cualquier instancia que ayude y vigile a la vez a los reincidentes, el resultado es un individuo marcado como delincuente, ante su empleador, ante el propietario de su vivienda. Su delincuencia lo define y define la relación que el entorno entabla con él, con lo cual se llega a que el delincuente sólo pueda vivir en un medio criminal. La permanencia de la criminalidad no es en modo alguno un fracaso del sistema carcelario; es, al contrario, la justificación objetiva de su existencia.



              —Para toda la filosofía política —de Platón a Hegel— el poderío era el garante del desarrolla racional del Estado. Freud decía que no estamos hechos para ser felices porque el proceso civilizador impone de represión de las pulsiones. Las utopías de Tomás Moro y Campanella eran Estados policiales puritanos. Pregunta: ¿se puede imaginar una sociedad en la cual la razón y la sensibilidad estén reconciliadas?

                —Las preguntas que usted hace son dos: primero, la cuestión de la racionalidad o irracionalidad del Estado. Sabemos que desde la Antigüedad las sociedades occidentales invocaron la razón y que al mismo tiempo su sistema de poder fue un sistema de dominación violenta, sangrienta y bárbara. ¿Es eso lo que usted quiere decir? Yo respondería: ¿puede decirse en general que esa dominación violenta haya sido irracional? Creo que no. Y me parece que en la historia de Occidente es importante que se hayan inventado sistemas de dominación de extrema racionalidad. Tuvo que transcurrir mucho tiempo para llegar a eso, y más tiempo aún para descubrir lo que había detrás. Se advierte toda una serie de finalidades, técnicas, métodos: la disciplina reina en la escuela, el ejército, la fábrica. Estas técnicas de dominación son de una racionalidad extrema. Sin hablar de la colonización: con su modo de dominación sangrienta, es una técnica de madurez reflexiva, absolutamente deseada, consciente y racional. El poder de la razón es un poder sangriento.

                —La razón que se dice razonable dentro de su propio sistema es naturalmente racional, pero engendra gastos de infinita importancia, a saber, hospitales, prisiones, asilos de alienados.

                —Se trata de una familia. Pero los costos son menores de lo que se cree; además, son racionales. Generan incluso una ganancia. Si los miramos con más detenimiento, son la confirmación de la racionalidad. Los delincuentes sirven a la sociedad económica y política. Sucede otro tanto con los enfermos. Basta con pensar en el consumo de productos farmacéuticos y en todo el sistema económico, político y moral que vive de eso. No se trata de contradicciones; no hay restos, ningún grano de arena en la máquina. La situación forma parte de la lógica del sistema.

                —¿No cree usted que esta racionalidad se invierte, que hay un salto cualitativo en el cual el sistema deja de funcionar y ya no puede reproducirse?

                —En alemán, Vernunft tiene una significación más amplia que raison [razón] en francés. El concepto alemán de razón tiene una dimensión ética. En francés se le da una dimensión instrumental, tecnológica. En francés, la tortura es la razón. Pero comprendo muy bien que en alemán la tortura no pueda ser la razón.

                —Los filósofos griegos, Aristóteles y Platón por ejemplo, tenían una representación muy determinada de la idealidad. Y, al mismo tiempo, describían una práctica política que debía proteger al Estado, donde la imposición de esa idealidad conduciría a una traición de los ideales, cosa que ellos sabían muy bien. Así, tenían conciencia, por un lado, de que la razón, la racionalidad, tienen algo que ver con la idealidad, con la moral, y por otro, que cuando la razón se torna realidad, ya no tiene nada que ver con la moral.

                —¿Por qué? Me parece que no hay ninguna ruptura, ninguna contradicción entre los fundamentos ideales de la política platónica y la práctica cotidiana. Esta es la consecuencia de los fundamentos ideales. Sus sistemas de vigilancia, de disciplina, de coacción, ¿no le parecen la consecuencia directa de ese fundamento idealmente concebido?

                —Platón era un pragmático que sabía con mucha precisión que, por una parte, tenía que producir las ideologías que pudiesen instaurar normas éticas y morales obligatorias para todos. Y sabía con igual precisión que esas normas inventadas que sería menester imponer por medio de soldados, de la represión, la violencia y la tortura, la brutalidad. Y para él se trataba claramente de una contradicción.

                —De hecho, está esta otra cuestión, la del problema de la inhibición de las pulsiones y los instintos. Podríamos decir que, hasta cierto punto, esa inhibición era la meta que se había fijado una tecnología del poder completamente racional, desde Platón hasta nuestras actuales disciplinas. Ese es un punto de vista. Pero, por un lado, esa inhibición, esa represión, no es irracional en sí, en el sentido francés. Puede ser que esto no corresponda al concepto alemán de razón, pero sin duda sí al de razón en el sentido de racionalidad. Segundo, ¿es tan seguro que esas tecnologías racionales de poder tengan por meta la inhibición de los instintos? ¿No podríamos decir, al contrario, que muchas veces es una manera de estimularlos, de excitarlos, irritándolos y atormentándolos para llevarlos adonde uno quiere y hacerlos funcionar de tal o cual manera? Doy un ejemplo: se dice que antes de Freud nadie había pensado en la sexualidad del niño. Que, en todo caso, desde el siglo XVI hasta fines del siglo XIX, la sexualidad del niño habría sido completamente desconocida, que se la habría proscrito y reprimido en nombre de cierta racionalidad, cierta moral de la familia. Si mira cómo se desenvolvieron las cosas, lo que se escribió, todas las instituciones que se desarrollaron, comprobará que en la pedagogía real, concreta, de los siglos XVIII y XIX sólo se habló de una cosa: de la sexualidad del niño. En Alemania, a fines del siglo XVIII, Basedow, Salzmann y Campe, por ejemplo, quedaron totalmente hipnotizados por la sexualidad del niño, por la masturbación. Ya no me acuerdo de si fue Basedow o Salzmann el que abrió una escuela cuyo programa explícito era quitar a los niños, los adolescentes, el hábito de masturbarse. Esa era la meta declarada. Lo cual prueba perfectamente que conocían la sexualidad infantil, que se ocupaban de ella y lo habían hecho de manera continua. Y si nos preguntamos por qué padres y educadores se interesaron con tanta intensidad en algo que, en definitiva, era tan inofensivo y difundido, nos damos cuenta de que, en el fondo, sólo querían una cosa; no que los niños no se masturbaran más, sino lo contrario: la sexualidad del niño debía llegar a ser tan vigorosa, tan excitada, que todo el mundo estuviera obligado a ocuparse de ella. La madre debía vigilar sin cesar al niño, observar lo que hacía, cuál era su comportamiento, qué pasaba a la noche. El padre vigilaba a la familia. Y el médico y el pedagogo daban vueltas alrededor de ella. En todas esas instituciones había una pirámide de supervisores, maestros, directores, prefectos, y todos giraban en torno del cuerpo del niño, en torno de su peligrosa sexualidad. Yo no diría que esa sexualidad fue reprimida; al contrario, se la atizó para que sirviera de justificación a toda una red de estructuras de poder. Desde fines del siglo XVIII, la familia europea fue literalmente sexualizada por una inquietud por la sexualidad que no dejó de imponérsele. La familia no es en absoluto el lugar de represión de la sexualidad. Es el lugar de ejercicio de la sexualidad. No creo, por tanto, que pueda decirse que la racionalidad de tipo europeo sea irracional. Y no creo que pueda decirse que su función principal es la inhibición, la censura de las pulsiones. En otras palabras, me parece necesario abandonar por completo el esquema de Reich. Esa es mi hipótesis, mi hipótesis de trabajo.

                —¿Hay una ética escéptica? Donde ya no hay principios normativos, donde ya no quedan sino decisiones pragmáticas, ¿podemos imaginar una alternativa al Estado de policía, tanto más cuanto que los países que se dicen socialistas apenas dan motivos para esperarlo?

                —La respuesta a su pregunta es triste, habida cuenta de los días sombríos que vivimos y el hecho de que la sucesión del presidente Mao Tse-tung se haya resuelto por las armas. Se fusiló o encarceló a hombres, y hablaron las ametralladoras. Hoy, 14 de octubre, es un día del que puede decirse, quizá desde la Revolución Rusa de octubre de 1917, quizás incluso desde los grandes movimientos revolucionarios europeos de 1848, es decir, desde hace sesenta años o, si se quiere, desde hace ciento veinte años, que es la primera vez que ya no hay sobre la Tierra un solo punto del que pueda verse brotar la luz de una esperanza. Ya no hay orientación. Ni siquiera en la Unión Soviética, es obvio. Y tampoco en los países satélites. También eso es evidente. Ni en Cuba. Ni en la revolución palestina, y tampoco en China, desde luego. Ni en Vietnam ni en Camboya. Por primera vez, la izquierda, frente a lo que acaba de pasar en China, todo el pensamiento de la izquierda europea, ese pensamiento europeo revolucionario que tenía sus puntos de referencia en el mundo entero y los elaboraba de una manera determinada, un pensamiento, en consecuencia, que se orientaba conforme a cosas situadas fuera de sí mismas, ha perdido las referencias históricas que encontraba con anterioridad en otras partes del mundo. Ha perdido sus puntos de apoyo concretos. Ya no existe un solo movimiento revolucionario, y con mayor razón un solo país socialista, entre comillas, que podamos invocar para decir: ¡así hay que hacer! ¡Ese es el modelo! ¡Esa es la línea! ¡Es un estado de cosas notable! Diría que hemos vuelto al año 1830, es decir que hay que empezar todo de nuevo. Sin embargo, el año 1830 todavía tenía detrás la Revolución Francesa y toda la tradición europea de la Ilustración; por nuestra parte, tenemos que empezar de nuevo desde el principio y preguntarnos a partir de qué se puede hacer la crítica de nuestra sociedad en una situación en la que el punto de apoyo que hasta aquí habíamos tornado implícita o explícitamente para hacerla —en una palabra, la importante tradición del socialismo— debe ponerse en tela de juicio en sus aspectos fundamentales, porque es preciso condenar todo lo que esa tradición socialista ha producido en la historia.

                —¿Entonces, si lo entiendo bien, usted es muy pesimista?

                —Diría que tener conciencia de la dificultad de las condiciones no es necesariamente una muestra de pesimismo. Diría que si veo las dificultades, es justamente en la medida en que soy optimista. O bien, si lo prefiere, porque veo las dificultades —y son enormes—, hace falta mucho optimismo para decir: ¡volvamos a empezar! Tiene que ser posible volver a empezar. Es decir, volver a empezar el análisis, la crítica; no, por supuesto, el mero análisis de la llamada sociedad “capitalista”, sino el análisis del poderoso sistema social, estatal, que encontramos en los países socialistas y capitalistas. Esa es la crítica que hay que hacer. Es una tarea enorme, por cierto. Hay que comenzar desde ya y con mucho optimismo.


Notas:


[1] Michel Foucault y Arlette Farge (presentación), Le Desordre des families: lettres de cachet des archives de la Bastille au XVIIIc siècle, París, Julliard/Gallimard, 1982, col. “Archives”. [N. del E.] <<
                [2] Thomas Szasz, The Manufacture of Madness. A Comparative Study of the Inquisition and the Mental Health Movement, Nueva York, Harper & Row, 1970 [trad. cast.: La fabricación de la locura: estudio comparativo de la Inquisición y el movimiento en defensa de la salud mental, Barcelona, Kairós, 1981]. [N. del E.] <<



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