La
significación continental de Manuel González Prada: sobre la génesis del
anarquismo en Hispanoamérica*
The Continental Meaning of Manuel González
Prada: On the Genesis of Anarchism in Hispanic America
Juan
Guillermo Gómez García**
**
Abogado de la Universidad Externado de Colombia.
Doctor en Filosofía,
Universidad de Bielefeld (Alemania)
RESUMEN
En
primer lugar, se realiza una breve caracterización de los tres tipos de
intelectuales en América Latina, desde la independencia a hoy. Luego se pasa a
González Prada. Una renovación de los estudios sobre el destacado pensador
peruano Manuel González Prada (1844-1918), cabría plantearla con tres nuevos
problemas, o en relación sintética de aspectos de primer rango. El primero de
ellos, es el de la consideración de la nación peruana como una nación
deficitaria. El segundo, el de la transición del pensador peruano desde sus
primeras posturas liberal-positivistas y anticlericales a un radicalismo, cada
vez más decisivo, que desembocó en el anarquismo. Tercero, la posición o
reconfiguración del intelectual a la luz de la cuestión obrera.
Palabras
claves: Tipos Intelectuales en América Latina; Manuel González Prada;
Nación Peruana; Anarquismo; Luchas Obreras; Tipo Intelectual Radical.
ABSTRACT
By way of prior explanation, this
article presents a short characterization of the three types of intellectuals
in Latin America, from independence to today, in order to consequently analyze
the figure of González Prada. A renewal of studies on the noticeable Peruvian
thinker Manuel González Prada (1844-1918), it would be constructive to analyze
him through three new approaches or through a synthetic relationship of primary
characteristics. The first of these is the reference to the consideration of
the Peruvian nation as a deficit nation. The second is the transition of the
Peruvian thinker from his first liberal-positivist and anti-clerical positions
to a radicalism, becoming more and more decisive, which resulted in anarchism.
And the third characteristic is tied to the position or reconfiguration of the
intellectual in light of the worker issue.
Keywords: Intellectual Types in Latin America;
Manuel González Prada; Peruvian Nation; Ernest Renán; Anarchism; Workers Struggles;
Radical Intellectual Type.
1.
Los intelectuales en la historia de las ideas en Hispanoamérica
Las
preguntas referidas especialmente al caso del peruano González Parada, a saber,
¿qué significó la nación peruana para él? ¿Cómo se desplazó del
anticlericalismo al anarquismo?, y ¿qué forma o tipo intelectual lo
caracteriza?, precisan de unas notas previas que contribuyan a establecer un
marco general del desarrollo de los intelectuales en la historia Hispanoamérica
(o de América Latina), a partir de la Independencia. Ante la carencia de una
historia general de los intelectuales para nuestro continente, toda formulación
debe considerarse provisional[1]. La indicación
sociológica de Karl Mannheim en sus Ensayos sobre la sociología de la
cultura (1932) a saber, que el intelectual es el punto de articulación
o eslabón base en la relación sociedad/ producción de ideas, contribuye a
despejar un problema metodológico fundamental. Es decir, se puede pensar a partir
de esta consideración de Mannheim, que el sujeto privilegiado de la historia de
las ideas, entendidas como derivada o en asocio de la estructura social, es el
intelectual y su obra, sus funciones y sus escenarios en que actúa o ejerce su
influencia. El intelectual, se dice, está inserto en la vida social de modo que
él es parte de ella, está sometido, en gran medida, a sus determinantes
socio-culturales lengua, religión, comunidad, origen social, formación,
desempeño, medios, estado de las ciencias, público
lector, entre otros pero a la vez incide en la
marcha o modificación de estos componentes externos,
de un modo y un grado múltiple y no del todo consciente o
determinable.
Mannheim
trae como ilustración característica de su sociología del conocimiento en la que se inserta la sociología
de los intelectuales la posición
de privilegio del profesorado prusiano en la época
de Hegel. El idealismo alemán profesaba
la imagen solipsista del conocimiento que afirma la tarea de la filosofía como el pensar del pensar. Esta suposición de que las ideas
parten de la cabeza del profesor, exclusivamente, sin referencia del medio
social que las posibilita y las desarrolla, es un ejemplo sociológicamente
pertinente y caracterizable para la ciencia social. Es decir, cabe al sociólogo
comprender la producción del conocer como parte de una estructura social típica
en este caso la función de la universidad de cuño
humboldtiano de lo que se conoce históricamente como las reformas prusianas, sin las que ese
reformismo defensivo y esta filosofía idealista no serían aprehensibles para el
conocer sociológico. El pensar hace a la sociedad, pero sin duda la sociedad
hace al pensar; o mejor, el pensar es parte de la estructura social, la
posibilita, la modifica y es modificado a su vez. Los ejemplos se pueden
multiplicar, tanto en Mannheim, como en quienes han desarrollado este campo del
conocer social como Gramsci, Georg Lukács, Robert Merton, Louis Horowitz,
Edward Shils, Lewis A. Coser, Leo Loewenthal, Pierre Bourdieu entre una serie
de destacados sociólogos del siglo XX.
Para
la inteligencia hispano o latinoamericana, cabría adelantar una caracterización
sociológica sobre la base metodológica de los tipos puros de inspiración en Max
Weber. Se podría adelantar tres tipos desde la época de la independencia, a
saber, el intelectual-político, el intelectual puro y elintelectual-científico
social. El primero estaría representado por hombres como Juan Pablo Viscardo,
Simón Bolívar, Andrés Bello, Domingo F. Sarmiento, González Prada o José Martí;
el segundo por Rubén Darío, J. E. Rodó, Tomás Carrasquilla o Alfonso Reyes; el
tercero por Gilberto Freire, Fernando Ortiz, José Medina Echevarría o Mario
Góngora. Cronológicamente el primer tipo cubre los hombres de la independencia
y las décadas siguientes a la formación de las naciones; el segundo el fin de
siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX; y el tercero se desarrolla a
partir de los procesos de masificación urbana de mediados del siglo XX en
adelante. Esta tipología, como es de la naturaleza del tipo weberiano, es una
construcción abstraída del material empírico, es decir, de la vida y obra de
los intelectuales, y sirve de instrumento metodológico intermedio entre la
historia de tendencia ideográfica de las ideas y las posibles reglas o leyes
dominantes de la inteligencia latinoamericana. Esta es pues una sugerencia en
medio del camino reconstructivo de una amplísima y, de algún modo, inabarcable
vida de la inteligencia latinoamericana. Ella puede dejar en el camino,
aparentemente, a corrientes como el positivismo en el siglo XIX o atender, a
medias, la fuerte oleada del marxismo-leninismo producida bajo el impacto de la
revolución cubana. También, por supuesto, podría considerarse insuficiente para
explicar los movimientos anti-intelectualistas que, en forma espasmódica, pero
no menos significativa, se producen en la historia de la inteligencia
hispanoamericana, como es el caso de la restauración o revisionismo histórico
de principios del siglo XX, que cobija a un Ernesto Quesada, Vallenilla Lanz o
hasta Fernando González, o como es el caso del anti-intelectualismo de la
izquierda de los años sesenta y setenta que convirtió en epicentro del universo
a La Habana.
La
nominación intelectual, hombre de letras, escritor, llevaría a una larga
consideración conceptual. Apenas habría que anotar que llamamos intelectual, a
quien dedica una considerable parte de su vida, con una cierta base
profesional, a la producción de ideas útiles y bellas y
que él y su época
consideran como tal y a su difusión y masificación,
por muy diversos medios, y con ello contribuye a potenciar el marco de la
opinión pública, de un modo u otro. Hecha estas consideraciones mínimas, es
necesario pasar a dar unos trazos básicos de cada uno de estos tipos sugeridos.
Nadie
puede discutir que el papel de las ideas de la Ilustración, en el marco de las
tensiones entre España y sus colonias, fue determinante, pero igualmente parece
necesario agregar que ese papel o su determinado sentido sólo alcanza a ser
evaluado en la medida que él actúa efectivamente sobre el acontecer histórico,
cuando ese legado filosófico crítico encarna en el lenguaje político y las
formulaciones constitucionales de un Juan Pablo Viscardo y Guzmán, Antonio
Nariño, fray Servando Teresa de Mier, Mariano Moreno o Simón Bolívar. En cada
uno de ellos ejercen sus circunstancias o roles de adscripción, uno u otro
efecto, y a la vez, cada uno de ellos irradia sus consecuencias de acuerdo al
radio de acción o a la marcha de los acontecimientos. De una forma u otra, el
marco general de tensiones políticas en que se mueven estos independentistas de quienes tomamos el ejemplo para aclarar el sentido de una
hipótesis general de su papel como
intelectuales, debe observar al menos cuatro
aspectos decisivos: el primero, que ellos se mueven en un ambiente de cultura
ilustrada, vale decir, que hacen de su tarea intelectual un ejercicio activo
consciente para la mejora social y de crítica a las instituciones públicas a
partir de lecturas como Montesquieu o Rousseau o Raynal; el segundo, que el
marco privilegiado de su prédica es de acento casi invariablemente político, en
la formación utópica de la nación como comunidad por venir; el tercero, que
hacen de sus ideas instrumentos o armas de la vida pública con el fin de incidir
en ella de forma inmediata; el cuarto, que su formulación responde a su ideal
criollo, vale decir, que son portavoces de una clase determinada los americanos españoles que disputa un lugar en la vida
pública con sus rivales peninsulares,
contra quienes controvierten en forma agria los títulos de su permanencia en el
continente. En estos determinantes fundamentos se entrecruzan o se establecen
las variables dominantes que van a tener efectos, por lo demás equívocos, o
conflictos en las guerras de independencia, primero, y luego como legado
controvertible, pero al fin fundacional, de nuestras repúblicas en el siglo
XIX.
Este
cuerpo de ideas diseminado por todo el continente
y al cual se agrega su epos por el curso más o
menos glorioso de las guerras que justificaron la rebelión contra la Madre
Patria que va a dar lugar a confrontaciones
entre dos bandos dominantes, liberales y conservadores, seguirá arrastrando sus predeterminantes a lo largo de las décadas siguientes. El primer tipo de intelectual, en el cual
está inserto un Manuel González Prada, está perfilado desde los primeros años
de la Independencia. Este puede encarnar en las figuras del venezolano Andrés
Bello, el colombiano Juan García del Río, el argentino Domingo F. Sarmiento, el
chileno Francisco Bilbao, el mexicano Ignacio Manuel Altamirano o el cubano
José Martí, y tiene una especial nota común: la escritura es parte de la acción
pública y su legado intelectual es resultado, en sus materiales sustanciales,
de las concretas circunstancias y posiciones políticas como
ministros, diplomáticos, militares, rectores,
directores de periódicos en
que actuaron, motivaron o se vieron impelidos a definir.
Obra
literaria y obra pública están íntimamente entrelazadas. Toda escritura de ahí su vínculo
con la ilustración de un Unanue en Perú o un Caldas en la Nueva Granada es un ejercicio consciente de responsabilidad social, de
pedagogía y de seria indagación por los fundamentos del conocimiento, es decir, en una
palabra, de racionalización. El múltiple
y variado interés de sus objetos intelectuales, los podría acercar al modelo
humanista del renacimiento, menos por caprichos que por la fuerza de las
circunstancias en que tenían que intervenir, para crear, modificar, o destruir.
En el fondo, se trataba de sustituir una cultura heredada por otra. Se trataba
de dar nuevo piso cultural a unas excolonias que había sufrido no solo el
despojo material y la expoliación inmisericorde de sus nativos, sino que había
heredado los hábitos, costumbres, mentalidades de la Madre España. Los vicios
de la Contrarreforma fanatismo, intolerancia, pereza
mental iban en contra de los postulados
ilustrados, aunque estos, sea dicho de paso, no se tomaron en bloque y fueron
refinados en el laboratorio histórico del
romanticismo de cuño herderiano.
España,
en una palabra, siguió gravitando como un tema dominante, tanto porque ella no
cejaba en su intención de reconquistar a sus colonias, sino porque ella
pervivía como lastre en las nacientes repúblicas e impedía o inhibía la realización
de sus postulados republicanos. Si hubo anti-hispanistas (Sarmiento, Lastarria,
González Prada), hubo necesariamente prohispanistas sin cortapisas (García
Icazbalceta, Miguel A. Caro), como hubo ponderados críticos de la labor de
España en América (como fue el caso de don Andrés Bello). El medio privilegiado
de provocar el influjo de sus ideas a la sociedad fue la prensa, y fue sin
prejuicio que buscaron otras instituciones como la educación primaria o
universitaria, las veladas literarias o las conferencias, para ampliar el radio
de acción y la fuerza persuasiva de su misión intelectual. Porque en efecto, la
alta auto-estima en que se tenían y que en efecto rendía tributo en la
sociedad, partía no menos de la condición de pauperismo cultural un analfabetismo que era abrumador y
que diferencia las repúblicas hispanoamericanas de la
norteamericana. En ésta última,
como lo observa Alexis de Tocqueville, el hombre de letras carecía de una especial aureola o función, pues los conocimientos fundamentales
y prácticos estaban tan ampliamente distribuidos en todas las capas sociales
como no lo habían estado en ninguna otra nación, y de esta forma no se les
rendía un culto o estima determinado. Las obras más características de este
modelo intelectual podrían ser La biblioteca americana (1823)
y El repertorio americano (1826-27) de Bello-García del Río,
Facundo (1845) de Sarmiento, El Renacimiento (1869) de
Altamirano, o Páginas libres (1894) de González Prada. Se lee
a los ilustrados, a los clásicos españoles, pero también a Larra, Tocqueville,
Víctor Hugo, y luego a Renan, entre muchos más.
A
este primer tipo de intelectual hispanoamericano, sigue el llamado tipo del
intelectual puro. Este tipo lo caracterizó Pedro Henríquez Ureña en Las
corrientes literarias en la América hispánica (1948). En esta clásica
exposición sobre el desarrollo de nuestra literatura, se anota que hacia
finales del siglo XIX los hombres de letras o escritores se separaron de la
senda política. El intelectual cumplió con las exigencias de la sociedad
burguesa de la división del trabajo, se especializó. Y como las letras no son
una profesión, sino realmente una vocación, el literato puro emergió como
promesa y realización. Quizá por el hecho de que Cuba libraba su lucha por la
independencia, todavía la obra de
Martí
está sujeta a las contingencias de la vida política y los sacudimientos que le
son propios. Esta nueva configuración del intelectual, como artista puro, la
realiza a plenitud Rubén Darío. La vida del poeta nicaragüense se autopostula
como leyenda, como la nota propia del poeta soñador y del exigente renovador de
la literatura primordialmente de la poesía de la lengua española. Cabe agregar los nombres del uruguayo Herrera y Reissig,
del colombiano José A. Silva, del uruguayo José E.
Rodó, del venezolano Manuel Díaz Rodríguez y la venezolana Teresa de la Parra,
pero igualmente los de un Tomás Carrasquilla o Carlos A. Torres como exponentes
representativos de este tipo sociológico.
El Azul de
Darío o el Ariel de Rodó pueden ser tenidas como cumbres de
esta nueva tendencia. Pero también cabe llamar la atención en las tersas,
balsámicas páginas de El cosmopolita (1866) de Juan Montalvo.
En ellas, se anticipa esa transición, vale decir, el paso del primer modelo
intelectual del escritor-hombre público al literato puro. Quizá su rara
circunstancia biográfica de visitar a París hacia los 21 años, como delegado
(sin oficio) diplomático, aligeraron su imagen del escritor de la carga de su
responsabilidad inmediata de debater comprometido. Ya en ciertas páginas como
en Viajes, Poesía de los moros se delata el intelectual libremente vacilante,
conforme la formula de Alfred Weber, retomada por Mannheim, para caracterizar
el intelectual en la época contemporánea. Este se empezó a perfilar con los
philosophes franceses, pero alcanzan, conforme el sociólogo húngaro, su
expresión, en toda su pureza y contradicción inherente, en un Novalis o
Friedrich Schlegel, los grandes exponentes del romanticismo alemán. Con Juan
Montalvo, pero sobre todo con la generación que lo sigue, se consolida este
tipo intelectual hispanoamericano, al contacto de la intensa transformación
social ocasionada por el capitalismo. El bucolismo virgiliano, al que Bello se
adhirió como forma de vida republicana, se disuelve a favor de una
intensificación de la vida urbana, de cuño burgués, como lo experimentó Rubén
Darío en Buenos Aires o en Barcelona. En Barcelona, González Prada también
había respirado un nuevo aire hacia 1897: el del anarquismo y la intensa
protesta social.
Cabe,
en todo caso, anotar que este nuevo tipo intelectual reconsidera la herencia
hispánica, a la luz de su creciente cosmopolitismo intelectual. En las páginas
citadas de Montalvo ya se anuncia una tendencia que va a desembocar, décadas
más tarde, en Plenitud de España de Henríquez Ureña o Estudios
gongorinos de Alfonso Reyes. Estos dos escritores contraen lo mejor de
las letras hispanoamericanas del intelectual
puro. Su ideal estético
de perfección se fusionó con la tendencia anterior de grandes pedagogos: fueron los últimos maestros de Hispanoamérica,
en cuanto el ideal humanista, la plena realización
estética y el inmenso aporte a su cultura
intelectual. La lectura de simbolistas franceses y de obras de Le Bon o Guyau,
pero también Shakespeare o Goethe, se ponen de presente. También ellos son los
últimos hijos, los hijos del privilegio, pero igualmente de la excelsitud, de
la vieja estructura de la hacienda. No obstante, justamente cuando el modelo llega a su
plenitud, también se anuncia sociológicamente su anacronismo.
Las
clases medias, que presionan desde abajo por una nueva universidad, y cuya
explosión fue el llamado movimiento de Córdoba (Argentina) en 1918, marca una
tendencia definitiva: la necesidad de revertir el saber a la transformación de
nuestras sociedades ante el problema
obrero. Sin duda quien encabezó esta transformación, fue el
peruano José Carlos Mariátegui. Con Mariátegui se da un paso hacia el futuro convulso
de estas nuevas sociedades masificadas, que fueron descifradas por un marxismo
flexible y no ortodoxo (vale decir, no marxista-leninista dogmático). Los
siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1927), con
todo, no se pueden desentrañar aislados de una verdadera eclosión de obras de
carácter científico social en toda Latinoamérica. Basta mencionar Perú:
problema y posibilidad (1927) de Jorge Basadre, Problemas
colombianos (1928) de Alejandro López, Casa grande y Senzala (1933)
del brasilero Gilberto Freire, Contrapunteo cubano del tabaco y el
azúcar de Fernando Ortiz, Estructura social de la colonia (1942)
del argentino Sergio Bagú, Consideraciones sociológicas del desarrollo
de América Latina del español-mexicano José Medina Echavarría, Consideraciones
sociológicas del desarrollo de América Latina (1964) del
italo-argentino Gino Germani o Familia y cultura en Colombia (1964)
de Virginia Gutiérrez de Pineda. Por razones de espacio no podemos sino
insinuar este nuevo, o tercer tipo, el del científico social, que reinventa la
historia y la sociedad latinoamericana con instrumentos metodológicos y
conceptos teóricos derivados de inusitada fuerza interpretativa. El trasfondo
multicultural del continente fue redescubierto entre las ruinas de los
prejuicios hispánicos o los prejuicios del estrecho positivistas decimonónico.
La historia, la sociología y la antropología se imponen como disciplinas para el desarrollo, el cambio
social.
Solo
se tendrían que agregar, forzosamente, dos nombres, por la rareza magistral que caracterizó sus obras, como hijos de la prosa modernista su ideal estético
cosmopolita, de brillo serio y laconismo y
de las exigentes disciplinas científicas a que
se consagraron, a saber, el historiador argentino José Luis Romeo y el crítico
literario y filósofo colombiano Rafael Gutiérrez Girardot. Ellos fueron a la
vez grandes ensayistas y profundos artífices de obras científicas, de gran
reconocimiento continental. El tipo humano de Romero, acaso, más afín a la
cortesía cosmopolita, mientras el colombiano, que hubo de padecer las
vicisitudes de un país agriamente anclado en el pasado. Ellos son, piénsese la
historia intelectual de Latinoamérica como se desee, los últimos exponentes de
una inteligencia que supo renovar el legado del siglo XIX; Romero bajo la
sombra del gran Sarmiento, y Gutiérrez bajo la del magnífico Bolívar. Sus obras
ya clásicas están, pues, inscritas entre la tradición y la ruptura.
Queda
una última nota para los escritores del boom, Rulfo,
Cortázar, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, entre otros. Todos ellos
son hijos de Jorge Luis Borges. Como Borges fue heredero de Darío, su
continuación y superación. El boom fue favorecido por el
mercado internacional de sus obras. Esto nunca lo tuvieron los autores
hispanoamericanos de las épocas anteriores, independiente de su calidad
intelectual. También el boom contó con la suerte de tener su
gran crítico, que además fue su conciencia exigente, y uno de los más
comprometidos y significativos intelectuales del siglo XX, el uruguayo Ángel
Rama. Luego García Márquez y Vargas Llosa; este último destacado hombre de
letras que escribía muy atropelladamente y quien fuese el merecedor del tercer
Nobel a las letras de boom.
González
Prada emerge, a la luz de este breve recorrido por la historia intelectual de
los siglos XIX y XX, con su personalidad sólida, su renovación de la prosa
castellana templada por sucesos de la guerra del Pacífico, con su gran tensión
que lo lleva de una concentración intelectual hacia la lucha social como a contrapelo de su generación
modernista y lo posicionan como un tipo
intermedio, entre intelectual-político y el
intelectual consagrado al sagrado oficio de su obra artística. Su especificidad
no demerita el esquema presentado, sino más lo amplifica y enriquece.
2.
González Prada y la nación peruana
La
significación de la nación peruana para González Prada queda plasmada en la
colección de sus ensayos recogidos en 1896, bajo el título provocador Páginas
libres (1896). En esta obra compuesta de 20 trabajos, ensayos,
conferencias y reflexiones realizadas en curso de diez años, se puede
entresacar una imagen coherente de la significación de Perú para el limeño,
considerado el fustigador de la conciencia nacional. Los 22 ensayos editados en
cinco apartes, revelan o delatan una intención o voluntad comprensiva
globalizante. Esto no quiere decir que se ajuste a un plan sistemático, sino
que ellos revelan una peculiar conciencia romántica, la del fragmento
schlegeliano entendido como la sistemática asistematicidad de un
pensamiento en progreso permanente.
El
conflicto o guerra chileno-peruana es, conforme un lugar tópico o lugar común,
el episodio detonante de la literatura
de desilusión de
González Prada (Basadre, 1931, p. 156). Este
conflicto que se inició hace 130 años, en 1879, y se prolongó
oficialmente hasta 1883, con la firma de unos tratados inusualmente
desventajoso al Perú como nación
vencida, es, con todo, la clave de una protesta contra los invasores, pero
sobre todo contra el peso de una herencia negativa que aplastaba la conciencia
nacional. La España de torero, chulo, cura y dómine de Salamanca (González Prada, 1945, p. 170) era el verdadero sustrato cultural
que obró como quinta columna para la derrota del Perú. El Perú independiente,
el Perú republicano, no había logrado alcanzar una identidad propia, no se
había forjado una personalidad autónoma. Todavía Perú seguía girando, cultural
y socialmente, en la órbita de la España inquisitorial, la España que se había
quedado rezagada, desde la Contrarreforma, de los pueblos protestantes Alemania e Inglaterra que habían alcanzo un notable nivel de desarrollo económico y científico y un
progreso social y cultural.
El
debate de González Prada, desde sus inicios, contra la herencia española, se
ejemplifica en su Conferencia en el Ateneo de Lima (1885), en el Discurso en
el Teatro Olimpo (1888) y Discurso
en el Polietama (1888). El común denominador de ellos es la discusión en torno del peso
muerto de España y la posibilidad, o mejor exigencia, de salir de la órbita de
ese astro caduco y enfermo terminal. El tema de la vida nueva, frente a quienes
se acercan a las puertas del sepulcro (González Prada, 1946, p. 63), domina
la incisiva prosa con que González Prada quiere despertar la conciencia
nacional adormecida, o mejor, moribunda. Chile ha derrotado fácilmente a Perú,
el cual no consigue erigirse con la cabeza digna ante la hecatombe, con nuevas
y radicales ideas. Si ayer vivimos, en materia literaria de Zorrilla,
Espronceda, Quintana, hoy recogemos como frutos maduros a Severo Catalina y a
José Selgas y Carrasco, sin advertir que ellos no enmiendan, sino más bien
profundizan la falta de ideas, de conceptos modernos de la literatura europea.
Perú yerra su camino de emancipación literaria al estar agazapada a estos
árboles raquíticos, que no dan sombra fresca y amenazan, por carecer de raíz
vigorosa, con aplastar nuestros tímidos productos nacionales. Precisamos de una
prosa natural, y no esa prosa anémica,
desmayada y heteróclita de
académicos
españoles.
Necesitamos renovar. Ningún
escritor nacional ni español
puede guiarnos. Aquí nadie es maestro, solo somos
aficionados. Tenemos una literatura de transición,
vacilaciones, tanteos y luces crepusculares: nada nuevo aprenderemos de la España
monarquista y ultramontana. Retomar
las viejas costumbres de nuestros abuelos hispánicos
es retrogradar.
Si
en materia literaria hemos sorbido la sangre cansada de la teologal España, en
materia social no hemos salido del círculo de sus resabios semiestamentarios.
Luchar contra la idea de una nobleza colonial es ponerse al día de una
peculiaridad nacional, pues la misma constitución nacional no permite sueños
góticos o restaurativos. Aquí no hay verdadera nobleza, no hay clero culto, ni
burguesía. Hay una clase media católica y desengañada. Y hay un pueblo
supersticioso, como el de la sierra, que obedece
al primer impulso o el de la costa cuerpo flotante, cede a todos los vientos y a todas las olas. No hay partidos, y carecemos de un epos nacional:
apenas en la Independencia y el 2 de mayo se derramó una gota de sangre por una
idea revolucionaria. Queda por delante una larga tarea; una tarea de renovación
que debe partir del escritor: el escritor, que ha traicionado su función y
misión libertadora, se ha consagrado a la adulación y a la mentira. La
honradez, la verdad en los escritos es la nueva consigna del Círculo literario, una institución útil, respetable, invencible.
González
Prada luchaba por una independencia literaria que, de alguna forma o de una
forma muy peculiar, había planteado la juventud argentina en el Salón Literario
de 1837 y que había llegado a una de sus expresiones más acabadas en el Facundo (1845)
de Domingo F. Sarmiento. La irritación de González Prada es similar a la
incomodidad que manifiesta el joven Juan María Gutiérrez ante la presencia u
omnipresencia hispánica en nuestras letras, medio siglo antes en Fisonomía del saber español cuál deba ser
entre nosotros (Gutiérrez,
2006, pp. 3-13). El anti-hispanismo sarmentiano, que es un concepto elevado a
vida literaria activa, se recrea en González
Prada en forma tardía pero no menos creativa. González libraba solitario la batalla por la autonomía literaria
del tronco español que los jóvenes argentinos había hecho como divisa
generacional, pero su batalla se libraba en un terreno movedizo que no debe
pasarse por alto. El canovismo había girado, en su política conciliatoria con
la excolonias, hacia el restablecimiento de relaciones culturales entre los dos
mundos de lengua española (Rama, 1982). Mientras Ricardo Palma y aún Rubén
Darío se acercaban a la vida peninsular, con simpatía y hasta con cierta
melosería, González Prada se alejaba de ella implacable: imponía un criterio de
incompatibilidad de carácter y sobre todo de ideas que quedó plasmado en sus
cuadros sobre Juan Valera y don Emilio Castelar. En una palabra, González Prada
los sepultó sin responsos.
González
Prada estaba distante de compartir el sentimiento del renacimiento de una literatura nacional, tal como dos décadas antes había movido la
pluma del mexicano Ignacio Manuel Altamirano. El joven escritor de origen indígena, se había
entusiasmado y seguido puntualmente el desarrollo de las letras de su país, del
movimiento de lo que el tildaba de renacimiento desde las veladas que habían
tenido lugar a partir de 1868, en diversas casas de literatos de la capital. En
estas veladas circulaban hombres de talento como José
María Ramírez, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Manuel Peredo, Alfredo
Chevero, José Rivera y Río, Justo Sierra. Estas veladas eran testimonio de esa
renovación de las letras, una vez la guerra contra el invasor había tocado su
fin, y tanto nación como literatura nacional emergían con entusiasmo. La
publicación de su periódico era la prueba de su aserto crítico. En 1870
declaraba: Sí:
han progresado las bellas letras en México (Altamirano, 1949, p. 226)[2]. Los hombres
de letras mexicanos habían dado un paso decisivo para superar la hegemonía de
la Academia de Letrán, cuya poesía de esa época
(anterior) pertenece a España y no a América (Altamirano, 1949, p. 258). En
otros términos, México
se dispuso a echar tierra sobre la influencia protohispanista del famoso don
Lucas Alamán, de nefanda memoria. Las letras mexicanas son el colofón del
movimiento nacional que expulsó a los invasores imperiales, en cuya cabeza
estuvo el sacrificado Maximiliano, y ponen de presente el estado de elevación
moral de la república mexicana juarista.
De
las miserias del Perú republicano de González Prada, por el contrario, queda
por destacar apenas dos nombres, uno militar tomado de las guerras contra
Chile, y el otro de la lucha por la emancipación mental del papado: el
almirante Grau y Francisco de P. Vigil (González Prada, 1946). El primero
resarce el orgullo nacional humillado, por su valiente defensa de las costas
peruanas ante una marina superior como era la chilena. Grau es un faro en la
dignidad nacional; si Perú, se infiere o se puede entresacar, no tuvo ni su
Bolívar, ni su Paéz, ni su Sucre, ni las élites peruanas lucharon contra la
monarquía española; si Perú pudo mostrar toda su vergüenza en la traición de
Riva Agüero y Torre Tagle, el almirante Grau contradice ese pasado negativo. Él
personifica el orgullo nacional en la diestra defensa con su navío El Huáscar
y, con esa nota de caballerosidad española, compensa o salda, parcialmente,
la deuda o déficit épico
que caracterizó la nación peruana en las guerras de Independencia.
Mientras
Grau saldaba, así sea en una cifra, esa conciencia deficitaria en el epos nacional,
Vigil se anteponía a la obtusa presencia papal en el Perú. Perú, al igual que
México, había tenido una Independencia aberrante; o en otros términos, las dos
naciones en que se habían levantado las soberbias coloniales barrocas, se
habían opuesto, por una u otra razón, a la regular marchar de una
independencia, republicana y antihispánica. México, al fin, abraza la
independencia en cabeza de Iturbide, pero para oponer a los liberales españoles
que le habían impuesto su Constitución a Fernando VII es
decir, fue una independencia reaccionaria,
no queda sino observar que México conoció a Benito Juárez y, para
un Altamirano, un Porfirio Díaz. Perú, al igual que México, había conocido el
trauma de la mutilación, pero México había derramado sangre heroica para
oponerse a la invasión de los Habsburgo y sentado las bases de su poderío
material. Juárez había derrotado a los invasores: el indiecito de Oaxaca había
fusilado a un emperador de verdad. Perú carecía de estos hechos
trascendentales: había luchado contra un imperio, pero sobre todo había luchado
contra el clero. La Reforma del México juarista y
se podría pensar también la Revolución contra
Porfirio Díaz, en 1910 era un episodio anti-clerical de
primera magnitud, ante el cual sólo en Perú se podría mencionar a Vigil como cabeza
de una rebelión fracasada. Vigil era la
conciencia anti-clerical del Perú, que González
Prada resalta de manera paradigmática. El clérigo laico que rompe con la
estructura eclesiástica y se consagra a la lucha por la secularización del
Perú. Fue liberal moderado, y pretendió quitarle a la Iglesia los privilegios y
la autoridad suprema a favor de la libertad de conciencia, la libertad de
cultos, el matrimonio civil y el divorcio. Vigil era el esprit forte que,
como Ignacio Ramírez El Nigromante para Altamirano, había encarnado
al librepensador, al hombre que rompía con el
pasado clerical para enfrentarse a los retos de la secularización de la vida
nacional, para limpiar a las conciencias del legado sucio peninsular.
Leídas
hoy estas contribuciones de González Prada, al filo de la desazón que causaron
la guerra con Chile, la ocupación de más de tres años y el desgarramiento de un
territorio de enorme importancia estratégica y económica, se dejan filtrar en
ellas todavía el dolor y desamparo que las motivó y los contradictorios efectos
que produjo en el público peruano. Luis Alberto Sánchez reconstruye, en forma
pormenorizada, las reacciones que suscitó la pieza mayor de la Conferencia del Polietama de
1888, a la que calificó, casi misteriosamente, como fraseario de esperanzada desesperación (Sánchez, 1937, p. 118). Por el
efecto producido, se puede afirmar que nace públicamente González Prada como
escritor nacional y que la opinión pública peruana en adelante no será la
misma. El grado de expectativa producido, tanto en quienes se sentían
vilipendiados y agraviados por el hijo de una gran casa aristocrática como
quienes lo empezaron a admirar sin reparos, fue enorme. La reproducción de su
mensaje y la frase que llegó a ser estribillo de lo nuevo, Los viejos a la tumba, los jóvenes
a la obra, se difundía y
propagaba de la misma manera que deseaban ser atajadas en su fuente. González
Prada llegó a ser una esperanza, como fue al mismo tiempo tachado de hereje.
Fue el apóstol de una nueva religión literaria-política, como el temido debater
que olía a azufre y precisaba ser detenido. El Círculo Literario, agrupación de cual era presidente, fue a su vez bandera y tribuna,
trampolín y caja de resonancia de esta labor de
inusitada remoción de la conciencia pública. Así como el
exiliado argentino en Chile, Domingo F. Sarmiento, lograba alterar la modorra
de la República de las letras precedida por el venezolano Bello en el país
austral, décadas antes, asimismo González Prada se levantaba para armar una
polvareda de dimensiones y significación inédita. Los dos, basta asegurar,
determinaron el rumbo de las letras de sus países y en su énfasis polémico
modelaron una personalidad literaria de larga duración. Así como Altamirano
reunió en torno a él varias generaciones literarias mexicanas, en sus famosas veladas de 1868, del mismo modo González Prada aglutinó a las conciencias vigilantes de su país,
que multiplicaron su voz en diversos periódicos La
Integridad, El
Radical, La
Luz Eléctrica y
otras asociaciones emergentes, bajo el motto propaganda
y ataque.
A
diferencia de Sarmiento, Martí o Darío, González Prada no tuvo que alquilar su pluma, vale decir, hacer
parte de la creciente mercantilización del arte
de la escritura. Hizo sus primeros pasos aislado de su medio social; salió de su encierro a sus 45 años, bajo circunstancias nacionales
insostenibles; contribuyó con sus ensayos a remover la conciencia nacional,
luego de la derrota con Chile, de un modo semejante a Altamirano, quien en
México tiende la mano a sus compatriotas para reiniciar una nueva existencia
nacional, tras dos décadas de desastres continuos. Tanto en un caso como en el
otro la frustración nacional, movilizó una conciencia colectiva que redundó en
la consolidación de la vida literaria nacional. No se puede argüir lo mismo,
desafortunadamente, para el caso colombiano, que también sufrió un tremendo
sacudimiento con la Guerra de los Mil Días (1899-1902) y luego con la pérdida
de Panamá (1903). La vida literaria, en el fondo permaneció impermeable y los
patricios de la Regeneración pudieron encontrar en la figura de Guillermo
Valencia la confirmación de sus presupuestos anacrónicos. Mientras en Argentina
la dictadura de Rosas produce a sarmiento; las guerras civiles, la invasión
imperial francesa, motiva la escritura de El renacimiento de Altamirano; la
pérdida de la guerra con Chile, las Páginas libres de González
Prada; en Colombia la hecatombe nacional se premia con la continuidad. Este
capítulo de la vida literaria colombiana, contrasta con las naciones homólogas
del Continente. Este saldo en rojo determinó, se puede afirmar, el continuum de
una cultura literaria pertinaz, atada al cordón umbilical peninsular, hasta por
lo menos la generación de Mito (1955-1962).
3.
Del liberalismo radical al anarquismo
El
segundo problema que emerge para la renovación de los estudios de González
Prada es el de la transición de su primera época caracterizada en Páginas
libres y la segunda que logra o toma su fisonomía en Horas de
Lucha (1908). Entre una y otra transcurren doce decisivos años, en los
que González Prada ha concluido su ciclo de estadía en Europa Francia y España y se ha enfrentado a su realidad nacional, para
desilusionarse rápidamente, pero para recobrar
energías al contacto del mundo obrero a partir
de 1904. El problema de González Prada anarquista debe plantearse a la luz de
esos avatares biográficos que son a la vez la gradual y creciente toma de
conciencia de los problemas sociales y políticos que anteriormente estaban
esbozados, pero aún no nítidamente definidos.
El
segundo González Prada, es decir, el González Prada anarquista es, y ha sido,
un problema que le ha quedado grande a la conciencia crítica peruana, o mejor,
ante el cual la inteligencia peruana tiene una respuesta a medias, confusa y
pasatista. Desde Blanco Fombona hasta José Miguel Oviedo, se ha preferido
eludir el problema, sin consideración de que él sea susceptible de plantearse
sin sus consecuencias prácticas. Eludir el problema es tanto como desvirtuarlo
y dejar semisumergida la profunda protesta, perfectamente coherente, con su
situación de intelectual comprometido.
González
Prada se instala en París, a partir de 1891, fundamentalmente a estudiar, a dar
a su obra una consistencia teórica decisiva. De ello son testimonio no sólo las
páginas biográficas de su esposa Adriana de Verneuil (Cf. Gonzalez P.A., 1947)
sino sus trabajos intelectuales emprendidos en esta época. La visita a las
lecciones de Ernest Renan[3], en el College
de France, es mucho más que una simple anécdota de sus curiosidades
intelectuales. Esta consagración a los estudios del autor de la Vida de Jesús,
es una indicación de una preocupación histórico-cultural de primer orden en el
desarrollo de su conciencia crítica. Asistió en ese primer año en París,
conforme Sánchez, a las lecciones de Renan Leyendas
relativas a Moisés y Explicación del libro
de Isaías a
las que no iban más de veinte o treinta devotos, en la Sala de Lenguas
Orientales. Igualmente se puede inferir del interés que le despertó la obra de
Louis Menard, quien se había interesado por la antigüedad clásica, y había
publicado en 1876 Ensueños de un pagano místico o los estudios del connotado
egiptólogo Gaspar Maspero, una preocupación central. La lista de los autores
que Joel Delhom ha preparado sobre los intereses de temas religiosos de
González Prada son la irrefutable inferencia de la importancia y significación
del pensador peruano en descifrar el enigma del catolicismo nacional.
Con
ello González Prada trazaba un derrotero intelectual que lo acercaba a los
debates sobre la esencia del cristianismo de Feuerbach y del círculo de
neohegelianos de los hermanos Bauer, del que saldría el joven Karl Marx.
González Prada elaboraba, a su manera y con criterio amplio, esa discusión
sobre la secularización de la vida de Jesús cuyos
antecesores en la cultura alemana fueron Lessing, Kant y Hegel, y en la
francesa Rousseau, Saint-Simon y Lammenais
como presupuesto a toda crítica
racional de la realidad social y política. El
joven Marx, en su Introducción a la crítica del derecho de Hegel y en la Cuestión judía había
formulado expresamente esa relación: toda crítica a la religión es un presupuesto a la crítica del derecho
y del Estado. Así como Dios era la conciencia deformada del hombre, que
depositaba en ese ser superior su genuina esencia de hombre ideal, así el
Estado se le presentaba como la ocasión de una deificación de la vida social
burguesa o sociedad civil definida como la lucha de todos contra todos. Dios y
Estado son hipostasias de la conciencia extraviada del hombre.
No
es difícil transpolar esta discusión filosófica al caso de González Prada para
sacar la elemental conclusión de que sus preocupaciones en materia religiosa,
su consagración a los estudios sobre la vida de Jesús y la historia de las
religiones no eran pasatiempos de un erudito con tiempo libre y desocupado. En
esta materia González Prada da una lección a los socialistas hispanoamericanos,
ninguno de los cuales se ha enfrentado con instrumentos científicos, con
criterios valorativos modernos tan amplios al problema religioso. Si González
Prada no logró traducir estas preocupaciones a la elaboración de una sociología
de la religión, como la que parece en Emile Durkheim o Max Weber (en realidad
era imposible dada la condiciones de la institución universitaria de su época
en el ancho y raquítico orbe hispánico; mejor dicho no era ni podría ser su tarea),
no es menos cierto que su ocupación intelectual en materias religiosas, lo puso
en guardia contra los desvaríos convulsos, semi o pseudo místicos, que encarnó
un Miguel de Unamuno o que lo libró a él y a las generaciones que lo sucedieron
de las orgías dogmáticas de la Regeneración colombiana[4].
El
estudio de la religión fue conjugado por González Prada con su preocupación del
problema social y con el acercamiento de las corrientes radicales nacidas o
puestas en discusión a propósito de la Comuna de París. Como para cualquier
pensador liberal, la Revolución francesa de 1789, ese gran paso dado por la
Humanidad, debe ser completado por otros subsiguientes. La relación de González
Prada con Gastón de Costa y con otros partidarios jacobinos y proudhonianos,
fue una expresa muestra de ese anti-estatalismo cifrado o esa lucha en germen
contra toda autoridad estatal que delatan sus primeros escritos de Páginas
libres. La asistencia al Congreso de Librepensadores de Ginebra en
1894 o el contacto con una realidad inconforme en 1897, como la catalana, aguzó
su sentido crítico-social y lo fue inclinado hacia un anarquismo abierto.
Recuerda González Prada con satisfacción, la euforia del pueblo de Barcelona al
escuchar la noticia del asesinato del primer ministro Cánovas del Castillo a
manos de un anarquista italiano. Pero sobre todo, hace parte de esa transición
al anarquismo, su contacto personal con hombres con Fernando Lozano, Demófilo,
y Francisco Pi y Margall, en su estancia española. De estos dos hombres, que
compartían un ideario similar, pudo González Prada vivificar sus ideas de
inconformidad política, su ideario igualitario, su nota contra la España
tradicional a favor de una España nueva, de librepensadores, anti-clerical y
anti-monárquica.
España
le había confirmado aunque carezcamos de un
testimonio brillante de su estadía como el
de Sarmiento en su famosísima carta desde Madrid a Victorino
Lastarria en 1846, que esta tierra era el origen
de nuestros desordenes nacionales. En Barcelona se había
topado con las costumbres viejas, el abandono cívico
y la suciedad personal, aunque también con un
clima ideológico, como ya se dijo, renovador
y refrescante. El asesinato del jefe de gobierno, del conservador Cánovas del
Castillo, ponía de presente el clima popular, como le escribe a un corresponsal
limeño el 14 de agosto de 1897: Habrá usted sabido por los telegramas que Cánovas
fue ejecutado por un anarquista italiano. Aquí, por más que el mundo oficial y
la prensa seria hayan querido mostrar a España en estado de duelo, todos se han
alegrado de la muerte, sintiendo que no hubiera sido unos diez o veinte años
antes. ¡Qué tal sería Cánovas cuando los mismos españoles (que nada tienen de
compasivos) le llamaban el monstruo![5].
Pero
Prada precisa del último escalón de su vida para alcanzar una madurez, ya no
intelectual, pero sí de expresión y mediación política. El retorno a su patria,
luego de siete años de ausencia, fue decisivo. Tildado por el presidente
Nicolás de Piérola, anterior compañero del Seminario, como sibarita por su largo paseo turístico,
la carrera pública de González Prada a partir de 1898 es de un vertiginoso ascenso y de
un compromiso cada vez más radical. La resistencia a su prédica se intensifica a partir de su primera intervención el 2 de agosto de ese año
en el local Matavilela. Ya no sólo es el recién desembarcado objetivo de sus
enemigos; no se limitan a pretender acallarlo, insultarlo, desprestigiarlo.
También pasan a la acción y traman atentados. Mientras tanto crece la adhesión
espontánea en la juventud. La provincia hace eco del malestar que cobra
verdadera preocupación, y esa agitación del hereje
charlatán se asume
como un riesgo a la estabilidad institucional. La prensa hace viva ese llamado,
y el mismo González Prada funda su periodiquito Germinal, pronto clausurado por mano
oficial. A Germinal
continúa El
Independiente, también
como propietario, y a éste nuevamente el Germinal, hasta que culmina colaborando
para Los Parias,
semanario auténticamente anarquista, bajo el
pseudónimo de Luis Miguel, en homenaje a la
comunard Louise Michel, artículos que reproducía el periódico arequipeño El Ariete.
Pieza
clave en esta transición es su Discurso Librepensamiento
en acción. En esta
breve pieza se enjuicia a la masonería y a
quienes se han refugiado en sus postulados anti-clericales sin advertir el
problema social que ronda en torno suyo. Los librepensadores peruanos se ha
satisfecho con la prédica contra los curas, olvidando que los capitalistas
sorben la sangre del proletariado y el Estado estimula la injusticia. El
político teme al hombre de ideas, porque hoy quien se
subleva contra las autoridades que presumen bajar del cielo, mañana suelen sublevarse contra los déspotas
que surgen de la Tierra. La muchedumbre iletrada mira
con indiferencia al hombre de letras; su libertad es de acción. Sin concederles
la acción apenas se da lo accesorio, de ahí que todo librepensador, si no
quiere mostrarse ilógico, tiene que declararse revolucionario.
Pero
es en el Discurso leído el primero de mayo de 1905 en la Federación de
Panaderos, El intelectual y el obrero, en que se formula en forma concisa y clara los axiomas de un
anarquismo que ya se entresacaban de sus anteriores escritos, pero que
encuentran una ocasión propicia para su expresión plena. Este Discurso está enmarcado en la acción
revolucionaria que despliega González Prada, desde diferentes periódicos
obreros, a partir de 1904. Los artículos escritos en el periódico Los parias durante
los cinco años subsiguientes, delatan el
compromiso radical de González Prada por los desheredados de la tierra. Anarquía y anarquista, afirma, encierran
lo contrario de lo que pretenden sus detractores. El ideal anárquico se podría resumir
en dos líneas: libertad ilimitada y el mayor
bienestar posible del individuo, con la abolición del estado y la propiedad
individual (
) Niega leyes, religiones y
naciones, para reconocer una sola potestad: el individuo (
) Autoridad implica abuso, obediencia, denuncia, abyección, que el hombre verdaderamente emancipado no ambiciona el
dominio sobre sus iguales ni acepta más autoridad que la de uno mismo sobre uno
mismo.
Estos
artículos, en que González Prada se ocultaba tras diversos pseudónimos, son
ocasión para confrontarse con España, y sacar en limpio una imagen de la España
de los trabajadores que él experimentó en la Península. Si Rubén Darío, en ese
fresco de la vida intelectual de la Península que lleva por título La
España contemporánea (1899), entrevé, tímido, la cuestión obrera en la
calles de Barcelona; incluso si José Martí descubre, también como periodista en
Estados Unidos (1881-1892), el anarquismo tras el enjuiciamiento de los
anarquistas alemanes por los atentados en el Haymark de Chicago para terminar
simpatizando con ellos, González Prada se adentra al corazón del movimiento
anarquista particularmente al del anarquismo
español
para sacar en limpio una lección de la época. Artículos como En Barcelona, José Nackens, En España, Fermín Salvochea (González Prada, 1938) son, entre otras
páginas dedicadas a España, una viva
muestra de la otra España que González Prada celebra como superación y
progreso. España se sacude del moho inquisitorial y monárquico, del moho
clerical y autoritario. La España del futuro socialista tiene sus héroes y sus
mártires nuevos, tiene su acción revolucionaria y sus hombres representativos.
Mientras España desprecia su monarca sifilítico Alfonso XII, se trasfigura en
Salvochea, ese ser bueno, luchador de todas las horas, antimonárquico y
anarquista, que libró miles de batallas contra la iniquidades, contra las
falsas imputaciones; humano como Luisa Michel y sincero como Pi y Margall.
4.
González Prada: un intelectual anarquista
El intelectual y el obrero,
pieza célebre de González
Prada, nos sirve de clave para plantear el tercer problema aludido, a saber, el
tipo de intelectual que encarna González en la historia intelectual de su país
y, en general, de Hispanoamérica. Esta pieza ensayística no se podría pensar
sin el marco socio-político en que se desplazaba el movimiento obrero peruano.
La fundación el año anterior, en 1904, de la Federación de Obreros panaderos
marca, o mejor, estimula el rumbo ideológico definitivo de González Prada. El intelectual y el obrero es
la elaboración conceptual de una conjugación de actitudes de pensamiento y de movimiento intelectuales
que parecen aprovecharse mutuamente. González Prada desilusionado de las
tradicionales formas de agrupación política, desemboca en el movimiento obrero
que seenfila en las luchas sindicales bajo las banderas del anarquismo. El paso
del mutualismo de tipo proudhoniano al decisivo anarquismo, inspirado por
Bakunin y Kropotkin, ofrece el marco idóneo para la exposición de las ideas de
González Prada sobre el papel de los intelectuales.
Mientras
en sus discursos y conferencias de la primera época se contrae a exigirle al
intelectual honradez y verdad en el estilo y verdad en
las ideas, ahora el escritor se define socialmente
y revolucionariamente en sus tareas frente al obrero. La relación del intelectual y el obrero es, con todo, el término de un
largo camino en la vida de la inteligencia, y su valoración cabe hacerla
a la luz del conflicto entre saber y poder desde los años de la Ilustración.
Rousseau fue, quizá, quien primero lo formuló explícitamente: entre el rey y el
filósofo hay un abismo difícil, sino imposible de zanjar. Kant mismo confiaba
que en el marco de la monarquía, el sabio o intelectual tenía un espacio para
su inconformidad, y estaba en la obligación de hacer uso público de su razón.
Sería
en el marco de la Revolución francesa y en sus múltiples consecuencias en el
curso del siglo XIX, en que se pone de presente esa inconformidad del
intelectual con el poder estatal y, en general, con toda forma de opresión del
poder sobre el individuo. El ámbito o esfera de lo público se liberaba de sus
condicionamientos sociales o corporativos y así se establecía una manera
inédita de la relación entre inteligencia y vida pública. Se puede destacar, en
esta línea, no sólo los radicales jacobinos como Marat y más tarde el primer
comunista moderno Babeuf. Con Herzen o Bakunin en Rusia, con Marx o el mismo
Nietzsche en Alemania se expresan formas de rechazo a la autoridad estatal y en
ocasiones a favor de la disolución de cualquier forma de Estado (Herzen, 1979;
Venturi, 1975). Caso característico es Bakunin. Este sentimental padre del
anarquismo, que concede a la inteligencia un valor de acompañamiento a la
revolución. Bakunin mismo había trazado un puente, gracias a su ambivalente
anti-intelectualismo, entre el intelectual y el obrero. Sus tres célebres Conferencias dadas a los obreros del valle de Saint-Imier en mayo de 1871, son modelos acabados de este género intelectual naciente.
Un
aspecto peculiar en la inteligencia occidental es lo siguiente: la inteligencia
alemana del siglo XIX es hija de la Universidad alemana salida de las manos del
reformista W. von Humboldt, universidad acuñada por la filología clásica, por
la historia de cuño romántico y por la filosofía hegeliana. Sus frutos más
cavados son Marx y Nietzsche, quienes realizan sus obras al margen y en contra
del espíritu académico que los formó. En todo caso, el periodismo de Marx, como
en su pieza juvenil Observaciones sobre la reciente
reglamentación de la censura prusiana (1842), es característico de una
tarea polémica para un público culto, así como las Intempestivas nietzscheanas
se dirigían a violentar la pasividad de una inteligencia burguesa o filistea en declive.
En
Estados Unidos, lo característico es el pragmatismo, que se delata en los
representantes de la inteligencia, los periodistas y abogados, que en la prensa
y en los estrados judiciales se enfrentan a los grandes poderosos y a las
injusticias del sistema emergente. John Dewey es la encarnación de esta manera,
muy puritana, de asumir el destino secular tras la Guerra de Secesión, y en un
marco de un sistema universitario muy peculiar, impulsado por los
administradores de la educación superior profesionalizados y gracias a las
contribuciones de los filántropos multimillonarios (Wright, 1968).
En
Francia, Emile Zola será la contraparte de estos embajadores de la cultura, y con su Yo
Acuso, en el caso Dreyfuss (1898), se erige
como el valiente defensor de los derechos del hombre. Su consigna será la justicia y el precio que paga con esa denuncia es con la
vida misma. Pero a su vez Francia experimenta una extraña regresión: La
traición de los intelectuales, para decirlo con el título del polémico libro de
Julien Benda[6]. En España la
inteligencia finisecular encarna en hombres como Juan Valera y Emilio Castelar,
que amparan y soportan el sistema político conservador transaccional de Cánovas
del Castillo (en Colombia Guillermo Valencia fue el émulo de estos mandarines
hispánicos y sirvió para decorar los regímenes conservadores de la
Regeneración). Estos mandarines o príncipes de la cultura son
expresión del anacronismo que vive España (o sus excolonias hispanizadas como la Colombia
finisecular).
En
Hispanoamérica las figuras más representativas de la inteligencia decimonónica,
Fernández de Lizardi, Andrés Bello y Sarmiento, se habían puesto al servicio de
la construcción de las instituciones del Estado-nacional. Eran los grandes
educadores de la nación, y la heteróclita materia de que trataban literatura, lingüística, historia,
derecho, educación, gramática, finanzas los
acercaban a modelos del humanismo renacentista. Eran y no eran a la vez
funcionarios del Estado. Hacían de la
prensa su medio privilegiado de acción pública y educativa. Ni Fernández
de Lizardi, ni Bello, ni Sarmiento eran hijos de la universidad, sino de sus
propios esfuerzos autodidactas. Habían nacido en el seno de familias criollas
pobres y se habían construido su propia cultura intelectual a pulso. No
contaban, como escritores, con un mercado del libro como en Alemania o Francia;
tampoco tuvieron la fortuna de contar con compatriotas desprendidos, generosos,
que comprendieran el sentido y el alcance de la ciencia en el desarrollo
efectivo de sus sociedades atrasadas; trabajaron en solitario, sobre todo en
sus años de formación, y no fueron los beneficiarios de un régimen regalado con
sus adeptos como el de Cánovas del Castillo en la España finisecular.
González
Prada pertenecía a una tradición de radicales liberales, cuyo acento
anti-hispánico fue la nota común. Entre ellos estaba Sarmiento, pero también
Francisco Bilbao, Juan Montalvo o Ignacio Manuel Altamirano. En los contextos
periféricos del mundo hispánico, en Cuba y Filipinas, los máximos exponentes de
la inteligencia, José Martí y José Rizal, son a la vez los mártires de la lucha
por la emancipación contra España (Martí muere en Dos Ríos, mientras Rizal es
ejecutado) y los creadores de la identidad nacional. Mientras Rubén Darío
lidera a partir de 1888, con Azul, el movimiento modernista,
desde una esquina recóndita, en los riscos antioqueños, se vive otra forma de
renovación, apegada al pasado, con Tomás Carrasquilla. En cualquiera de los
casos, la nota dominante sociológica perfila a los intelectuales como hombres
vacilantemente libres, en el sentido de Karl Mannheim (Mannheim, 1963);
desvinculados de las instituciones tradicionales de la inteligencia hispánica,
el clero, la universidad y la burocracia estatal.
La
condición de aristócrata social de González Prada
determinaba su aristocratismo intelectual. El vacío que se creaba en su entorno
apenas puede ser mitigado por las notas de adhesión que recibe de sus tardíos
discípulos como José Carlos Mariátegui o César Vallejo. González Prada
emprende, con todo, a partir de 1904, una marcha hacia el anarquismo que le
obliga a replantear expresamente su tarea intelectual. En realidad, fueron las
condiciones económicas personales favorables las que facilitaron la marginación del ensayista, prácticamente
recluido en su estudio. Su subsistencia no dependía de un público lector
masificado, como era el caso de los intelectuales europeos[7] o en
Estados Unidos. González Prada repetía el modesto molde decimonónico
hispanoamericano, que excepcionalmente se quebró en los casos exitosos de María de
Jorge Isaacs o Don Segundo Sombra de José Hernández. El cargo
de director de la Biblioteca Nacional es, igualmente, un episodio secundario en
la vida del pensador anarquista. La motivación de su aceptación de esa
dirección puede ser juzgada de diversas maneras, pero sus efectos saltan a la
vista: su folleto contra Ricardo Palma, que lo había precedido en ese cargo
durante treinta años, era el capítulo de cierre de su lucha contra la
hispanofilia del reconocido autor de las Tradiciones[8]. La
argumentación ad hominen no vela la intención militante
manifiesta.
El intelectual y el obrero
(Gonzalez Prada, 1985, pp. 228-234) contiene las notas dominantes de ese giro.
El intelectual anuncia la revolución, pero son
las masas obreras las que están llamadas
al levantamiento colectivo. Su anti-estatalismo es firme y su decisiva
propaganda contra el capitalismo es una divisa revolucionaria de sello
inconfundible. El intelectual es el periodista; no el sabio de salón o el
profesor de cátedra. El intelectual es el hombre que pasa la noche en vela,
como el panadero, para dar una nueva fresca a las masas trabajadoras. El
intelectual está lejos de ser el poeta decadentista José Fernández
de Andrade, lector de Huysmans, Poe, Baudelaire, María
Bashkirtseff, de sobremesa de José Asunción
Silva. El paradigmático artista modernista, que vive y sueña su existencia
estética transfigurada, sufre una metamorfosis en el intelectual-periodista de
González Prada. El intelectuales el proletario de las letras, que se acerca al
pueblo en el lenguaje que el pueblo entiende, y con la prensa, el único bien
cultural letrado que está al alcance de sus bolsillos. Como el panadero
proporciona el primer alimento del día, el intelectual da el alimento del
espíritu. Con esta formulación, González Prada establece un reto sin
antecedentes para la vida intelectual hispanoamericana. El nudo de una compleja
relación que aún precisa nuevas interpretaciones.
Este
breve recorrido de la obra y la trayectoria de González Prada invitan a
reflexionar sobre su lucha por constituir una personalidad intelectual
diferenciada en un entorno decididamente afectado por las notas regresivas de
la Contrarreforma. La necesidad de superar el peso negativo de un cultura
religiosa que había ahogado la subjetividad en medio de la inquisición, y la
cadena de claudicaciones del yo ante las autoridades eclesiásticas, tal como en
su momento lo denunció José María Blanco White en su Autobiografía, se
constituye en la tarea de González Prada que se enfrenta a un medio peruano
asfixiante; como si no se hubiera salido de las galeras opresivas del mundo
colonial. La lucha por la emancipación del yo, de la tarea del intelectual
sometido a estas cadenas del barroco hispánico, es la lucha que se debe librar
al filo del cambio de siglo. Las consecuencias que arrostra su tarea,
sobrepasan la dimensión regional de la pugna anti-hispánica, y comprometen en
su estilo elaborado y en la profundidad intelectual adquirida, el conjunto de
los países de habla hispánica. Bastaría pensar que González Prada tiene o
comporta notas comunes con la lucha de José Martí en Cuba o con la que libra en
Filipinas José Rizal, de mano de su magnífico fresco del ocaso colonial, Noli
me tangere; No me toques, no me manosees, no abuses de mí,
es el postulado de ese nuevo ego emancipado, inflamado por la fe ilustrada y
fortalecido por el romanticismo germano y las corrientes francesas dominantes.
No se trata de un simple repliegue de imitaciones foráneas, como lo insinuó y
lo enfatizó Unamuno, para la inteligencia americana. Recordemos que frente a la
obra de González Prada, el catedrático salamantino, quiso oponer unas orejeras
anti-francesas. Amaba, reprocha Unamuno al peruano, demasiado a Victor Hugo.
Pero ya sea Victor Hugo o Renan, Goethe, Bequer o Bakunin no eran términos intercambiables,
sino cifras sobre las cuales hacer una nueva operación mental de la
inteligencia, momentos liberadores del yo que se enfrentaba a un pasado pesado,
denso, viscoso, y hacía el salto hacia un universo inédito en nuestra lengua.
Esta tarea la emprendió en forma ejemplar, aunque no única, González Prada; de
los resultados positivos de ese empeño queda su extensa obra, pero también
queda una serie interminable de mal entendidos, especialmente de sus
compatriotas.
Medir
el alcance y la significación de González Prada es también pensar en los
desmirriados acercamientos críticos, en la recepción dominante. En ella se
denuncia la ofuscación ante el monumento y es visto como monumento magnífico o
como incómoda recordación de un anarquista de origen aristocrático. No obstante
no se recuerda lo que es: una obra en progreso, cuyo término no se puso fin al
acabar su existencia física, sino que es la tarea continental de labrarse un
destino secular; la necesidad de enfrentarse a los prejuicios dominantes y avasalladores
de una cultura dual, una cultura del dominador hispánico que sobrevive, luego
de dos siglos de independencia, en la cabeza de las clases dominantes
hispanoamericanas que no se concilian con los postulados de la modernidad
política. Ello porque González Prada es una pieza incomestible para la rancia
tradición, así como para los postulantes a la posmodernidad. González Prada es
un hijo y heredero de la Ilustración, de la Revolución francesa, del
positivismo y del anarquismo de su siglo. Lo que, como saldo a su favor, quede
en un balance provisorio como el emprendido en estas breves líneas, es algo que
debe responderse al luz de su lectura, o relectura, bajo los primados de las
preguntas pertinentes que deben formularse. Ellas son otros potenciales caminos
de liberación al devenir del continente, sin hipérboles.
Notas:
* Este artículo
es resultado de las conclusiones del proyecto de investigación Política e intelectuales: la imagen
de España en el siglo XIX en Hispanoamérica, auspiciado por la Fundación Carolina (España) y el
CODI de la Universidad de Antioquia, y es la versión aumentada de la
Conferencia realizada por el autor en el XXIX Congreso de LASA, en Río de
Janeiro, el día 3 de junio de 2009.
[1] Recientemente
se publicó en Argentina el primer volumen de Historia de los
intelectuales en América Latina (Altamirano, 2008) compuesto de
trabajos de calidad de diversos autores. Pero todavía no es una obra integral,
producida por una visión de conjunto.
[2] Altamirano hace
un balance de la lucha a muerte que tuvo que librar el partido popular,
heredero de Hidalgo y Morelos, contra la aristocracia, el clero y el ejército,
durante más de medio siglo. Con Juárez, pero sobre todo con el régimen
positivista del general Porfirio Díaz, conforme el dictamen histórico del
novelista, se cerraba el ciclo cruento de guerras civiles, y se abría una era
de prosperidad para la nación azteca. Esta esperanza nunca la alcanzó González
Prada para Perú.
[3] Existe una
hermosa nota auto-biográfica de González Prada, recogida en Nuevas
páginas Libres, sobre su relación como discípulo discreto de Renan nunca se atrevió a
importunarlo en el College de France. Nunca
osé a importunarlo, dice, tal vez me creía un burro: pero al menos un
burro callado.
[4] Está por
estudiar la influencia y el debate de Renan en Colombia. Cabría recordar que
Marco Fidel Suárez en uno de sus interminables Sueños de Luciano Pulgar concede
atención al sabio hereje parisino, quien empleó todos sus conocimientos para
desvirtuar la santidad de Jesús.
[6] El libro del
conocido filósofo polemista Benda es de 1927. Se trata de una denuncia
apasionada contra los intelectuales que, como Maurras, Sorel, Barres y otros,
han renunciado al primado de la inteligencia y han sido seducidos por las
fuerzas políticas dominantes y el poder irracional que ellas concitan. El
intelectual traiciona su tarea primordial cuando pierde de vista el contenido
ético de su escritura y pretende competir, como usureros del espíritu, en la
batalla campal ignominiosa del presente. Cf. Benda, 2008.
[7] Una obra, Historia
ilustrada de las costumbres sexuales, de Eduard Fuchs, era un
verdadero Best Seller en la Alemania de principios del siglo
XX, obra que hizo millonario al legendario coleccionista de origen popular.
[8] González
Prada lapida, literalmente y con ironía multiplicada en el folleto Nota
informativa de la Biblioteca Nacional, a Palma, por el manifiesto
desgreño administrativo en que sumió a la Biblioteca y por el descuido infame
con que trataba los libros como si fueran de su propiedad particular.
Referencias
bibliográficas
1.
Altamirano, Carlos. (2008). Historia de los intelectuales en América
Latina. Buenos Aires:
Katz.
2.
Altamirano, Ignacio. (1949). La literatura nacional. En: José Martínez (Ed.) Revistas,
Ensayos, Biografías y Prólogos. México: Porrúa. pp.
226.
3.
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Rosay.
4.
Benda, Julien. (1927). La traición de los intelectuales. Madrid: Galaxia
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González Prada, Adriana de. (1947). Mi Manuel. Lima: Cultura
Antártica.
6.
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Libertad.
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Tezontle.
8.
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de Chile: Ercilla.
9.
González Prada, Manuel. (1946). Páginas libres. Lima: Editorial
P.T.C.M.
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González Prada, Manuel. (1985). Páginas libres. Horas de
Lucha. Caracas: Biblioteca Ayacucho (segunda
edición).
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Gutiérrez, Juan. (2006). De la poesía y elocuencia de las tribus de
América y otros textos. Caracas: Biblioteca
Ayacucho.
12.
Herzen, Alexander. (1979). El desarrollo de las ideas revolucionarias
en Rusia. México: Siglo
XXI.
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Mannheim, Karl. (1963). Ensayos sobre la sociología de la cultura. Madrid:
Aguilar.
14.
Rama, Carlos. (1982). Historia de las relaciones culturales entre
España y la América Latina. México: Siglo XXI-Fondo de Cultura
Económica.
15.
Sánchez, Luis. (1937). Don Manuel. Biografía de Manuel González- Prada,
precursor de la revolución peruana. Santiago de Chile: Ercilla
(tercera edición).
16.
Venturi, Franco. (1975). El populismo ruso. Madrid: Revista de
Occidente.
17.
Wright, Charles. (1968). Sociología y pragmatismo. Buenos
Aires: Siglo Veinte.
NOTAS SOBRE EL ANARQUISMO DE GONZÁLEZ PRADA
David Sobrevilla*
En este texto deseamos determinar algunos de los rasgos principales del anarquismo de don Manuel González Prada que, como se sabe, signa el período final de su vida y de su producción (luego de regresar Prada a Lima desde Europa, el año 1898, hasta el año de su muerte, 1918)1.
Prada, empieza a tratar el tema del anarquismo separando dos significados negativos de la palabra «anarquía»: el habitual de desorden, estado de guerra permanente, vuelta a la barbarie primitiva; y el de acto de violencia individual o colectiva. De estos sentidos hay que distinguir el ideal anárquico que se puede «resumir en dos líneas: la libertad ilimitada y el mayor bienestar posible del individuo, con la abolición del Estado y la propiedad individual» (3, 228). Este ideal tiene un supuesto que quizás sea censurable, escribe el autor: el optimismo y la confianza que el anarquista pone en la bondad ingénita del ser humano.
El anarquista hace una crítica inflexible de toda autoridad, porque ve que su ejercicio es perverso: «Nada corrompe ni malea tanto como el ejercicio de la autoridad, por momentánea y reducida que sea» (3, 251). Y es que la «Autoridad implica abusar, obediencia denuncia abyección» (3, 228). La forma más usual de presentarse la autoridad es la del Dios-Estado (2, 247, 347), pero asimismo conocemos otras formas: la de la Diosa-Iglesia (3, 242, 347). En esta etapa, Prada escribe que “La Anarquía no se declara religiosa ni irreligiosa. Quiere extirpar de los cerebros la religiosidad atávica, ese perverso factor regresivo” (3, 242), la del Dios-Humanidad que predicaba Comte, y hashasta la soberanía del pueblo (el Dios-Pueblo), que según el autor, es la más absurda de todas (3, 228).
Pero por otro lado, el anarquista combate asimismo la institución de la propiedad individual, que como ya ha sostenido Proudhon, es un robo (3, 240). Mas ni siquiera se necesita recurrir a un punto de vista tan extremo, pues hasta enemigos declarados de la anarquía niegan hoy el derecho tradicional y sagrado del individuo a la propiedad. La razón es bastante simple: si ha sido toda la humanidad la que conquistó y urbanizó la tierra, así como acopió los capitales, es a toda ella en su conjunto a la que le toca recibir la herencia: lo de todos pertenece a todos (3, 240-241). Y así como es ridículo hablar de mi vapor, mi electricidad, mi Partenón, etcétera, es equivocado que la gente se refiera a su bosque, su hacienda, su fábrica y su casa. Por ello es menester criticar y dejar de lado este egoísmo extremo. Mas la anarquía reconoce por cierto los intereses individuales y lo que pretende es sólo organizar armónicamente la propiedad y la sociedad. Su idea de la propiedad es que es una mera función social (3, 239-241).
El anarquismo gonzalespradiano hace un distingo igualmente tajante entre el anarquismo y el socialismo autoritario y «depresor», aunque sostiene que a veces ambos pueden actuar juntos para imponer ciertas reivindicaciones como la jornada de ocho horas (3, 288).
Las principales diferencias entre el socialismo y el anarquismo son las si-guientes: primero, aquél cree que todo se puede cambiar con una gran conmo-ción súbita e instantánea del orden social –su noción de revolución–, mientras el anarquismo piensa que el fuerte de la sociedad burguesa sólo se puede rendir poco a poco y merced a muchos ataques sucesivos (3, 287 y 239). Segundo, el socialismo es tan opresor y reglamentarista como el Estado, mien-tras el anarquismo rechaza toda reglamentación y el sometimiento del individuo a las leyes del mayor número (3, 288). Tercero, el socialismo da una preeminen-cia a lo político, o sea a la captura del poder, en tanto que para el anarquismo lo importante es el vasto proceso de la emancipación humana, dentro del cual, más importante es lo social que lo político (3, 243, 280, 288). Cuarto, el anar-quismo no mira la evolución de la historia como una serie de luchas econó-micas, como sí hace el socialismo (3: 240). Quinto, el anarquismo es enemigo de la idea de patria y por ello genuinamente internacionalista, contrario por principio al militarismo, mientras el socialismo pretende a veces conciliar lo inconciliable: internacionalismo y nacionalismo (3, 293, 288-289). Y sexto, el socialismo predica una revolución violenta y mundial que tiene un carácter cuasi-religioso, en tanto que el anarquismo sostiene que el proceso de la eman-cipación humana no presenta estas características (3, 232-233, 236-238).
Luego de efectuados estos deslindes con el individualismo burgués –o sea con el Liberalismo– y con el socialismo «depresor» –es decir con el marxismo– Prada pasa a caracterizar positivamente el anarquismo. Este pretende, como dijimos, la libertad ilimitada del ser humano –vale decir que el individuo no esté sometido ni al Estado, ni a la Iglesia, ni a la Humanidad, ni al pueblo– y quiere su mayor bienestar posible, esto es, la felicidad individual. En efecto, el ser humano tiene un derecho a ella, que no está grabado ni en las biblias, ni en los códigos, pero sí en el corazón de los hombres (3, 242).
La instancia decisiva en el anarquismo es el individuo, que niega leyes, religiones y nacionalidades (3, 228). Hasta ahora el individuo no se ha hecho dueño absoluto de su persona por el exceso de gobiernos, leyes y religiones (3, 244), pero es preciso que llegue a apropiarse de su yo –sostiene Prada haciéndose eco de Max Stirner–, pues no somos de hombre ni de colectividad alguna sino sólo de nosotros mismos (3, 349). Y yendo más allá, señala que podemos vivir egoístamente idolatrándonos y haciendo de nuestro yo el centro del Universo, o altruístamente sacrificándonos por los seres que amamos y a quienes nos damos por voluntad propia. El anarquismo opta por la segunda posibilidad: por el auxilio mutuo, y en este sentido ensancha la idea cristiana y el darwinismo bien entendido –en lo que hay un eco ahora del último Kropotkin– (3, 228-229). Pero dando otro paso más allá de Kropotkin y aproximándose otra vez a Proudhon, sostiene Prada que la protección recíproca no constituye una ley universal o cósmica, sino un acto de justicia exclusivo del hombre, o mejor dicho, de algunos hombres (3, 350): de los anarquistas.
Por lo que se acaba de decir, el anarquismo no ve en la evolución y revo-lución dos cosas diametralmente opuestas, sino más bien una línea trazada en la misma dirección y que a veces es recta y otras curva. De hecho, desde la Reforma, el mundo civilizado vive en un estado de revolución latente: de la filosofía contra el dogma, del individuo contra el Estado, del obrero contra el capital, de la mujer contra la tiranía del hombre, de uno y otro sexo contra la esclavitud del amor y la cárcel del matrimonio (3, 304-5). En los países atrasados como en los sudamericanos la revolución anarquista se presenta con un triple carácter: religiosa, política y social (3, 240). De ella, la más importante es –en la perspectiva del anarquismo gonzalezpradiano bajo la influencia a este respecto de Proudhon– la tercera, como ya dijimos.
El absurdo y trágico dualismo entre el hombre teórico y el práctico, da lugar al antagonismo entre el intelectual y el obrero, pero ambos en lugar de marchar separados y considerarse enemigos deberían caminar insepa-rablemente unidos, pues ambos son trabajadores: intelectual el uno y manual el otro (3, 51 ss., 236; 1, 357). No obstante, esta separación obliga a una división de la labor revolucionaria: el intelectual encuentra las ideas que luego realiza el obrero, por lo que la revolución en las ideas debe preceder a la revolución en los hechos (3, 236). Que esto sea así, no significa que el intelectual deba erigirse en tutor o lazarillo del obrero (3, 53), que se imagine que el mundo debe marchar por donde quiera y hasta donde ordene (3, 54). De hecho, si las revoluciones vienen de arriba provocadas por las ideas que descubren los intelectuales, se operan desde abajo por los oprimidos quienes luego de recibir un empujón inicial siguen su propio curso marchando más allá de donde pensaron y quisieron sus impulsores. «De ahí un fenómeno muy general en la Historia: los hombres que al iniciarse una revolución parecen audaces y avanzados, pecan de tímidos y retrógrados en el fragor de la lucha o en las horas del triunfo» (3, 54-55). Es que los intelectuales son pronto desbordados por las masas. Luego, al ponerse en acción la Humanidad comienza por degollar a sus conductores.
Premonitoriamente, en relación a lo que habría de acontecer en la Revolución Rusa, escribía Prada en 1905:
Prada, empieza a tratar el tema del anarquismo separando dos significados negativos de la palabra «anarquía»: el habitual de desorden, estado de guerra permanente, vuelta a la barbarie primitiva; y el de acto de violencia individual o colectiva. De estos sentidos hay que distinguir el ideal anárquico que se puede «resumir en dos líneas: la libertad ilimitada y el mayor bienestar posible del individuo, con la abolición del Estado y la propiedad individual» (3, 228). Este ideal tiene un supuesto que quizás sea censurable, escribe el autor: el optimismo y la confianza que el anarquista pone en la bondad ingénita del ser humano.
El anarquista hace una crítica inflexible de toda autoridad, porque ve que su ejercicio es perverso: «Nada corrompe ni malea tanto como el ejercicio de la autoridad, por momentánea y reducida que sea» (3, 251). Y es que la «Autoridad implica abusar, obediencia denuncia abyección» (3, 228). La forma más usual de presentarse la autoridad es la del Dios-Estado (2, 247, 347), pero asimismo conocemos otras formas: la de la Diosa-Iglesia (3, 242, 347). En esta etapa, Prada escribe que “La Anarquía no se declara religiosa ni irreligiosa. Quiere extirpar de los cerebros la religiosidad atávica, ese perverso factor regresivo” (3, 242), la del Dios-Humanidad que predicaba Comte, y hashasta la soberanía del pueblo (el Dios-Pueblo), que según el autor, es la más absurda de todas (3, 228).
Pero por otro lado, el anarquista combate asimismo la institución de la propiedad individual, que como ya ha sostenido Proudhon, es un robo (3, 240). Mas ni siquiera se necesita recurrir a un punto de vista tan extremo, pues hasta enemigos declarados de la anarquía niegan hoy el derecho tradicional y sagrado del individuo a la propiedad. La razón es bastante simple: si ha sido toda la humanidad la que conquistó y urbanizó la tierra, así como acopió los capitales, es a toda ella en su conjunto a la que le toca recibir la herencia: lo de todos pertenece a todos (3, 240-241). Y así como es ridículo hablar de mi vapor, mi electricidad, mi Partenón, etcétera, es equivocado que la gente se refiera a su bosque, su hacienda, su fábrica y su casa. Por ello es menester criticar y dejar de lado este egoísmo extremo. Mas la anarquía reconoce por cierto los intereses individuales y lo que pretende es sólo organizar armónicamente la propiedad y la sociedad. Su idea de la propiedad es que es una mera función social (3, 239-241).
El anarquismo gonzalespradiano hace un distingo igualmente tajante entre el anarquismo y el socialismo autoritario y «depresor», aunque sostiene que a veces ambos pueden actuar juntos para imponer ciertas reivindicaciones como la jornada de ocho horas (3, 288).
Las principales diferencias entre el socialismo y el anarquismo son las si-guientes: primero, aquél cree que todo se puede cambiar con una gran conmo-ción súbita e instantánea del orden social –su noción de revolución–, mientras el anarquismo piensa que el fuerte de la sociedad burguesa sólo se puede rendir poco a poco y merced a muchos ataques sucesivos (3, 287 y 239). Segundo, el socialismo es tan opresor y reglamentarista como el Estado, mien-tras el anarquismo rechaza toda reglamentación y el sometimiento del individuo a las leyes del mayor número (3, 288). Tercero, el socialismo da una preeminen-cia a lo político, o sea a la captura del poder, en tanto que para el anarquismo lo importante es el vasto proceso de la emancipación humana, dentro del cual, más importante es lo social que lo político (3, 243, 280, 288). Cuarto, el anar-quismo no mira la evolución de la historia como una serie de luchas econó-micas, como sí hace el socialismo (3: 240). Quinto, el anarquismo es enemigo de la idea de patria y por ello genuinamente internacionalista, contrario por principio al militarismo, mientras el socialismo pretende a veces conciliar lo inconciliable: internacionalismo y nacionalismo (3, 293, 288-289). Y sexto, el socialismo predica una revolución violenta y mundial que tiene un carácter cuasi-religioso, en tanto que el anarquismo sostiene que el proceso de la eman-cipación humana no presenta estas características (3, 232-233, 236-238).
Luego de efectuados estos deslindes con el individualismo burgués –o sea con el Liberalismo– y con el socialismo «depresor» –es decir con el marxismo– Prada pasa a caracterizar positivamente el anarquismo. Este pretende, como dijimos, la libertad ilimitada del ser humano –vale decir que el individuo no esté sometido ni al Estado, ni a la Iglesia, ni a la Humanidad, ni al pueblo– y quiere su mayor bienestar posible, esto es, la felicidad individual. En efecto, el ser humano tiene un derecho a ella, que no está grabado ni en las biblias, ni en los códigos, pero sí en el corazón de los hombres (3, 242).
La instancia decisiva en el anarquismo es el individuo, que niega leyes, religiones y nacionalidades (3, 228). Hasta ahora el individuo no se ha hecho dueño absoluto de su persona por el exceso de gobiernos, leyes y religiones (3, 244), pero es preciso que llegue a apropiarse de su yo –sostiene Prada haciéndose eco de Max Stirner–, pues no somos de hombre ni de colectividad alguna sino sólo de nosotros mismos (3, 349). Y yendo más allá, señala que podemos vivir egoístamente idolatrándonos y haciendo de nuestro yo el centro del Universo, o altruístamente sacrificándonos por los seres que amamos y a quienes nos damos por voluntad propia. El anarquismo opta por la segunda posibilidad: por el auxilio mutuo, y en este sentido ensancha la idea cristiana y el darwinismo bien entendido –en lo que hay un eco ahora del último Kropotkin– (3, 228-229). Pero dando otro paso más allá de Kropotkin y aproximándose otra vez a Proudhon, sostiene Prada que la protección recíproca no constituye una ley universal o cósmica, sino un acto de justicia exclusivo del hombre, o mejor dicho, de algunos hombres (3, 350): de los anarquistas.
Por lo que se acaba de decir, el anarquismo no ve en la evolución y revo-lución dos cosas diametralmente opuestas, sino más bien una línea trazada en la misma dirección y que a veces es recta y otras curva. De hecho, desde la Reforma, el mundo civilizado vive en un estado de revolución latente: de la filosofía contra el dogma, del individuo contra el Estado, del obrero contra el capital, de la mujer contra la tiranía del hombre, de uno y otro sexo contra la esclavitud del amor y la cárcel del matrimonio (3, 304-5). En los países atrasados como en los sudamericanos la revolución anarquista se presenta con un triple carácter: religiosa, política y social (3, 240). De ella, la más importante es –en la perspectiva del anarquismo gonzalezpradiano bajo la influencia a este respecto de Proudhon– la tercera, como ya dijimos.
El absurdo y trágico dualismo entre el hombre teórico y el práctico, da lugar al antagonismo entre el intelectual y el obrero, pero ambos en lugar de marchar separados y considerarse enemigos deberían caminar insepa-rablemente unidos, pues ambos son trabajadores: intelectual el uno y manual el otro (3, 51 ss., 236; 1, 357). No obstante, esta separación obliga a una división de la labor revolucionaria: el intelectual encuentra las ideas que luego realiza el obrero, por lo que la revolución en las ideas debe preceder a la revolución en los hechos (3, 236). Que esto sea así, no significa que el intelectual deba erigirse en tutor o lazarillo del obrero (3, 53), que se imagine que el mundo debe marchar por donde quiera y hasta donde ordene (3, 54). De hecho, si las revoluciones vienen de arriba provocadas por las ideas que descubren los intelectuales, se operan desde abajo por los oprimidos quienes luego de recibir un empujón inicial siguen su propio curso marchando más allá de donde pensaron y quisieron sus impulsores. «De ahí un fenómeno muy general en la Historia: los hombres que al iniciarse una revolución parecen audaces y avanzados, pecan de tímidos y retrógrados en el fragor de la lucha o en las horas del triunfo» (3, 54-55). Es que los intelectuales son pronto desbordados por las masas. Luego, al ponerse en acción la Humanidad comienza por degollar a sus conductores.
Premonitoriamente, en relación a lo que habría de acontecer en la Revolución Rusa, escribía Prada en 1905:
Toda revolución arribada tiende a convertirse en gobierno de fuerza, todo revolucionario triunfante degenera en conservador. ¿Qué idea no se degrada en la aplicación? ¿Qué reformador no se desprestigia en el poder? Los hombres (señaladamente los políticos) no dan lo que prometen, ni la realidad de las luchas corresponde a la ilusión de los desheredados. El descrédito de una revolución empieza el mismo día de su triunfo; y los deshonradores son sus propios caudillos (3, 55). |
Prada estaba de acuerdo con Spencer en que, «a la gran superstición política de ayer: el derecho divino de los reyes, ha sucedido la gran superstición política de hoy: el derecho divino de los parlamentos» (3, 244); pero sostenía que ya en su época el parlamentarismo había entrado en descrédito.
Como ya dijimos, don Manuel creía con Karl Liebknecht que el mundo de hoy sólo conoce dos patrias: la de los explotadores y la de los explotados. Y sin embargo, quienes detentan el poder y temen alguna convulsión política o social, suscitan discordias internacionales e invocan el amor a la patria, entendido ahora como el amor al terruño o a sus tradiciones. Otro pretexto del que se valen para alejar los reclamos de los oprimidos es el respeto al orden público.
Pero los glorificadores de las fuerzas militares y policiales, no merecen que se les crea, y hay que desterrar la guerra como un acto de barbarie prehistórica y las medidas de represión policiales contra los trabajadores (3, 261-65 y 257-260). Y a fin de que éstos puedan hacer valer sus derechos, sus huelgas deben ser en opinión de González Prada generales y armadas (3, 291).
Prada denuncia que la sociedad capitalista –tanto en lo que respecta al orden público como al social– es un hecho basado en la fuerza, por lo que encontraba que se le podía oponer otro hecho, su derrumbamiento, también por la fuerza. En dicha sociedad hay una agresión latente de los poseedores contra los desposeídos, y como la Humanidad raramente sacrifica el interés a la convicción, el uso de la fuerza está justificado. Este razonamiento sirve de excusa a la acción individual: el hecho violento contra los tiranos, los monopolios o los negociantes inescrupulosos, está perfectamente legitimado. Pero así y todo, hay que distinguir entre la acción individual contra quienes personifican la autoridad y la que no va contra ellos. «Mas apruébese o repruébese el acto violento, no se dejará de reconocer generosidad y heroísmo en los propagandistas por el hecho, en los vengadores que ofrendan su vida para castigar ultrajes no sufridos por ellos» (3, 319). De aquí que «Los Angiolillo, los Bresci, los matadores del gran duque Sergio y los ejecutores del rey Manuel nos merecen más simpatía que Ravachol, Emil Henry y Morral» (3, 317) 2.
Como ya dijimos, don Manuel creía con Karl Liebknecht que el mundo de hoy sólo conoce dos patrias: la de los explotadores y la de los explotados. Y sin embargo, quienes detentan el poder y temen alguna convulsión política o social, suscitan discordias internacionales e invocan el amor a la patria, entendido ahora como el amor al terruño o a sus tradiciones. Otro pretexto del que se valen para alejar los reclamos de los oprimidos es el respeto al orden público.
Pero los glorificadores de las fuerzas militares y policiales, no merecen que se les crea, y hay que desterrar la guerra como un acto de barbarie prehistórica y las medidas de represión policiales contra los trabajadores (3, 261-65 y 257-260). Y a fin de que éstos puedan hacer valer sus derechos, sus huelgas deben ser en opinión de González Prada generales y armadas (3, 291).
Prada denuncia que la sociedad capitalista –tanto en lo que respecta al orden público como al social– es un hecho basado en la fuerza, por lo que encontraba que se le podía oponer otro hecho, su derrumbamiento, también por la fuerza. En dicha sociedad hay una agresión latente de los poseedores contra los desposeídos, y como la Humanidad raramente sacrifica el interés a la convicción, el uso de la fuerza está justificado. Este razonamiento sirve de excusa a la acción individual: el hecho violento contra los tiranos, los monopolios o los negociantes inescrupulosos, está perfectamente legitimado. Pero así y todo, hay que distinguir entre la acción individual contra quienes personifican la autoridad y la que no va contra ellos. «Mas apruébese o repruébese el acto violento, no se dejará de reconocer generosidad y heroísmo en los propagandistas por el hecho, en los vengadores que ofrendan su vida para castigar ultrajes no sufridos por ellos» (3, 319). De aquí que «Los Angiolillo, los Bresci, los matadores del gran duque Sergio y los ejecutores del rey Manuel nos merecen más simpatía que Ravachol, Emil Henry y Morral» (3, 317) 2.
Por lo demás, al tomar Prada conocimiento de las acciones de los anarquistas y republicanos españoles, revisó su punto de vista sobre España, indicando que en realidad hay dos Españas: la vieja y la nueva (4, 409).
Con Proudhon, sostiene González Prada que la cualidad más luminosa de una sociedad anarquista es la justicia, que consiste en dar a cada hombre lo que legítimamente le corresponde. Y escribe: mañana, cuando olas de proletarios se lancen a combatir contra los muros de la vieja sociedad, los opresores dirán: «¡Es la inundación de los bárbaros!. Mas una voz, formada por el estruendo de innumerables voces, responderá: No somos la inundación de la barbarie, somos el diluvio de la justicia» (2, 58-59).
*Era Profesor Principal de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSM y de la Universidad de Lima. Miembro fundador del IIPPLA. Sus investigaciones sobre la filosofía peruana y latinoamericana han sido publicadas en las últimas décadas en el Perú, Alemania, México, Venezuela, España, USA y Colombia. Recientemente, el Fondo Editorial del Banco Central de Reserva publicó sus estudios sobre la filosofía en América Latina (1999).
1 Emplearemos la edición reciente de Obras, publicadas por Luis Alberto Sánchez en tres tomos y siete volúmenes (Lima: COPE, 1985-87). Como no encontramos mayor razón para la división en tomos, simplemente nos referiremos primero al volumen y luego citaremos la página.
2 Repárese que la defensa que hace González Prada de la acción individual es bastante más compleja de como la presenta Oviedo, «Manuel González Prada. Un apocalíptico de fin de siglo», en: Debate. Lima, Vol. XIX, N° 95, jul.-ago. de 1997: 45-47.
¿Quién
era Delfín Lévano?
Por
Diario UNO el agosto 9, 2015
El
siguiente texto fue publicado originalmente en la revista Caretas Nº 395, marzo
de 1969. Con su sentido histórico y social, Doris Gibson me dijo un día: “¿Por
qué no escribe usted un artículo sobre su padre que se titule: ¿Quién era
Delfín Lévano?” Debo, pues, gratitud a esa gran mujer. El texto recuerda una
etapa del sindicalismo peruano, hoy reprimido, excluido y diezmado por el
neoliberalismo de los Fujimori, García y Ollanta Humala, y que, sin embargo,
lucha.
Luis
Alberto Sánchez pinta a Delfín Lévano como un dirigente textil (en su libro
Haya de la Torre y el Apra). Felipe Cossío del Pomar (en Víctor Raúl) lo
describe como un discípulo de Haya en la Universidad Popular González Prada, y
distingue a este Lévano de “Lévano, el obrero”. La revista Así acaba de
referirse a “los hermanos Lévano” como dirigentes del grupo anarcosindicalista
“La Protesta” que conquistara la jornada de 8 horas en el Perú.
Por
su parte, Haya escribió en artículo publicado en la revista Apra el 22 de
febrero de 1946: “Un pequeño y dinámico grupo de buenos combatientes orientó
educadoramente al movimiento obrero. Recordaré solo, entre los muertos, a
algunos de aquellos cuyo conocimiento y amistad fue para mí ilustre estímulo:
Delfín Lévano, que era una de las cabezas del anarcosindicalismo aquí, como el
viejo Reynaga en Trujillo; Adalberto Fonkén, mi gran compañero y colaborador,
el tejedor Elmore, Pablo León y otros, se alineaban en torno del intransigente
grupo “La Protesta”.
¿Quién
era, pues, Delfín Lévano? Tal pregunta parece habérsela formulado muchas
personas. Sobre todo, a raíz de la romería a su tumba que, como todos los años,
se realizó el Primero de Mayo.
El
patriarca
El
cielo de Lima, ha escrito Basadre, solo con el siglo XX se tiñó de humo de
fábrica. Mi abuelo, Manuel Caracciolo Lévano, padre de Delfín, había sido
guerrillero de Cáceres y pierolista de lucha armada. Había nacido de familia
campesina de Lurín, al pie de Pachacamac. Al despertar la centuria, era
panadero en Lima y ya no creía en Piérola. “Ha sido un engaño para los
trabajadores”, escribió en su diario.
Poco
después se hacía anarquista, sacudido por la prédica de Manuel González Prada.
Rechazaba con ello todo partido político. Creía en que una organización
sindical vigorosa, revolucionariamente orientada, podía tumbar, por medio de
una huelga general, el capitalismo.
En
mayo de 1905, el periódico Los Parias informó de algo insólito: “Por primera
vez en esta tierra, el 1° de mayo desfilaron ante las autoridades absortas
centenares de parias cobijados bajo el estandarte rojo”. El organizador de este
desfile en memoria de los inocentes ahorcados en Chicago había sido Manuel
Caracciolo Lévano.
“La
Prensa” publicó una crónica completa de los sucesos de ese día. En la mañana se
había efectuado una romería a la tumba de Florencio Aliaga, obrero del Callao
muerto el 19 de mayo de 1904, durante una huelga por las 8 horas y otros
puntos, llevada a cabo por portuarios, metalúrgicos y ferroviarios del puerto.
“Por tren extraordinario, decía la edición vespertina del diario de Baquíjano,
se dirigieron los obreros limeños al Callao en número de cuatrocientos o poco
menos”. Previamente, se habían congregado, “presididos por el señor Caracciolo
Lévano”, en la estación de San Juan de Dios (más tarde plaza San Martín).
En
la tarde del mismo Primero de Mayo de 1905 hubo un acto solemne. Allí, González
Prada pronunció su discurso hoy célebre sobre “El intelectual y el obrero”, en
que llama a los intelectuales a ser, no lazarillos, sino compañeros de lucha
del trabajador. Luego Manuel Caracciolo Lévano disertó sobre “Lo que son y lo
que debieran ser los gremios obreros”. Ambos discursos fueron publicados
íntegramente en el diario “La Prensa” al día siguiente.
Vibraban
aún en el cable internacional las noticias sobre el sangriento “Domingo Rojo”
en la Rusia Zarista. Ello explica por qué el discurso del panadero peruano, que
llamó a luchar por la jornada de ocho horas, terminó con estas palabras: “¡que
lo que hoy hacen los esclavos de la Rusia lo hagan mañana los esclavos del
Perú!”.
Los
modernos parias
El
obrero era entonces un verdadero paria en el país. En la fábrica de tejidos de
Vitarte, por ejemplo, “se trabajaba de las siete de la mañana a las diez de la
noche; otros días de siete de la mañana a nueve de la noche”. Así nos lo
precisó alguna vez Luis Felipe Grillo, uno de los precursores de la lucha
obrera.
Un
capataz de fábrica tenía poder de decisión –o de puntapié– para lanzar al
despido a quien quisiese. No existían indemnizaciones de ningún tipo.
Luis
Miró Quesada escribía en su tesis de 1905 para optar el grado de Doctor en
Derecho: “Opino que en el Perú no es necesario limitar a 9 horas la duración
del trabajo como lo hace el proyecto del Dr. (José Matías) Manzanilla… puede
sostenerse que no trabaja aquí el operario de modo tan excesivo que pudiera
peligrar su salud”.
Este
panorama explica por qué el patriarca sindical Manuel Caracciolo Lévano pudo
decir en aquella noche tremante: “Si nadie, absolutamente nadie, se preocupa de
nuestro bienestar, si las añejas doctrinas de la política conservadora no
congenian con nuestros generosos sentimientos y propósitos regeneradores; si
solo las ideas libertarias son las que convienen a nuestros intereses,
aspiraciones y derechos, agrupémonos, pues, todos los obreros bajo el lábaro
rojo Restaurador de la Libertad de las Libertades”.
Sobre
ese discurso, sobre esa clase social, sobre esa época, se proyectaba la sombra
de un gran limeño. Cierto que era el hombre más culto de Lima, y que tenía un
corazón muy puro; era el aristócrata, adinerado y rubio Manuel González Prada.
En mi infancia paupérrima escuché de labios de gentes humildes historias sobre
las visitas del gran viejo a la casa de mi padre, en un humilde “solar” del
jirón Mapiri. No era un retórico ese gran maestro.
El
otro Lévano
Al
comenzar el siglo, el bajo pueblo de Lima no conocía más organización propia
que las sociedades mutualistas. Estas servían solo, en la definición lapidaria
de Manuel Caracciolo, “para auxiliar enfermos y sepultar muertos”. El mérito
del primer Lévano del movimiento obrero consiste en haber orientado a sus
hermanos de clase hacia la organización moderna, de tipo sindical. Predicó con
el ejemplo, antes de 1905, al dar a la Federación de Obreros Panaderos
“Estrella del Perú”, cuyo presidente era, una finalidad y una estructura sindicales.
En la primera directiva de la remozada entidad, ese año de 1905, figuraba un
mozo de anchos hombros como de nadador. Era Delfín Lévano, de 19 años de edad,
hijo amado de Manuel Caracciolo.
En
adelante, los nombres de los dos Lévano iban a marchar unidos en la lucha,
hasta el punto de generar confusiones. Ambos desplegaron, a lo largo de varios
lustros, energía física, coraje, inteligencia y abnegación. Mi padre, a pesar
de los horarios nocturnos de diez o doce horas en las panaderías, se daba traza
para organizar, orientar, escribir artículos, pararlos luego a tipo, dirigir
durante años La Protesta, a veces semanario, agitar, organizar, escribir
poesías y obras de teatro (poseo una: Mama Pacha) y dirigir el Centro Musical
Obrero. Claro está que no bebía alcohol y no fumaba. Por eso, sin duda, tenía
tiempo para hacer a sus hijos panecillos con formas de manos o caras; o para
pasearlos a hombros en el zoológico.
Cien
veces apresados y torturados, mil veces perseguidos, parecían no conocer la
fatiga –aparte de ignorar el miedo. Más tarde, en los años de la primera guerra
mundial, se iban a incorporar a la lucha otros elementos notables. Entre ellos,
Nicolás Gutarra, muerto en los Estados Unidos, y Adalberto Fonkén, que se hizo
aprista y se suicidó en Trujillo allá por los años treinta.
Haya
y las ocho horas
No
fue una charla de café la lucha obrera, en particular por las ocho horas. En su
transcurso, hubo matanzas como la de Chicama, en 1912, en que murieron 500
obreros del azúcar. Allá quien orientaba era Julio Reynaga, “el negro Reynaga”,
un mulato que tenía la virtud de ser músico, leer mucho y enarbolar la bandera
roja cada Primero de Mayo. Y que estaba conectado con los luchadores de La
Protesta.
En
Huacho, centro de proletariado agrícola que mi padre visitó a menudo, hubo una
gran huelga en varias haciendas. Pedían aumento de salarios y jornada de ocho
horas. Con astucia popular, los trabajadores organizaron en esa ciudad un
desfile de sus esposas e hijos. Deseaban reclamar pacíficamente y eludir la represión.
Calcularon mal. La Fuerza del Estado –1500 soldados, según una crónica– aplicó
sable, metralla y bayoneta. Unas 150 mujeres fueron muertas. Fue el 2 de
setiembre de 1916.
Innumerables
fueron en Lima las acciones represivas de la fuerza pública.
Debe
quedar claro que en esta lucha los obreros estuvieron prácticamente solos. Se
hace figurar a Haya de la Torre como el arquitecto de las ocho horas. No es
cierto. En el paro de enero de 1919, paro acordado desde diciembre de 1918 por
los trabajadores, su intervención fue casual y tangencial. Fueron los obreros
los que invitaron, ya en paro, a los estudiantes a acudir a sus asambleas. Algo
más: Haya y sus compañeros, como consta en los diarios de la época, propusieron
aceptar un horario de nueve horas: ocho con el salario anterior, una más con
pago extra. Hombres como Delfín Lévano, que dirigían desde su escondite la
lucha, paralizaron la propuesta. Lo que sí es exacto es que Haya se acercó
desde aquel paro al movimiento obrero.
La
honradez y la pureza
Desde
1930 hasta 1941, año de su muerte, Delfín Lévano estuvo postrado en un lecho de
inválido. Consecuencia de la última tortura que sufrió, en los días finales del
oncenio de Leguía. Se le había tenido secuestrado varias semanas. “Lo hemos
desterrado al Japón”, decían a mi madre. Una huelga obrera obligó a que lo
libertaran. Pero lo que retornó al hogar fue una masa morada y tinta en sangre,
un ser hinchado que ya no podía caminar.
Una
vez, en 1939, fueron a visitarle a su cuartucho de madera, en Lince, dos
personajes. Uno era el comandante de la Marina Alfonso Vásquez Lapeyre, que se
había apartado del aprismo para apoyar la candidatura presidencial de Manuel
Prado. El otro, José Cristóbal Castro, aspirante a diputado en la misma
ocasión. Este último había sido batallador líder portuario. Solo una cosa
pedían a mi padre: que entregara su colección de periódicos obreros (La
Protesta, Los Parias, Los Oprimidos, Armonía Social, etc.) a una Exposición de
la Prensa Peruana. A cambio, le darían becas para sus tres hijos que bastante
las necesitábamos. La respuesta fue serena: “Esos periódicos no me pertenecen.
Son de los trabajadores. Yo no puedo negociar con ellos en beneficio de mis
hijos”. Yo era un niño, y no conocía la respuesta que Prometeo, encadenado a las
rocas, dirigió a Hermes, mensajero de Zeus: “No trocaría yo mi desdicha por tu
servil oficio”.
Una
vez, mi padre leyó a varios amigos un escrito mío. Eran versos de un muchachito
que ya a los siete años había sabido lo que es ganarse el pan con el sudor de
su frente. “¡Este chico va a ser un gran anarquista!”, exclamó un compañero. Mi
padre replicó: “¿Por qué? ¿Quién puede decirlo? Yo no le voy a imponer mis
ideas”. Aquel día comprendí su grandeza moral.
Era
básico en él ese respeto por lo demás. En 1921, se realizó el Primer Congreso
Local Obrero organizado por la Federación Obrera Regional Peruana, de tendencia
anarcosindicalista. Delfín Lévano fue elegido secretario general del Congreso.
Se discutió sobre la necesidad de que el certamen se pronunciase en pro del
comunismo anárquico. Al final, él se levantó para proclamar su convicción a
favor; pero precisar que “a nombre de los obreros panaderos, no puedo
pronunciarme ni a favor ni en contra, por cuanto no he sido facultado para
ello”. El texto fue recogido en El Proletariado, órgano de la F.O.R.P. de mayo
de 1921.
Pienso
que el caudal de experiencia, no solo de los Lévano, sino de todos los
dirigentes y la masa obrera de ese tiempo; que el temple moral de ellos, es lo
que explican a un José Carlos Mariátegui, cristalización y desarrollo genial de
una época.
Muerte
sin transfiguración
Delfín Lévano murió en setiembre de 1941, a los 56 años de edad. Antes que él y trabajando por mantener a su hijo y sus nietos, a los 76 años de edad, había muerto Manuel.
Murió
Delfín en un asilo para pobres de Barrios Altos. Solo mi hermana menor y yo
estábamos a esa hora a su lado. Era un mediodía de primavera. Él tenía el
rostro rosado y los ojos limpios de los hombres puros, y una serenidad
sobrehumana. Una monja le pidió que se confesase. Con voz tranquila, él le
dijo: “No voy a confesarme. Nunca he hecho mal a nadie. Todo lo contrario. Si
Dios existe, no tengo nada que temer”. Se puso loca la monja. Gritó. Ejecutó,
en medio de la sala, una danza histérica. Un corazón viril y tierno había
cesado de latir. Después, una inmensa multitud despidió a ese hombre que había
demostrado la capacidad de energía creadora, conciencia, coraje y cultura que
palpita en el gran corazón de los trabajadores.
César
Lévano
Director
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