1848
Gegen Demokraten Helfen nur Soldaten[8].
Canción prusiana
Libertad, Igualdad, Fraternidad…
cuando lo que esta república realmente significa es Infantería, Caballería,
Artillería…
KARL MARX, El 18 Brumario de Luis Bonaparte
El gobierno de Guizot expulsó a
Marx de París a principios de 1845 como resultado de las notas oficiales en que
Prusia había pedido el cierre del socialista Vorwarts, donde habían aparecido comentarios ofensivos sobre el
carácter del monarca prusiano reinante. Originariamente, la orden de expulsión
había de incluir a todo el grupo, en el que figuraban Heine, Bakunin, Ruge y
varios otros exilados extranjeros menos conocidos. A Ruge no se le molestó
porque era ciudadano sajón; el mismo gobierno francés no se aventuró a ordenar
la expulsión de Heine, figura de fama europea que por entonces estaba en la
cúspide de su talento e influencia. Pero Bakunin y Marx fueron expulsados a
pesar de las vigorosas protestas de la prensa radical. Bakunin se dirigió a
Suiza, y Marx, con su mujer y su hija de un año, Jenny, a Bruselas, donde poco
después se le reunió Engels, que había retornado de Inglaterra con ese
propósito. En Bruselas no tardó en establecer contacto con las diversas
organizaciones de obreros comunistas alemanes, en las que figuraban miembros de
la disuelta Liga de los Justos, sociedad internacional de revolucionarios proletarios
con un vago pero violento programa, influida por Weitling; tenía ramas en
varias ciudades europeas. Marx entró en relaciones con socialistas y radicales
belgas, mantuvo una activa correspondencia con miembros de grupos similares de
otros países y estableció una organización regular para el intercambio de
informaciones políticas, pero la esfera principal de su actividad estaba entre
los trabajadores alemanes que vivían en la misma Bruselas. Intentó explicar a
éstos, por medio de conferencias y de artículos aparecidos en su órgano, el Deutsche Brüsseler Zeitung, el papel que
les correspondía en la próxima revolución, que él, como la mayor parte de los
radicales europeos, creía inminente.
Tan pronto como llegó a la
conclusión de que la instauración del comunismo sólo podía llevarla a cabo un
alzamiento del proletariado, toda su existencia se volcó en el intento de
organizado y disciplinarlo para cumplir tal misión. Esta historia personal, que
hasta este punto puede considerarse como una serie de episodios en la vida de
un individuo, se torna ahora inseparable de la historia general del socialismo
en Europa. Dar cuenta de la una equivale necesariamente, por lo menos en cierto
grado, a dar cuenta de la otra. Los intentos que se hagan para distinguir el
papel que desempeñó Marx en la dirección del movimiento mismo oscurecen la
historia de ambos. La tarea de preparar a los obreros para la revolución era
para él una tarea científica, una ocupación de rutina, algo que debía
realizarse tan sólida y eficientemente como fuese posible, y no ya un medio
directo de expresión personal. Las circunstancias externas de su vida son, por
lo tanto, tan monótonas como las de cualquier otro dedicado estudioso, como las
de Darwin o Pasteur, y ofrecen el más agudo contraste con la vida inquieta,
sacudida por emociones, de los otros revolucionarios de su época.
Las décadas de la mitad del siglo
XIX constituyen un período en que la sensibilidad había ganado enorme
prestigio. Lo que había comenzado por ser la experiencia aislada de individuos
excepcionales, de Rousseau y Chateaubriand, Schiller y Jean Paul, Byron y
Shelley, fue incorporándose, imperceptiblemente, en un elemento general de
parte de la sociedad europea. Por primera vez, toda una generación quedó
fascinada por la experiencia personal de hombres y mujeres, considerada en
oposición al mundo exterior, compuesto del juego conjunto de las vidas de
sociedades o grupos enteros. Tal tendencia obtuvo expresión pública en las
vidas y doctrinas de los grandes revolucionarios democráticos, así como en la
apasionada adoración con que los miraban sus seguidores; Mazzini, Kossuth,
Garibaldi, Bakunin, Lassalle, eran admirados no sólo como heroicos luchadores
por la libertad, sino también por sus cualidades románticas, poéticas, como
individuos. Sus realizaciones se consideraban expresión de una profunda
experiencia, cuya intensidad confería a sus palabras y ademanes una emocionante
calidad personal del todo distinta del heroísmo austeramente impersonal de los
hombres de 1789, calidad que constituye la característica distintiva, la
peculiar índole de la época. Karl Marx pertenecía espiritualmente a una
generación anterior o posterior, pero, desde luego, no a su propia época.
Carecía de penetración psicológica, y la pobreza y el duro trabajo no habían
aumentado su receptividad emotiva; esta extrema ceguera a la experiencia y
carácter de las personas que no estaban dentro de su esfera de experiencia
inmediata hacía que su relación con el mundo externo se mostrase singularmente
ruda; había vivido un breve período sentimental cuando estudiaba en Berlín,
pero eso ya había acabado para siempre. Consideraba el sufrimiento moral o
emocional, así como las crisis espirituales, como complacencias burguesas
imperdonables en tiempo de guerra; como después Lenin, parecía que sólo le
inspiraban menosprecio aquellos que, en el calor de la batalla y mientras el
enemigo ganaba una posición tras otra, se preocupaban por el estado de su alma.
Se puso a trabajar para crear una
organización revolucionaria internacional. Recibió la más cálida respuesta en
Londres de una sociedad denominada Asociación Educativa de Trabajadores
Alemanes, encabezada por un pequeño grupo de artesanos exilados cuya
disposición revolucionaria estaba más allá de toda sospecha: el tipógrafo Schapper,
el relojero Molí y el zapatero Bauer fueron sus primeros aliados políticos
dignos de confianza. Habían afiliado su sociedad a una federación llamada Liga
de los Comunistas, que sucedió a la disuelta Liga de los Justos. Los conoció
durante un viaje que hizo a Inglaterra con Engels y simpatizó con ellos por sus
ideas afines a las suyas: eran hombres resueltos, enérgicos y capaces. Éstos, a
su vez, lo consideraron con no poca desconfianza, puesto que era periodista e
intelectual; por ello, durante algunos años sus relaciones conservaron un
carácter severamente impersonal y comercial. Tratábase de una asociación que
perseguía fines prácticos inmediatos, cosa que Marx aprobaba. Bajo la guía de
éste, la Liga de
los Comunistas creció rápidamente y comenzó a abarcar grupos de trabajadores
radicales, diseminados en su mayor parte en las zonas industriales de Alemania,
y en los que no faltaban oficiales del ejército y profesionales. Engels
escribió calurosos informes respecto del crecimiento y proliferación de estos
grupos, así como del celo revolucionario que mostraron en su propia provincia
natal. Por primera vez Marx se halló en la posición que desde hacía mucho
deseaba: era organizador y conductor de un activo partido revolucionario en
expansión. Bakunin, que a su vez había llegado a Bruselas y estaba en buenos
términos tanto con los radicales extranjeros como con los miembros de la
aristocracia local, deploraba que Marx prefiriera la sociedad de artesanos y
obreros a la de hombres inteligentes, y de que corrompiera a hombres buenos y
simples llenándoles la cabeza de teorías abstractas y oscuras doctrinas
económicas que no podían comprender y que los volvían intolerablemente
vanidosos. No veía ventaja alguna en pronunciar conferencias ante artesanos
alemanes irremediablemente limitados y faltos de educación, ni en organizados
en reducidos grupos; estos artesanos, según él, apenas entendían lo que se les
explicaba tan minuciosamente, eran criaturas mediocres y desnutridas que en
modo alguno podían inclinar la balanza en cualquier conflicto decisivo. El
ataque que Marx lanzó contra Proudhon los distanció aún más; Proudhon era amigo
íntimo y, en cuestiones hegelianas, discípulo de Bakunin; por lo demás, el
ataque apuntaba también contra el propio hábito de Bakunin de abandonarse a una
vaga y exuberante elocuencia, con la que suplía la falta de un análisis
político preciso y minucioso.
Los sucesos de 1848 modificaron
la opinión de ambos acerca de la técnica de la próxima revolución, aunque en
direcciones diametralmente opuestas. En años posteriores, Bakunin se volvió
hacia los grupos terroristas secretos, y Marx hacia la fundación de un partido
revolucionario oficial que procediera con reconocidos métodos políticos. Se
propuso destruir la tendencia a la retórica y la vaguedad entre los alemanes y
no dejó de tener éxito en su empeño, tal como lo comprueba el eficiente y
disciplinado comportamiento de los miembros de su organización en Alemania
durante los dos años revolucionarios, y aun después de ellos.
En 1847 el centro londinense de la Liga de los Comunistas mostró
su confianza en Marx y Engels al encomendarles la redacción de un documento que
enunciara las creencias y aspiraciones del grupo. Marx abrazó ansiosamente esta
oportunidad de compendiar explícitamente la nueva doctrina, que al fin había
tomado forma definitiva en su cerebro. Entregó el escrito en 1848. Se publicó,
pocas semanas antes del estallido de la revolución de París, bajo el título de Manifiesto del Partido Comunista.
Engels hizo la primera redacción
bajo la forma de preguntas y respuestas, pero como ella no le pareció a Marx lo
bastante violenta y definitiva, el maestro volvió a escribirlo por completo.
Según Engels, el resultado fue un trabajo original que, en verdad, nada debía a
su mano, pero lo cierto es que se mostraba excesivamente modesto siempre que
hablaba de su colaboración con Marx, y así el folleto muestra de modo indudable
que no fue poca la parte que le cupo en su redacción. El Manifiesto es el más grande de todos los folletos socialistas. Ningún
otro movimiento político moderno ni ninguna otra causa moderna puede pretender
haber producido algo que le sea comparable en elocuencia o fuerza. Trátase de
un documento de prodigioso vigor dramático; su forma es la de un edificio de
intrépidas y sorprendentes generalizaciones históricas que rematan en la
denuncia del orden existente, en nombre de las vengadoras fuerzas del futuro;
en su mayor parte está escrito en una prosa que exhibe la calidad lírica de un
gran himno revolucionario, cuyo efecto, poderoso aún hoy, fue probablemente
mayor en su tiempo. Comienza con una frase amenazadora, que revela su tono y su
intención: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las
fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese
fantasma. El Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los
polizontes alemanes… el comunismo está ya reconocido como una fuerza por todas
las potencias de Europa». Prosigue como una sucesión de tesis interrelacionadas
y desarrolladas brillantemente, y finaliza con una famosa y magnífica
invocación dirigida a los trabajadores del mundo.
La primera de estas tesis figura
en la frase inicial de la primera sección: «La historia de todas las sociedades
hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases». En todos los
períodos de que guarda registro la memoria, la humanidad ha estado dividida en
explotadores y explotados, amos y esclavos, patricios y plebeyos, y, en
nuestros días, proletarios y capitalistas. El inmenso desarrollo de los
descubrimientos y los inventos ha transformado el sistema económico de la
moderna sociedad humana: las corporaciones de oficios han cedido el lugar a las
manufacturas locales, y éstas, a su vez, a las grandes empresas industriales.
Cada estadio de esta expansión va acompañado de formas culturales y políticas
que le son peculiares. La estructura del Estado moderno refleja la dominación
de la burguesía, y es, en efecto, un comité para administrar los asuntos de la
clase burguesa como una totalidad. La burguesía desempeñó en su día un papel
altamente revolucionario; derribó el orden feudal y, al hacerlo, destruyó las
viejas relaciones patriarcales, pintorescas, que vinculaban a un hombre con sus
«amos naturales», y sólo dejó una relación real entre ellos: el nexo del
dinero, el desnudo, egoísta interés. Convirtió la dignidad personal en una
mercancía negociable, susceptible de venderse y comprarse; en lugar de las
antiguas libertades aseguradas por actas y cartas, creó la libertad de
comercio; sustituyó la explotación disfrazada con máscaras políticas y
religiosas por una explotación directa, cínica y desvergonzada. Convirtió las
profesiones antes consideradas honorables por ser forma de un servicio a la
comunidad en mero trabajo alquilado; adquisitiva en sus aspiraciones, degradó
todas las formas de vida. Esto lo logró llamando a la existencia inmensos y
nuevos recursos naturales: el armazón feudal no pudo contener el nuevo
desarrollo y se desmoronó, rajado en dos. Ahora el proceso se ha repetido. Las frecuentes
crisis económicas originadas por la superproducción constituyen un síntoma de
que el capitalismo no puede ya, a su vez, dominar sus propios recursos. Cuando
un orden social se ve forzado a destruir sus propios productos a fin de impedir
que las posibilidades que lleva en sí se expandan demasiado rápidamente y
demasiado lejos, ello es signo cierto de su próxima bancarrota y desaparición.
El orden burgués ha creado el proletariado, el cual es a la vez su heredero y
su verdugo. Logró destruir el poder de todas las otras formas rivales de
organización —la aristocracia, los pequeños artesanos y caudillos—, pero no
puede destruir al proletariado porque éste le es necesario para su propia
existencia, constituye una parte orgánica de su sistema y es así el gran
ejército de los desposeídos, a quienes, en el mismo acto de explotarlos,
inevitablemente disciplina y organiza. Cuanto más internacional se torna el
capitalismo —y a medida que se expande se hace inevitablemente más
internacional—, es más vasta y más internacional la escala en que
automáticamente organiza a los trabajadores, cuya unión y solidaridad
eventualmente lo echará por tierra. El carácter internacional del capitalismo
engendra inevitablemente, como su necesario complemento, el carácter internacional
de la clase trabajadora. Este proceso dialéctico es inexorable y ningún poder
puede detenerlo o controlarlo. De ahí que sea fútil intentar restaurar el viejo
idilio medieval, construir esquemas utópicos sobre un nostálgico deseo de
retorno al pasado, tan ardientemente anhelado por los ideólogos de los
campesinos, artesanos y pequeños comerciantes. El pasado ha pasado, y las
clases que pertenecían a él hace tiempo que fueron derrotadas decisivamente por
la marcha de la historia; la hostilidad de éstas hacia la burguesía, a menudo
falsamente denominada socialismo, es una actitud reaccionaria, un vano intento
de invertir el avance de la evolución humana. Su única esperanza de triunfo
sobre el enemigo estriba en el abandono de su existencia independiente y en la
fusión con el proletariado, cuyo crecimiento corroe a la burguesía desde
dentro; pues la repetición de las crisis, cada vez más intensas, y la
desocupación obligan a la burguesía a agotarse, ya que entonces tiene que
alimentar a sus sirvientes en lugar de ser alimentada por ellos, que es su
función natural.
Del ataque, el Manifiesto pasa a la defensa. Los
enemigos del socialismo declaran que la abolición de la propiedad privada
destruirá la libertad y subvertirá los cimientos de la religión, la moral y la
cultura. Esto se admite. Pero los valores que destruirá serán sólo aquellos
ligados al viejo orden, la libertad burguesa y la cultura burguesa, cuya
apariencia de validez absoluta para todos los tiempos y lugares es una ilusión
debida sólo a la función de armas que desempeñan en la guerra de clases. La
verdadera libertad personal consiste en el poder de desarrollar una acción
independiente, poder del cual el artesano, el pequeño comerciante, el
campesino, están desde hace tiempo privados por el capitalismo. Y en cuanto a
la cultura, aquella «cultura cuya pérdida se lamenta, es, para la enorme
mayoría, sólo un mero adiestramiento para actuar como una máquina». Con la
abolición total de la lucha de clases, estos ideales ilusorios se desvanecerán
necesariamente, y a ello sucederá una nueva y más vasta forma de vida fundada
en una sociedad sin clases. Llorar su pérdida es lamentar la desaparición de
una vieja dolencia.
Los métodos revolucionarios han
de diferir al ser distintas las circunstancias, pero por doquiera sus primeras
medidas han de ser la nacionalización de la tierra, el crédito y los
transportes, la abolición de los derechos de herencia, el aumento de los
impuestos, la intensificación de la producción, la destrucción de las barreras
entre la ciudad y el campo, la implantación del trabajo obligatorio y de la
libre educación para todos. Sólo entonces podrá comenzar la seria
reconstrucción social. El resto del Manifiesto
desenmascara y refuta varias formas de seudosocialismo, los intentos de
diversos enemigos de la burguesía, la aristocracia o la Iglesia , para ganar al
proletariado para su causa mediante especiosos pretextos de interés común. En
esta categoría figura la arruinada pequeña burguesía, cuyos escritores,
propensos como están a descubrir el caos de la producción capitalista, la
pauperización y la degradación ocasionadas por la introducción de maquinarias,
las monstruosas desigualdades de riqueza, ofrecen remedios que, al ser
concebidos en términos anticuados, resultan utópicos. Ni siquiera esto cabe
decir de los «verdaderos socialistas»[9] alemanes, que, al traducir
las trivialidades francesas al lenguaje del hegelianismo, producen una
colección de frases que no pueden engañar al mundo por mucho tiempo. En cuanto
a Proudhon, Owen o Fourier, sus seguidores trazaron esquemas para salvar a la
burguesía como si el proletariado no existiera o pudiera ser ascendido hasta
los rangos capitalistas, dejando solo explotadores y no explotados. Esta
interminable variedad de puntos de vista representa el desesperado estado de la
burguesía, incapaz, o poco dispuesta a ello, de enfrentar su muerte inminente,
y que se concentra en vanos esfuerzos por sobrevivir bajo la forma de un
socialismo vago y oportunista. Los comunistas no forman un partido o una secta,
sino que son la vanguardia consciente del mismo proletariado; no los obsesionan
meros fines teóricos, sino que procuran cumplir su destino histórico. No
ocultan sus aspiraciones. Declaran abiertamente que sólo cabe realizarlas
cuando todo el orden social sea barrido por la fuerza de las armas y ellos
tomen todo el poder político y económico. El Manifiesto finaliza con estas celebradas palabras: «Los proletarios
no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un
mundo que ganar. ¡Proletarios del mundo, unios!».
Los estudiosos han mostrado
convincentemente que quedó incorporado al Manifiesto
no poco material de programas anteriores, especialmente babuvistas; sin
embargo, el todo constituye una maciza unidad. Ningún resumen podrá transmitir
la calidad de sus páginas iniciales o finales. Como instrumento de propaganda
destructiva, no tiene igual en parte alguna; el efecto que produjo en las
generaciones subsiguientes no tiene paralelo, como no sea en la historia
religiosa, y si su autor no hubiera escrito nada más, el documento le habría
asegurado perdurable fama. Empero, su efecto más inmediato lo ejerció sobre la
propia vida de Marx. El gobierno belga, que se comportaba con considerable
tolerancia con los exilados políticos, no pudo pasar por alto esta formidable
publicación y bruscamente expulsó a Marx y a su familia de su territorio. Al
día siguiente estalló en París la revolución desde hacía tiempo esperada.
Flocon, miembro radical del nuevo gobierno francés, invitó a Marx en una carta
lisonjera a volver a la ciudad revolucionaria. Se puso en marcha inmediatamente
y llegó un día después.
Halló la ciudad en un estado de
entusiasmo universal y fanático. Las barreras habían caído una vez más, y al
parecer esta vez para siempre. El rey había huido, declarando que «había sido
arrojado por fuerzas morales», y se había constituido un nuevo gobierno en el
que figuraban representantes de todos los amigos de la humanidad y el progreso:
recibieron carteras el gran físico Arago y el poeta Lamartine, y fueron
representados por los trabajadores Louis Blanc y Albert. Lamartine redactó un
elocuente manifiesto que se leía, citaba y declamaba en todas partes. Poblaban
las calles multitud de demócratas de todos los colores y nacionalidades que
cantaban y prorrumpían en gritos entusiastas. La oposición no mostró muchos
signos de vida. La Iglesia
publicó una declaración en la que afirmaba que la cristiandad no era enemiga de
la libertad individual, que, por el contrario, era su aliada y defensora
natural; su reino no era de este mundo y, consecuentemente, el apoyo a la
reacción de que se la había acusado no dimanaba de sus principios ni de su
posición histórica en la sociedad europea y podía modificarse radicalmente sin
violentar la esencia de su enseñanza. Tales anuncios se recibieron con
entusiasmo y credulidad. Los exilados alemanes rivalizaron con los polacos y
los italianos en predicciones acerca del inminente y universal derrumbe de la
reacción y de la inmediata aparición, sobre sus ruinas, de un mundo moral. Por
entonces llegaron noticias de que Nápoles se había alzado y, después de ella,
Milán, Roma, Venecia y otras ciudades italianas. Berlín, Viena y Budapest se
habían levantado en armas. Al fin Europa estaba en llamas. La excitación entre
los alemanes residentes en París alcanzó grados febriles. Para apoyar a los
republicanos insurrectos, se constituyó una Legión alemana, que había de
encabezar el poeta Georg Herwegh y un ex soldado comunista prusiano llamado
Willich. Debía partir al punto. El gobierno francés, que acaso no viera con
malos ojos el que tantos agitadores extranjeros abandonaran su territorio,
alentó el proyecto. A Engels lo atrajo aquella idea y casi seguramente se
habría alistado de no haberlo disuadido Marx, que veía todo aquello con recelo
y hostilidad. No veía signos de que las masas alemanas se rebelaran seriamente;
aquí y allí caían gobiernos autocráticos y los príncipes se veían forzados a
prometer constituciones y a nombrar gobiernos moderadamente liberales, pero la
gran mayoría del ejército prusiano permanecía leal al rey, al paso que los
demócratas estaban dispersos y mal dirigidos y eran incapaces de llegar a un
acuerdo entre sí mismos en los puntos vitales. El congreso popular entonces
elegido y que se reunió en Frankfurt para decidir acerca del futuro gobierno de
Alemania, fue un fracaso desde el principio, y la súbita aparición en suelo
alemán de una legión de intelectuales emigrados faltos de adiestramiento, le
pareció a Marx un innecesario gasto de energía revolucionaria, que probablemente
tuviera un fin ridículo o lamentable, a lo que seguiría un paralizador estado
anímico de vergüenza y desilusión. Por consiguiente, Marx se opuso a la
formación de tal legión, no se interesó por ella después que ésta hubo dejado
París para caer inevitablemente derrotada por el ejército real, y se dirigió a
Colonia para estudiar qué podía hacerse por medio de la propaganda en su nativa
Renania, donde persuadió pacientemente a un grupo de industriales liberales y
simpatizantes del comunismo a fundar una nueva Rheinische Zeitung, que sería sucesora del diario de ese mismo
nombre cuya publicación se había prohibido cinco años antes, y a que lo
nombraran su director. Colonia era entonces escenario de un difícil equilibrio
de fuerzas entre los demócratas locales, que dominaban la milicia, y una
guarnición que obedecía órdenes de Berlín. Actuando en nombre de la Liga de los Comunistas, Marx
envió agentes agitadores entre las masas industriales alemanas y empleó sus
informes como material de sus principales artículos. Por entonces no había
censura formal en Renania, y sus palabras incendiarias llegaron a un público
cada vez más vasto. La Neue Rhenische Zeitung estaba bien informada y era el
único órgano de la prensa izquierdista con clara política propia. Su
circulación aumentó rápidamente y comenzó a leerse en otras provincias
alemanas.
Marx había ido armado con un
completo plan de acción económica y política, fundado en la sólida base teórica
que había construido cuidadosamente durante los años anteriores. Abogaba por
una alianza condicional entre los obreros y la burguesía radical para el
inmediato propósito de derrocar a un gobierno reaccionario, declarando que
mientras los franceses se habían liberado del yugo feudal en 1789, lo que los
habilitó para dar el paso siguiente en 1848, hasta ahora los alemanes sólo
habían realizado sus revoluciones en la región del pensamiento puro; como
pensadores, habían dejado muy atrás a los franceses por el radicalismo de sus
sentimientos, pero políticamente vivían aún en el siglo XVIII. Alemania era la
más atrasada de las naciones occidentales y los alemanes debían alcanzar dos
estadios antes de alentar la esperanza de llegar al del industrialismo
desarrollado, para marchar entonces con el paso ajustado al de las democracias
vecinas. El movimiento dialéctico de la historia no consiente saltos, y los
representantes del proletariado incurrieron en un error al pasar por alto los
reclamos de la burguesía que, al trabajar por su propia emancipación, favorecía
la causa general y estaba económica y políticamente mucho mejor organizada y
era más capaz de gobernar que la clase trabajadora, ignorante, desunida, mal
organizada. De ahí que el paso que debían dar los trabajadores era concertar
una alianza con sus compañeros de opresión, es decir, con la clase media
inferior, y luego, después de la victoria, procurar controlar y, de ser
necesario, obstruir la labor de sus nuevos aliados (que por entonces estarían
sin duda ansiosos de poner fin a aquella asociación de transacción) por obra de
la pura fuerza de su peso y poder económicos. Se opuso a los demócratas
extremistas de Colonia, Anneke y Gottschalk, que eran contrarios a tal
oportunismo y, por cierto, a toda acción política, la cual probablemente
comprometería y debilitaría la pura causa proletaria. Esto se le apareció como
típica ceguera alemana al verdadero equilibrio de fuerzas. Pidió la
intervención directa y el envío de delegados a Frankfurt, como único
procedimiento eficaz y práctico. El aislamiento político le parecía la cúspide
de la locura táctica, puesto que dejaría a los trabajadores desunidos y a
merced de la clase victoriosa. En política exterior, era una suerte de
pangermánico y un fanático rusófobo. Durante muchos años Rusia había ocupado la
misma posición, en relación con las fuerzas de la democracia y el progreso, que
la ocupada en el siglo XX por las potencias fascistas y evocaba la misma
reacción emocional que éstas. La odiaban y temían los demócratas de todas las
tendencias, como gran campeona de la reacción, capaz y deseosa de aplastar
todos los intentos que se hicieran por la libertad dentro y fuera de sus
fronteras.
Como en 1842, Marx pidió una
guerra inmediata con Rusia, debido a que ningún intento de revolución
democrática podía triunfar en Alemania en vista de la certeza de la
intervención rusa, y también como medio de unificar los principados alemanes en
una única organización democrática, en oposición a un poder cuya entera
influencia se volcaba del lado del elemento dinástico en la política europea; y
acaso, también, a fin de ayudar a aquellas fuerzas revolucionarias dispersas
dentro de la misma Rusia, sobre cuya existencia Bakunin solía hacer constantes
y misteriosas referencias. Marx estaba dispuesto a sacrificar muchas otras
consideraciones a la unidad alemana, puesto que en la desunión del país veía,
no menos que Hegel y Bismarck, la causa tanto de su debilidad como de su
ineficacia y atraso político. No era nacionalista ni romántico y miraba las
naciones pequeñas como otras tantas supervivencias anticuadas que obstruían el
progreso económico y social. Por lo tanto, actuó con toda consecuencia al
aprobar después públicamente la súbita invasión alemana de la provincia danesa
de Schleswig-Holstein; y el abierto apoyo de esta acción por parte de la
mayoría de los demócratas alemanes prominentes causó considerable embarazo a
sus aliados liberales y constitucionalistas de otros países.
Denunció la sucesión de gobiernos
prusianos liberales de breve vida que, sin oponer casi resistencia y, según le
parecía a él, casi con alivio, permitían que el poder se les escapara de las
manos para volver a las del rey y su partido. Prorrumpió en furiosos estallidos
contra el «palabrerío vacío» y el «cretinismo parlamentario» de Frankfurt, para
rematar este ataque con una tormenta de indignación que apenas tiene paralelo
en el mismo Das Kapital. Ni entonces
ni después desesperó del desenlace último del conflicto, pero su concepción de
la táctica revolucionaria, así como la opinión que le merecían la inteligencia
y el grado de confianza que cabía cifrar en las masas y sus dirigentes,
cambiaron radicalmente: declaró que la incurable estupidez de las masas era un
obstáculo aún mayor para su progreso que el mismo capitalismo. Empero, su
propia política reveló ser tan impracticable como la de los radicales
intrasigentes a los que denunciaba. En subsiguientes análisis, atribuyó el
resultado desastroso de la revolución a la debilidad de la burguesía y a la
ineficacia de los liberales parlamentarios, pero principalmente a la ceguera
política de las crédulas masas y a su obstinada lealtad a los agentes de su
peor enemigo, que las engañaban y halagaban para conducirlas lisa y llanamente
a su destrucción. Si pasó el resto de su vida dedicado casi exclusivamente a
problemas puramente tácticos y a consideraciones acerca del método más adecuado
que debían adoptar los conductores revolucionarios en interés de su
incomprensivo rebaño, así como al análisis de las condiciones reales, ello se
debió en gran medida a la lección de la revolución alemana. En 1849, después
del fracaso de los alzamientos producidos en Viena y en Dresde, escribió
violentas diatribas contra los liberales de todas las tendencias, a los que
calificó de cobardes y saboteadores aún hipnotizados por el rey y sus
disciplinados sargentos; añadió que los asustaba el solo pensar en una victoria
definitiva, que estaban dispuestos a traicionar la revolución por temor a las
peligrosas fuerzas que ésta podía desencadenar, para acabar diciendo que
estaban virtualmente derrotados antes de empezar a luchar. Declaró que, aun
cuando la burguesía tuviera éxito al concertar un sucio pacto con el enemigo a
expensas de sus aliados de la pequeña burguesía y de los trabajadores, en el
mejor de los casos no ganaría más que lo que habían ganado los liberales
franceses bajo la monarquía de julio, mientras que, en el peor de los casos, el
pacto sería repudiado por el rey y preludiaría un nuevo terror monárquico.
Ningún otro diario de Alemania se atrevió a ir tan lejos al denunciar al
gobierno. El carácter directo e intransigente de estos análisis y la audacia de
las conclusiones que Marx extrajo de ellos fascinaron a los lectores, aun a
pesar suyo, si bien inequívocos signos de pánico comenzaron a mostrarse entre
los accionistas.
Para junio de 1848 la fase heroica
de la revolución de París había llegado a su fin y los grupos conservadores
comenzaron a rehacer sus fuerzas. Los miembros radicales y socialistas del
gobierno —Louis Blanc, Albert, Flocon— se vieron obligados a renunciar. Los
obreros se rebelaron contra los republicanos izquierdistas que permanecían en
el poder, levantaron barricadas y, después de tres días de lucha cuerpo a
cuerpo en las calles, fueron dispersados por la guardia nacional y las tropas
leales al gobierno. La sublevación de junio puede considerarse el primer
alzamiento puramente socialista que se produjo en Europa, pues estaba
conscientemente dirigido contra los liberales no menos que contra los
legitimistas. Los seguidores de Blanqui (que estaba preso) lanzaron un
llamamiento al pueblo para que tomara el poder e instaurara una dictadura
armada: el fantasma del Manifiesto
comunista adquiría consistencia corpórea al fin; por primera vez el
socialismo revolucionario se revelaba a sí mismo en aquel salvaje y amenazador
aspecto en que hasta entonces había aparecido a sus oponentes en todos los
países.
Marx reaccionó al punto. A pesar
de las frenéticas protestas de los propietarios del diario, que miraban con
profundo horror toda forma de derramamiento de sangre y de violencia, publicó
un extenso y demoledor artículo cuyo tema era el funeral que el Estado había
mandado oficiar por los soldados muertos durante los disturbios producidos en
París:
La fraternidad de las dos clases
antagónicas (una de las cuales explota a la otra), que en febrero quedó
inscrita con grandes letras en todas las fachadas en París, en todas las
prisiones y todas las barracas… esta fraternidad duró mientras los intereses de
la burguesía podían fraternizar con los intereses del proletariado. Pedantes de
la vieja tradición revolucionaria de 1793, sistematizadores socialistas que
imploraban a la burguesía concediera favores al pueblo y a quienes se les
permitía predicar largos sermones… necesitaban arrullar al león proletario para
que durmiera; republicanos que querían todo el viejo sistema burgués, menos el
caudillo multitudinario; legitimistas que no deseaban quitarse la librea, sino
meramente cambiar su corte… ¡éstos han sido los aliados del pueblo en la
revolución de febrero! Pero el pueblo no odiaba a Luis Felipe, sino el dominio
multitudinario de una clase, el capital entronizado. No obstante, y magnánimo
como siempre, se figuraba que había destruido a sus enemigos cuando no había
hecho más que derrocar al enemigo de sus enemigos, al enemigo común de todos
ellos.
Los choques que surgen
espontáneamente de las condiciones de la sociedad burguesa han de llevarse
hasta sus últimas y más amargas consecuencias; no cabe conjurarlos. La mejor
forma de estado es aquella que no pretende eliminar las tendencias sociales
opuestas… sino que les asegura la libre expresión porque, con ella, los
conflictos se resuelven por sí solos. Pero se me preguntará: «¿No tiene usted
lágrimas, suspiros, palabras de simpatía para las víctimas del frenesí
popular?».
El Estado acudirá en socorro de
las viudas y huérfanos de estos hombres. Serán honrados con decretos y se les
ofrecerá un espléndido funeral público; la prensa oficial proclamará que sus
memorias son inmortales… Pero los plebeyos, atormentados por el hambre,
vilipendiados en los diarios, abandonados hasta por los médicos, estigmatizados
por todas las personas «decentes» como ladrones, incendiarios, convictos,
mientras sus mujeres y sus hijos están hundidos en una miseria mayor que nunca
y mientras los mejores de los supervivientes marchan al destierro… ¿acaso no es
justo que la prensa democrática reclame el derecho de coronar con laureles sus
frentes sombrías?
Este artículo —no desemejante al
tributo que rindió a la Comuna
de París más de veinte años después— causó alarma entre los suscriptores y el
diario comenzó a perder dinero. Por su parte, el gobierno prusiano, convencido
ahora de que poco tenía que temer del sentimiento popular, ordenó la disolución
de la asamblea democrática. Ésta replicó declarando ilegales todos los
impuestos decretados por el gobierno. Marx apoyó vehementemente tal decisión y
exhortó al pueblo a resistir todo intento de recaudar los impuestos. Esta vez
el gobierno obró prontamente y ordenó el cierre inmediato de la Neue
Rheiniscbe Zeitung.
La última edición se imprimió con letras rojas y contenía un incendiario
artículo de Marx y un elocuente y fiero poema de Freiligrath; se vendió como
una curiosidad para coleccionistas. Marx fue arrestado por incitación a la
sedición y juzgado ante un tribunal en Colonia. Aprovechó la oportunidad para
pronunciar un discurso de gran extensión y erudición en el que analizó
detalladamente la situación política y social imperante en Alemania y en el
exterior. El resultado fue inesperado: al anunciar la absolución, el presidente
del jurado expresó que deseaba agradecer a Marx, en nombre propio y en el del
jurado, la interesante e inusitadamente instructiva conferencia de la que todos
habían sacado gran provecho. El gobierno prusiano, que cuatro años antes había
anulado su ciudadanía prusiana, no pudiendo modificar el veredicto judicial, lo
expulsó de Renania en julio de 1849. Se dirigió a París, donde la agitación
bonapartista en favor del primer sobrino de Napoleón había tornado aún más
confusa que antes la situación política, y donde parecía que algo importante
había de ocurrir en cualquier momento. Sus colaboradores se dispersaron en
varias direcciones. Engels, a quien desagradaba la inactividad y declaraba que
nada tenía que perder, se alistó en la legión de París encabezada por Willich,
sincero comunista y comandante capaz a quien Marx detestaba por considerarlo un
aventurero romántico y a quien Engels admiraba por su sinceridad, sangre fría y
valor personal. Las fuerzas reales batieron fácilmente a la legión en Badén, y
ésta se retiró en orden hacia la frontera de la Confederación Suiza ,
donde se disgregó. La mayor parte de los sobrevivientes pasó a Suiza, entre
ellos Engels, que conservó los recuerdos más agradables de las experiencias
vividas en esta ocasión, y que, en sus últimos años, solía entretenerse
narrando la historia de la campaña, que consideraba un alegre y agradable
episodio sin mayor importancia. Marx, cuya capacidad para solazarse era más
limitada, halló que París era un lugar melancólico. La revolución había
fracasado patentemente. Las intrigas de los legitimistas, orleanistas y
bonapartistas socavaban los restos de la estructura democrática, y los
socialistas y radicales que no habían huido se hallaban en la prisión o, con
toda probabilidad, se hallarían en ella en cualquier momento. La aparición de
Marx, que por entonces ya era una figura de notoriedad europea, no fue bien
recibida por el gobierno. Poco después de su llegada, se le ofreció la
alternativa de abandonar Francia o retirarse a Morbihan, en Bretaña. De los
países libres, Bélgica estaba cerrada para él; era improbable que Suiza, que
había expulsado a Weitling y mirado con no muy buenos ojos la presencia de
Bakunin, le permitiera vivir allí; de modo que sólo un país europeo acaso no
pusiera obstáculos en su camino. Marx llegó a París en julio, procedente de
Renania; un mes después, una suscripción hecha por sus amigos, entre los cuales
figura por primera vez el nombre de Lassalle, le permitió pagar el viaje a
Inglaterra.
Llegó a Londres el 24 de agosto
de 1849; su familia lo siguió un mes más tarde, y Engels, después de haber
descansado en Suiza y de un largo y agradable viaje por mar desde Génova, llegó
a principios de noviembre. Encontró a Marx convencido de que la revolución
podía estallar una vez más en cualquier momento y ocupado en la redacción de un
folleto contra la conservadora república de Francia.
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