EL MATERIALISMO HISTÓRICO
ISAIAH BERLIN
A cierta persona se le ocurrió
una vez que la gente se ahogaba en el agua sólo porque la obsesionaba la noción del peso. Pensaba que si sólo
pudieran liberarse de esta idea, calificándola, por ejemplo, de supersticiosa o
religiosa, se salvarían de todo peligro de ahogarse. Toda su vida luchó contra
la ilusión del peso, respecto de cuyas deletéreas consecuencias las
estadísticas le proporcionaban continuamente nuevas pruebas. Tal figura es el
arquetipo de los filósofos revolucionarios alemanes de nuestros días.
KARL MARX, La ideología alemana
Marx no publicó nunca una
exposición completamente sistemática del materialismo histórico. Lo enuncia en
forma fragmentaria en su primera obra escrita durante los años 1843-48, fue
brevemente expuesta en 1859, y lo da por descontado en su pensamiento
posterior. No lo considera un nuevo sistema filosófico, sino más bien un método
práctico de análisis social e histórico y una base para la estrategia política.
En los últimos años de su vida se quejó del uso que de él hacían algunos de sus
seguidores, los cuales parecían pensar que el materialismo histórico les
ahorraría el trabajo de acometer estudios históricos al proporcionarles una
suerte de «tabla» algebraica merced a la cual, y dados suficientes datos,
podrían «leerse» mecánicamente respuestas automáticas a todas las cuestiones
históricas. En una carta que hacia el fin de su vida escribió a un corresponsal
ruso, da como ejemplo de desarrollo desemejante, a pesar de las condiciones
sociales análogas, la historia de la plebe romana y la del proletariado
industrial europeo.
Cuando uno estudia separadamente
estas formas de evolución —escribió— y luego las compara, puede hallar
fácilmente la clave de este fenómeno; pero no cabe obtener tal resultado
mediante la aplicación del universal passepartout
de una particular teoría histórico-filosófica que todo lo explica porque no
explica nada y cuya virtud suprema consiste en ser suprahistórica.
La teoría maduró gradualmente en
su espíritu. Podemos rastrear su crecimiento en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel y La cuestión judía; en ellos el
proletariado aparece identificado por primera vez como el agente destinado a
modificar la sociedad en la dirección anunciada por la filosofía, la cual,
precisamente por ser una filosofía divorciada de la acción, constituye por sí
misma un síntoma y una expresión de impotencia. La desarrolla ulteriormente en La sagrada familia, amalgama de
estallidos polémicos contra los «críticos de la crítica», esto es, los jóvenes
hegelianos —principalmente los hermanos Bauer y Stirner— entremezclados con
fragmentos sobre filosofía de la historia, crítica social de la literatura y
otras singularidades; pero sobre todo la expone en un volumen de más de
seiscientas páginas que escribió con Engels en 1846 titulado La ideología alemana, que nunca publicó.
Esta obra verbosa, desorganizada y pesada, que trata de autores y opiniones
desde hacía mucho muertos y justamente olvidados, contiene en su extensa
introducción la exposición más fundada, imaginativa y notable de la teoría
marxista de la historia. Como las tersas y brillantes Tesis sobre Feuerbach, que pertenecen al mismo período, y los Manuscritos. Economía-Filosofía de 1844,
con su nueva aplicación del concepto hegeliano de la alienación, la mayor parte
de La ideología alemana no vio la luz
hasta después de su muerte (las Tesis
en 1888, el resto en el siglo XX). Resulta filosóficamente mucho más
interesante que cualquier otra obra de Marx y representa un momento en que su
pensamiento no aflora en toda su plenitud, pero es uno de sus momentos más
decisivos y originales, cuya total ignorancia llevó a sus seguidores inmediatos
(inclusive a los realizadores de la Revolución Rusa ) a poner exclusivo énfasis en los
aspectos históricos y económicos de sus ideas y a una defectuosa comprensión
del contenido sociológico y filosófico de éstas. A este hecho se debe la interpretación
clara, a medias positivista y a medias darwiniana, del pensamiento de Marx que
principalmente nos ofrecieron Kautsky, Plejánov y, sobre todo, Engels,
tradición que influyó decisivamente tanto en la teoría como en la praxis del movimiento cuyo nombre toma
de Marx.
La estructura de la nueva teoría
es rigurosamente hegeliana. Reconoce que la historia de la humanidad es un
proceso único en el que no se dan repeticiones y que obedece a leyes
susceptibles de ser descubiertas. Cada momento de este proceso es nuevo en el
sentido de que posee características nuevas, o en él se verifican nuevas
combinaciones de características conocidas; pero a pesar de ser único e
irrepetible, se sigue, sin embargo, del estado inmediatamente anterior, en
obediencia a las mismas leyes, del mismo modo que este último estado deriva del
que le es anterior. Pero mientras, de acuerdo con Hegel, la sustancia única en
la sucesión de cuyos estados la historia consiste, es el eterno Espíritu
universal que se autodespliega, el interno conflicto de cuyos elementos se
torna concreto, por ejemplo, en los conflictos religiosos, en las guerras de
los estados nacionales, cada uno de los cuales es encarnación de la Idea que se realiza a sí
misma y para percibir la cual se requiere una intuición suprasensible, Marx,
siguiendo a Feuerbach, denuncia esta teoría calificándola de fuente de
confusión sobre la que no puede fundarse ningún conocimiento. Pues si el mundo
fuera una sustancia metafísica de este tipo, no podría probarse su comportamiento
por el único método digno de confianza de que disponemos, es decir, la
observación empírica, y, por lo tanto, una teoría de la misma no podría
confirmarse por los métodos de ninguna ciencia. El hegeliano puede, desde
luego, sin temor a la refutación, atribuir todo cuanto desee a la actividad,
que no podemos observar, de una sustancia del mundo impalpable, del mismo modo
que el creyente cristiano o teísta lo atribuye a la actividad de Dios, pero
sólo al precio de no explicar nada, de declarar que la respuesta es un misterio
impenetrable para las facultades humanas normales. Tal traducción de preguntas
ordinarias a un lenguaje menos inteligible es lo que determina que la oscuridad
resultante cobre la apariencia de una auténtica respuesta. Explicar lo cognoscible
en términos de lo incognoscible equivale a quitar con una mano lo que uno
afecta dar con la otra. Cualquiera que sea el valor que pueda tener este
procedimiento, no cabe considerarlo equivalente de una explicación científica,
esto es, de un ordenamiento, por medio de un número relativamente pequeño de
leyes interrelacionadas, de la gran variedad de fenómenos distintos y prima facie inconexos. Y esto basta para
dar cuenta del hegelianismo ortodoxo.
Pero las soluciones de las
escuelas «críticas» de Bauer, Ruge, Stirner y hasta Feuerbach no son mejores en
principio. Después de sacar a relucir despiadadamente los defectos de su
maestro, caen luego, en su opinión, en ilusiones peores: pues el «espíritu de
crítica de la autocrítica» de Bauer, el «espíritu humano progresivo» de Ruge,
el «yo individual» y «sus inalienables posesiones» declamado por Stirner, y
hasta el ser humano de carne y hueso cuya evolución traza Feuerbach, no son más
que abstracciones generalizadas no menos vacías, no menos susceptibles de que
apelemos a ellas como a algo que trasciende los fenómenos, como su causa, que
el edificio igualmente insustancial, pero espléndido e imaginativo —sombrío,
pero rico y comprensivo, no reducido a una única abstracción estéril—, ofrecido
por el hegelianismo ortodoxo.
La única región posible en que
han de buscarse los principios de la dinámica histórica ha de ser una que esté
abierta a la inspección científica, esto es, normal empírica. Marx sostiene
que, puesto que los fenómenos que han de explicarse son los de la vida social,
la explicación debe residir, en cierto sentido, en la naturaleza del contorno
social que constituye el contexto en el que los hombres viven sus vidas, en esa
red de relaciones privadas y públicas cuyos términos están constituidos por los
individuos y de la que ellos son, por así decirlo, los puntos focales, los
lugares en que se juntan los distintos ramales cuya totalidad Hegel llamó
sociedad civil. Hegel mostró genio al percibir que su crecimiento no era una
progresión suave, detenida por ocasionales retrocesos, como enseñaron los philosophes tardíos Saint-Simon y su
discípulo Comte, sino el producto de una tensión continua entre fuerzas
antagónicas que garantizan su incesante movimiento de avance; y que la
aparición de una acción y una reacción regulares constituye una ilusión
originada por el hecho de que ora la primera, ora la segunda de las tendencias
en conflicto, se hace sentir más violentamente. En realidad, el progreso es
discontinuo, pues la tensión, cuando alcanza el punto crítico, se precipita en
un cataclismo; el crecimiento en cantidad de intensidad se trueca en un cambio
de cualidades; las fuerzas rivales que obran bajo la superficie crecen, se
acumulan y estallan en una erupción; el impacto de su choque transforma el medio
en que éste se da; como Engels diría más tarde, el hielo se convierte en agua y
el agua en vapor, los esclavos se convierten en siervos y los siervos en
hombres libres; toda evolución, tanto en la naturaleza como en la sociedad,
remata en una revolución creadora. En la naturaleza estas fuerzas son físicas,
químicas, biológicas, y en la sociedad son específicamente económicas y
sociales.
¿Cuáles son las fuerzas que
provocan el conflicto social? Hegel había supuesto que, en el mundo moderno,
estaban encarnadas en las naciones que representaban el desarrollo de una
cultura específica o la materialización de la Idea o Espíritu del mundo. Siguiendo a
Saint-Simon y Fourier, y acaso sin dejar de obrar en él la influencia de la
teoría de las crisis de Sismondi, Marx contesta que tales fuerzas son
predominantemente socioeconómicas.
Llegué —escribió doce años
después— a la conclusión de que las relaciones legales, así como las formas
estatales, no podían ser comprendidas por sí mismas ni explicadas por el
llamado progreso general del espíritu humano, sino que están arraigadas en las
condiciones materiales de la vida que Hegel llama… sociedad civil. La anatomía
de la sociedad civil ha de buscarse en la economía política.
El conflicto es siempre una
colisión entre clases económicamente determinadas, definiéndose una clase como
un grupo de personas, dentro de una sociedad, cuyas vidas están determinadas
por la posición que ocupan en el proceso de producción, el cual determina la
estructura de tal sociedad. La condición de un individuo la determina el papel
que desempeña en el proceso de producción social, y éste, a su vez, depende
directamente del carácter de las fuerzas productivas y de su grado de
desarrollo en cualquier estadio dado. Los hombres actúan como actúan en virtud
de las relaciones económicas que mantienen de hecho con los otros miembros de
su sociedad, sean o no conscientes de ellas. La más poderosa de estas
relaciones se basa, como enseñara Saint-Simon, en la propiedad de los medios de
subsistencia, pues la más apremiante de las necesidades es la necesidad de
sobrevivir.
La concepción central hegeliana
constituye la base del pensamiento de Marx, aunque éste la transpone a términos
semiempíricos. La historia no es la sucesión de los efectos que sobre los
hombres obran el contorno exterior o su propia naturaleza inalterable, ni
tampoco el juego conjunto de estos actores, como suponían los primeros
materialistas. Su esencia es la lucha de los hombres por realizar plenamente
sus potencialidades humanas y, puesto que son miembros del reino natural (pues
no hay nada que trascienda a éste), el empeño del hombre por realizarse
plenamente es un esfuerzo por evitar ser juguete de las fuerzas que parecen a
la vez misteriosas, arbitrarias e irresistibles, esto es, por lograr dominio
sobre ellas y sobre sí mismo, lo cual equivale a la libertad. Los hombres
logran subyugar así su mundo no ya merced a un aumento del conocimiento basado
en la contemplación (como había supuesto Aristóteles), sino por obra de su
actividad, de su trabajo, de la consciente modelación tanto del contorno como
de las propias personalidades, influidas recíprocamente, siendo ésta la forma
primera y más esencial de unidad de voluntad, pensamiento y acción, de teoría y
práctica. En el curso de su actividad, el trabajo transforma el mundo del
hombre, y también a éste. Ciertas necesidades son más básicas que otras: la
simple supervivencia está antes que necesidades más complicadas. Pero el hombre
difiere de los animales, con quienes comparte las necesidades físicas
esenciales, porque está dotado de invención; gracias a ella, altera su propia
naturaleza y las necesidades de ésta, y se evade de los ciclos de repetición de
los animales, que jamás se modifican y, por lo tanto, carecen de historia. La
historia de la sociedad es la historia de los trabajos inventivos que modifican
al hombre, modifican sus deseos, costumbres, perspectivas, sus relaciones con
otros hombres y con la naturaleza física con la cual el hombre vive en un
perpetuo metabolismo físico y tecnológico. Entre las invenciones del hombre
—conscientes o inconscientes— figura la división del trabajo, que surge en las
sociedades primitivas e incrementa en gran medida su productividad, creando más
riquezas que las imprescindibles para satisfacer las necesidades inmediatas. A
su vez, tal acumulación crea la posibilidad del ocio, y, por lo tanto, de la
cultura; pero asimismo, la posibilidad del empleo de esta acumulación —de esta
reserva de necesidades vitales— como medio de privar a otros de beneficios, de
intimidarlos, de obligarlos a trabajar para los acumuladores de riqueza, de
ejercer coerción, explotar y, por ende, dividir a los hombres en clases, en los
que controlan y en los que son controlados. Quizá haya tenido esta última mayor
alcance que todas las demás consecuencias involuntarias de la invención, del
avance técnico y de la acumulación de bienes que de él resulta. La historia es
una interacción entre las vidas de los actores, los hombres empeñados en una
lucha por alcanzar el gobierno de sí mismos, y las consecuencias de sus
actividades. Tales consecuencias pueden ser voluntarias o involuntarias, y sus
efectos sobre los hombres o su contorno natural pueden o no pueden preverse;
pueden verificarse en la esfera material, en la del pensamiento o la del sentimiento,
o también en niveles inconscientes de la vida de los hombres; pueden afectar
sólo a individuos o tomar la forma de movimientos e instituciones sociales;
pero lo cierto es que sólo puede comprenderse y controlarse esta compleja red
si se percibe cuál es el factor dinámico central que dirige el proceso. Hegel,
que fue el primero en ver esto de modo tan esclarecedor y profundo, lo halló en
el Espíritu que procura comprenderse a sí mismo en las instituciones
—abstractas o concretas— que él mismo creó en varios niveles de la conciencia.
Marx aceptó este esquema cósmico, pero censuró a Hegel y sus discípulos el
haber ofrecido una explicación mítica de las últimas fuerzas operantes —mito
que no es sino uno de los resultados involuntarios del proceso de exteriorizar
la tarea de la personalidad humana—, esto es, dar la apariencia de objetos o
fuerzas independientes, externos, a los que son, en realidad, productos del
trabajo humano. Hegel había hablado de la marcha del Espíritu Objetivo. Marx
identificó el factor principal con los seres humanos que persiguen fines
humanos inteligibles; no ya una simple meta como el placer, el conocimiento, la
seguridad o la salvación allende la tumba, sino la armoniosa realización de
todas las potencialidades humanas, de conformidad con los principios de la
razón. Durante esta busca, los hombres se transforman a sí mismos, de modo tal
que los dilemas y valores que determinan y explican la conducta de un grupo,
generación o civilización, a otros hombres que procuran entenderla (que
procuran entender a esos hombres estando ellos mismos en el proceso de su
realización parcial y de su inevitable frustración parcial), modifican los
predicamentos y valores de sus sucesores. Esta constante autotransformación,
que constituye el meollo de todo trabajo y toda creación, torna absurda la
noción de principios fijos intemporales, de metas universales inalterables y de
una eterna condición humana. El espíritu de la época del que Hegel hablaba
estaba determinado, en opinión de Marx, por el fenómeno de la guerra de clases;
el comportamiento y la visión de los individuos y las sociedades estaban
decisivamente determinados por ese factor; era ésta la verdad histórica central
acerca de una cultura que reposa en la acumulación, así como en las batallas
por lograr el control de esa acumulación, libradas por aquellos que se
esfuerzan en realizar sus potencias, a menudo por medios inútiles o
autodestructores. Pero, precisamente porque se trataba de una condición
histórica, no era eterna. En el pasado las cosas habían ocurrido de modo
diferente, y las condiciones actuales no durarían por siempre. Y de hecho, los
síntomas de que sobre esta condición pendía una sentencia eran sobrado visibles
para aquellos que tuvieran ojos para ver. El único factor permanente en la
historia del hombre era el propio hombre, inteligible sólo en términos de la
lucha que no había elegido, la lucha que formaba parte de su esencia (y éste es
el momento metafísico de Marx), la lucha por dominar la naturaleza y organizar
sus propios poderes productivos en un esquema racional en el cual consistía la
armonía externa e interna. En la visión cósmica de Marx, el trabajo es lo que
fue para Dante el amor cósmico, aquello que hace de los hombres y de sus
relaciones lo que son, dados los factores relativamente invariables del mundo
exterior en que nacieron; su distorsión por obra de la división del trabajo y
de la guerra de clases conduce a la degradación, la deshumanización, a
pervertidas relaciones humanas y a una falsificación consciente o inconsciente
de la visión, para mantener este orden y el actual estado de cosas y ocultar el
real. Cuando esto se haya entendido y sobrevenga la acción —que es la expresión
concreta de semejante comprensión—, el trabajo, en lugar de dividir y esclavizar
a los hombres, los unirá y liberará, dará plena expresión a sus capacidades
creadoras en la única forma en que la naturaleza humana es totalmente
naturaleza humana, totalmente libre: empeño común, cooperación social en una
actividad común, racionalmente comprendida y aceptada. Empero, la actitud de
Marx frente a este concepto —el más fundamental de todos los conceptos de su
sistema— fue curiosamente indefinida: a veces habla del trabajo identificándolo
con aquella creación libre que es la expresión más plena de la naturaleza
humana no sujeta a trabas, la esencia de la felicidad, la emancipación, la
armonía racional del hombre consigo mismo y con sus semejantes. Otras veces
opone el trabajo al ocio, y promete que con la abolición de la guerra de clases
el trabajo se reducirá al mínimo, pero no quedará del todo eliminado; no se
tratará ya del trabajo de esclavos explotados, sino del de hombres libres que
construyen sus propias vidas socializadas de conformidad con normas que ellos
se imponen a sí mismos, libremente adoptadas, pero algunas todavía quedarán,
así nos dice al final del tercer volumen de Das
Capital, en «el reino de necesidad»; el verdadero «reino de la libertad»
empieza más allá de esta frontera, empero, sólo puede florecer «tomando al
reino de la necesidad como base». La necesidad de este mínimo de fatiga es un
hecho ineludible de la naturaleza física, y sería mero utopismo esperar que se
pueda conjurar. No hay reconciliación última entre estos dos puntos de vista.
La aparente incompatibilidad entre estas dos profecías, una probablemente
inspirada por el sueño de Fourier de la total satisfacción, la otra mucho más
sobria, constituye una de las fuentes del argumento acerca de la relación del
«joven» Marx con el Marx «maduro». La misma ambivalencia se percibe en su
combinación de un determinismo evolutivo con una creencia libertaria en la
libre elección; ambos están presentes en su pensamiento, contradicción
«dialéctica» que importunó a sus seguidores y los dividió, especialmente en
Europa oriental, donde afectó vitalmente la praxis
revolucionaria.
Feuerbach se percató con claridad
del hecho de que los hombres tienen que comer antes que razonar. La
satisfacción de esta necesidad sólo puede ser plenamente garantizada por el
control de los medios de producción material, es decir, de la energía y
destreza humanas, de los recursos naturales, de la tierra y del agua, de las
herramientas y máquinas, de los esclavos. En principio hay una natural escasez
de tales medios y por tanto aquellos que los proporcionan controlan las vidas y
acciones de aquellos que no los poseen, y esto hasta el momento en que, a su
vez, los poseedores pierdan la posesión de tales recursos a expensas de sus
súbditos, quienes, al hacerse poderosos y astutos por obra del servicio que
prestaron, los desposeen y esclavizan, pero sólo para ser a su vez desposeídos
y expropiados por otros. Inmensas instituciones de tipo social, político,
cultural, se crearon para conservar las posesiones en manos de sus actuales
dueños, y no por obra de una política deliberada, sino que ellas surgieron
inconscientemente de la actitud general frente a la vida adoptada por aquellos
que gobiernan una sociedad determinada. Pero allí donde Hegel había supuesto
que lo que confería su carácter específico a cualquier sociedad era su carácter
nacional, y la nación (en el sentido lato de una civilización entera) era para
él encarnación de un determinado estadio en el desarrollo del Espíritu del
mundo, para Marx se trataba del sistema de relaciones económicas que gobernaba
la sociedad en cuestión. En un celebrado pasaje escrito una década después de
que llegara a esta posición, sintetizó sus opiniones como sigue:
En la producción social que
realizan de su vida, los hombres entran en definidas relaciones que son, a la
vez, indispensables e independientes de su voluntad; estas relaciones de
producción corresponden a un estadio definido del desarrollo de sus poderes
materiales de producción. La totalidad de tales relaciones de producción
equivale a la estructura económica de la sociedad, el fundamento real sobre el
cual se alzan las superestructuras legales y políticas, y al cual corresponden
formas definidas de conciencia social. El modo de producción de las condiciones
materiales de vida determina el carácter general de los procesos de la vida
social, política y espiritual. No es la conciencia de los hombres lo que
determina su propio ser, sino que, por el contrario, el ser social de los
hombres es lo que determina la conciencia de éstos. En cierto estadio de su
desarrollo, las fuerzas materiales de producción entran en conflicto, en la
sociedad, con las relaciones existentes de producción, o —lo que no es sino una
manera legal de decir lo mismo— con las relaciones de propiedad dentro de las
cuales han operado antes. Estas relaciones, que habían sido formas de
desarrollo de las fuerzas productivas, se convierten en las cadenas de los
hombres. Sobreviene luego la época de la revolución social. Con el cambio de
los cimientos económicos, toda la entera e inmensa superestructura queda tarde
o temprano enteramente transformada. Pero al considerar semejantes
transformaciones, ha de hacerse siempre la distinción entre la transformación
material de las condiciones económicas de producción —que pueden determinarse
con la precisión de las ciencias naturales— y las formas legales, políticas,
religiosas, estéticas o filosóficas —en una palabra, las formas ideológicas—,
en las cuales los hombres cobran conciencia del conflicto y lo suprimen.
«Así como sería imposible juzgar
correctamente a un individuo a partir sólo de la propia opinión que tiene de sí
mismo, resulta imposible juzgar los períodos revolucionarios a partir del modo
consciente en que se ven a sí mismos, pues, por el contrario, tal conciencia ha
de explicarse como producto de las contradicciones de la vida material, del
conflicto entre las fuerzas de la producción social y sus reales relaciones.
Ningún orden social desaparece antes de que todas las fuerzas productivas que
tienen cabida en él se hayan desarrollado, y las nuevas relaciones más altas de
la producción no aparecen nunca antes de que las condiciones de su existencia
hayan madurado en el seno de la vieja sociedad. Así, la humanidad sólo se
plantea los problemas que puede resolver porque al examinarlos con mayor
detalle siempre descubre que el problema mismo sólo surge cuando las
condiciones materiales requeridas para su solución ya existen o, por lo menos,
están en proceso de formación»[7]
La sociedad burguesa es la última
forma que toman estos antagonismos.
Después de su desaparición, el
conflicto desaparecerá por siempre. El período prehistórico quedará completado,
y entonces comenzará al fin la historia del individuo humano libre.
La única causa por la cual un
pueblo es diferente de otro, un grupo de instituciones y creencias opuesto a
otro, es, según Marx llega entonces a creer, el contorno económico en que está
fijado, la relación en que está la clase gobernante de poseedores con aquéllos
a quienes explota, la cual surge de la específica calidad de la tensión que
entre ellos persiste. Los resortes fundamentales para la acción en la vida de
los hombres, tanto más poderosos cuanto que no los reconocen, son su posición
respecto de la alineación de las clases en la lucha económica; el factor cuyo
conocimiento permitirá a cualquiera predecir con acierto la línea básica de
comportamiento de los hombres consiste en la posición social real de esos
individuos: si pertenecen o no a la clase gobernante, si depende su bienestar
del éxito o fracaso de ésta, si ocupan una posición para la cual sea o no sea
esencial la conservación del orden existente. Una vez sabido esto, sus motivos
particulares y personales, así como sus emociones, poco o nada interesan para
la investigación: los hombres pueden ser egoístas o altruistas, generosos o
mezquinos, hábiles o estúpidos, ambiciosos o modestos. Las circunstancias que
los rodean moldearán sus cualidades naturales de modo tal que obrarán en una
dirección dada, cualquiera que sea su tendencia natural. En realidad resulta
equívoco hablar de una «tendencia natural» o de una «naturaleza humana»
inalterable. Cabe clasificar las tendencias ya de conformidad con el
sentimiento subjetivo que engendran (y, a los efectos de la predicción
científica, esto carece de importancia), ya de conformidad con sus metas reales,
las cuales están socialmente condicionadas. Los hombres actúan antes de ponerse
a reflexionar acerca de las razones de su conducta o de las que la justifican:
la mayoría de los miembros de una comunidad actuarán de modo similar,
cualesquiera que sean los motivos subjetivos en cuya virtud aparecerán ante sí
mismos actuando tal como lo hacen. Esto queda oscurecido por el hecho de que,
intentando convencerse a sí mismos de que sus actos están determinados por la
razón o por creencias morales o religiosas, los hombres han tendido a construir
complicadas explicaciones de su conducta. Semejantes explicaciones no son del
todo impotentes para influir en la acción, puesto que, al convertirse en
grandes instituciones como los códigos morales y las organizaciones religiosas,
a menudo sobreviven a las presiones sociales para dar forma a las cuales
surgieron. De este modo estas grandes ilusiones organizadas vienen a formar
parte de la situación social objetiva, del mundo exterior que modifica la
conducta de los individuos, y operan del mismo modo que los factores
invariables —el clima, el terreno, el organismo físico— que ya obraban
conjuntamente con las instituciones sociales.
Los sucesores inmediatos de Marx
tendieron a restar importancia a la influencia de Hegel sobre él; pero su
visión del mundo se desmorona y apenas ofrece aisladas penetraciones si, en el
esfuerzo por representarlo tal como se concebía a sí mismo, como el riguroso
científico atenido severamente a los hechos sociales, se deja de lado o se
desvalora el gran modelo necesario, unificador, según cuyos términos pensó.
Como Hegel, Marx trata la
historia como una fenomenología. En Hegel, la Fenomenología del
Espíritu constituye un intento por mostrar, a menudo con gran penetración e
ingenio, un orden objetivo en el desenvolvimiento de la conciencia humana y en
la sucesión de civilizaciones que son su encarnación concreta. Influido por una
idea dominante en el Renacimiento, pero que se remonta a las primeras
cosmogonías místicas, Hegel consideraba el desarrollo de la humanidad de modo
semejante al de un ser humano individual. Y así como en el caso de un hombre
una capacidad particular, o visión, o modo de tratar con la realidad, no puede
surgir hasta que otras capacidades suyas se hayan desarrollado —y esto es por
cierto la esencia de la noción de crecimiento o educación en el caso de los
individuos—, del mismo modo las razas, las naciones, las iglesias, las
culturas, se suceden unas a otras en un orden fijo, determinado por el
crecimiento de las facultades colectivas de la humanidad expresadas en las
artes, las ciencias, la civilización como una totalidad. Acaso Pascal haya
querido decir algo semejante al hablar de la humanidad como de un ser único,
milenario, que va creciendo de generación en generación. Para Hegel, todo
cambio se debe al movimiento de la dialéctica, que obra mediante una constante
crítica lógica, esto es, a una lucha contra los modos de pensar y las
construcciones de la razón y el sentimiento que se remata con la final
autodestrucción de éstos, los cuales encarnaron en su hora el punto más alto
alcanzado por el incesante crecimiento (que para Hegel es la autorrealización
lógica) del espíritu humano; pero que encarnados en reglas o instituciones y
erróneamente considerados como finales y absolutos por una sociedad dada o por
una determinada visión del mundo, vienen a convertirse en obstáculos al
progreso, en expirantes supervivencias de un estadio lógicamente «trascendido»,
que, por su propia unilateralidad, engendran antinomias y contradicciones
lógicas mediante las cuales se revelan y se destruyen. Marx aceptaba esta
visión de la historia como campo de batalla de ideas encarnadas, pero lo
transponía a términos sociales, a la lucha de clases. Para él, la alienación
(pues así es como Hegel, siguiendo a Rousseau, a Lutero y a una primitiva
tradición cristiana, llamaba el perpetuo divorcio del hombre de la unidad con
la naturaleza, con los demás hombres, con Dios, divorcio originado por la lucha
de la tesis contra la antítesis) es inherente al proceso social y, por cierto,
es el corazón de la misma historia. La alienación se verifica cuando los
resultados de los actos de los hombres contradicen sus verdaderos propósitos,
cuando sus valores oficiales o los papeles que desempeñan no representan cabalmente
sus reales motivos, necesidades y fines. Se da tal caso, por ejemplo, cuando
algo que los hombres han realizado para responder a necesidades humanas —como
un sistema de leyes o las reglas de la composición musical— adquiere un estatus
independiente y no lo consideran ya algo por ellos creado para satisfacer una
común necesidad social (que bien pudo haber desaparecido desde hace mucho),
sino una ley o institución objetiva que, por propio derecho, posee autoridad
impersonal, eterna, como las leyes inalterables de la naturaleza tales como las
conciben los hombres de ciencia y el común de las gentes, como Dios y sus
mandamientos para un creyente. Para Marx, el sistema capitalista es
precisamente esta clase de entidad, un vasto instrumento engendrado por exigencias
materiales inteligibles, un progresivo mejoramiento y ensanchamiento de la vida
que genera sus propias creencias religiosas, morales, intelectuales, sus
propios valores y formas de vida. Sépanlo o no quienes los sustentan, tales
creencias y valores son simples soportes del poder de la clase cuyos intereses
encarna el sistema capitalista; empero, ocurre que todos los sectores de la
sociedad acaban por considerarlos objetivamente válidos y eternos para toda la
humanidad. Así, por ejemplo, la industria y el estilo capitalistas de
intercambios no son instituciones válidas para todos los tiempos, sino que
fueron generadas por la creciente resistencia de los campesinos y artesanos a
depender de las ciegas fuerzas naturales. Ya han tenido su momento; y los
valores que generaron esas instituciones cambiarán o desaparecerán con ellas.
La producción es una actividad
social. Toda forma de trabajo cooperativo o de división del trabajo, cualquiera
sea su origen, crea propósitos comunes e intereses comunes, los cuales no son
analizables como mera suma de los intereses o aspiraciones individuales de los
seres humanos a quienes incumben. Si, según acontece en la sociedad
capitalista, un sector de la sociedad se apropia el producto del trabajo social
total para su exclusivo beneficio, como resultado de un desarrollo histórico
inexorable que Engels, más explícitamente (y mucho más mecánicamente) que Marx,
intenta describir, ello va contra las necesidades humanas «naturales» —contra
lo que los hombres, cuya esencia, como seres humanos, es ser sociales—
necesitan para desarrollarse libre y plenamente. De acuerdo con Marx, quienes
acumulan en sus manos los medios de producción y, por lo tanto, también los
frutos de ésta, bajo la forma del capital, forzosamente desposeen a la mayoría
de los productores —los trabajadores— de lo que éstos crean y, de este modo,
dividen la sociedad en explotadores y explotados; los intereses de ambas clases
son opuestos; el bienestar de cada clase depende de su capacidad para
aprovecharse del adversario en una guerra continua, guerra que determina todas
las instituciones de esa sociedad. En el curso de la lucha se desarrollan los
medios tecnológicos, la cultura de la sociedad dividida en clases se torna más
compleja, sus productos son más ricos, más variados y más artificiales —esto
es, más «antinaturales»— las necesidades que engendra este progreso material.
Son antinaturales porque las dos clases que libran la guerra quedan «alienadas»
por obra del conflicto que ha reemplazado a la cooperación en procura de fines
comunes, la cual, conforme a esta teoría, es requerida por la naturaleza social
del hombre. El monopolio de los medios de producción por parte de un grupo
particular de hombres, permite a éste imponer su voluntad a los otros y
obligarlos a realizar tareas extrañas a sus propias necesidades.
Consiguientemente, la unidad de la sociedad se destruye y las vidas de ambas
clases se distorsionan. La mayoría —es decir, los proletarios que nada poseen—
trabaja ahora en beneficio de otros y conforme a las ideas de éstos y se ve
desposeída del fruto de su trabajo, así como de sus instrumentos; su modo de
existencia, sus ideas e ideales, no corresponden a su propia condición real
(puesto que son seres humanos a quienes artificialmente se les impide vivir tal
como lo exigen sus naturalezas, es decir, como miembros de una sociedad
unificada, capaces de comprender las razones por las cuales hacen lo que hacen,
y de gozar de los frutos de su actividad racional, libre y cooperativa), sino a
las aspiraciones de sus opresores. De ahí que la vida de la mayoría de los
hombres repose en una mentira. A su vez, sus amos no pueden evitar, consciente
o inconscientemente, justificar su existencia parasitaria y así la consideran
natural y deseable. En el curso de este proceso, conciben ideas, valores,
leyes, costumbres vitales, instituciones (en fin, todo aquello que Marx a veces
llama «ideología»), cuyo único propósito consiste en apuntalar, explicar y
defender su poder y su condición privilegiados, antinaturales y, por lo tanto,
injustificados. Tales ideologías —nacionales, religiosas, económicas, etc.—
constituyen formas de autoengaño colectivo; las víctimas de la clase gobernante
—los proletarios y los campesinos— se las asimilan como parte de su educación
normal, de la visión general de la sociedad antinatural, y así llegan a
considerarlas y aceptarlas como elementos objetivos, justos, necesarios, del
orden natural que explican las pseudociencias creadas con ese fin. Esto, como
enseñara Rousseau, ahonda aún más el error humano, el conflicto y la
frustración.
El síntoma de alienación es la
atribución de la autoridad última ya a algún poder impersonal —como las leyes
de la oferta y la demanda—, del cual se pretende deducir lógicamente el
carácter racional del capitalismo, ya a personas o fuerzas imaginarias
—divinidades, iglesias, la persona mística del rey o el sacerdote, o formas
disfrazadas de otros mitos opresivos—, por cuya obra los hombres, arrancados de
un modo de vida «natural» (que es el único que permite a todos los miembros de
la sociedad percibir la verdad y vivir armoniosamente), procuran explicarse a
sí mismos su condición antinatural. Si alguna vez los hombres han de liberarse,
ha de enseñárseles a desgarrar el velo que cubre estos mitos. Según la demonología
de Marx, el más opresivo de todos ellos es la ciencia económica burguesa, que
representa el movimiento de las mercancías o de la moneda —de hecho, el proceso
de producción, consumo y distribución— como un proceso impersonal, similar a
los de la naturaleza, como un módulo inalterable de fuerzas objetivas ante el
cual los hombres sólo pueden inclinarse y al cual sería insano intentar
resistir. A pesar de ser determinista, Marx se resolvió a mostrar que la
concepción de cualquier estructura social o económica dada como parte de un
orden mundial inmutable era una ilusión suscitada por la alienación del hombre,
una típica confusión, efectos de actividades puramente humanas enmascaradas
como una ley de la naturaleza; sólo cabía suprimirlas, («desenmascararlas») por
obra de otras actividades igualmente humanas, mediante la aplicación de la
razón y la ciencia esclarecedoras. Pero esto no es suficiente. Tales engaños
están destinados a persistir en tanto las relaciones de producción —éstos, la
estructura social y económica mediante la que fueron generadas— sigan como
están; esto solo podrá cambiarse mediante el arma de la revolución. Estas
actividades liberadoras pueden ser determinadas por leyes objetivas, pero lo
que tales leyes determinan es la actividad del pensamiento y voluntad humanos
(particularmente de hombres tomados en masa), y no ya meramente el movimiento
de cuerpos materiales, los cuales obedecen a sus propias pautas inexorables,
que son independientes de las decisiones y acciones humanas. Si, como pensaba
Marx, las elecciones humanas pueden afectar el curso de los sucesos, entonces,
y aun cuando tales elecciones estén en última instancia determinadas y sean
científicamente vaticinables, ello configura una situación en la cual los
hegelianos y marxistas consideran legítimo llamar libres a los hombres, puesto
que tales elecciones no están, como el resto de la naturaleza, mecánicamente
determinadas. Las leyes de la historia no son mecánicas. La historia ha sido
hecha por los hombres, pero no en el vacío sino condicionada por la situación
social en la que se encontraban. ¿Cuál es, según Marx, la relación de estas
leyes con la libertad humana, tanto individual como colectiva? Está claro que
su concepción del avance social, que identifica con la conquista progresiva de
la libertad, consiste en un creciente control de la naturaleza por la actividad
consciente, concertada, racionalmente planeada y, por tanto, armónica. «Darwin
no sabía la amarga sátira que estaba escribiendo sobre la humanidad y sobre sus
compatriotas en particular cuando mostró cómo la libre competencia, la lucha
por la existencia que los economistas defienden como el mayor logro de la
historia, es la condición normal del reino animal. Sólo una organización
consciente de la producción social, en la que la producción y la distribución
sean planificadas, podrá elevar a la humanidad en lo social por encima del
resto del reino animal, como la producción en general ya ha hecho por el hombre
en otros aspectos…». O, de nuevo, «la socialización de los hombres, que antes
se veía como un hecho impuesto por la naturaleza y la historia, se logrará
entonces mediante su libre actuar… éste será el salto de la humanidad desde el
reino de la necesidad al de la libertad». ¿Qué tipo de libertad? Marx habla, en
general, del desarrollo de la sociedad como un proceso objetivo. En la
introducción a Das Kapital la
sucesión de formas económicas es descrita como «un proceso de historia
natural». Marx, en 1873, en un epílogo a la segunda edición de Das Kapital, cita un párrafo del
escritor ruso que realizó una recensión de la primera edición que dice: «Marx
considera el movimiento social como un proceso de historia natural gobernado
por leyes que no sólo son independientes de la voluntad, conciencia e
intenciones de los hombres sino que, por el contrario, determinan su voluntad,
conciencia e intenciones». Marx declara que es ésta la interpretación correcta
de sus propósitos —a saber, el descubrimiento de las leyes que gobiernan el
desarrollo social.
Son pasajes como éstos los que
han inspirado la interpretación rigurosamente determinista de la concepción de
Marx de la historia humana y de las leyes que la determinan con «necesidad de
hierro». Como mucho, el proceso puede ralentizarse o acelerarse pero «incluso
cuando una sociedad ha averiguado las leyes naturales que gobiernan su
movimiento, no puede saltarse ni decretar la abolición de sus fases naturales
de desarrollo», sólo puede «abreviar» «los dolores del parto». Es por esto que
«lo que muestra el país más desarrollado industrialmente al menos desarrollado
no es más que un cuadro de su propio futuro».
Exactamente era esto lo que
Engels quería decir cuando, en su discurso ante la tumba de Marx, dijo que su
gran logro fue el descubrimiento de la «ley de desarrollo de la historia
humana», donde las contradicciones que se desarrollan entre las fuerzas
productivas y las relaciones de producción conducen a una secuencia inmutable
de relaciones económicas que determinan social y políticamente —y en último
término todos los demás aspectos— la vida colectiva. Pero la noción de «libre
desarrollo» de los hombres —ese estado de asociación humana en el que el
desarrollo de cada cual es condición del desarrollo de todos (del que habla el Manifiesto Comunista) no es muy clara prima facie. Si los hombres son sólo el
producto de condiciones objetivas, no sólo económicas sino ambientales
—geográficas, climáticas, biológicas, fisiológicas, etc.—, el hecho de que
estas fuerzas actúen «a través» de ellos y no meramente «sobre» ellos (de
acuerdo con las leyes de las que Marx tomó conciencia a través del tipo de
investigación que quería ser Das
Kapital), y si la aplicación de este conocimiento, como mucho puede tan
sólo abreviar los «dolores del parto» que preceden a la sociedad sin clases,
pero es incapaz de alterar el proceso mismo, entonces el concepto de libertad
humana, tanto en su aspecto social como individual, necesita claramente
explicación. Una cosa es decir que si los hombres no entienden las leyes que
gobiernan sus vidas las infringirán y serán víctimas de fuerzas
incomprensibles. Pero otra es afirmar que todo lo que son y hacen está sujeto a
esas leyes, y que la libertad es meramente la percepción de su necesidad, y que
ésta es un factor en el proceso invariable en el cual la elección humana,
individual o social, está sujeta a causas que la determinan totalmente y es, en
principio, totalmente predecible por un observador externo suficientemente
informado. Los pronunciamientos del propio Marx sirven para apoyar ambas
alternativas. Los intentos de interpretación de estos puntos de vista
aparentemente irreconciliables, tanto de aquéllos cuyo propósito era
contrastarlos aún más como de los que buscaban reconciliarlos, han generado una
enorme y creciente literatura propia, particularmente en nuestros días.
Debido a que no se entiende la
función histórica del capitalismo, ni tampoco la relación en que se halla con
los intereses de una clase específica, ocurre que, lejos de enriquecer, aplasta
y distorsiona las vidas de millones de trabajadores, y de hecho, también las de
los opresores de éstos, puesto que es algo que no ha sido racionalmente
aprehendido y, por lo tanto, algo que se idolatra ciegamente como un fetiche.
El dinero, por ejemplo, que desempeñó un papel progresivo en los días en que el
hombre se liberó del trueque, se ha convertido ahora en un objeto absoluto
perseguido y adorado por sí mismo, con la consecuencia de que embrutece y
destruye a los hombres, a los que debía liberar. Los hombres están divorciados
de los productos de su propio trabajo y de los instrumentos con los cuales
producen; éstos adquieren vida y estado legal propios y, en nombre de su
supervivencia o mejoramiento, los seres humanos se ven oprimidos y tratados
como ganado o mercancías vendibles. Esto es válido para todas las
instituciones, iglesias, sistemas económicos, formas de gobierno, códigos
morales, los cuales, al malentenderse sistemáticamente (y, en determinadas
etapas de la lucha de clases, necesariamente), se tornan más poderosos que sus
inventores, se convierten en monstruos adorados por sus hacedores, en ciegos,
desdichados Frankestein que frustran y distorsionan las vidas de sus amos. Al
mismo tiempo, el solo hecho de comprender lo que se oculta tras este dilema, o
de criticarlo, cosa que los jóvenes hegelianos consideraban suficiente, no lo
destruirá. Para ser eficaces, las armas con que uno lucha —entre ellas las
ideas— han de ser las que requiera la situación histórica, y no ya las que
sirvieron en un período anterior ni tampoco las que podrán servir en el proceso
histórico posterior. Ante todo, los hombres han de preguntarse cuál es el
estadio que ha alcanzado la guerra de clases —que representa la dialéctica en
acción— para actuar luego concordantemente. Esto significa ser «concreto» y no
atemporal, idealista o «abstracto». La alienación —es decir, la sustitución de
las relaciones reales entre personas (o el respeto a éstas) por relaciones
imaginarias entre objetos o ideas inanimados (o la adoración de éstos)— sólo
tendrá fin cuando la clase final —el proletariado— derrote a la burguesía.
Entonces las ideas que engendrará tal victoria serán necesariamente aquellas
que expresen y beneficien a una sociedad sin clases, esto es, a toda la
humanidad. No sobrevivirá ninguna institución ni idea que repose en la falsificación
del carácter de cualquier sector de la raza humana, y que lleve así a su
opresión, o que la exprese. El capitalismo, bajo el cual la fuerza de trabajo
de los seres humanos se vende y compra y los trabajadores son tratados
meramente como fuentes de trabajo, es claramente un sistema que distorsiona la
verdad acerca de lo que los hombres son y pueden ser, y que procura subordinar
la historia a un interés de clase y, por lo tanto, ha de ser sustituido por el
concentrado poder de sus indignadas víctimas, poder suscitado, por lo demás,
por las propias victorias del capitalismo. Para Marx, toda frustración es
producto de la alienación, constituye cada una de las barreras y distorsiones
creadas por la inevitable guerra de clases, e impide a éste o a aquel grupo de
hombres realizar un armonioso trabajo de cooperación social, que es el que
anhela su naturaleza.
En La ideología alemana examina una por una las pretensiones de los
neohegelianos y les «da su merecido». Trata allí a los hermanos Bruno, Edgar y
Egbert Bauer breve y salvajemente, tal como lo había hecho en La sagrada familia, que había alcanzado
escasa difusión. Los representa como tres sórdidos buhoneros de productos
metafísicos inferiores que creen que la mera existencia de una fastidiosa elite
crítica, elevada por sus dotes intelectuales por encima de la turba filistea,
logrará por sí sola la emancipación de aquellos sectores de la humanidad que
sean dignos de ella. Esta creencia en el poder de un frígido apartamiento de la
lucha económica y social para efectuar una transformación de la sociedad, la
considera un insano y pedestre academicismo, una actitud semejante a la de la
ostra que será barrida, como el resto del mundo al que pertenece, por la
revolución real que, estaba claro, se acercaba. Trata a Stirner más
extensamente. Lo denomina San Max y a través de setecientas páginas lo persigue
con pesadas burlas e insultos. Stirner creía que todos los programas, ideales y
teorías, así como los órdenes económicos, sociales y políticos, son otras
tantas prisiones artificialmente erigidas para la mente y el espíritu, medios
de frenar la voluntad, de ocultar al individuo la existencia de sus infinitas
potencias creadoras, y que todos los sistemas han de ser por lo tanto
destruidos, aunque no porque sean malos, sino porque son sistemas; la sumisión
a los cuales es una forma nueva de idolatría; sólo cuando esto se haya logrado,
podrá el hombre, al liberarse de las cadenas antinaturales que lo sujetan,
convertirse en el verdadero amo de sí mismo y alcanzar toda su estatura como
ser humano. Considera esta doctrina, que tuvo gran influencia sobre Nietzsche y
probablemente sobre Bakunin (y acaso porque ella anticipó con demasiada
precisión la propia teoría de Marx de la alienación), como un fenómeno
patológico, como el torturado grito de agonía de un neurótico que se siente
objeto de persecución, como algo que pertenece a la provincia de la medicina
antes que a la de la teoría política.
Trata más suavemente a Feuerbach.
Considera que ha escrito más sobriamente y que realizó un intento honrado,
aunque a veces fallido, de descubrir las supercherías del idealismo. En las Tesis sobre Feuerbach, que escribió
durante el mismo período, Marx declaraba que si bien algunos pensadores
materialistas anteriores habían percibido correctamente que los hombres son en
gran medida producto de las circunstancias y la educación, no había proseguido
avanzando para ver que las circunstancias son alteradas por la actividad de los
hombres, así como que los educadores son hijos de su época. Esta doctrina (Marx
está pensando principalmente en Robert Owen) divide artificialmente la sociedad
en dos partes: las masas que, estando desamparadamente expuestas a todas las
influencias, han de ser liberadas; y los maestros, que de algún modo se
esfuerzan por permanecer inmunes a los efectos de su contorno. Pero la relación
entre el espíritu y la materia, entre los hombres y la naturaleza es recíproca.
De otro modo la historia quedaría reducida a física. Encomia a Feuerbach por
haber mostrado que con la religión los hombres se engañan a sí mismos cuando
inventan un mundo imaginario para compensar la miseria de la vida real; trátase
de una forma de evasión, de un sueño dorado o, según la frase que Marx hizo
célebre, del opio del pueblo; por lo tanto, la crítica de la religión ha de
cobrar un carácter antropológico y tomar la forma de una exposición y análisis
de sus orígenes seculares. Pero acusa a Feuerbach de no haber abordado la tarea
principal; ve, sí, que la religión es generada inconscientemente por la infelicidad,
es el calmante que suaviza el sufrimiento causado por las contradicciones del
mundo material, pero deja de ver que, en tal caso, semejantes contradicciones
han de ser suprimidas, pues, de lo contrario, continuarán engendrando ilusiones
confortantes y fatales; la única revolución que podrá lograrlo no ha de
verificarse en la superestructura —el mundo del pensamiento—, sino en el
sustrato material, el mundo real de los hombres y las cosas. Hasta entonces la
filosofía había tratado las ideas y creencias como si poseyeran una validez que
les era intrínsecamente propia, pero esto nunca ha sido cierto, pues el
contenido real de una creencia es la acción en que ella se expresa. Los
principios y convicciones reales de un hombre o una sociedad se expresan en sus
actos, y no en sus palabras. La creencia y el acto son una y la misma cosa; si
los actos no expresan por sí mismos las creencias reconocidas, las creencias
son mentiras, ideologías, conscientes o inconscientes, que encubren lo opuesto
de lo que profesan. La teoría y la práctica son, o han de ser, una y la misma
cosa. «Los filósofos no han hecho más que interpretar
de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo».
Los llamados «verdaderos
socialistas», Grün y Hess, no andan mejor encaminados. Cierto que escribieron
acerca de la situación existente, pero, al colocar los ideales antes que los
intereses en orden de importancia, están igualmente alejados de una clara
visión de los hechos. Creían correctamente que la desigualdad política, así
como el general malestar emocional de su generación, cabía rastrearlos en las
contradicciones económicas que sólo podían suprimirse mediante la total
abolición de la propiedad privada. Pero también creían que el progreso
tecnológico que tornaba esto posible no era un fin, sino un medio; que la
acción sólo podía justificarse mediante una apelación a ideales morales; que el
empleo de la fuerza, por más noble que fuera el propósito perseguido, destruía
su propio fin, puesto que embrutecía a ambos bandos en pugna y tornaba a ambos
incapaces de verdadera libertad, una vez que la lucha acabara. Si los hombres
habían de ser liberados, sólo habían de serlo por medios pacíficos y
civilizados, y el proceso había de cumplirse tan rápida e incruentamente como
fuese posible, antes de que la industrialización se extendiera tan vastamente
que hiciese inevitable una sangrienta guerra de clases. En realidad, y a menos
que se procediera así, sólo quedaba el recurso de la violencia, y ella, a fin
de cuentas, se destruiría a sí misma, pues una sociedad erigida por la espada,
aun cuando inicialmente la justicia estuviera de su lado, no podía dejar de
convertirse en una tiranía de la clase victoriosa —aun cuando ésta fuera la de
los trabajadores— sobre el resto, lo que resultaría incompatible con aquella
igualdad humana que el verdadero socialismo procuraba establecer. Los
«verdaderos socialistas» se oponían a la doctrina de la necesidad de una franca
guerra de clases, aduciendo que ella cegaba a los obreros el acceso a aquellos
derechos e ideales por los que luchaban. Sólo tratando a los hombres como
iguales desde el comienzo, considerándolos como seres humanos, esto es,
renunciando a la fuerza y apelando al sentimiento de solidaridad humana, de la
igualdad ante la justicia y a un generoso humanitarismo, se obtendría una
perdurable armonía de intereses. Sobre todo, la carga que soportaba el
proletariado no había de desplazarse a los hombros de ninguna otra clase.
Sostenían que Marx y su partido no deseaban sino invertir los papeles de las
clases existentes, privar a la burguesía de su poder sólo para arruinarla y
esclavizarla. Pero esto, aparte de ser moralmente inaceptable, mantendría en
pie la guerra de clases y, de este modo, no conciliaría la existente
contradicción de la única manera posible: la fusión de los intereses
antagónicos en un único ideal común.
Para Marx, esto no era más que
idiotez o mojigatería. Toda la argumentación, repite incansablemente, reposa en
la premisa de que a los hombres, aun a los capitalistas, cabe conducirlos a una
discusión racional para que, bajo condiciones adecuadas, renuncien
voluntariamente al poder adquirido por nacimiento, riqueza o capacidad, en
nombre de un principio moral y a fin de crear un mundo más justo. Para Marx,
era ésta la más vieja, la más familiar y la más gastada de todas las falacias
racionalistas. La había sorprendido en su forma más perniciosa en la creencia
de su propio padre y de sus contemporáneos de que, en última instancia, la
razón y la bondad moral estaban destinadas a triunfar, teoría totalmente
refutada por los sucesos que fueron sombría consecuencia de la Revolución Francesa.
Y predicarla ahora, como si uno aún siguiera viviendo en el siglo XVIII, era
incurrir en ilimitada estupidez o en cobarde evasión hacia las meras palabras,
o bien en deliberado utopismo, cuando lo que se requería era un examen
científico de la situación real. Marx tuvo cuidado de señalar que él no había
caído en el error opuesto: no había contradicho simplemente tal tesis acerca de
la naturaleza humana, ni había manifestado que mientras estos teóricos suponían
que el hombre fuera fundamentalmente generoso y justo, él lo hallaba rapaz,
egoísta e incapaz de una acción desinteresada. Ello hubiera sido adelantar una
hipótesis tan subjetiva y ahistórica como la de sus oponentes. A ambas las
viciaba la falacia de que los actos de los hombres estaban en última instancia
determinados por el carácter moral de éstos, así como de que podían ser
descritos en relativo aislamiento de su contorno. Fiel al método de Hegel,
aunque no a sus conclusiones, sostenía que los propósitos de un hombre eran lo
que eran por obra de la situación social, esto es, económica, en que estaba de
hecho colocado, y supiéralo o no. Cualesquiera fuesen sus opiniones, las
acciones de un hombre estaban guiadas por sus intereses reales, por los
requerimientos de su situación material; las aspiraciones conscientes de por lo
menos el grueso de la humanidad no entraban en colisión con sus intereses
reales, esto es, con los de la clase a la que pertenecen, si bien a veces
aparecían disfrazadas bajo la forma de otros tantos fines desinteresados,
objetivos, independientes, de tipo político, moral, estético, emocional, etc.
La mayor parte de los individuos ocultaban la dependencia en que se hallaban
respecto de su contorno y situación, y particularmente respecto de su
afiliación a determinada clase, de modo tan eficaz que en verdad creían
sinceramente que de un estilo de vida radicalmente diferente resultaría una
modificación de los sentimientos. Era éste el más pernicioso y profundo error
en que incurrían los modernos pensadores. Había surgido en parte como resultado
del individualismo protestante que, presentándose como la contraparte
«ideológica» del crecimiento de la libertad de comercio y producción, enseñaba
a los hombres a creer que el individuo tenía en sus manos los medios de lograr
la felicidad, que la fe y la energía eran suficientes para afianzarla, que todo
hombre tenía poder para alcanzar el bienestar espiritual y material, de que sólo
a sí mismo había de censurarse, a fin de cuentas, por su debilidad y miseria.
En contra de esto, Marx sostenía que la libertad de acción, la panoplia de
posibilidades reales entre las que el hombre puede elegir, estaba severamente
restringida por la precisa posición que el individuo ocupaba en el mapa social.
Todas las nociones de justicia e injusticia, de altruismo y egoísmo, estaban
fuera de lugar, puesto que se referían exclusivamente a estados mentales que,
si bien en sí mismos eran enteramente auténticos, no constituían más que
síntomas de la condición real de quien los tenía. Sólo contaban los actos y,
particularmente, el comportamiento objetivo de un grupo, cualesquiera fuesen
los motivos subjetivos de sus miembros. A veces, cuando el propio paciente
conocía la ciencia de la patología, podía diagnosticar acertadamente su estado,
y esto es, sin duda, lo que había de entenderse por auténtica penetración de un
filósofo social. Pero, más frecuentemente, el síntoma se presentaba como la
única realidad verdadera y ocupaba toda la atención del paciente. Puesto que
los síntomas, en este caso, eran estados mentales, eran éstos los que
engendraban la falacia, de otro modo inexplicable, de que la realidad poseía un
carácter mental o espiritual, o de que cabía modificar la historia por obra de
las decisiones aisladas de voluntades humanas no sujetas a cadenas. Los
principios y las causas, a menos que se aliaran con intereses reales que
provocaran la acción, eran otras tantas frases vacías; conducir a los hombres
en su nombre equivalía a alimentarlos con aire, reducirlos a un estado en que,
al no ser capaces de aprehender su verdadera situación, se verían sumidos en el
caos y la destrucción.
Para modificar el mundo es
preciso comprender primero el material con que uno trata. La burguesía, que no
desea modificarlo, sino conservar el statu
quo, obra y piensa en términos de conceptos que, siendo productos de
determinado estadio de su desarrollo, sirven, haciendo abstracción de lo que
pretendan ser, como instrumentos de su conservación temporal. El proletariado,
cuyo interés consiste en modificarlo, acepta ciegamente todos los atavíos
intelectuales del pensamiento de la clase media, nacido de las condiciones y
necesidades de ésta, a pesar de que existe una total divergencia de intereses
entre ambas clases. Las frases acerca de la justicia y la libertad representan
algo más o menos definido cuando las pronuncia el liberal de la clase media, es
decir, representan la actitud de éste, por más que se engañe a sí mismo, respecto
de su propio estilo de vida, de su real o deseada relación con los miembros de
otras clases sociales. Pero son sonidos vacíos cuando las repite el proletario
«alienado», puesto que no describen nada que sea real en su vida y sólo
traicionan su atontado estado mental, consecuencia del poder hipnótico de las
frases que, al confundir los problemas, no sólo dejan de promover su poder de
acción, sino que lo estorban y a veces lo paralizan. Por puros que sean sus
motivos, los mutualistas, los «verdaderos socialistas», los anarquistas
místicos, son por lo tanto enemigos más peligrosos del proletariado que la
burguesía, pues ésta es por lo menos un enemigo declarado, de cuyas palabras y
hechos los trabajadores pueden aprender a desconfiar. Pero aquellos otros que
proclaman su solidaridad con los trabajadores y suponen que siempre existen
intereses universales de la humanidad como tales, comunes a todos los hombres
—que los hombres tienen intereses independientes de su afiliación a determinada
clase, o que trascienden a ésta—, diseminan el error y la oscuridad en el mismo
campo proletario, y así lo debilitan para la próxima lucha. Los trabajadores
han de entender que el moderno sistema industrial, como cualquier otro sistema
social, es dominación de clase mientras la clase gobernante lo necesite para
perdurar como clase; sigue siendo un despotismo férreo impuesto por el sistema
capitalista de producción y distribución, del cual no puede escapar ningún
individuo, sea éste amo o esclavo. Todos los sueños visionarios de libertad
humana, de una época en que los hombres serán capaces de desarrollar sus dotes
naturales hasta sus más plenas posibilidades, en que vivirán y crearán
espontáneamente, en que no dependerán ya de otros, sino que tendrán libertad
para obrar o pensar según su voluntad, no son más que una utopía inalcanzable
mientras continúe la lucha por el control de los medios de producción. No se
trata ya de una lucha estrictamente por los medios de subsistencia, pues los
descubrimientos e inventos modernos han abolido la escasez natural, sino que se
trata ahora de una escasez artificial creada por la misma lucha por la
consecución de nuevos instrumentos, proceso que necesariamente conduce a la
centralización del poder mediante la creación de monopolios en un extremo de la
escala social y el incremento de la penuria y la degradación en el otro. La
guerra entre grupos económicamente determinados divide a los hombres, los ciega
a los hechos reales de su situación, los hace esclavos de costumbres y normas
que no osan poner en tela de juicio porque ellas se desmoronarían al ser
explicadas históricamente; sólo un remedio —la desaparición de la lucha de
clases— podrá lograr la supresión de esta brecha cada vez más ancha. Empero, la
esencia de una clase consiste en competir con otras clases. De aquí que tal fin
sólo puede alcanzarse, no ya mediante la instauración de la igualdad entre las
clases —concepción utópica—, sino mediante la abolición total de las mismas
clases.
Para Marx, no menos que para los
primeros racionalistas, el hombre es potencialmente sabio, creador y libre. Si
su carácter se ha degradado más allá de lo imaginable, ello se debe a la larga
y embrutecedora guerra en que él y sus antepasados vivieron desde que la
sociedad dejó de ser aquel primitivo comunismo a partir del cual, conforme a la
antropología corriente, se ha desarrollado. No se obtendrán la paz ni la
libertad hasta que semejante estado vuelva a alcanzarse, encarnando, sin
embargo, todas las conquistas tecnológicas y espirituales logradas por la humanidad
en el transcurso de su largo errar por el desierto. La Revolución Francesa
fue un intento de lograr esto mediante la modificación sólo de las formas
políticas, lo cual era precisamente lo que necesitaba la burguesía, puesto que
ya era dueña de la realidad económica. Y, consecuentemente, cuanto logró hacer
(y ésta era, ciertamente, la tarea histórica que le señalaba el estadio de
desarrollo a que se había llegado) fue colocar a la burguesía en una posición
dominante, al destruir al fin los restos corruptos de un anticuado régimen
feudal. Napoleón —de quien nadie puede sospechar que deseara conscientemente
liberar a la humanidad— no pudo menos de continuar esta tarea; cualesquiera
hayan sido sus motivos personales para obrar como lo hizo, las exigencias de su
contorno histórico lo convirtieron inevitablemente en instrumento del cambio
social. Por obra suya, como percibió de hecho Hegel, Europa avanzó un paso más
hacia la realización de su destino.
La liberación gradual de la
humanidad ha seguido una dirección definida, irreversible: toda nueva época se
inaugura con la liberación de una clase hasta entonces oprimida, y ninguna
clase, una vez destruida, puede retornar. La historia no se desplaza hacia
atrás ni en movimientos cíclicos, sino que todas sus conquistas son finales e
irrevocables. La mayor parte de las anteriores constituciones ideales carecían
de valor porque ignoraban las leyes reales del desarrollo histórico y las
reemplazaban por el capricho o la imaginación subjetivos del pensador. El conocimiento
de estas leyes es esencial para una eficaz acción política. El mundo antiguo
cedió el lugar al medieval, la esclavitud al feudalismo, y el feudalismo a la
burguesía industrial. Semejantes transiciones no fueron pacíficas, sino que
surgieron de guerras y revoluciones, pues ningún orden establecido cede el
lugar sin lucha a su sucesor.
Y ahora sólo un estrato permanece
sumergido bajo el nivel del resto, sólo una clase permanece esclavizada, el
proletariado sin tierras y sin bienes creado por el avance de la tecnología,
que perpetuamente ayuda a las clases que están por encima de él a sacudir el
yugo del opresor común y que siempre, una vez ganada la causa común, está
condenado a ser oprimido por sus aliados de ayer, la nueva clase victoriosa,
por amos que ayer eran esclavos. El proletariado se halla en el más bajo
peldaño posible de la escala social: debajo de él no hay ninguna clase y, al
llevar a cabo su propia emancipación, emancipará consecuentemente a la
humanidad. Cosa que no ocurre con las otras clases; no tiene ninguna intención
específica, ningún interés particular que no comparta con todos los hombres
como tales; ello, porque ha sido despojado de todo, como no sea de su desnuda
humanidad, y, así, su misma destitución lo erige en representante de los seres
humanos como tales: aquello a que tiene derecho es lo mínimo a que todos los
hombres tienen derecho. Su lucha resulta así no ya una lucha por los derechos
naturales de un particular sector de la sociedad, pues los derechos naturales
no son más que la formulación ideal de la actitud burguesa frente a la santidad
de la propiedad privada; los únicos derechos reales son los que confiere la
historia, el derecho de desempeñar el papel históricamente impuesto a la clase
a la que uno pertenece. En este sentido, la burguesía tiene plenos derechos a
librar su batalla final contra las masas, pero su empeño está desahuciado de
antemano: necesariamente ha de sucumbir, como en su hora fue derrotada la
nobleza feudal. En cuanto a las masas, luchan por la libertad no porque así lo
decidan, sino porque deben hacerlo o, más bien, así lo eligen porque deben
hacerlo: luchar es la condición de su supervivencia; el futuro les pertenece y,
al luchar por él, luchan, como toda clase en ascenso, contra un enemigo
destinado a perecer y, por lo tanto, luchan por toda la humanidad. Pero al paso
que todas las otras victorias llevaban al poder a una clase sentenciada a
desaparecer al fin, a este conflicto no sucederá ningún otro, pues está
destinado a acabar con la condición de todas esas luchas al abolir las clases
como tales, al disolver el mismo estado, hasta entonces instrumento de una
clase única, en una sociedad libre porque en ella no hay clases. Ha de hacerse
comprender al proletariado que no es posible ninguna transacción verdadera con
el enemigo, que, si bien puede concertar con éste alianzas temporales a fin de
derrotar a un adversario común, en última instancia ha de volverse contra él.
En los países rezagados, donde la misma burguesía está aún luchando por el
poder, el proletariado ha de confundir su suerte con la de ésta y ha de
preguntarse qué se ve forzado a hacer
en esa situación particular y no discutir cuáles puedan ser los ideales de la
burguesía; ha de adaptar, pues, su táctica a esa particular situación. Y aunque
la historia está determinada —y la victoria pertenecerá, por lo tanto, a la
clase ascendente, quiéralo o no cualquier individuo dado—, dependerá de la
iniciativa humana, del grado de comprensión que las masas tengan de su tarea y
de la valentía y eficiencia de sus conductores el que sea más o menos breve el
plazo en que ello ocurra, mayor o menor la eficiencia o falta de sufrimiento
con que ello se lleve a cabo y la medida en que ello esté en concordancia con
la voluntad popular consciente.
Tornar esto claro y educar a las
masas para el cumplimiento de su destino es, consecuentemente, según Marx, el
deber inexcusable de un filósofo contemporáneo. Empero, a menudo se ha
preguntado, ¿cómo puede deducirse un precepto moral, un mandamiento, de la
verdad de una teoría de la historia? El materialismo histórico puede explicar
lo que de hecho ocurre, pero no puede, precisamente porque sólo le concierne lo
que es, proporcionar una respuesta a problemas morales, esto es, decirnos qué
debe ser. Marx no rechazó explícitamente esta distinción, que fue puesta en la
palestra de la atención filosófica por Hume y Kant, pero parece claro que para
él (sigue en esto a Hegel) los juicios sobre los hechos no pueden distinguirse
netamente de los de valor, pues todos los juicios que emite el hombre están
condicionados por la actividad práctica en un medio social determinado, la
cual, a su vez, se identifica con las funciones del estadio alcanzado por la
clase a que uno pertenece; las opiniones de uno acerca de lo que uno cree que existe
y de lo que uno desea hacer con ello se modifican recíprocamente. Si los
juicios éticos pretenden una validez objetiva, han de ser susceptibles de
definirse en términos de actividades empíricas y de verificarse con referencia
a éstas. No reconocía la existencia de una razón moral o intuición moral no
empírica, puramente contemplativa. El único modo en que es posible mostrar que
algo es bueno o malo, justo o injusto, consiste en demostrar que está en
acuerdo o desacuerdo con el proceso histórico, es decir, con la actividad
colectiva y progresiva de los hombres, que lo favorece o lo entorpece, que
sobrevivirá o perecerá inevitablemente. Todas las causas permanentemente
perdidas o sentenciadas al fracaso vienen a ser, por este mismo hecho, malas e
injustas, y, en efecto, esto es lo que constituye el significado, en el ascenso
complejo de la humanidad, determinado históricamente, de tales términos.
Empero, es éste un peligroso criterio empírico, puesto que causas que pueden
aparecer perdidas acaso sólo hayan sufrido un retroceso temporal, y en última
instancia prevalecerán.
Su opinión de la verdad en
general deriva directamente de esta posición. A menudo se le acusa de sostener
que, puesto que un hombre está enteramente determinado a pensar como lo hace
por su contorno social, aun cuando algunas de sus afirmaciones sean
objetivamente verdaderas, no puede saberlo al estar condicionado a pensarlas
verdaderas por obra de las causas materiales y no por la verdad que en ellas
hay. Las enunciaciones de Marx sobre el particular son en cierto modo vagas;
pero en general habría aceptado la interpretación normal de lo que se significa
cuando se dice que una teoría o una proposición de la ciencia natural o de la
experiencia sensorial ordinaria es verdadera o falsa. Pero escaso interés le
despertaba este punto, relativo al tipo más común de verdad discutida por los
filósofos modernos. Lo que le interesaba eran las razones en cuya virtud los
veredictos históricos, morales, sociales, se consideran verdaderos o falsos,
allí donde las argumentaciones entre los oponentes no suelen fundarse
directamente en hechos empíricos accesibles a uno y otro. Habría convenido en
que la mera proposición de que Napoleón murió en el exilio hubiera sido
aceptada como igualmente verdadera por un historiador burgués y por otro
socialista. Pero hubiera añadido que ningún historiador verdadero se limita a
una lista de sucesos y fechas, que lo plausible de su explicación del pasado,
su pretensión de hacer algo más que una desnuda crónica, dependen por lo menos
de la elección de los conceptos fundamentales, del poder para subrayar lo
importante y conectarlo adecuadamente con lo accidental, que el mismo proceso
de selección del material traiciona una inclinación a cargar el acento en este
o aquel suceso o acción, al que calificará de importante o trivial, de adverso
o favorable al progreso humano, de bueno o malo. Y en esta tendencia se revelan
de modo aparentemente claro el origen social, el medio ambiente, la afiliación
a una clase y los intereses del historiador.
Esta actitud parece subyacer al
punto de vista hegeliano, según el cual la racionalidad se implica con el
conocimiento de las leyes de la necesidad. Marx apenas se embarca nunca en
análisis filosóficos. El contenido general de sus teorías del conocimiento, de
la ética, de la política, ha de inferirse de observaciones dispersas y de lo
que da por supuesto o acepta sin cuestionar. Su uso de nociones tales como
libertad o racionalidad, su terminología ética, parecen descansar en algún tipo
de punto de vista como el siguiente (éste no puede citarse por capítulo o
línea, pero sus discípulos ortodoxos, Plejánov, Kautsky, Lenin, Trotsky, y sus
seguidores más independientes como Lukács y Gramsci, lo encarnan en su obra):
si uno sabe en qué dirección avanza el proceso mundial, podrá identificarse o
no con él; si no lo hace, si lucha contra él, está forjando su propia y cierta
destrucción, pues necesariamente lo derrotará el avance inexorable de la
historia. Optar deliberadamente por esta actitud equivale a comportarse
irracionalmente. Sólo un ser cabalmente racional tiene entera libertad para
elegir entre dos alternativas, y si una de éstas conduce al ser humano
irresistiblemente a la propia destrucción, éste no puede elegirla libremente,
porque decir que un acto es libre, como Marx emplea el término, es negar que
sea contrario a la razón. La burguesía como clase está ciertamente condenada a
la desaparición, pero los miembros individuales de ella pueden seguir a la
razón y salvarse (como Marx bien podría haber dicho que hizo personalmente),
abandonándola antes de su desmoronamiento final. La verdadera libertad será
inalcanzable mientras la sociedad no se torne racional, esto es, mientras no
supere las contradicciones que dan nacimiento a ilusiones y distorsionan la
comprensión tanto de amos como de esclavos. Pero los hombres pueden trabajar
por el mundo libre descubriendo el verdadero estado del equilibrio de fuerzas y
actuando de conformidad con éste; así, el sendero que lleva a la libertad
implica el conocimiento de la necesidad histórica. El empleo por parte de Marx
de palabras como «justo», o «libre», o «racional», cuando no cae
insensiblemente en su significación ordinaria, debe su apariencia excéntrica al
hecho de que deriva de sus opiniones metafísicas y, por lo tanto, difiere mucho
del sentido que se le atribuye en la conversación común, sentido con el que se
comunica y registra algo que para Marx tiene escasísimo interés: la experiencia
subjetiva de individuos pervertidos por la clase a la que pertenecen, sus
estados anímicos o físicos tales como los revelan los sentidos o la conciencia
que de sí mismos tienen.
Queda así perfilada la teoría de
la historia y la sociedad que constituye la base metafísica, a menudo
implícita, del comunismo. Trátase de una doctrina vasta y comprensiva que
deriva su estructura y conceptos básicos de Hegel y de los jóvenes hegelianos,
sus principios dinámicos de Saint-Simon, su creencia en la primacía de la
materia de Feuerbach y su visión del proletariado de la tradición comunista
francesa. No obstante, es enteramente original; la combinación de elementos no
constituye en este caso sincretismo, sino que forma un sistema coherente,
audaz, con las vastas proporciones y la maciza calidad arquitectónica que son a
la vez el mayor orgullo y el defecto fatal de todas las formas del pensamiento
hegeliano. Pero no le cabe a Marx el reproche que se ha hecho a Hegel por su
actitud atolondrada y menospreciativa hacia los resultados de la investigación
científica de su tiempo; por el contrario, intenta seguir la dirección indicada
por las ciencias empíricas e incorporar al sistema sus resultados generales. La
praxis de Marx no siempre se conformó
a este ideal teorético, y aún menos lo hizo a veces la de sus seguidores; si
bien no los distorsiona realmente, los hechos sufren a veces bajo su pluma
transformaciones peculiares cuando se empeña en ajustarlos al intrincado
esquema dialéctico. No se trata en modo alguno de una teoría cabalmente
empírica, ya que no se limita a la descripción de los fenómenos ni a la
formulación de hipótesis concernientes a su estructura y comportamiento; la
doctrina marxista del movimiento que se desarrolla en colisiones dialécticas no
es una hipótesis que pueda hacerse más o menos probable por la evidencia de los
hechos, sino un módulo descubierto por un método histórico no empírico cuya
validez no se pone en tela de juicio. Negarla equivaldría, de acuerdo con Marx,
a volver al materialismo «vulgar», el cual, al ignorar los decisivos
descubrimientos de Hegel y Kant sólo reconoce como reales aquellas conexiones
susceptibles de ser corregidas por la evidencia de los sentidos físicos.
Por la agudeza y claridad con que
formula sus problemas, por el rigor del método mediante el cual propone buscar
las soluciones, por la combinación de atención por el detalle y poder de vasta
generalización comprensiva, esta teoría no tiene paralelos. Aun cuando todas
sus conclusiones específicas se revelaran falsas, no tendría par su importancia
por haber creado una actitud enteramente nueva ante los problemas históricos y
sociales, y haber abierto así nuevas avenidas al conocimiento humano. El
estudio científico de las relaciones económicas en su evolución histórica, así
como de su relación con otros aspectos de la vida de las comunidades e individuos,
comenzó con la aplicación de los cánones marxistas de interpretación.
Anteriores pensadores —por ejemplo, Vico, Hegel, Saint-Simon— trazaron esquemas
generales, pero sus resultados directos, encarnados, por ejemplo, en los
sistemas gigantescos de Comte o Spencer, son a la vez demasiado abstractos y
demasiado vagos y se los recuerda en nuestro tiempo sólo por los historiadores
de las ideas. El verdadero padre de la historia económica moderna y,
ciertamente, de la moderna sociología, es, en la medida en que cualquier hombre
pueda aspirar a ese título, Karl Marx. Si el haber convertido en verdades
trilladas lo que antes habían sido paradojas es un signo de genio, Marx estaba
ricamente dotado de él. Sus realizaciones en esta esfera se ignoran necesariamente
en la misma medida en que las consecuencias de las mismas han venido a formar
parte del permanente telón de fondo del pensamiento civilizado.
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