domingo, 1 de julio de 2018

ISAIAH BERLIN : EL MATERIALISMO HISTÓRICO

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EL MATERIALISMO HISTÓRICO

                                                                                                                       ISAIAH BERLIN

A cierta persona se le ocurrió una vez que la gente se ahogaba en el agua sólo porque la obsesionaba la noción del peso. Pensaba que si sólo pudieran liberarse de esta idea, calificándola, por ejemplo, de supersticiosa o religiosa, se salvarían de todo peligro de ahogarse. Toda su vida luchó contra la ilusión del peso, respecto de cuyas deletéreas consecuencias las estadísticas le proporcionaban continuamente nuevas pruebas. Tal figura es el arquetipo de los filósofos revolucionarios alemanes de nuestros días.
KARL MARX, La ideología alemana

Marx no publicó nunca una exposición completamente sistemática del materialismo histórico. Lo enuncia en forma fragmentaria en su primera obra escrita durante los años 1843-48, fue brevemente expuesta en 1859, y lo da por descontado en su pensamiento posterior. No lo considera un nuevo sistema filosófico, sino más bien un método práctico de análisis social e histórico y una base para la estrategia política. En los últimos años de su vida se quejó del uso que de él hacían algunos de sus seguidores, los cuales parecían pensar que el materialismo histórico les ahorraría el trabajo de acometer estudios históricos al proporcionarles una suerte de «tabla» algebraica merced a la cual, y dados suficientes datos, podrían «leerse» mecánicamente respuestas automáticas a todas las cuestiones históricas. En una carta que hacia el fin de su vida escribió a un corresponsal ruso, da como ejemplo de desarrollo desemejante, a pesar de las condiciones sociales análogas, la historia de la plebe romana y la del proletariado industrial europeo.
Cuando uno estudia separadamente estas formas de evolución —escribió— y luego las compara, puede hallar fácilmente la clave de este fenómeno; pero no cabe obtener tal resultado mediante la aplicación del universal passepartout de una particular teoría histórico-filosófica que todo lo explica porque no explica nada y cuya virtud suprema consiste en ser suprahistórica.
La teoría maduró gradualmente en su espíritu. Podemos rastrear su crecimiento en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel y La cuestión judía; en ellos el proletariado aparece identificado por primera vez como el agente destinado a modificar la sociedad en la dirección anunciada por la filosofía, la cual, precisamente por ser una filosofía divorciada de la acción, constituye por sí misma un síntoma y una expresión de impotencia. La desarrolla ulteriormente en La sagrada familia, amalgama de estallidos polémicos contra los «críticos de la crítica», esto es, los jóvenes hegelianos —principalmente los hermanos Bauer y Stirner— entremezclados con fragmentos sobre filosofía de la historia, crítica social de la literatura y otras singularidades; pero sobre todo la expone en un volumen de más de seiscientas páginas que escribió con Engels en 1846 titulado La ideología alemana, que nunca publicó. Esta obra verbosa, desorganizada y pesada, que trata de autores y opiniones desde hacía mucho muertos y justamente olvidados, contiene en su extensa introducción la exposición más fundada, imaginativa y notable de la teoría marxista de la historia. Como las tersas y brillantes Tesis sobre Feuerbach, que pertenecen al mismo período, y los Manuscritos. Economía-Filosofía de 1844, con su nueva aplicación del concepto hegeliano de la alienación, la mayor parte de La ideología alemana no vio la luz hasta después de su muerte (las Tesis en 1888, el resto en el siglo XX). Resulta filosóficamente mucho más interesante que cualquier otra obra de Marx y representa un momento en que su pensamiento no aflora en toda su plenitud, pero es uno de sus momentos más decisivos y originales, cuya total ignorancia llevó a sus seguidores inmediatos (inclusive a los realizadores de la Revolución Rusa) a poner exclusivo énfasis en los aspectos históricos y económicos de sus ideas y a una defectuosa comprensión del contenido sociológico y filosófico de éstas. A este hecho se debe la interpretación clara, a medias positivista y a medias darwiniana, del pensamiento de Marx que principalmente nos ofrecieron Kautsky, Plejánov y, sobre todo, Engels, tradición que influyó decisivamente tanto en la teoría como en la praxis del movimiento cuyo nombre toma de Marx.
La estructura de la nueva teoría es rigurosamente hegeliana. Reconoce que la historia de la humanidad es un proceso único en el que no se dan repeticiones y que obedece a leyes susceptibles de ser descubiertas. Cada momento de este proceso es nuevo en el sentido de que posee características nuevas, o en él se verifican nuevas combinaciones de características conocidas; pero a pesar de ser único e irrepetible, se sigue, sin embargo, del estado inmediatamente anterior, en obediencia a las mismas leyes, del mismo modo que este último estado deriva del que le es anterior. Pero mientras, de acuerdo con Hegel, la sustancia única en la sucesión de cuyos estados la historia consiste, es el eterno Espíritu universal que se autodespliega, el interno conflicto de cuyos elementos se torna concreto, por ejemplo, en los conflictos religiosos, en las guerras de los estados nacionales, cada uno de los cuales es encarnación de la Idea que se realiza a sí misma y para percibir la cual se requiere una intuición suprasensible, Marx, siguiendo a Feuerbach, denuncia esta teoría calificándola de fuente de confusión sobre la que no puede fundarse ningún conocimiento. Pues si el mundo fuera una sustancia metafísica de este tipo, no podría probarse su comportamiento por el único método digno de confianza de que disponemos, es decir, la observación empírica, y, por lo tanto, una teoría de la misma no podría confirmarse por los métodos de ninguna ciencia. El hegeliano puede, desde luego, sin temor a la refutación, atribuir todo cuanto desee a la actividad, que no podemos observar, de una sustancia del mundo impalpable, del mismo modo que el creyente cristiano o teísta lo atribuye a la actividad de Dios, pero sólo al precio de no explicar nada, de declarar que la respuesta es un misterio impenetrable para las facultades humanas normales. Tal traducción de preguntas ordinarias a un lenguaje menos inteligible es lo que determina que la oscuridad resultante cobre la apariencia de una auténtica respuesta. Explicar lo cognoscible en términos de lo incognoscible equivale a quitar con una mano lo que uno afecta dar con la otra. Cualquiera que sea el valor que pueda tener este procedimiento, no cabe considerarlo equivalente de una explicación científica, esto es, de un ordenamiento, por medio de un número relativamente pequeño de leyes interrelacionadas, de la gran variedad de fenómenos distintos y prima facie inconexos. Y esto basta para dar cuenta del hegelianismo ortodoxo.
Pero las soluciones de las escuelas «críticas» de Bauer, Ruge, Stirner y hasta Feuerbach no son mejores en principio. Después de sacar a relucir despiadadamente los defectos de su maestro, caen luego, en su opinión, en ilusiones peores: pues el «espíritu de crítica de la autocrítica» de Bauer, el «espíritu humano progresivo» de Ruge, el «yo individual» y «sus inalienables posesiones» declamado por Stirner, y hasta el ser humano de carne y hueso cuya evolución traza Feuerbach, no son más que abstracciones generalizadas no menos vacías, no menos susceptibles de que apelemos a ellas como a algo que trasciende los fenómenos, como su causa, que el edificio igualmente insustancial, pero espléndido e imaginativo —sombrío, pero rico y comprensivo, no reducido a una única abstracción estéril—, ofrecido por el hegelianismo ortodoxo.
La única región posible en que han de buscarse los principios de la dinámica histórica ha de ser una que esté abierta a la inspección científica, esto es, normal empírica. Marx sostiene que, puesto que los fenómenos que han de explicarse son los de la vida social, la explicación debe residir, en cierto sentido, en la naturaleza del contorno social que constituye el contexto en el que los hombres viven sus vidas, en esa red de relaciones privadas y públicas cuyos términos están constituidos por los individuos y de la que ellos son, por así decirlo, los puntos focales, los lugares en que se juntan los distintos ramales cuya totalidad Hegel llamó sociedad civil. Hegel mostró genio al percibir que su crecimiento no era una progresión suave, detenida por ocasionales retrocesos, como enseñaron los philosophes tardíos Saint-Simon y su discípulo Comte, sino el producto de una tensión continua entre fuerzas antagónicas que garantizan su incesante movimiento de avance; y que la aparición de una acción y una reacción regulares constituye una ilusión originada por el hecho de que ora la primera, ora la segunda de las tendencias en conflicto, se hace sentir más violentamente. En realidad, el progreso es discontinuo, pues la tensión, cuando alcanza el punto crítico, se precipita en un cataclismo; el crecimiento en cantidad de intensidad se trueca en un cambio de cualidades; las fuerzas rivales que obran bajo la superficie crecen, se acumulan y estallan en una erupción; el impacto de su choque transforma el medio en que éste se da; como Engels diría más tarde, el hielo se convierte en agua y el agua en vapor, los esclavos se convierten en siervos y los siervos en hombres libres; toda evolución, tanto en la naturaleza como en la sociedad, remata en una revolución creadora. En la naturaleza estas fuerzas son físicas, químicas, biológicas, y en la sociedad son específicamente económicas y sociales.
¿Cuáles son las fuerzas que provocan el conflicto social? Hegel había supuesto que, en el mundo moderno, estaban encarnadas en las naciones que representaban el desarrollo de una cultura específica o la materialización de la Idea o Espíritu del mundo. Siguiendo a Saint-Simon y Fourier, y acaso sin dejar de obrar en él la influencia de la teoría de las crisis de Sismondi, Marx contesta que tales fuerzas son predominantemente socioeconómicas.
Llegué —escribió doce años después— a la conclusión de que las relaciones legales, así como las formas estatales, no podían ser comprendidas por sí mismas ni explicadas por el llamado progreso general del espíritu humano, sino que están arraigadas en las condiciones materiales de la vida que Hegel llama… sociedad civil. La anatomía de la sociedad civil ha de buscarse en la economía política.
El conflicto es siempre una colisión entre clases económicamente determinadas, definiéndose una clase como un grupo de personas, dentro de una sociedad, cuyas vidas están determinadas por la posición que ocupan en el proceso de producción, el cual determina la estructura de tal sociedad. La condición de un individuo la determina el papel que desempeña en el proceso de producción social, y éste, a su vez, depende directamente del carácter de las fuerzas productivas y de su grado de desarrollo en cualquier estadio dado. Los hombres actúan como actúan en virtud de las relaciones económicas que mantienen de hecho con los otros miembros de su sociedad, sean o no conscientes de ellas. La más poderosa de estas relaciones se basa, como enseñara Saint-Simon, en la propiedad de los medios de subsistencia, pues la más apremiante de las necesidades es la necesidad de sobrevivir.
La concepción central hegeliana constituye la base del pensamiento de Marx, aunque éste la transpone a términos semiempíricos. La historia no es la sucesión de los efectos que sobre los hombres obran el contorno exterior o su propia naturaleza inalterable, ni tampoco el juego conjunto de estos actores, como suponían los primeros materialistas. Su esencia es la lucha de los hombres por realizar plenamente sus potencialidades humanas y, puesto que son miembros del reino natural (pues no hay nada que trascienda a éste), el empeño del hombre por realizarse plenamente es un esfuerzo por evitar ser juguete de las fuerzas que parecen a la vez misteriosas, arbitrarias e irresistibles, esto es, por lograr dominio sobre ellas y sobre sí mismo, lo cual equivale a la libertad. Los hombres logran subyugar así su mundo no ya merced a un aumento del conocimiento basado en la contemplación (como había supuesto Aristóteles), sino por obra de su actividad, de su trabajo, de la consciente modelación tanto del contorno como de las propias personalidades, influidas recíprocamente, siendo ésta la forma primera y más esencial de unidad de voluntad, pensamiento y acción, de teoría y práctica. En el curso de su actividad, el trabajo transforma el mundo del hombre, y también a éste. Ciertas necesidades son más básicas que otras: la simple supervivencia está antes que necesidades más complicadas. Pero el hombre difiere de los animales, con quienes comparte las necesidades físicas esenciales, porque está dotado de invención; gracias a ella, altera su propia naturaleza y las necesidades de ésta, y se evade de los ciclos de repetición de los animales, que jamás se modifican y, por lo tanto, carecen de historia. La historia de la sociedad es la historia de los trabajos inventivos que modifican al hombre, modifican sus deseos, costumbres, perspectivas, sus relaciones con otros hombres y con la naturaleza física con la cual el hombre vive en un perpetuo metabolismo físico y tecnológico. Entre las invenciones del hombre —conscientes o inconscientes— figura la división del trabajo, que surge en las sociedades primitivas e incrementa en gran medida su productividad, creando más riquezas que las imprescindibles para satisfacer las necesidades inmediatas. A su vez, tal acumulación crea la posibilidad del ocio, y, por lo tanto, de la cultura; pero asimismo, la posibilidad del empleo de esta acumulación —de esta reserva de necesidades vitales— como medio de privar a otros de beneficios, de intimidarlos, de obligarlos a trabajar para los acumuladores de riqueza, de ejercer coerción, explotar y, por ende, dividir a los hombres en clases, en los que controlan y en los que son controlados. Quizá haya tenido esta última mayor alcance que todas las demás consecuencias involuntarias de la invención, del avance técnico y de la acumulación de bienes que de él resulta. La historia es una interacción entre las vidas de los actores, los hombres empeñados en una lucha por alcanzar el gobierno de sí mismos, y las consecuencias de sus actividades. Tales consecuencias pueden ser voluntarias o involuntarias, y sus efectos sobre los hombres o su contorno natural pueden o no pueden preverse; pueden verificarse en la esfera material, en la del pensamiento o la del sentimiento, o también en niveles inconscientes de la vida de los hombres; pueden afectar sólo a individuos o tomar la forma de movimientos e instituciones sociales; pero lo cierto es que sólo puede comprenderse y controlarse esta compleja red si se percibe cuál es el factor dinámico central que dirige el proceso. Hegel, que fue el primero en ver esto de modo tan esclarecedor y profundo, lo halló en el Espíritu que procura comprenderse a sí mismo en las instituciones —abstractas o concretas— que él mismo creó en varios niveles de la conciencia. Marx aceptó este esquema cósmico, pero censuró a Hegel y sus discípulos el haber ofrecido una explicación mítica de las últimas fuerzas operantes —mito que no es sino uno de los resultados involuntarios del proceso de exteriorizar la tarea de la personalidad humana—, esto es, dar la apariencia de objetos o fuerzas independientes, externos, a los que son, en realidad, productos del trabajo humano. Hegel había hablado de la marcha del Espíritu Objetivo. Marx identificó el factor principal con los seres humanos que persiguen fines humanos inteligibles; no ya una simple meta como el placer, el conocimiento, la seguridad o la salvación allende la tumba, sino la armoniosa realización de todas las potencialidades humanas, de conformidad con los principios de la razón. Durante esta busca, los hombres se transforman a sí mismos, de modo tal que los dilemas y valores que determinan y explican la conducta de un grupo, generación o civilización, a otros hombres que procuran entenderla (que procuran entender a esos hombres estando ellos mismos en el proceso de su realización parcial y de su inevitable frustración parcial), modifican los predicamentos y valores de sus sucesores. Esta constante autotransformación, que constituye el meollo de todo trabajo y toda creación, torna absurda la noción de principios fijos intemporales, de metas universales inalterables y de una eterna condición humana. El espíritu de la época del que Hegel hablaba estaba determinado, en opinión de Marx, por el fenómeno de la guerra de clases; el comportamiento y la visión de los individuos y las sociedades estaban decisivamente determinados por ese factor; era ésta la verdad histórica central acerca de una cultura que reposa en la acumulación, así como en las batallas por lograr el control de esa acumulación, libradas por aquellos que se esfuerzan en realizar sus potencias, a menudo por medios inútiles o autodestructores. Pero, precisamente porque se trataba de una condición histórica, no era eterna. En el pasado las cosas habían ocurrido de modo diferente, y las condiciones actuales no durarían por siempre. Y de hecho, los síntomas de que sobre esta condición pendía una sentencia eran sobrado visibles para aquellos que tuvieran ojos para ver. El único factor permanente en la historia del hombre era el propio hombre, inteligible sólo en términos de la lucha que no había elegido, la lucha que formaba parte de su esencia (y éste es el momento metafísico de Marx), la lucha por dominar la naturaleza y organizar sus propios poderes productivos en un esquema racional en el cual consistía la armonía externa e interna. En la visión cósmica de Marx, el trabajo es lo que fue para Dante el amor cósmico, aquello que hace de los hombres y de sus relaciones lo que son, dados los factores relativamente invariables del mundo exterior en que nacieron; su distorsión por obra de la división del trabajo y de la guerra de clases conduce a la degradación, la deshumanización, a pervertidas relaciones humanas y a una falsificación consciente o inconsciente de la visión, para mantener este orden y el actual estado de cosas y ocultar el real. Cuando esto se haya entendido y sobrevenga la acción —que es la expresión concreta de semejante comprensión—, el trabajo, en lugar de dividir y esclavizar a los hombres, los unirá y liberará, dará plena expresión a sus capacidades creadoras en la única forma en que la naturaleza humana es totalmente naturaleza humana, totalmente libre: empeño común, cooperación social en una actividad común, racionalmente comprendida y aceptada. Empero, la actitud de Marx frente a este concepto —el más fundamental de todos los conceptos de su sistema— fue curiosamente indefinida: a veces habla del trabajo identificándolo con aquella creación libre que es la expresión más plena de la naturaleza humana no sujeta a trabas, la esencia de la felicidad, la emancipación, la armonía racional del hombre consigo mismo y con sus semejantes. Otras veces opone el trabajo al ocio, y promete que con la abolición de la guerra de clases el trabajo se reducirá al mínimo, pero no quedará del todo eliminado; no se tratará ya del trabajo de esclavos explotados, sino del de hombres libres que construyen sus propias vidas socializadas de conformidad con normas que ellos se imponen a sí mismos, libremente adoptadas, pero algunas todavía quedarán, así nos dice al final del tercer volumen de Das Capital, en «el reino de necesidad»; el verdadero «reino de la libertad» empieza más allá de esta frontera, empero, sólo puede florecer «tomando al reino de la necesidad como base». La necesidad de este mínimo de fatiga es un hecho ineludible de la naturaleza física, y sería mero utopismo esperar que se pueda conjurar. No hay reconciliación última entre estos dos puntos de vista. La aparente incompatibilidad entre estas dos profecías, una probablemente inspirada por el sueño de Fourier de la total satisfacción, la otra mucho más sobria, constituye una de las fuentes del argumento acerca de la relación del «joven» Marx con el Marx «maduro». La misma ambivalencia se percibe en su combinación de un determinismo evolutivo con una creencia libertaria en la libre elección; ambos están presentes en su pensamiento, contradicción «dialéctica» que importunó a sus seguidores y los dividió, especialmente en Europa oriental, donde afectó vitalmente la praxis revolucionaria.
Feuerbach se percató con claridad del hecho de que los hombres tienen que comer antes que razonar. La satisfacción de esta necesidad sólo puede ser plenamente garantizada por el control de los medios de producción material, es decir, de la energía y destreza humanas, de los recursos naturales, de la tierra y del agua, de las herramientas y máquinas, de los esclavos. En principio hay una natural escasez de tales medios y por tanto aquellos que los proporcionan controlan las vidas y acciones de aquellos que no los poseen, y esto hasta el momento en que, a su vez, los poseedores pierdan la posesión de tales recursos a expensas de sus súbditos, quienes, al hacerse poderosos y astutos por obra del servicio que prestaron, los desposeen y esclavizan, pero sólo para ser a su vez desposeídos y expropiados por otros. Inmensas instituciones de tipo social, político, cultural, se crearon para conservar las posesiones en manos de sus actuales dueños, y no por obra de una política deliberada, sino que ellas surgieron inconscientemente de la actitud general frente a la vida adoptada por aquellos que gobiernan una sociedad determinada. Pero allí donde Hegel había supuesto que lo que confería su carácter específico a cualquier sociedad era su carácter nacional, y la nación (en el sentido lato de una civilización entera) era para él encarnación de un determinado estadio en el desarrollo del Espíritu del mundo, para Marx se trataba del sistema de relaciones económicas que gobernaba la sociedad en cuestión. En un celebrado pasaje escrito una década después de que llegara a esta posición, sintetizó sus opiniones como sigue:
En la producción social que realizan de su vida, los hombres entran en definidas relaciones que son, a la vez, indispensables e independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un estadio definido del desarrollo de sus poderes materiales de producción. La totalidad de tales relaciones de producción equivale a la estructura económica de la sociedad, el fundamento real sobre el cual se alzan las superestructuras legales y políticas, y al cual corresponden formas definidas de conciencia social. El modo de producción de las condiciones materiales de vida determina el carácter general de los procesos de la vida social, política y espiritual. No es la conciencia de los hombres lo que determina su propio ser, sino que, por el contrario, el ser social de los hombres es lo que determina la conciencia de éstos. En cierto estadio de su desarrollo, las fuerzas materiales de producción entran en conflicto, en la sociedad, con las relaciones existentes de producción, o —lo que no es sino una manera legal de decir lo mismo— con las relaciones de propiedad dentro de las cuales han operado antes. Estas relaciones, que habían sido formas de desarrollo de las fuerzas productivas, se convierten en las cadenas de los hombres. Sobreviene luego la época de la revolución social. Con el cambio de los cimientos económicos, toda la entera e inmensa superestructura queda tarde o temprano enteramente transformada. Pero al considerar semejantes transformaciones, ha de hacerse siempre la distinción entre la transformación material de las condiciones económicas de producción —que pueden determinarse con la precisión de las ciencias naturales— y las formas legales, políticas, religiosas, estéticas o filosóficas —en una palabra, las formas ideológicas—, en las cuales los hombres cobran conciencia del conflicto y lo suprimen.
«Así como sería imposible juzgar correctamente a un individuo a partir sólo de la propia opinión que tiene de sí mismo, resulta imposible juzgar los períodos revolucionarios a partir del modo consciente en que se ven a sí mismos, pues, por el contrario, tal conciencia ha de explicarse como producto de las contradicciones de la vida material, del conflicto entre las fuerzas de la producción social y sus reales relaciones. Ningún orden social desaparece antes de que todas las fuerzas productivas que tienen cabida en él se hayan desarrollado, y las nuevas relaciones más altas de la producción no aparecen nunca antes de que las condiciones de su existencia hayan madurado en el seno de la vieja sociedad. Así, la humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver porque al examinarlos con mayor detalle siempre descubre que el problema mismo sólo surge cuando las condiciones materiales requeridas para su solución ya existen o, por lo menos, están en proceso de formación»[7]
La sociedad burguesa es la última forma que toman estos antagonismos.
Después de su desaparición, el conflicto desaparecerá por siempre. El período prehistórico quedará completado, y entonces comenzará al fin la historia del individuo humano libre.

La única causa por la cual un pueblo es diferente de otro, un grupo de instituciones y creencias opuesto a otro, es, según Marx llega entonces a creer, el contorno económico en que está fijado, la relación en que está la clase gobernante de poseedores con aquéllos a quienes explota, la cual surge de la específica calidad de la tensión que entre ellos persiste. Los resortes fundamentales para la acción en la vida de los hombres, tanto más poderosos cuanto que no los reconocen, son su posición respecto de la alineación de las clases en la lucha económica; el factor cuyo conocimiento permitirá a cualquiera predecir con acierto la línea básica de comportamiento de los hombres consiste en la posición social real de esos individuos: si pertenecen o no a la clase gobernante, si depende su bienestar del éxito o fracaso de ésta, si ocupan una posición para la cual sea o no sea esencial la conservación del orden existente. Una vez sabido esto, sus motivos particulares y personales, así como sus emociones, poco o nada interesan para la investigación: los hombres pueden ser egoístas o altruistas, generosos o mezquinos, hábiles o estúpidos, ambiciosos o modestos. Las circunstancias que los rodean moldearán sus cualidades naturales de modo tal que obrarán en una dirección dada, cualquiera que sea su tendencia natural. En realidad resulta equívoco hablar de una «tendencia natural» o de una «naturaleza humana» inalterable. Cabe clasificar las tendencias ya de conformidad con el sentimiento subjetivo que engendran (y, a los efectos de la predicción científica, esto carece de importancia), ya de conformidad con sus metas reales, las cuales están socialmente condicionadas. Los hombres actúan antes de ponerse a reflexionar acerca de las razones de su conducta o de las que la justifican: la mayoría de los miembros de una comunidad actuarán de modo similar, cualesquiera que sean los motivos subjetivos en cuya virtud aparecerán ante sí mismos actuando tal como lo hacen. Esto queda oscurecido por el hecho de que, intentando convencerse a sí mismos de que sus actos están determinados por la razón o por creencias morales o religiosas, los hombres han tendido a construir complicadas explicaciones de su conducta. Semejantes explicaciones no son del todo impotentes para influir en la acción, puesto que, al convertirse en grandes instituciones como los códigos morales y las organizaciones religiosas, a menudo sobreviven a las presiones sociales para dar forma a las cuales surgieron. De este modo estas grandes ilusiones organizadas vienen a formar parte de la situación social objetiva, del mundo exterior que modifica la conducta de los individuos, y operan del mismo modo que los factores invariables —el clima, el terreno, el organismo físico— que ya obraban conjuntamente con las instituciones sociales.
Los sucesores inmediatos de Marx tendieron a restar importancia a la influencia de Hegel sobre él; pero su visión del mundo se desmorona y apenas ofrece aisladas penetraciones si, en el esfuerzo por representarlo tal como se concebía a sí mismo, como el riguroso científico atenido severamente a los hechos sociales, se deja de lado o se desvalora el gran modelo necesario, unificador, según cuyos términos pensó.
Como Hegel, Marx trata la historia como una fenomenología. En Hegel, la Fenomenología del Espíritu constituye un intento por mostrar, a menudo con gran penetración e ingenio, un orden objetivo en el desenvolvimiento de la conciencia humana y en la sucesión de civilizaciones que son su encarnación concreta. Influido por una idea dominante en el Renacimiento, pero que se remonta a las primeras cosmogonías místicas, Hegel consideraba el desarrollo de la humanidad de modo semejante al de un ser humano individual. Y así como en el caso de un hombre una capacidad particular, o visión, o modo de tratar con la realidad, no puede surgir hasta que otras capacidades suyas se hayan desarrollado —y esto es por cierto la esencia de la noción de crecimiento o educación en el caso de los individuos—, del mismo modo las razas, las naciones, las iglesias, las culturas, se suceden unas a otras en un orden fijo, determinado por el crecimiento de las facultades colectivas de la humanidad expresadas en las artes, las ciencias, la civilización como una totalidad. Acaso Pascal haya querido decir algo semejante al hablar de la humanidad como de un ser único, milenario, que va creciendo de generación en generación. Para Hegel, todo cambio se debe al movimiento de la dialéctica, que obra mediante una constante crítica lógica, esto es, a una lucha contra los modos de pensar y las construcciones de la razón y el sentimiento que se remata con la final autodestrucción de éstos, los cuales encarnaron en su hora el punto más alto alcanzado por el incesante crecimiento (que para Hegel es la autorrealización lógica) del espíritu humano; pero que encarnados en reglas o instituciones y erróneamente considerados como finales y absolutos por una sociedad dada o por una determinada visión del mundo, vienen a convertirse en obstáculos al progreso, en expirantes supervivencias de un estadio lógicamente «trascendido», que, por su propia unilateralidad, engendran antinomias y contradicciones lógicas mediante las cuales se revelan y se destruyen. Marx aceptaba esta visión de la historia como campo de batalla de ideas encarnadas, pero lo transponía a términos sociales, a la lucha de clases. Para él, la alienación (pues así es como Hegel, siguiendo a Rousseau, a Lutero y a una primitiva tradición cristiana, llamaba el perpetuo divorcio del hombre de la unidad con la naturaleza, con los demás hombres, con Dios, divorcio originado por la lucha de la tesis contra la antítesis) es inherente al proceso social y, por cierto, es el corazón de la misma historia. La alienación se verifica cuando los resultados de los actos de los hombres contradicen sus verdaderos propósitos, cuando sus valores oficiales o los papeles que desempeñan no representan cabalmente sus reales motivos, necesidades y fines. Se da tal caso, por ejemplo, cuando algo que los hombres han realizado para responder a necesidades humanas —como un sistema de leyes o las reglas de la composición musical— adquiere un estatus independiente y no lo consideran ya algo por ellos creado para satisfacer una común necesidad social (que bien pudo haber desaparecido desde hace mucho), sino una ley o institución objetiva que, por propio derecho, posee autoridad impersonal, eterna, como las leyes inalterables de la naturaleza tales como las conciben los hombres de ciencia y el común de las gentes, como Dios y sus mandamientos para un creyente. Para Marx, el sistema capitalista es precisamente esta clase de entidad, un vasto instrumento engendrado por exigencias materiales inteligibles, un progresivo mejoramiento y ensanchamiento de la vida que genera sus propias creencias religiosas, morales, intelectuales, sus propios valores y formas de vida. Sépanlo o no quienes los sustentan, tales creencias y valores son simples soportes del poder de la clase cuyos intereses encarna el sistema capitalista; empero, ocurre que todos los sectores de la sociedad acaban por considerarlos objetivamente válidos y eternos para toda la humanidad. Así, por ejemplo, la industria y el estilo capitalistas de intercambios no son instituciones válidas para todos los tiempos, sino que fueron generadas por la creciente resistencia de los campesinos y artesanos a depender de las ciegas fuerzas naturales. Ya han tenido su momento; y los valores que generaron esas instituciones cambiarán o desaparecerán con ellas.
La producción es una actividad social. Toda forma de trabajo cooperativo o de división del trabajo, cualquiera sea su origen, crea propósitos comunes e intereses comunes, los cuales no son analizables como mera suma de los intereses o aspiraciones individuales de los seres humanos a quienes incumben. Si, según acontece en la sociedad capitalista, un sector de la sociedad se apropia el producto del trabajo social total para su exclusivo beneficio, como resultado de un desarrollo histórico inexorable que Engels, más explícitamente (y mucho más mecánicamente) que Marx, intenta describir, ello va contra las necesidades humanas «naturales» —contra lo que los hombres, cuya esencia, como seres humanos, es ser sociales— necesitan para desarrollarse libre y plenamente. De acuerdo con Marx, quienes acumulan en sus manos los medios de producción y, por lo tanto, también los frutos de ésta, bajo la forma del capital, forzosamente desposeen a la mayoría de los productores —los trabajadores— de lo que éstos crean y, de este modo, dividen la sociedad en explotadores y explotados; los intereses de ambas clases son opuestos; el bienestar de cada clase depende de su capacidad para aprovecharse del adversario en una guerra continua, guerra que determina todas las instituciones de esa sociedad. En el curso de la lucha se desarrollan los medios tecnológicos, la cultura de la sociedad dividida en clases se torna más compleja, sus productos son más ricos, más variados y más artificiales —esto es, más «antinaturales»— las necesidades que engendra este progreso material. Son antinaturales porque las dos clases que libran la guerra quedan «alienadas» por obra del conflicto que ha reemplazado a la cooperación en procura de fines comunes, la cual, conforme a esta teoría, es requerida por la naturaleza social del hombre. El monopolio de los medios de producción por parte de un grupo particular de hombres, permite a éste imponer su voluntad a los otros y obligarlos a realizar tareas extrañas a sus propias necesidades. Consiguientemente, la unidad de la sociedad se destruye y las vidas de ambas clases se distorsionan. La mayoría —es decir, los proletarios que nada poseen— trabaja ahora en beneficio de otros y conforme a las ideas de éstos y se ve desposeída del fruto de su trabajo, así como de sus instrumentos; su modo de existencia, sus ideas e ideales, no corresponden a su propia condición real (puesto que son seres humanos a quienes artificialmente se les impide vivir tal como lo exigen sus naturalezas, es decir, como miembros de una sociedad unificada, capaces de comprender las razones por las cuales hacen lo que hacen, y de gozar de los frutos de su actividad racional, libre y cooperativa), sino a las aspiraciones de sus opresores. De ahí que la vida de la mayoría de los hombres repose en una mentira. A su vez, sus amos no pueden evitar, consciente o inconscientemente, justificar su existencia parasitaria y así la consideran natural y deseable. En el curso de este proceso, conciben ideas, valores, leyes, costumbres vitales, instituciones (en fin, todo aquello que Marx a veces llama «ideología»), cuyo único propósito consiste en apuntalar, explicar y defender su poder y su condición privilegiados, antinaturales y, por lo tanto, injustificados. Tales ideologías —nacionales, religiosas, económicas, etc.— constituyen formas de autoengaño colectivo; las víctimas de la clase gobernante —los proletarios y los campesinos— se las asimilan como parte de su educación normal, de la visión general de la sociedad antinatural, y así llegan a considerarlas y aceptarlas como elementos objetivos, justos, necesarios, del orden natural que explican las pseudociencias creadas con ese fin. Esto, como enseñara Rousseau, ahonda aún más el error humano, el conflicto y la frustración.
El síntoma de alienación es la atribución de la autoridad última ya a algún poder impersonal —como las leyes de la oferta y la demanda—, del cual se pretende deducir lógicamente el carácter racional del capitalismo, ya a personas o fuerzas imaginarias —divinidades, iglesias, la persona mística del rey o el sacerdote, o formas disfrazadas de otros mitos opresivos—, por cuya obra los hombres, arrancados de un modo de vida «natural» (que es el único que permite a todos los miembros de la sociedad percibir la verdad y vivir armoniosamente), procuran explicarse a sí mismos su condición antinatural. Si alguna vez los hombres han de liberarse, ha de enseñárseles a desgarrar el velo que cubre estos mitos. Según la demonología de Marx, el más opresivo de todos ellos es la ciencia económica burguesa, que representa el movimiento de las mercancías o de la moneda —de hecho, el proceso de producción, consumo y distribución— como un proceso impersonal, similar a los de la naturaleza, como un módulo inalterable de fuerzas objetivas ante el cual los hombres sólo pueden inclinarse y al cual sería insano intentar resistir. A pesar de ser determinista, Marx se resolvió a mostrar que la concepción de cualquier estructura social o económica dada como parte de un orden mundial inmutable era una ilusión suscitada por la alienación del hombre, una típica confusión, efectos de actividades puramente humanas enmascaradas como una ley de la naturaleza; sólo cabía suprimirlas, («desenmascararlas») por obra de otras actividades igualmente humanas, mediante la aplicación de la razón y la ciencia esclarecedoras. Pero esto no es suficiente. Tales engaños están destinados a persistir en tanto las relaciones de producción —éstos, la estructura social y económica mediante la que fueron generadas— sigan como están; esto solo podrá cambiarse mediante el arma de la revolución. Estas actividades liberadoras pueden ser determinadas por leyes objetivas, pero lo que tales leyes determinan es la actividad del pensamiento y voluntad humanos (particularmente de hombres tomados en masa), y no ya meramente el movimiento de cuerpos materiales, los cuales obedecen a sus propias pautas inexorables, que son independientes de las decisiones y acciones humanas. Si, como pensaba Marx, las elecciones humanas pueden afectar el curso de los sucesos, entonces, y aun cuando tales elecciones estén en última instancia determinadas y sean científicamente vaticinables, ello configura una situación en la cual los hegelianos y marxistas consideran legítimo llamar libres a los hombres, puesto que tales elecciones no están, como el resto de la naturaleza, mecánicamente determinadas. Las leyes de la historia no son mecánicas. La historia ha sido hecha por los hombres, pero no en el vacío sino condicionada por la situación social en la que se encontraban. ¿Cuál es, según Marx, la relación de estas leyes con la libertad humana, tanto individual como colectiva? Está claro que su concepción del avance social, que identifica con la conquista progresiva de la libertad, consiste en un creciente control de la naturaleza por la actividad consciente, concertada, racionalmente planeada y, por tanto, armónica. «Darwin no sabía la amarga sátira que estaba escribiendo sobre la humanidad y sobre sus compatriotas en particular cuando mostró cómo la libre competencia, la lucha por la existencia que los economistas defienden como el mayor logro de la historia, es la condición normal del reino animal. Sólo una organización consciente de la producción social, en la que la producción y la distribución sean planificadas, podrá elevar a la humanidad en lo social por encima del resto del reino animal, como la producción en general ya ha hecho por el hombre en otros aspectos…». O, de nuevo, «la socialización de los hombres, que antes se veía como un hecho impuesto por la naturaleza y la historia, se logrará entonces mediante su libre actuar… éste será el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad al de la libertad». ¿Qué tipo de libertad? Marx habla, en general, del desarrollo de la sociedad como un proceso objetivo. En la introducción a Das Kapital la sucesión de formas económicas es descrita como «un proceso de historia natural». Marx, en 1873, en un epílogo a la segunda edición de Das Kapital, cita un párrafo del escritor ruso que realizó una recensión de la primera edición que dice: «Marx considera el movimiento social como un proceso de historia natural gobernado por leyes que no sólo son independientes de la voluntad, conciencia e intenciones de los hombres sino que, por el contrario, determinan su voluntad, conciencia e intenciones». Marx declara que es ésta la interpretación correcta de sus propósitos —a saber, el descubrimiento de las leyes que gobiernan el desarrollo social.
Son pasajes como éstos los que han inspirado la interpretación rigurosamente determinista de la concepción de Marx de la historia humana y de las leyes que la determinan con «necesidad de hierro». Como mucho, el proceso puede ralentizarse o acelerarse pero «incluso cuando una sociedad ha averiguado las leyes naturales que gobiernan su movimiento, no puede saltarse ni decretar la abolición de sus fases naturales de desarrollo», sólo puede «abreviar» «los dolores del parto». Es por esto que «lo que muestra el país más desarrollado industrialmente al menos desarrollado no es más que un cuadro de su propio futuro».
Exactamente era esto lo que Engels quería decir cuando, en su discurso ante la tumba de Marx, dijo que su gran logro fue el descubrimiento de la «ley de desarrollo de la historia humana», donde las contradicciones que se desarrollan entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción conducen a una secuencia inmutable de relaciones económicas que determinan social y políticamente —y en último término todos los demás aspectos— la vida colectiva. Pero la noción de «libre desarrollo» de los hombres —ese estado de asociación humana en el que el desarrollo de cada cual es condición del desarrollo de todos (del que habla el Manifiesto Comunista) no es muy clara prima facie. Si los hombres son sólo el producto de condiciones objetivas, no sólo económicas sino ambientales —geográficas, climáticas, biológicas, fisiológicas, etc.—, el hecho de que estas fuerzas actúen «a través» de ellos y no meramente «sobre» ellos (de acuerdo con las leyes de las que Marx tomó conciencia a través del tipo de investigación que quería ser Das Kapital), y si la aplicación de este conocimiento, como mucho puede tan sólo abreviar los «dolores del parto» que preceden a la sociedad sin clases, pero es incapaz de alterar el proceso mismo, entonces el concepto de libertad humana, tanto en su aspecto social como individual, necesita claramente explicación. Una cosa es decir que si los hombres no entienden las leyes que gobiernan sus vidas las infringirán y serán víctimas de fuerzas incomprensibles. Pero otra es afirmar que todo lo que son y hacen está sujeto a esas leyes, y que la libertad es meramente la percepción de su necesidad, y que ésta es un factor en el proceso invariable en el cual la elección humana, individual o social, está sujeta a causas que la determinan totalmente y es, en principio, totalmente predecible por un observador externo suficientemente informado. Los pronunciamientos del propio Marx sirven para apoyar ambas alternativas. Los intentos de interpretación de estos puntos de vista aparentemente irreconciliables, tanto de aquéllos cuyo propósito era contrastarlos aún más como de los que buscaban reconciliarlos, han generado una enorme y creciente literatura propia, particularmente en nuestros días.
Debido a que no se entiende la función histórica del capitalismo, ni tampoco la relación en que se halla con los intereses de una clase específica, ocurre que, lejos de enriquecer, aplasta y distorsiona las vidas de millones de trabajadores, y de hecho, también las de los opresores de éstos, puesto que es algo que no ha sido racionalmente aprehendido y, por lo tanto, algo que se idolatra ciegamente como un fetiche. El dinero, por ejemplo, que desempeñó un papel progresivo en los días en que el hombre se liberó del trueque, se ha convertido ahora en un objeto absoluto perseguido y adorado por sí mismo, con la consecuencia de que embrutece y destruye a los hombres, a los que debía liberar. Los hombres están divorciados de los productos de su propio trabajo y de los instrumentos con los cuales producen; éstos adquieren vida y estado legal propios y, en nombre de su supervivencia o mejoramiento, los seres humanos se ven oprimidos y tratados como ganado o mercancías vendibles. Esto es válido para todas las instituciones, iglesias, sistemas económicos, formas de gobierno, códigos morales, los cuales, al malentenderse sistemáticamente (y, en determinadas etapas de la lucha de clases, necesariamente), se tornan más poderosos que sus inventores, se convierten en monstruos adorados por sus hacedores, en ciegos, desdichados Frankestein que frustran y distorsionan las vidas de sus amos. Al mismo tiempo, el solo hecho de comprender lo que se oculta tras este dilema, o de criticarlo, cosa que los jóvenes hegelianos consideraban suficiente, no lo destruirá. Para ser eficaces, las armas con que uno lucha —entre ellas las ideas— han de ser las que requiera la situación histórica, y no ya las que sirvieron en un período anterior ni tampoco las que podrán servir en el proceso histórico posterior. Ante todo, los hombres han de preguntarse cuál es el estadio que ha alcanzado la guerra de clases —que representa la dialéctica en acción— para actuar luego concordantemente. Esto significa ser «concreto» y no atemporal, idealista o «abstracto». La alienación —es decir, la sustitución de las relaciones reales entre personas (o el respeto a éstas) por relaciones imaginarias entre objetos o ideas inanimados (o la adoración de éstos)— sólo tendrá fin cuando la clase final —el proletariado— derrote a la burguesía. Entonces las ideas que engendrará tal victoria serán necesariamente aquellas que expresen y beneficien a una sociedad sin clases, esto es, a toda la humanidad. No sobrevivirá ninguna institución ni idea que repose en la falsificación del carácter de cualquier sector de la raza humana, y que lleve así a su opresión, o que la exprese. El capitalismo, bajo el cual la fuerza de trabajo de los seres humanos se vende y compra y los trabajadores son tratados meramente como fuentes de trabajo, es claramente un sistema que distorsiona la verdad acerca de lo que los hombres son y pueden ser, y que procura subordinar la historia a un interés de clase y, por lo tanto, ha de ser sustituido por el concentrado poder de sus indignadas víctimas, poder suscitado, por lo demás, por las propias victorias del capitalismo. Para Marx, toda frustración es producto de la alienación, constituye cada una de las barreras y distorsiones creadas por la inevitable guerra de clases, e impide a éste o a aquel grupo de hombres realizar un armonioso trabajo de cooperación social, que es el que anhela su naturaleza.
En La ideología alemana examina una por una las pretensiones de los neohegelianos y les «da su merecido». Trata allí a los hermanos Bruno, Edgar y Egbert Bauer breve y salvajemente, tal como lo había hecho en La sagrada familia, que había alcanzado escasa difusión. Los representa como tres sórdidos buhoneros de productos metafísicos inferiores que creen que la mera existencia de una fastidiosa elite crítica, elevada por sus dotes intelectuales por encima de la turba filistea, logrará por sí sola la emancipación de aquellos sectores de la humanidad que sean dignos de ella. Esta creencia en el poder de un frígido apartamiento de la lucha económica y social para efectuar una transformación de la sociedad, la considera un insano y pedestre academicismo, una actitud semejante a la de la ostra que será barrida, como el resto del mundo al que pertenece, por la revolución real que, estaba claro, se acercaba. Trata a Stirner más extensamente. Lo denomina San Max y a través de setecientas páginas lo persigue con pesadas burlas e insultos. Stirner creía que todos los programas, ideales y teorías, así como los órdenes económicos, sociales y políticos, son otras tantas prisiones artificialmente erigidas para la mente y el espíritu, medios de frenar la voluntad, de ocultar al individuo la existencia de sus infinitas potencias creadoras, y que todos los sistemas han de ser por lo tanto destruidos, aunque no porque sean malos, sino porque son sistemas; la sumisión a los cuales es una forma nueva de idolatría; sólo cuando esto se haya logrado, podrá el hombre, al liberarse de las cadenas antinaturales que lo sujetan, convertirse en el verdadero amo de sí mismo y alcanzar toda su estatura como ser humano. Considera esta doctrina, que tuvo gran influencia sobre Nietzsche y probablemente sobre Bakunin (y acaso porque ella anticipó con demasiada precisión la propia teoría de Marx de la alienación), como un fenómeno patológico, como el torturado grito de agonía de un neurótico que se siente objeto de persecución, como algo que pertenece a la provincia de la medicina antes que a la de la teoría política.
Trata más suavemente a Feuerbach. Considera que ha escrito más sobriamente y que realizó un intento honrado, aunque a veces fallido, de descubrir las supercherías del idealismo. En las Tesis sobre Feuerbach, que escribió durante el mismo período, Marx declaraba que si bien algunos pensadores materialistas anteriores habían percibido correctamente que los hombres son en gran medida producto de las circunstancias y la educación, no había proseguido avanzando para ver que las circunstancias son alteradas por la actividad de los hombres, así como que los educadores son hijos de su época. Esta doctrina (Marx está pensando principalmente en Robert Owen) divide artificialmente la sociedad en dos partes: las masas que, estando desamparadamente expuestas a todas las influencias, han de ser liberadas; y los maestros, que de algún modo se esfuerzan por permanecer inmunes a los efectos de su contorno. Pero la relación entre el espíritu y la materia, entre los hombres y la naturaleza es recíproca. De otro modo la historia quedaría reducida a física. Encomia a Feuerbach por haber mostrado que con la religión los hombres se engañan a sí mismos cuando inventan un mundo imaginario para compensar la miseria de la vida real; trátase de una forma de evasión, de un sueño dorado o, según la frase que Marx hizo célebre, del opio del pueblo; por lo tanto, la crítica de la religión ha de cobrar un carácter antropológico y tomar la forma de una exposición y análisis de sus orígenes seculares. Pero acusa a Feuerbach de no haber abordado la tarea principal; ve, sí, que la religión es generada inconscientemente por la infelicidad, es el calmante que suaviza el sufrimiento causado por las contradicciones del mundo material, pero deja de ver que, en tal caso, semejantes contradicciones han de ser suprimidas, pues, de lo contrario, continuarán engendrando ilusiones confortantes y fatales; la única revolución que podrá lograrlo no ha de verificarse en la superestructura —el mundo del pensamiento—, sino en el sustrato material, el mundo real de los hombres y las cosas. Hasta entonces la filosofía había tratado las ideas y creencias como si poseyeran una validez que les era intrínsecamente propia, pero esto nunca ha sido cierto, pues el contenido real de una creencia es la acción en que ella se expresa. Los principios y convicciones reales de un hombre o una sociedad se expresan en sus actos, y no en sus palabras. La creencia y el acto son una y la misma cosa; si los actos no expresan por sí mismos las creencias reconocidas, las creencias son mentiras, ideologías, conscientes o inconscientes, que encubren lo opuesto de lo que profesan. La teoría y la práctica son, o han de ser, una y la misma cosa. «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo».
Los llamados «verdaderos socialistas», Grün y Hess, no andan mejor encaminados. Cierto que escribieron acerca de la situación existente, pero, al colocar los ideales antes que los intereses en orden de importancia, están igualmente alejados de una clara visión de los hechos. Creían correctamente que la desigualdad política, así como el general malestar emocional de su generación, cabía rastrearlos en las contradicciones económicas que sólo podían suprimirse mediante la total abolición de la propiedad privada. Pero también creían que el progreso tecnológico que tornaba esto posible no era un fin, sino un medio; que la acción sólo podía justificarse mediante una apelación a ideales morales; que el empleo de la fuerza, por más noble que fuera el propósito perseguido, destruía su propio fin, puesto que embrutecía a ambos bandos en pugna y tornaba a ambos incapaces de verdadera libertad, una vez que la lucha acabara. Si los hombres habían de ser liberados, sólo habían de serlo por medios pacíficos y civilizados, y el proceso había de cumplirse tan rápida e incruentamente como fuese posible, antes de que la industrialización se extendiera tan vastamente que hiciese inevitable una sangrienta guerra de clases. En realidad, y a menos que se procediera así, sólo quedaba el recurso de la violencia, y ella, a fin de cuentas, se destruiría a sí misma, pues una sociedad erigida por la espada, aun cuando inicialmente la justicia estuviera de su lado, no podía dejar de convertirse en una tiranía de la clase victoriosa —aun cuando ésta fuera la de los trabajadores— sobre el resto, lo que resultaría incompatible con aquella igualdad humana que el verdadero socialismo procuraba establecer. Los «verdaderos socialistas» se oponían a la doctrina de la necesidad de una franca guerra de clases, aduciendo que ella cegaba a los obreros el acceso a aquellos derechos e ideales por los que luchaban. Sólo tratando a los hombres como iguales desde el comienzo, considerándolos como seres humanos, esto es, renunciando a la fuerza y apelando al sentimiento de solidaridad humana, de la igualdad ante la justicia y a un generoso humanitarismo, se obtendría una perdurable armonía de intereses. Sobre todo, la carga que soportaba el proletariado no había de desplazarse a los hombros de ninguna otra clase. Sostenían que Marx y su partido no deseaban sino invertir los papeles de las clases existentes, privar a la burguesía de su poder sólo para arruinarla y esclavizarla. Pero esto, aparte de ser moralmente inaceptable, mantendría en pie la guerra de clases y, de este modo, no conciliaría la existente contradicción de la única manera posible: la fusión de los intereses antagónicos en un único ideal común.

Para Marx, esto no era más que idiotez o mojigatería. Toda la argumentación, repite incansablemente, reposa en la premisa de que a los hombres, aun a los capitalistas, cabe conducirlos a una discusión racional para que, bajo condiciones adecuadas, renuncien voluntariamente al poder adquirido por nacimiento, riqueza o capacidad, en nombre de un principio moral y a fin de crear un mundo más justo. Para Marx, era ésta la más vieja, la más familiar y la más gastada de todas las falacias racionalistas. La había sorprendido en su forma más perniciosa en la creencia de su propio padre y de sus contemporáneos de que, en última instancia, la razón y la bondad moral estaban destinadas a triunfar, teoría totalmente refutada por los sucesos que fueron sombría consecuencia de la Revolución Francesa. Y predicarla ahora, como si uno aún siguiera viviendo en el siglo XVIII, era incurrir en ilimitada estupidez o en cobarde evasión hacia las meras palabras, o bien en deliberado utopismo, cuando lo que se requería era un examen científico de la situación real. Marx tuvo cuidado de señalar que él no había caído en el error opuesto: no había contradicho simplemente tal tesis acerca de la naturaleza humana, ni había manifestado que mientras estos teóricos suponían que el hombre fuera fundamentalmente generoso y justo, él lo hallaba rapaz, egoísta e incapaz de una acción desinteresada. Ello hubiera sido adelantar una hipótesis tan subjetiva y ahistórica como la de sus oponentes. A ambas las viciaba la falacia de que los actos de los hombres estaban en última instancia determinados por el carácter moral de éstos, así como de que podían ser descritos en relativo aislamiento de su contorno. Fiel al método de Hegel, aunque no a sus conclusiones, sostenía que los propósitos de un hombre eran lo que eran por obra de la situación social, esto es, económica, en que estaba de hecho colocado, y supiéralo o no. Cualesquiera fuesen sus opiniones, las acciones de un hombre estaban guiadas por sus intereses reales, por los requerimientos de su situación material; las aspiraciones conscientes de por lo menos el grueso de la humanidad no entraban en colisión con sus intereses reales, esto es, con los de la clase a la que pertenecen, si bien a veces aparecían disfrazadas bajo la forma de otros tantos fines desinteresados, objetivos, independientes, de tipo político, moral, estético, emocional, etc. La mayor parte de los individuos ocultaban la dependencia en que se hallaban respecto de su contorno y situación, y particularmente respecto de su afiliación a determinada clase, de modo tan eficaz que en verdad creían sinceramente que de un estilo de vida radicalmente diferente resultaría una modificación de los sentimientos. Era éste el más pernicioso y profundo error en que incurrían los modernos pensadores. Había surgido en parte como resultado del individualismo protestante que, presentándose como la contraparte «ideológica» del crecimiento de la libertad de comercio y producción, enseñaba a los hombres a creer que el individuo tenía en sus manos los medios de lograr la felicidad, que la fe y la energía eran suficientes para afianzarla, que todo hombre tenía poder para alcanzar el bienestar espiritual y material, de que sólo a sí mismo había de censurarse, a fin de cuentas, por su debilidad y miseria. En contra de esto, Marx sostenía que la libertad de acción, la panoplia de posibilidades reales entre las que el hombre puede elegir, estaba severamente restringida por la precisa posición que el individuo ocupaba en el mapa social. Todas las nociones de justicia e injusticia, de altruismo y egoísmo, estaban fuera de lugar, puesto que se referían exclusivamente a estados mentales que, si bien en sí mismos eran enteramente auténticos, no constituían más que síntomas de la condición real de quien los tenía. Sólo contaban los actos y, particularmente, el comportamiento objetivo de un grupo, cualesquiera fuesen los motivos subjetivos de sus miembros. A veces, cuando el propio paciente conocía la ciencia de la patología, podía diagnosticar acertadamente su estado, y esto es, sin duda, lo que había de entenderse por auténtica penetración de un filósofo social. Pero, más frecuentemente, el síntoma se presentaba como la única realidad verdadera y ocupaba toda la atención del paciente. Puesto que los síntomas, en este caso, eran estados mentales, eran éstos los que engendraban la falacia, de otro modo inexplicable, de que la realidad poseía un carácter mental o espiritual, o de que cabía modificar la historia por obra de las decisiones aisladas de voluntades humanas no sujetas a cadenas. Los principios y las causas, a menos que se aliaran con intereses reales que provocaran la acción, eran otras tantas frases vacías; conducir a los hombres en su nombre equivalía a alimentarlos con aire, reducirlos a un estado en que, al no ser capaces de aprehender su verdadera situación, se verían sumidos en el caos y la destrucción.
Para modificar el mundo es preciso comprender primero el material con que uno trata. La burguesía, que no desea modificarlo, sino conservar el statu quo, obra y piensa en términos de conceptos que, siendo productos de determinado estadio de su desarrollo, sirven, haciendo abstracción de lo que pretendan ser, como instrumentos de su conservación temporal. El proletariado, cuyo interés consiste en modificarlo, acepta ciegamente todos los atavíos intelectuales del pensamiento de la clase media, nacido de las condiciones y necesidades de ésta, a pesar de que existe una total divergencia de intereses entre ambas clases. Las frases acerca de la justicia y la libertad representan algo más o menos definido cuando las pronuncia el liberal de la clase media, es decir, representan la actitud de éste, por más que se engañe a sí mismo, respecto de su propio estilo de vida, de su real o deseada relación con los miembros de otras clases sociales. Pero son sonidos vacíos cuando las repite el proletario «alienado», puesto que no describen nada que sea real en su vida y sólo traicionan su atontado estado mental, consecuencia del poder hipnótico de las frases que, al confundir los problemas, no sólo dejan de promover su poder de acción, sino que lo estorban y a veces lo paralizan. Por puros que sean sus motivos, los mutualistas, los «verdaderos socialistas», los anarquistas místicos, son por lo tanto enemigos más peligrosos del proletariado que la burguesía, pues ésta es por lo menos un enemigo declarado, de cuyas palabras y hechos los trabajadores pueden aprender a desconfiar. Pero aquellos otros que proclaman su solidaridad con los trabajadores y suponen que siempre existen intereses universales de la humanidad como tales, comunes a todos los hombres —que los hombres tienen intereses independientes de su afiliación a determinada clase, o que trascienden a ésta—, diseminan el error y la oscuridad en el mismo campo proletario, y así lo debilitan para la próxima lucha. Los trabajadores han de entender que el moderno sistema industrial, como cualquier otro sistema social, es dominación de clase mientras la clase gobernante lo necesite para perdurar como clase; sigue siendo un despotismo férreo impuesto por el sistema capitalista de producción y distribución, del cual no puede escapar ningún individuo, sea éste amo o esclavo. Todos los sueños visionarios de libertad humana, de una época en que los hombres serán capaces de desarrollar sus dotes naturales hasta sus más plenas posibilidades, en que vivirán y crearán espontáneamente, en que no dependerán ya de otros, sino que tendrán libertad para obrar o pensar según su voluntad, no son más que una utopía inalcanzable mientras continúe la lucha por el control de los medios de producción. No se trata ya de una lucha estrictamente por los medios de subsistencia, pues los descubrimientos e inventos modernos han abolido la escasez natural, sino que se trata ahora de una escasez artificial creada por la misma lucha por la consecución de nuevos instrumentos, proceso que necesariamente conduce a la centralización del poder mediante la creación de monopolios en un extremo de la escala social y el incremento de la penuria y la degradación en el otro. La guerra entre grupos económicamente determinados divide a los hombres, los ciega a los hechos reales de su situación, los hace esclavos de costumbres y normas que no osan poner en tela de juicio porque ellas se desmoronarían al ser explicadas históricamente; sólo un remedio —la desaparición de la lucha de clases— podrá lograr la supresión de esta brecha cada vez más ancha. Empero, la esencia de una clase consiste en competir con otras clases. De aquí que tal fin sólo puede alcanzarse, no ya mediante la instauración de la igualdad entre las clases —concepción utópica—, sino mediante la abolición total de las mismas clases.
Para Marx, no menos que para los primeros racionalistas, el hombre es potencialmente sabio, creador y libre. Si su carácter se ha degradado más allá de lo imaginable, ello se debe a la larga y embrutecedora guerra en que él y sus antepasados vivieron desde que la sociedad dejó de ser aquel primitivo comunismo a partir del cual, conforme a la antropología corriente, se ha desarrollado. No se obtendrán la paz ni la libertad hasta que semejante estado vuelva a alcanzarse, encarnando, sin embargo, todas las conquistas tecnológicas y espirituales logradas por la humanidad en el transcurso de su largo errar por el desierto. La Revolución Francesa fue un intento de lograr esto mediante la modificación sólo de las formas políticas, lo cual era precisamente lo que necesitaba la burguesía, puesto que ya era dueña de la realidad económica. Y, consecuentemente, cuanto logró hacer (y ésta era, ciertamente, la tarea histórica que le señalaba el estadio de desarrollo a que se había llegado) fue colocar a la burguesía en una posición dominante, al destruir al fin los restos corruptos de un anticuado régimen feudal. Napoleón —de quien nadie puede sospechar que deseara conscientemente liberar a la humanidad— no pudo menos de continuar esta tarea; cualesquiera hayan sido sus motivos personales para obrar como lo hizo, las exigencias de su contorno histórico lo convirtieron inevitablemente en instrumento del cambio social. Por obra suya, como percibió de hecho Hegel, Europa avanzó un paso más hacia la realización de su destino.
La liberación gradual de la humanidad ha seguido una dirección definida, irreversible: toda nueva época se inaugura con la liberación de una clase hasta entonces oprimida, y ninguna clase, una vez destruida, puede retornar. La historia no se desplaza hacia atrás ni en movimientos cíclicos, sino que todas sus conquistas son finales e irrevocables. La mayor parte de las anteriores constituciones ideales carecían de valor porque ignoraban las leyes reales del desarrollo histórico y las reemplazaban por el capricho o la imaginación subjetivos del pensador. El conocimiento de estas leyes es esencial para una eficaz acción política. El mundo antiguo cedió el lugar al medieval, la esclavitud al feudalismo, y el feudalismo a la burguesía industrial. Semejantes transiciones no fueron pacíficas, sino que surgieron de guerras y revoluciones, pues ningún orden establecido cede el lugar sin lucha a su sucesor.
Y ahora sólo un estrato permanece sumergido bajo el nivel del resto, sólo una clase permanece esclavizada, el proletariado sin tierras y sin bienes creado por el avance de la tecnología, que perpetuamente ayuda a las clases que están por encima de él a sacudir el yugo del opresor común y que siempre, una vez ganada la causa común, está condenado a ser oprimido por sus aliados de ayer, la nueva clase victoriosa, por amos que ayer eran esclavos. El proletariado se halla en el más bajo peldaño posible de la escala social: debajo de él no hay ninguna clase y, al llevar a cabo su propia emancipación, emancipará consecuentemente a la humanidad. Cosa que no ocurre con las otras clases; no tiene ninguna intención específica, ningún interés particular que no comparta con todos los hombres como tales; ello, porque ha sido despojado de todo, como no sea de su desnuda humanidad, y, así, su misma destitución lo erige en representante de los seres humanos como tales: aquello a que tiene derecho es lo mínimo a que todos los hombres tienen derecho. Su lucha resulta así no ya una lucha por los derechos naturales de un particular sector de la sociedad, pues los derechos naturales no son más que la formulación ideal de la actitud burguesa frente a la santidad de la propiedad privada; los únicos derechos reales son los que confiere la historia, el derecho de desempeñar el papel históricamente impuesto a la clase a la que uno pertenece. En este sentido, la burguesía tiene plenos derechos a librar su batalla final contra las masas, pero su empeño está desahuciado de antemano: necesariamente ha de sucumbir, como en su hora fue derrotada la nobleza feudal. En cuanto a las masas, luchan por la libertad no porque así lo decidan, sino porque deben hacerlo o, más bien, así lo eligen porque deben hacerlo: luchar es la condición de su supervivencia; el futuro les pertenece y, al luchar por él, luchan, como toda clase en ascenso, contra un enemigo destinado a perecer y, por lo tanto, luchan por toda la humanidad. Pero al paso que todas las otras victorias llevaban al poder a una clase sentenciada a desaparecer al fin, a este conflicto no sucederá ningún otro, pues está destinado a acabar con la condición de todas esas luchas al abolir las clases como tales, al disolver el mismo estado, hasta entonces instrumento de una clase única, en una sociedad libre porque en ella no hay clases. Ha de hacerse comprender al proletariado que no es posible ninguna transacción verdadera con el enemigo, que, si bien puede concertar con éste alianzas temporales a fin de derrotar a un adversario común, en última instancia ha de volverse contra él. En los países rezagados, donde la misma burguesía está aún luchando por el poder, el proletariado ha de confundir su suerte con la de ésta y ha de preguntarse qué se ve forzado a hacer en esa situación particular y no discutir cuáles puedan ser los ideales de la burguesía; ha de adaptar, pues, su táctica a esa particular situación. Y aunque la historia está determinada —y la victoria pertenecerá, por lo tanto, a la clase ascendente, quiéralo o no cualquier individuo dado—, dependerá de la iniciativa humana, del grado de comprensión que las masas tengan de su tarea y de la valentía y eficiencia de sus conductores el que sea más o menos breve el plazo en que ello ocurra, mayor o menor la eficiencia o falta de sufrimiento con que ello se lleve a cabo y la medida en que ello esté en concordancia con la voluntad popular consciente.
Tornar esto claro y educar a las masas para el cumplimiento de su destino es, consecuentemente, según Marx, el deber inexcusable de un filósofo contemporáneo. Empero, a menudo se ha preguntado, ¿cómo puede deducirse un precepto moral, un mandamiento, de la verdad de una teoría de la historia? El materialismo histórico puede explicar lo que de hecho ocurre, pero no puede, precisamente porque sólo le concierne lo que es, proporcionar una respuesta a problemas morales, esto es, decirnos qué debe ser. Marx no rechazó explícitamente esta distinción, que fue puesta en la palestra de la atención filosófica por Hume y Kant, pero parece claro que para él (sigue en esto a Hegel) los juicios sobre los hechos no pueden distinguirse netamente de los de valor, pues todos los juicios que emite el hombre están condicionados por la actividad práctica en un medio social determinado, la cual, a su vez, se identifica con las funciones del estadio alcanzado por la clase a que uno pertenece; las opiniones de uno acerca de lo que uno cree que existe y de lo que uno desea hacer con ello se modifican recíprocamente. Si los juicios éticos pretenden una validez objetiva, han de ser susceptibles de definirse en términos de actividades empíricas y de verificarse con referencia a éstas. No reconocía la existencia de una razón moral o intuición moral no empírica, puramente contemplativa. El único modo en que es posible mostrar que algo es bueno o malo, justo o injusto, consiste en demostrar que está en acuerdo o desacuerdo con el proceso histórico, es decir, con la actividad colectiva y progresiva de los hombres, que lo favorece o lo entorpece, que sobrevivirá o perecerá inevitablemente. Todas las causas permanentemente perdidas o sentenciadas al fracaso vienen a ser, por este mismo hecho, malas e injustas, y, en efecto, esto es lo que constituye el significado, en el ascenso complejo de la humanidad, determinado históricamente, de tales términos. Empero, es éste un peligroso criterio empírico, puesto que causas que pueden aparecer perdidas acaso sólo hayan sufrido un retroceso temporal, y en última instancia prevalecerán.
Su opinión de la verdad en general deriva directamente de esta posición. A menudo se le acusa de sostener que, puesto que un hombre está enteramente determinado a pensar como lo hace por su contorno social, aun cuando algunas de sus afirmaciones sean objetivamente verdaderas, no puede saberlo al estar condicionado a pensarlas verdaderas por obra de las causas materiales y no por la verdad que en ellas hay. Las enunciaciones de Marx sobre el particular son en cierto modo vagas; pero en general habría aceptado la interpretación normal de lo que se significa cuando se dice que una teoría o una proposición de la ciencia natural o de la experiencia sensorial ordinaria es verdadera o falsa. Pero escaso interés le despertaba este punto, relativo al tipo más común de verdad discutida por los filósofos modernos. Lo que le interesaba eran las razones en cuya virtud los veredictos históricos, morales, sociales, se consideran verdaderos o falsos, allí donde las argumentaciones entre los oponentes no suelen fundarse directamente en hechos empíricos accesibles a uno y otro. Habría convenido en que la mera proposición de que Napoleón murió en el exilio hubiera sido aceptada como igualmente verdadera por un historiador burgués y por otro socialista. Pero hubiera añadido que ningún historiador verdadero se limita a una lista de sucesos y fechas, que lo plausible de su explicación del pasado, su pretensión de hacer algo más que una desnuda crónica, dependen por lo menos de la elección de los conceptos fundamentales, del poder para subrayar lo importante y conectarlo adecuadamente con lo accidental, que el mismo proceso de selección del material traiciona una inclinación a cargar el acento en este o aquel suceso o acción, al que calificará de importante o trivial, de adverso o favorable al progreso humano, de bueno o malo. Y en esta tendencia se revelan de modo aparentemente claro el origen social, el medio ambiente, la afiliación a una clase y los intereses del historiador.
Esta actitud parece subyacer al punto de vista hegeliano, según el cual la racionalidad se implica con el conocimiento de las leyes de la necesidad. Marx apenas se embarca nunca en análisis filosóficos. El contenido general de sus teorías del conocimiento, de la ética, de la política, ha de inferirse de observaciones dispersas y de lo que da por supuesto o acepta sin cuestionar. Su uso de nociones tales como libertad o racionalidad, su terminología ética, parecen descansar en algún tipo de punto de vista como el siguiente (éste no puede citarse por capítulo o línea, pero sus discípulos ortodoxos, Plejánov, Kautsky, Lenin, Trotsky, y sus seguidores más independientes como Lukács y Gramsci, lo encarnan en su obra): si uno sabe en qué dirección avanza el proceso mundial, podrá identificarse o no con él; si no lo hace, si lucha contra él, está forjando su propia y cierta destrucción, pues necesariamente lo derrotará el avance inexorable de la historia. Optar deliberadamente por esta actitud equivale a comportarse irracionalmente. Sólo un ser cabalmente racional tiene entera libertad para elegir entre dos alternativas, y si una de éstas conduce al ser humano irresistiblemente a la propia destrucción, éste no puede elegirla libremente, porque decir que un acto es libre, como Marx emplea el término, es negar que sea contrario a la razón. La burguesía como clase está ciertamente condenada a la desaparición, pero los miembros individuales de ella pueden seguir a la razón y salvarse (como Marx bien podría haber dicho que hizo personalmente), abandonándola antes de su desmoronamiento final. La verdadera libertad será inalcanzable mientras la sociedad no se torne racional, esto es, mientras no supere las contradicciones que dan nacimiento a ilusiones y distorsionan la comprensión tanto de amos como de esclavos. Pero los hombres pueden trabajar por el mundo libre descubriendo el verdadero estado del equilibrio de fuerzas y actuando de conformidad con éste; así, el sendero que lleva a la libertad implica el conocimiento de la necesidad histórica. El empleo por parte de Marx de palabras como «justo», o «libre», o «racional», cuando no cae insensiblemente en su significación ordinaria, debe su apariencia excéntrica al hecho de que deriva de sus opiniones metafísicas y, por lo tanto, difiere mucho del sentido que se le atribuye en la conversación común, sentido con el que se comunica y registra algo que para Marx tiene escasísimo interés: la experiencia subjetiva de individuos pervertidos por la clase a la que pertenecen, sus estados anímicos o físicos tales como los revelan los sentidos o la conciencia que de sí mismos tienen.
Queda así perfilada la teoría de la historia y la sociedad que constituye la base metafísica, a menudo implícita, del comunismo. Trátase de una doctrina vasta y comprensiva que deriva su estructura y conceptos básicos de Hegel y de los jóvenes hegelianos, sus principios dinámicos de Saint-Simon, su creencia en la primacía de la materia de Feuerbach y su visión del proletariado de la tradición comunista francesa. No obstante, es enteramente original; la combinación de elementos no constituye en este caso sincretismo, sino que forma un sistema coherente, audaz, con las vastas proporciones y la maciza calidad arquitectónica que son a la vez el mayor orgullo y el defecto fatal de todas las formas del pensamiento hegeliano. Pero no le cabe a Marx el reproche que se ha hecho a Hegel por su actitud atolondrada y menospreciativa hacia los resultados de la investigación científica de su tiempo; por el contrario, intenta seguir la dirección indicada por las ciencias empíricas e incorporar al sistema sus resultados generales. La praxis de Marx no siempre se conformó a este ideal teorético, y aún menos lo hizo a veces la de sus seguidores; si bien no los distorsiona realmente, los hechos sufren a veces bajo su pluma transformaciones peculiares cuando se empeña en ajustarlos al intrincado esquema dialéctico. No se trata en modo alguno de una teoría cabalmente empírica, ya que no se limita a la descripción de los fenómenos ni a la formulación de hipótesis concernientes a su estructura y comportamiento; la doctrina marxista del movimiento que se desarrolla en colisiones dialécticas no es una hipótesis que pueda hacerse más o menos probable por la evidencia de los hechos, sino un módulo descubierto por un método histórico no empírico cuya validez no se pone en tela de juicio. Negarla equivaldría, de acuerdo con Marx, a volver al materialismo «vulgar», el cual, al ignorar los decisivos descubrimientos de Hegel y Kant sólo reconoce como reales aquellas conexiones susceptibles de ser corregidas por la evidencia de los sentidos físicos.
Por la agudeza y claridad con que formula sus problemas, por el rigor del método mediante el cual propone buscar las soluciones, por la combinación de atención por el detalle y poder de vasta generalización comprensiva, esta teoría no tiene paralelos. Aun cuando todas sus conclusiones específicas se revelaran falsas, no tendría par su importancia por haber creado una actitud enteramente nueva ante los problemas históricos y sociales, y haber abierto así nuevas avenidas al conocimiento humano. El estudio científico de las relaciones económicas en su evolución histórica, así como de su relación con otros aspectos de la vida de las comunidades e individuos, comenzó con la aplicación de los cánones marxistas de interpretación. Anteriores pensadores —por ejemplo, Vico, Hegel, Saint-Simon— trazaron esquemas generales, pero sus resultados directos, encarnados, por ejemplo, en los sistemas gigantescos de Comte o Spencer, son a la vez demasiado abstractos y demasiado vagos y se los recuerda en nuestro tiempo sólo por los historiadores de las ideas. El verdadero padre de la historia económica moderna y, ciertamente, de la moderna sociología, es, en la medida en que cualquier hombre pueda aspirar a ese título, Karl Marx. Si el haber convertido en verdades trilladas lo que antes habían sido paradojas es un signo de genio, Marx estaba ricamente dotado de él. Sus realizaciones en esta esfera se ignoran necesariamente en la misma medida en que las consecuencias de las mismas han venido a formar parte del permanente telón de fondo del pensamiento civilizado.



 PUNTO Y APARTE


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