«EL DOCTOR TERROR ROJO»
Somos lo que somos por obra de
él; sin él, estaríamos aún hundidos en un cenagal de confusión.
FRIEDRICH ENGELS, 1883
El primer volumen de Das Kapital se publicó al fin en 1867.
La aparición de este libro señaló un acontecimiento decisivo en la historia del
socialismo internacional y en la propia vida de Marx. La obra completa estaba
concebida como un tratado comprensivo acerca de las leyes y morfología de la
organización económica de la sociedad moderna, y procuraba describir los
procesos de producción, intercambio y distribución tal como realmente se
verifican, a fin de explicar su condición actual como un estadio particular del
desarrollo encarnado por el movimiento de la lucha de clases, y, para decirlo
con las propias palabras de Marx, «a fin de descubrir la ley económica del
movimiento de la sociedad moderna» determinando las leyes naturales que
gobiernan la historia de las clases. El resultado[12] fue una
amalgama original de teoría económica, historia, sociología y propaganda que no
encaja en ninguna de las categorías aceptadas. El propio Marx lo consideraba
primariamente un tratado de ciencia económica. Según él, los anteriores
economistas no habían percibido la naturaleza de las leyes económicas cuando
las comparaban con las leyes de la física y la química y suponían que, si bien
pueden modificarse las condiciones sociales, son inmutables las leyes que las
gobiernan; con el resultado de que sus sistemas, o bien se aplican a mundos
imaginarios poblados por hombres económicos idealizados y modelados según los
propios contemporáneos del escritor y, por lo tanto, habitualmente compuestos
de ciertas características que sólo alcanzaron prominencias en los siglos XVIII
y XIX, o bien describen sociedades que, aun en el caso de que alguna vez hayan
sido reales, hace tiempo que han desaparecido. Por ello concibió su tarea como
la creación de un nuevo sistema de conceptos y definiciones que tuvieran
definida aplicación al mundo contemporáneo, y construido de modo tal que
reflejara la cambiante estructura de la vida económica en relación no sólo con
su pasado, sino también con su futuro. En el primer volumen Marx procuró
ofrecer una exposición sistemática de ciertos teoremas básicos de la ciencia
económica y, más específicamente, describir el surgimiento del nuevo sistema industrial
como consecuencia de las nuevas relaciones entre los patronos y el trabajo
creadas por efecto del progreso tecnológico en los métodos de producción.
El primer volumen trata, pues,
del proceso productivo, esto es, por un lado, de las relaciones entre la
máquina y el trabajo, y por otro, de aquéllas entre los productores reales, es
decir, los obreros y quienes los emplean y dirigen. Los restantes volúmenes,
publicados por sus albaceas después de su muerte, tratan sobre todo del impacto
sobre la teoría del valor de la circulación del producto acabado, que ha de
obtenerse antes de que pueda realizarse su valor, del sistema de intercambio y
de la maquinaria financiera que él implica, así como de las relaciones entre
productores y consumidores, las cuales determinan los precios, la tasa de
interés y beneficio.
La tesis general expuesta a lo
largo de toda la obra es la anunciada en el Manifiesto
comunista y en los primeros escritos económicos de Marx[13].
Reposa en tres suposiciones fundamentales: a)
que la economía política busca explicar quién obtiene qué mercancías, servicios
o posición, y por qué; b) que, por lo
tanto, no es una ciencia que trate de objetos inanimados —mercancías—, sino de
personas y de sus actividades, y ha de ser interpretada en términos de las
reglas que gobiernan la economía capitalista de mercado y no según leyes
pseudoobjetivas más allá del control humano, tales como las de la oferta y la
demanda, que gobiernan el mundo de los objetos naturales —objetos cuyo
comportamiento es, de alguna manera, externo a las vidas de los hombres, que
contemplan este proceso como un orden eterno, natural, ante el cual los hombres
deben resignarse puesto que son incapaces de alterarlo. Esta ilusión o «falsa
conciencia» es lo que denomina «fetichismo de las mercancías»—; c) que el factor decisivo del
comportamiento social en los tiempos modernos es la industrialización, con el
aditamento de que la primera y más cabal forma de ella —la revolución
industrial inglesa— ofrece al estudioso el mejor ejemplo de un proceso que, con
el tiempo, tendrá lugar en todas partes. Marx rastrea el ascenso del moderno
proletariado, correlacionando con él el desarrollo general de los medios
técnicos de producción. Cuando en el curso de la evolución gradual de éstos,
cada hombre no puede ya crear para su propio uso tales medios y nace entonces
la división del trabajo, ciertos individuos (como enseñara Saint-Simon), debido
a su superior habilidad, poder y espíritu de empresa, adquieren el control
total de tales instrumentos y herramientas y vienen a hallarse así en una
situación en la que pueden alquilar el trabajo de otros mediante una
combinación de amenazas de privarles de los medios de vida y de ofrecimientos
de darles más, bajo la forma de una remuneración regular, que lo que recibirían
como productores independientes que intentan en vano alcanzar los mismos
resultados con las anticuadas herramientas que poseen. Como resultado de vender
el trabajo a otros, estos hombres se convierten en otras tantas mercancías en
el mercado económico y su poder de trabajo adquiere un precio definido que
fluctúa precisamente como el de las otras mercancías.
Una mercancía es cualquier objeto
en una economía de mercado que encarne trabajo humano y por el que haya demanda
social. Es así un concepto que, como Marx cuidadosamente señala, puede
aplicarse sólo en un estadio relativamente tardío del desarrollo social, y no
es más eterno que cualquier otra categoría económica. Supónese que el valor
comercial de una mercancía lo determina directamente —ésta es la conclusión de
su argumento— el número de horas de trabajo humano socialmente necesario, esto
es, el tiempo que lleva a un productor medio crear un espécimen medio de su
clase (punto de vista derivado de una doctrina en cierto modo similar sustentada
por Ricardo y los economistas clásicos). El día de trabajo de un obrero puede
muy bien producir un objeto que posea un valor mayor que el valor de la
cantidad mínima de mercancías que él necesita para cubrir sus necesidades
inmediatas; produce así algo más valioso en el mercado que lo que consume; de
hecho, si no fuera así, su patrono no tendría ninguna razón económica para
emplearlo. Como una mercancía en el mercado, el poder de trabajo de un hombre
puede adquirirse por una cantidad X, que representa la suma mínima requerida
para mantenerlo suficientemente saludable de modo que pueda cumplir
eficientemente su tarea y reproducirse; las mercancías que produce se venderán
por una cantidad y; la cantidad y-x
representa la cifra en que acrecentó la riqueza total de la sociedad, y éste es
el residuo que su patrono se embolsa. Aun después de que se descuente una
razonable recompensa del propio trabajo del patrono en su carácter de
organizador y empresario de los procesos de producción y distribución, siempre
queda un definido residuo del ingreso social que, bajo la forma de renta,
interés o inversiones, o de beneficio comercial, lo comparten, según Marx, no
ya la sociedad como un todo, sino aquellos miembros de ella llamados
capitalistas o clase burguesa, quienes se distinguen del resto por el hecho de
que sólo ellos, en su condición de dueños únicos de los medios de producción,
obtienen y acumulan ese incremento que no han ganado.
Ya se interprete el concepto de
valor de Marx como una norma media, en torno de la cual oscilan los precios
reales de las mercancías, o bien como un límite ideal hacia el que éstos
tienden, o bien como aquello hacia lo que los precios deben tender en un
sentido no especificado, o bien como un elemento en la explicación sociológica
de lo que constituye y satisface los intereses materiales de los hombres en la
sociedad, o bien como algo más metafísico —una esencia impalpable infundida a
la materia bruta por el poder creador del trabajo humano—, o bien, como han
sostenido críticos adversos, una conjunción de todo esto; y por otro lado, a
pesar del hecho de que la noción de una entidad uniforme denominada trabajo
humano indiferenciado (que, de acuerdo con la teoría, constituye el valor
económico), cuyas diferentes manifestaciones pueden compararse sólo en términos
de cantidad, sea o no sea válida —y no resulta fácil defender el uso que hace
Marx de todos estos conceptos—, la teoría de la explotación en ellos basada no
sufre mayor desmedro. La tesis central que excitó tan vehementemente a los trabajadores,
quienes en su mayoría no comprendían la maraña de los argumentos generales de
Marx acerca de la relación entre el valor de intercambio y los precios reales,
consiste en que sólo hay una clase, la suya propia, que produce más riqueza que
la que consume, y que otros hombres se apropian de este residuo simplemente en
virtud de su posición estratégica como únicos poseedores de los medios de
producción, a saber, recursos naturales, maquinarias, transportes, crédito
financiero, etc., sin los cuales los obreros no pueden crear, al paso que el
control de dichos medios confiere a quienes lo ostentan el poder de hacer morir
de hambre al resto de la humanidad y obligarla a capitular conforme a las
condiciones por ellos impuestas.
Las instituciones políticas,
sociales, religiosas y legales de la era capitalista vienen a ser otras tantas
armas morales e intelectuales destinadas a organizar el mundo en interés de los
patronos. Estos emplean, por encima y más allá de los productores de
mercancías, es decir, el proletariado, todo un ejército de ideólogos:
propagandistas, intérpretes y apologistas que defienden el sistema capitalista,
lo embellecen y crean para él monumentos literarios y artísticos, como el mejor
medio de aumentar la confianza y el optimismo de aquellos que se benefician
bajo él, así como de hacerlo aparecer más aceptable a sus víctimas, según la
frase de Rousseau, de «cubrir sus cadenas con guirnaldas de flores». Pero si el
desarrollo de la tecnología confirió, según Saint-Simon descubrió correctamente,
por un período este poder único a los terratenientes, industriales y
financieros, su incontrolable avance acabará por destruirlos inevitablemente.
Ya Fourier, y después de él
Proudhon, habían clamado contra los procesos en cuya virtud los grandes banqueros
y manufactureros, validos de sus recursos superiores, tienden a eliminar del
mercado económico a los pequeños comerciantes y artesanos, creando así una
clase de individuos descontentos, déclassés,
que automáticamente se ven obligados a entrar en las filas del proletariado.
Pero el capitalista es, en su día, una necesidad histórica. Extrae una
plusvalía y acumula; esto es indispensable para la industrialización y así él
es en la historia un agente de progreso. «Fanáticamente empeñado en acrecentar
el valor, obliga de modo implacable a la raza humana a producir por la misma
producción». Puede hacer esto brutalmente y por motivos puramente egoístas;
pero en el curso de este proceso «crea aquellas condiciones materiales que son
las únicas capaces de constituir los cimientos reales de una forma más alta de
sociedad, cuyo principio dominante es el cabal y libre desarrollo de todos los
hombres». Ya antes había rendido tributo en el Manifiesto comunista al papel progresista de la industrialización.
La burguesía —escribió— no puede
existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de
producción y, por ende, las relaciones de producción y, por consiguiente, todas
las relaciones sociales. La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta
apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes
y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de
las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la
química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el
ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de
continentes enteros, la apertura de los ríos a la navegación, poblaciones
enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los
siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas
dormitasen en el seno del trabajo social?
Pero el capitalista habrá
desempeñado su papel y entonces será reemplazado. Lo destruirán sus propias
características esenciales de acumulador. La competencia implacable entre
capitalistas individuales que procuran incrementar la cantidad de plusvalía,
así como la necesidad, consecuencia natural de esto, de reducir el costo de
producción y de hallar nuevos mercados, están destinadas a llevar a una fusión
cada vez mayor de las firmas rivales, esto es, a un incesante proceso de
amalgama, hasta que sólo subsistan los grupos mayores y más poderosos y todos
los demás queden reducidos a una posición de dependencia o semidependencia en
la nueva jerarquía industrial centralizada, la cual gobernará una concentración
de maquinarias productoras y distribuidoras que crecerá cada vez más rápido. La
centralización es un producto directo de la racionalización, de la acrecentada
eficiencia en la producción y el transporte asegurada por la mancomunidad de
recursos, de la formación de grandes trusts
capaces de una planeada coordinación. Los trabajadores, antes dispersos en
muchas empresas pequeñas, y reforzadas sus filas por el continuo aflujo de los
hijos e hijas de los pequeños comerciantes manufactureros arruinados, se ven
automáticamente unidos en un único ejército proletario, siempre creciente, por
los mismos procesos de integración en el trabajo que se verifican entre sus
amos. Su poderío como organismo político y económico, cada vez más consciente
de su papel y recursos históricos, va aumentando consecuentemente. Ya los
sindicatos, que se desarrollan a la sombra del sistema fabril, representan en
las manos del proletario un arma mucho más potente que cualquier otra que haya
existido antes. El proceso de expansión industrial tenderá a organizar la
sociedad en la forma de una inmensa pirámide, con muy pocos capitalistas cada
vez más poderosos en la cúspide, y una vasta, descontenta, masa de obreros
explotados y esclavos coloniales en la base. Cuanto más reemplace la máquina el
trabajo humano, más baja será la tasa de beneficio, puesto que sólo el último
determina la tasa de «plusvalía». La lucha entre los capitalistas y sus países,
que están en efecto dominados por ellos, se tornará cada vez más implacable,
puesto que está enlazada a un sistema de competencia libre de trabas, bajo el
cual cada capitalista sólo puede sobrevivir superando y destruyendo a sus
rivales[14].
Dentro de la estructura del
capitalismo y de la empresa privada no fiscalizada, no cabe convertir en
racionales estos procesos, puesto que los intereses protegidos por la ley,
sobre los que descansa la sociedad capitalista, dependen para su supervivencia
de la libre competencia, si no entre productores individuales, por lo menos
entre grandes empresas y monopolios. La tendencia inexorable del progreso
tecnológico a formas de producción crecientemente colectiva entrará en
conflicto cada vez más violento con las formas individuales de distribución,
esto es, con el control privado y la propiedad privada. Las grandes empresas,
que Marx fue uno de los primeros en prever, destruirán con sus aliados
militares el laissez-faire y el
individualismo. Empero, Marx no admitía que las consecuencias del crecimiento
de control estatal o de la resistencia democrática, ni tampoco el desarrollo
del nacionalismo político como fuerza capaz de transformar el desenvolvimiento
del mismo capitalismo, fuesen un obstáculo para la explotación no fiscalizada o
un baluarte para aquel sector de la burguesía que iría empobreciéndose
gradualmente y que concertaría una alianza con la reacción, en su desesperada
ansiedad por eludir su destino marxista: el descenso al proletariado. En otras
palabras, no prevé el fascismo ni la guerra estatal.
Su clasificación de los estratos
sociales en aristocracia militar feudal que va haciéndose anticuada, burguesía
industrial, pequeña burguesía, proletariado y ese ocasional desecho que vive en
el borde de la sociedad y al que llama lumpenproletariat
—clasificación fructífera y original para su tiempo— simplifica en demasía los
problemas cuando se la aplica mecánicamente al siglo XX. Requiérese un
instrumento más elaborado, aunque sólo sea para explicar la conducta
independiente de las clases, como la semiarruinada pequeña burguesía, la
creciente clase media inferior asalariada y, sobre todo, la vasta población
agrícola, clases a las que Marx consideraba naturalmente reaccionarias, pero
obligadas, por su creciente pauperización, a descender al nivel del
proletariado o a ofrecer sus servicios como mercenarios a su protagonista, la
burguesía industrial. La historia de la posguerra europea, por lo menos en
Occidente, ha de ser considerablemente distorsionada antes de que quepa
adaptarla a este esquema.
Marx profetizó que las crisis
periódicas debidas a la ausencia de planeamiento económico y a la contienda
industrial no fiscalizada se tornarían necesariamente más frecuentes y agudas.
Las guerras en una escala hasta entonces sin precedentes devastarían el mundo
civilizado hasta que al fin las contradicciones hegelianas de un sistema cuya
permanencia depende de conflictos cada vez más destructores entre sus partes
constituyentes, obtendrían una violenta solución. El grupo siempre decreciente de
capitalistas que ostentan el poder había de ser derribado por los trabajadores
a quienes ellos mismos habrían organizado eficientemente en un cuerpo compacto
y disciplinado. Con la desaparición de la última clase poseedora, se alcanzaría
el fin capital de la guerra de clases y con ella el último obstáculo para
superar la escasez económica, y en consecuencia el conflicto social y la
miseria y degradación humanas.
En un celebrado pasaje del
capítulo XXII del primer volumen de Das
Kapital declara:
A la par con la disminución
constante del número de los magnates del capital, que usurpan y monopolizan
todas las ventajas de este proceso de transformación, aumenta la masa de la
miseria, de la opresión, de la esclavitud, de la degradación y de la
explotación; pero aumenta también la indignación de la clase obrera, que
constantemente crece en número, se instruye, unifica y organiza por el propio
mecanismo del proceso capitalista de producción… La centralización de los
medios de producción y la socialización del trabajo llegan a tal punto que se
hacen incompatibles con su envoltura capitalista. Ésta se rompe. Le llega la
hora a la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.
El Estado, ese instrumento
mediante el cual mantiene artificialmente su autoridad la clase gobernante, al
haber perdido su función, ha de desaparecer. Marx dejó claro, en el Manifiesto comunista de 1847-48, y de
nuevo en 1850 y en 1852, que el Estado no desaparecerá inmediatamente, ha de
producirse un período de transformación revolucionaria que vaya del capitalismo
al comunismo. En este período transitorio ha de preservarse la autoridad del
Estado, de hecho ha de reforzarse, pero ahora estará controlado totalmente por
los trabajadores, una vez se conviertan en la clase dominante. De hecho (por
utilizar la fórmula de uno de sus últimos escritos), en la primera fase de la
revolución, el Estado será «la dictadura revolucionaria del proletariado». En
este período, antes de la superación de la escasez económica, la gratificación
de los trabajadores habrá de ser proporcional al trabajo que proporcionen. Pero
una vez que «el despliegue completo del individuo» ha creado una sociedad en la
cual «fluyan abundantes los manantiales de la riqueza cooperativa», se
alcanzará el objetivo comunista. Entonces, y no antes, la entera comunidad,
pintada al par con colores demasiado simples y demasiado fantásticos por los
utópicos del pasado, ha de realizarse por fin, una comunidad en que no habrá ni
amos ni esclavos, ni ricos ni pobres, en la que las mercancías del mundo, al
ser producidas de conformidad con la demanda social no trabada por el capricho
de los individuos, no se distribuirán por cierto igualmente —noción torpemente
tomada por los trabajadores de los ideólogos liberales, con su concepto utilitario
de la justicia como igualdad aritmética—, sino racionalmente, esto es,
desigualmente; pues así como la capacidad y necesidades de los hombres son
desiguales, sus recompensas, si han de ser justas, deben, según la fórmula
posterior de la Crítica del programa de Gotha, de 1875,
aumentar «¡De cada cual según su capacidad; a cada cual, según sus
necesidades!». Los hombres, emancipados al fin de la doble tiranía de la
naturaleza y de las instituciones mal adaptadas y mal fiscalizadas y, por lo
tanto, opresivas, serán capacitados para desarrollar sus potencialidades al
máximo. La historia dejará de ser la sucesión de una clase explotadora tras
otra. Cesará la subordinación a la división del trabajo. La verdadera libertad,
tan oscuramente vislumbrada por Hegel, se realizará al fin. Sólo entonces
comenzará la historia humana verdadera.
La publicación de Das Kapital había proporcionado una
definida base intelectual al socialismo internacional, en lugar de una dispersa
serie de ideas vagamente enunciadas y que entraban en conflicto entre sí. La
interdependencia de las tesis históricas, económicas y políticas, predicadas
por Marx y Engels, se hizo patente en esta monumental compilación y se
convirtió en el objetivo central de ataque y defensa. Todas las formas subsiguientes
del socialismo se definieron, a partir de entonces, según los términos de la
actitud que adoptaran respecto de la posición allí defendida, y se las
comprendió y clasificó según su semejanza con ella. Después de un breve período
de oscuridad, la fama de Marx comenzó a crecer extraordinariamente. Su obra
adquirió una significación simbólica más vasta que la de cualquier otra cosa
que se hubiera escrito desde la edad de la fe. Fue ciegamente adorada y
ciegamente odiada por millones de personas que no habían leído ni una línea de
ella, o habían leído, sin comprenderla, su, a veces, oscura y tortuosa prosa.
En su nombre se hicieron (y se hacen) revoluciones; las contrarrevoluciones se
concentraron (y se concentran) en el intento de suprimirla como la más potente
e insidiosa de las armas del enemigo. Instituyóse un nuevo orden social que
profesa sus principios y ve en ella la expresión final e inalterable de su fe.
Ha dado vida a un ejército de intérpretes y casuistas cuyo incesante trabajo
por espacio de casi un siglo la ha sepultado bajo una montaña de comentarios
que han aumentado la influencia del mismo texto sagrado.
En la vida de Marx señaló un
momento decisivo. La concibió como su contribución más grande a la emancipación
de la humanidad y a ella sacrificó quince años de su vida y mucha de su
ambición pública. Fue verdaderamente prodigioso el trabajo de Marx para
rematarla. Por ella soportó la pobreza, las enfermedades y la persecución
pública y personal, cosa que por cierto no padeció alegremente, pero sí con
íntegro estoicismo, cuya fuerza y aspereza conmovían y aterraban a quienes
entraban en contacto con él.
Dedicó su libro a la memoria de
Wilhelm Wolff, un comunista de Silesia que había sido su devoto seguidor desde
1848 y que había muerto recientemente en Manchester. El volumen publicado
constituía la primera parte de la obra proyectada, y el resto era un montón
confuso de notas, referencias y esquemas. Envió ejemplares a sus viejos
camaradas, a Freiligrath, quien lo felicitó por haber producido una útil obra
de consulta, y a Feuerbach, que lo halló «rico en innegables hechos de la más
interesante, pero, al mismo tiempo, más horrible naturaleza». Ruge lo hizo
objeto de un elogio más discriminado, y obtuvo por lo menos una reseña crítica
en Inglaterra, en el Saturday Review,
que extrañamente observa: «La presentación del tema reviste de cierto encanto
peculiar a las más áridas cuestiones económicas». Llamó más la atención en
Alemania, donde los amigos de Marx, Liebknecht y Kugelmann, médico de Hannover
que había concebido inmensa admiración por él, le hicieron una vigorosa
propaganda. En particular Joseph Dietzgen, zapatero autodidacta alemán de San
Petersburgo, que se convirtió en uno de los más ardientes discípulos de Marx,
hizo mucho por divulgarla entre las masas alemanas.
El apetito científico de Marx no
había disminuido desde los días de París. Creía en el estudio y severamente
empujaba a sus reacios secuaces a la sala de lectura del Museo Británico.
Liebknecht escribe en sus memorias cómo día tras día podía verse a la «flor y
nata del comunismo internacional» apaciblemente sentada ante los pupitres de la
sala de lectura, bajo el ojo del mismo maestro. Y por cierto, ningún movimiento
político o social había subrayado de modo tal la importancia de la erudición y
de la investigación. La extensión de las lecturas de Marx queda en cierto modo
indicada en las referencias que aparecen en sus obras, en las que explora
oscuras sendas desviadas de las literaturas antigua, medieval y moderna. El
texto aparece literalmente salpicado de notas a pie de página, largas, mordaces
y aniquiladoras, que recuerdan el clásico uso que Gibbon hacía de este arma.
Los adversarios a quienes las dirige son en su mayor parte nombres hoy
olvidados, pero ocasionalmente apunta sus flechas a figuras conocidas; ataca a
Macaulay, a Gladstone y a uno o dos prominentes economistas académicos de la
época con una salvaje intensidad que inaugura una nueva época en la técnica del
vituperio público y que creó la escuela de polemistas socialistas que modificó
el carácter general de la controversia política. Casi no hay elogios en el
libro. Rinde el tributo más cálido a los inspectores fabriles británicos, cuyos
informes valientes e imparciales acerca de las aterradoras condiciones de que eran
testigos, así como de los medios adoptados por los dueños de las fábricas para
eludir la ley, constituyen para Marx el único fenómeno honroso registrado en la
historia de la sociedad burguesa. Marx revolucionó la técnica de la
investigación social por el uso que hizo de los Libros azules e informes
oficiales, hasta el punto de que pretendía fundamentar en ellos la mayor parte
de su minuciosa acusación al industrialismo moderno.
Después de su muerte, Engels, que
publicó los volúmenes segundo y tercero de Das
Kapital, halló el manuscrito en un estado mucho más caótico de lo que se
esperaba. El año en que apareció el primer volumen señala el momento decisivo
en la vida de Marx. Sus opiniones durante los restantes dieciséis años de vida
apenas se modificaron; añadía, revisaba, corregía, escribía folletos y cartas,
pero no publicó nada que fuera nuevo; reiteró incansablemente la vieja
posición, si bien el tono era más suave y se discernía entonces una débil nota
casi de quejumbrosa compasión de sí mismo, totalmente ausente antes. Se atenuó
su creencia en la proximidad y hasta en la inevitabilidad última de una
revolución mundial. Sus profecías lo habían defraudado demasiado a menudo:
había predicho confiadamente una gran conmoción en 1842, durante un levantamiento
de los tejedores de Silesia, y hasta había incitado a Heine a escribir el
famoso poema sobre el suceso, que publicó en su diario de París; también en
1851, 1857 y 1872 esperó estallidos revolucionarios que no tuvieron lugar. Sus
profecías acerca del descenso de las tasas de beneficio, de la concentración de
la propiedad de la industria y la tierra en manos privadas, de la declinación
del nivel de vida del proletariado, de la íntima relación entre capitalismo y
nacionalismo, no se cumplieron en su totalidad en este siglo, al menos en la
forma en que anticipó estos desarrollos. Por otro lado, veía muchas cosas que
otros no veían: la concentración y centralización del control de recursos
económicos, la creciente incompatibilidad entre los métodos de producción de
las grandes empresas y los antiguos métodos de distribución, así como la
repercusión social y política de este hecho; el efecto de la industrialización
de la ciencia, sobre los métodos de guerra, y la rápida y radical
transformación del estilo de vida que todo ello originaría. Además fue uno de
los observadores políticos más agudos: después de la anexión de Alsacia y
Lorena por parte de Prusia, vaticinó que ello arrojaría a Francia en brazos de
Rusia y provocaría así la
Primera Guerra Mundial. En sus últimos años, admitía que la
revolución acaso no se produjera tan pronto como él y Engels habían calculado
antes y, en algunos países, principalmente en Inglaterra, donde en aquel tiempo
no había un ejército real ni una burocracia real, no era inevitable, tan sólo
«posible»: bien podía no ocurrir en modo alguno, el comunismo podría alcanzarse
por medios evolutivos, «si bien —añadió enigmáticamente— la historia indica lo
contrario». Aún no contaba cincuenta años cuando comenzó a apaciguarse. Había
terminado el período heroico.
Das Kapital granjeó a su autor una nueva
reputación. Sus libros anteriores no habían producido casi ningún efecto ni
siquiera en los países de habla alemana, pero se escribieron reseñas críticas
de la nueva obra y se la discutió hasta en Rusia y España. En los diez años
subsiguientes se la tradujo al fiancés, al inglés, al ruso, al italiano; y el
propio Bakunin se ofreció cortésmente a traducirla al ruso. Pero, y en el caso
de que éste hubiera comenzado la tarea, el proyecto quedó en la nada cuando
estalló el sórdido escándalo personal y financiero que fue en parte responsable
de la disolución de la
Internacional cinco años después. El súbito ascenso a la fama
de esta organización se debió a un suceso de capital importancia que dos años
antes había modificado la historia de Europa y cambiado por completo la
dirección en que hasta entonces se había desarrollado el movimiento de la clase
trabajadora.
Si Marx y Engels vaticinaron a
veces sucesos que no ocurrieron, más de una vez no previeron sucesos que sí
tuvieron lugar. Así, Marx no creyó que se produjera la guerra de Crimea, y
apoyó al bando inadecuado en la guerra austroprusiana. La guerra francoprusiana
de 1870 fue para ellos del todo inesperada. Durante años habían desestimado el
poderío prusiano, y la verdadera alianza del cinismo con la fuerza bruta estaba
representada a sus ojos por el emperador de los franceses. Bismarck era un
capaz Junker, que servía a su rey y a
su clase, y ni siquiera su victoria sobre Austria los convenció de sus reales
aspiraciones y su verdadera índole. Acaso Marx haya sido auténticamente
engañado, en cierto modo, por las declaraciones de Bismarck de que libraba una
guerra puramente defensiva, pues suscribió la protesta que el Consejo de la Internacional publicó
inmediatamente, cosa que muchos socialistas de los países latinos nunca le
perdonaron, quienes insistieron, en años posteriores, en que estuvo inspirada
por el puro patriotismo alemán, al que tanto él como Engels eran notoriamente
proclives. La Internacional
en general, y en particular sus miembros alemanes, se comportaron
irreprochablemente durante toda la breve campaña. En su proclamación lanzada en
medio de la guerra, el Consejo advirtió a los obreros alemanes que no apoyaran
la política de anexión que bien podía seguir Bismarck; explicó en términos
claros que los intereses del proletariado alemán y los del francés eran
idénticos, y que sólo los amenazaba el enemigo común, la burguesía capitalista
de ambos países, la cual había desencadenado la guerra en procura de sus
propios fines y derrochando por éstos la vida y sustancia de la clase
trabajadora, tanto de Alemania como de Francia. Exhortaba asimismo a los
obreros franceses a apoyar la formación, a su debido tiempo, de una república
sobre bases ampliamente democráticas. Durante la salvaje oleada de patriotería
guerrera que se desencadenó sobre Alemania y que sumergió hasta el ala
izquierda de los lassallianos, sólo los marxistas Liebknecht y Bebel
conservaron la cordura. Para indignación de todo el país, se abstuvieron de
votar a favor de créditos de guerra y hablaron enérgicamente contra ésta en el
Reichstag y, en particular, contra la anexión de Alsacia y Lorena. Por ello se
les acusó de traición y se les encarceló. En una celebrada carta a Engels, Marx
señala que la derrota de Alemania, que habría fortalecido al bonapartismo y
paralizado a los trabajadores alemanes por muchos años, hubiera sido aún más
desastrosa que la victoria alemana. Al trasladar el centro de gravedad de París
a Berlín, Bismarck, si bien de forma no intencional, favorecía la causa de los
obreros, pues los trabajadores alemanes, al estar mejor organizados y mejor
disciplinados que los franceses, constituían una ciudadela más fuerte de la
democracia social que la que podían haber erigido los franceses, al paso que la
derrota del bonapartismo alejaría de Europa una pesadilla.
En el otoño, el ejército francés
fue derrotado en Sedán, el emperador cayó prisionero y París fue sitiada. El
rey de Prusia, que había jurado solemnemente que la guerra era defensiva y no
se dirigía contra Francia, sino contra Napoleón, cambió de táctica y, apoyado
por un plebiscito popular, exigió la cesión de Alsacia y Lorena y el pago de
una indemnización de cinco mil millones de francos. La marea de la opinión
inglesa, hasta entonces anti bonapartista y progermánica, cambió súbitamente de
dirección, influida por continuos informes de atrocidades perpetradas en
Francia por los prusianos. La
Internacional publicó un segundo manifiesto en que protestaba
violentamente contra la anexión, denunciaba las ambiciones dinásticas del rey
de Prusia y exhortaba a los trabajadores franceses a unirse con todos los
defensores de la democracia contra el común enemigo prusiano.
Si las fronteras han de fijarse
según los intereses militares —escribió Marx en 1870—, las reclamaciones nunca
acabarán, porque toda línea militar es necesariamente defectuosa y cabe
mejorarla mediante la anexión de otros territorios; nunca se las podrá fijar
justa o definitivamente porque siempre procurarán enmendarlas el conquistador o
el conquistado y, consecuentemente, llevan dentro de sí las semillas de nuevas
guerras. La historia medirá su retribución no ya por la extensión de las millas
cuadradas conquistadas a Francia, sino por la intensidad del crimen de hacer
revivir, en la segunda mitad del siglo XIX, la
política de conquista.
Esta vez no sólo Liebknecht y
Bebel, sino también los lassallianos, votaron en contra de la concesión de
créditos de guerra, avergonzados de su reciente patriotismo. Jubilosamente Marx
escribió a Engels que por primera vez los principios y la política de la Internacional habían
obtenido expresión pública en una asamblea legislativa europea: la Internacional se
había convertido en una fuerza que era preciso reconocer oficialmente, y al fin
comenzaba a realizarse el sueño de un partido proletario unido que perseguía
idénticos fines en todos los países. París se veía amenazada por el hambre y
capituló; eligióse una asamblea nacional, Thiers fue presidente de la nueva
república y constituyó un gobierno provisional que sustentaba opiniones
conservadoras. En marzo el gobierno intentó desarmar a la Guardia Nacional
de París, fuerza ciudadana voluntaria que mostraba signos de simpatías
radicales. La Guardia
se negó a entregar las armas, declaró su autonomía, depuso a los funcionarios
del gobierno provisional y eligió un comité revolucionario del pueblo como
gobierno verdadero de Francia. Las tropas regulares fueron trasladadas a
Versalles y sitiaron la ciudad rebelde. Fue ésta la primera campaña que ambos
bandos reconocieron inmediatamente como una abierta guerra de clases.
Empero, como las provisiones
comenzaran a escasear y la situación de los sitiados se tornara más
desesperada, cundió el terror; comenzaron a decretarse proscripciones,
condenábase y ejecutábase a hombres y mujeres, muchos de ellos inocentes por
cierto y muy pocos merecedores de la muerte. Entre los ejecutados figuró el
arzobispo de París, a quien se había tomado como rehén contra el ejército
destacado en Versalles. El resto de Europa observaba los monstruosos sucesos
con creciente indignación y disgusto. Los comuneros aparecían, incluso ante la
opinión ilustrada, incluso ante viejos y probados amigos del pueblo, como Louis
Blanc y Mazzini, como una banda de criminales lunáticos sordos a las voces de
humanidad, incendiarios sociales engreñados en destruir toda religión y toda
moralidad, hombres enajenados por injusticias reales e imaginarias, apenas
responsables de las enormidades por ellos perpetradas. Prácticamente toda la
prensa europea, tanto reaccionaria como liberal, se unió para dar la misma
impresión. Aquí y allá un diario radical condenaba menos categóricamente que
los otros y tímidamente alegaba circunstancias atenuantes. Las atrocidades de la Comuna no tardaron en ser
vengadas. Las represalias que tomó el ejército victorioso cobraron la forma de
ejecuciones en masa; el terror blanco, como es común en tales casos, sobrepasó
con mucho en actos de bestial crueldad a los peores excesos del régimen, a las
fechorías que habían precipitado su fin.
Al paso que aprobaba muchas de
las medidas adoptadas por la
Comuna , la censuraba por no ser suficientemente implacable y
radical; tampoco creía en su aspiración de crear una inmediata igualdad social
y económica. «El derecho no puede nunca ser más alto —escribió algunos años
después— que la estructura económica de la sociedad y el desarrollo cultural
por ella determinado». Ni una ni otro pueden transformarse de la noche a la
mañana.
Su folleto, luego titulado La guerra civil de Francia, no estaba
concebido primariamente como un estudio histórico; tratábase de una maniobra
táctica caracterizada por la audacia y la intransigencia. A menudo sus propios
secuaces censuraron a Marx el permitir que la Internacional se
asociara, en la mente popular, a una banda de infractores de la ley y asesinos,
que se granjeara innecesariamente una siniestra reputación. Pero no era ésta la
suerte de consideraciones que hubieran podido afectarlo ni siquiera en grado
mínimo. Toda su vida fue convencido e intransigente creyente en una violenta
revolución de la clase trabajadora. La Comuna fue el primer levantamiento espontáneo de
los trabajadores en su condición de trabajadores y, según su opinión, en los
desórdenes de junio de 1848 se trató de un ataque de que ellos fueron objeto y
no de un ataque por ellos lanzado. La
Comuna no estaba directamente inspirada por Marx y, por
cierto, la consideraba un garrafal error político: sus adversarios, los
blanquistas y proudhonistas, predominaron en ella hasta el fin; sin embargo,
consideraba inmensa su significación. Antes de ella había habido, sí, muchas
corrientes dispersas de pensamiento y acción socialistas, pero aquel alzamiento
con sus repercusiones mundiales, así como el gran efecto que estaba destinado a
producir sobre los trabajadores de todos los países, fue el primer suceso de la
nueva era. Los hombres que habían muerto en él y por él eran los primeros
mártires del socialismo internacional, y su sangre había de ser simiente de la
nueva fe proletaria; cualesquiera fuesen los trágicos errores y negligencias de
los comuneros, ellos constituyeron, ejemplo sin par en el pasado, la medida del
papel histórico de los trabajadores, de la posición que éstos estaban
destinados a ocupar en la tradición de la revolución proletaria.
Al rendirles tributo, logró lo
que se proponía lograr: ayudó a crear una leyenda heroica del socialismo.
Engels, cuando se le pidió que definiera la «dictadura del proletariado», señaló
la Comuna como
la realización que más se había aproximado hasta entonces a dicha concepción.
Más de treinta años después, Lenin defendió el alzamiento de Moscú que tuvo
lugar durante la abortada Revolución Rusa de 1905, contra las críticas de
Plejánov, recordando la actitud de Marx frente a la Comuna y señalando que el
valor emocional y simbólico de un gran estallido heroico, por mal que esté
concebido, por perjudicial que sea en sus resultados inmediatos, constituía un
beneficio infinitamente mayor y más permanente para un movimiento
revolucionario que la comprensión de su futilidad en un momento en que lo que
más importa no es escribir bien la historia, y ni siquiera aprender sus
lecciones, sino hacerla.
La publicación del mensaje
embarazó y desconcertó a muchos miembros de la Internacional y
apresuró su disolución final. Marx intentó salir al paso de todos los reproches
diciendo que era el único autor del escrito. «El doctor terror rojo», como se
lo conocía entonces popularmente, se convirtió de la noche a la mañana en
objeto del odio público: comenzó a recibir cartas anónimas y su vida se vio
varias veces amenazada. Jubilosamente escribió a Engels:
Esto me hace mucho bien después
de veinte largos y aburridos años de aislamiento idílico, como el de una rana
en una charca. El órgano del gobierno —The
Observer— hasta me amenaza con una querella judicial. Que lo intenten, si
ello les place. ¡Me burlo de la canaille!
El alboroto se disipó, pero el
perjuicio hecho a la
Internacional fue permanente, pues ella quedó
indisolublemente enlazada, para la policía y el público en general, a los
desmanes de la
Comuna. Asestábase un golpe a la alianza de los dirigentes
sindicales ingleses con la
Internacional , alianza que de cualquier modo era, según el
punto de vista de ellos, enteramente oportunista, basada en su utilidad para
promover intereses específicamente sindicales. Por entonces cortejaba
asiduamente a los sindicatos el Partido Liberal, que prometía apoyarlos en
estas mismas cuestiones. La perspectiva de una pacífica y respetable conquista
del poder no los llevaba a desear vincularse a un notorio complot
revolucionario; el único fin que perseguían era elevar el nivel de vida y la
condición social y política de los hábiles obreros especializados a quienes representaban.
No se consideraban un partido político, y si suscribían el programa de la Internacional , ello
se debía en parte al grado de elasticidad de sus estatutos, que hábilmente
eludían señalar a los miembros fines revolucionarios, pero sobre todo a la vaguedad
de sus opiniones políticas. El gobierno no dejó de apreciar este hecho y, al
contestar a una circular del gobierno español que pedía la supresión de la Internacional ,
replicó, por medio del ministro de Asuntos Exteriores, Lord Granville, que en
Inglaterra no había peligro alguno de insurrección armada; los miembros
ingleses eran hombres pacíficos, únicamente ocupados en negociaciones laborales
y no daban al gobierno motivos de aprensión. El propio Marx tenía amarga
conciencia de la verdad de esto: hasta Harney y Jones eran preferibles, a sus
ojos, a los hombres con quienes ahora debía vérselas, sólidos funcionarios
sindicalistas, como Odger, Cremer o Applegarth, que desconfiaban de los
extranjeros, no se preocupaban por los sucesos que ocurrían fuera de su país y
desestimaban las ideas.
En los años 1870-71 no se celebró
ninguna reunión en la
Internacional , pero en 1872 el organismo fue convocado en
Londres. La propuesta más importante presentada en este Congreso —que la clase
trabajadora dejara en lo sucesivo de confiar, para la lucha política, en la
ayuda de los partidos burgueses y que formara un partido propio— fue aprobada
después de un debate tormentoso gracias a los votos de los delegados ingleses.
El nuevo partido político no se constituyó en vida de Marx, pero el Partido
Laborista nació en esta reunión, al menos como idea, y puede considerárselo la
mayor contribución de Marx a la historia interna de su patria adoptiva. En el
mismo Congreso, los delegados ingleses insistieron en el derecho —y lo conquistaron—
de formar una organización local separada, en lugar de estar representados como
antes por el Consejo General. Esto desagradó y aterró a Marx; tratábase de un
gesto de desconfianza, casi de rebelión; al punto sospechó de ciertas
maquinaciones por parte de Bakunin, a quien los acontecimientos recientemente
ocurridos en Francia habían ensoberbecido, pues sentía que ellos tuvieron por
causa directa su influencia personal. Buena parte de París quedó destruida por
el fuego durante la Comuna ,
y este fuego le parecía un símbolo de su propia vida y una magnífica
realización de su paradoja preferida: «También la pasión por la destrucción es
una pasión creadora».
Marx no entendía ni deseaba
entender la base emocional de los actos y declaraciones de Bakunin: la
influencia de aquel «Mahoma sin Corán» representaba una amenaza para el
movimiento y, por consiguiente, había de ser destruida.
Por esta época, Bakunin vivía la
última y más extraña fase de su bizarra existencia. Se había rendido al hechizo
de Nechayev, joven terrorista ruso cuya audacia y falta de escrúpulos halló
irresistibles. Nechayev, que creía en la extorsión y la intimidación como
esenciales métodos revolucionarios, justificados por su fin, había escrito una
carta anónima al agente del probable editor de la versión rusa de Das Kapital (la que había de hacer
Bakunin), amenazándolo en términos generales, pero violentos, en el caso de que
se obstinara en imponer a los hombres de genio aquel desdichado mamotreto o
importunar a Bakunin reclamándole la devolución de la suma entregada en
concepto de anticipo. El asustado y enfurecido agente envió la carta a Marx. Es
dudoso que la prueba de las intrigas dirigidas por la organización de Bakunin, la Alianza Democrática ,
haya sido por sí misma suficiente para asegurar su expulsión, pues contaba con
muchos amigos personales en el Congreso; pero la investigación por parte del
comité de este escándalo y la dramática producción de la carta de Nechayev
inclinaron la balanza. Después de largas y tempestuosas sesiones en cuyo
transcurso hasta se logró persuadir a los proudhonistas de que ningún partido
podía conservar su unidad mientras Bakunin figurara en sus filas, él y sus
amigos más íntimos fueron expulsados por una pequeña mayoría.
La proposición siguiente de Marx
cayó también como una bomba entre los miembros del Congreso: tratábase de
trasladar la sede del Consejo a los Estados Unidos. Todos comprendieron que
ello equivalía a la disolución de la Internacional. Los
Estados Unidos no estaban sólo infinitamente alejados de los problemas
europeos, sino que también era insignificante el papel que desempeñaban en la Internacional. Los
delegados franceses declararon que también cabía trasladarla a la luna. Marx no
dio ninguna razón explícita en apoyo de su propuesta, que fue formalmente
sometida a la aprobación del Consejo por Engels, si bien el propósito
perseguido habrá sido transparente para todos los allí reunidos. Marx no podía
operar sin la leal e indiscutida obediencia de por lo menos algunos sectores
del organismo que gobernaba; Inglaterra se había separado, y el maestro había
pensado en trasladar el Consejo a Bélgica, pero allí también el elemento
antimarxista se volvía formidable; en Alemania, el gobierno lo suprimiría;
Francia, Suiza y Holanda estaban lejos de inspirar confianza; Italia y España
eran baluartes decididamente bakuninistas. Antes que enfrentar una enconada
lucha, que en el mejor de los casos finalizaría con una victoria a lo Pirro y
destruiría toda esperanza de lograr una unidad proletaria por muchas
generaciones, Marx decidió, después de asegurarse de que no caería en manos de
los bakuninistas, permitir que la Internacional expirara en paz.
Sus críticos manifiestan que Marx
juzgaba el mérito de todas las asambleas socialistas únicamente por el grado en
que a él le estaba permitido dominarlas; y por cierto que él mismo y Engels
formularon esta ecuación, y del modo más automático; ni uno ni otro mostraron
jamás ningún indicio de comprender la desconcertada indignación que semejante
conducta excitaba en vastos sectores de sus adeptos. Marx asistió al Congreso
de La Haya y su
prestigio era tal que, a pesar de una violenta oposición, el Congreso acabó por
votar su propia extinción virtual por una leve mayoría. Sus reuniones
posteriores fueron parodias, hasta que finalmente expiró en Filadelfia en 1876.
La Internacional
se reconstituyó, sí, trece años después, pero entonces —y era éste un período
en que crecía rápidamente la actividad socialista en todos los países— su
carácter fue muy diferente. A pesar de sus aspiraciones explícitamente
revolucionarias, era más parlamentaria, más respetable, más optimista,
esencialmente conciliadora, y llegaba a abrazar la creencia en la
inevitabilidad de la evolución gradual de la sociedad capitalista hacia un
moderado socialismo, por obra de una presión desde abajo persistente, pero
pacífica.
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