domingo, 1 de julio de 2018

ISAIAH BERLIN : "EL DOCTOR TERROR ROJO"

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«EL DOCTOR TERROR ROJO»


Somos lo que somos por obra de él; sin él, estaríamos aún hundidos en un cenagal de confusión.
FRIEDRICH ENGELS, 1883

El primer volumen de Das Kapital se publicó al fin en 1867. La aparición de este libro señaló un acontecimiento decisivo en la historia del socialismo internacional y en la propia vida de Marx. La obra completa estaba concebida como un tratado comprensivo acerca de las leyes y morfología de la organización económica de la sociedad moderna, y procuraba describir los procesos de producción, intercambio y distribución tal como realmente se verifican, a fin de explicar su condición actual como un estadio particular del desarrollo encarnado por el movimiento de la lucha de clases, y, para decirlo con las propias palabras de Marx, «a fin de descubrir la ley económica del movimiento de la sociedad moderna» determinando las leyes naturales que gobiernan la historia de las clases. El resultado[12] fue una amalgama original de teoría económica, historia, sociología y propaganda que no encaja en ninguna de las categorías aceptadas. El propio Marx lo consideraba primariamente un tratado de ciencia económica. Según él, los anteriores economistas no habían percibido la naturaleza de las leyes económicas cuando las comparaban con las leyes de la física y la química y suponían que, si bien pueden modificarse las condiciones sociales, son inmutables las leyes que las gobiernan; con el resultado de que sus sistemas, o bien se aplican a mundos imaginarios poblados por hombres económicos idealizados y modelados según los propios contemporáneos del escritor y, por lo tanto, habitualmente compuestos de ciertas características que sólo alcanzaron prominencias en los siglos XVIII y XIX, o bien describen sociedades que, aun en el caso de que alguna vez hayan sido reales, hace tiempo que han desaparecido. Por ello concibió su tarea como la creación de un nuevo sistema de conceptos y definiciones que tuvieran definida aplicación al mundo contemporáneo, y construido de modo tal que reflejara la cambiante estructura de la vida económica en relación no sólo con su pasado, sino también con su futuro. En el primer volumen Marx procuró ofrecer una exposición sistemática de ciertos teoremas básicos de la ciencia económica y, más específicamente, describir el surgimiento del nuevo sistema industrial como consecuencia de las nuevas relaciones entre los patronos y el trabajo creadas por efecto del progreso tecnológico en los métodos de producción.
El primer volumen trata, pues, del proceso productivo, esto es, por un lado, de las relaciones entre la máquina y el trabajo, y por otro, de aquéllas entre los productores reales, es decir, los obreros y quienes los emplean y dirigen. Los restantes volúmenes, publicados por sus albaceas después de su muerte, tratan sobre todo del impacto sobre la teoría del valor de la circulación del producto acabado, que ha de obtenerse antes de que pueda realizarse su valor, del sistema de intercambio y de la maquinaria financiera que él implica, así como de las relaciones entre productores y consumidores, las cuales determinan los precios, la tasa de interés y beneficio.
La tesis general expuesta a lo largo de toda la obra es la anunciada en el Manifiesto comunista y en los primeros escritos económicos de Marx[13]. Reposa en tres suposiciones fundamentales: a) que la economía política busca explicar quién obtiene qué mercancías, servicios o posición, y por qué; b) que, por lo tanto, no es una ciencia que trate de objetos inanimados —mercancías—, sino de personas y de sus actividades, y ha de ser interpretada en términos de las reglas que gobiernan la economía capitalista de mercado y no según leyes pseudoobjetivas más allá del control humano, tales como las de la oferta y la demanda, que gobiernan el mundo de los objetos naturales —objetos cuyo comportamiento es, de alguna manera, externo a las vidas de los hombres, que contemplan este proceso como un orden eterno, natural, ante el cual los hombres deben resignarse puesto que son incapaces de alterarlo. Esta ilusión o «falsa conciencia» es lo que denomina «fetichismo de las mercancías»—; c) que el factor decisivo del comportamiento social en los tiempos modernos es la industrialización, con el aditamento de que la primera y más cabal forma de ella —la revolución industrial inglesa— ofrece al estudioso el mejor ejemplo de un proceso que, con el tiempo, tendrá lugar en todas partes. Marx rastrea el ascenso del moderno proletariado, correlacionando con él el desarrollo general de los medios técnicos de producción. Cuando en el curso de la evolución gradual de éstos, cada hombre no puede ya crear para su propio uso tales medios y nace entonces la división del trabajo, ciertos individuos (como enseñara Saint-Simon), debido a su superior habilidad, poder y espíritu de empresa, adquieren el control total de tales instrumentos y herramientas y vienen a hallarse así en una situación en la que pueden alquilar el trabajo de otros mediante una combinación de amenazas de privarles de los medios de vida y de ofrecimientos de darles más, bajo la forma de una remuneración regular, que lo que recibirían como productores independientes que intentan en vano alcanzar los mismos resultados con las anticuadas herramientas que poseen. Como resultado de vender el trabajo a otros, estos hombres se convierten en otras tantas mercancías en el mercado económico y su poder de trabajo adquiere un precio definido que fluctúa precisamente como el de las otras mercancías.
Una mercancía es cualquier objeto en una economía de mercado que encarne trabajo humano y por el que haya demanda social. Es así un concepto que, como Marx cuidadosamente señala, puede aplicarse sólo en un estadio relativamente tardío del desarrollo social, y no es más eterno que cualquier otra categoría económica. Supónese que el valor comercial de una mercancía lo determina directamente —ésta es la conclusión de su argumento— el número de horas de trabajo humano socialmente necesario, esto es, el tiempo que lleva a un productor medio crear un espécimen medio de su clase (punto de vista derivado de una doctrina en cierto modo similar sustentada por Ricardo y los economistas clásicos). El día de trabajo de un obrero puede muy bien producir un objeto que posea un valor mayor que el valor de la cantidad mínima de mercancías que él necesita para cubrir sus necesidades inmediatas; produce así algo más valioso en el mercado que lo que consume; de hecho, si no fuera así, su patrono no tendría ninguna razón económica para emplearlo. Como una mercancía en el mercado, el poder de trabajo de un hombre puede adquirirse por una cantidad X, que representa la suma mínima requerida para mantenerlo suficientemente saludable de modo que pueda cumplir eficientemente su tarea y reproducirse; las mercancías que produce se venderán por una cantidad y; la cantidad y-x representa la cifra en que acrecentó la riqueza total de la sociedad, y éste es el residuo que su patrono se embolsa. Aun después de que se descuente una razonable recompensa del propio trabajo del patrono en su carácter de organizador y empresario de los procesos de producción y distribución, siempre queda un definido residuo del ingreso social que, bajo la forma de renta, interés o inversiones, o de beneficio comercial, lo comparten, según Marx, no ya la sociedad como un todo, sino aquellos miembros de ella llamados capitalistas o clase burguesa, quienes se distinguen del resto por el hecho de que sólo ellos, en su condición de dueños únicos de los medios de producción, obtienen y acumulan ese incremento que no han ganado.
Ya se interprete el concepto de valor de Marx como una norma media, en torno de la cual oscilan los precios reales de las mercancías, o bien como un límite ideal hacia el que éstos tienden, o bien como aquello hacia lo que los precios deben tender en un sentido no especificado, o bien como un elemento en la explicación sociológica de lo que constituye y satisface los intereses materiales de los hombres en la sociedad, o bien como algo más metafísico —una esencia impalpable infundida a la materia bruta por el poder creador del trabajo humano—, o bien, como han sostenido críticos adversos, una conjunción de todo esto; y por otro lado, a pesar del hecho de que la noción de una entidad uniforme denominada trabajo humano indiferenciado (que, de acuerdo con la teoría, constituye el valor económico), cuyas diferentes manifestaciones pueden compararse sólo en términos de cantidad, sea o no sea válida —y no resulta fácil defender el uso que hace Marx de todos estos conceptos—, la teoría de la explotación en ellos basada no sufre mayor desmedro. La tesis central que excitó tan vehementemente a los trabajadores, quienes en su mayoría no comprendían la maraña de los argumentos generales de Marx acerca de la relación entre el valor de intercambio y los precios reales, consiste en que sólo hay una clase, la suya propia, que produce más riqueza que la que consume, y que otros hombres se apropian de este residuo simplemente en virtud de su posición estratégica como únicos poseedores de los medios de producción, a saber, recursos naturales, maquinarias, transportes, crédito financiero, etc., sin los cuales los obreros no pueden crear, al paso que el control de dichos medios confiere a quienes lo ostentan el poder de hacer morir de hambre al resto de la humanidad y obligarla a capitular conforme a las condiciones por ellos impuestas.
Las instituciones políticas, sociales, religiosas y legales de la era capitalista vienen a ser otras tantas armas morales e intelectuales destinadas a organizar el mundo en interés de los patronos. Estos emplean, por encima y más allá de los productores de mercancías, es decir, el proletariado, todo un ejército de ideólogos: propagandistas, intérpretes y apologistas que defienden el sistema capitalista, lo embellecen y crean para él monumentos literarios y artísticos, como el mejor medio de aumentar la confianza y el optimismo de aquellos que se benefician bajo él, así como de hacerlo aparecer más aceptable a sus víctimas, según la frase de Rousseau, de «cubrir sus cadenas con guirnaldas de flores». Pero si el desarrollo de la tecnología confirió, según Saint-Simon descubrió correctamente, por un período este poder único a los terratenientes, industriales y financieros, su incontrolable avance acabará por destruirlos inevitablemente.
Ya Fourier, y después de él Proudhon, habían clamado contra los procesos en cuya virtud los grandes banqueros y manufactureros, validos de sus recursos superiores, tienden a eliminar del mercado económico a los pequeños comerciantes y artesanos, creando así una clase de individuos descontentos, déclassés, que automáticamente se ven obligados a entrar en las filas del proletariado. Pero el capitalista es, en su día, una necesidad histórica. Extrae una plusvalía y acumula; esto es indispensable para la industrialización y así él es en la historia un agente de progreso. «Fanáticamente empeñado en acrecentar el valor, obliga de modo implacable a la raza humana a producir por la misma producción». Puede hacer esto brutalmente y por motivos puramente egoístas; pero en el curso de este proceso «crea aquellas condiciones materiales que son las únicas capaces de constituir los cimientos reales de una forma más alta de sociedad, cuyo principio dominante es el cabal y libre desarrollo de todos los hombres». Ya antes había rendido tributo en el Manifiesto comunista al papel progresista de la industrialización.
La burguesía —escribió— no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por ende, las relaciones de producción y, por consiguiente, todas las relaciones sociales. La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de continentes enteros, la apertura de los ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?
Pero el capitalista habrá desempeñado su papel y entonces será reemplazado. Lo destruirán sus propias características esenciales de acumulador. La competencia implacable entre capitalistas individuales que procuran incrementar la cantidad de plusvalía, así como la necesidad, consecuencia natural de esto, de reducir el costo de producción y de hallar nuevos mercados, están destinadas a llevar a una fusión cada vez mayor de las firmas rivales, esto es, a un incesante proceso de amalgama, hasta que sólo subsistan los grupos mayores y más poderosos y todos los demás queden reducidos a una posición de dependencia o semidependencia en la nueva jerarquía industrial centralizada, la cual gobernará una concentración de maquinarias productoras y distribuidoras que crecerá cada vez más rápido. La centralización es un producto directo de la racionalización, de la acrecentada eficiencia en la producción y el transporte asegurada por la mancomunidad de recursos, de la formación de grandes trusts capaces de una planeada coordinación. Los trabajadores, antes dispersos en muchas empresas pequeñas, y reforzadas sus filas por el continuo aflujo de los hijos e hijas de los pequeños comerciantes manufactureros arruinados, se ven automáticamente unidos en un único ejército proletario, siempre creciente, por los mismos procesos de integración en el trabajo que se verifican entre sus amos. Su poderío como organismo político y económico, cada vez más consciente de su papel y recursos históricos, va aumentando consecuentemente. Ya los sindicatos, que se desarrollan a la sombra del sistema fabril, representan en las manos del proletario un arma mucho más potente que cualquier otra que haya existido antes. El proceso de expansión industrial tenderá a organizar la sociedad en la forma de una inmensa pirámide, con muy pocos capitalistas cada vez más poderosos en la cúspide, y una vasta, descontenta, masa de obreros explotados y esclavos coloniales en la base. Cuanto más reemplace la máquina el trabajo humano, más baja será la tasa de beneficio, puesto que sólo el último determina la tasa de «plusvalía». La lucha entre los capitalistas y sus países, que están en efecto dominados por ellos, se tornará cada vez más implacable, puesto que está enlazada a un sistema de competencia libre de trabas, bajo el cual cada capitalista sólo puede sobrevivir superando y destruyendo a sus rivales[14].
Dentro de la estructura del capitalismo y de la empresa privada no fiscalizada, no cabe convertir en racionales estos procesos, puesto que los intereses protegidos por la ley, sobre los que descansa la sociedad capitalista, dependen para su supervivencia de la libre competencia, si no entre productores individuales, por lo menos entre grandes empresas y monopolios. La tendencia inexorable del progreso tecnológico a formas de producción crecientemente colectiva entrará en conflicto cada vez más violento con las formas individuales de distribución, esto es, con el control privado y la propiedad privada. Las grandes empresas, que Marx fue uno de los primeros en prever, destruirán con sus aliados militares el laissez-faire y el individualismo. Empero, Marx no admitía que las consecuencias del crecimiento de control estatal o de la resistencia democrática, ni tampoco el desarrollo del nacionalismo político como fuerza capaz de transformar el desenvolvimiento del mismo capitalismo, fuesen un obstáculo para la explotación no fiscalizada o un baluarte para aquel sector de la burguesía que iría empobreciéndose gradualmente y que concertaría una alianza con la reacción, en su desesperada ansiedad por eludir su destino marxista: el descenso al proletariado. En otras palabras, no prevé el fascismo ni la guerra estatal.
Su clasificación de los estratos sociales en aristocracia militar feudal que va haciéndose anticuada, burguesía industrial, pequeña burguesía, proletariado y ese ocasional desecho que vive en el borde de la sociedad y al que llama lumpenproletariat —clasificación fructífera y original para su tiempo— simplifica en demasía los problemas cuando se la aplica mecánicamente al siglo XX. Requiérese un instrumento más elaborado, aunque sólo sea para explicar la conducta independiente de las clases, como la semiarruinada pequeña burguesía, la creciente clase media inferior asalariada y, sobre todo, la vasta población agrícola, clases a las que Marx consideraba naturalmente reaccionarias, pero obligadas, por su creciente pauperización, a descender al nivel del proletariado o a ofrecer sus servicios como mercenarios a su protagonista, la burguesía industrial. La historia de la posguerra europea, por lo menos en Occidente, ha de ser considerablemente distorsionada antes de que quepa adaptarla a este esquema.
Marx profetizó que las crisis periódicas debidas a la ausencia de planeamiento económico y a la contienda industrial no fiscalizada se tornarían necesariamente más frecuentes y agudas. Las guerras en una escala hasta entonces sin precedentes devastarían el mundo civilizado hasta que al fin las contradicciones hegelianas de un sistema cuya permanencia depende de conflictos cada vez más destructores entre sus partes constituyentes, obtendrían una violenta solución. El grupo siempre decreciente de capitalistas que ostentan el poder había de ser derribado por los trabajadores a quienes ellos mismos habrían organizado eficientemente en un cuerpo compacto y disciplinado. Con la desaparición de la última clase poseedora, se alcanzaría el fin capital de la guerra de clases y con ella el último obstáculo para superar la escasez económica, y en consecuencia el conflicto social y la miseria y degradación humanas.
En un celebrado pasaje del capítulo XXII del primer volumen de Das Kapital declara:
A la par con la disminución constante del número de los magnates del capital, que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de transformación, aumenta la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavitud, de la degradación y de la explotación; pero aumenta también la indignación de la clase obrera, que constantemente crece en número, se instruye, unifica y organiza por el propio mecanismo del proceso capitalista de producción… La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a tal punto que se hacen incompatibles con su envoltura capitalista. Ésta se rompe. Le llega la hora a la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados.
El Estado, ese instrumento mediante el cual mantiene artificialmente su autoridad la clase gobernante, al haber perdido su función, ha de desaparecer. Marx dejó claro, en el Manifiesto comunista de 1847-48, y de nuevo en 1850 y en 1852, que el Estado no desaparecerá inmediatamente, ha de producirse un período de transformación revolucionaria que vaya del capitalismo al comunismo. En este período transitorio ha de preservarse la autoridad del Estado, de hecho ha de reforzarse, pero ahora estará controlado totalmente por los trabajadores, una vez se conviertan en la clase dominante. De hecho (por utilizar la fórmula de uno de sus últimos escritos), en la primera fase de la revolución, el Estado será «la dictadura revolucionaria del proletariado». En este período, antes de la superación de la escasez económica, la gratificación de los trabajadores habrá de ser proporcional al trabajo que proporcionen. Pero una vez que «el despliegue completo del individuo» ha creado una sociedad en la cual «fluyan abundantes los manantiales de la riqueza cooperativa», se alcanzará el objetivo comunista. Entonces, y no antes, la entera comunidad, pintada al par con colores demasiado simples y demasiado fantásticos por los utópicos del pasado, ha de realizarse por fin, una comunidad en que no habrá ni amos ni esclavos, ni ricos ni pobres, en la que las mercancías del mundo, al ser producidas de conformidad con la demanda social no trabada por el capricho de los individuos, no se distribuirán por cierto igualmente —noción torpemente tomada por los trabajadores de los ideólogos liberales, con su concepto utilitario de la justicia como igualdad aritmética—, sino racionalmente, esto es, desigualmente; pues así como la capacidad y necesidades de los hombres son desiguales, sus recompensas, si han de ser justas, deben, según la fórmula posterior de la Crítica del programa de Gotha, de 1875, aumentar «¡De cada cual según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades!». Los hombres, emancipados al fin de la doble tiranía de la naturaleza y de las instituciones mal adaptadas y mal fiscalizadas y, por lo tanto, opresivas, serán capacitados para desarrollar sus potencialidades al máximo. La historia dejará de ser la sucesión de una clase explotadora tras otra. Cesará la subordinación a la división del trabajo. La verdadera libertad, tan oscuramente vislumbrada por Hegel, se realizará al fin. Sólo entonces comenzará la historia humana verdadera.
La publicación de Das Kapital había proporcionado una definida base intelectual al socialismo internacional, en lugar de una dispersa serie de ideas vagamente enunciadas y que entraban en conflicto entre sí. La interdependencia de las tesis históricas, económicas y políticas, predicadas por Marx y Engels, se hizo patente en esta monumental compilación y se convirtió en el objetivo central de ataque y defensa. Todas las formas subsiguientes del socialismo se definieron, a partir de entonces, según los términos de la actitud que adoptaran respecto de la posición allí defendida, y se las comprendió y clasificó según su semejanza con ella. Después de un breve período de oscuridad, la fama de Marx comenzó a crecer extraordinariamente. Su obra adquirió una significación simbólica más vasta que la de cualquier otra cosa que se hubiera escrito desde la edad de la fe. Fue ciegamente adorada y ciegamente odiada por millones de personas que no habían leído ni una línea de ella, o habían leído, sin comprenderla, su, a veces, oscura y tortuosa prosa. En su nombre se hicieron (y se hacen) revoluciones; las contrarrevoluciones se concentraron (y se concentran) en el intento de suprimirla como la más potente e insidiosa de las armas del enemigo. Instituyóse un nuevo orden social que profesa sus principios y ve en ella la expresión final e inalterable de su fe. Ha dado vida a un ejército de intérpretes y casuistas cuyo incesante trabajo por espacio de casi un siglo la ha sepultado bajo una montaña de comentarios que han aumentado la influencia del mismo texto sagrado.
En la vida de Marx señaló un momento decisivo. La concibió como su contribución más grande a la emancipación de la humanidad y a ella sacrificó quince años de su vida y mucha de su ambición pública. Fue verdaderamente prodigioso el trabajo de Marx para rematarla. Por ella soportó la pobreza, las enfermedades y la persecución pública y personal, cosa que por cierto no padeció alegremente, pero sí con íntegro estoicismo, cuya fuerza y aspereza conmovían y aterraban a quienes entraban en contacto con él.
Dedicó su libro a la memoria de Wilhelm Wolff, un comunista de Silesia que había sido su devoto seguidor desde 1848 y que había muerto recientemente en Manchester. El volumen publicado constituía la primera parte de la obra proyectada, y el resto era un montón confuso de notas, referencias y esquemas. Envió ejemplares a sus viejos camaradas, a Freiligrath, quien lo felicitó por haber producido una útil obra de consulta, y a Feuerbach, que lo halló «rico en innegables hechos de la más interesante, pero, al mismo tiempo, más horrible naturaleza». Ruge lo hizo objeto de un elogio más discriminado, y obtuvo por lo menos una reseña crítica en Inglaterra, en el Saturday Review, que extrañamente observa: «La presentación del tema reviste de cierto encanto peculiar a las más áridas cuestiones económicas». Llamó más la atención en Alemania, donde los amigos de Marx, Liebknecht y Kugelmann, médico de Hannover que había concebido inmensa admiración por él, le hicieron una vigorosa propaganda. En particular Joseph Dietzgen, zapatero autodidacta alemán de San Petersburgo, que se convirtió en uno de los más ardientes discípulos de Marx, hizo mucho por divulgarla entre las masas alemanas.
El apetito científico de Marx no había disminuido desde los días de París. Creía en el estudio y severamente empujaba a sus reacios secuaces a la sala de lectura del Museo Británico. Liebknecht escribe en sus memorias cómo día tras día podía verse a la «flor y nata del comunismo internacional» apaciblemente sentada ante los pupitres de la sala de lectura, bajo el ojo del mismo maestro. Y por cierto, ningún movimiento político o social había subrayado de modo tal la importancia de la erudición y de la investigación. La extensión de las lecturas de Marx queda en cierto modo indicada en las referencias que aparecen en sus obras, en las que explora oscuras sendas desviadas de las literaturas antigua, medieval y moderna. El texto aparece literalmente salpicado de notas a pie de página, largas, mordaces y aniquiladoras, que recuerdan el clásico uso que Gibbon hacía de este arma. Los adversarios a quienes las dirige son en su mayor parte nombres hoy olvidados, pero ocasionalmente apunta sus flechas a figuras conocidas; ataca a Macaulay, a Gladstone y a uno o dos prominentes economistas académicos de la época con una salvaje intensidad que inaugura una nueva época en la técnica del vituperio público y que creó la escuela de polemistas socialistas que modificó el carácter general de la controversia política. Casi no hay elogios en el libro. Rinde el tributo más cálido a los inspectores fabriles británicos, cuyos informes valientes e imparciales acerca de las aterradoras condiciones de que eran testigos, así como de los medios adoptados por los dueños de las fábricas para eludir la ley, constituyen para Marx el único fenómeno honroso registrado en la historia de la sociedad burguesa. Marx revolucionó la técnica de la investigación social por el uso que hizo de los Libros azules e informes oficiales, hasta el punto de que pretendía fundamentar en ellos la mayor parte de su minuciosa acusación al industrialismo moderno.
Después de su muerte, Engels, que publicó los volúmenes segundo y tercero de Das Kapital, halló el manuscrito en un estado mucho más caótico de lo que se esperaba. El año en que apareció el primer volumen señala el momento decisivo en la vida de Marx. Sus opiniones durante los restantes dieciséis años de vida apenas se modificaron; añadía, revisaba, corregía, escribía folletos y cartas, pero no publicó nada que fuera nuevo; reiteró incansablemente la vieja posición, si bien el tono era más suave y se discernía entonces una débil nota casi de quejumbrosa compasión de sí mismo, totalmente ausente antes. Se atenuó su creencia en la proximidad y hasta en la inevitabilidad última de una revolución mundial. Sus profecías lo habían defraudado demasiado a menudo: había predicho confiadamente una gran conmoción en 1842, durante un levantamiento de los tejedores de Silesia, y hasta había incitado a Heine a escribir el famoso poema sobre el suceso, que publicó en su diario de París; también en 1851, 1857 y 1872 esperó estallidos revolucionarios que no tuvieron lugar. Sus profecías acerca del descenso de las tasas de beneficio, de la concentración de la propiedad de la industria y la tierra en manos privadas, de la declinación del nivel de vida del proletariado, de la íntima relación entre capitalismo y nacionalismo, no se cumplieron en su totalidad en este siglo, al menos en la forma en que anticipó estos desarrollos. Por otro lado, veía muchas cosas que otros no veían: la concentración y centralización del control de recursos económicos, la creciente incompatibilidad entre los métodos de producción de las grandes empresas y los antiguos métodos de distribución, así como la repercusión social y política de este hecho; el efecto de la industrialización de la ciencia, sobre los métodos de guerra, y la rápida y radical transformación del estilo de vida que todo ello originaría. Además fue uno de los observadores políticos más agudos: después de la anexión de Alsacia y Lorena por parte de Prusia, vaticinó que ello arrojaría a Francia en brazos de Rusia y provocaría así la Primera Guerra Mundial. En sus últimos años, admitía que la revolución acaso no se produjera tan pronto como él y Engels habían calculado antes y, en algunos países, principalmente en Inglaterra, donde en aquel tiempo no había un ejército real ni una burocracia real, no era inevitable, tan sólo «posible»: bien podía no ocurrir en modo alguno, el comunismo podría alcanzarse por medios evolutivos, «si bien —añadió enigmáticamente— la historia indica lo contrario». Aún no contaba cincuenta años cuando comenzó a apaciguarse. Había terminado el período heroico.
Das Kapital granjeó a su autor una nueva reputación. Sus libros anteriores no habían producido casi ningún efecto ni siquiera en los países de habla alemana, pero se escribieron reseñas críticas de la nueva obra y se la discutió hasta en Rusia y España. En los diez años subsiguientes se la tradujo al fiancés, al inglés, al ruso, al italiano; y el propio Bakunin se ofreció cortésmente a traducirla al ruso. Pero, y en el caso de que éste hubiera comenzado la tarea, el proyecto quedó en la nada cuando estalló el sórdido escándalo personal y financiero que fue en parte responsable de la disolución de la Internacional cinco años después. El súbito ascenso a la fama de esta organización se debió a un suceso de capital importancia que dos años antes había modificado la historia de Europa y cambiado por completo la dirección en que hasta entonces se había desarrollado el movimiento de la clase trabajadora.
Si Marx y Engels vaticinaron a veces sucesos que no ocurrieron, más de una vez no previeron sucesos que sí tuvieron lugar. Así, Marx no creyó que se produjera la guerra de Crimea, y apoyó al bando inadecuado en la guerra austroprusiana. La guerra francoprusiana de 1870 fue para ellos del todo inesperada. Durante años habían desestimado el poderío prusiano, y la verdadera alianza del cinismo con la fuerza bruta estaba representada a sus ojos por el emperador de los franceses. Bismarck era un capaz Junker, que servía a su rey y a su clase, y ni siquiera su victoria sobre Austria los convenció de sus reales aspiraciones y su verdadera índole. Acaso Marx haya sido auténticamente engañado, en cierto modo, por las declaraciones de Bismarck de que libraba una guerra puramente defensiva, pues suscribió la protesta que el Consejo de la Internacional publicó inmediatamente, cosa que muchos socialistas de los países latinos nunca le perdonaron, quienes insistieron, en años posteriores, en que estuvo inspirada por el puro patriotismo alemán, al que tanto él como Engels eran notoriamente proclives. La Internacional en general, y en particular sus miembros alemanes, se comportaron irreprochablemente durante toda la breve campaña. En su proclamación lanzada en medio de la guerra, el Consejo advirtió a los obreros alemanes que no apoyaran la política de anexión que bien podía seguir Bismarck; explicó en términos claros que los intereses del proletariado alemán y los del francés eran idénticos, y que sólo los amenazaba el enemigo común, la burguesía capitalista de ambos países, la cual había desencadenado la guerra en procura de sus propios fines y derrochando por éstos la vida y sustancia de la clase trabajadora, tanto de Alemania como de Francia. Exhortaba asimismo a los obreros franceses a apoyar la formación, a su debido tiempo, de una república sobre bases ampliamente democráticas. Durante la salvaje oleada de patriotería guerrera que se desencadenó sobre Alemania y que sumergió hasta el ala izquierda de los lassallianos, sólo los marxistas Liebknecht y Bebel conservaron la cordura. Para indignación de todo el país, se abstuvieron de votar a favor de créditos de guerra y hablaron enérgicamente contra ésta en el Reichstag y, en particular, contra la anexión de Alsacia y Lorena. Por ello se les acusó de traición y se les encarceló. En una celebrada carta a Engels, Marx señala que la derrota de Alemania, que habría fortalecido al bonapartismo y paralizado a los trabajadores alemanes por muchos años, hubiera sido aún más desastrosa que la victoria alemana. Al trasladar el centro de gravedad de París a Berlín, Bismarck, si bien de forma no intencional, favorecía la causa de los obreros, pues los trabajadores alemanes, al estar mejor organizados y mejor disciplinados que los franceses, constituían una ciudadela más fuerte de la democracia social que la que podían haber erigido los franceses, al paso que la derrota del bonapartismo alejaría de Europa una pesadilla.
En el otoño, el ejército francés fue derrotado en Sedán, el emperador cayó prisionero y París fue sitiada. El rey de Prusia, que había jurado solemnemente que la guerra era defensiva y no se dirigía contra Francia, sino contra Napoleón, cambió de táctica y, apoyado por un plebiscito popular, exigió la cesión de Alsacia y Lorena y el pago de una indemnización de cinco mil millones de francos. La marea de la opinión inglesa, hasta entonces anti bonapartista y progermánica, cambió súbitamente de dirección, influida por continuos informes de atrocidades perpetradas en Francia por los prusianos. La Internacional publicó un segundo manifiesto en que protestaba violentamente contra la anexión, denunciaba las ambiciones dinásticas del rey de Prusia y exhortaba a los trabajadores franceses a unirse con todos los defensores de la democracia contra el común enemigo prusiano.
Si las fronteras han de fijarse según los intereses militares —escribió Marx en 1870—, las reclamaciones nunca acabarán, porque toda línea militar es necesariamente defectuosa y cabe mejorarla mediante la anexión de otros territorios; nunca se las podrá fijar justa o definitivamente porque siempre procurarán enmendarlas el conquistador o el conquistado y, consecuentemente, llevan dentro de sí las semillas de nuevas guerras. La historia medirá su retribución no ya por la extensión de las millas cuadradas conquistadas a Francia, sino por la intensidad del crimen de hacer revivir, en la segunda mitad del siglo XIX, la política de conquista.
Esta vez no sólo Liebknecht y Bebel, sino también los lassallianos, votaron en contra de la concesión de créditos de guerra, avergonzados de su reciente patriotismo. Jubilosamente Marx escribió a Engels que por primera vez los principios y la política de la Internacional habían obtenido expresión pública en una asamblea legislativa europea: la Internacional se había convertido en una fuerza que era preciso reconocer oficialmente, y al fin comenzaba a realizarse el sueño de un partido proletario unido que perseguía idénticos fines en todos los países. París se veía amenazada por el hambre y capituló; eligióse una asamblea nacional, Thiers fue presidente de la nueva república y constituyó un gobierno provisional que sustentaba opiniones conservadoras. En marzo el gobierno intentó desarmar a la Guardia Nacional de París, fuerza ciudadana voluntaria que mostraba signos de simpatías radicales. La Guardia se negó a entregar las armas, declaró su autonomía, depuso a los funcionarios del gobierno provisional y eligió un comité revolucionario del pueblo como gobierno verdadero de Francia. Las tropas regulares fueron trasladadas a Versalles y sitiaron la ciudad rebelde. Fue ésta la primera campaña que ambos bandos reconocieron inmediatamente como una abierta guerra de clases.
La Comuna, tal como el nuevo gobierno se calificaba a sí mismo, no fue creada ni inspirada por la Internacional; ni siquiera fue, en sentido estricto, socialista en sus doctrinas, a menos que una dictadura de cualquier comité popularmente elegido constituya por sí misma un fenómeno socialista. La componían una serie de individuos altamente heterogéneos, en su mayor parte adeptos de Blanqui, Proudhon y Bakunin, con una mezcla de neojacobinos retóricos, como Félix Pyat, que sólo sabían que luchaban por Francia, el pueblo y la revolución y juraban la muerte de todos los tiranos, sacerdotes y prusianos. Obreros, soldados, escritores, pintores como Courbet, estudiosos como el geógrafo Eliseo Réclus y el crítico Valles, políticos ambivalentes como Rochefort, exilados políticos de opiniones moderadamente liberales, bohemios y aventureros de toda laya fueron arrastrados por una común oleada revolucionaria. Ésta se alzó en un momento de histeria nacional, después de la miseria material y moral de un sitio y una capitulación, en un momento en que la revolución nacional que prometía barrer al fin con los últimos vestigios de la reacción bonapartista y orleanista, abandonada por las clases medias, denunciada por Thiers y sus ministros, insegura de obtener el apoyo de los campesinos, parecía súbitamente amenazada por el retorno de aquéllos a quienes más se temía y aborrecía: los generales, los financieros, los sacerdotes. Merced a un gran esfuerzo, el pueblo había apartado de sí una pesadilla tras otra: primero el imperio y luego el sitio; apenas se habían despertado cuando los espectros parecían avanzar una vez más sobre ellos: aterrados, se sublevaron. Este sentimiento común de horror ante el resurgimiento del pasado era casi el único vínculo que unía a los comuneros. Sus opiniones sobre organización política (más allá del odio común al gobierno centralizado, caro a Marx) eran en cierto modo vagas; anunciaron que, en sus viejas formas, el Estado había quedado abolido, y exhortaron al pueblo alzado en armas a que se gobernara a sí mismo.
Empero, como las provisiones comenzaran a escasear y la situación de los sitiados se tornara más desesperada, cundió el terror; comenzaron a decretarse proscripciones, condenábase y ejecutábase a hombres y mujeres, muchos de ellos inocentes por cierto y muy pocos merecedores de la muerte. Entre los ejecutados figuró el arzobispo de París, a quien se había tomado como rehén contra el ejército destacado en Versalles. El resto de Europa observaba los monstruosos sucesos con creciente indignación y disgusto. Los comuneros aparecían, incluso ante la opinión ilustrada, incluso ante viejos y probados amigos del pueblo, como Louis Blanc y Mazzini, como una banda de criminales lunáticos sordos a las voces de humanidad, incendiarios sociales engreñados en destruir toda religión y toda moralidad, hombres enajenados por injusticias reales e imaginarias, apenas responsables de las enormidades por ellos perpetradas. Prácticamente toda la prensa europea, tanto reaccionaria como liberal, se unió para dar la misma impresión. Aquí y allá un diario radical condenaba menos categóricamente que los otros y tímidamente alegaba circunstancias atenuantes. Las atrocidades de la Comuna no tardaron en ser vengadas. Las represalias que tomó el ejército victorioso cobraron la forma de ejecuciones en masa; el terror blanco, como es común en tales casos, sobrepasó con mucho en actos de bestial crueldad a los peores excesos del régimen, a las fechorías que habían precipitado su fin.
La Internacional vaciló; compuesta principalmente como estaba por opositores de los proudhonistas, los blanquistas y los neojacobinos que constituían la mayoría de la Comuna, contraria al programa libremente federal de los comuneros y, en particular, a los actos de terrorismo, había advertido formalmente, además, contra la rebelión declarando que «cualquier intento de derrocar el nuevo gobierno en la crisis actual… sería una desesperada locura». Los miembros ingleses estaban particularmente ansiosos de no transigir, de no asociarse abiertamente a un organismo que, en opinión de la mayoría de sus conciudadanos, era apenas mejor que una pandilla de criminales comunes. Marx disipó sus dudas con un acto sumamente característico. En nombre de la Internacional, publicó un mensaje en que proclamaba que había pasado el momento del análisis y la crítica. Después de ofrecer una rápida y vivida reseña de los sucesos que condujeron a la creación de la Comuna, a su surgimiento y caída, la aclamó como la primera manifestación abierta y desafiante registrada en la historia del poderío e idealismo de la clase trabajadora, como la primera batalla campal que ella había librado contra los opresores ante los ojos de todo el mundo, como un acto que forzó a sus falsos amigos —la burguesía radical, los demócratas y los humanitarios— a mostrarse con su verdadero rostro, es decir, como enemigos de los fines últimos por los cuales estaba dispuesta a vivir y morir. Y fue aún más lejos: reconoció el reemplazo del Estado burgués por la Comuna como aquella forma de transición en la estructura social indispensable para que los trabajadores obtengan la emancipación final. Considera el Estado como encarnación de «la civilización y justicia del orden burgués» que legaliza el parlamentarismo y que, una vez desafiado por sus víctimas, «se presenta como salvajismo no disfrazado y venganza sin leyes». Las raíces y ramas del Estado han de ser por lo tanto destruidas. Y así, una vez más, como en 1850 y en 1852, se retractó de la doctrina del Manifiesto comunista, que afirmaba, contra los utópicos franceses y los primeros anarquistas, que el fin inmediato de la revolución no consistía en destruir, sino en tomar el Estado («el proletariado… centralizará todos los instrumentos de producción en manos del Estado») y hacer uso de él para aniquilar al enemigo.
Al paso que aprobaba muchas de las medidas adoptadas por la Comuna, la censuraba por no ser suficientemente implacable y radical; tampoco creía en su aspiración de crear una inmediata igualdad social y económica. «El derecho no puede nunca ser más alto —escribió algunos años después— que la estructura económica de la sociedad y el desarrollo cultural por ella determinado». Ni una ni otro pueden transformarse de la noche a la mañana.
Su folleto, luego titulado La guerra civil de Francia, no estaba concebido primariamente como un estudio histórico; tratábase de una maniobra táctica caracterizada por la audacia y la intransigencia. A menudo sus propios secuaces censuraron a Marx el permitir que la Internacional se asociara, en la mente popular, a una banda de infractores de la ley y asesinos, que se granjeara innecesariamente una siniestra reputación. Pero no era ésta la suerte de consideraciones que hubieran podido afectarlo ni siquiera en grado mínimo. Toda su vida fue convencido e intransigente creyente en una violenta revolución de la clase trabajadora. La Comuna fue el primer levantamiento espontáneo de los trabajadores en su condición de trabajadores y, según su opinión, en los desórdenes de junio de 1848 se trató de un ataque de que ellos fueron objeto y no de un ataque por ellos lanzado. La Comuna no estaba directamente inspirada por Marx y, por cierto, la consideraba un garrafal error político: sus adversarios, los blanquistas y proudhonistas, predominaron en ella hasta el fin; sin embargo, consideraba inmensa su significación. Antes de ella había habido, sí, muchas corrientes dispersas de pensamiento y acción socialistas, pero aquel alzamiento con sus repercusiones mundiales, así como el gran efecto que estaba destinado a producir sobre los trabajadores de todos los países, fue el primer suceso de la nueva era. Los hombres que habían muerto en él y por él eran los primeros mártires del socialismo internacional, y su sangre había de ser simiente de la nueva fe proletaria; cualesquiera fuesen los trágicos errores y negligencias de los comuneros, ellos constituyeron, ejemplo sin par en el pasado, la medida del papel histórico de los trabajadores, de la posición que éstos estaban destinados a ocupar en la tradición de la revolución proletaria.
Al rendirles tributo, logró lo que se proponía lograr: ayudó a crear una leyenda heroica del socialismo. Engels, cuando se le pidió que definiera la «dictadura del proletariado», señaló la Comuna como la realización que más se había aproximado hasta entonces a dicha concepción. Más de treinta años después, Lenin defendió el alzamiento de Moscú que tuvo lugar durante la abortada Revolución Rusa de 1905, contra las críticas de Plejánov, recordando la actitud de Marx frente a la Comuna y señalando que el valor emocional y simbólico de un gran estallido heroico, por mal que esté concebido, por perjudicial que sea en sus resultados inmediatos, constituía un beneficio infinitamente mayor y más permanente para un movimiento revolucionario que la comprensión de su futilidad en un momento en que lo que más importa no es escribir bien la historia, y ni siquiera aprender sus lecciones, sino hacerla.
La publicación del mensaje embarazó y desconcertó a muchos miembros de la Internacional y apresuró su disolución final. Marx intentó salir al paso de todos los reproches diciendo que era el único autor del escrito. «El doctor terror rojo», como se lo conocía entonces popularmente, se convirtió de la noche a la mañana en objeto del odio público: comenzó a recibir cartas anónimas y su vida se vio varias veces amenazada. Jubilosamente escribió a Engels:
Esto me hace mucho bien después de veinte largos y aburridos años de aislamiento idílico, como el de una rana en una charca. El órgano del gobierno —The Observer— hasta me amenaza con una querella judicial. Que lo intenten, si ello les place. ¡Me burlo de la canaille!
El alboroto se disipó, pero el perjuicio hecho a la Internacional fue permanente, pues ella quedó indisolublemente enlazada, para la policía y el público en general, a los desmanes de la Comuna. Asestábase un golpe a la alianza de los dirigentes sindicales ingleses con la Internacional, alianza que de cualquier modo era, según el punto de vista de ellos, enteramente oportunista, basada en su utilidad para promover intereses específicamente sindicales. Por entonces cortejaba asiduamente a los sindicatos el Partido Liberal, que prometía apoyarlos en estas mismas cuestiones. La perspectiva de una pacífica y respetable conquista del poder no los llevaba a desear vincularse a un notorio complot revolucionario; el único fin que perseguían era elevar el nivel de vida y la condición social y política de los hábiles obreros especializados a quienes representaban. No se consideraban un partido político, y si suscribían el programa de la Internacional, ello se debía en parte al grado de elasticidad de sus estatutos, que hábilmente eludían señalar a los miembros fines revolucionarios, pero sobre todo a la vaguedad de sus opiniones políticas. El gobierno no dejó de apreciar este hecho y, al contestar a una circular del gobierno español que pedía la supresión de la Internacional, replicó, por medio del ministro de Asuntos Exteriores, Lord Granville, que en Inglaterra no había peligro alguno de insurrección armada; los miembros ingleses eran hombres pacíficos, únicamente ocupados en negociaciones laborales y no daban al gobierno motivos de aprensión. El propio Marx tenía amarga conciencia de la verdad de esto: hasta Harney y Jones eran preferibles, a sus ojos, a los hombres con quienes ahora debía vérselas, sólidos funcionarios sindicalistas, como Odger, Cremer o Applegarth, que desconfiaban de los extranjeros, no se preocupaban por los sucesos que ocurrían fuera de su país y desestimaban las ideas.
En los años 1870-71 no se celebró ninguna reunión en la Internacional, pero en 1872 el organismo fue convocado en Londres. La propuesta más importante presentada en este Congreso —que la clase trabajadora dejara en lo sucesivo de confiar, para la lucha política, en la ayuda de los partidos burgueses y que formara un partido propio— fue aprobada después de un debate tormentoso gracias a los votos de los delegados ingleses. El nuevo partido político no se constituyó en vida de Marx, pero el Partido Laborista nació en esta reunión, al menos como idea, y puede considerárselo la mayor contribución de Marx a la historia interna de su patria adoptiva. En el mismo Congreso, los delegados ingleses insistieron en el derecho —y lo conquistaron— de formar una organización local separada, en lugar de estar representados como antes por el Consejo General. Esto desagradó y aterró a Marx; tratábase de un gesto de desconfianza, casi de rebelión; al punto sospechó de ciertas maquinaciones por parte de Bakunin, a quien los acontecimientos recientemente ocurridos en Francia habían ensoberbecido, pues sentía que ellos tuvieron por causa directa su influencia personal. Buena parte de París quedó destruida por el fuego durante la Comuna, y este fuego le parecía un símbolo de su propia vida y una magnífica realización de su paradoja preferida: «También la pasión por la destrucción es una pasión creadora».
Marx no entendía ni deseaba entender la base emocional de los actos y declaraciones de Bakunin: la influencia de aquel «Mahoma sin Corán» representaba una amenaza para el movimiento y, por consiguiente, había de ser destruida.
La Internacional se fundó —escribió en 1871— a fin de reemplazar las sectas socialistas y semisocialistas por una auténtica organización de la clase trabajadora, que la habilite para la lucha… El sectarismo socialista y un verdadero movimiento de la clase trabajadora están en razón inversa el uno respecto del otro. Las sectas tienen derecho a existir sólo mientras la clase trabajadora no esté suficientemente madura para organizarse en un propio movimiento independiente; tan pronto como llega este momento, el sectarismo se torna reaccionario… La historia de la Internacional es una batalla incesante del Consejo General contra los experimentos improvisados y las sectas… Hacia fines de 1868, Bakunin se incorporó a la Internacional con el propósito de crear una Internacional dentro de la Internacional y de encabezarla. Para el señor Bakunin, su propia doctrina (una absurda chapucería compuesta de retazos y fragmentos de opiniones tomadas de Proudhon, Saint-Simon, etc.) era —y continúa siéndolo— algo de importancia secundaria que sólo le sirve como medio de adquirir influencia y poder personales. Pero si Bakunin nada representa como teórico, Bakunin como intrigante ha alcanzado la cima más alta de su profesión… Y en cuanto a su abstención política, todo movimiento en el que la clase trabajadora como tal se enfrenta con las clases gobernantes y ejerce presión sobre ellas desde afuera es, por ello mismo, un movimiento político… pero cuando la organización de los trabajadores no está suficientemente desarrollada para arriesgar una lucha decisiva con el poder político dominante… entonces ha de prepararse para ello por obra de una agitación incesante contra los crímenes y locuras de la clase gobernante. De lo contrario, se convierte en un juguete en las manos de ésta, como lo demostró la revolución de septiembre en Francia y, en cierta medida, los recientes éxitos en Inglaterra de Gladstone y compañía.
Por esta época, Bakunin vivía la última y más extraña fase de su bizarra existencia. Se había rendido al hechizo de Nechayev, joven terrorista ruso cuya audacia y falta de escrúpulos halló irresistibles. Nechayev, que creía en la extorsión y la intimidación como esenciales métodos revolucionarios, justificados por su fin, había escrito una carta anónima al agente del probable editor de la versión rusa de Das Kapital (la que había de hacer Bakunin), amenazándolo en términos generales, pero violentos, en el caso de que se obstinara en imponer a los hombres de genio aquel desdichado mamotreto o importunar a Bakunin reclamándole la devolución de la suma entregada en concepto de anticipo. El asustado y enfurecido agente envió la carta a Marx. Es dudoso que la prueba de las intrigas dirigidas por la organización de Bakunin, la Alianza Democrática, haya sido por sí misma suficiente para asegurar su expulsión, pues contaba con muchos amigos personales en el Congreso; pero la investigación por parte del comité de este escándalo y la dramática producción de la carta de Nechayev inclinaron la balanza. Después de largas y tempestuosas sesiones en cuyo transcurso hasta se logró persuadir a los proudhonistas de que ningún partido podía conservar su unidad mientras Bakunin figurara en sus filas, él y sus amigos más íntimos fueron expulsados por una pequeña mayoría.
La proposición siguiente de Marx cayó también como una bomba entre los miembros del Congreso: tratábase de trasladar la sede del Consejo a los Estados Unidos. Todos comprendieron que ello equivalía a la disolución de la Internacional. Los Estados Unidos no estaban sólo infinitamente alejados de los problemas europeos, sino que también era insignificante el papel que desempeñaban en la Internacional. Los delegados franceses declararon que también cabía trasladarla a la luna. Marx no dio ninguna razón explícita en apoyo de su propuesta, que fue formalmente sometida a la aprobación del Consejo por Engels, si bien el propósito perseguido habrá sido transparente para todos los allí reunidos. Marx no podía operar sin la leal e indiscutida obediencia de por lo menos algunos sectores del organismo que gobernaba; Inglaterra se había separado, y el maestro había pensado en trasladar el Consejo a Bélgica, pero allí también el elemento antimarxista se volvía formidable; en Alemania, el gobierno lo suprimiría; Francia, Suiza y Holanda estaban lejos de inspirar confianza; Italia y España eran baluartes decididamente bakuninistas. Antes que enfrentar una enconada lucha, que en el mejor de los casos finalizaría con una victoria a lo Pirro y destruiría toda esperanza de lograr una unidad proletaria por muchas generaciones, Marx decidió, después de asegurarse de que no caería en manos de los bakuninistas, permitir que la Internacional expirara en paz.
Sus críticos manifiestan que Marx juzgaba el mérito de todas las asambleas socialistas únicamente por el grado en que a él le estaba permitido dominarlas; y por cierto que él mismo y Engels formularon esta ecuación, y del modo más automático; ni uno ni otro mostraron jamás ningún indicio de comprender la desconcertada indignación que semejante conducta excitaba en vastos sectores de sus adeptos. Marx asistió al Congreso de La Haya y su prestigio era tal que, a pesar de una violenta oposición, el Congreso acabó por votar su propia extinción virtual por una leve mayoría. Sus reuniones posteriores fueron parodias, hasta que finalmente expiró en Filadelfia en 1876. La Internacional se reconstituyó, sí, trece años después, pero entonces —y era éste un período en que crecía rápidamente la actividad socialista en todos los países— su carácter fue muy diferente. A pesar de sus aspiraciones explícitamente revolucionarias, era más parlamentaria, más respetable, más optimista, esencialmente conciliadora, y llegaba a abrazar la creencia en la inevitabilidad de la evolución gradual de la sociedad capitalista hacia un moderado socialismo, por obra de una presión desde abajo persistente, pero pacífica.

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GRUPO DE JÓVENES MARCHARON POR LAS CALLES DE TOCACHE, PARA EXIGIR EL CIERRE DEL CONGRESO




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