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PARÍS
Llegará un tiempo en que el sol
ha de brillar sólo sobre un mundo de hombres libres que no reconozcan más amo
que su razón, cuando los tiranos y los esclavos, los sacerdotes y sus
instrumentos estúpidos o hipócritas ya no existan más que en la historia o en
el teatro.
CONDORCET
I
El fermento social, político y
artístico de París a mediados del siglo XIX es un fenómeno sin paralelos en la
historia europea. Un notable conjunto de poetas, pintores, músicos, escritores,
reformadores y teóricos se había reunido en la capital francesa, la cual, bajo
la monarquía relativamente tolerante de Luis Felipe, dio asilo a exilados y
revolucionarios de muchos países. París ya era conocida por su generosa
hospitalidad intelectual; las décadas de 1830 y 1840 fueron años de profunda
reacción política en el resto de Europa, y artistas y pensadores en número
siempre creciente se congregaron en aquel círculo de luz procedentes de la
oscuridad que lo rodeaba, hallando que en París no se veían, como en Berlín,
empujados al conformismo por la civilización nativa, ni como en Londres
quedaban abandonados fríamente a sí mismos, arracimándose en pequeños grupos
aislados, sino que se les recibía libre y hasta entusiastamente y se les
franqueaba la puerta de los salones sociales y artísticos que habían
sobrevivido a los años de la restauración monárquica. La atmósfera intelectual
en la que estos hombres conversaban y escribían era de excitación e idealismo.
Una común disposición anímica de protesta apasionada contra el viejo orden,
contra reyes y tiranos, contra la
Iglesia y el ejército, y sobre todo contra las masas
filisteas que nada comprendían, esclavos y opresores enemigos de la vida y de
los derechos de la libre personalidad humana, produjo un estimulante
sentimiento de solidaridad emocional que unió a aquella sociedad tumultuosa y
muy heterogénea. Cultivábanse intensamente las emociones, expresábanse en
frases ardientes los sentimientos y creencias individuales, los gritos de
combate revolucionarios y humanitarios los repetían con fervor hombres que
estaban dispuestos a no traicionarlos; fue aquélla una década durante la cual
se desarrolló un tráfico internacional de ideas, teorías, sentimientos
personales, más rico que el de cualquier otro período anterior; vivían por
entonces, congregados en el mismo lugar, atrayéndose, repeliéndose y
transformándose los unos a los otros, hombres de dotes muy diversas, más
sorprendentes y más articulados que cualquier otra generación a partir del
Renacimiento. Todos los años llegaban a París nuevos exiliados de los
territorios del emperador y del zar. Las colonias polacas, húngaras, rusas,
alemanas, prosperaban en una atmósfera de universal simpatía y admiración. Sus
miembros constituían comunidades internacionales, escribían folletos, hablaban
en asambleas, tomaban parte en conspiraciones, pero, sobre todo, hablaban y
argumentaban incesantemente en casas privadas, en las calles, en los cafés, en
banquetes públicos; prevalecía un sentimiento de exaltación y optimismo.
Los escritores revolucionarios y
los políticos radicales estaban en el colmo de sus esperanzas y poder, pues sus
ideales aún no habían sido muertos y las frases revolucionarias aún no estaban empañadas
por el desastre de 1848. Una solidaridad internacional como aquélla por la
causa de la libertad jamás se había dado antes en parte alguna: poetas y
músicos, historiadores y teóricos sociales, sentían que no escribían para sí
mismos o para un público particular, sino para la humanidad. En 1830 se había
logrado una victoria sobre las fuerzas de la reacción y aquellos hombres
continuaban viviendo de sus frutos; la sofocada conspiración blanquista de 1839
la habían ignorado la mayor parte de los románticos liberales, quienes la
consideraban una oscura sedición; empero, no se trató de un estallido aislado,
pues aquella bullente y nerviosa actividad artística tenía lugar contra un
telón de fondo de turbulento progreso financiero e industrial acompañado de una
implacable corrupción en medio de la que enormes fortunas se hacían súbitamente
y se perdían de la noche a la mañana en bancarrotas colosales. Un gobierno de
realistas desilusionados estaba controlado por la nueva clase dominante de
grandes financieros y magnates ferroviarios, de grandes industriales que se
movían en un laberinto de intrigas y sobornos en el que oscuros especuladores y
sórdidos aventureros dirigían el destino económico de Francia. Los frecuentes
tumultos de obreros industriales en el sur indican un estado de desasosiego
turbulento debido tanto a la conducta inescrupulosa de ciertos patronos como a
la revolución industrial, que estaba transformando al país más rápida y
brutalmente, aunque en escala mucho más pequeña, que a Inglaterra. El agudo
descontento social, junto con el reconocimiento universal de la debilidad y
deshonestidad del gobierno, eran otros factores que aumentaban la sensación
general de crisis y transición, la cual todo lo hacía aparecer alcanzable a una
persona suficientemente dotada, inescrupulosa y enérgica; tal atmósfera
alimentaba la imaginación y producía oportunistas pictóricos y ambiciosos del
tipo que hallamos en las páginas de Balzac y en la novela inconclusa de
Stendhal Luden Leuwen; por otro lado,
la relajación de la censura y la tolerancia de que daba pruebas la monarquía de
julio permitieron la aguda y violenta forma del periodismo político, que a
veces se elevaba a una noble elocuencia y que, en una época en que las palabras
impresas tenían mayor poder para desplazarse, estimulaba el intelecto y las
pasiones y recargó aún más aquella atmósfera eléctrica. Las memorias y cartas
que nos dejaron escritores, pintores, músicos —Musset, Heine, Tocqueville,
Delacroix, Wagner, Berlioz, Gauthier, Herzen, Turguenev, Victor Hugo, George
Sand, Liszt— expresan algo del encanto que circunda a aquellos años señalados
por la aguda y consciente sensibilidad, la alta vitalidad de una sociedad rica
en genios, preocupada por autoanalizarse, mórbida, y que no dejaba de
dramatizarse a sí misma, pero orgullosa de su novedad y fuerza por haberse
liberado súbitamente de las antiguas cadenas, por su nuevo sentido de la
vastedad del espacio, de tener lugar para moverse y crear. Hacia 1851 esta
disposición de ánimo había muerto; pero se había creado una gran leyenda que ha
sobrevivido hasta nuestros días y que ha hecho de París un símbolo del progreso
revolucionario ante sus propios ojos y los de los otros.
No obstante, Marx no había ido a
París en busca de nuevas experiencias. Era un hombre de naturaleza nada
emotiva, hasta frígida, sobre quien el medio ambiente producía poco efecto y
que más bien imponía su propia forma invariable a toda situación en que se
hallara; desconfiaba de todo entusiasmo y en particular del que se nutre de
frases galantes. Contrariamente a su compatriota el poeta Heine o a los
revolucionarios rusos Herzen y Bakunin, no experimentó aquella sensación de
emancipación por ellos expresada cuando en cartas extáticas proclamaban que
habían hallado en ese centro todo lo que era más digno de admiración en la
civilización europea. Eligió París antes que Bruselas o una ciudad de Suiza por
la razón más práctica y específica de que ése le parecía el lugar más
conveniente para editar los Deutsch-Franzosische
Jahrbücher, publicación destinada tanto al público no germánico como al
germánico. Además, aún deseaba hallar una respuesta a la cuestión para la que
no había encontrado solución satisfactoria en los enciclopedistas, ni en Hegel
ni en Feuerbach, ni tampoco en la literatura política e histórica que leía tan
rápida e impacientemente en 1843. En última instancia, ¿a qué había de
atribuirse el fracaso de la Revolución Francesa ? ¿En qué error teórico o
práctico se incurrió para hacer posible el Directorio, el Imperio y,
finalmente, el regreso de los Borbones? ¿Qué errores debían evitar los hombres
que medio siglo después aún procuraban descubrir los medios de fundar una
sociedad libre y justa? ¿No hay leyes que gobiernan los cambios sociales y cuyo
conocimiento hubiera salvado a la gran revolución? Los enciclopedistas más
audaces indudablemente habían simplificado de modo burdo la naturaleza humana
al representarla capaz de convertirse de la noche a la mañana en cabalmente
racional y cabalmente buena por obra de una educación ilustrada. La respuesta
hegeliana de que los tiempos aún no estaban maduros, de que la revolución había
fracasado porque la Idea
Absoluta no había alcanzado aún el estadio adecuado porque
los ideales que los revolucionarios esperaban alcanzar eran demasiado abstractos
y ahistóricos, esto, a su vez, parecía sufrir de los mismos defectos en el
sentido de que no se daba ningún criterio de cuál era ese estadio apropiado,
salvo la ocurrencia del estadio mismo. La sustitución de la solución ortodoxa
por fórmulas nuevas, como la autorrealización humana o razón encarnada, o el
criticismo crítico, parecían aportar algo más concreto o añadir algo
significativo. Es más, no se sostenía que estadio alguno de la Idea Absoluta
encarnara una «sociedad libre y justa» como Marx y los radicales entendían la
frase.
Al afrontar el problema, Marx
obró con su característica seriedad: estudió los hechos y leyó los informes
históricos de la revolución misma. También se sumergió en la vasta literatura
polémica escrita en Francia sobre ésta y otras cuestiones conexas y realizó
ambas tareas en un año. Desde los días de la escuela había empleado su ocio
principalmente leyendo, pero la extensión de su apetito en París sobrepasó
todos los límites. Como en la época de su conversión al hegelianismo, leía con
una suerte de frenesí, llenando sus cuadernos de anotaciones con extractos y
largos comentarios que en sus últimos escritos mucho le sirvieron. A fines de
1844 ya estaba familiarizado con las doctrinas políticas y económicas de los
principales pensadores franceses e ingleses, las que examinó a la luz de su aún
semiortodoxo hegelianismo para fijar finalmente su propia posición, definiendo
de modo categórico su actitud frente a aquellas dos tendencias inconciliables.
Leyó principalmente a los economistas, comenzando con Quesnay y Adam Smith y
finalizando con Sismondi, Ricardo, Say, Proudhon y sus seguidores. Su estilo
lúcido, frío, nada sentimental, contrastaba favorablemente con el confuso
arrebato emocional y la retórica de los alemanes; la combinación de agudeza
práctica y énfasis en la investigación empírica con hipótesis generales,
audaces e ingeniosas, atrajo a Marx y fortaleció su tendencia natural a evitar
cualquier forma de romanticismo y a aceptar sólo aquellas explicaciones
naturales de los fenómenos que pudieran apoyarse en las pruebas de la
observación crítica. La influencia de los escritores socialistas franceses y de
los economistas ingleses comenzó a disipar la niebla de hegelianismo que antes
todo lo envolvía.
Comparó la situación general de
Francia con la de su tierra natal y le impresionó el nivel infinitamente más
elevado de inteligencia y de capacidad para el pensamiento político de los
franceses:
En Francia todas las clases están
coloreadas de idealismo político —escribió en 1843—, y cada una de ellas se
siente representante de las necesidades sociales generales… Al paso que en
Alemania, donde la vida práctica es ininteligente y la inteligencia no es
práctica, los hombres se sienten llevados a protestar sólo por la necesidad
material, por las mismas cadenas… pero la energía revolucionaria y la confianza
en sí misma no son suficientes para habilitar a una clase a erigirse en
liberadora de la sociedad, sino que debe identificar a otra clase con el
principio de opresión… tal como en Francia fueron identificadas con él la
nobleza y el clero. Esta tensión dramática está ausente en la sociedad alemana…
hay sólo una clase cuyos males no son específicos, sino que son los del
conjunto de la sociedad: el proletariado.
Declara que el alemán es el más
atrasado de todos los pueblos occidentales. En la Alemania de entonces se
refleja fielmente el pasado de Inglaterra y Francia; la real emancipación de
los alemanes, que están respecto de pueblos más avanzados en la misma relación
en que el proletariado se halla respecto de otras clases, acarreará
necesariamente la emancipación de toda la sociedad europea de la opresión
política y económica.
Pero si le impresionó el realismo
político de estos escritores, no le chocó menos su falta de sentido histórico. Le
parecía que sólo esto hacía posible su fácil y superficial eclecticismo, la
notable despreocupación con que introducían modificaciones y adiciones en sus
sistemas aparentemente con la mayor falta de escrúpulos intelectuales. Tal
tolerancia le parecía mostrar poca seriedad o integridad. Sus opiniones fueron
en todas las épocas claras y violentas y las deducía de premisas que no
permitían vaguedades en las conclusiones, y le parecía que semejante
elasticidad intelectual sólo podía deberse a una comprensión insuficiente de la
estructura rigurosa del proceso histórico. La suposición de los economistas
clásicos, según la cual las categorías contemporáneas de economía política eran
válidas para todos los tiempos y todos los lugares, le pareció particularmente
absurda. Como después diría Engels, «los economistas de hoy hablan como si
Ricardo Corazón de León, de haber sabido sólo un poco de economía, hubiera
podido ahorrar seis siglos de torpezas mediante la instauración de la libertad
de comercio, en lugar de haber perdido el tiempo en las Cruzadas», como si
todos los sistemas económicos anteriores fuesen otras tantas aproximaciones
equivocadas al capitalismo, por los cánones del cual han de ser clasificados y
valorados. Tal incapacidad para comprender que sólo cabe analizar cada período
en términos de conceptos y categorías peculiares del mismo y determinadas por
sus propias estructuras socioeconómicas, es la causa del socialismo utópico, de
esos esquemas complicados que, en resumidas cuentas, no son más que otras
tantas versiones idealizadas de las sociedades burguesa o feudal, a los que no
se incorporan los aspectos «malos»; por el contrario, lo que se impone es
preguntar qué permitirá la historia que ocurra, qué tendencias del presente
están destinadas a desarrollarse y cuáles a perecer, y no lo que uno desea que
ocurra; y sólo se debe construir en concordancia con los resultados de este
método de investigación estrictamente científico.
No obstante, Marx sentía afinidad
con el sabor moral de estos escritores. Ellos también desconfiaban de las
intuiciones innatas y apelaciones a sentimientos que trascendían la lógica y la
observación empírica; también ellos veían en esto la última defensa de la
reacción y el irracionalismo; también ellos profesaban apasionados sentimientos
anticlericales y antiautoritarios; muchos de ellos sostenían opiniones pasadas
de moda acerca de la armonía natural de todos los intereses humanos, o creían
en la capacidad del individuo, liberado de las trabas del estado y de los
monarcas, para asegurar su propia felicidad y la de los demás. Su educación
hegeliana había hecho para él totalmente inaceptables semejantes puntos de
vista; pero en última instancia aquellos hombres eran los enemigos de sus
enemigos, y estaban alistados en el bando del progreso, luchaban por el avance
de la razón.
II
Si Marx derivó de Hegel su
concepción de la estructura histórica, esto es, de las relaciones formales
entre los elementos que constituyen la historia, conoció estos elementos por
Saint-Simon y sus discípulos, así como los nuevos historiadores liberales,
Guizot, Thierry y Mignet. Saint-Simon era un pensador de opiniones atrevidas y
originales: fue el primer escritor que afirmó que el desarrollo de las
relaciones económicas es el factor determinante en la historia —y por haberlo
hecho en aquella época tiene suficiente derecho a la inmortalidad—, y también
es el primero que analizó el proceso histórico como un conflicto continuo entre
clases económicas, entre aquellos
que, en un período dado, son los poseedores de los principales recursos
económicos de la comunidad, y aquellos que carecen de esta ventaja y han de
depender de los primeros para su subsistencia. Conforme a Saint-Simon, la clase
gobernante raras veces es suficientemente capaz o desinteresada para emplear de
manera completamente racional sus recursos o para instituir un orden en el cual
los más capaces de hacerlo son llamados para incrementar los recursos de la
comunidad, y raras veces suficientemente flexible para adaptarse a sí misma —y
las instituciones que controla— a las nuevas condiciones sociales que genera su
propia actividad. Por lo tanto, tiende a llevar a cabo una política miope y
egoísta, a formar una casta cerrada, a acumular toda la riqueza en unas pocas
manos y, por medio del prestigio y el poder así obtenidos, a reducir a la
mayoría desposeída a la esclavitud social y económica. Naturalmente, los
súbditos descontentos se agitan y consagran sus vidas al derrocamiento de la
minoría tiránica; y cuando la conjunción de circunstancias los favorece, acaban
por lograrlo. Pero están corrompidos por los largos años de servidumbre y son
incapaces de concebir ideales más elevados que los de sus amos, de modo que,
cuando conquistan el poder, lo emplean no menos irracional e injustamente que
sus anteriores opresores; a su vez, crean una nueva clase oprimida, y así la
lucha continúa en un nuevo nivel. La historia humana es la historia de tales
conflictos, en última instancia —como Adam Smith y los filósofos franceses del
siglo XVIII hubieran dicho— debido a la ceguera tanto de amos como de súbditos,
que no llegan a una coincidencia de los mejores intereses de ambos bajo una
distribución racional de los recursos económicos. En lugar de ello, las clases
gobernantes procuran detener todo cambio social, viven ociosa y disipadamente,
obstruyendo el progreso económico bajo su forma de invención técnica, el cual,
y aunque sólo él se desarrollara adecuadamente, rápidamente aseguraría, al
crear una abundancia ilimitada y al distribuirla científicamente, la eterna felicidad
y prosperidad de la humanidad. Saint-Simon, que era mucho mejor historiador que
su predecesor enciclopedista, concibió una opinión auténticamente evolutiva de
la sociedad humana, y estudió las épocas pasadas no según estuvieran más o
menos alejadas de la civilización del presente, sino según el grado de
adaptación de sus instituciones a las necesidades sociales y económicas de los
propios días, con el resultado de que su explicación, por ejemplo, de la Edad Media es mucho más
penetrante y atractiva que las de la mayor parte de sus contemporáneos
liberales. Veía el progreso humano como la actividad inventiva, creadora, de
los hombres en la sociedad, mediante la cual transforman y enriquecen sus
propias naturalezas y sus necesidades, así como los medios de satisfacerlas,
tanto espirituales como materiales; la naturaleza humana no es, como suponía el
siglo XVIII, una entidad fija, sino un proceso de crecimiento cuya dirección
determinan sus propios éxitos y fracasos. De ahí que hiciera notar que un orden
social que responde a las auténticas necesidades de su época puede tender a
estorbar los movimientos de una época posterior, convirtiéndose así en una
camisa de fuerza cuya naturaleza ocultan las clases protegidas por su
existencia. El ejército y la
Iglesia , elementos orgánicos y progresivos en la jerarquía
medieval, son ahora supervivencias anticuadas cuyas funciones desempeñan en la
sociedad moderna el banquero, el industrial, el hombre de ciencia, con la
consecuencia de que los sacerdotes, los soldados, los rentistas, sólo pueden
sobrevivir como seres ociosos y parásitos sociales que despilfarran la
sustancia de las nuevas clases y frenan su avance; por lo tanto, han de ser
eliminados. En su lugar han de colocarse a la cabeza de la sociedad expertos industriosos
y hábiles, elegidos por su capacidad ejecutiva: financieros, ingenieros,
organizadores de vastas empresas industriales y agrícolas rigurosamente
centralizadas, han de gobernar. Los saint-simonianos enseñaban que las leyes de
la herencia, determinantes de inmerecidas desigualdades de fortuna, han de ser
abolidas, pero que en modo alguno debía extenderse esta supresión a la
propiedad privada en general, pues todo hombre tiene derecho al fruto de su
trabajo personal. Como los hombres de la revolución, y Fourier y Proudhon
después de ellos, Saint-Simon y sus discípulos creían firmemente que el
disfrute de la propiedad proporcionaba a la vez el único incentivo para un
trabajo enérgico y el fundamento de la moralidad privada y pública. El Estado
debe recompensar adecuadamente, y en proporción a su eficiencia, a los
banqueros, promotores comerciales, industriales, inventores, matemáticos,
científicos, ingenieros, pensadores, artistas, poetas, puesto que una vez que
los expertos hayan racionalizado la vida económica de la sociedad, la virtud
natural de la progresiva naturaleza humana, la natural armonía de los intereses
de todos, garantizarán la seguridad, la justicia universal, el contento de
todos los hombres y su igualdad de oportunidades.
Saint-Simon vivió en una época en
que en Europa occidental estaban desapareciendo finalmente los últimos
vestigios del feudalismo ante el avance del empresario burgués y sus nuevos
recursos mecánicos. Tenía fe ilimitada en las inmensas posibilidades de la
invención técnica y en sus efectos naturalmente beneficiosos sobre la sociedad
humana; veía en la ascendente clase media hombres capaces y enérgicos, animados
por un sentido de justicia y un desinteresado altruismo, pero estorbados por la
ciega hostilidad de la aristocracia terrateniente y de la Iglesia , que temblaban por
sus privilegios y posesiones y así se tomaban enemigos de toda justicia y de
todo progreso científico y moral.
Semejante creencia no era
entonces tan ingenua como pueda parecemos ahora. Como el propio Marx habría de
repetir luego, en el momento de lucha por el surgimiento social, la vanguardia
de la clase ascendente identifica naturalmente en una nación su propia causa
con toda la masa de los oprimidos, y se siente —y en cierta medida lo es—
campeona desinteresada de un nuevo ideal, ya que lucha en las avanzadas del
frente progresivo. Saint-Simon fue el más elocuente profeta de la burguesía
ascendente, en su cualidad más generosa e idealista. De modo natural confiere
los más altos valores a la industria, la iniciativa, la inventiva, así como la
capacidad para planeamientos en gran escala; pero también formuló agudamente la
teoría de la lucha de clases, aunque sin saber mayormente qué aplicación
tendría un día esta parte de su doctrina. Era un noble terrateniente del siglo
XVIII, arruinado por la revolución, que había optado por identificarse con las
fuerzas del progreso y por explicar y justificar así el sobreseimiento de la
clase a que pertenecía.
Charles Fourier, su más celebrado
rival ideológico, era un viajante de comercio que vivió en París durante
aquellas primeras décadas del nuevo siglo, cuando los financieros e
industriales en quienes Saint-Simon cifraba todas sus esperanzas, lejos de
aplicarse a una reconciliación social, procedieron a ahondar el antagonismo de
clases mediante la creación de intereses monopolistas férreamente
centralizados. Obteniendo el control del crédito y empleando el trabajo en una
escala sin precedentes, crearon la posibilidad de la producción y distribución
en masa de mercancías, y compitieron así en términos desiguales con los
pequeños comerciantes y artesanos, a quienes sistemáticamente arrojaban del
mercado abierto y a cuyos hijos absorbían en sus fábricas y minas. En Francia,
el efecto social de la revolución industrial fue abrir una brecha y crear un
estado de permanente encono entre la grande
y la petite bourgueoisie. Típico
representante de la clase arruinada, Fourier prorrumpe en acerbas invectivas
contra la ilusión de que los capitalistas son los predestinados salvadores de
la sociedad. Su contemporáneo de más edad, el economista suizo Sismondi, había
defendido, aportando decisivas y abundantes pruebas históricas —y en un período
en que era preciso ser casi tanto como un genio para percibirlo—, la opinión de
que, mientras todas las luchas anteriores de clases se originaban por la
escasez de mercancías en el mundo, el descubrimiento de nuevos medios mecánicos
de producción inundaría el mundo de excesiva abundancia, y al poco, a menos que
se controlara, llevaría a una guerra de clases, comparada con la cual los
conflictos anteriores parecerían insignificantes. La necesidad de comercializar
la producción siempre creciente determinaría una continua competencia entre los
capitalistas rivales, que se verían forzados sistemáticamente a reducir los
salarios y a aumentar las horas de trabajo de los empleados a fin de
asegurarse, aunque tan sólo fuese por algún tiempo, una ventaja sobre un rival
más lento, competencia que a su vez llevaría a una serie de agudas crisis
económicas y que remataría en un caos social y político, debido a las guerras
intestinas entre grupos de capitalistas. Semejante pobreza artificial, que
crecería en proporción directa al incremento de mercancías, por encima del
monstruoso atropello de aquellos mismos principios humanos fundamentales para
garantizar los cuales se había hecho la gran revolución, sólo podía impedirse
mediante la intervención del Estado, el que debía restringir el derecho de
acumular capital y el de poseer los medios de producción. Pero mientras que
Sismondi era un «New Dealer» avant la
lettre o un profeta del Estado de bienestar, que creía en la posibilidad de
una sociedad centralmente organizada y gobernada racional y humanamente, y se
limitaba a hacer recomendaciones generales, Fourier desconfiaba de toda
autoridad central y declaraba que la tiranía burocrática está destinada a
desarrollarse si los organismos gubernamentales tienen vasto campo de dominio;
propuso que la tierra se dividiera en pequeños grupos, a los que dio el nombre
de falansterios, cada uno de los cuales se gobernaría a sí mismo y estaría
federado en organismos cada vez más amplios; todas las maquinarias, la tierra,
los edificios, los recursos naturales, habían de poseerse en común. Su visión,
singular mezcla de excentricidad y genio, inclusive en sus momentos más
apocalípticos, es minuciosa y precisa: una gran planta eléctrica central
realizaría mediante su energía todo el trabajo mecánico del falansterio; los
beneficios se dividirían entre el trabajo, el capital y el talento en la
estricta proporción 5:3:2, y los miembros, con no más de unas pocas horas de
trabajo diario, tendrían libertad entonces para ocuparse en desarrollar sus
facultades intelectuales, morales y artísticas, en una medida hasta entonces
sin precedentes en la historia.
La exposición se interrumpe a
menudo con estallidos de pura fantasía, como la profecía de la aparición en el
futuro inmediato de una nueva raza de animales, no desemejante en apariencia a
las especies existentes, pero más poderosa y más numerosa —«antileones»,
«antiosos», «antitigres»—, tan amigos del hombre y apegados a él como sus
actuales antepasados son hostiles y destructores, animales que realizarían
buena parte del trabajo que hoy hace el hombre con la habilidad, inteligencia y
previsión que faltan a las meras máquinas. La tesis alcanza sus puntos más
altos en los momentos más destructivos. Por el implacable rigor con que se
analizan los efectos autodestructores tanto de la centralización como de la
libre competencia, por la vehemente indignación y el auténtico horror que le
inspiran el total desprecio por la vida y libertad del individuo mostrado por
el régimen monstruoso de los financieros y sus mercenarios —los jueces, los
soldados, los administradores—, la acusación de Fourier es arquetipo de todos
los ataques ulteriores lanzados contra la doctrina del desenfrenado laissez-faire, de las grandes denuncias
de Marx y Carlyle, de las caricaturas de Daumier y de las obras teatrales de
Büchner, no menos que de las protestas izquierdistas y derechistas contra la
sustitución de las antiguas formas de privilegio por otras nuevas, y contra la
esclavización del individuo por la misma maquinaria creada para liberarlo.
La revolución de 1830, que
derrocó en Francia a Carlos X y elevó al trono a Luis Felipe, hizo revivir una
vez más el interés público por las cuestiones sociales. Durante la década
subsiguiente, las prensas lanzaron una interminable sucesión de libros y
folletos que denunciaban los males del sistema existente y sugerían toda suerte
de remedios, desde las proposiciones moderadamente liberales de Lamartine o
Crémieux hasta las exigencias semisocialistas más radicales de Marrast o Ledru
Rollin y el evolucionado socialismo estatal de Louis Blanc, para terminar con
los drásticos programas de Barbes y Blanqui, quienes en su diario L’Homme Libre abogaron por una violenta
revolución y la abolición de la propiedad privada. Considérant, discípulo de
Fourier, proclamó el inminente desmoronamiento del sistema existente de las
relaciones de propiedad, y conocidos escritores socialistas de la época, como
Pecqueur, Louis Blanc, Dézami —así como la figura más independiente y original
entre ellos, Proudhon—, publicaron sus más conocidos ataques contra el orden
capitalista entre 1839 y 1842, y a su vez fueron seguidos por una hueste de
figuras menores que diluyeron y vulgarizaron sus doctrinas. En 1834 el
sacerdote católico Lamennais dio a la estampa sus Palabras de un creyente, que contienen una doctrina socialista
cristiana, y en 1840 apareció la
Biblia de la libertad del abate Constant,
nueva prueba de que hasta en la
Iglesia había hombres incapaces de resistir al gran
llamamiento popular de las nuevas teorías revolucionarias.
El éxito sensacional de Diez años de Louis Blanc, brillante y
agrio análisis de los años 1830-40, indicó la tendencia de la opinión. El
comunismo literario y filosófico comenzaba a ponerse de moda: Cabet escribió
una utopía comunista sumamente popular titulada Viaje a Icaria. Pierre Leroux predica un igualitarismo místico a la
novelista George Sand, y Heine lo discute con simpatía en sus celebrados
apuntes sobre la vida social y literaria de París durante la monarquía de
julio.
El destino ulterior de estos
movimientos carece prácticamente de importancia. Después de algunos años de interrumpida
existencia, los saint-simonianos desaparecieron como movimiento y algunos de
ellos se convirtieron en prósperos magnates ferroviarios y rentistas,
cumpliendo así al menos un aspecto de la profecía de su maestro. Los discípulos
de Fourier, más idealistas, fundaron colonias comunistas en los Estados Unidos,
algunas de las cuales, como la comunidad de Oneida, perduraron algunas décadas
y atrajeron a prominentes escritores y pensadores norteamericanos; en la década
de 1960 ejercieron considerable influencia mediante su diario, el New York Tribune.
Marx se familiarizó con esas
teorías y sus propias doctrinas deben mucho a ellas. La visión de Saint-Simon
de nuevas y vastas posibilidades productivas, así como de su revolucionario
efecto sobre la sociedad, hablaba (y aún sigue hablándoles) a aquéllos para
quienes sólo la audaz industrialización permitirá el rápido avance hacia el
poder y la expansión y realización plenas de las capacidades humanas en todas
las esferas. Fourier hablaba a aquellos que, por el contrario, consideraban que
el desenfrenado impulso productor, sin tener para nada en cuenta la
distribución, destruía las relaciones humanas naturales, convertía a los
hombres en mercaderías, se burlaba de la justicia, distorsionaba las facultades
de los hombres para convertirlas en canales en los que ellos quedaban
bloqueados o vueltos contra sus necesidades más naturales, creaba un espantoso
campo de guerra selvática, mutuamente destructiva, la cual sólo cabía contener
mediante una implacable centralización, que aplastaba igualmente a sus víctimas
y que la frenética expansión de las empresas productoras parecía tornar
inevitable. Marx aceptaba ambas tesis; intentaba mostrar que los hombres
progresaban —a través de mares de cieno y sangre— hacia una sociedad en la que
las profecías más optimistas sobre una productividad no fiscalizada se
conjugaban con un control social que había de salvarlos de la consunción, la
opresión, la frustración, la atomización. Para mostrarlo y ofrecer de ello
concreta evidencia, puso a prueba las teorías sociales de los pensadores
franceses como mejor pudo, familiarizándose con los detalles de la reciente
historia social, extraídos de todas las fuentes que hallaba a su alcance, de
libros, de diarios, reuniéndose con escritores y periodistas y pasando las
noches con los pequeños grupos revolucionarios compuestos de viajeros alemanes
que, bajo la influencia de agitadores comunistas, se congregaban para discutir
los asuntos de su dispersada organización y, más vagamente, la posibilidad de
una revolución en la tierra natal. Conversando con estos artesanos, descubrió
algunas de las esperanzas y necesidades de una clase de la que las obras de
Saint-Simon y sus epígonos habían bosquejado un retrato un tanto abstracto.
Marx apenas había pensado en los precisos papeles que la pequeña burguesía y el
proletariado habían de desempeñar para hacer progresar la razón y mejorar la
sociedad. A aquéllos había de sumarse también el inestable elemento déclassé, compuesto de figuras
marginales, miembros de oficios singulares, bohemios, soldados sin empleo,
actores, intelectuales, ni amos ni esclavos, independientes y, sin embargo,
situados precariamente en el mismo borde del nivel de subsistencia y cuya
existencia apenas reconocieron los historiadores sociales y, mucho menos,
explicaron o analizaron. Su interés por los escritos económicos de los
socialistas, que constituían el ala izquierda del partido reformador francés,
atrajo su atención hacia estas cuestiones. Ruge le había encargado un ensayo
para su periódico sobre la Filosofía del Derecho, de Hegel. Lo escribió
junto con un ensayo sobre la cuestión judía, a principios de 1844. El ensayo
acerca de los judíos tenía el carácter de réplica a los artículos de Bruno
Bauer sobre el tema. Bauer había declarado que los judíos, históricamente
rezagados un estadio respecto de los cristianos, debían bautizarse antes de
poder reclamar razonablemente plena emancipación civil. En su contestación,
Marx declaraba que los judíos no constituían ya una entidad religiosa o racial,
sino una entidad puramente económica, forzada a la usura y a otras profesiones
poco atractivas por el trato de que sus vecinos los hacían objeto, una
excrecencia del sistema capitalista; por lo tanto, sólo podían emanciparse
cuando se emancipara el resto de la sociedad europea; bautizarlos equivaldría a
sustituir una cadena por otra, y darles sólo libertades políticas era ver el
problema con los ojos de aquellos liberales para quienes éstas son todo cuanto
un ser humano puede esperar poseer y, es más, debe poseer. A pesar de sus
momentos brillantes, se trata de un análisis superficial, si bien muestra a
Marx en una típica disposición de ánimo: estaba resuelto a que los sarcasmos e
insultos de que fueron blanco durante toda su vida algunos de los notables
judíos de su generación, como Heine, Lassalle, Disraeli, por lo menos en la
medida en que estuviera a su alcance, nunca lo importunaran. Consecuentemente,
decidió matar el problema judío de una vez por todas en lo que a él atañía,
declarándolo irreal, inventado como pantalla para ocultar otras cuestiones más
apremiantes, un problema que no ofrecía especial dificultad, sino que surgía
del general caos social que había de ordenarse. Fue bautizado como luterano y
se casó con una gentil; otrora había ayudado a la comunidad judía de Colonia,
pero durante la mayor parte de su vida se mantuvo apartado de todo cuanto
estuviera remotamente conectado con su raza, mostrando abierta hostilidad por
todas sus instituciones.
La crítica sobre Hegel es más
importante, y la doctrina que expone no se parece a nada que hubiera publicado
antes. En ella, como él mismo declara, comenzó por ajustar sus cuentas con la
filosofía idealista. Fue éste el principio de un vasto, laborioso y total
proceso que, cuando alcanzó su punto culminante cuatro años después, vino a
crear los fundamentos de un nuevo movimiento y una nueva concepción, y a
convertirse en una fe dogmática y un plan de acción que dominan la conciencia
política de Europa hasta nuestros días.
III
Si lo que Marx necesitaba era un
plan completo de acción, basado en el estudio de la historia y la observación
de la escena contemporánea, poca o ninguna simpatía le hubieron de inspirar los
reformadores y profetas que se reunían en los salones y cafés de París por la
época de su llegada. Eran, ciertamente, más inteligentes, más responsables y
políticamente más influyentes que los filósofos de los cafés de Berlín, pero
ello es que a él se le aparecieron como dotados visionarios —Robert Owen—,
liberales reformadores —Ledru Rollin— o, como Mazzini, una combinación de
ambos, que no estaban preparados, en última instancia, para hacer nada por la
clase trabajadora; o bien, eran idealistas sentimentales, pequeños burgueses
disfrazados de lobos siendo corderos, como Proudhon o Louis Blanc, cuyos
ideales podían ser de hecho alcanzables, por lo menos parcialmente, pero cuyas
tácticas anturevolucionarias, graduales, demostraban que estaban radicalmente
equivocados en su estimación del poderío del enemigo y que, por lo tanto,
debían ser combatidos tanto más asiduamente cuanto que eran enemigos internos y
a menudo completamente inconscientes de la revolución. Sin embargo, aprendió de
ellos mucho más de lo que hubo de reconocer, especialmente de Louis Blanc, cuyo
libro sobre la organización del trabajo influyó en su concepción de la
evolución y análisis correcto de la sociedad industrial.
Mucho más poderosamente se sintió
atraído por el partido que, para distinguirse de los moderados, a quienes se
llamaba socialistas, adoptó el nombre de partido de los comunistas. Ni uno ni
otro constituían un partido en el sentido moderno de la palabra, sino que ambos
consistían en grupos de individuos faltos de verdadera organización interna.
Pero al paso que el primero estaba formado predominantemente por intelectuales,
el último lo componían casi enteramente obreros fabriles y pequeños artesanos,
la mayoría de los cuales eran hombres simples que se habían educado a sí
mismos, estaban exasperados por las injusticias de que eran objeto y fácilmente
comprendieron la necesidad de una conspiración revolucionaria que aboliera los
privilegios y la propiedad privada; esta doctrina la había predicado Filippo
Buonarrotti, discípulo de Babeuf, y la había heredado el comunista jacobino
Blanqui, que conspiró durante toda su vida y que se vio envuelto en el abortado
alzamiento de 1839. A
Marx le impresionó particularmente la capacidad organizadora de Auguste Blanqui
y la audacia y violencia de sus convicciones, pero lo consideraba falto de
ideas y excesivamente vago en cuanto a los pasos que había que dar después del
triunfo del golpe de Estado. Halló una actitud similarmente irresponsable en
los otros abogados de la violencia, a los más notables de los cuales —el
errante sastre alemán Weitling y el exilado ruso Bakunin— conocía bien por esta
época. Sólo uno de los comunistas a quienes conoció en París le pareció poseer
una auténtica comprensión de la situación. Se trataba de un tal Friedrich
Engels, joven radical alemán de familia acomodada, hijo de un fabricante de tejidos
de Barmen. Se conocieron en París con motivo de la publicación por Engels de
artículos económicos en el periódico de Marx. El conocimiento probó ser
decisivo para ambos y marcó el comienzo de una notable amistad y colaboración
que perduró hasta la muerte.
Engels comenzó por ser poeta y
periodista radical y acabó siendo, después de la muerte de Marx, el líder
reconocido del socialismo internacional que, en vida suya, se había
desarrollado para convertirse en movimiento mundial. Era un hombre de mente
sólida y robusta, pero escasamente creadora; un hombre de excepcional
integridad y fuerza de carácter, variadamente dotado, pero que poseía, en
particular, sorprendente capacidad para la rápida asimilación de conocimientos.
Mostraba un intelecto penetrante y lúcido y un sentido de la realidad como muy
pocos, o quizá ninguno de sus contemporáneos radicales, podían ostentar;
personalmente poco dotado para el descubrimiento original, tenía excepcional
talento para investigar, determinar y percibir la aplicabilidad práctica de los
descubrimientos de otros. Su destreza para escribir rápida y claramente, su
paciencia y lealtad ilimitadas, lo convirtieron en ideal aliado y colaborador
del inhibido y difícil Marx, cuya redacción era a menudo desmañada,
sobrecargada y oscura. Engels no deseaba mejor destino que vivir a la luz de la
enseñanza de Marx, pues percibía en él un hontanar de genio original que
comunicaba vida y objeto a sus propias dotes peculiares; con él identificó su
vida y su obra y obtuvo la recompensa de compartir la inmortalidad del maestro.
Antes de conocerse, en sus inicios como discípulo de Hess, había llegado de
forma independiente a una posición no muy distinta de la de Marx, y en años
posteriores entendió a veces las nuevas ideas de su amigo, sólo semiarticuladas,
más claramente que el propio Marx, y las revistió (a veces a expensas de una
drástica simplificación) con un ropaje más atractivo e inteligible para las
masas que el con frecuencia tortuoso estilo de Marx. Pero lo más importante de
todo era que poseía una cualidad esencial para mantener permanente intercambio
con un hombre del temperamento de Marx: no procuraba competir con él, no
mostraba deseo alguno de resistir el impacto de aquella personalidad poderosa,
de conservar y retener una posición propia; por el contrario, ansiaba recibir
de Marx todo su sustento intelectual, como un discípulo devoto, y recompensó al
maestro con su juicio sano, su entusiasmo, su vitalidad, su alegría y,
finalmente, en el sentido más literal, proporcionándole medios de subsistencia
en momentos de desesperada pobreza. Marx, que, como muchos intelectuales
enteramente consagrados a su obra, se sentía obsesionado por una perpetua
sensación de inseguridad y mórbidamente afectado por los menores signos de
antagonismo hacia su persona o su doctrina, necesitaba por lo menos una persona
que entendiera su concepción, en la que pudiera confiar completamente y
apoyarse con tanta seguridad y tan a menudo como lo deseara. En Engels encontró
un amigo devoto y un aliado intelectual cuya misma calidad pedestre le devolvía
el sentido de la perspectiva y la confianza en sí mismo y en el propósito que
perseguía. A lo largo de la mayor parte de su vida ejecutó sus actos con el
conocimiento de que aquel hombre fuerte y digno de toda su confianza estaba
siempre cerca de él para ayudarlo a soportar el peso de cualquier contingencia.
Por esto lo retribuyó con un afecto y un encomio de sus cualidades que no
ofreció a nadie más, como no fuera a su mujer y a sus hijos.
Trabaron relación en el otoño de
1844, después que Engels le hubiera enviado, para publicarlo en su periódico,
un esbozo de crítica de las doctrinas de los economistas liberales. Hasta
entonces, para Marx, Engels figuraba vagamente entre los intelectuales
berlineses, impresión que su única entrevista anterior no había disipado. Pero
a partir de ese momento le escribió inmediatamente; como resultado de ello, se
reunieron en París, oportunidad en que a ambos se les hizo patente la semejanza
de sus opiniones sobre los problemas fundamentales. A Engels, que había viajado
por Inglaterra y publicado una vivida descripción de la condición de la clase
trabajadora inglesa, le desagradaba el humanitarismo social de la escuela de
Sismondi aún más profundamente que a Marx. Suministró a Marx aquello que éste
venía buscando desde hacía tiempo, esto es, un cúmulo de datos concretos acerca
del estado de los asuntos en una comunidad industrial progresiva, el que había
de servirle de prueba material para la vasta tesis histórica que se estaba
cristalizando rápidamente en su espíritu. Por su parte, Engels halló que Marx
le ofrecía lo que a él le faltaba: una sólida estructura dentro de la cual
articular los hechos, el modo de poder convertirlos en arma contra las
abstracciones dominantes, en las cuales, según su opinión, no podía basarse
ninguna filosofía revolucionaria seria. El efecto que el encuentro con Marx
tuvo sobre él ha de haberse semejado al que éste había producido antes en el
más impresionable Hess. Robusteció su vitalidad, esclareció sus ideas
políticas, hasta entonces faltas de desarrollo, le proporcionó un sentido de
definida orientación, una visión ordenada de la sociedad dentro de la cual
podía trabajar con la seguridad del carácter concreto, alcanzable, de la meta
revolucionaria. Después de extraviarse en el intrincado laberinto del
movimiento de los jóvenes hegelianos, esto debió parecerle el comienzo de una
nueva vida y, por cierto, tal es lo que fue para él. Su inmensa
correspondencia, que se prolongó cuarenta años, fue desde el mismo comienzo a
la vez familiar y de tono comercial; ni uno ni otro se entregaban mayormente a
la introspección; ambos estaban enteramente ocupados en el movimiento que se
proponían crear y que se convirtió para ellos en la realidad más sólida de sus
vidas. Sobre este firme cimiento se erigió una amistad única, en la que no cabe
encontrar huellas de dominio, tutela o celos; uno y otro se referían a ella no
sin cierto recato y embarazo; Engels tenía conciencia de recibir más de lo que
daba, de vivir en un universo mental creado y equipado por Marx. Cuando Marx
murió, Engels se consideró guardián de aquel mundo, al que protegió celosamente
de todos los intentos de reforma realizados por la atolondrada e impaciente
generación de jóvenes socialistas.
Los dos años que Marx pasó en
París constituyeron la primera y única ocasión de su vida en que conoció a
hombres con quienes mantuvo amistoso intercambio y que eran sus iguales, si no
siempre en inteligencia, por lo menos por la originalidad de su personalidad y
su vida. Después del desastre de 1848, que quebrantó el espíritu de casi todos
los radicales más enérgicos, quienes quedaron diezmados por la muerte, el
presidio y los traslados, y que dejó a la mayoría indiferente o desilusionada,
Marx se recogió en una actitud de agresivo aislamiento para mantener contacto
sólo con hombres que habían probado su lealtad personal a la causa con la que
él estaba identificado. A partir de entonces, Engels fue su jefe de estado
mayor y trató abiertamente al resto como rivales o subordinados.
El retrato que surge de las
memorias de quienes fueron sus amigos en esta época —Ruge, Freiligrath, Heine,
Annenkov— lo muestra como una figura intrépida y enérgica, como un polemista
vehemente, impaciente, despectivo, que sobre todo descarga sus pesadas armas
hegelianas, pero que, a pesar de la torpeza del mecanismo, revela un intelecto
agudo y poderoso, cuya calidad, en años posteriores, reconocieron abiertamente
aun aquellos que se mostraron más hostiles (y añadamos que eran pocos los
prominentes radicales a quienes no hubiera herido y humillado de cualquier
modo).
Conoció al poeta Heine y trabó
con él cálida amistad; acaso haya sido influido por éste, y en éste, a pesar de
sus opiniones antidemocráticas, veía a un poeta más auténticamente revolucionario
que Herwegh o Freiligrath, ambos ídolos por entonces de la juventud radical
alemana. También estaba en buenos términos con el círculo de liberales rusos,
algunos de ellos auténticos rebeldes y otros cultivados dilettanti aristocráticos, conocedores de curiosos hombres y
situaciones. Uno de éstos, agudo y agradable hombre de letras, Annenkov, a
quien Marx profesó cierto afecto, dejó una breve descripción suya
correspondiente a esta época:
Marx pertenecía al tipo de
hombres que son todo energía, fuerza de voluntad e inconmovible convicción. Con
una espesa greña negra, con manos velludas y una levita abotonada como quiera,
tenía la apariencia de un hombre acostumbrado a inspirar el respeto de los
otros. Sus movimientos eran desmañados, pero revelaban seguridad en sí mismo.
Sus maneras desafiaban las convenciones aceptadas del trato social y eran
altivas y casi despectivas. Tenía voz desagradablemente áspera y hablaba de los
hombres y de las cosas en el tono de quien no está dispuesto a tolerar ninguna
contradicción y que parecía expresar la firme convicción en su misión de
influir en los espíritus de los hombres y dictar las leyes de su ser.
Otro miembro de este círculo,
mucho más descollante, era el celebrado Bakunin, sobre quien el trabar
conocimiento con Marx en París y en esta misma época tuvo efecto más
perdurable. Bakunin había abandonado Rusia aproximadamente por la misma época
en que Marx había partido de Alemania, y poco más o menos por la misma razón.
Era por entonces un ardoroso «crítico» perteneciente al ala izquierda
hegeliana, enemigo apasionado del zarismo y de todo gobierno absolutista.
Poseía un carácter generoso, extravagante, sumamente impulsivo, y una
imaginación rica, caótica, desenfrenada, una pasión por lo violento, lo
inmenso, lo sublime, un odio por toda disciplina e institucionalismo, una
ausencia total de todo sentido de la propiedad privada y, sobre todo, un feroz
y avasallador deseo de aniquilar la estrecha sociedad de su tiempo, en la cual,
como Gulliver en Lilliput, el individuo humano se sofocaba por falta de espacio
para desarrollar integralmente sus más nobles facultades. Su amigo y
compatriota Alexander Herzen, que al punto lo admiró y se sintió intensamente
irritado por él, dice en sus memorias:
Bakunin era capaz de ser cualquier
cosa: agitador, tribuno, predicador, jefe de un partido, de una secta, una
herejía. Póngaselo en cualquier parte, con tal de que sea siempre en el punto
extremo de un movimiento, y fascinará a las masas e influirá decisivamente en
los destinos de los pueblos… pero en Rusia, este Colón sin América y sin barco,
después de haber servido contra su voluntad uno o dos años en la artillería y
después de haber militado más o menos otros dos años entre los hegelianos
moscovitas, anhelaba desesperadamente arrancarse de un país donde toda forma de
pensamiento se perseguía como malintencionada y donde la independencia del
juicio o el discurso se consideraba un insulto a la moralidad pública.
Era un maravilloso orador de
multitudes a quien consumía un auténtico odio por la injusticia y un abrasador
sentimiento de la propia misión, que consistía en llevar a la humanidad a
cumplir algún acto de magnífico heroísmo colectivo, que la liberaría para
siempre; por lo demás, ejercía una fascinación personal sobre los hombres, a
quienes cegaba a su propia irresponsabilidad, a su fundamental frivolidad, al
comunicarles un avasallador entusiasmo revolucionario. No era un pensador
original y asimilaba fácilmente las opiniones de otros; pero era un inspirado
maestro y, si bien todo su credo se reducía a poco más que una apasionada
creencia igualitaria en la necesidad de destruir toda autoridad y de liberar a
los oprimidos, mezclada con cierto paneslavismo precario, sólo con esto creó un
movimiento que perduró muchos años después de su muerte.
Bakunin difería de Marx como la
poesía difiere de la prosa; la conexión política entre ambos reposaba en
cimientos inadecuados y fue muy efímera. El principal vínculo que los unía era
el odio común por cualquier forma de reformismo, pero este odio tenía raíces
distintas. Para Marx, la evolución gradual fue siempre un intento disfrazado,
por parte de la clase gobernante, de desviar la energía de sus enemigos hacia
canales ineficaces e inofensivos, política a la que las cabezas más lúcidas
calificaban de deliberada estratagema, al paso que engañaba al resto, incluso a
los reformadores radicales cuyo temor a la violencia no era sino un sabotaje
inconsciente a los fines profesados. Bakunin detestaba toda reforma, pues
sostenía que todas las fronteras que limitaran la libertad personal eran
intrínsecamente malas, y que toda violencia destructora, cuando se la dirigía
contra la autoridad, era buena en sí misma, por cuanto se trataba de una forma
fundamental de propia expresión creadora. Por esta razón se oponía
apasionadamente al propósito aceptado por Marx y los reformadores —el reemplazo
del statu quo por un socialismo
centralizado—, puesto que, según él, era ésta una nueva forma de tiranía al par
más mezquina y más absoluta que el despotismo personal y de clase al que
pretendía sustituir. Tal actitud tenía como base emocional el disgusto que a su
temperamento inspiraban las formas ordenadas de vida en una sociedad civilizada
normal, disciplina ésta, dada por descontada en las ideas de los demócratas occidentales,
que a un hombre de su imaginación exuberante, costumbres caóticas y odio por
toda restricción y barrera, parecía descolorida, minúscula, opresiva y vulgar.
Una alianza fundada en la ausencia casi total de aspiraciones comunes no podía
perdurar: el ordenado, rígido, impasible Marx llegó a considerar a Bakunin como
un mitad charlatán y mitad loco, y consideraba sus opiniones absurdas y
bárbaras. Veía en la doctrina de Bakunin un desarrollo del salvaje
individualismo por el que había condenado antes a Stirner; pero mientras
Stirner era un oscuro profesor en una escuela secundaria para señoritas, un
intelectual políticamente inoperante que ni era capaz de agitar a las masas ni
ambicionaba hacerlo, Bakunin era un decidido hombre de acción, un agitador hábil
y valiente, un magnífico orador, un peligroso megalómano a quien consumía un
fanático deseo de dominar a los hombres, al menos intelectualmente, idéntico al
del propio Marx.
Bakunin dejó registrada su
opinión de Marx muchos años después, en uno de sus ensayos políticos.
El señor Marx —escribió— es de
origen judío. Combina en su persona todas las cualidades y defectos de esta
dotada raza. Nervioso, según dicen algunos, hasta llegar al límite de la
cobardía, es inmensamente malicioso, vanidoso, pendenciero, tan intolerante y
autocrático como Jehová, el Dios de sus padres, y, como Él, insanamente
vengativo.
No hay mentira ni calumnia que no
sea capaz de emplear contra cualquiera que le haya inspirado celos u odio; no
se detendrá ni ante la intriga más baja si, en su opinión, ha de servir para
consolidar su posición, su influencia y su poder.
Tales son sus vicios, pero
también tiene muchas virtudes. Es muy hábil y posee vastos conocimientos.
Alrededor de 1840 era el alma de un notabilísimo círculo de hegelianos
radicales, alemanes cuyo sólido cinismo dejaba muy atrás hasta a los más
rabiosos nihilistas rusos. Muy pocos hombres han leído tanto como él y, puede
añadirse, tan inteligentemente como él…
Como el señor Louis Blanc, es un
fanático autoritario —y por partida triple: como judío, como alemán y como
hegeliano—, pero allí donde el primero, en lugar de argumentos, se vale de una
retórica declamatoria, el último, como conviene a un erudito y reflexivo
alemán, ha embellecido este principio con todos los ardides y fantasías de la
dialéctica hegeliana y con toda la riqueza de su variadísimo saber.
El odio mutuo se hizo cada vez
más evidente con el correr del tiempo; exteriormente continuaron manteniendo
penosas relaciones de amistad durante algunos años y no se produjo una ruptura
completa a causa del reluctante y aprensivo respeto que cada cual tenía por las
formidables cualidades del otro. Cuando al fin estalló el conflicto, éste casi
destruyó la obra de ambos e hizo incalculable daño a la causa del socialismo europeo.
Si Marx trató a Bakunin como a un
igual, no ocultó su desprecio por el otro famoso agitador, Wilhelm Weitling, a
quien conoció por la misma época. Sastre de profesión y predicador errante por
vocación, este grave y valiente visionario alemán fue el último y más elocuente
descendiente de aquellos hombres que instigaban a rebelarse a los campesinos
hacia fines de la baja Edad Media y cuyos modernos representantes, en su
mayoría artesanos y jornaleros, se congregaban en sociedades secretas consagradas
a la causa de la revolución; había ramas de ellas en muchas ciudades
industriales alemanas y en el extranjero, dispersos centros donde fermentaba el
descontento político, formados por innumerables víctimas del proceso social,
por hombres violentamente agriados por las injusticias y confundidos respecto
de la causa de éstas, así como del modo de ponerles remedio, pero unidos por un
sentimiento común de opresión y un deseo común de arrancar de cuajo el sistema
que había destruido sus vidas. En sus libros El evangelio de un pobre pecador y Garantías de armonía y libertad, Weitling propugnaba una guerra de
clases de los pobres contra los ricos, cuya principal arma era un abierto
terrorismo y, en particular, la formación de tropas de choque constituidas por
aquéllos en quienes más se cebaba la injusticia y, por ende, por los elementos
más desamparados de la sociedad que nada tenían que perder —los parias y los
criminales—, quienes lucharían desesperadamente para vengarse de la clase que
los había reducido a esa condición, a fin de crear un nuevo mundo en que no
hubiera rivales y en que podrían comenzar nuevas vidas. La creencia de Weitling
en la solidaridad de los trabajadores de todos los países, su estoicismo
personal, los años que pasó en diversas prisiones y, sobre todo, el ferviente
celo evangélico de sus escritos, le atrajeron numerosos secuaces devotos y lo
convirtieron, por un breve período, en una figura de magnitud europea. Marx, a
quien nada interesaba la sinceridad cuando no estaba bien encaminada, y a quien
disgustaban particularmente los profetas errantes y el vago sentimentalismo con
el que inevitablemente contaminaban el serio trabajo revolucionario, admitió,
empero, la importancia de Weitling.
Su concepción de una franca
declaración de guerra contra la clase gobernante por parte de hombres
desesperados que nada tenían que perder y todo que ganar con la total
destrucción de la sociedad existente[6] la experiencia personal que
yacía tras sus denuncias y conmovía a sus auditorios, el énfasis que ponía en
las realidades económicas, el intento de penetrar tras la fachada engañosa de
los partidos políticos y sus programas oficiales y, sobre todo, su realización
práctica al crear el núcleo de un partido comunista internacional,
impresionaron profundamente a Marx. Empero, consideraba con abierto desprecio
las minuciosas doctrinas de Weitling, y porque lo creía extraviado, histérico y
fuente de confusión en el partido, como de hecho lo fue, se puso a la tarea de
exponer públicamente su ignorancia y de rebajar su prestigio de cualquier modo
que estuviera a su alcance. Ha quedado reseñada una reunión de ambos en
Bruselas, en 1846, en cuyo transcurso Marx pidió a Weitling que le expusiera
cuáles eran sus directivas concretas a la clase trabajadora. Cuando éste titubeó
y murmuró algo sobre la inutilidad de la crítica basada en el estudio y alejada
del mundo doliente, Marx descargó un puñetazo en la mesa y vociferó: «Nunca la
ignorancia ha ayudado a nadie», después de lo cual la reunión llegó rápidamente
a su fin. Nunca volvieron a encontrarse.
Sus relaciones con Proudhon
fueron mucho más complicadas. Cuando estaba aún en Colonia, había leído el
libro que hizo notorio el nombre de Proudhon, ¿Qué es la propiedad?, y encomió la brillantez de su estilo y la
valentía de su autor. En 1843 lo atrapa todo aquello que revelara una chispa
revolucionaria, todo aquello que pareciera claro y resuelto y propugnara
abiertamente el derrocamiento del sistema existente. Empero, pronto se
convenció de que el enfoque de Proudhon de los problemas sociales, a pesar de
su declarada admiración por Hegel, no era en última instancia histórico, sino
moral, de que sus alabanzas y condenas se fundaban directamente en sus propias
normas éticas absolutas, y de que ignoraba enteramente la importancia histórica
de las instituciones y sistemas. Desde este momento lo concibió meramente como
a otro moralista filisteo francés, defensor consciente o inconsciente de los
ideales sociales de la pequeña burguesía víctima del industrialismo, y perdió
todo respeto por su persona y sus doctrinas.
Por la época en que Marx llegó a
París, Proudhon estaba en la cúspide de su reputación. De origen campesino en
Besançon y tipógrafo de profesión, era un hombre de miras estrechas, obstinado,
intrépido, puritano, un representante típico de la clase media baja francesa
que, después de desempeñar activo papel en el derrocamiento de los Borbones,
cayó en la cuenta de que con ello no se había logrado más que cambiar de amos y
de que el nuevo gobierno de banqueros y grandes industriales, de quienes
Saint-Simon había enseñado a esperar tanto, no había hecho sino retrasar el
momento de la destrucción de la pequeña burguesía.
Las dos fuerzas que Proudhon
consideraba fatales para la justicia social y la fraternidad de los hombres
eran la tendencia a la acumulación de capital —que conducía al continuo
incremento de desigualdades de riqueza— y la tendencia directamente conectada
con aquélla, que unía abiertamente la autoridad política con el control
económico y, por ende, estaba destinada a asegurar el crecimiento de una
plutocracia despótica bajo la forma de instituciones liberales. Según él, el
Estado se convertía en un instrumento destinado a desposeer a la mayoría en
beneficio de una pequeña minoría, en una forma legalizada de robo que privaba
sistemáticamente al individuo de su derecho natural a la propiedad, al
ofrecerle al rico todo el control de la legislación social y el crédito
financiero, mientras que, desamparada, la pequeña burguesía era objeto de
expropiación. El libro más conocido de Proudhon, que se inicia con la sentencia
de que toda propiedad es un robo, ha inducido a muchos a engaño respecto de sus
opiniones maduras. En su juventud sostuvo que toda propiedad era una
malversación; más tarde, empero, enseñó que todo hombre necesitaba un mínimo de
propiedad a fin de mantener su independencia personal, su dignidad moral y
social: un sistema bajo el cual se perdía este mínimo, bajo cuyas leyes un
hombre podía, mediante una transacción comercial, malbaratarlo y así venderse
como un esclavo económico a otros, era un sistema que legalizaba y alentaba el
robo, el robo de los elementales derechos del individuo sin los cuales carecía
de medios para perseguir sus propios fines. Proudhon percibía la causa
principal de este proceso en la feroz lucha económica entre los individuos, los
grupos, los órdenes sociales, que necesariamente llevaba a la dominación de los
más capaces y mejor organizados, y a la de aquellos menos sofrenados por un
sentido de deber moral o social, sobre la masa de la comunidad. Esto representa
el triunfo de la fuerza inescrupulosa, aliada con la destreza táctica, sobre la
razón y la justicia; pero para Proudhon, que no era determinista, no había
razón histórica por la cual esta situación debiera prolongarse indefinidamente.
La competencia —panacea favorita de los ilustrados pensadores del siglo
anterior, que se les aparecía a los liberales y racionalistas del siglo XIX a
una luz casi sagrada, como la más plena y rica expresión de la tenaz actividad
racional del individuo, como el triunfo de éste sobre las fuerzas ciegas de la
naturaleza y sobre sus propios apetitos indisciplinados— constituía para
Proudhon el mayor de los males, la perversión de todas las facultades
enderezadas hacia la promoción antinatural de una sociedad adquisitiva y, por
lo tanto, injusta, en la que la ventaja obtenida por cada cual dependía de su
capacidad para superar, derrotar o exterminar a los otros, y hasta consistía en
ella. El mal era idéntico al que antes atacaron Rousseau, Fourier y Sismondi,
pero estaba diferentemente expresado y diferentemente explicado. Fourier era
heredero del pensamiento y estilo del siglo XVIII e interpretaba las
calamidades de su época como resultados de la supresión de la razón por la
deliberada conspiración de quienes temían su aplicación: los sacerdotes, los
privilegiados, los burócratas, los ricos. Proudhon no aceptaba esta simple
opinión; en cierto modo estaba influido por el historicismo de su época: no
sabía alemán, pero conocía el hegelianismo por versiones que de él le había
ofrecido Bakunin y, más tarde, algunos exilados alemanes. El intento de
Proudhon de adaptar la nueva teoría a su propia doctrina, la cual carga el
acento en la justicia y los derechos humanos, llevaba a resultados que a Marx
le parecían una cruda caricatura del hegelianismo.
Ciertamente, el método mediante
el cual todo se describía bajo la forma de dos concepciones antitéticas, y que
hacía aparecer cada enunciación a la vez realista y paradójica, se amoldaba al
talento de Proudhon para acuñar frases agudas y sorprendentes, a su gusto por
el epigrama, a su deseo de conmover, de sobresaltar y provocar. Todo es
contradictorio; la propiedad es robo; ser ciudadano es estar privado de
derechos; el capitalismo es, a la vez, el despotismo de los más fuertes sobre
los más débiles y del menor número sobre el mayor número; acumular riqueza es
robar; aboliría es socavar los cimientos de la moralidad. El remedio propuesto
por Proudhon para esta situación consiste en la supresión de la competencia y
en la introducción, en su lugar, de un sistema cooperativo «mutualista», bajo
el cual se permitirá, y por cierto alentará, una limitada propiedad privada,
pero no la acumulación de capital. Al paso que la competencia evoca las
cualidades peores y más brutales del hombre, la cooperación, además de promover
una mayor eficiencia, moraliza y civiliza a los hombres al revelarles el
verdadero fin de la vida comunal. Han de conferirse al Estado ciertas funciones
centralizadoras, pero su actividad ha de ser severamente fiscalizada por la
asociación descentralizada de oficios, profesiones, ocupaciones, y asimismo por
los consumidores y productores, y bajo ellas la sociedad ha de ser organizada.
Organícese la sociedad en una unidad económica sobre la base de líneas «mutualistas»
que no compitan entre sí, y las antinomias quedarán resueltas, permanecerá lo
bueno y desaparecerá lo malo. La pobreza, la desocupación, la frustración de
hombres forzados a realizar tareas para las que no son aptos, como resultado de
los desajustes de una sociedad falta de planeamiento, desaparecerán, y lo mejor
de la naturaleza de los hombres tendrá entonces posibilidad de afirmarse; pues
en la naturaleza humana no hay falta de idealismo, pero ello es que bajo el
orden económico existente él se torna inoperante o, mal dirigido, peligroso.
Empero, para Proudhon es inútil predicar a los ricos, pues hace tiempo que se
atrofiaron sus instintos generosos. El esclarecido príncipe soñado por los
enciclopedistas y, a veces, también por Saint-Simon y Fourier, no ha de nacer
porque él mismo es una contradicción social. Sólo cabe apelar a las víctimas
reales del sistema, a los pequeños labradores, a la pequeña burguesía y al
proletariado urbano. Sólo ellos pueden modificar su propia condición, puesto
que, siendo a la vez los miembros más numerosos y los más indispensables de la
sociedad, sólo ellos tienen el poder de transformarla. Consecuentemente, a
ellos se dirige Proudhon. Aconseja a los trabajadores que no se organicen
políticamente, puesto que, si imitan a la clase gobernante, se pondrán
inevitablemente a merced de ésta. Más experimentado en tácticas políticas, el
enemigo, mediante la intimidación o sobornos financieros y sociales, logrará
atraerse a los dirigentes revolucionarios más débiles o menos astutos, y
tornará así impotente el movimiento. De cualquier modo, y aun en el caso de que
triunfaran los rebeldes, éstos, al adquirir control sobre las formas políticas
del gobierno autoritario, las conservarían, prolongando así la vida de la misma
contradicción de la que intentan escapar. Los trabajadores y la pequeña
burguesía han de procurar, por lo tanto, y mediante una presión puramente
económica, imponer su propia norma al resto de la sociedad; este proceso ha de
ser gradual y pacífico; una y otra vez Proudhon declara que los trabajadores no
han de recurrir en modo alguno a la coerción; y ni siquiera han de permitirse
las huelgas, puesto que ello vulneraría el derecho del trabajador individual de
disponer libremente de su trabajo.
Proudhon cometió la imprudencia
de pedir a Marx una crítica de su libro La
filosofía de la miseria. Marx lo leyó en dos días y lo declaró falaz y
superficial, pero escrito atractivamente y con suficiente elocuencia y
sinceridad para llevar a las masas por mal camino. «No refutar el error
—declaró en una situación similar muchos años después— equivale a alentar la
inmoralidad intelectual». Por cada diez obreros que puedan seguir adelante,
noventa se detendrán con Proudhon y permanecerán en la oscuridad. Por ello se
resolvió a destruirlo y, con él, la reputación de Proudhon como pensador serio,
de una vez por todas.
En 1847 y como réplica a La filosofía de la miseria apareció La miseria de la filosofía, que contenía
el ataque más acerbo lanzado por un pensador contra otro desde las celebradas
polémicas del Renacimiento. Marx se tomó un trabajo inmenso para demostrar que
Proudhon era totalmente incapaz de pensamiento abstracto, hecho que éste
trataba en vano de ocultar con el empleo de una terminología seudohegeliana.
Marx acusó a Proudhon de equivocarse radicalmente respecto de las categorías
hegelianas al interpretar de modo ingenuo el conflicto dialéctico como una
simple lucha entre el bien y el mal, lo cual implicaba la falacia de que
bastaba apartar el mal para que sólo el bien permaneciera. Esto es el colmo de
la superficialidad: llamar a éste o a aquel aspecto del conflicto dialéctico
bueno o malo es un signo de subjetivismo antihistórico, fuera de lugar en un
serio análisis social. Ambos aspectos son igualmente indispensables para el
desarrollo de la sociedad humana. El progreso auténtico no está constituido por
el triunfo de un lado y la derrota del otro, sino por el mismo duelo que
necesariamente implica la destrucción de ambos. En la medida en que Proudhon
expresa continuamente simpatía por este o aquel elemento de la lucha social,
es, por más sinceramente que pueda considerarse convencido de la necesidad y
valor de la misma lucha, idealista sin remedio, esto es, valora la realidad
objetiva en términos de sus propios deseos y preferencias de pequeño burgués
disfrazados de valores eternos —cosa esta absurda en sí misma—, sin referencia
al estadio de evolución alcanzado por la guerra de clases. Sigue a esto una
laboriosa refutación de la teoría económica de Proudhon, la cual, según declara
Marx, reposa en una errónea concepción del mecanismo de intercambio: Proudhon
interpretó tan mal a Ricardo como a Hegel y confundió la proposición de que el
trabajo humano determina el valor económico con la proposición de que así debe
ser. Esto lleva a su vez a una falsa representación de la relación del dinero
con las otras mercancías, la cual vicia toda su explicación de la organización
económica contemporánea de la sociedad capitalista. Lanza el ataque más rudo
contra el criptoindividualismo de Proudhon, contra su odio patente a cualquier
tendencia a la organización colectiva, contra su fe nostálgica en el robusto
labrador y su moralidad, contra su creencia en el indestructible valor de la
institución de la propiedad privada, en la santidad del matrimonio y de la
familia, en la absoluta autoridad moral y legal de su jefe sobre la mujer y los
hijos; todo ello constituía de hecho la base de su propia vida y a ello ha de
atribuirse su arraigado temor a cualquier forma de revolución violenta, a todo
aquello que amenace destruir las formas fundamentales de vida de aquella
pequeña granja en que nacieron y crecieron sus antepasados y a las cuales, a
despecho de sus intrépidas frases revolucionarias, conservó inmutable lealtad.
En efecto, Marx acusó a Proudhon de desear poner remedio a los males inmediatos
del sistema existente sin destruir el mismo sistema, porque, como todos los
franceses de su clase, estaba emocionalmente apegado a él; de no creer, a
despecho de su apariencia de hegelianismo, que el proceso histórico sea
inevitable o irreversible, que avance por pasos revolucionarios, ni tampoco que
los males presentes sean tan estrictamente necesarios, según las leyes de la
historia, como el estadio que un día los reemplazará. Pues sólo suponiendo que
tales males son tachas accidentales, resulta plausible propugnar su remoción
por obra de una valiente legislación que no implique la destrucción de las
formas sociales de los que ellos son producto histórico. En un pasaje retórico,
Marx exclama:
No basta desear el derrumbe de
estas formas, sino que es preciso averiguar por imperio de qué leyes surgieron
para saber cómo hemos de actuar dentro de la estructura de tales leyes, puesto
que obrar contra ellas, sea en forma inconsciente o deliberada, ignorando las causas
y características generales, sería un acto fútil y suicida que, al crear el
caos, derrotaría y desmoralizaría a la clase revolucionaria, prolongando así la
actual agonía.
Tal es la crítica que lanzaba a
todos los utópicos que pretendían tener un nuevo mensaje para la clase
trabajadora.
Marx estaba convencido de que
Proudhon era por naturaleza incapaz de apresar la verdad, de que, a pesar de
sus brillantes dotes para acuñar frases, era un hombre fundamentalmente necio;
el hecho de que era valiente y fanáticamente honrado y de que se atraía un
número cada vez mayor de secuaces, sólo tornaba su persona y sus fantasías más
peligrosas; de ahí el intento de Marx de aniquilar su doctrina y su influencia
con un golpe tremendo. La brutalidad del ataque sobrepasó toda medida y suscitó
indignada simpatía por la víctima. El sistema de Proudhon sobrevivió a ésta y a
subsiguientes arremetidas marxistas, y su influencia creció con el transcurso
del tiempo.
Proudhon no era un pensador
original. Tenía capacidad para asimilar y cristalizar las ideas radicales en
boga en su época; escribía bien, a veces con brillantez, y las masas a las que
se dirigía se conmovían por su elocuencia, la cual brotaba de necesidades y
ambiciones que tenía en común con ellas. La tradición de la abstención
política, de la acción industrial y del federalismo descentralizado, de la que
fue el más elocuente abogado, sobrevivió vigorosamente entre los radicales y
socialistas franceses y halló apoyo en la tendencia individualista, más
pronunciada en las naciones latinas donde la gran mayoría de habitantes eran
pequeños granjeros, artesanos, profesionales, que vivían alejados de la vida
industrial de las grandes ciudades. El proudhonismo es el antepasado directo
del sindicalismo moderno. Influyó en él el anarquismo de Bakunin y, medio siglo
después, la doctrina según la cual, y puesto que las categorías económicas son
las fundamentales, las unidades a partir de las cuales ha de ser constituida la
fuerza anticapitalista han de comprender a hombres vinculados entre sí no ya
por convicciones comunes —superestructura meramente intelectual—, sino por las
tareas que desempeñan, ya que éste es el factor esencial que determina sus
actos. Blandiendo como su arma más formidable la amenaza de desorganizar la
vida social mediante la suspensión de todos los servicios vitales por una
huelga general, se convirtió en la más poderosa doctrina del ala izquierda en
muchas partes de Francia, Italia y España, donde la industrialización no había
avanzado mucho y aún sobrevivía una tradición individualista de campesinos y
agricultores. Marx, que tenía un sentido infalible de la dirección general y
color político de un movimiento o una doctrina, cualquiera que fuese su
apariencia ostensible, reconoció al punto el sustrato individualista y, por lo
tanto, para él reaccionario, de semejante actitud; consecuentemente, la atacó
con no menor violencia que al liberalismo confeso. La miseria de la filosofía, como las opiniones específicas que
atacó, es un tratado sin vigencia actual. Sin embargo, representa un estadio
decisivo en el desarrollo mental de su autor: uno de los elementos en su
intento de toda la vida de sintetizar sus opiniones económicas, sociales y
políticas en un cuerpo unitario de doctrina, susceptible de aplicaciones a cualquier
aspecto de la situación social, y que hubo de conocerse como concepción
materialista de la historia.
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