GRACCHUS BABEUF
Manifiesto de los iguales, 1796
Parte de la complicada política
imperial de conciliación social consistía en el mantenimiento de un delicado
equilibrio de fuerzas entre las dases, a fin de que las unas se arrojasen
contra las otras. Por ello se permitió a los obreros constituirse en
sindicatos, bajo una estricta supervisión policial, para contrarrestar así el
poderío peligrosamente creciente de la aristocracia financiera, a la que se
sospechaba de lealtad orleanista. Los obreros, que no tenían otra opción,
aceptaron la mano oficial que se les tendía cautelosamente y comenzaron a
constituir asociaciones sindicales, proceso a medias alentado y a medias
estorbado por las autoridades.
Cuando en 1863 se inauguró en
Londres la gran Exposición de la industria moderna, se dio a los trabajadores
franceses facilidades para visitarla, y una representación de ellos fue a Inglaterra,
mitad turistas y mitad miembros del proletariado francés; teóricamente iban a la Exposición a fin de
estudiar las últimas realizaciones industriales. Concertóse una reunión entre
ellos y los representantes de los sindicatos ingleses. En esta reunión, que,
para empezar, tenía probablemente intenciones tan vagas como otras de su índole
y parecía principalmente estimulada por el deseo de ayudar a los demócratas
polacos exilados como consecuencia del abortado levantamiento producido en
Polonia aquel año, se discutieron cuestiones tales como la comparación de las
horas de trabajo y los salarios en Francia e Inglaterra y la necesidad de
impedir a los patronos que importaran mano de obra barata, es decir, obreros no
agremiados del exterior, con los cuales podían romper las huelgas organizadas
por los sindicatos locales. Se convocó otra reunión para constituir una
asociación que no había de limitarse meramente a sostener discusiones y
comparar datos, sino que perseguiría el propósito de comenzar una activa
cooperación económica y política y, acaso, de promover una revolución
internacional democrática. En esta ocasión la iniciativa no procedió de Marx,
sino de los propios laborales ingleses y franceses. Por lo demás, la reunión
congregó a radicales de diversas clases, a los demócratas polacos, a los
mazzinistas italianos, a los proudhonistas, blanquistas y neojacobinos de
Francia y Bélgica; en fin, al principio fue bien recibido cualquiera que
deseara la caída del orden existente.
La reunión se celebró en St.
Martin’s Hall, en Londres, y la presidió Edward Beesly, bondadosa y encantadora
figura, entonces profesor de historia antigua de la Universidad de
Londres, hombre radical y positivista que pertenecía al reducido, pero notable,
grupo en que figuraban Frederic Harrison y Compton, que habían sido
profundamente influidos por Comte y los primeros socialistas franceses. Sabíase
que sus miembros apoyaban cualquier medida progresista, y por muchos años
fueron casi los únicos hombres cultos de su tiempo que se alinearon junto a
Mili en la defensa de la causa impopular del sindicalismo, en un período en que
se lo denunciaba en la Cámara
de los Comunes como instrumento deliberadamente inventado para fomentar una
mala voluntad entre las clases. La reunión resolvió constituir una federación
internacional de trabajadores, empeñada no ya en la reforma, sino en la
destrucción del sistema existente de relaciones económicas, el que debía
sustituirse por otro bajo el cual los mismos obreros adquirirían la propiedad
de los medios de producción, con lo cual se pondría fin a la explotación
económica de que eran objeto y se compartiría comunalmente el fruto de su
trabajo, lo cual acarreaba la abolición total de la propiedad privada en todas
sus formas. Marx, que antes se había mantenido fríamente apartado de todas las
reuniones de demócratas, percibió el carácter serio de este último intento de
constituir una combinación de fuerzas, organizada como estaba por
representantes de auténticos obreros, y advirtió propósitos definidos y concretos
en los que cabía rastrear claramente su propia influencia. Raras veces tomaba
parte en un movimiento que él mismo no había iniciado. Ésta había de ser la
excepción. Los artesanos alemanes residentes en Londres lo nombraron su
representante en el comité ejecutivo, y cuando se celebró la segunda reunión
para votar la constitución, fue él quien se hizo cargo de los procedimientos.
Después que los delegados italianos y franceses, a quienes se confió la tarea
de redactar los estatutos, no produjeron más que los habituales y descoloridos
lugares comunes democráticos, Marx los redactó con su propia mano y añadió un
mensaje inaugural que escribió para esta ocasión. La constitución, que tal como
la había concebido el comité internacional era vaga, humanitaria y estaba
teñida de liberalismo, surgió de sus manos como un sólido documento militante
destinado a constituir un cuerpo rigurosamente disciplinado, cuyos miembros
estaban obligados a ayudarse unos a otros no ya meramente para mejorar su
condición común, sino para subvertir sistemáticamente, y donde fuera posible
derribarlo, el existente régimen capitalista por medio de una franca acción
política. En particular, debían procurar incorporarse a los parlamentos
democráticos, tal como los seguidores de Lassalle comenzaban a intentarlo en
los países germánicos. Se pidió que se incluyeran algunas expresiones de
respeto por «el derecho y el deber, la verdad, la justicia, la libertad», y
estas palabras se insertaron, aunque en un contexto en el que, según Marx escribió
a Engels, «no podían producir daño alguno». Se aprobó la nueva constitución y
Marx comenzó a trabajar con la acostumbrada rapidez febril, surgiendo a la
clara luz de la actividad internacional después de quince años, si no de
oscuridad, de intermitente luz y sombra.
El mensaje inaugural de la Internacional es,
después del Manifiesto comunista, el
documento más notable del movimiento socialista. Ocupa algo más de doce páginas
en octavo y se inicia con esta declaración:
… Que la emancipación de la clase
trabajadora ha de conquistarla la misma clase trabajadora… que la sujeción
económica del hombre de trabajo al monopolizador de los medios de trabajo… yace
en el fondo de la servidumbre en todas sus formas de miseria social,
degradación mental y dependencia política. Que la emancipación económica de la
clase trabajadora es, por lo tanto, el gran fin al cual todo movimiento
político ha de quedar subordinado como medio. Que todos los esfuerzos hechos en
procura de este gran fin han fracasado hasta ahora por falta de solidaridad
entre las numerosas asociaciones laborales de cada país, así como por la
ausencia de un vínculo fraternal de unión entre las clases trabajadoras de
diferentes países… Por estos motivos los abajo firmantes… han adoptado las
medidas necesarias para fundar la Asociación Internacional
de Trabajadores.
Contiene un estudio de las
condiciones económicas y sociales de la clase trabajadora a partir de 1848, y
compara la prosperidad siempre creciente de los propietarios con la mísera
situación de los obreros. El año 1848 se reconoce como una aplastante derrota
para ellos, aun cuando no haya dejado de beneficiarlos en cierto modo, pues
como resultado de él se había despertado el sentimiento de solidaridad
internacional entre los trabajadores. Esta solidaridad había determinado que la
agitación en pro de la limitación legal de las horas de trabajo no fracasara
por entero, siendo ésta la primera victoria definida sobre una política de
extremo laissez-faire. El movimiento
cooperativo había probado que una elevada eficiencia industrial era compatible
con la eliminación de la opresión capitalista, y hasta la acrecentaba; habíase
demostrado así que el trabajo asalariado no era un mal necesario, sino
transitorio y susceptible de ser desarraigado. Los obreros comenzaban al fin a
comprender que nada tenían que ganar y todo que perder escuchando a sus
consejeros capitalistas que, cuando no podían valerse de la fuerza, apelaban a
prejuicios nacionales y religiosos, a intereses personales o locales, en fin,
se servían de la profunda ignorancia política de las masas. Quienquiera que
venciese en las guerras nacionales o dinásticas, lo cierto era que los
trabajadores de ambos bandos siempre perdían. Y, sin embargo, su fuerza era
tal, que mediante una acción común podían impedir semejante explotación tanto
en tiempo de paz como de guerra, como, por cierto, lo había probado el éxito
que obtuvieron al intervenir en Inglaterra protestando contra el envío de ayuda
a los estados sureños durante la guerra civil norteamericana. Contra el
formidable y aparentemente abrumador poderío de su enemigo sólo tenían un arma:
su número, «pero el número pesa en el platillo de la balanza sólo cuando los
trabajadores están unidos y organizados y avanzan conscientemente hacia una
meta única». En la esfera política era donde su esclavitud aparecía más
manifiesta. Mantenerse apartados de la política en nombre de la organización
económica, como enseñaban Proudhon y Bakunin, era criminal miopía; solo
obtendrían justicia si la defendían, en caso necesario por la fuerza, allí
donde la vieran pisoteada. Aun cuando no pudieran intervenir con una fuerza
armada, podían al menos protestar, realizar manifestaciones y hostigar a sus
gobiernos hasta que las normas supremas de la moral y de la justicia, según las
cuales se juzgaban convencionalmente las relaciones entre los individuos, se
convirtieran en leyes que gobernaran las relaciones entre las naciones. Pero
esto no podía alcanzarse sin modificar la existente estructura económica de la
sociedad, que, a pesar de mejoramientos de menor cuantía, favorecía
necesariamente la degradación y esclavización de la clase obrera. Sólo había
una clase que tenía verdadero interés en detener esta tendencia descendente y
suprimir la posibilidad de que siguiera verificándose: era la clase que, al no
poseer nada, no estaba ligada por ningún vínculo de interés o sentimiento al
viejo mundo de injusticia y miseria; la clase que era, tanto como la misma
maquinaria, invención de la nueva época. El mensaje finalizaba, como el Manifiesto comunista, con las palabras:
«¡Proletarios del mundo, unios!».
Las tareas de la nueva
organización, tal como las enunciaba este documento, eran: establecer íntimas
relaciones entre los trabajadores de varios países y oficios; recoger
estadísticas adecuadas; informar a los obreros de un país acerca de las
condiciones, necesidades y planes de los obreros de otro país; discutir
cuestiones de interés común; asegurar una acción coordinada simultánea en todos
los países para cuando se produjeran eventualmente crisis internacionales;
publicar regularmente informes sobre el trabajo de la asociación, etc. Se
reuniría en congresos anuales y lo convocaría una junta general
democráticamente elegida en que estarían representados todos los países
afiliados. Marx redactó una constitución tan elástica como fuese posible, a fin
de que pudieran incorporarse a la organización tantos grupos de trabajadores
activos como fuese posible, por dispares que fueran sus métodos y caracteres.
Al principio se adoptó la decisión de obrar cautelosamente y con moderación, de
ligar y unificar, para ir luego eliminando gradualmente a los disidentes, a
medida que se fuese alcanzando progresivamente un mayor grado de acuerdo. Llevó
a cabo su política tal como la había planeado. Sus consecuencias probaron ser
destructivas, si bien resulta difícil ver qué otra táctica hubiera podido
adoptar Marx sin traicionar sus principios.
Marx contaba entonces cuarenta y
seis años de edad, y por su apariencia y costumbres era prematuramente viejo.
De sus siete hijos, tres habían muerto principalmente a causa de las
condiciones materiales en que vivía la familia en el arrabal de Soho; habían
podido mudarse a una casa más espaciosa de Kentish Town, aunque seguían siempre
careciendo hasta de lo esencial. La gran crisis económica, la más grave que
había sufrido Europa y que comenzó en 1857, fue cálidamente saludada por él y por
Engels, pues no era improbable que engendrara el descontento y la rebelión,
pero ello es que también redujo los ingresos de Engels y así asestó un golpe al
propio Marx, precisamente en momentos en que menos podía soportarlo. El New York Daily Tribune y ocasionales
colaboraciones en diarios alemanes radicales lo salvaron literalmente del
hambre; pero las condiciones en que la familia sobrevivió durante veinte años
eran peligrosamente precarias. Hacia 1860 hasta la fuente de ingresos
norteamericana comenzó a secarse; el director del New York Daily Tribune, Horace Greeley, ferviente defensor del
nacionalismo democrático, vino a hallarse en creciente desacuerdo con las
ásperas opiniones de su corresponsal europeo. La crisis económica, así como las
consecuencias de la guerra civil, determinaron que el New York Daily Tribune se deshiciera de muchos de sus
corresponsales europeos; Dana abogó en favor de Marx, pero todo fue en vano, y
en los primeros meses de 1861 se redujo el número de artículos, hasta que,
finalmente, el contrato se canceló un año después. En cuanto a la Internacional ,
representaba para él más deberes y vivificaba su existencia, pero no le
reportaba ingreso alguno. Sumido en la desesperación, solicitó un puesto de
oficinista en una empresa ferroviaria, pero era poco probable que sus ropas
raídas y su apariencia amenazadora produjeran favorable impresión en sus
futuros jefes de oficina, que rechazaron su solicitud, finalmente, a causa de
la letra ilegible de Marx. Resulta difícil ver cómo, de no haber sido por el
apoyo de Engels, Marx y su familia hubieran podido sobrevivir durante aquellos
temibles años.
Entre tanto, en Italia y España
se habían establecido ramas de la Internacional ; a mediados de la década de 1860
los gobiernos comenzaron a sentir temor y ya se hablaba de arrestos y
proscripciones. El emperador francés intentó suprimirlas, pero esto sólo sirvió
para robustecer la fama y prestigio de la nueva organización entre los
trabajadores. Después del oscuro túnel de la década de 1850, para Marx esto
significó una vez más vida y actividad. El trabajo para la Internacional
consumía sus noches y sus días. Con la habitual y devota ayuda de Engels, tomó
posesión personal de la oficina central y actuó no sólo como su consejero
semidictatorial, sino también como redactor de toda la correspondencia. Todo
pasaba por sus manos y a todo se le imprimía su orientación. Las secciones
francesa, una parte de la suiza, hasta cierto punto la belga y posteriormente
la italiana, que sustentaban las ideas antiautoritarias de Proudhon y Bakunin,
formularon vagas pero inútiles protestas. Marx, que gozaba de completo
ascendiente sobre el Consejo, fortaleció aún más su autoridad, insistiendo en
que se mantuviera una rígida conformidad con cada uno de los puntos del programa
original. Su energía de otrora parecía revivir. Escribió a Engels cartas
ingeniosas y aun alegres, y hasta sus obras teóricas llevan la impronta de este
vigor recobrado, y, como suele ocurrir, el intenso trabajo en un terreno
estimuló la actividad adormecida en otro. En 1859 había aparecido un esbozo de
su teoría económica, pero su obra mayor, interrumpida por la pobreza y la mala
salud, se acercaba ahora a su fin.
En pocas ocasiones aparecía Marx
en las reuniones del congreso de la Internacional ; prefería fiscalizar sus
actividades desde Londres, donde asistía regularmente a las reuniones del
Consejo General e impartía detalladas instrucciones a sus adictos. Como
siempre, confiaba casi enteramente en los alemanes, y halló un leal intérprete
en un antiguo sastre llamado Eccarius, que desde hacía largo tiempo residía en
Inglaterra, hombre a quien no agobiaba un exceso de imaginación, pero que le
pareció íntegro y digno de confianza. Eccarius, como la mayoría de los
subordinados de Marx, se rebelaba eventualmente para unirse a los
secesionistas, pero durante ocho años, como secretario del Consejo de la Internacional ,
cumplió al pie de la letra las instrucciones de Marx. Celebrábanse congresos
anuales en Londres, Ginebra, Lausana, Bruselas, Basilea, en los que se
discutían problemas generales y se adoptaban definidas medidas; aprobábanse
decisiones respecto de las horas de trabajo y los salarios, y también se
consideraban cuestiones tales como la situación de las mujeres y niños, el tipo
de presión política y económica que mejor se adecuaba a las distintas
condiciones reinantes en varios países europeos, la posibilidad de colaboración
con otros organismos. La principal preocupación de Marx era llegar a la clara
formulación de una política internacional concreta en términos de exigencias
específicas coordinadas entre sí, así como a la creación de una disciplina
rigurosa que garantizara una total adhesión a esta política. Y así se opuso con
éxito a todos los ofrecimientos de alianza con organizaciones puramente humanitarias,
como la Liga de la Paz y la Libertad , recientemente
fundada bajo la inspiración de Mazzini, Bakunin y John Stuart Mili. Semejante
política dictatorial estaba destinada, tarde o temprano, a sembrar el
descontento y llevar a la rebelión; ésta cristalizó en torno de la figura de
Bakunin, cuya concepción de una federación de organizaciones locales
semiindependientes comenzó a ganar adeptos en las secciones suiza e italiana de
la Internacional ,
y, en menor medida, en Francia. Al fin resolvieron constituirse, bajo la
dirección de Bakunin, en un organismo que habría de llamarse Alianza
Democrática, afiliado a la
Internacional , pero que poseía una propia organización
interna, con lo cual se oponía a la centralización y defendía la autonomía
federal. Era ésta una herejía que hasta un hombre más tolerante que Marx no
podía pasar por alto: la
Internacional no estaba concebida como una sociedad meramente
consultiva en el seno de una asociación más o menos libre de comités radicales,
sino como un partido político unificado que perseguía un fin único en todos los
centros de su influencia. Creía firmemente que toda conexión con Bakunin —y, de
hecho, con cualquier ruso— estaba destinada a acabar en una pérfida traición a
la clase trabajadora, opinión que había adquirido después de su breve y
placentero coqueteo con los aristócratas radicales rusos en la década de 1840.
Por su parte, Bakunin, si bien profesaba públicamente sincera admiración por el
genio personal de Marx, no ocultó nunca la antipatía personal que éste le
inspiraba ni tampoco el arraigado aborrecimiento que le merecía la creencia de
Marx en métodos autoritarios, expresados tanto en sus teorías como en la
organización práctica que había dado al partido revolucionario.
Nosotros, anarquistas
revolucionarios —declaró Bakunin—, somos enemigos de todas las formas de estado
y organización estatal… pensamos que todo gobierno estatal, al estar colocado
por su propia naturaleza fuera de la masa del pueblo, ha de procurar
necesariamente someterlo a costumbres y propósitos que le son enteramente
extraños. Por lo tanto, nos declaramos enemigos… de todas las organizaciones
estatales y creemos que el pueblo sólo podrá ser libre y feliz cuando,
organizado desde abajo por medio de sus propias asociaciones autónomas y completamente
libres, sin la supervisión de ningún guardián, cree su propia vida.
Creemos que el poder corrompe
tanto a quienes lo ostentan como a quienes se ven forzados a obedecerlo. Bajo
su influencia corrosiva, algunos se convierten en tiranos codiciosos y
ambiciosos y explotan la sociedad en su propio interés o en el de su clase, al
paso que otros se ven reducidos a la condición de abyectos esclavos. Los
intelectuales, los positivistas, los doctrinarios, todos aquellos que colocan
la ciencia antes que la vida… defienden la idea del estado y su autoridad,
considerándolo la única salvación posible de la sociedad, y lo hacen desde
luego lógicamente, puesto que adoptando la falsa premisa de que el pensamiento
precede a la vida, de que sólo la teoría abstracta puede constituir el punto de
partida de la práctica social… extraen la inevitable conclusión de que, como
sólo muy pocos poseen actualmente tal conocimiento teórico, estos pocos han de
ser quienes dirijan la vida social, y no ya sólo para inspirar, sino para
conducir todos los movimientos populares, y de que ha de erigirse una nueva
organización social tan pronto como la revolución se haya consumado; no quieren
una libre asociación de organismos populares… que trabajen en concordancia con
las necesidades e instintos del pueblo, sino un poder dictatorial centralizado
y concentrado en manos de esa minoría académica, como si ésta expresara
realmente la voluntad popular… La diferencia entre semejante dictadura
revolucionaria y el estado moderno no es más que una diferencia de adornos
exteriores. En sustancia, ambos constituyen una tiranía de la minoría sobre la
mayoría en nombre del pueblo —en nombre de la estupidez de los más y de la
superior sabiduría de los menos—, y así son igualmente reaccionarios, pues tienden
a asegurar los privilegios económicos y políticos para la minoría gobernante y
a consolidar… la esclavitud de las masas, a destruir el orden actual sólo para
erigir sobre sus ruinas una rígida dictadura.
Los ataques de Bakunin contra
Marx y Lassalle no podían pasar inadvertidos, tanto más cuanto que estaban
teñidos de antisemitismo, por lo que su amigo Herzen tuvo ocasión de
reconvenirlo alguna vez. Y, sin embargo, cuando en 1869 Herzen le rogó que
abandonara la
Internacional , escribió, con un característico estallido de
magnanimidad, que no podía unirse a los oponentes de un hombre «que había
servido (a la causa del socialismo) durante veinticinco años con penetración,
energía y desinterés, en lo cual indudablemente nos supera a todos».
El desagrado que le inspiraba
Bakunin no cegaba a Marx sobre la necesidad de conceder cierto grado de
independencia regional, a los efectos de acelerar los trámites. Pero desbarató
el plan de crear sindicatos internacionales porque creía que ello era prematuro
y abriría inmediatamente una brecha entre los sindicatos nacionalmente
organizados, de los cuales, por lo menos en Inglaterra, la Internacional
obtenía su principal apoyo. Pero si hizo esta concesión, no fue por amor al
federalismo como tal, sino sólo para no poner en peligro lo que ya se había
construido, una organización sin la cual él no podría crear un organismo cuya
existencia hiciera cobrar a los obreros conciencia de que apoyaba sus demandas
(y no se trataba ya, como en 1848, de meros simpatizantes de aquí y de allí,
dispuestos a ofrecer apoyo moral o, en el mejor de los casos, ocasionales
contribuciones), una fuerza militante y disciplinada empeñada en oponer
resistencia y, cuando fuere necesario, intimidar y ejercer coerción sobre los
gobiernos, a menos que en todas partes se hiciera justicia a sus hermanos.
Para crear la permanente
posibilidad de semejante solidaridad activa en la teoría y en la práctica, le
parecía indispensable un organismo central cuya autoridad fuese indiscutida,
una suerte de estado mayor que debía dirigir la lucha estratégica. Debido a sus
intentos por tornar más flexible la estructura de la Internacional y por
alentar una diversidad de opiniones en los sectores locales, Bakunin se le
aparecía como el hombre que deliberadamente procuraba destruir esta
posibilidad. Si salía airoso, ello significaría la pérdida de lo que se había
ganado, un retorno al utopismo, la desaparición del nuevo y firme punto de
vista, de la comprensión de que la única fuerza de los trabajadores estribaba
en la unidad, de que lo que los había entregado en manos de sus enemigos en
1848 era el hecho de que habían realizado levantamientos aislados, habían
prorrumpido en estallidos de violencia esporádicos y emocionales en lugar de
llevar a cabo una revolución cuidadosamente concertada, organizada para
comenzar en determinado momento elegido por su adecuación histórica y dirigida
desde una fuente común y en procura de un fin común por hombres que habían
estudiado a fondo la situación, así como el propio poderío y el del enemigo. El
bakunismo conducía a la disipación del impulso revolucionario, al antiguo
heroísmo, romántico, noble e inútil, que había producido muchos santos y
mártires, pero que había sido aplastado muy fácilmente por el enemigo, más
realista, y al que necesariamente había seguido un período de debilidad y
desilusión que con toda probabilidad retrasaría el movimiento por muchas
décadas. Marx no desestimaba el poder y la energía revolucionarios de Bakunin
para excitar la imaginación de las gentes, y precisamente por esta razón lo
consideraba una fuerza peligrosamente destructora que engendraría el caos allí
donde obrara. La causa de los obreros descansaría en un suelo volcánico si se
permitía a él y a sus partidarios hacer irrupción en las filas de sus defensores.
De ahí que, después de algunos años de ocasionales escaramuzas, se decidió a
lanzar un abierto ataque; éste remató con la separación de Bakunin y sus
partidarios de las filas de la Internacional.
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