domingo, 1 de julio de 2018

ISAIAH BERLIN : LA INTERNACIONAL

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LA INTERNACIONAL


La Revolución Francesa es precursora de otra revolución más magnífica, que será la última.
GRACCHUS BABEUF

Manifiesto de los iguales, 1796

La Primera Internacional nació de modo enteramente casual. A pesar de los esfuerzos de varias organizaciones y comités para coordinar las actividades de los obreros de varios países, entre éstos no se habían establecido verdaderos vínculos. Debíase ello a diversas causas. Como tales organizaciones tenían un carácter general de conspiración, sólo atraían a una pequeña minoría de trabajadores radicales, intrépidos y «avanzados»; además, generalmente ocurría que antes de que pudiera lograrse algún resultado concreto, una guerra extranjera o medidas de represión adoptadas por los gobiernos ponían fin a la existencia de los comités secretos. A esto ha de añadirse la falta de conocimiento y simpatía entre los obreros de las diferentes naciones, que trabajaban bajo condiciones del todo distintas. Y, finalmente, la acrecentada prosperidad económica que sucedió a los años de hambre y rebelión, al elevar el nivel general de vida favoreció automáticamente al individualismo y estimuló la ambición personal de los trabajadores más audaces y más políticamente dotados, quienes sólo procuraron un mejoramiento local y sólo persiguieron fines inmediatos alejados como entonces estaban del relativamente nebuloso ideal de una alianza internacional contra la burguesía. El proceso obrero alemán, conducido por Lassalle, es ejemplo típico de aquellos movimientos puramente internos, rigurosamente centralizados, pero limitados a un único país, y acicateados por la esperanza optimista de que gradualmente forzarían al enemigo capitalista a pactar con ellos por obra del solo peso del número y, por lo tanto, sin tener que recurrir a un alzamiento revolucionario o a la violenta toma del poder. Alentaba esta esperanza la política antiburguesa de Bismarck, que parecía inclinar la balanza en favor de los trabajadores. En Francia, la temible derrota de 1848-1849 dejó al proletariado urbano desarticulado, de modo que por muchos años fue incapaz de una acción en gran escala, y restañó sus heridas formando pequeñas asociaciones locales de inspiración más o menos proudhonista. Tampoco los desalentaba del todo el gobierno de Napoleón III. El propio emperador se había mostrado en su juventud amigo de los campesinos, artesanos y obreros fabriles, contra la burocracia capitalista, y deseaba presentar su monarquía como una novedosa y sumamente sutil forma de gobierno, una mezcla original de monarquismo, republicanismo y democracia conservadora, una suerte de orden nuevo en el que el liberalismo económico atenuaba el absolutismo político; mientras que el gobierno, aunque estaba centralizado y sólo debía rendir cuentas al emperador, en teoría reposaba en última instancia en la confianza del pueblo y había de ser, por lo tanto, una institución enteramente nueva y cabalmente moderna, sensible a las nuevas necesidades y atenta a todos los matices del cambio social.
Parte de la complicada política imperial de conciliación social consistía en el mantenimiento de un delicado equilibrio de fuerzas entre las dases, a fin de que las unas se arrojasen contra las otras. Por ello se permitió a los obreros constituirse en sindicatos, bajo una estricta supervisión policial, para contrarrestar así el poderío peligrosamente creciente de la aristocracia financiera, a la que se sospechaba de lealtad orleanista. Los obreros, que no tenían otra opción, aceptaron la mano oficial que se les tendía cautelosamente y comenzaron a constituir asociaciones sindicales, proceso a medias alentado y a medias estorbado por las autoridades.
Cuando en 1863 se inauguró en Londres la gran Exposición de la industria moderna, se dio a los trabajadores franceses facilidades para visitarla, y una representación de ellos fue a Inglaterra, mitad turistas y mitad miembros del proletariado francés; teóricamente iban a la Exposición a fin de estudiar las últimas realizaciones industriales. Concertóse una reunión entre ellos y los representantes de los sindicatos ingleses. En esta reunión, que, para empezar, tenía probablemente intenciones tan vagas como otras de su índole y parecía principalmente estimulada por el deseo de ayudar a los demócratas polacos exilados como consecuencia del abortado levantamiento producido en Polonia aquel año, se discutieron cuestiones tales como la comparación de las horas de trabajo y los salarios en Francia e Inglaterra y la necesidad de impedir a los patronos que importaran mano de obra barata, es decir, obreros no agremiados del exterior, con los cuales podían romper las huelgas organizadas por los sindicatos locales. Se convocó otra reunión para constituir una asociación que no había de limitarse meramente a sostener discusiones y comparar datos, sino que perseguiría el propósito de comenzar una activa cooperación económica y política y, acaso, de promover una revolución internacional democrática. En esta ocasión la iniciativa no procedió de Marx, sino de los propios laborales ingleses y franceses. Por lo demás, la reunión congregó a radicales de diversas clases, a los demócratas polacos, a los mazzinistas italianos, a los proudhonistas, blanquistas y neojacobinos de Francia y Bélgica; en fin, al principio fue bien recibido cualquiera que deseara la caída del orden existente.
La reunión se celebró en St. Martin’s Hall, en Londres, y la presidió Edward Beesly, bondadosa y encantadora figura, entonces profesor de historia antigua de la Universidad de Londres, hombre radical y positivista que pertenecía al reducido, pero notable, grupo en que figuraban Frederic Harrison y Compton, que habían sido profundamente influidos por Comte y los primeros socialistas franceses. Sabíase que sus miembros apoyaban cualquier medida progresista, y por muchos años fueron casi los únicos hombres cultos de su tiempo que se alinearon junto a Mili en la defensa de la causa impopular del sindicalismo, en un período en que se lo denunciaba en la Cámara de los Comunes como instrumento deliberadamente inventado para fomentar una mala voluntad entre las clases. La reunión resolvió constituir una federación internacional de trabajadores, empeñada no ya en la reforma, sino en la destrucción del sistema existente de relaciones económicas, el que debía sustituirse por otro bajo el cual los mismos obreros adquirirían la propiedad de los medios de producción, con lo cual se pondría fin a la explotación económica de que eran objeto y se compartiría comunalmente el fruto de su trabajo, lo cual acarreaba la abolición total de la propiedad privada en todas sus formas. Marx, que antes se había mantenido fríamente apartado de todas las reuniones de demócratas, percibió el carácter serio de este último intento de constituir una combinación de fuerzas, organizada como estaba por representantes de auténticos obreros, y advirtió propósitos definidos y concretos en los que cabía rastrear claramente su propia influencia. Raras veces tomaba parte en un movimiento que él mismo no había iniciado. Ésta había de ser la excepción. Los artesanos alemanes residentes en Londres lo nombraron su representante en el comité ejecutivo, y cuando se celebró la segunda reunión para votar la constitución, fue él quien se hizo cargo de los procedimientos. Después que los delegados italianos y franceses, a quienes se confió la tarea de redactar los estatutos, no produjeron más que los habituales y descoloridos lugares comunes democráticos, Marx los redactó con su propia mano y añadió un mensaje inaugural que escribió para esta ocasión. La constitución, que tal como la había concebido el comité internacional era vaga, humanitaria y estaba teñida de liberalismo, surgió de sus manos como un sólido documento militante destinado a constituir un cuerpo rigurosamente disciplinado, cuyos miembros estaban obligados a ayudarse unos a otros no ya meramente para mejorar su condición común, sino para subvertir sistemáticamente, y donde fuera posible derribarlo, el existente régimen capitalista por medio de una franca acción política. En particular, debían procurar incorporarse a los parlamentos democráticos, tal como los seguidores de Lassalle comenzaban a intentarlo en los países germánicos. Se pidió que se incluyeran algunas expresiones de respeto por «el derecho y el deber, la verdad, la justicia, la libertad», y estas palabras se insertaron, aunque en un contexto en el que, según Marx escribió a Engels, «no podían producir daño alguno». Se aprobó la nueva constitución y Marx comenzó a trabajar con la acostumbrada rapidez febril, surgiendo a la clara luz de la actividad internacional después de quince años, si no de oscuridad, de intermitente luz y sombra.
El mensaje inaugural de la Internacional es, después del Manifiesto comunista, el documento más notable del movimiento socialista. Ocupa algo más de doce páginas en octavo y se inicia con esta declaración:
… Que la emancipación de la clase trabajadora ha de conquistarla la misma clase trabajadora… que la sujeción económica del hombre de trabajo al monopolizador de los medios de trabajo… yace en el fondo de la servidumbre en todas sus formas de miseria social, degradación mental y dependencia política. Que la emancipación económica de la clase trabajadora es, por lo tanto, el gran fin al cual todo movimiento político ha de quedar subordinado como medio. Que todos los esfuerzos hechos en procura de este gran fin han fracasado hasta ahora por falta de solidaridad entre las numerosas asociaciones laborales de cada país, así como por la ausencia de un vínculo fraternal de unión entre las clases trabajadoras de diferentes países… Por estos motivos los abajo firmantes… han adoptado las medidas necesarias para fundar la Asociación Internacional de Trabajadores.
Contiene un estudio de las condiciones económicas y sociales de la clase trabajadora a partir de 1848, y compara la prosperidad siempre creciente de los propietarios con la mísera situación de los obreros. El año 1848 se reconoce como una aplastante derrota para ellos, aun cuando no haya dejado de beneficiarlos en cierto modo, pues como resultado de él se había despertado el sentimiento de solidaridad internacional entre los trabajadores. Esta solidaridad había determinado que la agitación en pro de la limitación legal de las horas de trabajo no fracasara por entero, siendo ésta la primera victoria definida sobre una política de extremo laissez-faire. El movimiento cooperativo había probado que una elevada eficiencia industrial era compatible con la eliminación de la opresión capitalista, y hasta la acrecentaba; habíase demostrado así que el trabajo asalariado no era un mal necesario, sino transitorio y susceptible de ser desarraigado. Los obreros comenzaban al fin a comprender que nada tenían que ganar y todo que perder escuchando a sus consejeros capitalistas que, cuando no podían valerse de la fuerza, apelaban a prejuicios nacionales y religiosos, a intereses personales o locales, en fin, se servían de la profunda ignorancia política de las masas. Quienquiera que venciese en las guerras nacionales o dinásticas, lo cierto era que los trabajadores de ambos bandos siempre perdían. Y, sin embargo, su fuerza era tal, que mediante una acción común podían impedir semejante explotación tanto en tiempo de paz como de guerra, como, por cierto, lo había probado el éxito que obtuvieron al intervenir en Inglaterra protestando contra el envío de ayuda a los estados sureños durante la guerra civil norteamericana. Contra el formidable y aparentemente abrumador poderío de su enemigo sólo tenían un arma: su número, «pero el número pesa en el platillo de la balanza sólo cuando los trabajadores están unidos y organizados y avanzan conscientemente hacia una meta única». En la esfera política era donde su esclavitud aparecía más manifiesta. Mantenerse apartados de la política en nombre de la organización económica, como enseñaban Proudhon y Bakunin, era criminal miopía; solo obtendrían justicia si la defendían, en caso necesario por la fuerza, allí donde la vieran pisoteada. Aun cuando no pudieran intervenir con una fuerza armada, podían al menos protestar, realizar manifestaciones y hostigar a sus gobiernos hasta que las normas supremas de la moral y de la justicia, según las cuales se juzgaban convencionalmente las relaciones entre los individuos, se convirtieran en leyes que gobernaran las relaciones entre las naciones. Pero esto no podía alcanzarse sin modificar la existente estructura económica de la sociedad, que, a pesar de mejoramientos de menor cuantía, favorecía necesariamente la degradación y esclavización de la clase obrera. Sólo había una clase que tenía verdadero interés en detener esta tendencia descendente y suprimir la posibilidad de que siguiera verificándose: era la clase que, al no poseer nada, no estaba ligada por ningún vínculo de interés o sentimiento al viejo mundo de injusticia y miseria; la clase que era, tanto como la misma maquinaria, invención de la nueva época. El mensaje finalizaba, como el Manifiesto comunista, con las palabras: «¡Proletarios del mundo, unios!».
Las tareas de la nueva organización, tal como las enunciaba este documento, eran: establecer íntimas relaciones entre los trabajadores de varios países y oficios; recoger estadísticas adecuadas; informar a los obreros de un país acerca de las condiciones, necesidades y planes de los obreros de otro país; discutir cuestiones de interés común; asegurar una acción coordinada simultánea en todos los países para cuando se produjeran eventualmente crisis internacionales; publicar regularmente informes sobre el trabajo de la asociación, etc. Se reuniría en congresos anuales y lo convocaría una junta general democráticamente elegida en que estarían representados todos los países afiliados. Marx redactó una constitución tan elástica como fuese posible, a fin de que pudieran incorporarse a la organización tantos grupos de trabajadores activos como fuese posible, por dispares que fueran sus métodos y caracteres. Al principio se adoptó la decisión de obrar cautelosamente y con moderación, de ligar y unificar, para ir luego eliminando gradualmente a los disidentes, a medida que se fuese alcanzando progresivamente un mayor grado de acuerdo. Llevó a cabo su política tal como la había planeado. Sus consecuencias probaron ser destructivas, si bien resulta difícil ver qué otra táctica hubiera podido adoptar Marx sin traicionar sus principios.
La Internacional creció rápidamente. En las principales naciones de Europa un sindicato de trabajadores tras otro abrazó el movimiento para librar una guerra conjunta en procura de salarios más altos, menos horas de trabajo y representación política; la Internacional estaba mucho mejor organizada que el cartismo o las primeras ligas comunistas, en parte debido a que se habían aprovechado lecciones tácticas. Quedó suprimida la actividad independiente por parte de individuos, no se consintió la oratoria popular y se introdujo una rígida disciplina en todos los departamentos, principalmente porque conducía y dominaba la organización una sola figura. El único hombre que hubiera podido ser rival de Marx en los primeros años era Lassalle, pero había muerto; pero de cualquier modo, el hechizo de su leyenda era suficientemente poderoso para aislar a los alemanes y para impedirles dar pleno apoyo al centro de Londres; Liebknecht, hombre de talento mediocre, profundamente devoto de Marx, predicó el nuevo credo con entusiasmo y habilidad, pero la continuación de la política antisocialista de Bismarck y la tradición de nacionalismo derivada de Lassalle mantenían la actividad de los obreros alemanes dentro de la frontera de su país, preocupados como estaban por problemas de organización interna. En cuanto a Bakunin, este gran perturbador de los espíritus, había retornado recientemente a Europa occidental después de una romántica evasión de Siberia, pero mientras su prestigio personal, tanto en la Internacional como fuera de ella, era inmenso, lo cierto es que no había organizado ningún partido; se había separado de Herzen y del partido agrario liberal de los emigrados rusos, y nadie sabía qué meta perseguía, ni siquiera él mismo. Como la gran mayoría de proudhonistas, él y sus seguidores se convirtieron en miembros de la Internacional, pero como ésta se entregaba abiertamente a la acción política, lo hicieron desafiando sus principios anarquistas, vagamente formulados. Por esta época los miembros más entusiastas eran sindicalistas ingleses y franceses que se hallaban temporalmente bajo la fascinación del nuevo experimento, que prometía la prosperidad y el poder; no eran teóricos ni deseaban serlo, y dejaban libradas todas estas cuestiones al Consejo General de la Internacional. Mientras duró este estado de cosas, Marx no tuvo serios rivales en la organización, pues era completamente superior por su inteligencia, experiencia revolucionaria y fuerza de voluntad, a la extraña amalgama de hombres profesionales, obreros fabriles y extraviados ideólogos que, con la adición de uno o dos aventureros dudosos, componían la primera asociación internacional de trabajadores.
Marx contaba entonces cuarenta y seis años de edad, y por su apariencia y costumbres era prematuramente viejo. De sus siete hijos, tres habían muerto principalmente a causa de las condiciones materiales en que vivía la familia en el arrabal de Soho; habían podido mudarse a una casa más espaciosa de Kentish Town, aunque seguían siempre careciendo hasta de lo esencial. La gran crisis económica, la más grave que había sufrido Europa y que comenzó en 1857, fue cálidamente saludada por él y por Engels, pues no era improbable que engendrara el descontento y la rebelión, pero ello es que también redujo los ingresos de Engels y así asestó un golpe al propio Marx, precisamente en momentos en que menos podía soportarlo. El New York Daily Tribune y ocasionales colaboraciones en diarios alemanes radicales lo salvaron literalmente del hambre; pero las condiciones en que la familia sobrevivió durante veinte años eran peligrosamente precarias. Hacia 1860 hasta la fuente de ingresos norteamericana comenzó a secarse; el director del New York Daily Tribune, Horace Greeley, ferviente defensor del nacionalismo democrático, vino a hallarse en creciente desacuerdo con las ásperas opiniones de su corresponsal europeo. La crisis económica, así como las consecuencias de la guerra civil, determinaron que el New York Daily Tribune se deshiciera de muchos de sus corresponsales europeos; Dana abogó en favor de Marx, pero todo fue en vano, y en los primeros meses de 1861 se redujo el número de artículos, hasta que, finalmente, el contrato se canceló un año después. En cuanto a la Internacional, representaba para él más deberes y vivificaba su existencia, pero no le reportaba ingreso alguno. Sumido en la desesperación, solicitó un puesto de oficinista en una empresa ferroviaria, pero era poco probable que sus ropas raídas y su apariencia amenazadora produjeran favorable impresión en sus futuros jefes de oficina, que rechazaron su solicitud, finalmente, a causa de la letra ilegible de Marx. Resulta difícil ver cómo, de no haber sido por el apoyo de Engels, Marx y su familia hubieran podido sobrevivir durante aquellos temibles años.
Entre tanto, en Italia y España se habían establecido ramas de la Internacional; a mediados de la década de 1860 los gobiernos comenzaron a sentir temor y ya se hablaba de arrestos y proscripciones. El emperador francés intentó suprimirlas, pero esto sólo sirvió para robustecer la fama y prestigio de la nueva organización entre los trabajadores. Después del oscuro túnel de la década de 1850, para Marx esto significó una vez más vida y actividad. El trabajo para la Internacional consumía sus noches y sus días. Con la habitual y devota ayuda de Engels, tomó posesión personal de la oficina central y actuó no sólo como su consejero semidictatorial, sino también como redactor de toda la correspondencia. Todo pasaba por sus manos y a todo se le imprimía su orientación. Las secciones francesa, una parte de la suiza, hasta cierto punto la belga y posteriormente la italiana, que sustentaban las ideas antiautoritarias de Proudhon y Bakunin, formularon vagas pero inútiles protestas. Marx, que gozaba de completo ascendiente sobre el Consejo, fortaleció aún más su autoridad, insistiendo en que se mantuviera una rígida conformidad con cada uno de los puntos del programa original. Su energía de otrora parecía revivir. Escribió a Engels cartas ingeniosas y aun alegres, y hasta sus obras teóricas llevan la impronta de este vigor recobrado, y, como suele ocurrir, el intenso trabajo en un terreno estimuló la actividad adormecida en otro. En 1859 había aparecido un esbozo de su teoría económica, pero su obra mayor, interrumpida por la pobreza y la mala salud, se acercaba ahora a su fin.
En pocas ocasiones aparecía Marx en las reuniones del congreso de la Internacional; prefería fiscalizar sus actividades desde Londres, donde asistía regularmente a las reuniones del Consejo General e impartía detalladas instrucciones a sus adictos. Como siempre, confiaba casi enteramente en los alemanes, y halló un leal intérprete en un antiguo sastre llamado Eccarius, que desde hacía largo tiempo residía en Inglaterra, hombre a quien no agobiaba un exceso de imaginación, pero que le pareció íntegro y digno de confianza. Eccarius, como la mayoría de los subordinados de Marx, se rebelaba eventualmente para unirse a los secesionistas, pero durante ocho años, como secretario del Consejo de la Internacional, cumplió al pie de la letra las instrucciones de Marx. Celebrábanse congresos anuales en Londres, Ginebra, Lausana, Bruselas, Basilea, en los que se discutían problemas generales y se adoptaban definidas medidas; aprobábanse decisiones respecto de las horas de trabajo y los salarios, y también se consideraban cuestiones tales como la situación de las mujeres y niños, el tipo de presión política y económica que mejor se adecuaba a las distintas condiciones reinantes en varios países europeos, la posibilidad de colaboración con otros organismos. La principal preocupación de Marx era llegar a la clara formulación de una política internacional concreta en términos de exigencias específicas coordinadas entre sí, así como a la creación de una disciplina rigurosa que garantizara una total adhesión a esta política. Y así se opuso con éxito a todos los ofrecimientos de alianza con organizaciones puramente humanitarias, como la Liga de la Paz y la Libertad, recientemente fundada bajo la inspiración de Mazzini, Bakunin y John Stuart Mili. Semejante política dictatorial estaba destinada, tarde o temprano, a sembrar el descontento y llevar a la rebelión; ésta cristalizó en torno de la figura de Bakunin, cuya concepción de una federación de organizaciones locales semiindependientes comenzó a ganar adeptos en las secciones suiza e italiana de la Internacional, y, en menor medida, en Francia. Al fin resolvieron constituirse, bajo la dirección de Bakunin, en un organismo que habría de llamarse Alianza Democrática, afiliado a la Internacional, pero que poseía una propia organización interna, con lo cual se oponía a la centralización y defendía la autonomía federal. Era ésta una herejía que hasta un hombre más tolerante que Marx no podía pasar por alto: la Internacional no estaba concebida como una sociedad meramente consultiva en el seno de una asociación más o menos libre de comités radicales, sino como un partido político unificado que perseguía un fin único en todos los centros de su influencia. Creía firmemente que toda conexión con Bakunin —y, de hecho, con cualquier ruso— estaba destinada a acabar en una pérfida traición a la clase trabajadora, opinión que había adquirido después de su breve y placentero coqueteo con los aristócratas radicales rusos en la década de 1840. Por su parte, Bakunin, si bien profesaba públicamente sincera admiración por el genio personal de Marx, no ocultó nunca la antipatía personal que éste le inspiraba ni tampoco el arraigado aborrecimiento que le merecía la creencia de Marx en métodos autoritarios, expresados tanto en sus teorías como en la organización práctica que había dado al partido revolucionario.
Nosotros, anarquistas revolucionarios —declaró Bakunin—, somos enemigos de todas las formas de estado y organización estatal… pensamos que todo gobierno estatal, al estar colocado por su propia naturaleza fuera de la masa del pueblo, ha de procurar necesariamente someterlo a costumbres y propósitos que le son enteramente extraños. Por lo tanto, nos declaramos enemigos… de todas las organizaciones estatales y creemos que el pueblo sólo podrá ser libre y feliz cuando, organizado desde abajo por medio de sus propias asociaciones autónomas y completamente libres, sin la supervisión de ningún guardián, cree su propia vida.
Creemos que el poder corrompe tanto a quienes lo ostentan como a quienes se ven forzados a obedecerlo. Bajo su influencia corrosiva, algunos se convierten en tiranos codiciosos y ambiciosos y explotan la sociedad en su propio interés o en el de su clase, al paso que otros se ven reducidos a la condición de abyectos esclavos. Los intelectuales, los positivistas, los doctrinarios, todos aquellos que colocan la ciencia antes que la vida… defienden la idea del estado y su autoridad, considerándolo la única salvación posible de la sociedad, y lo hacen desde luego lógicamente, puesto que adoptando la falsa premisa de que el pensamiento precede a la vida, de que sólo la teoría abstracta puede constituir el punto de partida de la práctica social… extraen la inevitable conclusión de que, como sólo muy pocos poseen actualmente tal conocimiento teórico, estos pocos han de ser quienes dirijan la vida social, y no ya sólo para inspirar, sino para conducir todos los movimientos populares, y de que ha de erigirse una nueva organización social tan pronto como la revolución se haya consumado; no quieren una libre asociación de organismos populares… que trabajen en concordancia con las necesidades e instintos del pueblo, sino un poder dictatorial centralizado y concentrado en manos de esa minoría académica, como si ésta expresara realmente la voluntad popular… La diferencia entre semejante dictadura revolucionaria y el estado moderno no es más que una diferencia de adornos exteriores. En sustancia, ambos constituyen una tiranía de la minoría sobre la mayoría en nombre del pueblo —en nombre de la estupidez de los más y de la superior sabiduría de los menos—, y así son igualmente reaccionarios, pues tienden a asegurar los privilegios económicos y políticos para la minoría gobernante y a consolidar… la esclavitud de las masas, a destruir el orden actual sólo para erigir sobre sus ruinas una rígida dictadura.
Los ataques de Bakunin contra Marx y Lassalle no podían pasar inadvertidos, tanto más cuanto que estaban teñidos de antisemitismo, por lo que su amigo Herzen tuvo ocasión de reconvenirlo alguna vez. Y, sin embargo, cuando en 1869 Herzen le rogó que abandonara la Internacional, escribió, con un característico estallido de magnanimidad, que no podía unirse a los oponentes de un hombre «que había servido (a la causa del socialismo) durante veinticinco años con penetración, energía y desinterés, en lo cual indudablemente nos supera a todos».
El desagrado que le inspiraba Bakunin no cegaba a Marx sobre la necesidad de conceder cierto grado de independencia regional, a los efectos de acelerar los trámites. Pero desbarató el plan de crear sindicatos internacionales porque creía que ello era prematuro y abriría inmediatamente una brecha entre los sindicatos nacionalmente organizados, de los cuales, por lo menos en Inglaterra, la Internacional obtenía su principal apoyo. Pero si hizo esta concesión, no fue por amor al federalismo como tal, sino sólo para no poner en peligro lo que ya se había construido, una organización sin la cual él no podría crear un organismo cuya existencia hiciera cobrar a los obreros conciencia de que apoyaba sus demandas (y no se trataba ya, como en 1848, de meros simpatizantes de aquí y de allí, dispuestos a ofrecer apoyo moral o, en el mejor de los casos, ocasionales contribuciones), una fuerza militante y disciplinada empeñada en oponer resistencia y, cuando fuere necesario, intimidar y ejercer coerción sobre los gobiernos, a menos que en todas partes se hiciera justicia a sus hermanos.
Para crear la permanente posibilidad de semejante solidaridad activa en la teoría y en la práctica, le parecía indispensable un organismo central cuya autoridad fuese indiscutida, una suerte de estado mayor que debía dirigir la lucha estratégica. Debido a sus intentos por tornar más flexible la estructura de la Internacional y por alentar una diversidad de opiniones en los sectores locales, Bakunin se le aparecía como el hombre que deliberadamente procuraba destruir esta posibilidad. Si salía airoso, ello significaría la pérdida de lo que se había ganado, un retorno al utopismo, la desaparición del nuevo y firme punto de vista, de la comprensión de que la única fuerza de los trabajadores estribaba en la unidad, de que lo que los había entregado en manos de sus enemigos en 1848 era el hecho de que habían realizado levantamientos aislados, habían prorrumpido en estallidos de violencia esporádicos y emocionales en lugar de llevar a cabo una revolución cuidadosamente concertada, organizada para comenzar en determinado momento elegido por su adecuación histórica y dirigida desde una fuente común y en procura de un fin común por hombres que habían estudiado a fondo la situación, así como el propio poderío y el del enemigo. El bakunismo conducía a la disipación del impulso revolucionario, al antiguo heroísmo, romántico, noble e inútil, que había producido muchos santos y mártires, pero que había sido aplastado muy fácilmente por el enemigo, más realista, y al que necesariamente había seguido un período de debilidad y desilusión que con toda probabilidad retrasaría el movimiento por muchas décadas. Marx no desestimaba el poder y la energía revolucionarios de Bakunin para excitar la imaginación de las gentes, y precisamente por esta razón lo consideraba una fuerza peligrosamente destructora que engendraría el caos allí donde obrara. La causa de los obreros descansaría en un suelo volcánico si se permitía a él y a sus partidarios hacer irrupción en las filas de sus defensores. De ahí que, después de algunos años de ocasionales escaramuzas, se decidió a lanzar un abierto ataque; éste remató con la separación de Bakunin y sus partidarios de las filas de la Internacional.


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