EXILIO EN LONDRES: LA
PRIMERA FASE
Sólo hay un antídoto para el
sufrimiento mental, y es el padecimiento físico.
KARL MARX, Herr Vogt
Marx llegó a Londres en 1849,
esperando permanecer en Inglaterra unas pocas semanas, acaso meses, pero lo
cierto es que vivió allí ininterrumpidamente hasta su muerte, ocurrida en 1883.
El aislamiento intelectual y social de Inglaterra de las principales corrientes
de la vida continental había sido siempre considerable y los años de la mitad
del siglo XIX no ofrecían una excepción. Los problemas que sacudían al
continente cruzaban el canal de la
Mancha sólo después de muchos años y, cuando lo hacían,
tendían a cobrar una nueva y peculiar forma; en el proceso de la transición se
transformaban y tomaban un tinte inglés. No se molestaba en Inglaterra a los
revolucionarios extranjeros, a condición de que se comportaran correctamente y
no llamaran demasiado la atención, pero no se establecía con ellos ninguna
clase de contacto. Sus huéspedes los trataban con urbanidad mezclada de leve
indiferencia frente a sus asuntos, los cuales a la vez los irritaban y
divertían. Los revolucionarios y literatos que por muchos años habían vivido en
una fermentación de actividad intelectual y política hallaban la atmósfera de
Londres inhumanamente fría. Agudizaba en ellos esa sensación de aislamiento y
exilio el modo benévolo, distante y a menudo ligeramente condescendiente con
que los trataban los ingleses con quienes entraban en contacto; y mientras esta
actitud civilizada y tolerante creaba ciertamente un vacío, en el que los
exilados podían recobrarse física y moralmente después de la pesadilla de 1848,
el mismo alejamiento de los sucesos que engendraba este sentimiento de
tranquilidad, la inmensa estabilidad que parecía poseer en Inglaterra el
régimen capitalista, la ausencia total de todo síntoma de revolución, tendían a
veces a infundir una acusación de desesperanzado estancamiento que desmoralizaba
y agriaba a casi todos los exilados revolucionarios. En el caso de Marx, la
extrema pobreza y desolación eran factores que se añadían para desecar aún más
su carácter anti romántico e indoblegable. Al paso que estos años de exilio lo
beneficiaron como pensador y revolucionario, lo cierto es que también lo
forzaron a retirarse casi enteramente al estrecho círculo compuesto por su
familia, Engels y unos pocos amigos íntimos como Liebknecht, Wolff y
Freiligrath. Como figura pública, su aspereza, su agresividad y sus celos, su
deseo de aplastar a todos los rivales, aumentaron con los años; el desagrado
que le inspiraba la sociedad en que vivía se fue haciendo cada vez más agudo, y
su contacto personal con miembros individuales de ella, cada vez más difícil;
se mostraba más considerado con los extranjeros «burgueses» que con los
socialistas que estaban fuera de su órbita; disputaba fácilmente y no le
agradaban las reconciliaciones. Mientras pudo apoyarse en Engels, no necesitó
de otra ayuda, y hacia el fin de su vida, cuando el respeto y la admiración que
se le prodigaban habían llegado al punto más alto, nadie se atrevía a acercarse
mucho a él por temor de un rechazo particularmente humillante. Como a muchos
grandes hombres, le agradaba la lisonja y, más aún, la sumisión total; en sus
últimos años obtuvo ambas sin reticencias y murió rodeado de mayores honores y
comodidades materiales que los que había disfrutado en cualquier otro período
de su vida.
Aquéllos eran los años en que en
las calles de Londres se festejaba y aplaudía públicamente a patriotas
románticos, como Kossuth o Garibaldi; se los miraba como figuras pintorescas de
quienes cabía esperar una conducta heroica y nobles palabras, antes que como
hombres interesantes o distinguidos con quienes pudieran establecerse
relaciones humanas. Considerábase a la mayoría de sus seguidores como seres
excéntricos e inofensivos, y, en realidad, muchos de ellos lo eran. Marx, que
no poseía suficiente fama o encanto personal para atraerse semejante atención, vino
a hallarse con pocos amigos y prácticamente sin dinero en un país al que, si
bien lo había visitado hacía menos de tres años, seguía siendo extraño para él.
Viviendo como vivía en el seno de una sociedad inmensamente abigarrada y
próspera, por entonces en el apogeo del colosal crecimiento de su poder
económico y político, se mantuvo toda su vida personalmente apartado de ella, y
sólo la trató como un objeto de observación científica. El desmoronamiento del
radicalismo militante en el exterior no le dejaba otra opción, por lo menos por
un tiempo, que la de llevar una vida de observación y estudio. La consecuencia
importante de esto fue que, puesto que el material que manejaba era casi
exclusivamente inglés, había de confiar, para hallar pruebas de sus hipótesis y
generalizaciones, casi enteramente en su experiencia y en autores ingleses.
Aquellos pasajes de detallada investigación social e histórica que constituyen
los capítulos mejores y más originales de Das
Kapital tratan principalmente de períodos para los que la mayor parte de
las pruebas podían obtenerse en las columnas financieras del diario The Economist, en las historias
económicas, en el material estadístico contenido en los Libros azules
gubernamentales (y Marx fue el primer estudioso que hizo de ellos un serio uso
científico) y en otras fuentes a las que tenía acceso sin salir de Londres, y
hasta ni siquiera de la sala de lectura del Museo Británico. Marx escribió su
obra en medio de una vida de esporádica agitación y organización de la actividad
práctica, pero ella exhibe un aire de extremado aislamiento, como si el
escritor se hallara a muchas millas de la escena que discute, hecho que a veces
causa una impresión del todo falsa de Marx, como si éste hubiera llegado a
convertirse, durante los años de exilio, en un remoto y solitario hombre de
estudio que a los treinta y dos años de edad hubiera dejado tras de sí la vida
de la acción para empeñarse en investigaciones puramente teóricas.
El momento en que Marx llegó a
Inglaterra era singularmente desfavorable, pues no se avizoraba en el horizonte
perspectiva alguna de revolución. El movimiento de masas considerado por los
socialistas continentales como modelo de la acción proletaria organizada en la
nación europea más altamente industrializada y, por ende más socialmente
avanzada —el cartismo—, acababa de sufrir una abrumadora derrota; observadores
extranjeros, entre ellos Engels, habían incurrido en un serio error al
sobrestimar sus fuerzas. Constituía un inconexo cúmulo de personas e intereses
heterogéneos, y en él figuraban tories
románticos, radicales avanzados influidos por modelos continentales,
reformadores evangélicos, radicales filosóficos, campesinos y artesanos
desposeídos, visionarios apocalípticos. Los unía el común horror a la creciente
pauperización y degradación social de la clase media inferior que señalaba cada
avance de la revolución industrial; muchos de ellos retrocedían ante cualquier
pensamiento de violencia y pertenecían a la clase a la cual el Manifiesto comunista calificaba despectivamente
de «economistas, filántropos, humanitarios dedicados a mejorar la condición de
la clase trabajadora, organizadores de caridad, miembros de sociedades
protectoras de animales, fanáticos de la temperancia, reformadores de toda
laya».
El movimiento estaba pésimamente
organizado. Sus dirigentes no se ponían de acuerdo entre sí ni poseían
individual, ni aún menos colectivamente, claras creencias respecto de los fines
que habían de proponer a sus seguidores o de los medios que habían de adoptarse
para su consecución. Los miembros más firmes del movimiento eran aquellos
sindicalistas del futuro, ansiosos sobre todo de mejorar las condiciones y
salarios del trabajo y a quienes sólo les interesaban cuestiones más generales
en la medida en que éstas estuvieran relacionadas con la causa particular por
ellos defendida. Es dudoso que un serio movimiento revolucionario pudiera
crearse, bajo cualquier circunstancia, con esta amalgama peculiar. Tal como
era, no prosperó. Acaso fuese el especioso alivio proporcionado por la gran
Acta de Reforma, o el poder del no conformismo, lo que originalmente rindió la
marea. De cualquier modo, hacia 1850 terminaba la gran crisis que había
comenzado en 1847. A
ella sucedió el primer auge económico conscientemente reconocido en la historia
europea, que aceleró enormemente el ritmo de desarrollo industrial y comercial
y extinguió el último rescoldo de la conflagración cartista. Organizadores y
agitadores continuaron combatiendo contra las injusticias que sufrían los
obreros, pero los exasperados años de Peterloo y los mártires de Tolpuddle —que
en los sombríos y conmovedores folletos de Hodgskin y Bray, así como en la
salvaje ironía de William Cobbett, habían dejado una amarga constancia de
estúpida opresión y generalizada ruina social— estaban cediendo insensiblemente
el lugar a la era más moderada de John Stuart Mill y de los positivistas
ingleses con sus simpatías socialistas, al socialismo cristiano de la década de
1860 y al sindicalismo esencialmente apolítico de cautelosos oportunistas como
Cremer o Lucraft, que miraban con recelo los intentos de los doctrinarios
extranjeros por enseñarles cómo debían resolver sus propios asuntos.
Marx comenzó, naturalmente, por
establecer contacto con los exilados alemanes. Por entonces, Londres era punto
de confluencia de los emigrados alemanes, miembros de los disueltos comités
revolucionarios, intelectuales y poetas, artesanos alemanes vagamente radicales
que se habían establecido en Inglaterra mucho antes de la revolución y
comunistas activos recientemente expulsados de Francia o Suiza que procuraban
reconstituir la Liga
de los Comunistas y renovar relaciones con los radicales ingleses, que los
miraban con simpatía. Marx siguió sus tácticas habituales y estrechó relaciones
con la sociedad de los alemanes: creía firmemente que la revolución no había
terminado y mantuvo esta convicción hasta que se produjo el golpe de estado que
colocó a Luis Napoleón en el trono de Francia. Entre tanto, pasó lo que
consideraba una mera tregua en la batalla realizando las actividades normales
de un exilado político, asistiendo a reuniones de refugiados y disputando con
aquellos que le despertaban sospechas. El culto y fastidioso Herzen, que estaba
en Londres por entonces, concibió profundo disgusto por él y en sus memorias
ofreció una maliciosa y brillante descripción de la posición que ocupaban Marx
y sus seguidores, entonces y después, entre los otros emigrados políticos. En
general, los alemanes eran notoriamente incapaces de cooperar con los otros
exilados —italianos, rusos, polacos, húngaros—, cuya falta de método, así como
su pasión para mantener intensas relaciones personales, chocaba y disgustaba a
aquéllos. Los últimos, por su parte, hallaban igualmente a los alemanes faltos
de atractivo; les desagradaba su grosería, sus maneras toscas, su colosal
vanidad y, sobre todo, sus sórdidas e incesantes reyertas intestinas, durante
las cuales no era insólito que se sacaran a luz y caricaturizaran brutalmente
en la prensa detalles íntimos de la vida privada.
Los desastres de 1848 no
conmovieron para nada las creencias teóricas de Marx, pero lo obligaron a
revisar seriamente su programa político. En los años 1847-48 influyó tanto en
él la propaganda de Weitling y Blanqui que comenzó a creer, contra su natural
inclinación hegeliana, que podría realizarse una revolución coronada por el
éxito mediante un golpe de estado llevado a cabo por un grupo reducido, pero
resuelto, de revolucionarios adiestrados que, después de tomar el poder,
podrían mantenerse en él, constituyendo ellos mismos el comité ejecutivo de las
masas en cuyo nombre obraban. Este grupo funcionaría como punta de lanza del
ataque proletario. Después de años de servidumbre y oscuridad, no podía
esperarse que las grandes masas de la clase obrera estuvieran maduras para
gobernarse a sí mismas o para dominar y destruir a las fuerzas a las que habían
desplazado. Consecuentemente, había de constituirse un partido que funcionara
como una élite política, intelectual y legislativa del pueblo, y que gozaría de
la confianza de éste en virtud de su desinterés, su superior esclarecimiento y
su percepción práctica de las necesidades de la situación inmediata, que, en
fin, fuese capaz de guiar los titubeantes pasos del pueblo durante el primer
período de su primera libertad. Denominó a este necesario interludio estado de
revolución permanente; la conduciría la dictadura del proletariado, clase
revolucionaria que prevalecería sobre el resto «como un necesario paso
intermedio para llegar a la abolición de todas las distinciones de clases, a la
abolición de todas las relaciones productivas existentes en que descansan tales
distinciones, a la abolición de todas las relaciones sociales que corresponden
a estas relaciones productivas y a la completa inversión de todas las ideas que
derivan de semejantes relaciones sociales». Pero aquí, si bien el fin era
claro, los medios para alcanzarlo eran relativamente vagos. La dictadura del
proletariado dominaría el estado de «permanente revolución», pero ¿cómo había
de cumplirse este estadio y qué forma iba a tomar? No hay duda de que hacia
1848 Marx pensó que lo produciría una élite que había de nombrarse a sí misma;
ésta no trabajaría en secreto, como quería Blanqui, ni estaría encabezada por
una única figura dictatorial, como ocasionalmente propuso Bakunin, sino que
sería, como Babeuf, quizás, la concibió en 1796, un reducido grupo de
individuos convencidos e implacables que ejercerían el poder dictatorial y
educarían al proletariado hasta que éste alcanzara un nivel en que pudiera
comprender su propia tarea. Por ello Marx había propugnado en Colonia en
1848-49, una alianza temporal con los dirigentes de la burguesía radical. En
este estadio, la pequeña burguesía que luchaba contra la presión de las clases
que estaban inmediatamente por encima de ella, era la aliada natural de los
trabajadores; pero como era incapaz de gobernar por su propia fuerza, cada vez
dependería más del apoyo de los obreros hasta el momento en que los obreros, ya
amos económicos de la situación, conquistaran las formas oficiales del poder
político, ya por un golpe violento, ya por presión gradual. Esta doctrina (cuya
más clara formulación se halla en el mensaje de Marx de 1850 a la Liga de los Comunistas) es
bien conocida porque (revivida por el agitador ruso Parvus) en 1905 Trotski
urgió su aplicación, la adoptó Lenin y, en 1917, ambos la pusieron en práctica
en Rusia con la fidelidad más literal. Empero, el propio Marx la abandonó a la
luz de los sucesos de 1848, por lo menos en la práctica, en ciertos aspectos
vitales. Gradualmente fue descartando toda la concepción de la toma del poder
por una élite, la que se le aparecía impotente para lograr algo frente a un
ejército regular hostil y a un proletariado ignorante y falto de
adiestramiento. Los dirigentes de los obreros no carecían de coraje ni de
sentido práctico, pero de todos modos les hubiera resultado completamente
imposible permanecer en el poder en 1848 contra las fuerzas combinadas de los
realistas, el ejército y la alta clase media. A menos que el proletariado como
conjunto adquiriera conciencia del papel histórico que le correspondía
desempeñar, sus conductores serían impotentes. Podían provocar un alzamiento
armado, pero no podrían retener los frutos de éste si no contaban con el arpoyo
consciente e inteligente de la mayoría de la clase trabajadora.
Consecuentemente, la lección vital que enseñaban los sucesos de 1848 era, según
Marx, que el primer deber de un dirigente revolucionario consiste en sembrar
entre las masas la conciencia de su destino y de su tarea. Éste es un proceso
largo y laborioso, pero, a menos que se lleve a cabo, nada se logrará como no
sea el derroche de energía revolucionaria en estallidos esporádicos dirigidos
por aventureros o exaltados que, al no contar con una base real en la voluntad popular,
han de ser inevitablemente derrotados, después de un breve período de triunfo,
por las repuestas fuerzas de la reacción; a ello se agrega la brutal represión
subsiguiente que paralizará al proletariado por muchos años. Por estos motivos
se negó a apoyar, en vísperas de su estallido, la revolución que desembocó en la Comuna de París en 1871, si
bien luego, y sobre todo por motivos tácticos, le dedicó un conmovedor y
elocuente epitafio.
El segundo punto en que modificó
sus opiniones fue la posibilidad de colaboración con la burguesía.
Teóricamente, aún creía que la dialéctica de la historia requería un régimen
burgués como preludio del comunismo completo; pero la fuerza de esta clase en
Alemania y Francia, así como su franca determinación de protegerse contra su
aliada proletaria, lo convencieron de que un pacto con ella perjudicaría a los
trabajadores, pues éstos constituían el poder más débil: aún no podía
realizarse el plan de gobernar desde bambalinas. Éste había sido el principal
punto de divergencia entre él y los comunistas de Colonia, que se habían
opuesto a aliarse con los liberales por considerar el pacto un oportunismo
suicida. Ahora Marx abrazaba el punto de vista de aquéllos, si bien no por las
mismas razones, es decir, no porque el oportunismo como tal fuera moralmente
degradante o llevara necesariamente a la derrota, sino porque en ese caso
particular estaba destinado a fracasar, a confundir los problemas en el seno de
un partido que aún no estaba sólidamente organizado, y conducir así a la
debilidad interna y la derrota. De ahí su continua insistencia, en años
posteriores, en conservar la pureza del partido, en mantenerlo lejos de todo
enredo que pareciera una transacción. La política de expansión gradual y la
lenta conquista del poder a través de reconocidas instituciones parlamentarias,
acompañadas por una presión sistemática en escala internacional sobre los
patronos por conducto de los sindicatos y organizaciones similares, como medio
de asegurar mejores condiciones económicas para los trabajadores —y esto es lo
que caracteriza la táctica de los partidos socialistas a fines del siglo XIX y
principios del XX—, fue el producto legítimo de los análisis de Marx acerca de
las causas de la catástrofe del año revolucionario de 1848.
Su principal objetivo —la
creación de condiciones en las cuales fuera viable la dictadura del
proletariado, «la revolución permanente»— no sufrió modificación alguna; la
burguesía y todas sus instituciones estaban inevitablemente sentenciadas a la
extinción. Acaso el proceso durara más de lo que había supuesto originariamente
y, en tal caso, había de enseñarse al proletariado a ser paciente; sólo cuando
la situación estuviera madura para una intervención, los dirigentes habían de
llamar a la acción; entre tanto, debían dedicarse a reunir, organizar y
disciplinar las fuerzas obreras de modo que éstas estuvieran prontas para
cuando llegara la crisis decisiva. La historia ha ofrecido un comentario
irónico sobre el particular: los caudillos de la revolución comunista rusa (país
donde, sea dicho de paso, Marx no creía que su teoría fuera aplicable), al
obrar de conformidad con la descartada opinión de 1850 y al encender la mecha
cuando las masas populares no estaban evidentemente maduras para su tarea, por
lo menos lograron prevenir las consecuencias de 1848 y 1871; en cambio, los
alemanes ortodoxos y los socialdemócratas austríacos, fieles a la última
doctrina de su maestro, obraron cautelosamente y gastaron sus energías educando
a las masas para la misión que les esperaba, y fueron abatidos por la
reorganizada clase reaccionaria, cuya fuerza debería haber socavado mucho
antes, y fatalmente, la marcha de la historia y el constante trabajo de zapa
por parte del proletariado.
Entre tanto, no se veía signo de
revolución en parte alguna y al estado anímico de optimismo irracional sucedió
otro de profunda depresión. Herzen escribió en sus memorias:
No se pueden recordar aquellos
días sin sentir agudo dolor… Francia se movía con la velocidad de una estrella
fugaz hacia el inevitable golpe de estado. Alemania yacía postrada a los pies
del zar Nicolás, arrastrada por la desdichada, traicionada Hungría… Los
revolucionarios estaban empeñados en un trabajo de agitación que no obtenía
resultado alguno. Aun las personas más serias se sienten a menudo fascinadas
por las meras formas y se las arreglan para convencerse a sí mismas de que en
realidad están haciendo algo si celebran reuniones en las que hablan de
documentos y protocolos, conferencias en que se registran hechos, se toman
decisiones, se imprimen proclamas y así sucesivamente. La burocracia de la
revolución es susceptible de perderse en esta suerte de cosas del mismo modo
que la burocracia real; en Inglaterra proliferan centenares de asociaciones de
esta índole: tienen lugar solemnes reuniones a las que asisten ceremoniosamente
duques y pares del reino, clérigos y secretarios; los tesoreros recolectan
fondos, los periodistas escriben artículos, todos están afanosamente empeñados
en no hacer nada en modo alguno. Estas reuniones filantrópicas y religiosas
cumplen una doble función: sirven como una forma de diversión y obran como un
soborno sobre las perturbadas conciencias de aquellos cristianos en cierto modo
mundanos… Todo el asunto configuraba una contradicción: una franca conspiración,
un complot urdido a puerta cerrada.
En la sofocante atmósfera de
intrigas continuas, sospechas y recriminaciones que llena los primeros años de
cualquier gran emigración política cuyos miembros están ligados entre sí por
las circunstancias antes que por cualquier causa común claramente concebida,
Marx pasó sus dos primeros años en Londres. Declinó resueltamente mantener
trato con Herzen, Mazzini y los amigos de éstos, pero no permaneció inactivo.
Transformó la Neue Rheinische Zeitung en una revista, organizó
comités de ayuda a los refugiados, publicó una denuncia sobre los métodos
policiales en los juicios de Colonia contra sus amigos, en la que descubrió
burdas falsificaciones y perjurios, lo cual, si bien no liberó a sus camaradas,
tornó más difíciles juicios de la misma índole en el futuro; llevó a cabo una vendetta contra Willich, dentro de la Liga de los Comunistas, y,
creyendo que una institución que promueve verdades parciales es más peligrosa
que la total inactividad y es preferible que esté muerta, mediante una
implacable intriga logró su disolución. Después de haber torpedeado así con
éxito a sus antiguos compañeros y, no sintiendo más que menosprecio por los
demás emigrados, a quienes consideraba charlatanes ineficaces e inofensivos, se
constituyó a sí mismo, junto con Engels, en centro independiente de propaganda,
unión personal en torno de la cual los quebrantados y dispersos restos del
comunismo alemán se congregarían gradualmente para, una vez más, formar una
fuerza. El plan fue coronado por el éxito.
Sus escritos más importantes de
este período se refieren a los recientes sucesos de Francia, y su estilo, a
menudo opaco y oscuro cuando trata cuestiones abstractas, es luminoso cuando
aborda hechos. Los ensayos sobre la
Las luchas de clases en Francia y los
artículos que volvió a publicar bajo el título El 18 Brumario de Luis Bonaparte son modelos de lúcida y cruel
literatura de combate. Los dos ensayos se refieren casi al mismo tema y ofrecen
una brillante descripción polémica de la revolución y de la segunda república;
en ellos analiza minuciosamente las relaciones y el concurso de los factores
políticos, económicos y personales, en términos de la alienación de las clases
cuyas necesidades ellos encarnan. Hace allí un brillante análisis del papel del
Estado francés, que funciona menos como un comité de la clase gobernante (la
fórmula del Manifiesto comunista) que
como una fuente independiente de poder apoyado por la burguesía (si bien a
veces va más allá de los deseos de ésta), a fin de preservar el statu quo social y político. En una
serie de esbozos agudos y epigramáticos clasifica a los principales
representantes de los diversos partidos y los relaciona con las clases de cuyo
apoyo dependen. Representa la evolución de la situación política, desde un vago
liberalismo hasta la república conservadora (y, por lo tanto, hasta la franca
lucha de clases), que remata en un crudo despotismo, como una parodia de los
sucesos de 1789, cuando cada fase sucesiva era más violenta y revolucionaria
que la anterior; en 1848 ocurrió precisamente lo contrario: sus aliados,
pequeños burgueses, abandonaron y traicionaron en junio al proletariado; luego
los pequeños burgueses fueron a su vez abandonados por la clase media;
finalmente, ésta fue vencida por los grandes terratenientes y financieros y
entregada en manos del ejército y de Luis Napoleón. Por lo demás, esto no
habría podido evitarse ni siquiera en el caso de que los políticos hubieran
desarrollado una política diferente, puesto que estaba determinado por el estadio
de desenvolvimiento histórico alcanzado en esa época por la sociedad francesa.
Las otras actividades de Marx en
este período incluían conferencias populares sobre economía política,
pronunciadas en la
Unión Educativa de Obreros Alemanes y, en fin, una
considerable correspondencia con los revolucionarios alemanes diseminados por
todas partes, y sobre todo con Engels, quien de mala gana (pues no tenía otro
medio de subvenir a sus necesidades) hizo la paz con sus padres y se decidió a
trabajar en Manchester en la oficina de la empresa paterna de hilandería.
Empleó la relativa seguridad que obtuvo de este modo para ayudar a Marx
material e intelectualmente durante el resto de su vida. En cuanto a la
situación financiera de Marx, fue desesperada por muchos años: no contaba con
una fuente regular de ingresos, su familia crecía y su reputación excluía la
posibilidad de que hallara trabajo en cualquier firma respetable. La desolada
pobreza en que él y su familia vivieron durante los veinte años siguientes, así
como la indecible humillación que esto significó para él, han sido con
frecuencia descritas: primero la familia erró de un tugurio a otro, de Chelsea
a Leicester Square, y de allí a los arrabales sórdidos de Soho, azotados por
las enfermedades; a menudo no había dinero en casa para pagar a los proveedores
y la familia debía morirse de hambre literalmente hasta obtener un préstamo o
hasta que Engels enviara un giro de una libra; a veces toda la ropa de la
familia estaba pignorada y se veían forzados a permanecer largas horas sin luz
ni comida, interrumpidas sólo por las visitas de importunos acreedores a
quienes recibía en la puerta alguno de sus hijos con la invariable y automática
respuesta: «El señor Marx no está».
Una vivida descripción de las
condiciones en que vivió durante los primeros siete años de exilio sobrevive en
el informe de un espía prusiano que logró introducirse en la casa de Dean
Street:
… Vive en uno de los peores y más
sórdidos arrabales de Londres. Ocupa dos habitaciones. En ninguna de ellas hay
un solo mueble limpio o decente; todo está roto, hecho trizas, y una gruesa
capa de polvo lo cubre todo… Manuscritos, libros y diarios yacen junto a
juguetes de los chicos, elementos del canastillo de costura de su mujer, tazas
desportilladas, cucharas sucias, cuchillos, tenedores, lámparas, un tintero,
vasos, pipas, ceniza de tabaco…, todo amontonado en la misma mesa. Al entrar en
la habitación, el humo del tabaco le irrita a uno los ojos de tal modo que al
principio le parece a uno estar tanteando en una caverna, hasta que se
acostumbra y logra descubrir ciertos objetos en medio de la bruma. Sentarse es
asunto peligroso. Aquí hay una silla con sólo tres patas, y en otra, que está
entera, los niños juegan a cocinar. Ésa es la que se ofrece al visitante, pero
no se quita de ella la cocina de los chicos y, si uno se sienta, arriesga un
par de pantalones. Pero todas estas cosas no incomodan en lo más mínimo a Marx
o a su mujer. Lo reciben a uno del modo más amistoso y le ofrecen cordialmente
una pipa, tabaco y cualquier otra cosa que haya. Pronto se entabla una
inteligente e interesante conversación que compensa todas las deficiencias
domésticas y hace soportable aquella incomodidad…[10].
Un hombre de genio obligado a
vivir en una buhardilla, a ocultarse cuando sus acreedores se tornan
importunos, o yacer en cama porque sus ropas están pignoradas, es una figura
convencional de comedia alegre y sentimental. Marx no era un bohemio y sus
infortunios lo afectaban trágicamente. Era orgulloso, excesivamente susceptible,
y mucho le exigía al mundo: las pequeñas humillaciones e insultos a que su
situación lo exponían, la frustración de sus deseos de ocupar una posición
dominante a la que se sentía merecedor, la represión de su colosal vitalidad
natural, todo ello se volvía contra sí mismo y lo llevaba a paroxismos de odio
y cólera. Sus amargos sentimientos a menudo hallaban cauce en sus escritos y en
largas y salvajes venganzas personales. Veía complots, persecuciones y
conspiraciones por doquier, y cuanto más sus víctimas protestaban de su
inocencia, tanto más se convencía de su duplicidad y su culpa.
Su modo de vida consistía en
visitas diarias a la sala de lectura del Museo Británico, donde permanecía
normalmente desde las nueve de la mañana hasta que cerraba a las siete; a esto
seguían largas horas de trabajo nocturno durante las que fumaba incesantemente,
hasta el punto de que el fumar, de placer se había convertido en indispensable
anodino; esto afectó permanentemente su salud y se vio expuesto a frecuentes ataques
de una enfermedad hepática, a veces acompañados de forúnculos y una inflamación
de los ojos que lo obligaban a interrumpir el trabajo, lo agotaban e irritaban.
«Estoy apestado como Job, aunque no temo a Dios», escribió en 1858. «Todo lo
que esos señores [los médicos] dicen desemboca en la conclusión de que uno ha
de ser un próspero rentista en lugar de un pobre diablo como yo, tan pobre como
una rata de iglesia». Cuando se hallaba en otros estados de ánimo, juraba que
la burguesía le pagaría un día a precio de oro cada uno de sus carbunclos.
Engels, cuyos ingresos anuales durante aquellos años no parecen haber excedido
las cien libras, con las cuales, en su carácter de representante de su padre,
había de sostener un respetable establecimiento en Manchester, no pudo al
principio, a pesar de su gran generosidad, proporcionarle gran ayuda
sistemática; ocasionalmente, amigos de Colonia, o generosos socialistas
alemanes como Liebknecht o Freiligrath, recolectaban pequeñas sumas para él,
que, junto con los honorarios que recibía por ocasionales artículos
periodísticos y ocasionales «préstamos» de su adinerado tío Philips, que vivía
en Holanda, y pequeños legados de parientes, le permitieron continuar al mismo
borde de la subsistencia. Por ello no es difícil comprender que odiara la
pobreza, y la esclavitud y degradación que ella acarrea, por lo menos tan
apasionadamente como la servidumbre. Ofrece las descripciones, diseminadas en
sus obras, de la vida en los suburbios industriales, en las ciudades mineras o
las plantaciones, así como de la actitud de la opinón civilizada respecto de
ella, con una combinación de violenta indignación y fría, contenida amargura
que, particularmente cuando entra en detalles y el tono se vuelve
inesperadamente calmo y monótono, posee una calidad aterradora e infunde
insoportable cólera y vergüenza en lectores a quienes no habían conmovido la
ruda retórica de Carlyle, el digno y humano alegato de J. S. Mili, o la
avasalladora elocuencia de William Morris y los socialistas cristianos. Durante
aquellos años murieron tres de sus hijos —los varones Guido y Edgar y la niña
Franziska—, en gran medida como resultado de las condiciones en que vivían.
Cuando murió Franziska, Marx no tenía dinero para pagar un ataúd y hubo de
socorrerlo en el trance la generosidad de un refugiado francés. Frau Marx
describe el incidente con detalles horripilantes en carta a una compañera de
exilio. También ella estaba a menudo enferma, y cuidaba a los niños una criada
de la familia, Helene Demuth, que permaneció con ellos hasta el fin.
No pude ni puedo llamar a médicos
—escribe a Engels en una de esas ocasiones— porque no tengo dinero para las
medicinas. Los últimos ocho o diez días alimenté a mi familia con pan y
patatas, y hoy es aún dudoso que pueda obtener eso.
No era comunicativo por
naturaleza, y jamás se abandonaba a la compasión de sí mismo; en sus cartas a
Engels a menudo satirizó los propios infortunios con una sombría ironía que
puede ocultar a un lector casual la desesperada situación en que frecuentemente
se encontraba. Pero cuando en 1856 murió a los seis años su hijo Edgar, a quien
profesaba tierno afecto, el dolor traspasó aquella reserva de hierro.
He sufrido toda suerte de
desgracias —escribió a su amigo—, pero sólo ahora conozco qué es la verdadera desdicha…
en medio de todos los padecimientos de estos días me ha mantenido en pie el
pensar en usted y en su amistad, así como la esperanza de que aún tengamos que
hacer algo razonable en este mundo…
Bacon dice que los hombres
verdaderamente importantes mantienen tantos contactos con la naturaleza y el
mundo, encuentran tantos motivos de interés, que se reponen fácilmente de
cualquier pérdida. Yo no pertenezco a esa clase de hombres importantes. La
muerte de mi hijo me ha afectado tanto que siento la pérdida con tanta amargura
como el primer día. Mi mujer está también completamente deshecha.
La única forma de placer que la
familia podía permitirse era una ocasional excursión a Hampstead Heath durante
los meses de verano. Solían salir los domingos por la mañana de la casa de Dean
Street, y acompañados por Lenchen Demuth (a quien Marx profesaba sincero
afecto)[11] y uno o dos amigos, provistos de una cesta con comida y
de diarios comprados en el camino, iban andando hasta Hampstead. Allí se
sentaban bajo los árboles, y mientras los chicos jugaban o recogían flores, los
mayores conversaban, leían o dormían. Cuando avanzaba la tarde, los ánimos se
alegraban más y más, particularmente cuando el jovial Engels estaba presente.
Bromeaban, cantaban, corrían. Marx recitaba poesías, cosa que le agradaba
mucho, llevaba a los niños en hombros, entretenía a todos y, como efecto
teatral final, montaba solemnemente un borrico y se paseaba en él frente a
todos, lo que nunca dejaba de provocar general placer. A la caída de la noche
regresaban, a menudo cantando canciones patrióticas alemanas o inglesas.
Empero, estas agradables ocasiones eran muy raras y no fue mucho lo que
alumbraron lo que el propio Marx calificó en carta a Engels de insomne noche
del exilio.
Un leve alivio llevó a esta
situación la súbita propuesta de escribir regularmente artículos sobre asuntos
europeos para el New York Daily Tribune.
Charles Augustus Dana, editor extranjero del diario, le hizo el ofrecimiento;
había sido presentado a Marx por Freiligrath en Colonia, en 1849, y había
quedado sumamente impresionado por su penetración política. El New York Daily Tribune era un diario
radical, fundado por un grupo de discípulos norteamericanos de Fourier, que por
entonces tenía una circulación de más de doscientos mil ejemplares y era
probablemente el más importante diario del mundo; su posición era ampliamente
progresista; en asuntos internos desarrollaba una política contra la esclavitud
y a favor del libre comercio, al paso que en asuntos exteriores atacaba el
principio de autocracia y se hallaba así en oposición virtualmente a todos los
gobiernos de Europa. Marx, que obstinadamente rechazaba ofrecimientos de
colaboración de diarios continentales cuya tendencia juzgaba reaccionaria,
aceptó éste con alacridad. El nuevo corresponsal había de recibir una libra
esterlina por artículo. Durante casi diez años escribió notas semanales que
trataban de gran diversidad de temas y que aún hoy revisten cierto interés. El
primer pedido que le hizo Dana fue escribir una serie de artículos sobre la
estrategia de ambos ejércitos durante la guerra civil en Alemania y Austria,
así como comentarios generales sobre el arte de la guerra moderna. Como Marx
ignoraba por completo este último tema y poseía por entonces pocos conocimientos
del inglés, halló que el pedido no era fácil de cumplir; empero, no podía
rehusar nada que le garantizara una fuente de ingresos fija, por magra que
fuese. En su perplejidad se volvió hacia Engels, quien, como en tantas otras
ocasiones posteriores, pronta y cortésmente escribió los artículos y los firmó
con el nombre de Marx. En adelante, y toda vez que desconociera un tema o no le
agradara tratarlo, o su mala salud o el hecho de estar ausente le impidiera
trabajar, Engels se encargaba de la tarea, y lo hacía con tal eficiencia que el
corresponsal londinense del Tribune
conquistó pronto considerable popularidad en los Estados Unidos, donde se lo
consideraba un periodista excepcionalmente versátil y bien informado, con
público propio.
Marx volvió a publicar los
artículos de Engels sobre la revolución alemana en un folleto titulado Revolución y contrarrevolución en Alemania,
que finaliza asegurando que la revolución ha de estallar con violencia aún
mayor en un futuro cercano. Más tarde los amigos admitieron que habían sido
demasiado optimistas. Marx formuló la celebrada generalización de que sólo una
crisis económica podía originar una revolución coronada por el éxito; así, la
depresión económica de 1847 alimentó la revolución de 1848, y la prosperidad de
1851 destruyó toda esperanza de una inminente conflagración política.
En lo sucesivo la atención de
ambos se concentra en descubrir síntomas de una gran crisis económica. En su
oficina de Manchester, Engels llenaba sus cartas con datos acerca del estado de
los mercados mundiales; se refiere jubilosamente a las pérdidas de oro del
Banco de Inglaterra, a la quiebra de un banco hamburgués, a la mala cosecha en
Francia o en los Estados Unidos, indicios de que la gran crisis no podía tardar
en producirse. Al fin, en 1857 tuvo lugar una auténtica depresión en la escala
requerida. No obstante, y con la excepción de la agrícola Italia, no la siguió
ningún desarrollo revolucionario. Después de esto, ambos hacen menos mención de
las crisis inevitables y se dedican más a discutir la organización de un
partido revolucionario. La profunda decepción había obrado sus efectos.
Mientras Engels trataba los temas
de estrategia militar solicitados por el público norteamericano, Marx publicaba
en rápida sucesión una serie de artículos acerca de la política de Inglaterra,
tanto interna como externa, sobre política exterior, sobre el cartismo y sobre
el carácter de diversos ministerios ingleses, todo lo cual logró compendiar en
unas pocas sentencias maliciosas, habitualmente a expensas de The Times, que seguía siendo su
espantajo. Escribió mucho acerca del gobierno inglés en la India y en Irlanda. Declaró
que, en cualquier caso, la India
estaba destinada a que la conquistara una potencia más fuerte:
La cuestión no estriba en si los
ingleses tenían derechos para conquistar a la India , sino en si hubiéramos preferido que la
conquistaran los turcos, los persas o los rusos… Desde luego, es imposible
obligar a la burguesía inglesa a que desee la emancipación o el mejoramiento de
la condición social de las masas indias, lo cual depende no sólo del desarrollo
de las fuerzas de producción sino también de la propiedad de éstas por parte
del pueblo. Pero lo que sí puede hacer es crear las condiciones materiales para
la satisfacción de esta doble necesidad.
Y también:
Por triste que se nos aparezca
—escribió en 1853— el espectáculo de la ruina y desolación de esos centenares
de miles de integrantes de grupos sociales industriosos, pacíficos,
patriarcales… súbitamente separados de su antigua civilización y de sus
tradicionales medios de existencia, no hemos de olvidar que esas idílicas
comunidades aldeanas… proporcionaron siempre una firme base al despotismo
oriental al reducir la inteligencia humana a los más estrechos límites, al
convertirse en obedientes y tradicionales instrumentos de superstición, al
impedir su propio desarrollo, al privarse… de toda capacidad de actividad
histórica; no olvidemos el egoísmo de los bárbaros que, concentrados en una
parte insignificante de la superficie terrestre, miraron impasibles el
desmoronamiento de inmensos imperios mientras se perpetraban inexpresables
crueldades, se asesinaba a las poblaciones de ciudades enteras… los bárbaros
observaban esto como si se tratara de sucesos naturales, y así ellos mismos se
convirtieron en desamparadas víctimas de cualquier invasor que volviera la
mirada hacia ellos… Al promover la revolución social en la India , guiaban a Inglaterra,
es cierto, los motivos más bajos, y la llevó a cabo de modo muy torpe. Pero
éste no es el punto decisivo. La cuestión estriba en si la humanidad puede
cumplir su propósito sin que tenga lugar en Asia una completa revolución
social. En caso contrario, Inglaterra, a pesar de todos sus crímenes, fue
instrumento inconsciente de la historia al promover tal revolución.
De Irlanda dice que la causa del
trabajo inglés estaba inextricablemente ligada a la liberación de Irlanda, cuya
mano de obra barata era una amenaza continua para los sindicatos ingleses; la
sujeción económica de Irlanda, como en los casos análogos de servidumbre en
Rusia y de esclavitud en los Estados Unidos, ha de ser abolida antes de que los
amos ingleses de Irlanda, entre los que debe incluirse a los trabajadores
ingleses (que trataban a los irlandeses poco más o menos como los «pobres blancos»
de los estados sureños de América trataban a los negros), puedan alentar la
esperanza de emanciparse y de crear una sociedad libre. En ambos casos
subestimó, consecuentemente, la fuerza del nacionalismo en ascenso; su odio por
todo separatismo, como por todas las instituciones fundadas en bases
emocionales o puramente tradicionales, lo cegaba para percibir su real
influencia. Con similar espíritu, Engels observaba, al escribir sobre los
checos, que el nacionalismo de los eslavos occidentales era un fenómeno irreal
y artificialmente conservado que no podía resistir por mucho tiempo al avance
de la superior cultura alemana. Tal fusión era el destino que inevitablemente
les esperaba a todas las civilizaciones pequeñas y locales, en virtud de la
fuerza de gravitación histórica que determina que los más pequeños sean
absorbidos por los más grandes, tendencia que todos los partidos progresistas
debían alentar activamente. Tanto Marx como Engels creían que el nacionalismo,
junto con la religión y el militarismo, eran otros tantos anacronismos, al par
subproductos y baluartes del orden capitalista, fuerzas irracionales,
contrarrevolucionarias, que, cuando se aflojaran sus cimientos materiales,
desaparecerían automáticamente. La política táctica de Marx respecto de ellas
consistía en considerar si, en un caso determinado, operaban en favor o en
contra de la causa proletaria, y decidir sólo en consonancia con este criterio
si habían de ser apoyadas o atacadas. Así, las favoreció en la India y en Irlanda porque
constituían un arma en la lucha contra el imperialismo, y atacó el nacionalismo
democrático de Mazzini o Kossuth porque en países como Italia, Hungría o
Polonia le parecía que trabajaba sólo por el reemplazo de un sistema extranjero
de explotación capitalista por otro nacional, y obstruía así la revolución
social. Entre los políticos ingleses atacó a Russell, por considerarlo un
pseudorradical que traicionaba su causa a cada paso; pero su béte noire era sin disputa Palmerston, a
quien acusaba de ser agente ruso disfrazado y de quien se mofaba por su apoyo
sentimental a las pequeñas nacionalidades europeas. Era, empero, profundo
conocedor de la destreza política en todas sus formas, y Marx llegó a confesar
cierta admiración por el impulso y habilidad con que aquel cínico y
desaprensivo estadista llevaba a cabo sus inescrupulosos golpes de mano.
Sus ataques a Palmerston lo
hicieron ponerse en contacto con una figura singularísima y notable. David
Urquhart había prestado servicio en su juventud en el cuerpo diplomático, y
después de ser ardiente defensor de la cultura helénica en Atenas, fue
trasladado a Constantinopla, donde concibió una ardiente pasión por el Islam y
los turcos que duró toda su vida. Celebró la «pureza» de la constitución turca,
así como los efectos espirituales y físicos de los baños turcos de vapor, que
introdujo en su patria. Igualmente admiraba a la Iglesia de Roma, con la
que estaba en excelentes términos, si bien toda su vida fue calvinista; a ello
se unía un odio igualmente violento por los liberales, la libertad de comercio,
la Iglesia de
Inglaterra, el industrialismo y, en particular, el Imperio ruso, cuya malévola
y omnipotente influencia era para él causa de todos los males que aquejaban a
Europa. Esta excéntrica figura, supervivencia pintoresca de otras épocas,
perteneció al Parlamento por muchos años como miembro independiente y publicó
un diario y numerosos folletos dedicados casi enteramente al propósito único de
denunciar a Palmerston, a quien acusaba de ser agente pagado por el zar y empeñado
en un intento de subvertir el orden moral de Europa occidental en interés de su
amo. Ni siquiera lo sorprendió la actitud de Palmerston durante la guerra de
Crimea: la explicó como una astuta maniobra para encubrir la naturaleza de sus
actividades reales; de ahí su deliberado saboteo a toda la campaña, con el
claro propósito de ocasionar a Rusia el menor perjuicio posible. Marx, que en
cierto modo había llegado a la misma curiosa conclusión, parecía estar no menos
convencido de la venalidad de Palmerston. Los dos hombres se unieron y formaron
una alianza; Urquhart publicó folletos contra Palmerston escritos por Marx, al
paso que Marx se adhirió oficialmente al partido de Urquhart, escribió para el
diario de éste y apareció en la tribuna de las reuniones del partido. Estos
artículos se publicaron luego como folletos. Los más peculiares son: Historia de la vida de Lord Palmerston y
La historia diplomática secreta del siglo
XVIII, ambos denunciaban la mano oculta de Rusia en todos los grandes
desastres europeos. Cada cual tenía la impresión de que se valía hábilmente del
otro para sus propios fines: Marx juzgaba a Urquhart un monomaniaco inofensivo
de quien podía hacerse uso; por su parte, Urquhart pensaba encomiásticamente de
la habilidad de Marx como propagandista, y en una ocasión lo felicitó
diciéndole que poseía una inteligencia digna de un turco. Esta bizarra
asociación continuó armoniosamente, si bien en forma intermitente, por cierto
número de años. Después de la muerte de Palmerston y del zar Nicolás, la
alianza fue disolviéndose gradualmente. Marx se entretuvo y divirtió no poco en
esta relación con su extraño protector, por quien pronto cobró verdadero
afecto; además fue para él fuente de recursos financieros. En realidad,
Urquhart fue el único de sus aliados políticos con quien Marx mantuvo una
relación del todo cordial y cálida hasta la muerte.
Marx encontró pocos simpatizantes
entre los dirigentes sindicales. Los más capaces de éstos sustentaban opiniones
no muy desemejantes de las de Owen —quien mediante el palmario ejemplo de sus
realizaciones procuraba probar la total falta de fundamento de la doctrina de
la lucha de clases—, o bien se trataba de empeñosos dirigentes locales que
trabajaban para satisfacer las necesidades inmediatas de este o aquel oficio o
industria, y estaban ciegos a los grandes problemas, así como dispuestos a dar
la bienvenida a todos los radicales por igual en una federación denominada «Los
demócratas fraternales», cuyo solo nombre sublevaba a Marx. Éste toleraba a los
radicales como el voluble y enérgico George Harney, a quien él y Engels
llamaban «Ciudadano Hip Hip Hurrah».
El único inglés que estuvo muy cerca de él en aquellos días fue Ernest Jones,
revolucionario cartista que realizó un vano intento por revivir ese movimiento
moribundo. Jones había nacido y se había educado en Hanover y se asemejaba más
que cualquier otro en Inglaterra al tipo de socialista continental familiar a
Marx; sus opiniones eran, especialmente en los últimos años, demasiado
similares a las de los «socialistas verdaderos» Hess y Grün para agradar
enteramente a Marx, pero éste necesitaba aliados, la elección era limitada y
aceptó a Jones como el revolucionario mejor y más avanzado que Inglaterra podía
ofrecer. Jones, que concibió gran admiración y afecto por Marx y su familia, le
suministró gran cantidad de material informativo acerca de las condiciones
inglesas; fue él quien llevó la atención de Marx hacia los cercados que aún se
tendían en Escocia, donde varios centenares de pequeños arrendatarios habían
sido desalojados para dar lugar a parques de ciervos y campos de pastoreo. El
resultado fue que Marx escribió un virulento artículo en el New York Daily Tribune sobre los asuntos
privados de la duquesa de Sutherland, que había expresado simpatía por la causa
de los esclavos negros de los Estados Unidos. El artículo, que es un esbozo del
pasaje más extenso que aparece luego en Das
Kapital, es una obra maestra de amarga y vehemente elocuencia, descendiente
directa de las filípicas de Voltaire y Marat y modelo de muchas páginas
posteriores de invectiva socialista. El ataque no es tanto un ataque personal
como al sistema bajo el cual una caprichosa anciana no más desordenada, cruel y
vengativa que la mayoría de los miembros de la sociedad a la que pertenece,
tiene absoluto poder —con la plena aprobación de su clase y de la opinión
pública— para humillar, desarraigar y sumir en la ruina a toda una población de
hombres y mujeres honrados e industriosos, a quienes se desposee de la noche a
la mañana de una tierra que era suya con todo derecho, puesto que todo lo que
allí estaba realizado por la mano del hombre lo había creado el trabajo de
ellos y de sus antepasados.
Estas páginas de análisis y
polémica social agradaban al público norteamericano no menos que los ásperos e
irónicos artículos de Marx sobre asuntos externos. Los artículos estaban bien
informados, eran agudos y de tono suelto; no mostraban un particular poder de
presciencia ni había en ellos intento alguno de ofrecer un panorama comprensivo
de los asuntos contemporáneos vistos como una totalidad; como comentario sobre
los sucesos, resultaban menos cándidos y menos interesantes que las cartas que
el autor escribió a Engels en este período, pero como literatura periodística
se anticipaban a su tiempo. El método de Marx consistía en presentar a sus
lectores un breve esquema de los sucesos o caracteres, subrayando los intereses
ocultos y las siniestras actividades que probablemente derivaban de ellos,
antes que los motivos explícitos proporcionados por los propios actores, o el
valor social de esta o aquella medida tomada por la policía. Su periodismo
muestra, más vividamente que sus escritos teóricos, la diferencia entre su
actitud naturalista, acida, recelosa, éticamente escéptica, y la de la gran mayoría
de los historiadores y críticos de su tiempo más o menos humanitarios y
socialmente idealistas. Al mismo tiempo, se ocupaba en buscar material para el
tratado sobre economía que serviría como arma contra el vago idealismo de los
grupos radicales apenas conectados entre sí, que, según su opinión, creaban la
confusión tanto en la esfera del pensamiento como en la de la acción, y
paralizaban los esfuerzos de los pocos dirigentes lúcidos con que contaban los
trabajadores. Se entregó a la tarea de establecer, en lugar de esto, una
doctrina expresada sin ambigüedad, la adhesión a la cual, lo quisieran o no,
sería a la vez prueba, razón y garantía de la existencia de un cuerpo de
revolucionarios sociales unidos y, por sobre todo, activos. Su poder derivaría
de su unidad, y su unidad, de la coherencia de las creencias prácticas que
tuvieran en común.
Las bases de su doctrina se
hallan en los escritos anteriores de Marx, especialmente en el Manifiesto comunista. En una carta
escrita en 1852 puntualizaba qué consideraba original en él: «Lo nuevo fue
probar: 1) que la existencia de las
clases está ligada solo a fases particulares, históricas, del desarrollo de
producción; 2) que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3) que la
misma dictadura sólo constituye la transición para llegar a la abolición de todas las clases y a una
sociedad sin clases». Sobre estas bases había de construirse el nuevo
movimiento.
En cierto sentido, lo logró más
rápidamente de lo que había esperado, pues el surgimiento y rápido crecimiento,
sobre las ruinas de 1848, de un nuevo y militante partido de obreros
socialistas en Alemania le creó una esfera de nueva actividad práctica a la que
consagró la segunda mitad de su vida. Por cierto, no fue él quien creó el
partido, pero sus ideas y, sobre todo, la creencia en el programa político por
él elaborado inspiraban a los dirigentes. Se le consultaba sobre todos los
puntos; nadie ignoraba que él y sólo él había creado el movimiento y echado sus
bases; a él se remitían instintivamente todas las cuestiones teóricas y
prácticas; se le admiraba, temía, obedecía y se sospechaba de él. No obstante,
los trabajadores alemanes no lo consideraban su principal representante, su
campeón; el hombre que los había organizado en un partido y lo gobernaba con
poder absoluto era mucho más joven que Marx y había nacido y se había educado
bajo condiciones similares a las de éste; pero eran muy diferentes por
temperamento y por su visión general, y hasta se oponían uno a otro más de lo que
por entonces ambos explícitamente admitían.
Ferdinand Lassalle, que creó la Social Democracia
alemana y la encabezó durante sus primeros años heroicos, era una de las
figuras públicas más ardorosas del siglo XIX. Judío de Silesia, abogado de
profesión y por temperamento revolucionario romántico, tratábase de un hombre
cuyas características descollantes eran su aguda inteligencia, sus dotes como
organizador, su vanidad y una energía y confianza en sí mismo ilimitadas.
Puesto que casi todas las avenidas normales le estaban cerradas a causa de su
raza y su religión, abrazó con inmensa pasión el movimiento revolucionario, en
el que su excepcional capacidad, su entusiasmo, pero, sobre todo, su genio como
agitador y orador popular, rápidamente lo llevaron al liderazgo. Durante la
revolución alemana pronunció discursos incendiarios contra el gobierno, por lo
cual fue sometido a juicio y encarcelado. Durante los años que siguieron al
período de retractaciones y deshonor, cuando Marx y Engels estaban en el exilio
y Liebknecht era el único de los primeros dirigentes que en Alemania permanecía
fiel a la causa del socialismo, Lassalle acometió la tarea de crear, sobre las
ruinas de 1848, un partido proletario nuevo y mejor organizado. Se concibió a
sí mismo como su único dirigente e inspirador, su dictador político,
intelectual y moral. Cumplió esta tarea con brillante éxito. Sus creencias
derivaban en partes iguales de Hegel y de Marx; del último tomó las doctrinas
del determinismo económico, de la lucha de clases, del carácter inevitable de
la explotación en la sociedad capitalista. Pero rechazó la condenación del
estado en nombre de la sociedad, negándose a seguir a Proudhon y a Marx, que
consideraban el primero como mero instrumento coercitivo de la clase gobernante,
y aceptando la tesis hegeliana conforme a la cual el estado, aun en su
condición presente, constituye la función más progresista y dinámica de un
grupo de seres humanos reunidos para llevar una vida común. Creía firmemente en
la centralización y, hasta cierto punto, en la interna unidad nacional; en años
posteriores comenzó a creer en la posibilidad de una coalición antiburguesa
entre el rey, la aristocracia, el ejército y los trabajadores, la cual
culminaría en un estado colectivista autoritario encabezado por el monarca y
organizado conforme a los intereses de la única clase verdaderamente
productiva, esto es, la clase trabajadora.
Sus relaciones con Marx y Engels
nunca fueron cómodas; declaraba que Marx era su maestro en las cuestiones
teóricas y lo trataba con nervioso respeto. Lo anunciaba por doquiera como
hombre de genio, procuraba la publicación en Alemania de sus libros y, por lo
demás, hizo cuanto estuvo a su alcance para servirlo de muchos modos. Marx
reconocía a regañadientes el valor de la energía de Lassalle, así como su
capacidad organizadora, pero se sentía repelido por él personalmente y
desconfiaba mucho de él políticamente. Le desagradaba la ostentación de
Lassalle, su extravagancia, su vanidad, sus maneras histriónicas, la pública
declaración de sus gustos, sus opiniones y ambiciones; detestaba el mismo
brillo de los panoramas impresionistas que Lassalle presentaba ágilmente de los
hechos sociales y políticos, que, se le aparecían endebles, superficiales y
falaces en comparación con su propia escrupulosidad, minuciosa y laboriosa; le
desagradaba —y desconfiaba de él— el dominio temperamental y caprichoso que
Lasalle ejercía sobre los trabajadores y, aún más, el hecho de que éste
coqueteara constantemente con el enemigo. Y, a fin de cuentas, sentía celos de
un movimiento del que se consideraba dueño y que a él debía su política
práctica y sus bases intelectuales, y que ahora parecía haberlo abandonado,
infatuado por una femme fatale
política, un aventurero brillante y artificioso, un confeso oportunista tanto
en la vida privada como en la política pública, a quien no guiaba ningún plan
fijo, que no estaba sujeta a ningún principio y que avanzaba hacia una meta
confusa. Sin embargo, existía cierta intimidad de relaciones entre ellos, o
bien, si no precisamente intimidad, un aprecio mutuo. Lassalle había nacido y
se había educado bajo influencias intelectuales similares a las suyas propias,
luchaban contra el mismo enemigo y, en todas las cuestiones fundamentales,
hablaban el mismo lenguaje, cosa que nunca habían hecho Proudhon, Bakunin ni
los sindicalistas ingleses, y que los primeros jóvenes hegelianos hacía mucho
que habían dejado de hacer. Además, era un hombre de acción, un auténtico
revolucionario, un hombre que no sabía lo que era miedo. Cada cual reconocía
que, aunque acaso Marx hubiera exceptuado a Engels, el otro poseía un grado de
conocimiento político, de penetración y de valentía práctica más alto que
cualquier otro miembro del partido. Se entendían uno a otro instintivamente, y
hallaban la comunicación entre ellos fácil y estimulante; cuando Marx iba a
Berlín, paraba del modo más natural en casa de Lassalle. Cuando Lassalle iba a
Londres, paraba en casa de Marx y enloquecía a su orgulloso y sencillo huésped,
entonces en el último extremo de penuria, por el mero hecho de que era testigo
de su condición y, aún más, por su alegre charla y llana extravagancia y porque
gastaba más en cigarros y en flores para el ojal que lo que Marx y su familia
gastaban para subsistir una semana. También había cierta dificultad provocada
por una suma de dinero que Lassalle había prestado a Marx. Al parecer, no se
daba cuenta de nada de esto, pues era excepcionalmente impermeable a las
circunstancias que lo rodeaban, como suelen serlo las naturalezas vigorosas y
volcadas hacia afuera. Marx nunca olvidó su humillación y, después de la visita
a Londres de Lassalle, las relaciones se enfriaron rápidamente.
Lassalle fundó un nuevo partido
mediante un método aún novedoso en su época y empleado sólo esporádicamente por
los cartistas ingleses, si bien luego fue adoptado por diversas agrupaciones:
emprendió una serie de giras políticas, anunciadas a bombo y platillo, por las
zonas industriales de Alemania, pronunciando violentos y sediciosos discursos
que abrumaban a sus auditorios proletarios y los inflamaban de desbordante
entusiasmo. Aquí y allá los agrupó en secciones del nuevo movimiento obrero,
organizado como un partido oficial, legalmente constituido, dejando de lado así
abiertamente el viejo método de pequeñas células revolucionarias que se reunían
en secreto realizando propaganda subterránea. El último viaje entre sus
seguidores fue una gira triunfal por territorio conquistado, que robusteció su
influencia, ya única, sobre los trabajadores alemanes de todos los tipos,
edades y profesiones.
Tomó las bases teóricas del
programa principalmente de Marx, y tal vez, en cierta medida, del economista
radical prusiano Rodbertus-Jagetzowe, pero el partido poseía muchas
características fuertemente acentuadas que no eran marxistas: no estaba
específicamente organizado para una revolución; estaba dispuesto a aliarse con
otros partidos antiburgueses; parecía orientarse hacia un tipo de capitalismo
de estado; era nacionalista y, sobre todo, se limitaba a las condiciones y
necesidades de los alemanes. Uno de sus fines capitales consistía en
desarrollar un sistema cooperativo de los obreros, aunque no ya como una
alternativa de la acción política, sino como un elemento intrínseco de ella,
sistema que había de ser organizado o financiado por el estado, pero, sin
embargo, suficientemente similar al mutualismo antipolítico de Proudhon, y al
políticamente inactivo sindicalismo inglés, para provocar la abierta hostilidad
de Marx. Además, había sido creado merced al ascendiente personal de un solo
individuo. Había un fuerte elemento emocional en la indiscutida dictadura que
Lassalle ejerció en sus últimos años, forma de adoración del héroe de la que
Marx, a quien desagrada toda sinrazón y que desconfiaba de los magos en
política, instintivamente abominaba. Lassalle introdujo en el socialismo alemán
la teoría de que cabe que se presenten circunstancias en las que algo semejante
a una verdadera alianza puede concertarse con el gobierno absolutista prusiano
contra la burguesía industrial. Era ésta la clase de oportunismo que Marx debió
considerar el más ruinoso de todos los defectos posibles; si no había enseñado
otra leeción, la experiencia de 1848 había demostrado concluyentemente las
fatales consecuencias que para un partido joven y relativamente indefenso tenía
una alianza con un partido antiguo bien organizado, fundamentalmente hostil a
las exigencias de aquél, alianza en la cual cada bando intenta explotar al
otro, para vencer inevitablemente la fuerza mejor armada. Como se hizo patente
en el mensaje que dirigió en 1850 al Comité Central comunista, Marx consideró
que había errado seriamente al suponer que era posible y hasta necesaria una
alianza con la burguesía radical antes de la victoria final del proletariado.
Pero nunca soñó en una alianza con la nobleza feudal a fin de lanzar un ataque
contra el individualismo como tal y para alcanzar alguna suerte de control
estatal. Consideraba esta maniobra una caricatura típicamente bakuninista de su
propia política y aspiraciones.
Marx y Engels eran,
fundamentalmente, íntegros demócratas alemanes en su actitud hacia las masas, y
reaccionaban instintivamente contra las simientes de una casta privilegiada
romántica que hoy pueden claramente discernirse en las creencias, actos y
dicursos de Lassalle, particularmente en su apasionado patriotismo, en la
dramatización que de sí mismo hacía como dirigente, en su creencia en una
economía planificada por el estado y controlada, por lo menos por un tiempo,
por la aristocracia militar, en su defensa de la intervención armada alemana a
favor del emperador francés durante la campaña de Italia (y opinaba, contra
Marx y Engels, que sólo la guerra podría precipitar una revolución en
Alemania), en su abierta simpatía por Mazzini y los nacionalistas polacos y,
finalmente, en su creencia, de la cual la política económica de los regímenes
fascistas de nuestro siglo ofrecen un curioso comentario, de que la existente
maquinaria del Estado prusiano podía usarse para ayudar a la pequeña burguesía,
así como al proletariado de Alemania, contra la creciente intromisión de
mercaderes, industriales y banqueros. Y llegó hasta el extremo de negociar con
Bismarck sobre estas bases; ambos estaban bajo la impresión de que, cuando
llegara el momento oportuno, cada cual podía utilizar al otro como instrumento
para el logro de sus propios fines; cada uno reconocía y admiraba la audacia
del otro, su inteligencia y su falta de tontos escrúpulos; rivalizaban en el
candor de su realismo político, en su abierto menosprecio por sus seguidores mediocres
y en su admiración por el poder y el éxito como tales. A Bismarck le placían
las personalidades brillantes, y en años posteriores solía referirse con agrado
a estas conversaciones, diciendo que no esperaba volver a encontrar a un hombre
tan interesante. Hasta dónde había avanzado Lassalle en esta dirección quedó
luego revelado por el descubrimiento, en 1928, de los papeles privados de
Bismarck referentes a las negociaciones. Éstas se interrumpieron bruscamente
por la prematura muerte de Lassalle en un duelo provocado por una aventura
amorosa. Si hubiera vivido y Bismarck hubiera decidido jugar a expensas de la
casi megalomaníaca vanidad de Lassalle, éste a fin de cuentas hubiera perdido
con seguridad, y el partido recientemente creado se hubiera disuelto mucho
antes de lo que lo hizo; por cierto que como teórico de la supremacía del
estado y como demagogo, Lassalle se habría contado entre los fundadores no sólo
del socialismo europeo, sino también de la doctrina del liderazgo y del
autoritarismo romántico; acaso su veta fascista fue lo que atrajo a Bismarck.
En el subsiguiente conflicto
entre los discípulos de Marx y los de Lassalle, Marx logró una victoria formal
que salvó la pureza de su doctrina y de su método político, aunque no, por
extraño que parezca, para Alemania, para la que estaban destinados
primariamente, sino que ellos fueron aplicados en países mucho más primitivos,
en los que ni siquiera pensaba: Rusia, China, y, hasta cierto punto, España,
México y Cuba. El anuncio de la muerte de Lassalle en la primavera de 1864
despertó poca simpatía en Marx y Engels. A ambos les pareció un final
típicamente absurdo de una carrera de insensata vanidad y ostentación. De haber
vivido, Lassalle se hubiera convertido casi con toda seguridad en un obstáculo
de primera magnitud. Sin embargo, el alivio, por lo menos en el caso de Marx,
no dejaba de mezclarse con cierto pesar sentimental por la desaparición de una
figura tan familiar, una de las pocas a las que miraba, a pesar de sus
flaquezas, con cierto afecto. Lassalle era alemán y hegeliano, había estado
íntimamente vinculado a los sucesos de 1848 y tenía un pasado revolucionario;
era un hombre que, a pesar de sus colosales defectos, descollaba de los pigmeos
entre quienes se movía, criaturas a quienes por una breve hora había infundido
su propia vitalidad y que pronto volverían a hundirse, exhaustas, en su vieja
apatía y aparecerían aún más pequeñas, insustanciales y mezquinas que antes.
Después de todo, era uno de los
nuestros —escribió—, el enemigo de nuestros enemigos… resulta difícil creer que
hombre tan alborotador, excitante y pujante esté ahora tan muerto como una rata
y no pueda mover la lengua… el diablo lo sabe, la partida se reduce cada vez
más y no recibe sangre nueva.
La noticia de la muerte de Lassalle
lo sumió en uno de sus raros estados anímicos de melancolía, casi de
desesperación, muy distinto de la nube de cólera y resentimiento en que
habitualmente vivía. Se vio súbitamente abrumado por la sensación de su total
aislamiento y de la inutilidad de cualquier esfuerzo individual frente a la
victoriosa reacción europea, sentimiento que la tranquilidad y monotonía de la
vida en Inglaterra tarde o temprano inducían a todos los revolucionarios
exilados. Y por cierto, el mismo respeto y hasta admiración con que muchos de
ellos hablaban de la vida inglesa y las instituciones inglesas constituían un
implícito reconocimiento del propio fracaso personal, de su falta de fe en el
poder de la humanidad para alcanzar su emancipación. Se veían hundiéndose gradualmente
en un cauteloso y casi cínico quietismo que, según ellos mismos sabían, era una
admisión de derrota y expresión del aturdimiento de una vida de lucha, el
derrumbe final del mundo ideal en el que habían invertido, sin esperanzas de
recobrarlo, todo cuanto poseían y mucho de lo que pertenecía a otros. Este
estado anímico, con el que Herzen, Mazzini y Kossuth estaban íntimamente
familiarizados, no era común en Marx; éste estaba firmemente convencido de que
el proceso histórico era al par inevitable y progresivo, al margen de
retrocesos, y esta inconmovible creencia excluía toda posibilidad de duda o
desilusión frente a los problemas fundamentales; nunca había confiado en la
sagacidad ni en el idealismo de los individuos o de las masas como factores decisivos
de la evolución social, y como nada había apostado, nada perdió en la gran
bancarrota intelectual y moral de las décadas de 1860 y 1870. Durante toda su
vida se esforzó por destruir o atenuar la influencia de los dirigentes
populares y demagogos que creían en el poder del individuo para modificar el
destino de las naciones. Sus salvajes ataques a Proudhon y Lassalle, así como
su duelo posterior con Bakunin, no eran meras maniobras en la lucha por la
supremacía personal por parte de un hombre ambicioso y despótico dispuesto a
destruir a todos sus posibles rivales. Cierto que era por naturaleza casi
insanamente celoso; no obstante, mezclada con sus sentimientos personales,
había en él una sincera indignación por los gruesos errores de juicio de que
estos hombres se le aparecían muy a menudo culpables; y, lo que sentía aún más
intensamente, por irónico que parezca apenas se recuerde su propia posición,
desaprobaba violentamente la influencia de los individuos dominantes como
tales, el elemento de poder personal que, al crear una falsa relación entre el
dirigente y sus seguidores, está destinado, tarde o temprano, a cegar a ambos a
las exigencias de la situación objetiva.
Sin embargo, lo cierto es que la
única posición de autoridad que Marx ocupó en el socialismo internacional
durante la última década de su vida resultó más eficaz para consolidar y
asegurar la adopción de su sistema que cuanto habían logrado sus obras o que
cuanto la consideración de la historia vista a la luz de éstas habría logrado
nunca. Algunos de los escritos que publicó durante sus últimos años en Londres
producen una impresión deprimente; aparte de artículos para diarios alemanes y
norteamericanos y de trabajos literarios de encargo que su pobreza lo forzaba a
aceptar, se limitó casi enteramente a folletos polémicos, el más extenso de los
cuales, Herr Vogt, escrito en 1860,
estaba destinado a limpiar su nombre de la imputación de haber puesto a sus
amigos en innecesario peligro durante los juicios de Colonia, así como a lanzar
un contraataque contra su acusador Karl Vogt, conocido político radical y
naturalista suizo, alegando que éste estaba a sueldo del emperador francés.
Sólo interesa por la luz melancólica que arroja sobre los diez años de
frustración, poblados de disputas e intrigas, que sucedieron a la época
heroica. En 1859 publicó finalmente su Contribución
a la crítica de la economía política, obra que, a pesar de que sus páginas
introductorias contienen la más clara enunciación de su teoría de la historia,
fue poco leída; sus tesis principales quedaron formuladas mucho más
elocuentemente ocho años después, en el primer volumen de Das Kapital.
Su fe en la victoria última de la
causa por él defendida permaneció incólume aun durante los más sombríos años de
la reacción. Hablando en 1852 en una comida ofrecida a los obreros gráficos y
personal directivo de El Diario del
Pueblo, declaró al responder al brindis:
En nuestros días todo parece
preñado de su propia contradicción. Las maquinarias, en lugar de reducir y
hacer más fructífero el trabajo humano —pues ése es el maravilloso poder de que
están dotadas—, lo tornan más penoso y abrumador. Las victorias del arte
parecen perdidas por la falta de carácter. Hasta la pura luz de la ciencia sólo
parece poder brillar contra el oscuro telón de fondo de la ignorancia… Este
antagonismo entre la industria y las ciencias modernas, por un lado, y la
miseria y desilusión modernas, por otro, este antagonismo entre las fuerzas
productivas y las relaciones sociales de nuestra época, constituye un hecho palpable
y desolador. Algunos pueden deplorarlo, otros acaso deseen liberarse de las
artes modernas a fin de liberarse de los conflictos modernos… Por nuestra
parte, no nos engañamos y discernimos la forma del penetrante espíritu que
continúa señalando tales contradicciones… reconocemos a nuestro viejo amigo
Robin el compañero, el viejo topo que tan rápido se abre su camino por debajo
de la tierra… la revolución.
Estas tesis habrán parecido
singularmente aventuradas a la mayoría de los oyentes, y, por cierto, los
sucesos de los años posteriores no confirmaron su profecía.
En 1860 la fama e influencia de
Marx se limitaban a un estrecho círculo; desde los juicios de Colonia (1851) se
había perdido el interés por el comunismo; con el extraordinario desarrollo de
la industria y el comercio, la fe en el liberalismo, en la ciencia, en el
progreso pacífico, volvió a ganar a las gentes. El propio Marx casi estaba
comenzando a adquirir el interés de una figura histórica, a ser considerado
como el formidable teórico y agitador de una generación anterior, ahora
desterrado y desamparado y que subvenía a sus necesidades en un oscuro rincón
de Londres escribiendo ocasionales artículos periodísticos. Pero quince años
después todo esto había cambiado. Aún relativamente desconocido en Inglaterra,
su figura se había agigantado en el extranjero y algunos lo consideraban el
instigador de cualquier movimiento revolucionario que estallara en Europa, el
fanático director de un movimiento mundial empeñado en subvertir el orden moral,
la paz, la felicidad y prosperidad de la humanidad. Éstos lo representaban como
el genio malo de la clase trabajadora, que conspiraba para minar y destruir la
paz y la moral de la sociedad civilizada, que explotaba sistemáticamente las
peores pasiones del populacho, que creaba injusticias y motivos de queja allí
donde no existían, que vertía vinagre en las heridas de los descontentos,
exacerbando sus relaciones con los patronos a fin de crear un caos universal en
el que todos y cada uno habían de perder, y así, finalmente, todos se hallarían
al mismo nivel, los ricos y los pobres, los malos y los buenos, los
industriosos y los ociosos, los justos y los injustos. Otros veían en él al más
infatigable y devoto estratega de las clases trabajadoras de todos los países
del mundo, la autoridad infalible en todas las cuestiones teóricas, el fundador
de un movimiento irresistible destinado a acabar con la injusticia y la
desigualdad por medio de la persuasión o de la violencia. Se les aparecía como
un iracundo e indomable Moisés moderno, el conductor y salvador de todos los
humillados y oprimidos, con la figura más suave y más convencional de Engels a
su lado, un Aarón dispuesto a exponer sus ideas a las extraviadas y poco
esclarecidas masas del proletariado. El suceso que más que cualquier otro
originó semejante transformación fue la creación en 1864 de la Primera Internacional
de Trabajadores (AIT), que modificó radicalmente el carácter y la historia del
socialismo europeo.
PUNTO Y APARTE
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