domingo, 1 de julio de 2018

ISAIAH BERLIN : EXILIO EN LONDRES: LA PRIMERA FASE

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EXILIO EN LONDRES: LA PRIMERA FASE


Sólo hay un antídoto para el sufrimiento mental, y es el padecimiento físico.
KARL MARX, Herr Vogt

Marx llegó a Londres en 1849, esperando permanecer en Inglaterra unas pocas semanas, acaso meses, pero lo cierto es que vivió allí ininterrumpidamente hasta su muerte, ocurrida en 1883. El aislamiento intelectual y social de Inglaterra de las principales corrientes de la vida continental había sido siempre considerable y los años de la mitad del siglo XIX no ofrecían una excepción. Los problemas que sacudían al continente cruzaban el canal de la Mancha sólo después de muchos años y, cuando lo hacían, tendían a cobrar una nueva y peculiar forma; en el proceso de la transición se transformaban y tomaban un tinte inglés. No se molestaba en Inglaterra a los revolucionarios extranjeros, a condición de que se comportaran correctamente y no llamaran demasiado la atención, pero no se establecía con ellos ninguna clase de contacto. Sus huéspedes los trataban con urbanidad mezclada de leve indiferencia frente a sus asuntos, los cuales a la vez los irritaban y divertían. Los revolucionarios y literatos que por muchos años habían vivido en una fermentación de actividad intelectual y política hallaban la atmósfera de Londres inhumanamente fría. Agudizaba en ellos esa sensación de aislamiento y exilio el modo benévolo, distante y a menudo ligeramente condescendiente con que los trataban los ingleses con quienes entraban en contacto; y mientras esta actitud civilizada y tolerante creaba ciertamente un vacío, en el que los exilados podían recobrarse física y moralmente después de la pesadilla de 1848, el mismo alejamiento de los sucesos que engendraba este sentimiento de tranquilidad, la inmensa estabilidad que parecía poseer en Inglaterra el régimen capitalista, la ausencia total de todo síntoma de revolución, tendían a veces a infundir una acusación de desesperanzado estancamiento que desmoralizaba y agriaba a casi todos los exilados revolucionarios. En el caso de Marx, la extrema pobreza y desolación eran factores que se añadían para desecar aún más su carácter anti romántico e indoblegable. Al paso que estos años de exilio lo beneficiaron como pensador y revolucionario, lo cierto es que también lo forzaron a retirarse casi enteramente al estrecho círculo compuesto por su familia, Engels y unos pocos amigos íntimos como Liebknecht, Wolff y Freiligrath. Como figura pública, su aspereza, su agresividad y sus celos, su deseo de aplastar a todos los rivales, aumentaron con los años; el desagrado que le inspiraba la sociedad en que vivía se fue haciendo cada vez más agudo, y su contacto personal con miembros individuales de ella, cada vez más difícil; se mostraba más considerado con los extranjeros «burgueses» que con los socialistas que estaban fuera de su órbita; disputaba fácilmente y no le agradaban las reconciliaciones. Mientras pudo apoyarse en Engels, no necesitó de otra ayuda, y hacia el fin de su vida, cuando el respeto y la admiración que se le prodigaban habían llegado al punto más alto, nadie se atrevía a acercarse mucho a él por temor de un rechazo particularmente humillante. Como a muchos grandes hombres, le agradaba la lisonja y, más aún, la sumisión total; en sus últimos años obtuvo ambas sin reticencias y murió rodeado de mayores honores y comodidades materiales que los que había disfrutado en cualquier otro período de su vida.
Aquéllos eran los años en que en las calles de Londres se festejaba y aplaudía públicamente a patriotas románticos, como Kossuth o Garibaldi; se los miraba como figuras pintorescas de quienes cabía esperar una conducta heroica y nobles palabras, antes que como hombres interesantes o distinguidos con quienes pudieran establecerse relaciones humanas. Considerábase a la mayoría de sus seguidores como seres excéntricos e inofensivos, y, en realidad, muchos de ellos lo eran. Marx, que no poseía suficiente fama o encanto personal para atraerse semejante atención, vino a hallarse con pocos amigos y prácticamente sin dinero en un país al que, si bien lo había visitado hacía menos de tres años, seguía siendo extraño para él. Viviendo como vivía en el seno de una sociedad inmensamente abigarrada y próspera, por entonces en el apogeo del colosal crecimiento de su poder económico y político, se mantuvo toda su vida personalmente apartado de ella, y sólo la trató como un objeto de observación científica. El desmoronamiento del radicalismo militante en el exterior no le dejaba otra opción, por lo menos por un tiempo, que la de llevar una vida de observación y estudio. La consecuencia importante de esto fue que, puesto que el material que manejaba era casi exclusivamente inglés, había de confiar, para hallar pruebas de sus hipótesis y generalizaciones, casi enteramente en su experiencia y en autores ingleses. Aquellos pasajes de detallada investigación social e histórica que constituyen los capítulos mejores y más originales de Das Kapital tratan principalmente de períodos para los que la mayor parte de las pruebas podían obtenerse en las columnas financieras del diario The Economist, en las historias económicas, en el material estadístico contenido en los Libros azules gubernamentales (y Marx fue el primer estudioso que hizo de ellos un serio uso científico) y en otras fuentes a las que tenía acceso sin salir de Londres, y hasta ni siquiera de la sala de lectura del Museo Británico. Marx escribió su obra en medio de una vida de esporádica agitación y organización de la actividad práctica, pero ella exhibe un aire de extremado aislamiento, como si el escritor se hallara a muchas millas de la escena que discute, hecho que a veces causa una impresión del todo falsa de Marx, como si éste hubiera llegado a convertirse, durante los años de exilio, en un remoto y solitario hombre de estudio que a los treinta y dos años de edad hubiera dejado tras de sí la vida de la acción para empeñarse en investigaciones puramente teóricas.
El momento en que Marx llegó a Inglaterra era singularmente desfavorable, pues no se avizoraba en el horizonte perspectiva alguna de revolución. El movimiento de masas considerado por los socialistas continentales como modelo de la acción proletaria organizada en la nación europea más altamente industrializada y, por ende más socialmente avanzada —el cartismo—, acababa de sufrir una abrumadora derrota; observadores extranjeros, entre ellos Engels, habían incurrido en un serio error al sobrestimar sus fuerzas. Constituía un inconexo cúmulo de personas e intereses heterogéneos, y en él figuraban tories románticos, radicales avanzados influidos por modelos continentales, reformadores evangélicos, radicales filosóficos, campesinos y artesanos desposeídos, visionarios apocalípticos. Los unía el común horror a la creciente pauperización y degradación social de la clase media inferior que señalaba cada avance de la revolución industrial; muchos de ellos retrocedían ante cualquier pensamiento de violencia y pertenecían a la clase a la cual el Manifiesto comunista calificaba despectivamente de «economistas, filántropos, humanitarios dedicados a mejorar la condición de la clase trabajadora, organizadores de caridad, miembros de sociedades protectoras de animales, fanáticos de la temperancia, reformadores de toda laya».
El movimiento estaba pésimamente organizado. Sus dirigentes no se ponían de acuerdo entre sí ni poseían individual, ni aún menos colectivamente, claras creencias respecto de los fines que habían de proponer a sus seguidores o de los medios que habían de adoptarse para su consecución. Los miembros más firmes del movimiento eran aquellos sindicalistas del futuro, ansiosos sobre todo de mejorar las condiciones y salarios del trabajo y a quienes sólo les interesaban cuestiones más generales en la medida en que éstas estuvieran relacionadas con la causa particular por ellos defendida. Es dudoso que un serio movimiento revolucionario pudiera crearse, bajo cualquier circunstancia, con esta amalgama peculiar. Tal como era, no prosperó. Acaso fuese el especioso alivio proporcionado por la gran Acta de Reforma, o el poder del no conformismo, lo que originalmente rindió la marea. De cualquier modo, hacia 1850 terminaba la gran crisis que había comenzado en 1847. A ella sucedió el primer auge económico conscientemente reconocido en la historia europea, que aceleró enormemente el ritmo de desarrollo industrial y comercial y extinguió el último rescoldo de la conflagración cartista. Organizadores y agitadores continuaron combatiendo contra las injusticias que sufrían los obreros, pero los exasperados años de Peterloo y los mártires de Tolpuddle —que en los sombríos y conmovedores folletos de Hodgskin y Bray, así como en la salvaje ironía de William Cobbett, habían dejado una amarga constancia de estúpida opresión y generalizada ruina social— estaban cediendo insensiblemente el lugar a la era más moderada de John Stuart Mill y de los positivistas ingleses con sus simpatías socialistas, al socialismo cristiano de la década de 1860 y al sindicalismo esencialmente apolítico de cautelosos oportunistas como Cremer o Lucraft, que miraban con recelo los intentos de los doctrinarios extranjeros por enseñarles cómo debían resolver sus propios asuntos.
Marx comenzó, naturalmente, por establecer contacto con los exilados alemanes. Por entonces, Londres era punto de confluencia de los emigrados alemanes, miembros de los disueltos comités revolucionarios, intelectuales y poetas, artesanos alemanes vagamente radicales que se habían establecido en Inglaterra mucho antes de la revolución y comunistas activos recientemente expulsados de Francia o Suiza que procuraban reconstituir la Liga de los Comunistas y renovar relaciones con los radicales ingleses, que los miraban con simpatía. Marx siguió sus tácticas habituales y estrechó relaciones con la sociedad de los alemanes: creía firmemente que la revolución no había terminado y mantuvo esta convicción hasta que se produjo el golpe de estado que colocó a Luis Napoleón en el trono de Francia. Entre tanto, pasó lo que consideraba una mera tregua en la batalla realizando las actividades normales de un exilado político, asistiendo a reuniones de refugiados y disputando con aquellos que le despertaban sospechas. El culto y fastidioso Herzen, que estaba en Londres por entonces, concibió profundo disgusto por él y en sus memorias ofreció una maliciosa y brillante descripción de la posición que ocupaban Marx y sus seguidores, entonces y después, entre los otros emigrados políticos. En general, los alemanes eran notoriamente incapaces de cooperar con los otros exilados —italianos, rusos, polacos, húngaros—, cuya falta de método, así como su pasión para mantener intensas relaciones personales, chocaba y disgustaba a aquéllos. Los últimos, por su parte, hallaban igualmente a los alemanes faltos de atractivo; les desagradaba su grosería, sus maneras toscas, su colosal vanidad y, sobre todo, sus sórdidas e incesantes reyertas intestinas, durante las cuales no era insólito que se sacaran a luz y caricaturizaran brutalmente en la prensa detalles íntimos de la vida privada.
Los desastres de 1848 no conmovieron para nada las creencias teóricas de Marx, pero lo obligaron a revisar seriamente su programa político. En los años 1847-48 influyó tanto en él la propaganda de Weitling y Blanqui que comenzó a creer, contra su natural inclinación hegeliana, que podría realizarse una revolución coronada por el éxito mediante un golpe de estado llevado a cabo por un grupo reducido, pero resuelto, de revolucionarios adiestrados que, después de tomar el poder, podrían mantenerse en él, constituyendo ellos mismos el comité ejecutivo de las masas en cuyo nombre obraban. Este grupo funcionaría como punta de lanza del ataque proletario. Después de años de servidumbre y oscuridad, no podía esperarse que las grandes masas de la clase obrera estuvieran maduras para gobernarse a sí mismas o para dominar y destruir a las fuerzas a las que habían desplazado. Consecuentemente, había de constituirse un partido que funcionara como una élite política, intelectual y legislativa del pueblo, y que gozaría de la confianza de éste en virtud de su desinterés, su superior esclarecimiento y su percepción práctica de las necesidades de la situación inmediata, que, en fin, fuese capaz de guiar los titubeantes pasos del pueblo durante el primer período de su primera libertad. Denominó a este necesario interludio estado de revolución permanente; la conduciría la dictadura del proletariado, clase revolucionaria que prevalecería sobre el resto «como un necesario paso intermedio para llegar a la abolición de todas las distinciones de clases, a la abolición de todas las relaciones productivas existentes en que descansan tales distinciones, a la abolición de todas las relaciones sociales que corresponden a estas relaciones productivas y a la completa inversión de todas las ideas que derivan de semejantes relaciones sociales». Pero aquí, si bien el fin era claro, los medios para alcanzarlo eran relativamente vagos. La dictadura del proletariado dominaría el estado de «permanente revolución», pero ¿cómo había de cumplirse este estadio y qué forma iba a tomar? No hay duda de que hacia 1848 Marx pensó que lo produciría una élite que había de nombrarse a sí misma; ésta no trabajaría en secreto, como quería Blanqui, ni estaría encabezada por una única figura dictatorial, como ocasionalmente propuso Bakunin, sino que sería, como Babeuf, quizás, la concibió en 1796, un reducido grupo de individuos convencidos e implacables que ejercerían el poder dictatorial y educarían al proletariado hasta que éste alcanzara un nivel en que pudiera comprender su propia tarea. Por ello Marx había propugnado en Colonia en 1848-49, una alianza temporal con los dirigentes de la burguesía radical. En este estadio, la pequeña burguesía que luchaba contra la presión de las clases que estaban inmediatamente por encima de ella, era la aliada natural de los trabajadores; pero como era incapaz de gobernar por su propia fuerza, cada vez dependería más del apoyo de los obreros hasta el momento en que los obreros, ya amos económicos de la situación, conquistaran las formas oficiales del poder político, ya por un golpe violento, ya por presión gradual. Esta doctrina (cuya más clara formulación se halla en el mensaje de Marx de 1850 a la Liga de los Comunistas) es bien conocida porque (revivida por el agitador ruso Parvus) en 1905 Trotski urgió su aplicación, la adoptó Lenin y, en 1917, ambos la pusieron en práctica en Rusia con la fidelidad más literal. Empero, el propio Marx la abandonó a la luz de los sucesos de 1848, por lo menos en la práctica, en ciertos aspectos vitales. Gradualmente fue descartando toda la concepción de la toma del poder por una élite, la que se le aparecía impotente para lograr algo frente a un ejército regular hostil y a un proletariado ignorante y falto de adiestramiento. Los dirigentes de los obreros no carecían de coraje ni de sentido práctico, pero de todos modos les hubiera resultado completamente imposible permanecer en el poder en 1848 contra las fuerzas combinadas de los realistas, el ejército y la alta clase media. A menos que el proletariado como conjunto adquiriera conciencia del papel histórico que le correspondía desempeñar, sus conductores serían impotentes. Podían provocar un alzamiento armado, pero no podrían retener los frutos de éste si no contaban con el arpoyo consciente e inteligente de la mayoría de la clase trabajadora. Consecuentemente, la lección vital que enseñaban los sucesos de 1848 era, según Marx, que el primer deber de un dirigente revolucionario consiste en sembrar entre las masas la conciencia de su destino y de su tarea. Éste es un proceso largo y laborioso, pero, a menos que se lleve a cabo, nada se logrará como no sea el derroche de energía revolucionaria en estallidos esporádicos dirigidos por aventureros o exaltados que, al no contar con una base real en la voluntad popular, han de ser inevitablemente derrotados, después de un breve período de triunfo, por las repuestas fuerzas de la reacción; a ello se agrega la brutal represión subsiguiente que paralizará al proletariado por muchos años. Por estos motivos se negó a apoyar, en vísperas de su estallido, la revolución que desembocó en la Comuna de París en 1871, si bien luego, y sobre todo por motivos tácticos, le dedicó un conmovedor y elocuente epitafio.
El segundo punto en que modificó sus opiniones fue la posibilidad de colaboración con la burguesía. Teóricamente, aún creía que la dialéctica de la historia requería un régimen burgués como preludio del comunismo completo; pero la fuerza de esta clase en Alemania y Francia, así como su franca determinación de protegerse contra su aliada proletaria, lo convencieron de que un pacto con ella perjudicaría a los trabajadores, pues éstos constituían el poder más débil: aún no podía realizarse el plan de gobernar desde bambalinas. Éste había sido el principal punto de divergencia entre él y los comunistas de Colonia, que se habían opuesto a aliarse con los liberales por considerar el pacto un oportunismo suicida. Ahora Marx abrazaba el punto de vista de aquéllos, si bien no por las mismas razones, es decir, no porque el oportunismo como tal fuera moralmente degradante o llevara necesariamente a la derrota, sino porque en ese caso particular estaba destinado a fracasar, a confundir los problemas en el seno de un partido que aún no estaba sólidamente organizado, y conducir así a la debilidad interna y la derrota. De ahí su continua insistencia, en años posteriores, en conservar la pureza del partido, en mantenerlo lejos de todo enredo que pareciera una transacción. La política de expansión gradual y la lenta conquista del poder a través de reconocidas instituciones parlamentarias, acompañadas por una presión sistemática en escala internacional sobre los patronos por conducto de los sindicatos y organizaciones similares, como medio de asegurar mejores condiciones económicas para los trabajadores —y esto es lo que caracteriza la táctica de los partidos socialistas a fines del siglo XIX y principios del XX—, fue el producto legítimo de los análisis de Marx acerca de las causas de la catástrofe del año revolucionario de 1848.
Su principal objetivo —la creación de condiciones en las cuales fuera viable la dictadura del proletariado, «la revolución permanente»— no sufrió modificación alguna; la burguesía y todas sus instituciones estaban inevitablemente sentenciadas a la extinción. Acaso el proceso durara más de lo que había supuesto originariamente y, en tal caso, había de enseñarse al proletariado a ser paciente; sólo cuando la situación estuviera madura para una intervención, los dirigentes habían de llamar a la acción; entre tanto, debían dedicarse a reunir, organizar y disciplinar las fuerzas obreras de modo que éstas estuvieran prontas para cuando llegara la crisis decisiva. La historia ha ofrecido un comentario irónico sobre el particular: los caudillos de la revolución comunista rusa (país donde, sea dicho de paso, Marx no creía que su teoría fuera aplicable), al obrar de conformidad con la descartada opinión de 1850 y al encender la mecha cuando las masas populares no estaban evidentemente maduras para su tarea, por lo menos lograron prevenir las consecuencias de 1848 y 1871; en cambio, los alemanes ortodoxos y los socialdemócratas austríacos, fieles a la última doctrina de su maestro, obraron cautelosamente y gastaron sus energías educando a las masas para la misión que les esperaba, y fueron abatidos por la reorganizada clase reaccionaria, cuya fuerza debería haber socavado mucho antes, y fatalmente, la marcha de la historia y el constante trabajo de zapa por parte del proletariado.
Entre tanto, no se veía signo de revolución en parte alguna y al estado anímico de optimismo irracional sucedió otro de profunda depresión. Herzen escribió en sus memorias:
No se pueden recordar aquellos días sin sentir agudo dolor… Francia se movía con la velocidad de una estrella fugaz hacia el inevitable golpe de estado. Alemania yacía postrada a los pies del zar Nicolás, arrastrada por la desdichada, traicionada Hungría… Los revolucionarios estaban empeñados en un trabajo de agitación que no obtenía resultado alguno. Aun las personas más serias se sienten a menudo fascinadas por las meras formas y se las arreglan para convencerse a sí mismas de que en realidad están haciendo algo si celebran reuniones en las que hablan de documentos y protocolos, conferencias en que se registran hechos, se toman decisiones, se imprimen proclamas y así sucesivamente. La burocracia de la revolución es susceptible de perderse en esta suerte de cosas del mismo modo que la burocracia real; en Inglaterra proliferan centenares de asociaciones de esta índole: tienen lugar solemnes reuniones a las que asisten ceremoniosamente duques y pares del reino, clérigos y secretarios; los tesoreros recolectan fondos, los periodistas escriben artículos, todos están afanosamente empeñados en no hacer nada en modo alguno. Estas reuniones filantrópicas y religiosas cumplen una doble función: sirven como una forma de diversión y obran como un soborno sobre las perturbadas conciencias de aquellos cristianos en cierto modo mundanos… Todo el asunto configuraba una contradicción: una franca conspiración, un complot urdido a puerta cerrada.
En la sofocante atmósfera de intrigas continuas, sospechas y recriminaciones que llena los primeros años de cualquier gran emigración política cuyos miembros están ligados entre sí por las circunstancias antes que por cualquier causa común claramente concebida, Marx pasó sus dos primeros años en Londres. Declinó resueltamente mantener trato con Herzen, Mazzini y los amigos de éstos, pero no permaneció inactivo. Transformó la Neue Rheinische Zeitung en una revista, organizó comités de ayuda a los refugiados, publicó una denuncia sobre los métodos policiales en los juicios de Colonia contra sus amigos, en la que descubrió burdas falsificaciones y perjurios, lo cual, si bien no liberó a sus camaradas, tornó más difíciles juicios de la misma índole en el futuro; llevó a cabo una vendetta contra Willich, dentro de la Liga de los Comunistas, y, creyendo que una institución que promueve verdades parciales es más peligrosa que la total inactividad y es preferible que esté muerta, mediante una implacable intriga logró su disolución. Después de haber torpedeado así con éxito a sus antiguos compañeros y, no sintiendo más que menosprecio por los demás emigrados, a quienes consideraba charlatanes ineficaces e inofensivos, se constituyó a sí mismo, junto con Engels, en centro independiente de propaganda, unión personal en torno de la cual los quebrantados y dispersos restos del comunismo alemán se congregarían gradualmente para, una vez más, formar una fuerza. El plan fue coronado por el éxito.
Sus escritos más importantes de este período se refieren a los recientes sucesos de Francia, y su estilo, a menudo opaco y oscuro cuando trata cuestiones abstractas, es luminoso cuando aborda hechos. Los ensayos sobre la Las luchas de clases en Francia y los artículos que volvió a publicar bajo el título El 18 Brumario de Luis Bonaparte son modelos de lúcida y cruel literatura de combate. Los dos ensayos se refieren casi al mismo tema y ofrecen una brillante descripción polémica de la revolución y de la segunda república; en ellos analiza minuciosamente las relaciones y el concurso de los factores políticos, económicos y personales, en términos de la alienación de las clases cuyas necesidades ellos encarnan. Hace allí un brillante análisis del papel del Estado francés, que funciona menos como un comité de la clase gobernante (la fórmula del Manifiesto comunista) que como una fuente independiente de poder apoyado por la burguesía (si bien a veces va más allá de los deseos de ésta), a fin de preservar el statu quo social y político. En una serie de esbozos agudos y epigramáticos clasifica a los principales representantes de los diversos partidos y los relaciona con las clases de cuyo apoyo dependen. Representa la evolución de la situación política, desde un vago liberalismo hasta la república conservadora (y, por lo tanto, hasta la franca lucha de clases), que remata en un crudo despotismo, como una parodia de los sucesos de 1789, cuando cada fase sucesiva era más violenta y revolucionaria que la anterior; en 1848 ocurrió precisamente lo contrario: sus aliados, pequeños burgueses, abandonaron y traicionaron en junio al proletariado; luego los pequeños burgueses fueron a su vez abandonados por la clase media; finalmente, ésta fue vencida por los grandes terratenientes y financieros y entregada en manos del ejército y de Luis Napoleón. Por lo demás, esto no habría podido evitarse ni siquiera en el caso de que los políticos hubieran desarrollado una política diferente, puesto que estaba determinado por el estadio de desenvolvimiento histórico alcanzado en esa época por la sociedad francesa.
Las otras actividades de Marx en este período incluían conferencias populares sobre economía política, pronunciadas en la Unión Educativa de Obreros Alemanes y, en fin, una considerable correspondencia con los revolucionarios alemanes diseminados por todas partes, y sobre todo con Engels, quien de mala gana (pues no tenía otro medio de subvenir a sus necesidades) hizo la paz con sus padres y se decidió a trabajar en Manchester en la oficina de la empresa paterna de hilandería. Empleó la relativa seguridad que obtuvo de este modo para ayudar a Marx material e intelectualmente durante el resto de su vida. En cuanto a la situación financiera de Marx, fue desesperada por muchos años: no contaba con una fuente regular de ingresos, su familia crecía y su reputación excluía la posibilidad de que hallara trabajo en cualquier firma respetable. La desolada pobreza en que él y su familia vivieron durante los veinte años siguientes, así como la indecible humillación que esto significó para él, han sido con frecuencia descritas: primero la familia erró de un tugurio a otro, de Chelsea a Leicester Square, y de allí a los arrabales sórdidos de Soho, azotados por las enfermedades; a menudo no había dinero en casa para pagar a los proveedores y la familia debía morirse de hambre literalmente hasta obtener un préstamo o hasta que Engels enviara un giro de una libra; a veces toda la ropa de la familia estaba pignorada y se veían forzados a permanecer largas horas sin luz ni comida, interrumpidas sólo por las visitas de importunos acreedores a quienes recibía en la puerta alguno de sus hijos con la invariable y automática respuesta: «El señor Marx no está».
Una vivida descripción de las condiciones en que vivió durante los primeros siete años de exilio sobrevive en el informe de un espía prusiano que logró introducirse en la casa de Dean Street:
… Vive en uno de los peores y más sórdidos arrabales de Londres. Ocupa dos habitaciones. En ninguna de ellas hay un solo mueble limpio o decente; todo está roto, hecho trizas, y una gruesa capa de polvo lo cubre todo… Manuscritos, libros y diarios yacen junto a juguetes de los chicos, elementos del canastillo de costura de su mujer, tazas desportilladas, cucharas sucias, cuchillos, tenedores, lámparas, un tintero, vasos, pipas, ceniza de tabaco…, todo amontonado en la misma mesa. Al entrar en la habitación, el humo del tabaco le irrita a uno los ojos de tal modo que al principio le parece a uno estar tanteando en una caverna, hasta que se acostumbra y logra descubrir ciertos objetos en medio de la bruma. Sentarse es asunto peligroso. Aquí hay una silla con sólo tres patas, y en otra, que está entera, los niños juegan a cocinar. Ésa es la que se ofrece al visitante, pero no se quita de ella la cocina de los chicos y, si uno se sienta, arriesga un par de pantalones. Pero todas estas cosas no incomodan en lo más mínimo a Marx o a su mujer. Lo reciben a uno del modo más amistoso y le ofrecen cordialmente una pipa, tabaco y cualquier otra cosa que haya. Pronto se entabla una inteligente e interesante conversación que compensa todas las deficiencias domésticas y hace soportable aquella incomodidad…[10].
Un hombre de genio obligado a vivir en una buhardilla, a ocultarse cuando sus acreedores se tornan importunos, o yacer en cama porque sus ropas están pignoradas, es una figura convencional de comedia alegre y sentimental. Marx no era un bohemio y sus infortunios lo afectaban trágicamente. Era orgulloso, excesivamente susceptible, y mucho le exigía al mundo: las pequeñas humillaciones e insultos a que su situación lo exponían, la frustración de sus deseos de ocupar una posición dominante a la que se sentía merecedor, la represión de su colosal vitalidad natural, todo ello se volvía contra sí mismo y lo llevaba a paroxismos de odio y cólera. Sus amargos sentimientos a menudo hallaban cauce en sus escritos y en largas y salvajes venganzas personales. Veía complots, persecuciones y conspiraciones por doquier, y cuanto más sus víctimas protestaban de su inocencia, tanto más se convencía de su duplicidad y su culpa.
Su modo de vida consistía en visitas diarias a la sala de lectura del Museo Británico, donde permanecía normalmente desde las nueve de la mañana hasta que cerraba a las siete; a esto seguían largas horas de trabajo nocturno durante las que fumaba incesantemente, hasta el punto de que el fumar, de placer se había convertido en indispensable anodino; esto afectó permanentemente su salud y se vio expuesto a frecuentes ataques de una enfermedad hepática, a veces acompañados de forúnculos y una inflamación de los ojos que lo obligaban a interrumpir el trabajo, lo agotaban e irritaban. «Estoy apestado como Job, aunque no temo a Dios», escribió en 1858. «Todo lo que esos señores [los médicos] dicen desemboca en la conclusión de que uno ha de ser un próspero rentista en lugar de un pobre diablo como yo, tan pobre como una rata de iglesia». Cuando se hallaba en otros estados de ánimo, juraba que la burguesía le pagaría un día a precio de oro cada uno de sus carbunclos. Engels, cuyos ingresos anuales durante aquellos años no parecen haber excedido las cien libras, con las cuales, en su carácter de representante de su padre, había de sostener un respetable establecimiento en Manchester, no pudo al principio, a pesar de su gran generosidad, proporcionarle gran ayuda sistemática; ocasionalmente, amigos de Colonia, o generosos socialistas alemanes como Liebknecht o Freiligrath, recolectaban pequeñas sumas para él, que, junto con los honorarios que recibía por ocasionales artículos periodísticos y ocasionales «préstamos» de su adinerado tío Philips, que vivía en Holanda, y pequeños legados de parientes, le permitieron continuar al mismo borde de la subsistencia. Por ello no es difícil comprender que odiara la pobreza, y la esclavitud y degradación que ella acarrea, por lo menos tan apasionadamente como la servidumbre. Ofrece las descripciones, diseminadas en sus obras, de la vida en los suburbios industriales, en las ciudades mineras o las plantaciones, así como de la actitud de la opinón civilizada respecto de ella, con una combinación de violenta indignación y fría, contenida amargura que, particularmente cuando entra en detalles y el tono se vuelve inesperadamente calmo y monótono, posee una calidad aterradora e infunde insoportable cólera y vergüenza en lectores a quienes no habían conmovido la ruda retórica de Carlyle, el digno y humano alegato de J. S. Mili, o la avasalladora elocuencia de William Morris y los socialistas cristianos. Durante aquellos años murieron tres de sus hijos —los varones Guido y Edgar y la niña Franziska—, en gran medida como resultado de las condiciones en que vivían. Cuando murió Franziska, Marx no tenía dinero para pagar un ataúd y hubo de socorrerlo en el trance la generosidad de un refugiado francés. Frau Marx describe el incidente con detalles horripilantes en carta a una compañera de exilio. También ella estaba a menudo enferma, y cuidaba a los niños una criada de la familia, Helene Demuth, que permaneció con ellos hasta el fin.
No pude ni puedo llamar a médicos —escribe a Engels en una de esas ocasiones— porque no tengo dinero para las medicinas. Los últimos ocho o diez días alimenté a mi familia con pan y patatas, y hoy es aún dudoso que pueda obtener eso.
No era comunicativo por naturaleza, y jamás se abandonaba a la compasión de sí mismo; en sus cartas a Engels a menudo satirizó los propios infortunios con una sombría ironía que puede ocultar a un lector casual la desesperada situación en que frecuentemente se encontraba. Pero cuando en 1856 murió a los seis años su hijo Edgar, a quien profesaba tierno afecto, el dolor traspasó aquella reserva de hierro.
He sufrido toda suerte de desgracias —escribió a su amigo—, pero sólo ahora conozco qué es la verdadera desdicha… en medio de todos los padecimientos de estos días me ha mantenido en pie el pensar en usted y en su amistad, así como la esperanza de que aún tengamos que hacer algo razonable en este mundo…
Bacon dice que los hombres verdaderamente importantes mantienen tantos contactos con la naturaleza y el mundo, encuentran tantos motivos de interés, que se reponen fácilmente de cualquier pérdida. Yo no pertenezco a esa clase de hombres importantes. La muerte de mi hijo me ha afectado tanto que siento la pérdida con tanta amargura como el primer día. Mi mujer está también completamente deshecha.
La única forma de placer que la familia podía permitirse era una ocasional excursión a Hampstead Heath durante los meses de verano. Solían salir los domingos por la mañana de la casa de Dean Street, y acompañados por Lenchen Demuth (a quien Marx profesaba sincero afecto)[11] y uno o dos amigos, provistos de una cesta con comida y de diarios comprados en el camino, iban andando hasta Hampstead. Allí se sentaban bajo los árboles, y mientras los chicos jugaban o recogían flores, los mayores conversaban, leían o dormían. Cuando avanzaba la tarde, los ánimos se alegraban más y más, particularmente cuando el jovial Engels estaba presente. Bromeaban, cantaban, corrían. Marx recitaba poesías, cosa que le agradaba mucho, llevaba a los niños en hombros, entretenía a todos y, como efecto teatral final, montaba solemnemente un borrico y se paseaba en él frente a todos, lo que nunca dejaba de provocar general placer. A la caída de la noche regresaban, a menudo cantando canciones patrióticas alemanas o inglesas. Empero, estas agradables ocasiones eran muy raras y no fue mucho lo que alumbraron lo que el propio Marx calificó en carta a Engels de insomne noche del exilio.
Un leve alivio llevó a esta situación la súbita propuesta de escribir regularmente artículos sobre asuntos europeos para el New York Daily Tribune. Charles Augustus Dana, editor extranjero del diario, le hizo el ofrecimiento; había sido presentado a Marx por Freiligrath en Colonia, en 1849, y había quedado sumamente impresionado por su penetración política. El New York Daily Tribune era un diario radical, fundado por un grupo de discípulos norteamericanos de Fourier, que por entonces tenía una circulación de más de doscientos mil ejemplares y era probablemente el más importante diario del mundo; su posición era ampliamente progresista; en asuntos internos desarrollaba una política contra la esclavitud y a favor del libre comercio, al paso que en asuntos exteriores atacaba el principio de autocracia y se hallaba así en oposición virtualmente a todos los gobiernos de Europa. Marx, que obstinadamente rechazaba ofrecimientos de colaboración de diarios continentales cuya tendencia juzgaba reaccionaria, aceptó éste con alacridad. El nuevo corresponsal había de recibir una libra esterlina por artículo. Durante casi diez años escribió notas semanales que trataban de gran diversidad de temas y que aún hoy revisten cierto interés. El primer pedido que le hizo Dana fue escribir una serie de artículos sobre la estrategia de ambos ejércitos durante la guerra civil en Alemania y Austria, así como comentarios generales sobre el arte de la guerra moderna. Como Marx ignoraba por completo este último tema y poseía por entonces pocos conocimientos del inglés, halló que el pedido no era fácil de cumplir; empero, no podía rehusar nada que le garantizara una fuente de ingresos fija, por magra que fuese. En su perplejidad se volvió hacia Engels, quien, como en tantas otras ocasiones posteriores, pronta y cortésmente escribió los artículos y los firmó con el nombre de Marx. En adelante, y toda vez que desconociera un tema o no le agradara tratarlo, o su mala salud o el hecho de estar ausente le impidiera trabajar, Engels se encargaba de la tarea, y lo hacía con tal eficiencia que el corresponsal londinense del Tribune conquistó pronto considerable popularidad en los Estados Unidos, donde se lo consideraba un periodista excepcionalmente versátil y bien informado, con público propio.
Marx volvió a publicar los artículos de Engels sobre la revolución alemana en un folleto titulado Revolución y contrarrevolución en Alemania, que finaliza asegurando que la revolución ha de estallar con violencia aún mayor en un futuro cercano. Más tarde los amigos admitieron que habían sido demasiado optimistas. Marx formuló la celebrada generalización de que sólo una crisis económica podía originar una revolución coronada por el éxito; así, la depresión económica de 1847 alimentó la revolución de 1848, y la prosperidad de 1851 destruyó toda esperanza de una inminente conflagración política.
En lo sucesivo la atención de ambos se concentra en descubrir síntomas de una gran crisis económica. En su oficina de Manchester, Engels llenaba sus cartas con datos acerca del estado de los mercados mundiales; se refiere jubilosamente a las pérdidas de oro del Banco de Inglaterra, a la quiebra de un banco hamburgués, a la mala cosecha en Francia o en los Estados Unidos, indicios de que la gran crisis no podía tardar en producirse. Al fin, en 1857 tuvo lugar una auténtica depresión en la escala requerida. No obstante, y con la excepción de la agrícola Italia, no la siguió ningún desarrollo revolucionario. Después de esto, ambos hacen menos mención de las crisis inevitables y se dedican más a discutir la organización de un partido revolucionario. La profunda decepción había obrado sus efectos.
Mientras Engels trataba los temas de estrategia militar solicitados por el público norteamericano, Marx publicaba en rápida sucesión una serie de artículos acerca de la política de Inglaterra, tanto interna como externa, sobre política exterior, sobre el cartismo y sobre el carácter de diversos ministerios ingleses, todo lo cual logró compendiar en unas pocas sentencias maliciosas, habitualmente a expensas de The Times, que seguía siendo su espantajo. Escribió mucho acerca del gobierno inglés en la India y en Irlanda. Declaró que, en cualquier caso, la India estaba destinada a que la conquistara una potencia más fuerte:
La cuestión no estriba en si los ingleses tenían derechos para conquistar a la India, sino en si hubiéramos preferido que la conquistaran los turcos, los persas o los rusos… Desde luego, es imposible obligar a la burguesía inglesa a que desee la emancipación o el mejoramiento de la condición social de las masas indias, lo cual depende no sólo del desarrollo de las fuerzas de producción sino también de la propiedad de éstas por parte del pueblo. Pero lo que sí puede hacer es crear las condiciones materiales para la satisfacción de esta doble necesidad.
Y también:
Por triste que se nos aparezca —escribió en 1853— el espectáculo de la ruina y desolación de esos centenares de miles de integrantes de grupos sociales industriosos, pacíficos, patriarcales… súbitamente separados de su antigua civilización y de sus tradicionales medios de existencia, no hemos de olvidar que esas idílicas comunidades aldeanas… proporcionaron siempre una firme base al despotismo oriental al reducir la inteligencia humana a los más estrechos límites, al convertirse en obedientes y tradicionales instrumentos de superstición, al impedir su propio desarrollo, al privarse… de toda capacidad de actividad histórica; no olvidemos el egoísmo de los bárbaros que, concentrados en una parte insignificante de la superficie terrestre, miraron impasibles el desmoronamiento de inmensos imperios mientras se perpetraban inexpresables crueldades, se asesinaba a las poblaciones de ciudades enteras… los bárbaros observaban esto como si se tratara de sucesos naturales, y así ellos mismos se convirtieron en desamparadas víctimas de cualquier invasor que volviera la mirada hacia ellos… Al promover la revolución social en la India, guiaban a Inglaterra, es cierto, los motivos más bajos, y la llevó a cabo de modo muy torpe. Pero éste no es el punto decisivo. La cuestión estriba en si la humanidad puede cumplir su propósito sin que tenga lugar en Asia una completa revolución social. En caso contrario, Inglaterra, a pesar de todos sus crímenes, fue instrumento inconsciente de la historia al promover tal revolución.
De Irlanda dice que la causa del trabajo inglés estaba inextricablemente ligada a la liberación de Irlanda, cuya mano de obra barata era una amenaza continua para los sindicatos ingleses; la sujeción económica de Irlanda, como en los casos análogos de servidumbre en Rusia y de esclavitud en los Estados Unidos, ha de ser abolida antes de que los amos ingleses de Irlanda, entre los que debe incluirse a los trabajadores ingleses (que trataban a los irlandeses poco más o menos como los «pobres blancos» de los estados sureños de América trataban a los negros), puedan alentar la esperanza de emanciparse y de crear una sociedad libre. En ambos casos subestimó, consecuentemente, la fuerza del nacionalismo en ascenso; su odio por todo separatismo, como por todas las instituciones fundadas en bases emocionales o puramente tradicionales, lo cegaba para percibir su real influencia. Con similar espíritu, Engels observaba, al escribir sobre los checos, que el nacionalismo de los eslavos occidentales era un fenómeno irreal y artificialmente conservado que no podía resistir por mucho tiempo al avance de la superior cultura alemana. Tal fusión era el destino que inevitablemente les esperaba a todas las civilizaciones pequeñas y locales, en virtud de la fuerza de gravitación histórica que determina que los más pequeños sean absorbidos por los más grandes, tendencia que todos los partidos progresistas debían alentar activamente. Tanto Marx como Engels creían que el nacionalismo, junto con la religión y el militarismo, eran otros tantos anacronismos, al par subproductos y baluartes del orden capitalista, fuerzas irracionales, contrarrevolucionarias, que, cuando se aflojaran sus cimientos materiales, desaparecerían automáticamente. La política táctica de Marx respecto de ellas consistía en considerar si, en un caso determinado, operaban en favor o en contra de la causa proletaria, y decidir sólo en consonancia con este criterio si habían de ser apoyadas o atacadas. Así, las favoreció en la India y en Irlanda porque constituían un arma en la lucha contra el imperialismo, y atacó el nacionalismo democrático de Mazzini o Kossuth porque en países como Italia, Hungría o Polonia le parecía que trabajaba sólo por el reemplazo de un sistema extranjero de explotación capitalista por otro nacional, y obstruía así la revolución social. Entre los políticos ingleses atacó a Russell, por considerarlo un pseudorradical que traicionaba su causa a cada paso; pero su béte noire era sin disputa Palmerston, a quien acusaba de ser agente ruso disfrazado y de quien se mofaba por su apoyo sentimental a las pequeñas nacionalidades europeas. Era, empero, profundo conocedor de la destreza política en todas sus formas, y Marx llegó a confesar cierta admiración por el impulso y habilidad con que aquel cínico y desaprensivo estadista llevaba a cabo sus inescrupulosos golpes de mano.
Sus ataques a Palmerston lo hicieron ponerse en contacto con una figura singularísima y notable. David Urquhart había prestado servicio en su juventud en el cuerpo diplomático, y después de ser ardiente defensor de la cultura helénica en Atenas, fue trasladado a Constantinopla, donde concibió una ardiente pasión por el Islam y los turcos que duró toda su vida. Celebró la «pureza» de la constitución turca, así como los efectos espirituales y físicos de los baños turcos de vapor, que introdujo en su patria. Igualmente admiraba a la Iglesia de Roma, con la que estaba en excelentes términos, si bien toda su vida fue calvinista; a ello se unía un odio igualmente violento por los liberales, la libertad de comercio, la Iglesia de Inglaterra, el industrialismo y, en particular, el Imperio ruso, cuya malévola y omnipotente influencia era para él causa de todos los males que aquejaban a Europa. Esta excéntrica figura, supervivencia pintoresca de otras épocas, perteneció al Parlamento por muchos años como miembro independiente y publicó un diario y numerosos folletos dedicados casi enteramente al propósito único de denunciar a Palmerston, a quien acusaba de ser agente pagado por el zar y empeñado en un intento de subvertir el orden moral de Europa occidental en interés de su amo. Ni siquiera lo sorprendió la actitud de Palmerston durante la guerra de Crimea: la explicó como una astuta maniobra para encubrir la naturaleza de sus actividades reales; de ahí su deliberado saboteo a toda la campaña, con el claro propósito de ocasionar a Rusia el menor perjuicio posible. Marx, que en cierto modo había llegado a la misma curiosa conclusión, parecía estar no menos convencido de la venalidad de Palmerston. Los dos hombres se unieron y formaron una alianza; Urquhart publicó folletos contra Palmerston escritos por Marx, al paso que Marx se adhirió oficialmente al partido de Urquhart, escribió para el diario de éste y apareció en la tribuna de las reuniones del partido. Estos artículos se publicaron luego como folletos. Los más peculiares son: Historia de la vida de Lord Palmerston y La historia diplomática secreta del siglo XVIII, ambos denunciaban la mano oculta de Rusia en todos los grandes desastres europeos. Cada cual tenía la impresión de que se valía hábilmente del otro para sus propios fines: Marx juzgaba a Urquhart un monomaniaco inofensivo de quien podía hacerse uso; por su parte, Urquhart pensaba encomiásticamente de la habilidad de Marx como propagandista, y en una ocasión lo felicitó diciéndole que poseía una inteligencia digna de un turco. Esta bizarra asociación continuó armoniosamente, si bien en forma intermitente, por cierto número de años. Después de la muerte de Palmerston y del zar Nicolás, la alianza fue disolviéndose gradualmente. Marx se entretuvo y divirtió no poco en esta relación con su extraño protector, por quien pronto cobró verdadero afecto; además fue para él fuente de recursos financieros. En realidad, Urquhart fue el único de sus aliados políticos con quien Marx mantuvo una relación del todo cordial y cálida hasta la muerte.
Marx encontró pocos simpatizantes entre los dirigentes sindicales. Los más capaces de éstos sustentaban opiniones no muy desemejantes de las de Owen —quien mediante el palmario ejemplo de sus realizaciones procuraba probar la total falta de fundamento de la doctrina de la lucha de clases—, o bien se trataba de empeñosos dirigentes locales que trabajaban para satisfacer las necesidades inmediatas de este o aquel oficio o industria, y estaban ciegos a los grandes problemas, así como dispuestos a dar la bienvenida a todos los radicales por igual en una federación denominada «Los demócratas fraternales», cuyo solo nombre sublevaba a Marx. Éste toleraba a los radicales como el voluble y enérgico George Harney, a quien él y Engels llamaban «Ciudadano Hip Hip Hurrah». El único inglés que estuvo muy cerca de él en aquellos días fue Ernest Jones, revolucionario cartista que realizó un vano intento por revivir ese movimiento moribundo. Jones había nacido y se había educado en Hanover y se asemejaba más que cualquier otro en Inglaterra al tipo de socialista continental familiar a Marx; sus opiniones eran, especialmente en los últimos años, demasiado similares a las de los «socialistas verdaderos» Hess y Grün para agradar enteramente a Marx, pero éste necesitaba aliados, la elección era limitada y aceptó a Jones como el revolucionario mejor y más avanzado que Inglaterra podía ofrecer. Jones, que concibió gran admiración y afecto por Marx y su familia, le suministró gran cantidad de material informativo acerca de las condiciones inglesas; fue él quien llevó la atención de Marx hacia los cercados que aún se tendían en Escocia, donde varios centenares de pequeños arrendatarios habían sido desalojados para dar lugar a parques de ciervos y campos de pastoreo. El resultado fue que Marx escribió un virulento artículo en el New York Daily Tribune sobre los asuntos privados de la duquesa de Sutherland, que había expresado simpatía por la causa de los esclavos negros de los Estados Unidos. El artículo, que es un esbozo del pasaje más extenso que aparece luego en Das Kapital, es una obra maestra de amarga y vehemente elocuencia, descendiente directa de las filípicas de Voltaire y Marat y modelo de muchas páginas posteriores de invectiva socialista. El ataque no es tanto un ataque personal como al sistema bajo el cual una caprichosa anciana no más desordenada, cruel y vengativa que la mayoría de los miembros de la sociedad a la que pertenece, tiene absoluto poder —con la plena aprobación de su clase y de la opinión pública— para humillar, desarraigar y sumir en la ruina a toda una población de hombres y mujeres honrados e industriosos, a quienes se desposee de la noche a la mañana de una tierra que era suya con todo derecho, puesto que todo lo que allí estaba realizado por la mano del hombre lo había creado el trabajo de ellos y de sus antepasados.
Estas páginas de análisis y polémica social agradaban al público norteamericano no menos que los ásperos e irónicos artículos de Marx sobre asuntos externos. Los artículos estaban bien informados, eran agudos y de tono suelto; no mostraban un particular poder de presciencia ni había en ellos intento alguno de ofrecer un panorama comprensivo de los asuntos contemporáneos vistos como una totalidad; como comentario sobre los sucesos, resultaban menos cándidos y menos interesantes que las cartas que el autor escribió a Engels en este período, pero como literatura periodística se anticipaban a su tiempo. El método de Marx consistía en presentar a sus lectores un breve esquema de los sucesos o caracteres, subrayando los intereses ocultos y las siniestras actividades que probablemente derivaban de ellos, antes que los motivos explícitos proporcionados por los propios actores, o el valor social de esta o aquella medida tomada por la policía. Su periodismo muestra, más vividamente que sus escritos teóricos, la diferencia entre su actitud naturalista, acida, recelosa, éticamente escéptica, y la de la gran mayoría de los historiadores y críticos de su tiempo más o menos humanitarios y socialmente idealistas. Al mismo tiempo, se ocupaba en buscar material para el tratado sobre economía que serviría como arma contra el vago idealismo de los grupos radicales apenas conectados entre sí, que, según su opinión, creaban la confusión tanto en la esfera del pensamiento como en la de la acción, y paralizaban los esfuerzos de los pocos dirigentes lúcidos con que contaban los trabajadores. Se entregó a la tarea de establecer, en lugar de esto, una doctrina expresada sin ambigüedad, la adhesión a la cual, lo quisieran o no, sería a la vez prueba, razón y garantía de la existencia de un cuerpo de revolucionarios sociales unidos y, por sobre todo, activos. Su poder derivaría de su unidad, y su unidad, de la coherencia de las creencias prácticas que tuvieran en común.
Las bases de su doctrina se hallan en los escritos anteriores de Marx, especialmente en el Manifiesto comunista. En una carta escrita en 1852 puntualizaba qué consideraba original en él: «Lo nuevo fue probar: 1) que la existencia de las clases está ligada solo a fases particulares, históricas, del desarrollo de producción; 2) que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3) que la misma dictadura sólo constituye la transición para llegar a la abolición de todas las clases y a una sociedad sin clases». Sobre estas bases había de construirse el nuevo movimiento.
En cierto sentido, lo logró más rápidamente de lo que había esperado, pues el surgimiento y rápido crecimiento, sobre las ruinas de 1848, de un nuevo y militante partido de obreros socialistas en Alemania le creó una esfera de nueva actividad práctica a la que consagró la segunda mitad de su vida. Por cierto, no fue él quien creó el partido, pero sus ideas y, sobre todo, la creencia en el programa político por él elaborado inspiraban a los dirigentes. Se le consultaba sobre todos los puntos; nadie ignoraba que él y sólo él había creado el movimiento y echado sus bases; a él se remitían instintivamente todas las cuestiones teóricas y prácticas; se le admiraba, temía, obedecía y se sospechaba de él. No obstante, los trabajadores alemanes no lo consideraban su principal representante, su campeón; el hombre que los había organizado en un partido y lo gobernaba con poder absoluto era mucho más joven que Marx y había nacido y se había educado bajo condiciones similares a las de éste; pero eran muy diferentes por temperamento y por su visión general, y hasta se oponían uno a otro más de lo que por entonces ambos explícitamente admitían.
Ferdinand Lassalle, que creó la Social Democracia alemana y la encabezó durante sus primeros años heroicos, era una de las figuras públicas más ardorosas del siglo XIX. Judío de Silesia, abogado de profesión y por temperamento revolucionario romántico, tratábase de un hombre cuyas características descollantes eran su aguda inteligencia, sus dotes como organizador, su vanidad y una energía y confianza en sí mismo ilimitadas. Puesto que casi todas las avenidas normales le estaban cerradas a causa de su raza y su religión, abrazó con inmensa pasión el movimiento revolucionario, en el que su excepcional capacidad, su entusiasmo, pero, sobre todo, su genio como agitador y orador popular, rápidamente lo llevaron al liderazgo. Durante la revolución alemana pronunció discursos incendiarios contra el gobierno, por lo cual fue sometido a juicio y encarcelado. Durante los años que siguieron al período de retractaciones y deshonor, cuando Marx y Engels estaban en el exilio y Liebknecht era el único de los primeros dirigentes que en Alemania permanecía fiel a la causa del socialismo, Lassalle acometió la tarea de crear, sobre las ruinas de 1848, un partido proletario nuevo y mejor organizado. Se concibió a sí mismo como su único dirigente e inspirador, su dictador político, intelectual y moral. Cumplió esta tarea con brillante éxito. Sus creencias derivaban en partes iguales de Hegel y de Marx; del último tomó las doctrinas del determinismo económico, de la lucha de clases, del carácter inevitable de la explotación en la sociedad capitalista. Pero rechazó la condenación del estado en nombre de la sociedad, negándose a seguir a Proudhon y a Marx, que consideraban el primero como mero instrumento coercitivo de la clase gobernante, y aceptando la tesis hegeliana conforme a la cual el estado, aun en su condición presente, constituye la función más progresista y dinámica de un grupo de seres humanos reunidos para llevar una vida común. Creía firmemente en la centralización y, hasta cierto punto, en la interna unidad nacional; en años posteriores comenzó a creer en la posibilidad de una coalición antiburguesa entre el rey, la aristocracia, el ejército y los trabajadores, la cual culminaría en un estado colectivista autoritario encabezado por el monarca y organizado conforme a los intereses de la única clase verdaderamente productiva, esto es, la clase trabajadora.
Sus relaciones con Marx y Engels nunca fueron cómodas; declaraba que Marx era su maestro en las cuestiones teóricas y lo trataba con nervioso respeto. Lo anunciaba por doquiera como hombre de genio, procuraba la publicación en Alemania de sus libros y, por lo demás, hizo cuanto estuvo a su alcance para servirlo de muchos modos. Marx reconocía a regañadientes el valor de la energía de Lassalle, así como su capacidad organizadora, pero se sentía repelido por él personalmente y desconfiaba mucho de él políticamente. Le desagradaba la ostentación de Lassalle, su extravagancia, su vanidad, sus maneras histriónicas, la pública declaración de sus gustos, sus opiniones y ambiciones; detestaba el mismo brillo de los panoramas impresionistas que Lassalle presentaba ágilmente de los hechos sociales y políticos, que, se le aparecían endebles, superficiales y falaces en comparación con su propia escrupulosidad, minuciosa y laboriosa; le desagradaba —y desconfiaba de él— el dominio temperamental y caprichoso que Lasalle ejercía sobre los trabajadores y, aún más, el hecho de que éste coqueteara constantemente con el enemigo. Y, a fin de cuentas, sentía celos de un movimiento del que se consideraba dueño y que a él debía su política práctica y sus bases intelectuales, y que ahora parecía haberlo abandonado, infatuado por una femme fatale política, un aventurero brillante y artificioso, un confeso oportunista tanto en la vida privada como en la política pública, a quien no guiaba ningún plan fijo, que no estaba sujeta a ningún principio y que avanzaba hacia una meta confusa. Sin embargo, existía cierta intimidad de relaciones entre ellos, o bien, si no precisamente intimidad, un aprecio mutuo. Lassalle había nacido y se había educado bajo influencias intelectuales similares a las suyas propias, luchaban contra el mismo enemigo y, en todas las cuestiones fundamentales, hablaban el mismo lenguaje, cosa que nunca habían hecho Proudhon, Bakunin ni los sindicalistas ingleses, y que los primeros jóvenes hegelianos hacía mucho que habían dejado de hacer. Además, era un hombre de acción, un auténtico revolucionario, un hombre que no sabía lo que era miedo. Cada cual reconocía que, aunque acaso Marx hubiera exceptuado a Engels, el otro poseía un grado de conocimiento político, de penetración y de valentía práctica más alto que cualquier otro miembro del partido. Se entendían uno a otro instintivamente, y hallaban la comunicación entre ellos fácil y estimulante; cuando Marx iba a Berlín, paraba del modo más natural en casa de Lassalle. Cuando Lassalle iba a Londres, paraba en casa de Marx y enloquecía a su orgulloso y sencillo huésped, entonces en el último extremo de penuria, por el mero hecho de que era testigo de su condición y, aún más, por su alegre charla y llana extravagancia y porque gastaba más en cigarros y en flores para el ojal que lo que Marx y su familia gastaban para subsistir una semana. También había cierta dificultad provocada por una suma de dinero que Lassalle había prestado a Marx. Al parecer, no se daba cuenta de nada de esto, pues era excepcionalmente impermeable a las circunstancias que lo rodeaban, como suelen serlo las naturalezas vigorosas y volcadas hacia afuera. Marx nunca olvidó su humillación y, después de la visita a Londres de Lassalle, las relaciones se enfriaron rápidamente.
Lassalle fundó un nuevo partido mediante un método aún novedoso en su época y empleado sólo esporádicamente por los cartistas ingleses, si bien luego fue adoptado por diversas agrupaciones: emprendió una serie de giras políticas, anunciadas a bombo y platillo, por las zonas industriales de Alemania, pronunciando violentos y sediciosos discursos que abrumaban a sus auditorios proletarios y los inflamaban de desbordante entusiasmo. Aquí y allá los agrupó en secciones del nuevo movimiento obrero, organizado como un partido oficial, legalmente constituido, dejando de lado así abiertamente el viejo método de pequeñas células revolucionarias que se reunían en secreto realizando propaganda subterránea. El último viaje entre sus seguidores fue una gira triunfal por territorio conquistado, que robusteció su influencia, ya única, sobre los trabajadores alemanes de todos los tipos, edades y profesiones.
Tomó las bases teóricas del programa principalmente de Marx, y tal vez, en cierta medida, del economista radical prusiano Rodbertus-Jagetzowe, pero el partido poseía muchas características fuertemente acentuadas que no eran marxistas: no estaba específicamente organizado para una revolución; estaba dispuesto a aliarse con otros partidos antiburgueses; parecía orientarse hacia un tipo de capitalismo de estado; era nacionalista y, sobre todo, se limitaba a las condiciones y necesidades de los alemanes. Uno de sus fines capitales consistía en desarrollar un sistema cooperativo de los obreros, aunque no ya como una alternativa de la acción política, sino como un elemento intrínseco de ella, sistema que había de ser organizado o financiado por el estado, pero, sin embargo, suficientemente similar al mutualismo antipolítico de Proudhon, y al políticamente inactivo sindicalismo inglés, para provocar la abierta hostilidad de Marx. Además, había sido creado merced al ascendiente personal de un solo individuo. Había un fuerte elemento emocional en la indiscutida dictadura que Lassalle ejerció en sus últimos años, forma de adoración del héroe de la que Marx, a quien desagrada toda sinrazón y que desconfiaba de los magos en política, instintivamente abominaba. Lassalle introdujo en el socialismo alemán la teoría de que cabe que se presenten circunstancias en las que algo semejante a una verdadera alianza puede concertarse con el gobierno absolutista prusiano contra la burguesía industrial. Era ésta la clase de oportunismo que Marx debió considerar el más ruinoso de todos los defectos posibles; si no había enseñado otra leeción, la experiencia de 1848 había demostrado concluyentemente las fatales consecuencias que para un partido joven y relativamente indefenso tenía una alianza con un partido antiguo bien organizado, fundamentalmente hostil a las exigencias de aquél, alianza en la cual cada bando intenta explotar al otro, para vencer inevitablemente la fuerza mejor armada. Como se hizo patente en el mensaje que dirigió en 1850 al Comité Central comunista, Marx consideró que había errado seriamente al suponer que era posible y hasta necesaria una alianza con la burguesía radical antes de la victoria final del proletariado. Pero nunca soñó en una alianza con la nobleza feudal a fin de lanzar un ataque contra el individualismo como tal y para alcanzar alguna suerte de control estatal. Consideraba esta maniobra una caricatura típicamente bakuninista de su propia política y aspiraciones.
Marx y Engels eran, fundamentalmente, íntegros demócratas alemanes en su actitud hacia las masas, y reaccionaban instintivamente contra las simientes de una casta privilegiada romántica que hoy pueden claramente discernirse en las creencias, actos y dicursos de Lassalle, particularmente en su apasionado patriotismo, en la dramatización que de sí mismo hacía como dirigente, en su creencia en una economía planificada por el estado y controlada, por lo menos por un tiempo, por la aristocracia militar, en su defensa de la intervención armada alemana a favor del emperador francés durante la campaña de Italia (y opinaba, contra Marx y Engels, que sólo la guerra podría precipitar una revolución en Alemania), en su abierta simpatía por Mazzini y los nacionalistas polacos y, finalmente, en su creencia, de la cual la política económica de los regímenes fascistas de nuestro siglo ofrecen un curioso comentario, de que la existente maquinaria del Estado prusiano podía usarse para ayudar a la pequeña burguesía, así como al proletariado de Alemania, contra la creciente intromisión de mercaderes, industriales y banqueros. Y llegó hasta el extremo de negociar con Bismarck sobre estas bases; ambos estaban bajo la impresión de que, cuando llegara el momento oportuno, cada cual podía utilizar al otro como instrumento para el logro de sus propios fines; cada uno reconocía y admiraba la audacia del otro, su inteligencia y su falta de tontos escrúpulos; rivalizaban en el candor de su realismo político, en su abierto menosprecio por sus seguidores mediocres y en su admiración por el poder y el éxito como tales. A Bismarck le placían las personalidades brillantes, y en años posteriores solía referirse con agrado a estas conversaciones, diciendo que no esperaba volver a encontrar a un hombre tan interesante. Hasta dónde había avanzado Lassalle en esta dirección quedó luego revelado por el descubrimiento, en 1928, de los papeles privados de Bismarck referentes a las negociaciones. Éstas se interrumpieron bruscamente por la prematura muerte de Lassalle en un duelo provocado por una aventura amorosa. Si hubiera vivido y Bismarck hubiera decidido jugar a expensas de la casi megalomaníaca vanidad de Lassalle, éste a fin de cuentas hubiera perdido con seguridad, y el partido recientemente creado se hubiera disuelto mucho antes de lo que lo hizo; por cierto que como teórico de la supremacía del estado y como demagogo, Lassalle se habría contado entre los fundadores no sólo del socialismo europeo, sino también de la doctrina del liderazgo y del autoritarismo romántico; acaso su veta fascista fue lo que atrajo a Bismarck.
En el subsiguiente conflicto entre los discípulos de Marx y los de Lassalle, Marx logró una victoria formal que salvó la pureza de su doctrina y de su método político, aunque no, por extraño que parezca, para Alemania, para la que estaban destinados primariamente, sino que ellos fueron aplicados en países mucho más primitivos, en los que ni siquiera pensaba: Rusia, China, y, hasta cierto punto, España, México y Cuba. El anuncio de la muerte de Lassalle en la primavera de 1864 despertó poca simpatía en Marx y Engels. A ambos les pareció un final típicamente absurdo de una carrera de insensata vanidad y ostentación. De haber vivido, Lassalle se hubiera convertido casi con toda seguridad en un obstáculo de primera magnitud. Sin embargo, el alivio, por lo menos en el caso de Marx, no dejaba de mezclarse con cierto pesar sentimental por la desaparición de una figura tan familiar, una de las pocas a las que miraba, a pesar de sus flaquezas, con cierto afecto. Lassalle era alemán y hegeliano, había estado íntimamente vinculado a los sucesos de 1848 y tenía un pasado revolucionario; era un hombre que, a pesar de sus colosales defectos, descollaba de los pigmeos entre quienes se movía, criaturas a quienes por una breve hora había infundido su propia vitalidad y que pronto volverían a hundirse, exhaustas, en su vieja apatía y aparecerían aún más pequeñas, insustanciales y mezquinas que antes.
Después de todo, era uno de los nuestros —escribió—, el enemigo de nuestros enemigos… resulta difícil creer que hombre tan alborotador, excitante y pujante esté ahora tan muerto como una rata y no pueda mover la lengua… el diablo lo sabe, la partida se reduce cada vez más y no recibe sangre nueva.
La noticia de la muerte de Lassalle lo sumió en uno de sus raros estados anímicos de melancolía, casi de desesperación, muy distinto de la nube de cólera y resentimiento en que habitualmente vivía. Se vio súbitamente abrumado por la sensación de su total aislamiento y de la inutilidad de cualquier esfuerzo individual frente a la victoriosa reacción europea, sentimiento que la tranquilidad y monotonía de la vida en Inglaterra tarde o temprano inducían a todos los revolucionarios exilados. Y por cierto, el mismo respeto y hasta admiración con que muchos de ellos hablaban de la vida inglesa y las instituciones inglesas constituían un implícito reconocimiento del propio fracaso personal, de su falta de fe en el poder de la humanidad para alcanzar su emancipación. Se veían hundiéndose gradualmente en un cauteloso y casi cínico quietismo que, según ellos mismos sabían, era una admisión de derrota y expresión del aturdimiento de una vida de lucha, el derrumbe final del mundo ideal en el que habían invertido, sin esperanzas de recobrarlo, todo cuanto poseían y mucho de lo que pertenecía a otros. Este estado anímico, con el que Herzen, Mazzini y Kossuth estaban íntimamente familiarizados, no era común en Marx; éste estaba firmemente convencido de que el proceso histórico era al par inevitable y progresivo, al margen de retrocesos, y esta inconmovible creencia excluía toda posibilidad de duda o desilusión frente a los problemas fundamentales; nunca había confiado en la sagacidad ni en el idealismo de los individuos o de las masas como factores decisivos de la evolución social, y como nada había apostado, nada perdió en la gran bancarrota intelectual y moral de las décadas de 1860 y 1870. Durante toda su vida se esforzó por destruir o atenuar la influencia de los dirigentes populares y demagogos que creían en el poder del individuo para modificar el destino de las naciones. Sus salvajes ataques a Proudhon y Lassalle, así como su duelo posterior con Bakunin, no eran meras maniobras en la lucha por la supremacía personal por parte de un hombre ambicioso y despótico dispuesto a destruir a todos sus posibles rivales. Cierto que era por naturaleza casi insanamente celoso; no obstante, mezclada con sus sentimientos personales, había en él una sincera indignación por los gruesos errores de juicio de que estos hombres se le aparecían muy a menudo culpables; y, lo que sentía aún más intensamente, por irónico que parezca apenas se recuerde su propia posición, desaprobaba violentamente la influencia de los individuos dominantes como tales, el elemento de poder personal que, al crear una falsa relación entre el dirigente y sus seguidores, está destinado, tarde o temprano, a cegar a ambos a las exigencias de la situación objetiva.
Sin embargo, lo cierto es que la única posición de autoridad que Marx ocupó en el socialismo internacional durante la última década de su vida resultó más eficaz para consolidar y asegurar la adopción de su sistema que cuanto habían logrado sus obras o que cuanto la consideración de la historia vista a la luz de éstas habría logrado nunca. Algunos de los escritos que publicó durante sus últimos años en Londres producen una impresión deprimente; aparte de artículos para diarios alemanes y norteamericanos y de trabajos literarios de encargo que su pobreza lo forzaba a aceptar, se limitó casi enteramente a folletos polémicos, el más extenso de los cuales, Herr Vogt, escrito en 1860, estaba destinado a limpiar su nombre de la imputación de haber puesto a sus amigos en innecesario peligro durante los juicios de Colonia, así como a lanzar un contraataque contra su acusador Karl Vogt, conocido político radical y naturalista suizo, alegando que éste estaba a sueldo del emperador francés. Sólo interesa por la luz melancólica que arroja sobre los diez años de frustración, poblados de disputas e intrigas, que sucedieron a la época heroica. En 1859 publicó finalmente su Contribución a la crítica de la economía política, obra que, a pesar de que sus páginas introductorias contienen la más clara enunciación de su teoría de la historia, fue poco leída; sus tesis principales quedaron formuladas mucho más elocuentemente ocho años después, en el primer volumen de Das Kapital.
Su fe en la victoria última de la causa por él defendida permaneció incólume aun durante los más sombríos años de la reacción. Hablando en 1852 en una comida ofrecida a los obreros gráficos y personal directivo de El Diario del Pueblo, declaró al responder al brindis:
En nuestros días todo parece preñado de su propia contradicción. Las maquinarias, en lugar de reducir y hacer más fructífero el trabajo humano —pues ése es el maravilloso poder de que están dotadas—, lo tornan más penoso y abrumador. Las victorias del arte parecen perdidas por la falta de carácter. Hasta la pura luz de la ciencia sólo parece poder brillar contra el oscuro telón de fondo de la ignorancia… Este antagonismo entre la industria y las ciencias modernas, por un lado, y la miseria y desilusión modernas, por otro, este antagonismo entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de nuestra época, constituye un hecho palpable y desolador. Algunos pueden deplorarlo, otros acaso deseen liberarse de las artes modernas a fin de liberarse de los conflictos modernos… Por nuestra parte, no nos engañamos y discernimos la forma del penetrante espíritu que continúa señalando tales contradicciones… reconocemos a nuestro viejo amigo Robin el compañero, el viejo topo que tan rápido se abre su camino por debajo de la tierra… la revolución.
Estas tesis habrán parecido singularmente aventuradas a la mayoría de los oyentes, y, por cierto, los sucesos de los años posteriores no confirmaron su profecía.

En 1860 la fama e influencia de Marx se limitaban a un estrecho círculo; desde los juicios de Colonia (1851) se había perdido el interés por el comunismo; con el extraordinario desarrollo de la industria y el comercio, la fe en el liberalismo, en la ciencia, en el progreso pacífico, volvió a ganar a las gentes. El propio Marx casi estaba comenzando a adquirir el interés de una figura histórica, a ser considerado como el formidable teórico y agitador de una generación anterior, ahora desterrado y desamparado y que subvenía a sus necesidades en un oscuro rincón de Londres escribiendo ocasionales artículos periodísticos. Pero quince años después todo esto había cambiado. Aún relativamente desconocido en Inglaterra, su figura se había agigantado en el extranjero y algunos lo consideraban el instigador de cualquier movimiento revolucionario que estallara en Europa, el fanático director de un movimiento mundial empeñado en subvertir el orden moral, la paz, la felicidad y prosperidad de la humanidad. Éstos lo representaban como el genio malo de la clase trabajadora, que conspiraba para minar y destruir la paz y la moral de la sociedad civilizada, que explotaba sistemáticamente las peores pasiones del populacho, que creaba injusticias y motivos de queja allí donde no existían, que vertía vinagre en las heridas de los descontentos, exacerbando sus relaciones con los patronos a fin de crear un caos universal en el que todos y cada uno habían de perder, y así, finalmente, todos se hallarían al mismo nivel, los ricos y los pobres, los malos y los buenos, los industriosos y los ociosos, los justos y los injustos. Otros veían en él al más infatigable y devoto estratega de las clases trabajadoras de todos los países del mundo, la autoridad infalible en todas las cuestiones teóricas, el fundador de un movimiento irresistible destinado a acabar con la injusticia y la desigualdad por medio de la persuasión o de la violencia. Se les aparecía como un iracundo e indomable Moisés moderno, el conductor y salvador de todos los humillados y oprimidos, con la figura más suave y más convencional de Engels a su lado, un Aarón dispuesto a exponer sus ideas a las extraviadas y poco esclarecidas masas del proletariado. El suceso que más que cualquier otro originó semejante transformación fue la creación en 1864 de la Primera Internacional de Trabajadores (AIT), que modificó radicalmente el carácter y la historia del socialismo europeo.



PUNTO Y APARTE


Pequeño Fénix - Genial





Sam Vazquez - "No, No, No"





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