MARX EN LOS ORÍGENES DE LA
POSMODERNIDAD. HACIA UN MARXISMO POSMODERNO
Juan Manuel Aragüés
Es lugar común en ciertos
discursos que se reclaman críticos, antagonistas o simplemente progresistas, la
descalificación más contundente de la Posmodernidad, a la que se entiende como
un discurso homogéneo del que se desprende la imposibilidad de una crítica de
lo real, como consecuencia de sus orientaciones ontológicas, antropológicas,
éticas y políticas. Lejos de compartir esa afirmación, lo que a continuación se
va a defender es que la Posmodernidad, como la misma Modernidad, aunque posea
unos trazos definitorios que permiten reconocerla como tal, acoge muy diversas
orientaciones teóricas que nos permiten hablar, siguiendo, por ejemplo, a Sousa
Santos (1), de un posmodernismo de oposición y de un posmodernismo
complacido, o como preferimos decir nosotros, de una posmodernidad antagonista
y una posmodernidad sistémica. E intentaremos mostrar cómo el marxismo no solo
no se opone a una cierta Posmodernidad, sino que es uno de los dispositivos que
erosiona el pensar moderno para generar las condiciones de aparición de la
Posmodernidad.
1. El marxismo como discurso
disolvente de la Modernidad.
Quizá convenga comenzar con una
precisión. Cuando hablamos tanto de Modernidad como de Posmodernidad, hacemos
referencia a dos períodos históricos que cobijan en su seno diferentes
discursos reconocibles por un cierto aire de familia, pero cuyas implicaciones ético-políticas
pueden resultar antagónicas. A pesar de su común filiación moderna, no es lo
mismo Descartes que Spinoza, Kant que Marx, del
mismo modo que su carácter posmoderno no disuelve las distancias entre Deleuze y Vattimo, entreNegri y Rawls.
De una manera un tanto simplificadora, y acogiéndonos en cierto modo al
planteamiento leniniano de , entendemos que
todo momento histórico cobija, a menudo, incluso, enredadas en un mismo autor,
posiciones teóricas diversas, que pueden dar aliento bien a la defensa del
estatus social imperante, bien a su crítica más acerada. Es lo que en otro
lugar hemos denominado pensamiento constituido y pensamiento constituyente (2).
Aunque el discurso posmoderno no
comience a asentarse como tal hasta entrada la segunda mitad del siglo XX,
desde nuestro punto de vista la Modernidad comienza un profundo proceso de
erosión a lo largo del siglo XIX, que se acentuará con la ruptura paradigmática
de comienzos del siglo XX. Es en esa ruptura paradigmática, que afecta desde la
estética hasta la ciencia, pasando por la filosofía, donde pueden
arqueologizarse los rasgos más representativos del discurso posmoderno. Es en
ese momento donde la quiebra ontológica y epistemológica se hace más patente,
de la mano de las innovaciones científicas que representan la Teoría de la Relatividad,
la Mecánica Cuántica o el teorema de incompletitud de Gödel y que, desde una
perspectiva estética, tienen su reflejo en la aparición de las vanguardias (3).
En el ámbito filosófico, un tema sobresale de manera evidente: la nietzschiana
muerte de dios.
Sin embargo, nos interesa
subrayar muy especialmente el papel que el materialismo marxiano desempeña en
este proceso disolutorio, pues nos atrevemos a reivindicar la potencia del
dispositivo marxiano como acontecimiento filosófico central en la disolución
del pensar moderno. Quizá sea hora de matizar el papel atribuido a Nietzsche en
este proceso. No porque su papel no resulte de gran calado, sino porque algunos
de sus topos más reconocibles se encontraban ya en la obra de Marx.
Nos referimos, evidentemente, a la muerte de dios y a todos sus efectos
ontológicos, epistemológicos y éticos.
El ateísmo es el acontecimiento
filosófico central del siglo XIX. Más allá del pendular malditismo de poetas
como Blake o Baudelaire, en los que la
reivindicación de Satán impide la construcción de un discurso coherentemente
ateo,el ateísmo que recorre el siglo XIX,de Feuerbach a Nietzsche, pasando
por Marx, es la más eficaz herramienta de disolución de los
filosofemas modernos. La muerte de dios, “en el cielo y el infierno”,
como puntualiza Nietzsche, abre la puerta a la revisión de los
presupuestos ontológicos, epistemológicos, éticos y antropológicos de la
Modernidad, que, en muchos casos, no son sino una secularización de los planteamientos
teológicos heredados de la Edad Media (4).
En una fecha tan temprana como
enero de 1844, Marx escribe al final del primer parágrafo de
la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel: “Es decir que,
tras la superación del más allá de la verdad, la tarea de
la historia es establecer la verdad del más acá.
Es a una filosofía al servicio de la historia a quien
corresponde en primera línea la tarea de desenmascarar la
enajenación de sí mismo en sus formas profanas, después que ha sido
desenmascarada la figura santificada de la enajenación del
hombre por sí mismo. La crítica del cielo se transforma así en crítica de la
tierra, la crítica de la religión en crítica del Derecho, la crítica
de la teología en crítica de la política”(5). En
pocas líneas, Marx establece todo un programa teórico sobre la
base de la crítica a la religión, una crítica y superación que exige la
producción de una completa Weltanschauung. Y esa nueva concepción del
mundo es la que coloca a Marx en los orígenes del pensar
posmoderno.
El materialismo marxiano apunta
en la dirección de construcción de una ontología en la que, a diferencia de lo
que sucede en la línea dominante de la Modernidad, el espacio y el tiempo, la
estructura social y la historia, desempeñan un papel de enorme relevancia. Por
intentar establecer un paralelismo con lo que sucede en el ámbito de la ciencia
de principios del siglo XX, en especial en la relatividad general, el espacio y
el tiempo dejan de ser el marco formal de los sucesos, la estructura absoluta, separada,
de la realidad, para pasar a convertirse en elementos dinámicos de la propia
realidad. No en vano Marx apunta que “el tiempo es el espacio
del desarrollo humano”(6). Marx nos habla de una
realidad efervescente y dinámica, ella misma fruto de la colisión entre una
multiplicidad estructural –las diferentes clases y segmentos sociales que
componen sociedades cada vez más complejas- y un devenir cronológico,
histórico. Lukács lo resume de manera magistral en el
siguiente fragmento de Historia y conciencia de clase:
“De este modo se hace el hombre
medida de todas las cosas (sociales). El problema de método de la economía
–la disolución de las formas cósicas fetichistas en procesos que se realizan
entre hombres y se objetivan en relaciones concretas entre ellos, la deducción
de las formas irresolublemente fetichistas a partir de las formas primarias de
relaciones humanas- procura al mismo tiempo el fundamento categorial y el
histórico. Pero desde el punto de vista categorial la estructura del mundo
humano se presenta ahora como un sistema de formas relacionales en cambio
dinámico y en las cuales se desarrolla el proceso de enfrentamiento entre el
hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre (lucha de clases, etc.).
La estructura y la jerarquía de las categorías indican por lo tanto el grado de
claridad de la consciencia del hombre acerca de los fundamentos de su
existencia en esas relaciones, o sea, su consciencia del sí mismo. Esa
estructura y esa jerarquí son, empero, al mismo tiempo, el objeto central de la
historia. La historia no se presenta ya como un acaecer enigmático que se
realiza en el hombre y en cosas desde fuera
de ellos y que tiene que explicarse por la intervención de poderes
transcendentes a la historia. Las historia es, más bien, por un parte, el
producto –inconsciente hasta ahora, por supuesto- de la actividad de los
hombres mismos, y, por otra, la sucesión de los procesos en los cuales se
subvierten las formas de esa actividad, las relaciones del hombre consigo mismo
(…). La historia es precisamente historia de la ininterrumpida
transformación de las formas de objetividad que configuran la existencia del
hombre”. (7)
Nada que ver con el monismo
quietista parmenídeo, transcendentalizado por la apropiación platónica y sus
excrecencias teológicas, secularizado por una Modernidad que aunque, el caso de Hegel,
pretenda teñirlo de Historia, queda presa de sus límites ontológicos
predefinidos: Ego sum qui sum. Como señala con acierto Ripalda (8),
al darle la vuelta a la dialéctica hegeliana, Marx no solo la
coloca sobre sus pies, sino que, al mismo tiempo, la rompe, pues una
consecuente lectura materialista del devenir social no sabe de clausuras de la
Historia ni de reinos de los fines. Podrá objetarse, acaso con apoyo textual en
el propio Marx, que hay en el autor de El Capital referencias
a un fin de la Historia. A lo que responderemos que no siempre los autores son
capaces de desarrollar coherentemente las implicaciones de sus planteamientos,
presos de inercias epocales o de, por decirlo con Althusser,
obstáculos epistemológicos heredados. Sartre, en su análisis de Mallarmé,
lo expresó de manera contundente: “…las ideologías arruinadas no se
derrumban de un solo golpe, dejan paños de muralla en los espíritus“(9).
En todo caso, en el texto marxiano el espacio y el tiempo, la multiplicidad y
el devenir, con una terminología de resonancias deleuzianas, la estructura
social y la historia, adquieren un innegable protagonismo. Y, como escribe Derrida,
“la diferencia es la articulación del espacio y el tiempo”(10).
El ateísmo marxiano rompe la coagulación ontológica de la tradición.
No cabe ninguna duda de los
efectos epistemológicos que se derivan de la ontología marxiana. El concepto de
ideología, como conciencia posicionada del sujeto, es el ejemplo más evidente.
El perspectivismo nietzschiano, en el que la verdad queda sometida a un juego
subjetivo de fuerzas, es anticipado por Marx. Y no podemos dejar de
señalar aquí que Einstein acabó decantándose para su teoría
por el nombre Teoría de la Relatividad, pero también barajó el nombre de Teoría
del punto de vista. Marx erosiona, desde su posición
materialista, la concepción moderna de la verdad, al someterla al juego de las
fuerzas sociales y del devenir histórico.
En el ámbito antropológico, Marx rompe
de manera contundente con la concepción esencialista de la subjetividad
moderna. No en vano la muerte de dios, como apunta Foucault, implica la
muerte del hombre (11). La antropología marxiana se aleja de los
parámetros modernos al superar el debate en torno a la cuestión de la
naturaleza humana que había dominado el panorama de la antropología filosófica
de Hobbes a Rousseau. La teoría marxiana de la
subjetividad está atravesada por unos indudables trazos materialistas. Ello
hace de la subjetividad un efecto, un constructo de sus condiciones
historico-sociales. Así lo manifiesta en su tesis VI sobre Feuerbach:
“Feuerbach reduce la esencia religiosa a la humana. Pero la esencia
humana no es algo abstracto subyacente a cada individuo. En su realidad, la
esencia humana es el conjunto de las relaciones sociales”(12).Planteamiento que ya había sido anticipado en la mencionada Crítica de
la filosofía del derecho de Hegel, donde escribe: “Pero el hombre no
es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es su propio
mundo, Estado, sociedad”(13). Todos los intérpretes de Marx han
subrayado correctamente la importancia de la posición del sujeto en el proceso
productivo, su ser de clase, en su constitución subjetiva. Pero la teoría de
las mediaciones apunta en Marx mucho más lejos, pues el ser de
la subjetividad no viene definido en exclusividad por su posición de clase
–aunque esto ya sería suficiente para impugnar el esencialismo moderno- sino
por “el conjunto de las relaciones sociales” en las que el sujeto se
halla inserto. Marx teoriza así una subjetividad efecto de sus
múltiples mediaciones, una subjetividad en proceso constante de constitución.
Es cierto que Marx, en el mencionado texto sobre Feuerbach,
habla de , lo que podría contradecir la tesis que aquí
estamos defendiendo. Sin embargo, no pensamos que sea una utilización
apropiativa la que se hace en este fragmento del concepto esencia, entendemos, más
bien, que emplea la terminología feuerbachiana a la que está criticando, pues
difícilmente se puede hablar de esencia como efecto de un contexto histórico y
social. En todo caso, y como argumenta Althusser, podríamos
encontrarnos con un obstáculo epistemológico del que se desembarazará su
posterior obra (14).
Son diversas, e importantes, las
distancias que Marx marca con elementos sustanciales de la
Modernidad. Es cierto que también podemos encontrar en Marx temas
plenamente modernos, como pueda ser la cuestión del progreso o la del fin de la
historia, pero, a fin de cuentas, Marx es un moderno que
cuestiona una parte del discurso de la Modernidad, pero que no la impugna en
todos sus extremos. Las inercias no son fácilmente superables.
2.Una angulosa posmodernidad
Lo mismo que la Modernidad, la
Posmodernidad atesora unos rasgos epocales que la hacen reconocible, tal como
indica Terry Eagleton: “La posmodernidad es un estilo de
pensamiento que desconfía de las nociones clásicas de verdad, razón, identidad
y objetividad, de la idea de progreso universal o de la emancipación, de las
estructuras aisladas de los grandes relatos o de los sistema definitivos de
explicación. Contra esas normas iluministas considera el mundo como
contingente, inexplicado, diverso, inestable, indeterminado, un conjunto de
culturas desunidas o interpretaciones que engendra un grado de escepticismo
sobre la objetividad de la verdad, la historia y las normas, lo dado de las
naturalezas y la coherencia de las identidades. Esa manera de ver podrían decir
algunos tiene efectivas razones materiales: surge de un cambio histórico en
Occidente hacia una nueva forma de capitalismo, hacia el efímero,
descentralizado mundo de la tecnología, el consumismo y la industria cultural,
en el cual las industrias de servicios, finanzas e información, triunfan sobre
las manufacturas tradicionales, y las políticas clásicas basadas en las clases
ceden su lugar a una difusa serie de ”(15).
Pero esos rasgos, esas temáticas, esas preocupaciones, no confieren a la
Posmodernidad un carácter compacto.
La tensión que atraviesa a la
Posmodernidad no es diferente a la que en su día atravesó a la Modernidad, pues
podemos encontrar el mismo motivo en su génesis: la contraposición entre
materialismo e idealismo. Es más, tras los debates que surcan la Posmodernidad
es posible rastrear los grandes nombres de la tradición moderna. Veamos, por
ejemplo, lo que sucede en torno a un concepto, el de Diferencia que, además de
alcanzar un estatuto filosófico que le había sido negado hasta el momento, nos
resulta útil para observar lo que sucede en el ámbito ontológico y
antropológico posmoderno. No cabe duda de que el de Diferencia es uno de los
conceptos de mayor presencia en el discurso posmoderno. Son muchos los autores
–Vattimo, Deleuze, Derrida, Lyotard–
que han utilizado dicho concepto en el título de sus obras; y muchos más los
que le han dedicado reflexiones. Sin embargo, el abordaje que se realiza de la
cuestión difiere de manera radical, como apunta Gilles Deleuze:
“Consideremos dos proposiciones: sólo lo que se parece difiere: y sólo las
diferencias se parecen. La primea fórmula plantea la semejanza como condición
de la diferencia; sin duda, exige también la posibilidad de un concepto
idéntico para las dos cosas que difieren a condición de parecerse; implica
también una analogía en la relación de cada cosa con el concepto; e implica
finalmente la reducción de la diferencia a una oposición determinada por los tres
momentos. Según la otra fórmula, en cambio, la semejanza, y también la
identidad, la analogía, y la oposición, sólo pueden ser consideradas como
efectos, productos de una diferencia primera o de un sistema primero de
diferencias”(16). Dos modos posmodernos de entender la diferencia.
Ejemplifiquémoslos.
J.F. Lyotard, con su libro La
condición posmoderna, de 1979, oficia de padre de la posmodernidad
filosófica. En este texto aparecen perfilados los temas que caracterizan de una
manera más específica su filosofía abriendo, de este modo, el debate sobre la
posmodernidad. Una posmodernidad que viene caracterizada por dos notas
complementarias: el fin de los grandes relatos y la explosión del lenguaje en
múltiples . Para un tal planteamiento se apoya en el Kant de
la tercera crítica y de los textos historico-políticos, lo que Lyotard califica
como “cuarta Crítica”, y en el último Wittgenstein, el de las Investigaciones
filosóficas, a los que califica como “epílogos de la modernidad y
prólogos de una posmodernidad honorable”(17). Se declara, por tanto,
enemigo de todo proyecto totalizador, como el que representa el hegelianismo, o
retotalizador, como el que desarrollan autores como Habermas, Rorty o Ricoeur.
Aquí nos interesa centrarnos en la segunda de las cuestiones. Traducción de un
nuevo neologismo, différend, el diferendo (traducido de manera muy
pobre y confusa como La diferencia) nos habla de la multiplicidad
de lenguajes, expresión de culturas múltiples, existentes en la sociedad. Desde
la perspectiva de Lyotard, esos lenguajes son irreductibles,
incomensurables, de tal modo que los diferentes órdenes teóricos y prácticos
resultan intraducibles los unos a los otros por falta de equivalencia: “Hay
muchos regímenes de proposiciones: razonar, conocer, describir, relatar,
interrogar, mostrar, ordenar, etc. Dos proposiciones de régimen heterogéneo no
son traducibles la una a la otra”(18). Como decíamos, Kant,
a través de sus tres órdenes del lenguaje (cognitivo, ético y estético)
expresado en las tres críticas e irreductibles a un género supremo, y Wittgesntein,
con su teoría de los , se hallan detrás del
planteamiento de Lyotard (19). La tradición occidental, desde
sus orígenes griegos, se ha solazado en una equivalencia de órdenes que llevaba
a que los bello debiera ser, a su vez, bueno, tal como se muestra en el
lenguaje homérico a través de la constante calificación del héroe,
independientemente de su conducta y sus rasgos físicos, como kaloskagazos,
, a diferencia del plebeyo, cuyo paradigma es el Tersites
del canto II de la Iliada, expresión de la fealdad y la inconveniencia;
la teoría platónica de las ideas y, muy especialmente, la teología medieval,
profundizan en esta dirección de equivalencias.
Frente a ello, frente a esa hybris retotalizadora,
frente a un consenso empobrecedor, Lyotard apuesta por la
reivindicación del disenso como procedimiento innovador, enriquecedor. Frente
al continente, el archipiélago. Constatación y promoción de la diferencia, pues
no solamente se describe una realidad atravesada por la multiplicidad, sino que
se implementa una estrategia de acentuación de la misma. Lo escribe con vigor y
pasión al final del capítulo primero de La posmodernidad (explicada a
los niños): “…no hay que esperar que en esta tarea haya la menor
reconciliación entre los , a los que Kant llama
y que sabía separados por un abismo, de tal modo que sólo la
ilusión transcendental (la de Hegel) puede esperar totalizarlos en
una unidad real. Pero Kant sabía también que esta ilusión se
paga con el precio del terror. Los siglos XIX y XX nos han proporcionado terror
hasta el hartazgo. Ya hemos pagado suficientemente la nostalgia del todo y de
lo uno, de la reconciliación del concepto y de lo sensible, de la experiencia
transparente y comunicable. Bajo la demanda general de relajamiento y
apaciguamiento, nos proponemos mascullar el deseo de recomenzar el terror,
cumplir la fantasía de apresar la realidad. La respuesta es: guerra al todo,
demos testimonio de lo impresentable, activemos los diferendos, salvemos el
honor del nombre”(20). O, dicho de manera mucho más reducida y
expresiva, “dejad jugar…y dejadnos jugar en paz”(21).
Preso a su pesar de la lógica
hegeliana, en la que la diferencia se halla sometida a la identidad, Lyotard,
en su reivindicación de la diferencia, aboga por la destrucción de toda
identidad. La diferencia se convierte en proyecto. Por el contrario, en Deleuze la
diferencia se entiende como dato, como constatación de una realidad: la
realidad está atravesada por la diferencia. En Deleuze ni
siquiera se reivindica el concepto de diferencia, sino la diferencia sin
concepto, pues el concepto no es sino un reductor de la diferencia, que la
ahoga y petrifica, que coagula una realidad no real. Spinoza frente
a Hegel, Modernidad antagonista frente a Modernidad sistémica. A pesar
de la común reivindicación de la diferencia existe una muy divergente
concepción de la misma. Divergente por cuanto aboca a posibilidades éticas y
políticas radicalmente distanciadas. La reivindicación de la diferencia en Lyotard,
a través de su concepto de diferendo, implica, como hemos subrayado
pocas líneas más arriba, una promoción de la diferencia, una profundización en
la misma, cuyo empeño habla de la ruptura de nexos, reales o imaginarios, que
entrelazan al ser. En el discurso de Lyotard la diferencia no aparece sólo como
dato, sino también como efecto disolutorio de una previa situación de unidad.
La diferencia es algo que se debe construir, promover, haciéndole la guerra al
todo (Hegel), a lo uno (Platón), a la comunicación retotalizadora
(Habermas–Rorty). Siempre la diferencia promovida, cada vez más
islas para el archipiélago y más autodeterminación de sus ciudades, barrios y
casas. Proceso incesante en el que el sujeto, diferente, evidentemente, de todo
otro, se hará diferente de sí mismo. Por el contrario, la consideración de la
diferencia como origen, como dato, como expresión ontológica de la realidad,
nos absuelve del furor destotalizador y nos coloca, por el contrario en la
posibilidad de una mirada que teja alianzas, inestables, nómadas, efímeras,
pero alianzas al fin y al cabo. La subjetividad, que difiere de sí misma, quizá
confluya en un flujo común con otras subjetividades, para establecer una
subjetividad colectiva de más amplio espectro. No cabe duda de que esta
divergente concepción de la diferencia tendrá unas profundas repercusiones en
el campo de lo ético y de lo político. Así lo apunta Deleuze:
“Debemos preguntarnos si las dos fórmulas son simplemente dos modos de hablar
que no cambian gran cosa; o si más bien se aplican a sistemas realmente
diferentes; o tal vez, si al aplicarse a los mismos sistemas (y, en último
término, al sistema mundo), no significan dos interpretaciones incompatibles y
de valor desigual, una de las cuales es capaz de cambiarlo todo”(22).
En efecto, hay una concepción de
la diferencia, y de la Posmodernidad, que lo cambia todo y otra que no cambia
nada. Una, de raíz materialista, que sigue tejiendo el hilo que en la
Modernidad hilvanaron autores como Spinoza, Marx o Nietzsche,
otra, nueva intervención filosófica del idealismo, que continúa el despliegue
de posiciones políticas de la tradición ilustrada, tomando como guía a Kant o Hegel.
A pesar de la saña con la que autores que se reivindican herederos de la
Ilustración, como Habermas, han criticado a la Posmodernidad, la
proximidad de sus propuestas políticas con las de posmodernos como Rawls, Rorty, Vattimo o Lyotard dibuja
un hilo de continuidad muy definido. Y por ello, el conflicto que atraviesa la
Modernidad entre un pensamiento constituido atento a la defensa del orden
establecido y un pensamiento constituyente que se empeña en revolucionar lo
real se mantiene en el ámbito de la Posmodernidad. Sobre nuevas bases
ontológicas y antropológicas, el conflicto se mantiene y dibuja una
Posmodernidad sistémica y una Posmodernidad antagonista.
Un marxismo posmoderno
Frente al dogmatismo de la III
Internacional y al revisionismo socialdemócrata, Lukács y Korsch,
en sus obras señeras de los años 20, Historia y consciencia de clase y Marxismo
y filosofía, abogan por la aplicación del materialismo histórico al
materialismo histórico. Lejos de quienes pretender reducir el marxismo a un
elenco de frases célebres aplicables en cualquier tiempo y lugar y de quienes
desconfían de su eficacia como consecuencia de los cambios acaecidos en la
sociedad, ambos autores entienden la necesidad de un marxismo dinámico, atento
a ajustar su discurso a las mutaciones sociales. Marxismo constituyente, en
suma.
No cabe duda de que el
capitalismo contemporáneo muestra perfiles muy diferentes al capitalismo que
vivió Marx. A pesar de la vigencia de una buena parte de los
análisis planteados por el autor de El Capital, es necesario
ajustar su discurso a una realidad social profundamente modificada. El paso de un
capitalismo de producción a un capitalismo financiero y de consumo, el
abrumador peso de la tecnología en todos los ámbitos de la realidad, desde la
comunicación hasta la producción, el predominio, en los países del Norte, de la
plusvalía relativa sobre la absoluta, es decir, el paso de la subsunción formal
a la subsunción real, exigen del marxismo una respuesta renovada. Respuesta que
afecta, muy especialmente, a los ámbitos ontológico y antropológico.
Marx fue capaz, como
se muestra en el pasaje de las máquinas de los Grundisse, de
anticipar la evolución de la producción capitalista hacia un modelo
tecnologizado en el que el trabajador se convierte en apéndice de la máquina. “La
actividad del trabajador –escribe Marx-, limitada
a una mera abstracción de la actividad, está determinada y regulada desde todos
los puntos de vista por el movimiento de la máquina, y no a la inversa“(23).
Sin embargo, a pesar de sus intuiciones en lo que afecta al campo de la
producción, Marx no pudo en modo alguno imaginar siquiera la
evolución que en menos de un siglo iba a producirse en el ámbito de la
comunicación. Una transformación tan profunda que, ateniéndonos a la letra del
propio Marx, exige una actualización de ciertos elementos de la
ontología marxiana y marxista. “No es la conciencia la que determina la
vida, sino la vida la que determina la conciencia”(24), escriben Marx y Engels en La
ideología alemana. La mediatización de la vida de las subjetividades tiene
efectos muy potentes en sus conciencias. El marxismo, desde su coherencia
materialista, ha entendido el pensamiento como un reflejo, aproximado, de la
realidad. Toda producción intelectual, ya sea social o individual, tiene su
origen en la realidad social en la que se gesta, toda superestructura
discursiva se asienta sobre una base material. Solo el marxismo más
economicista sigue haciendo, contra las propias precisiones de Engels (25),
una lectura de esa base como si del ámbito exclusivamente económico se tratara.
Sin embargo, en nuestras sociedades posmodernas, la vida de la subjetividad
está atravesada por una realidad construida desde los medios de comunicación y
que, en muchas ocasiones, posee una potencia constituyente superior a la de la
propia práctica del sujeto. Nos atrevemos a afirmar que en las sociedades
mediáticas, la tecnología de la información-comunicación y sus productos han
pasado a formar parte de la infraestructura. O por decirlo de una manera más
precisa, los productos mediáticos poseen un carácter mixto, por un lado son
superestructurales en la medida en que son productos discursivos de la sociedad
capitalista de consumo, por otro poseen un carácter estructural, puesto que los
sujetos incorporan sus producciones como parte de la realidad y desarrollan sus
prácticas en función de las realidades producidas desde los medios. Un análisis
atento de los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas permite
observar la proliferación de simulacros, de falsas informaciones que se
transmiten a los sujetos para provocar un posicionamiento político de los
mismos. Los medios tienen, como enfatiza Bourdieu (26), un efecto
de real que confiere consistencia ontológica a lo que en ellos aparece. Si la
vida determina la conciencia y esa vida se ha convertido en una vida
mediatizada, deberemos entender que existe una nueva división social, que es la
que enfrenta a los productores de realidad con los consumidores de la misma, pues
esa división es la que garantiza la reproducción ideológica de las sociedades
capitalistas contemporáneas. No en vano nos recuerda Jesús Ibáñez que
el sujeto es el objeto mejor producido por la sociedad capitalista (27).
Porque, frente al esencialismo de
la antropología moderna, el sujeto es una producción social, como ya adelantó Marx.
El hombre ha muerto, nos recuerda Foucault en Las
palabras y la cosas. Esa muerte del hombre, leída de una manera tan burda
por ciertos críticos de la posmodernidad, no viene a decirnos sino que la
categoría de naturaleza humana, secularización de la relación sujeto-dios del
discurso teológico, está filosóficamente obsoleta, que no es pertinente buscar
al sujeto al cobijo de la luz de una esencia preconstituida por el solo hecho
de que ese sea un espacio cómodo por su iluminación. Si algo debiéramos haber
aprendido en los avatares teóricos del siglo XX es la tremenda complejidad del
concepto sujeto. Es más, buena parte de la reflexión filosófica de la segunda
mitad del XX se afana, desde la hermenéutica hasta el estructuralismo, pasando
por el marxismo crítico, el psicoanálisis y la fenomenología, en teorizar una
subjetividad que pierde sus rasgos esencialistas. La muerte del humanismo, ese
artefacto teórico que, como nos recuerda Stirner, tiene siempre un
fundamento teológico, es ubicada por Sloterdijk en 1945 (28).
Buena parte de las antropologías filosóficas advierten de los múltiples
constituyentes de la subjetividad, aunque diferentes inercias teóricas les
impiden llegar a una concepción más radical del sujeto. Es el caso de Marcuse,
que intuye los efectos de la subsunción real del trabajo en el capital, pero se
aferra a la noción dealienación, que nos sigue hablando de una esencia
previa: “Acabo de sugerir que el concepto de alienación parece hacerse
cuestionable cuando los individuos se identifican con la existencia que les es
impuesta y en la cual encuentran su propio desarrollo y satisfacción. Esta
identificación no es una ilusión, sino realidad. Sin embargo, la realidad
constituye un estadio más avanzado de la alienación. Esta se ha vuelto
enteramente objetiva; el sujeto alienado es devorado por su existencia
alienada” (29). Dicho de otro modo, la realidad constituye al
sujeto hasta en sus últimos pliegues.
Ibáñez, recordémoslo,
mantiene que el sujeto es el objeto mejor producido por la sociedad capitalista
de consumo. Esa construcción de subjetividad desde la ideología dominante,
desde los intereses del sistema es, según nuestro punto de vista, la principal
estrategia de dominio político en las sociedades contemporáneas. Desde ahí es
desde donde leemos la afirmación de Negri de que “combatir es
hoy únicamente una ética” (30), un proceso de construcción de
ethos, de subjetividad antagonista. Y por ello la íntima relación que concedemos
en lo político a lo ontológico y lo antropológico. Si la nuestra es una
ontología mediática y esa ontología es constructora de una subjetividad
subsumida, se nos antoja que la batalla de producción de realidad, de control
de la comunicación, se torna decisiva en la praxis política contemporánea.
Por ello, el marxismo posmoderno
ha de prestar una especial atención a los procesos de construcción de
subjetividad antagonista. Las incursiones en este terreno realizadas por
Lukács en Historia y conciencia de clase, y en las que se
confiere al Partido el papel privilegiado en este proceso (31), se
nos antojan obsoletas en una sociedad muy diferente a la del Lukács de
los años 20 del pasado siglo. La abrumadora presencia de las tecnologías de la
comunicación en nuestra vida cotidiana nos convierte, como bien señala P.
Virilio, en cyborgs sometidos a la potencia de los flujos virtuales. Será
precisamente en ese campo de los flujos comunicacionales donde se ha de abordar
la ardua tarea de construcción de subjetividad antagonista.
En resumidas cuentas, un marxismo
contemporáneo, posmoderno, debe prestar atención a dos cuestiones íntimamente
ligadas en nuestras sociedades, los mecanismos mediáticos de producción
ontológica y las estrategias de subsunción de la subjetividad. Si Marx,
el marxismo decimonónico, abordó la ontología de una nueva sociedad en la que
la aparición de la fábrica dibuja una nueva realidad que es preciso teorizar,
el marxismo posmoderno debe teorizar los efectos ontológicos de la abrumadora
presencia de las tecnologías de la información y la comunicación en la sociedad
contemporánea. Así como sus potentes efectos en la construcción de
subjetividad, desarrollando la analítica marxiana en el campo de la
antropología.
NOTAS
1 Sousa Santos, B. El
milenio huérfano Trotta, Madrid, 2005
2 Aragüés, J.M. Líneas de
fuga. Filosofía contra la sociedad idiota FIM, Madrid, 2002.
3 Aragüés, J.M. De la
vanguardia al cyborg. Aproximaciones al paradigma posmoderno.Ecllipsados,
Zaragoza, 2012.
4 Marramao, G. Poder y
secularización Península, Barcelona, 1989
5 Marx, K. Crítica de la
filosofía del derecho de Hegel Pre-textos, Valencia, 2013, p.
6 Marx, K. citado en Lukács, G. Historia
y conciencia de clase II Orbis, Barcelona, 1984, p. 97.
7 Lukács, G. loc. cit. pp.
117-118.
8 Ripalda, J.M. “Derrida,
Foucault y la Historia de la filosofía” en Anthropos 93
(1989), p. 58.
9 Sartre, J.P. Mallarmé.
La lucidez y su cara de sombra Arena Libros, Madrid, 2008, p. 142.
10 Derrida, J. La
escritura y la diferencia Anthropos, Barcelona, 1989, p. 301.
12 Marx, K. “Tesis sobre
Feuerbach” en Muñoz, J. Marx Península, Barcelona, 1988, p.
432
13 Marx, K Crítica de la
filosofía del derecho de Hegel p.
14 Althusser, L.. “La querelle de
l´humanisme” en Ecrits philosophiques et politiques II STOCK/IMEC,
Paris, 1997.
15 Eagleton, T. Las
ilusiones del posmodernismo Paidós, Barcelona, 1997, pp. 11–‐1
16 Deleuze, G. Diferencia
y repetición Júcar, Madrid, 1988, p. 202.
17 Lyotard, J.F. La
diferencia Gedisa, Barcelona, 1991, p. 11
18 Ibidem p. 10.
19 Lyotard, J.K. Moralidades
posmodernas Tecnos, Madrid, 1998, p. 91
20 Lyotard, J.F. La
posmodernidad (explicada a los niños) Gedisa, Barcelona, 1999, p. 26.
21 Citado por Jacobo Muñoz en la
introducción a Lyotard, J.F. ¿Por qué filosofar? Paidós,
Barcelona, 1989, p. 74.
22 Deleuze, G. Ibidem p.
203.
23 Marx, K. Líneas
fundamentales de la crítica de la economía política (Grunsisse) OME 22, Grijalbo,
Barcelona, 1978, pp. 81–‐82.
24 Marx, K–‐Engels, F. La
ideología alemana Grijalbo, Barcelona, 1974, p. 26.
25 “Según la concepción
materialista de la historia, el factor que en última instanciadetermina
la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo
hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el
factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en un frase
vacua, abstracta, absurda”
26 Bourdieu, P. Sur la
télévision Liber, Paris, 1996
27 Ibáñez, J. Más allá de
la sociología Siglo XXI, Madrid, 1986, p. 58.
28 Sloterdijk, P. Normas
para el parque humano Siruela, Madrid, 2000, pp. 28–‐29.
29 Marcuse, H. El hombre
unidimensional Orbis, Barcelona, 1984, p. 37
30 Negri, A. Fin de siglo Paidós,
Barcelona, 1992, p. 42.
31 Lukács, G. Historia y
conciencia de clase Orbis, Barcelona, 1984.
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