DE LA CRÍTICA AL MITO POLÍTICO AL MITO POLÍTICO COMO CRÍTICA
FROM THE
CRITICISM OF THE POLITIC MITH TO THE POLITIC MITH AS CRITICISM
Por : MARÍA JOSÉ CISNEROS
TORRES
Universidad Nacional de
Tucumán
Resumen : El
concepto de mito político nació como concepto teórico a comienzos del siglo XX.
Fue George Sorel el primero en teorizarlo. Sin embargo, sigue siendo éste un
concepto de complejo abordaje. Sus usos están cargados de connotaciones
peyorativas muy fuertes, en las cuales la tendencia a considerarlo un fenómeno
anormal y a excluirlo como categoría heurística de lo político es lo que
predomina. Esto es así, porque para las teorías políticas de raigambre
racionalista -como lo son el liberalismo y el marxismo ortodoxo-, el concepto
de mito político denota fenómenos de irracionalidad en el ámbito de la política
que desvían y/o enmascaran el verdadero sentido de ésta.
Desde una perspectiva diferente,
influenciada por el marxismo, pero que busca una compresión del mito político
más dialéctica y cercana a la praxis que a la especulación pura y esencialista
de la política, Georges Sorel, Antonio Gramsci y José Carlos Mariátegui rompen
con la valoración negativa de éste. Realizar un análisis de las concepciones
desarrolladas al respecto por cada uno de estos autores, es el propósito de
este artículo.
Palabras claves: Mito político, George Sorel, Antonio Gramsci, José
Carlos Mariátegui.
Abstract : The concept of political myth was born as
theoretical concept at the beginning of the 20th century. George Sorel was the
first one in it theorizing. Nevertheless, this one continues being a concept of
complex boarding. Its uses are loaded with pejorative very strong connotations,
in which the trend to consider it to be an abnormal phenomenon and to excluding
it as heuristic category of the political thing is what prevails. This is like
that, because for the political theories of racionalist root - as it it are the
liberalism and the orthodox Marxism-, the concept of political myth denotes
phenomena of irrationality in the area of the politics that they turn aside and
/ or mask the real sense of this one.
From a different perspective, influenced by the
Marxism, but that looks for a compression of the political myth more
dialectical and near to the practice that to the pure speculation and
esencialista of the politics, Georges Sorel, Antonio Gramsci and Jose Carlos
Mariátegui break with the negative valuation of this one. To realize an
analysis of the conceptions developed in the matter by each of these authors,
it is the intention of this article.
Keywords: Political myth, George Sorel, Antonio Gramsci, José
Carlos Mariátegui.
1. De la crítica al mito político.
Al decir de Raymond Williams,
«los conceptos básicos, de los cuales partimos, dejan repentinamente de ser
conceptos para convertirse en problemas; no problemas analíticos, sino
movimientos históricos, que todavía no han sido resueltos» (Williams, 1986,
pág. 21). Sin duda, esto es así en el caso de un concepto como el de mito
político, pues aún cuando, nació como concepto teórico a comienzos del siglo
XX, no resulta actualmente una noción de fácil abordaje. Sus usos están
cargados de connotaciones valorativas muy fuertes, en las cuales muchas veces
lo peyorativo, la tendencia a considerarlo un fenómeno anormal y a excluirlo
como categoría de análisis político es lo que predomina. De allí que, como
sostiene Bonazzi:
Conviene por lo tanto hablar del
mito político como de la instancia intelectual y práctica que el pensamiento
político no ha conseguido delimitar e identificar, tanto por la dificultad de
fijar sus relaciones con la mitología, como por la de distinguirlo del concepto
de “ideología” y, finalmente, porque se ha encontrado en el centro de toda
polémica entre racionalismo e irracionalismo. (Bonazzi, 1995: 976).
Ciertamente, para las teorías
políticas de raigambre racionalista, como lo son el liberalismo y el marxismo,
el concepto de mito político denota fenómenos de irracionalidad en el ámbito de
la política que desvían y/o enmascaran el verdadero sentido de ésta. Por ello,
no sólo buscan erradicar la presencia de estos del acontecer político, sino que
además, entienden que no deben ser considerados como fenómenos propiamente
políticos. Esto es así porque, para la tradición liberal, la política es el
arte de vivir conjuntamente a partir del establecimiento de un contrato entre
individuos racionales y libres, por lo que todo lo vinculado a la dimensión
colectiva y afectiva de la condición humana (rasgos presentes estos en el mito)
se considera ajeno a ésta. La exclusión al mito desde las filas de la
izquierda, no son menores. Para no pocos pensadores influenciados por el
marxismo –tal es el caso de Barthes (Barthes, 1991) , por ejemplo (1) – el mito
político es enmascaramiento, modo de enunciación del que se vale la ideología
burguesa para justificar su orden; lo opuesto, en consecuencia, a la política
porque ésta es considerada como conjunto de relaciones humanas en su poder de
construcción, como praxis revolucionaria, es decir transformadora de la
realidad.
Semejante rechazo epistemológico
desde las tradiciones políticas ilustradas hacia el mito político (2) , se vio
más acentuada aún, hacia la primera mitad del siglo XX, por el uso criminal que
desde la teoría y fundamentalmente desde la praxis hicieron de éste tanto el
fascismo como el nazismo. Movimientos que encontraron en el carácter intuitivo
y supuestamente “irracional” del mito político, una verdad desde la cual no
sólo llevar a cabo su crítica al individualismo y racionalismo de la democracia
liberal, sino también desde la cual fundar sus teorías socio-políticas de corte
organicista, nacionalista y autoritario (3) .
Desde una perspectiva diferente,
influenciada por el marxismo, pero que busca una compresión del mito político
más dialéctica y cercana a la praxis que a la especulación pura y esencialista
de la política, Georges Sorel, Antonio Gramsci y José Carlos Mariátegui rompen
con la valoración negativa de éste, en tanto lo consideran un elemento
fundamental de la lucha política, según intentaremos a continuación demostrar.
2. De la imprescindible violencia proletaria o acerca del mito de la
Huelga General.
Se debe a Georges Sorel, ese
ecléctico y controvertido representante del sindicalismo revolucionario, la
fortuna de la expresión mito político y la estimación de éste como dispositivo
primordial de la política. En su libro más reconocido Reflexiones sobre la
violencia define a la huelga general –a la que considera la herramienta
primordial en la lucha del proletariado– como mito; es decir como: «un conjunto
de imágenes capaces de evocar, en conjunto y por mera intuición, antes de
cualquier análisis reflexivo, la masa de los sentimientos que corresponden a
las diversas manifestaciones de la guerra entablada por el socialismo contra la
sociedad moderna». (Sorel, 2005: 181).
Buscando acentuar aún más el
carácter netamente intuitivo, no intelectual del mito, sostiene además, que
éste tiene validez en tanto “reforma de la voluntad”, en tanto mueve global,
inmediata y no analíticamente a la acción. Y es que, influenciado por el antintelectualismo
que puso en crisis al marxismo a comienzos del siglo XX (4) , Sorel cuestiona
las concepciones racionalistas, teleológicas y deterministas de la historia y
exalta el papel de lo subjetivo en ésta, es decir de una voluntad colectiva
capaz de intervenir activa y violentamente en la sociedad, a fin de impedir la
decadencia de ésta. Decadencia que, a su juico, responde a la instauración de
un régimen democrático parlamentario, que impulsado por una burguesía
conservadora y avalado por un socialismo parlamentario, propulsa la paz y el
orden social mediante la búsqueda de consenso entre las clases. Con lo cual
queda abortada, a criterio de Sorel, toda la potencia revolucionaria del
proletariado; puesto que, según aprendió de Marx: «cuanto más ardientemente
capitalista sea la burguesía más ánimo guerrero tendrá el proletariado, más
confiará en la fuerza revolucionaria y mayores garantías de éxito tendrá el
movimiento» (Sorel, 2005: 137).
De allí, la enorme necesidad para
Sorel de reactivar la lucha de clases a través del mito de la “huelga general
sindicalista permanente”, de esa idea-imagen capaz de condensar (como no lo
hace formulación teórica alguna), la fuerza vital y combativa de la clase
productora o proletariado. Esto es así, porque este mito lejos está de impulsar
sólo “huelgas políticas”, es decir huelgas dirigidas hacia objetivos concretos
y particulares, cuyas luchas se agotan una vez estos conseguidos. Lo que este
mito promueve es la “violencia proletaria”, la cual no se orienta contra un sistema
de dominación X, sino contra toda forma de dominación, porque en palabras del
propio Sorel:
Los sindicatos revolucionarios
razonan acerca de la acción socialista exactamente igual que los escritores
militares razonan sobre la guerra: encierran todo el socialismo en la huelga
general; consideran que toda combinación ha de conducir a ese hecho, y
contemplan cada huelga como una imitación reducida, un ensayo y una preparación
para la gran convulsión final. (Sorel, 2005: 173)
Si luego este objetivo de
liberación total se cumple o no de hecho, poco importa en la perspectiva
soreliana. Lo verdaderamente importante es que en el mito logran manifestarse
las más fuertes tendencias creativas de un pueblo, de un partido o de una
clase, confiriendo, de este modo, realidad a unas esperanzas de acción
próximas, en las cuales se basa la reforma de la voluntad. Reforma de la
voluntad imposible de realizar, si por el contrario, se la somete al análisis
crítico racional como hacen los intelectuales y los socialistas parlamentarios.
Quienes, además, pretendiendo prever el futuro de manera científica apelan a las
utopías, que no son más que construcciones intelectuales, «que ofrecen al
pueblo un falaz espejismo del porvenir, y orientan a los hombres hacia
realizaciones cercanas de terrestre felicidad» (Sorel, 2005:182), hacia
reformas puntuales del sistema, que no hacen sino ahogar el impulso
revolucionario en que el que se funda el auténtico socialismo.
El mito, en cambio, proporciona
un conocimiento intuitivamente verdadero en tanto otorga a la clase productora
una nueva visión del mundo y le genera un estado de ánimo épico, a partir del
cual ésta se organiza y se moviliza, reactivando a la postre la lucha de
clases. Allí, en esa apelación a la praxis política, a la violencia proletaria,
está su potencia, su razón de ser; no en su correspondencia con los hechos o en
su realización histórica. Por ello, afirma enfáticamente Sorel: «Hay que juzgar
a los mitos como medios de actuar sobre el presente: toda discusión acerca de
cómo aplicarlos materialmente al transcurso de la historia carece de sentido».
(Sorel, 2005:180).
Expresado de otro modo, desde una
concepción claramente pragmatista acerca del valor del mito político, Sorel
entiende que la función de éste no es la de dar cohesión a la sociedad a partir
de validar y fundamentar cierto orden ético-político (5) . Muy por el
contrario, lejos de atribuirle una función de tipo constructiva, este original
y controvertido pensador considera que la potencia del mito debe ser siempre
negativa, disruptiva (6) . No se trata pues, de hacer la revolución y luego
legitimar a través de éste un nuevo orden o yugo social tal como hicieron los
jacobinos. De lo que se trata es que el mito ponga en evidencia los conflictos
existentes entre las clases y movilice a la lucha organizada y permanente de
los trabajadores, ya que es la violencia como tal, como praxis de continua
militancia y resistencia, y no la victoria de alguno de los dos polos de la
disputa, lo que impide la decadencia social.
3. Del imperativo categórico nacional y popular o acerca del mito del
Príncipe Moderno.
Muy influenciado por la
concepción soreliana del mito, el pensador italiano y marxista Antonio Gramsci,
en sus Notas sobre Maquiavelo, afirma:
El Príncipe de Maquiavelo podría
ser estudiado como una ejemplificación histórica del “mito“ soreliano, es
decir, de una ideología política que no se presenta como una fría utopía, ni
como una agrupación doctrinaria, sino como la creación de una fantasía concreta
que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su
voluntad colectiva. (Gramsci, 2003:10).
De donde se sigue, que a Gramsci
lo que le interesa muy especialmente de la célebre obra de Maquiavelo es el
carácter de “libro viviente”, de manifiesto político, capaz de transformar un
pensamiento sobre la política en acción política; gracias a la representación
dramática y antropomórfica, es decir mítica, que éste hace, a través de la
figura del príncipe, de la voluntad colectiva. Con lúcida heterodoxia (marca,
sin duda, registrada de su pensar), Gramsci agrega además, que éste debe ser el
modelo a seguir por el marxismo, si lo que pretende es disputar la formación de
una determinada voluntad colectiva al fascismo. De nada sirven las pedantescas
disquisiciones y clasificaciones de principios y criterios de un método de
acción, de lo que se trata –tal como lo demostró Sorel– es de dar forma
concreta a las pasiones políticas mediante la invocación al mito. Se distancia,
sin embargo, de su antecesor en cuanto al carácter puramente negativo y
preliminar que tiene el mito para Sorel (7) ; puesto que para Gramsci es
fundamental la dimensión constructiva de éste. De allí, el papel primordial que
le otorga al mito del Príncipe Moderno, el cual ya no puede encarnarse en un
individuo concreto como plantea Maquiavelo, sino antes bien, en un organismo
complejo como lo es el partido político, pues es éste «la primera célula en la
que se resumen los gérmenes de voluntad colectiva que tienden a devenir
universales y totales». (Gramsci, 2003: 12).
En consonancia con los objetivos
de conquista y conservación del poder que Maquiavelo atribuye a su mito
Príncipe, Gramsci entiende además, que las tareas del Príncipe Moderno, de esta
representación mítica del partido político revolucionario, deben ser
principalmente dos. Por una parte, la de formar una voluntad colectiva
nacional-popular y ser al mismo tiempo su expresión activa y operante. Por
otra, la de ser el abanderado de una reforma intelectual y moral, es decir de
una nueva concepción del mundo, desde la cual «crear el terreno para un
desarrollo ulterior de la voluntad colectiva nacional popular hacia el
cumplimiento de una forma superior y total de civilización moderna». (Gramsci,
2003: 15).
En este sentido, considera de
vital importancia que el Príncipe Moderno tenga una parte destinada al jacobinismo,
«en cuanto ejemplificación de cómo se formó y operó en concreto una voluntad
colectiva que al menos en algunos aspectos fue creación ex novo, original»
(Gramsci, 2003: 13). Esto es así porque -según parece querer decirnos el
pensador italiano- sólo desde un compromiso jacobino, desde un compromiso capaz
de ir a fondo en el cuestionamiento al orden establecido y a toda autoridad que
se considere como externamente impuesta, es posible pasar en la lucha
revolucionaria de la fase corporativa a la fase hegemónica. Entendiendo por la
primera aquella en la que una voluntad colectiva sólo busca imponer reformas
puntuales ligadas a su interés de clase; y por la segunda, aquella en la que
una voluntad colectiva establece un nuevo orden social o hegemonía, a partir de
lograr una reforma moral y cultural de la sociedad, gracias a la cual los otros
grupos sociales asumen como propios la ideología de ésta.
Ahora bien, para que el
establecimiento de esa nueva hegemonía fundada en una voluntad colectiva
nacional-popular sea, en efecto, posible, debe el Príncipe Moderno ocupar «en
las conciencias, el lugar de la divinidad o del imperativo categórico»
(Gramsci, 2003: 15). Lo cual a su vez, sólo es viable para Gramsci, si el
Príncipe Moderno adopta la forma arrebatadora del mito, pues las multitudes no
devienen en voluntad colectiva, es decir en «conciencia activa de la necesidad
histórica», en «protagonista de una drama histórico efectivo y real» (Gramsci,
2003: 13), a partir de fríos razonamientos. Para hacer política-historia se
necesita de la pasión del pueblo, la cual -como mostró Sorel- encuentra en el
mito político una forma de organización y acción concretas.
Sin embargo, resulta bastante
evidente que el papel que juega el mito en la política, ha recibido más
condenas que adhesiones entre los intelectuales. Esto responde para Gramsci al
error en que éstos caen al creer que se puede saber sin comprender y,
especialmente, sin sentir ni ser apasionado. De allí, la distancia que los
intelectuales tienen respecto del pueblo, lo cual para Gramsci es necesario
revertir porque:
Si las relaciones entre
intelectuales y pueblo-nación, entre dirigentes y dirigidos – entre gobernantes
y gobernados–, son dadas por una adhesión orgánica en la cual el
sentimiento-pasión deviene comprensión y, por lo tanto, saber (no
mecánicamente, sino de manera viviente), sólo entonces la relación es de
representación y se produce el intercambio de elementos individuales entre
gobernantes y gobernados, entre dirigentes y dirigidos; sólo entonces se
realiza la vida de conjunto, la única que es fuerza social. Se crea el
"bloque histórico." (Gramsci, 1971: 124).
Todo lo cual, según hemos
intentado en este apartado mostrar, aparece encarnado en el mito del Príncipe
Moderno, pues la capacidad constructiva de éste se halla en que es hábil para
expresar la teoría revolucionaria, su núcleo intelectual, a través de
ideas-imágenes que al conmover y movilizar al pueblo, lo conducen a la
conformación de una voluntad nacional y popular, de una voluntad capaz de
enfrentarse a la hegemonía burguesa y generar un nuevo orden social.
4. Del cielo a la tierra o acerca del mito de la Revolución Social.
Para José Carlos Mariátegui,
«marxista convicto y confeso», según el mismo se definió, el mito político es
la creación colectiva, la creencia superior, la esperanza super-humana que pone
en marcha la historia. Concordancia esta con Sorel que da cuenta de su
admiración por este pensador, tal como lo expresa en el siguiente pasaje:
A través de Sorel, el marxismo
asimila los elementos y conquistas sustanciales de las corrientes filosóficas
posterior a Marx. Superando las bases racionalistas y positivistas del
socialismo de su época, Sorel encuentra en Bergson y los pragmatistas ideas que
vigorizan el pensamiento socialista, restituyéndolo a la misión revolucionaria
de la cual lo había gradualmente alejado el aburguesamiento intelectual y
espiritual de los partidos y de sus parlamentarios, que se satisfacían en el
campo filosófico, con el historicismo más chato y el evolucionismo más pávido.
La teoría de los mitos revolucionarios, que aplica al movimiento socialista la
experiencia de los movimientos religiosos, establece las bases de una filosofía
de la revolución. (Mariategui, 2007: 10-11).
Semejante crítica que hace al
positivismo e historicismo no significa que Mariátegui sea un irracionalista,
alguien que desecha de plano el papel que tienen la razón y la ciencia en la
historia humana, sino antes bien, un pensador crítico del intelectualismo, de
esa concepción, a su juicio, sesgada de la condición humana y perniciosa para
la política. Y es que, para el Amauta - como popularmente se lo conoce- el
hombre es un animal metafísico, un ser que no puede vivir fecundamente sin una
concepción metafísica de la vida. Por ello, desde su perspectiva, la gran
crisis de la civilización occidental burguesa se debe a una falta de fe, de esperanza,
de un mito. Afirma en el breve ensayo El
hombre y el Mito:
Ni la razón ni la ciencia pueden
satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre. La propia razón
se ha encargado de demostrar a los hombres que ella no les basta. Que únicamente
el mito posee la preciosa virtud de llenar su yo profundo. (Mariategui, El
hombre y el mito, 1987: 23).
Así de hecho, nos advierte
Mariátegui, se puso de manifiesto durante la Primera Guerra Mundial, en la cual
quedó demostrado de manera fehaciente y trágica, que es el mito el que mueve al
hombre y le da un sentido histórico a la existencia de los pueblos; puesto que,
los «pueblos capaces de la victoria fueron los pueblos capaces de un mito
multitudinario». (Mariategui, El hombre y el mito, 1987: 24) Pero ese mito, el
mito de la revolución liberal, el mito de la libertad, la democracia y la paz,
que fue la fuerza espiritual que permitió ganar la guerra, fue prontamente
sacrificado, según Mariátegui, por la burguesía en nombre de sus intereses y
rencores en el Tratado de Versalles. De allí que con toda contundencia
sostenga:
Lo que más neta y claramente
diferencia en esta época a la burguesía y al proletariado es el mito. La
burguesía no tiene ya mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica,
nihilista. El mito liberal renacentista, ha envejecido demasiado. (Mariategui,
El hombre y el mito, 1987:27).
Ahora bien, en consonancia con el
pensamiento de Sorel, Mariátegui piensa que para salir de tamaña situación de
decadencia, se necesita hacer un culto a la violencia, dado que: «La vida, más
que pensamiento, quiere ser hoy acción, esto es combate. El hombre
contemporáneo tiene necesidad de esa fe. Y la única fe, que puede ocupar su yo
profundo, es una fe combativa» (Mariategui, Dos concepciones de la vida, 1987:
21).
Considera, por ello, oportuna la
expresión de Luis Bello: «Conviene corregir a Descartes: combato, luego
existo», pues para el Amauta ésta pone de manifiesto la nueva concepción de la
vida que ha surgido después de la guerra. Una concepción de la vida romántica,
quijotesca, impregnada de una voluntad de creer, de una fe en el mito, que se
encarna tanto en los fascistas como en los bolcheviques. Todo lo cual, no
implica que para Mariátegui, una y otra corriente política sean equiparables.
Por el contrario, las entiende como expresiones antitéticas, pues mientras
califica al fenómeno fascista como una “reacción” frente a la decadencia
burguesa, que al buscar conjugar el mito de la nación liberal con una vuelta al
Medioevo, no hace más que reanimar mitos pretéritos; juzga a los socialistas
como revolucionarios, como hombres capaces ir con vehemencia tras el mito que
expresa verdaderamente el “alma matinal” de la escena contemporánea: el mito de
la revolución social. Afirma, además el ilustre peruano:
La inteligencia burguesa se
entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría, de la técnica
de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no
está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza
religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La emoción
revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Gandhi, es una emoción
religiosa.Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No
son divinos; son humanos, son sociales” (Mariategui, El hombre y el mito, 1987:
27).
De allí que para Mariátegui la
tarea que le corresponde a los intelectuales debe ser la de codificar la gesta
revolucionaria, la que sólo desde esa voluntad de creer inexpugnable que las
multitudes tienen, puede llevarse a cabo. Es decir, lejos de menospreciar la
ilusión incondicional en la “lucha final”, en la revolución, que los hombres
iletrados poseen, el Amauta la exalta pues considera que: «el impulso vital del
hombre responde a todas las interrogaciones de la vida antes que la
investigación filosófica» (Mariategui, La lucha final, 1987: 32). En
consecuencia, lo que a ésta última le compete es dar cuenta que sólo existen
verdades relativas, pero proponer que el hombre viva como si éstas fuesen absolutas,
porque sin un mito éste no puede vivir fecundamente. Dicho de otro modo:
Esta filosofía, pues no invita a
renunciar a la acción. Pretende únicamente negar el Absoluto. Pero reconoce, en
la historia humana, a la verdad relativa, al mito temporal de cada época, el
mismo valor y la misma eficacia que a una verdad absoluta y eterna. Esta
filosofía proclama y confirma la necesidad del mito y la utilidad de la fe.
Aunque luego se entretenga en pensar que todas las verdades y todas las
ficciones, en último análisis, son equivalentes. Einstein, relativista, se
comporta en la vida como un optimista del ideal. (Mariátegui, Pesimismo de la
realidad y optimismo del ideal, 1987:37).
Haciendo, pues, gala de un
pragmatismo y relativismo gnoseológico que lo emparenta directamente con Sorel,
Mariátegui –parafraseando a Vasconcelos– nos dice además, que como Einstein,
hay que apostar por el pesimismo de la realidad y el optimismo del ideal. Todo
lo cual, no sólo nos remite a Gramsci, por aquella conocida frase sobre «el pesimismo
de la inteligencia y el optimismo de la voluntad» acuñada por el italiano; sino
además, porque tanto en uno como en otro es claro que al buscar conjugar la
razón con el mito, las leyes objetivas de la historia con el papel de la pasión
colectiva, la tarea de los intelectuales con la acción revolucionaria de las
multitudes, otorgan al segundo par de estas aparentes dicotomías, un lugar de
relevancia. Sin, por ello, desconocer los potenciales peligros que mito, pasión
y multitudes acarrean, si se los mistifica (8) como hace el fascismo, optan por
disputarle a éste sus sentidos. Disputa, que a nuestro entender, da cuenta de
la lucha entre las fuerzas de democratización y de alienación que en sus
entrañas conlleva esa “nueva humanidad”, ese nuevo sensorium al decir de
Benjamin, que estaba desarrollándose en la primera mitad del siglo XX, al
compás de la cultura de masas.
5. El mito político como crítica
Exponentes de un pensar
iconoclasta, capaz de romper con los diques de contención positivistas, en los
que tanto liberales como marxistas habían encorsetado a la política; Sorel,
Gramsci y Mariátegui lograron sin duda revitalizarla, gracias al lugar que cada
uno le otorgó en ésta al mito político. Lugar, a nuestro entender, insoslayable
en nuestro mundo contemporáneo, tanto en lo que hace a la praxis como a la
teoría política.
En la praxis, porque lejos de ser
el mito una desviación aberrante de la política según plantea la ratio
ilustrada, resulta un elemento imprescindible de ésta, pues logra expresar una
dimensión fundamental de la condición humana. El hombre no es sólo un individuo
capaz de reflexionar y analizar sobre el mundo que lo rodea, sino también, un
ser sensitivo y pasional, sociable al extremo de no poder llegar a constituirse
como humano sino es a través de la presencia de los otros. Y es precisamente
esta dimensión emotiva y social del ser humano la que aparece “objetivada”,
convertida en imágenes en el mito (9) . De allí que, como Sorel, Gramsci y
Mariátegui ponen de manifiesto, éste sea un dispositivo primordial en la
política, en tanto logra religar a las multitudes en una voluntad colectiva, al
tiempo que polariza a la sociedad potenciando en ésta la lucha de clases, para
finalmente, terminar movilizando a las masas ya concientizadas hacia una acción
transformadora del orden social. Acción transformadora, que el discurso
puramente racional puede justificar, pero no convocar, dado que no hay política
(entendida ésta en tanto poiesis social, no como mera tekné), sin mística, sin
una fe que interpele íntimamente a los sujetos. Por ello, la necesidad del mito
político, de ese relato atravesado por imágenes intensas y hondas sonoridades,
en el que se funda el ethos de una comunidad o grupo político, y que encuentra
en nuestras sociedades occidentales contemporáneas enorme vigencia.
En efecto, constituido a partir
de la tensión entre elementos propios de la racionalidad política moderna y
elementos característicos de la conciencia mítica arcaica, el mito político
aparece en el devenir contemporáneo, sobre todo en épocas de crisis social, en
las que se produce un fenómeno de no identificación de la conciencia colectiva
con los modelos propuestos, lo que por supuesto pone en jaque los mecanismos de
solidaridad social, convirtiendo el drama social en drama psíquico. Al
proporcionar una explicación emotiva-razonable, de carácter simbólico, el
imaginario mítico con el enorme poder del que está dotado lo misterioso y
milagroso, permite volver a ordenar el caos, a partir de la recreación de un
nuevo orden social. “Ante la observación sociológica- dice Girardet-, el mito
aparece así como un elemento tan determinante como determinado: salido de la
realidad social, es igualmente creador de la realidad social.” (Girardet, 1999:
173) Lo que no significa que el mito sólo irrumpa en las sociedades actuales en
períodos de crisis, sino antes bien, que su presencia adquiere notoriedad, se
impone con más intensidad y en ocasiones hasta con violencia, cuando esto
acontece. En períodos orgánicos o de normalidad, en cambio, el mito está
presente, pero de manera camuflada, oculto bajo un orden social pretendidamente
racional (10) .
No se puede, sin embargo,
desconocer -como de hecho no lo hacen ni Gramsci ni Mariátegui-, que el mito
político, lejos de encerrar sólo potencias transformadoras y/o legitimadoras
del orden social, encierra también potencias opresivas. Conocidos por todos es
el atroz protagonismo que tuvieron los mitos de la raza superior y/o del estado
en las ideologías políticas totalitarias del siglo XX, los cuáles funcionaron
como justificación del exterminio de millones de seres humanos. En
consecuencia, no resulta extraño, que no sean pocas las voces que se alcen en
contra del mito político y pretendan erradicarlo definitivamente de nuestras
sociedades. Todo lo cual, a nuestro juicio, no hace más que crear las
condiciones necesarias para que la fuerza, que de por sí tiene lo colectivo y
lo pasional, al ser ahogada, reaparezca de manera estrepitosa y desbordada.
Como afirma Girardet:
Eliminados de las normas de
organización colectiva, desconocidos, sospechosos o censurados, los poderes del
sueño resurgen en explosiones anárquicas. A un orden político y social que se
muestra inepto para integrarlos, que ya no habla a la imaginación ni al
corazón, a un universo cotidiano desencantado, descolorido, corresponde la
apelación a otros sortilegios: los cortejos resplandecientes de Nuremberg nazi,
sus catedrales de luz, sus cantos, sus antorchas y sus oriflamas. (Girardet,
1999:181).
Por ello, consideramos que es
fundamental reconocer al mito su lugar, su necesario y justo lugar, pero no
sólo en el ámbito de la praxis como venimos sosteniendo, sino también en el de
teoría. A nuestro juicio, en tanto concepto el mito político posee un valioso
alcance heurístico, pues permite una lectura de la trama sociopolítica,
descubridora de claves para “llenar” espacios vacíos, que otros modelos
utilizados por la filosofía y/o las ciencias sociales pasan por alto. Y pasan
por alto, puesto que este es un concepto que no hace sino incomodar al saber
académico en su especificidad, porque como afirma atinadamente Nicolás Casullo:
«Se abre a una polisemia que no solo exige un ultraimaginario
“interdisciplinar”, una mirada del arte, una exploración literaria, una
ensayística transfronteras, sino la incorporación de lo que estaría
transfronteras de la escena racional establecida». (Casullo, 2008: 42).
Desafío este último, que en caso
de llegar a asumirlo alguna de las teorías políticas, suele hacerlo buscando
más que nada desmitologizar epistémicamente al mito político. Con lo cual,
lejos de buscar comprenderlo, de intentar desentrañar la lógica propia que
tienen los fenómenos que entran bajo esta categoría de análisis, lo que
procuran es mostrar lo narcotizante e ilusorio de éstos. No es éste el camino
seguido por Sorel, Gramsci y Mariátegui, según hemos intentado en este trabajo
mostrar. Por ello, consideramos, que más allá de cuál sea el mito político que
cada uno de estos pensadores postula o cuáles sean las particulares funciones
que cada cual le atribuye, lo más importante es la incorporación y el
fundamental lugar que otorgan a este concepto en sus análisis y reflexiones
sobre la política. Mucho gana, a nuestro entender, la teoría política con este
aporte, pues la ayuda a salir del reduccionismo racionalista en el que muchas
veces tiende a caer y que a tanta incomprensión de ciertos fenómenos políticos
ha conducido. Gana, sin duda, también la praxis política, porque aun cuando la
apelación al mito entrañe el riesgo de su mistificación, de un uso fanático y
alucinado; sin el mito, la política se reduce a burocracia, a mera gestión,
pierde la fe, la pasión por transformar colectivamente el orden social…
NOTAS:
1. Sin duda, la crítica que hace
Barthes al mito es deudora de la crítica que hacen Marx y Engels a la ideología
en Ideología alemana, tal como procuré demostrarlo en un artículo publicado en
(Cisneros Torres, 2007).
2. Sobre la concepción de la
relación entre mito y política que tienen liberales y marxista, tengo publicado
véase (Cisneros Torres, 2010)
3. Un teórico importante del mito
político -desde esta concepción de derecha, claramente racista e influenciada
por el romanticismo- fue Alfred Rosenberg, quien en su obra principal El mito
del siglo XX postula al mito de la sangre como el mito capaz de desencadenar la
revolución mundial de la raza.
4. Antintelectualismo, que en
Sorel como en Croce lleva, por un lado, a sostener la imposibilidad de unificar
los eventos históricos –según pretende el historicismo marxista– a través de
medios conceptuales, de leyes científicas, y por otro, a buscar el fundamento
de la acción histórica en la voluntad y convicción subjetiva en tanto
consideran que es la pasión y no la razón la que expresa más auténticamente al
ser humano.
5. Recordemos que para pensadores
de la talla de Durkheim o Campbell, entre las principales funciones del mito,
está precisamente la de ser la primera fuente del orden y la cohesión social.
6. El carácter positivo está
dado, solamente, por el acuerdo logrado entre las voluntades asociadas, que dan
lugar a la emergencia de una voluntad colectiva organizada y actuante. Pero no
perdamos de vista que la identidad de esa voluntad, se conforma a partir de la
escisión, de la polarización de la sociedad que emerge a partir de la lucha de
clases.
7. Recordemos que para Sorel el mito
de la huelga general y permanente tiene valor en tanto mueve a la acción
revolucionaria, sin importar que es lo que acontece después en los hechos.
Posición esta que Gramsci cuestiona profundamente, no sólo porque considera
imposible que en la praxis a un momento de negación no le siga un momento de
construcción, sino además, porque a su juicio esto se contradice con las
posiciones que Sorel dice defender, pues «…se ve con claridad que detrás de la
espontaneidad se supone un mecanicismo puro, detrás de la libertad (libre
impulso vital), un máximo determinismo, detrás del idealismo, un materialismo
puro». (Gramsci, 2003:12).
8. Recordemos que una cosa es
mitificar la realidad, es decir explicarla, concebirla a través de mitos, y
otra es mistificarla, deforrnarla, falsearla. Operación esta última que es
propia no del mito, sino antes bien, de los “seudomitos”, según sostienen
algunos mitólogos como Hûbner, por ejemplo.
9. Así de hecho, lo confirma
Cassirer cuando sostiene: «No puede describirse al mito como una simple
emoción, porque constituye la expresión de una emoción. La expresión de un
sentimiento no es el sentimiento mismo, es una emoción convertida en imagen.
Este hecho mismo implica un cambio radical. Lo que hasta entonces se sentía de
una manera oscura y vaga, adquiere una forma definida (…) En el mito el hombre
empieza a aprender un arte nuevo y extraño: el arte de expresar, lo cual
significa organizar sus instintos más hondamente arraigados, sus esperanzas y
temores» (Cassirer, 1992, pág. 55 y 61)
10. De hecho, como señala Mircea
Eliade, la fe en el progreso, en la razón y la ciencia (pilares sobre los que
se funda la organización racional de lo social y de lo político en el mundo
moderno), resultan ellas mismas un mito, una versión atemperada de las
expectativas milenaristas. (Eliade, 1968)
BIBLIOGRAFÍA
- Barthes. (1991). Mitologías .
Mexico: Siglo XXI.
- Bonazzi. (1995). Mito político.
En Bobbio, Diccionario de Política. México: Siglo XXI.
- Cassirer. (1992). El mito del
Estado. México DF: Fondo de Cultura Económica.
- Casullo. (2008). Peronismo.
Militancia y crítica. Buenos Aires: Colihué
- Cisneros Torres. (2007) “El
mito: ¿un habla despolitizada?” en Perspectivas del Lenguaje. . S. M. de
Tucumán: Fac. de Filosofía y Letras. UNT.
- Cisneros Torres (2010) “Mito y
política” en Cuadernos de ética, estética y religión III. S. M. de Tucumán: San
Miguel de Tucumán: Facultad de Filosofía y Letras UNT
- Cuesta y otros. (2009).
Vigencia de J.C. Mariaátegui: ensayos sobre su pensamiento. Buenos Aires:
Dialektik.
- Eliade. (1968). El mito del
eterno retorno. Buenos Aires.: Emecé.
- Girardet. (1999). Mitos y
mitologías políticas. Buenos Aires: Nueva Visión.
- Gramsci. (1971). El
materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce. Buenos Aires: Nueva
Visión.
- Gramsci. (2003). Notas sobre Maquiavelo,
sobre la polítca y el Estado moderno. Buenos Aires: Nueva Visión.
- Laclau (2006).Misticismo,
retórica y política.Buenos Aires:FCE
- Mariategui. (2007). Defensa del
marxismo. Buenos Aires: Quadrata.
- Mariategui. (1987). El alma
matinal y otras estaciones del hombre de hoy. Perú: Amauta S.A.
- Sorel. (2005). Reflexiones
sobre la violencia. Madrid: Alianza Editorial.
- Williams. (1986). Marxismo y
Literatura. Barcelona: Península.
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