EL INDIGENISMO EN EL PERÚ*
José María Arguedas
La revista Mercurio Peruano
considerada como el órgano de expresión del liberalismo y el nacionalismo
durante las últimas décadas del virreinato y que cumplió una eficaz y valiente
tarea de divulgación ideológica, afirmaba en el año de 1792, editorialmente, en
una nota crítica a la carta de un lector: «La legislación conoció la cortedad
no sólo de las ideas sino de espíritu del indio y su genio imbécil y para
igualar de algún modo esta cortedad le concedió sabiamente las exenciones y
protección de que se trata...». Unas líneas después expresa la repugnancia
biológica que a estos intelectuales precursores de la independencia les
producía el pueblo nativo; lo describen de este modo; «Tiene el cabello grueso,
negro, lacio; la frente estrecha y calzada; los ojos pequeños, turbios y
mohínos, la nariz ancha y aventada, la barba escaza y lampiña... el sudor
fétido, por cuyo olor son hallados por los podencos como por el suyo los moros
en la costa de Granada».
Puede considerarse este concepto
como muy próximo a la de Jinés de Sepúlveda que en los primeros tiempos del
descubrimiento y conquista del Perú y México sostuvo, que los indios carecían
de alma y que, por tanto, bien podrían ser clasificados en la categoría de
bestias y tratados como tales.
El historiador chileno Rolando
Mellafe que ha estudiado los siglos XVI y XVII del Virreinato peruano con mayor
detenimiento que otros, especialmente en lo que se refiere a los problemas
sociales, parece haber comprobado que en las primeras cinco décadas de la
Colonia fueron exterminados unos siete millones de indios en el Perú, algo así
como el 70% de la población total del Imperio Incaico.
La llamada generación del 900
dominada por tres investigadores sociales y maestros universitarios que
tuvieron una dominante influencia en la formación ideológica de la juventud y
en la orientación del pensamiento en el Perú, fundan las corrientes modernas
contrapuestas de las ideas respecto del indio: Riva Agüero y Víctor Andrés
Belaúnde crean el posteriormente denominado «Hispanismo», y con el arqueólogo
Julio C. Tello se inicia el «Indigenismo».
Riva Agüero y Belaúnde pertenecen
a la aristocracia criolla. Riva Agüero es descendiente de una vieja familia muy
linajuda y alcanza a ser legalmente reconocido como el Marqués de Alestia;
Belaúnde forma parte de una familia de alta alcurnia de la ciudad de Arequipa.
Tello procede de una modestísima
familia de campesinos, racialmente indios, de un pueblo andino del Departamento
de Lima.
Riva Agüero se inicia
brillantemente como historiador y Belaúnde como pensador, ensayista y filósofo.
Durante su juventud ambos se proclaman liberales y centran su dedicación en
problemas sociales y políticos. La recuperación del Perú, luego de la derrota
en la guerra con Chile (1879- 1884), los preocupa. Analizan la historia y
reivindican la «grandeza» del Imperio Incaico, pero no se ocupan del indio
vivo, marginado de todos los derechos constitucionales republicanos. Lo
ignoran. Reconocen el valor humano del mestizo, como el de un producto social
forjado durante el período colonial y con dominio de los valores hispánicos
entre los cuales se califica el catolicismo como el supremo bien. Riva Agüero
escribe Su ya famoso estudio sobre el Inca Garcilaso, el más excelso
representante del mestizaje. Garcilaso es interpretado por Riva Agüero como un
símbolo del mestizaje imperial: es excelso porque es el fruto del cruce de dos
razas en el plano más elevado: el de la aristocracia; y Garcilaso, el Inca
católico, defiende y magnifica las virtudes del régimen imperial incaico. Unas
cuatro décadas más tarde un continuador de Riva Agüero, Raúl Porras,
historiador hispanista como su maestro, lanzará un estudio injurioso y
panfletario contra el cronista indio Felipe Guamán Póma de Ayala que, en un
libro de mil páginas escritas en un castellano «bárbaro», salpicado de frases
quechuas e ilustrado con centenares de dibujos, hoy universalmente famosos,
denuncia el despiadado trato que se da a los indios y su destrucción física; no
le libra a Guamán Poma de la indignación de los «hispanistas» ni el hecho de
proclamarse humildemente fidelista y católico.
Sin embargo, la contribución de
Riva Agüero y Belaúnde al estudio social del Perú es importante. No podía
esperarse más de ellos. El reconocimiento de los valores positivos del mestizo,
aunque se hiciera con el propósito de demostrar que tales valores fueron
posibles, por lo que en ellos había de hispánico, constituye un paso adelante
y, aún la declaración enfática y plena de convencimiento de la grandeza del
Imperio Incaico, a pesar de que ella estaba dirigida a la defensa de los
regímenes autocrático.
No mucho más tarde, Riva Agüero
se declara francamente partidario del fascismo, lo que no ocurre con Belaúnde.
El «Hispanismo» se caracteriza
por la afirmación de la superioridad de la cultura hispánica, de cómo ella
predomina en el Perú contemporáneo y da valor a lo indígena en las formas
mestizas. Proclama la grandeza del Imperio Incaico pero ignora, candente o
tendenciosamente, o por falta de información, los vínculos de la población
nativa actual con el tal Imperio, las pervivencias dominantes en las
comunidades indígenas, que forman) en la actualidad, no menos del 50% de la
población del Perú, de la antigua cultura precolombina del país. En la política
militante, los «hispanistas» son conservadores de extrema derecha y por eso,
aunque de manera implícita, consagran el estado de servidumbre de los indios.
El arqueólogo «indio» Julio G.
Tello no alcanzó a ser un ideólogo político y probablemente no pretendió tal
cosa. Trabajador de energía extraordinaria y con una mediana formación
científica, aunque excepcional para su época, Tello se dedica al
descubrimiento, el estudio y la divulgación de los restos arqueológicos de la
antigüedad peruana. Asombra al mundo con la exhibición de la textil ería de
Paracas que él descubre. Los tejidos de Paracas constituyen la muestra más
perfecta de la habilidad humana en esta especialidad y contienen la descripción
todavía no suficientemente interpretada de la imagen de todos los dioses
preincaicos, de las prácticas religiosas y de los ornamentos y características
del mundo mágico de ese tiempo; todo expuesto en telas bordadas a colores, en
corriente de imágenes que forman un caudal que estremece al espectador,
cualquiera que sea el grado de su sensibilidad. Pero el mismo Tello, como
arqueólogo, pierde de vista al indio vivo. Admira el folklore, sin embargo
forma un conjunto de bailarines de su pueblo nativo, Huarochiri, y los viste
con trajes «estilizados» por él, creados por él, inspirándose en motivos
arqueológicos con menosprecio de los vestidos típicos del pueblo de Huarochiri.
La monumental obra de Tello
guarda cierta semejanza con la de Riva Agüero y Belaúnde en cuanto exalta los
ya indiscutidos valores de la antigüedad peruana; existe, en cambio, una
diferencia clara, una contraposición en la actitud; Tello se proclama indio con
orgullo aparentemente sincero, Tello recibe con evidente regocijo el hallazgo y
la publicación de la obra de Guamán Poma de Ayala; considera la «Nueva Crónica
y Buen Gobierno» como el testimonio más importante para el estudio de la
colonia y del Imperio, mientras sus con-temporáneos, a quienes nos hemos
referido, guardan silencio, y Porras califica al cronista como a un indio
resentido y un autor «folklórico».
II. EL INDIGENISMO ANTIHISPANISTA
Y LOS CONTINUADORES DEL HISPANISMO NOVECENTISTA
José Carlos Mariátegui, a quien el partido
comunista considera su fundador, inició la edición de la revista «Amauta» en 1926,
a su vuelta de Europa. Ya había publicado una serie de artículos en una revista
limeña con el título de «Peruanicemos el Perú». El propio título de la revista
—-nombre de los educadores incaicos estaba fijando su posición. Mariátegui tuvo
el suficiente talento y ascendencia personal como para no convertir su revista
en el órgano de expresión de una secta. Acogió a todos los escritores y
artistas de alto o mediano valor; estimuló la creación artística; fue el
primero en demostrar la excepcional categoría estética de un poeta considerado
«puro», como Eguren; alentó con igual entusiasmo a otro poeta muy joven
entonces, y que ha permanecido puro en el mejor sentido de la palabra, a Martín
Adán, y al mismo tiempo y con el mismo interés, estimuló a toda una legión; de
poetas que se proclamarían «indigenistas».
Dos fuentes principales tiene el
pensamiento y la acción de Mariátegui y la repercusión de su obra: la
revolución mexicana y la revolución soviética. Despliega una energía no
igualada; alcanza ante los dirigentes obreros un ascendiente y una influencia
equivalentes a las que logra entre los intelectuales. Y radicaliza a unos y
otros, cuando encuentra el terreno preparado. Funda la Confederación de
Trabajadores del Perú e inicia el estudio integral del país con su libro «Siete
ensayos de interpretación de la realidad peruana».
Mariátegui no disponía de
información sobre la cultura indígena o india; no se la había estudiado, ni él
tuvo oportunidad ni tiempo para hacerlo; se conocía y es probable que aún en estos
días se conozca mejor la cultura incaica, sobre la que existe una bibliografía
cuantiosísima, que el modo de ser de la población campesina indígena actual. Se
han hecho pocos estudios acerca de las comunidades y existe una tendencia
pragmatista perturbadora entre algunos de los antropólogos que se dedican a
esta tarea.
Los descubrimientos hechos por el
hombre antiguo, acerca de la naturaleza humana y de las leyes que rigen el
mundo externo, permitieron a los Incas organizar una sociedad de alto nivel en
cuanto a la técnica que hizo posible la abundancia de bienes y un sistema
federal en cuanto a las creencias religiosas, las artes y las formas de
recreación; todo este conjunto sistematizado en un orden político estricto y de
tanta eficacia qué el hombre antiguo peruano trabajó, sin considerar el trabajo
como una desventura, mucho más que en ningún tiempo y tanto como el que más en
el mundo. De ese modo dominó una naturaleza agresiva, atemorizante,
aparentemente invencible, majestuosa y tierna. Convirtió abismos en jardines.
No estamos haciendo poesía sino exponiendo un hecho histórico comprobado y
universalmente difundido. Irrigó desiertos y construyó mi-llares de kilómetros de
caminos excelentes.
Cuando este pueblo cae bajo la
dominación de los españoles es cómodamente explotado. La Iglesia jugó un papel
muy importante en la imposición y conservación de la mansedumbre que permite,
incluso hoy, la destrucción física impune de los indios de hacienda. Una
caudalosa, bella y modeladora literatura quechua religiosa católica rige
todavía la conducta de los indios: proclama el dolor, la obediencia y aún la
muerte como un supremo bien. Yo he escuchado a predicadores franciscanos, en una
hacienda de Apurimac, afirmar desde el púlpito de la iglesia dorada del feudo,
que el patrón es el representante de Dios en la Tierra y lo que el patrón hace
no debe discutirse sino recibirse como una disposición sagrada.
Pero durante el largo período colonial
el pueblo nativo asimiló una ingente cantidad de elementos de la cultura
hispánica, aparte de las que las autoridades les impusieron. Ocurrió lo que
suele suceder cuando un pueblo de cultura de alto nivel es dominado por otro:
tiene la flexibilidad y poder suficientes como para defender su integridad y
aún desarrollarla mediante la toma de elementos libremente elegidos o
impuestos. A todos los transforma. Hacia 1960, un médico español no pudo
reconocer un arpa de hechura indígena en un teatro popular de la ciudad de
Lima; creyó que se trataba de un instrumento distinto. Los españoles y sus
descendientes, rodeados por la masa indígena que a todo lo largo del país habla
una sola lengua, aislados por gigantescas montañas y abrigados por ellas en el
fondo de angostos valles de prodigiosa hermosura, se indigenizan mucho más de
lo que hasta ahora se ha descubierto. Según el censo de 1940, en el
Departamento de Apurimac, de una población total de 216,243, hablan quechua
215,333; en Ayacucho,- de 299,769, hablan quechua 296,963; y en el Cuzco, de
411,298, son quechua hablantes 403,954.
Sin embargo, ambas culturas, la
criolla y la india, se mantienen profundamente diferenciadas en su médula y
evolucionan paralelamente. Sobre la base de los materiales de la doctrina y
cosmogonía católicas, los pueblos nativos crean mitos cosmogónicos
post-incalcos. Así, para los indios de la hacienda Vicos, hubo dos humanidades:
una bárbara, de individuos descomunalmente fuertes que hicieron caminar las
piedras arreándolas con azotes para construir grandes monumentos líticos; esta
humanidad, que era antropófaga fue creada por el dios Adaneva. Pero Adaneva
violó a una mujer muy bella, y cuando la vio preñada, la arrojó de su casa. Esa
mujer fue la Virgen María y el hijo que nació de ella, Teete Mañuco (Padre
Manuel, el niño Manuelito, o sea Jesús). Teete Mañuco destruyó la humanidad
bárbara mediante una lluvia de fuego y creó la humanidad, actual, físicamente
más. Débil pero «con más pensamiento». Teete Mañuco está siempre joven
(desventuradamente), porque cada año muere un día viernes y resucita el sábado.
El cielo es exactamente como la tierra, poblada por las criaturas hechas por
Teete Mañuco; la diferencia consiste únicamente en que allá los indios se
convierten en señores y los que en este mundo son señores todopoderosos en el
cielo hacen de indios, pero para toda la eternidad. El mito de Incarrí es
todavía más interesante y fue creado por los indios libres de la comunidad de
Puquio. Sus elementos formativos son predominantemente antiguos y vinculados
con el mito incaico de la fundación del Cuzco, pero sería perturbar la unidad
de este breve informe relatarlo. Bastará con citar que el dios Incarrí, que fue
decapitado por el rey español, se está reconstituyendo de la cabeza hacia abajo
y que cuando esté completo saltará hacia afuera del mundo y ese día se hará el
juicio final.
La revista «Amauta» instó a los
escritores y artistas que tomaran el Perú como tema. Y así fue como se inició
la corriente indigenista en las artes. La defensa del indio había comenzado
algunos años antes con una especie de asociación humanitaria dirigida
principalmente por una mujer, la Sra. Dora Mayer de Zulen. «Amauta» se convierte
en tribuna de difusión de la ideología socialista marxista y, tomo alcanza a
tener una vastísima circulación en el país y en América Latina, se convierte al
mismo tiempo en un medio de expresión de los escritores provincianos rebeldes
que denuncian, mediante la narrativa o el ensayo, el estado de servidumbre en
que se encuentra la población y cómo para él no ha Cambiado el sistema de
gobierno con la independencia del país. Toda la intelectualidad del Perú es
sacudida por la influencia de esta revista; el indio y el paisaje andino se
convierten en los temas predilectos de la creación artística. Se trata de un
arte combatiente, antihispanista. La revolución socialista aparece como
inminente y fácil para los redactores de «Amauta». La revolución mexicana podrá
ser Superada y, especialmente los pintores, se inspiran en los muralistas
mexicanos; ocurre de ese modo lo insospechable: la pintura indigenista se pone
de moda. El gamonal es presentado con expresión inhumaría y feroz, sé muestra
al indio o en su miseria o exaltando sus virtudes. Pasado el tiempo, ésta obra
aparece como superficial, de escaso valor artístico, y casi nada sobrevive de
ella, pero cumplió una función social importante.
Uno de los colaboradores de
«Amauta», el Dr. Luis E. Valcárcel, se convertirá, luego de muerto Mariátegui
en 1930, y extinguida la revista, en el menor de la corriente antihispanísta
más extrema del pensamiento. Val- cárcel deviene en etnólogo autodidacta, funda
el Instituto de ese nombre en la Universidad de San Marcos de Lima, llega a ser
Ministro de Educación en 1956. Valcárcel tiene el mérito de haber iniciado el
estudio sistemático de la cultura actual peruana. Como panegirista del Imperio
y del indio actual, se aventura a sostener la conveniencia de una restauración
del Imperio Incaico, afirmación de la cual se arrepiente después. Sostiene que
todos los vicios y defectos del hombre peruano son de origen hispánico: la
avaricia, el ocio, la envidia, la hipocresía... que no existían en la
antigüedad indígena. El historiador Raúl Porras representa, en cambio, la
actitud contraria y constituye el personaje central de toda una corriente
igualmente aguda. Según estos hispanistas, el indio es el responsable de las
limitaciones y defectos del país; afirman que es refractario a la civilización
freno que impide la evolución social del Perú, y los seguidores provinciales
del hispanismo llegan a proponer el exterminio total del indio para sustituirlo
con inmigrantes europeos.
Raúl Porras, en los últimos años
de su vida, adopta una posición menos radical. Los hispanistas toman el partido
de Franco en la guerra civil española y, después de ella, los indigenistas son
republicanos y militantes antifranquistas.
El historiador Jorge Basadre que
alcanzó a tener una influencia bastante grande, mantuvo una posición
intermedia. Según él, hay un Perú profundo que es mestizo y un Perú oficial que
administra el país sin conocerlo.
III. BALANCE DEL PRIMER PERIODO
DEL INDIGENISMO
1] El propio nombre,
sobreviviente aún, de Indigenismo, demuestra que, por fin, la población
marginada y la más vasta del país, el indio, que había permanecido durante
varios siglos diferenciada de la criolla y en estado de inferioridad y servidumbre,
se convierte en problema, o mejor, se advierte que constituye un problema, pues
se comprueba que no puede, ni será posible que siga ocupando la posición social
que los intereses del régimen colonial le había obligado a ocupar.
2] La grandeza del Imperio
Incaico, indiscutida, y que había sido considerada por los hispanistas como un
prodigio sin vinculación alguna con la población nativa perviviente, vuelve a
ser considerada como una prueba objetiva de las virtualidades de esa población.
Resulta ya insostenible la afirmación gratuita, sin fundamentación alguna, de
que el indio actual es un sujeto degenerado por el alcohol, la coca y el propio
estado de servidumbre a que fue sometido.
3] La literatura indigenista
logra demostrar lo infundado de la interesada imagen del indio degenerado, a
quien no le corresponde otro destino que el de la servidumbre, y de un tipo de
servidumbre que resulta un «privilegio», pues, ni siquiera como siervo es
suficientemente eficaz. La narrativa llamada indigenista alcanza a tener el
valor no sólo de documentos acusatorios, sino de revelaciones acerca de la
integridad de las posibilidades humanas de la población nativa. La revolución
china constituye un acontecimiento de dimensión gigantesca en cuanto demuestra
que un pueblo de antiquísima cultura y considerado por occidente como
igualmente degenerado, surge con potencia incontenible, sustentado e iluminado
por su propia antigüedad histórica y la técnica moderna. Pero la literatura
llamada indigenista no es ni podía ser una narrativa circunscrita al indio,
sino a todo el contexto social al que pertenece. Esta narrativa describe al
indio en función del señor, es decir, del criollo que tiene el dominio de la
economía y ocupa el más alto status social, y del mestizo, individuo social y
culturalmente intermedio, que casi siempre está al servicio del señor, pero
algunas veces aliado a la masa indígena. Finalmente, la narrativa peruana
intenta sobre las experiencias anteriores, abarcar todo el mundo humano del
país, en sus conflictos y tensiones interiores, tan complejos como su
estructura social y el de sus vinculaciones determinantes, en gran medida, de
tales conflictos, con las implacables y poderosas fuerzas externas de los
imperialismos que tratan de modelar la conducta de sus habitantes a través del
control de su economía y de todas las agencias de difusión cultural y de
dominio político. En ese sentido, la narrativa actual, que se inicia como
«indigenista», ha dejado de ser tal en cuanto abarca la descripción e
interpretación del destino de la comunidad total del país, pero podría seguir
siendo calificada de «indigenista» en tanto que continúa reafirmando los
valores humanos excelsos de la población nativa y de la promesa que significan
o constituyen para el resultado final del desencadena-miento de las luchas
sociales en que el Perú y otros países semejantes de América Latina se
encuentran de-batiéndose.
IV. EL PERIODO DE LA
INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA
El más extremado antihispanista
de los indigenistas peruanos, el Dr. Luis E. Valcárcel, devino en antropólogo y
fundador e iniciador de la enseñanza universitaria de esta ciencia en su acepción
moderna. Consideramos la investigación sistemática de la cultura en el Perú y,
especialmente, el de la sociedad rural como una consecuencia lógica del
movimiento indigenista. Fue precursor de ellos Hildebrando Castro Poso, autor del
libro “Nuestra Comunidad Indígena” y fundador del partido Socialista en el
Perú.
La antropología cultural ha
alcanzado en el Perú un nivel mediano pero lo ha hecho rápidamente. Y ha
estimulado otros estudios especializados, como el de la lingüística, que tenían
y tienen una importancia apremiante para el conocimiento de la realidad social
del país, y por tanto, de su conducción. Uno de los grandes problemas de los
países centro-andinos es el de la comunicación lingüística.
El desarrollo de la antropología
ha coincidido con el desencadenamiento de las luchas sociales que tienen un
trasfondo no sólo económico, en un país como el nuestro, sino un denso
trasfondo cultural.
La apertura de las carreteras
rompió el aislamiento que la bárbara geografía había impuesto al Perú.La
penetración de los poderosos y múltiples factores modernos que,
inevitablemente, impulsan el desarrollo o la ruptura de estructuras sociales
excesivamente anticuadas, han hecho explosionar, en parte, la todavía virreinal
organización de la sociedad de la región andina. Los indios han invadido las
ciudades huyendo de las congeladas aldeas o haciendas, congeladas en el sentido
de que no existían ni existen aún en esas haciendas y aldeas ninguna
posibilidad de ascenso: quien nace indio debe morir indio. Por otra parte, las
comunidades con tierras más o menos suficientes se encontraron, casi de pronto,
por la apertura de las vías de comunicación, con un incremento prodigioso de su
economía: la gallina que costaba veinte centavos llegó a cotizarse en veinte
soles; el camero subió de un sol la pieza hasta cincuenta. El indio se
«insolentó» ante el señor tradicional como consecuencia de este fenómeno; el
iridio de las comunidades libres y con tierras suficientes; el mestizo se torna
en comerciante e igualmente se «insolenta». El señor tradicional se encuentra
ante una alternativa: o se democratiza o huye para no soportar la insurgencia
de la clase antes servil. Tal el caso típico de las comunidades de Puquio,
capital de una Provincia, que moderniza su organización política.
Las comunidades con tierras
escasas se desintegran con el crecimiento de la población. Se quedan sin
autoridades y sin fiestas; desaparecen sus instituciones hispa- no-quechuas
comunales. Para alcanzar a ser autoridad en las comunidades andinas es
necesario, costear las fiestas religiosas, y como ya esto no resulta posible a
causa del empobrecimiento de los campesinos, los pueblos se quedan sin
organización política; por la misma razón deja de ser útil el antiguo ayni o la
prestación mutua de trabajo. Los comuneros emigran por las carreteras; y como
la expulsión del seno de la comunidad constituye para las generaciones viejas
el castigo máximo o una maldición, muchas madres prefieren matar a sus hijos
apenas nacidos.
Los siervos de hacienda se ven
oprimidos por una circunstancia semejante: ya no llegan las pestes que los
exterminaban periódicamente, tanto como a las comunidades. La viruela y el
tifus, han sido controlados. Au- menta la población en proporción inusitada.
Pero el patrón no ha cambiado, mientras tanto, de mentalidad; no quiere
conceder más tierras que las muy pocas que fueron dadas, hace siglos, a los
siervos. La vida se hace de este modo, para el siervo, peor que la muerte, y se
ve, él también, ante una alternativa ineludible: o acepta la voluntad del
patrón y la muerte lenta por inanición, o invade las tierras de la hacienda.
Opta por lo último. El tradicional remedio para estos raros acontecimientos no
da resultados; la fusilería ya no espanta a estos condenados a muerte. Y otra
alternativa, también inusitada, se ofrece ante la sorprendida mentalidad de las
autoridades: matar a todos los siervos o quebrantar la antigua, la sagrada autoridad
del patrón; los fundamentos sacros del viejo orden social se sacuden. Una
idéntica alternativa se presenta ante las autoridades políticas de la Capital
de la República frente a la invasión de las masas de inmigrantes, no a las
haciendas sino a los trozos de desierto, jamás utilizados para nada, que rodean
a Lima, pero que resultaron jurídicamente pertenecientes a las haciendas. Los
inmigrantes construyen allí, en pleno desierto, en invasiones relámpago, y en
una sola noche, «barriadas», poblaciones clandestinas. En una de las más
recientes: la del pequeño cerro y llanura «La caída del ángel».
El dirigente de la invasión
notifica al oficial, que manda la tropa que ha ido a desalojarlos: «señor: no
queremos sino esta pampita para vivir o que usted nos mate a toditos». Sólo
mataron a uno. Los estudiantes de la Universidad de Ingeniería, muy cerca de
cuyo local está «La caída del ángel», formaron un cordón alrededor de los
invasores. En 1964, el Ministro de Educación, Francisco Miró Quesada, inauguró
en esa barriada una escuela que los ex-invasores construyeron por cooperación
popular, siguiendo el sistema antiguo de trabajo comunal gratuito; tarea que se
realiza al compás del canto de las mujeres, pero que en Lima se tuvo que hacer
de noche porque hay que trabajar durante el día para subsistir.
Sin embargo, comunidades más
desarrolladas, tomando el ejemplo de los siervos, iniciaron la invasión de
grandes feudos andinos perteneciente a modernas y mucho más poderosas empresas
de explotación, como el caso de las de la Provincia de Pasco, que cortaron las
alambradas que protegen las inmensas tierras de la Cerro de Pasco Copper
Corporation. Los comuneros fueron desalojados a balazos y con mastines. Esos
comuneros no estaban, por una parte, ante la alternativa mortal de los siervos
ni la Empresa era un feudatario de mentalidad colonial, sino más ejecutiva,
impersonal, y por tanto, irremediablemente implacable.
La antropología sigue con penosa
lentitud el estudio o la simple consideración de estos acontecimientos. Se ve
apremiada por la urgencia de desentrañar sus causas y analizar sus
consecuencias. Oscila entre la tendencia pragmática y la seriamente académica.
El gobierno actual le da cierto apoyo y también vacila dramática-mente entre su
doctrina de fomentar una economía «mestiza» (Acción Popular se llama el Partido
del Presidente) y la presión de las fuerzas que no permiten que se haga
concesión alguna a la tradición comunitaria.
La Iglesia misma sacude sus
cimientos ante el des-arrollo «imprevisto* e «imprevisible» de los sucesos. No
menos de seiscientos mil campesinos de haciendas y comunidades andinas, todos
casi monolingües quechuas, en alianza con las clases empobrecidas de la ciudad,
han invadido la Capital; hay otras centenas de millares en las ciudades importantes
de la sierra y la costa, rodeándolas. De «cinturón de miseria» son calificadas
las «barriadas» en que estos inmigrantes habitan, y las denominan así por sus
características externas, «objetivas». Nosotros preferimos llamarlas
«cinturones de fuego» de la renovación, de la resurrección, de la insurrección
del «Perú profundo». La Iglesia, tan conservadora, tan protectora del sagrado
señor, patrón de la hacienda, intenta renovarse para no perder definitivamente
su influencia ante esta masa casi amorfa que corre cual un tumultuoso e
incontenible rio andino desconocido; y muchos sacerdotes y dirigentes católicos
tienen una conciencia muy clara de lo grave del problema y consideran que la
renovación de la Iglesia y, especialmente del sacerdocio, debe ser
absolutamente radical, de tal modo, que deben pasarse al otro lado del bando en
que estuvieron siempre militando.
Porque el comunero y los siervos
«emergentes» parece que han perdido toda fe religiosa. No llegaron a ser nunca
católicos. Lo comprobamos en Puquio; otros etnólogos lo han comprobado en
regiones diferentes; pero han perdido también su fe en los dioses locales
indígenas; han descubierto que el Wamani o Auki (montaña) es sólo un alto
promontorio de tierra y no un poderoso ser de cuya voluntad depende la
destrucción o la conservación o aumento de los bienes. Se han tomado escépticos
y, aparentemente, no los impulsan otros incentivos que el de la insurgencia
misma, el ascenso social: dejar de ser indios, convertirse en mestizos o en
señores.
V. EL PROBLEMA DE LA INTEGRACIÓN
Estas masas emergentes o
insurgentes son calificadas por los antropólogos como una masa de población de
cultura amorfa. Pretenden dejar de ser lo que fueron y convertirse en
semejantes a quienes los dominaron por siglos. No pueden conseguir ni lo uno ni
lo otro.
Sin embargo, donde quiera que se
establecen, se juntan por ayllus, es decir por comunidades, de acuerdo con su
procedencia geográfica. Se organizan en las «barriadas» tomando como patrón o
modelo las características, bastante modificadas, pero en líneas generales las
mismas, de las comunidades tradicionales. Y así están instituidas las barriadas
y, aparte de ellas, los clubes distritales o provinciales; es decir, las
asociaciones de individuos oriundos de determinada comunidad o pueblo. Estas
instituciones celebran las fiestas de sus pueblos de origen siguiendo el patrón
igualmente tradicional, hispano-quechua de tales fiestas. Constituyen no solamente
núcleos que funcionan como mecanismos de defensa ante la ciudad y de
penetración en ella, de instrumento que les permite adaptarse al complejo medio
urbano, temido y apetecido, sino también una continuación, constantemente
renovada de la tradición misma, que por la propia renovación queda rediviva; no
negada sino perviviente como sustrato diferenciante, como ethos.
Cuando se habla de «integración»
en el Perú se piensa, invariablemente, en una especie de «aculturación» del
indio tradicional a la cultura occidental; del mismo modo que, cuando se habla
de alfabetización, no se piensa en otra cosa que en castellanización. Algunos
antropólogos, entre los cuales figura un norteamericano —les debemos mucho a
los antropólogos norteamericanos— concebimos la integración en otros términos o
dirección. La consideramos, no como una ineludible y hasta inevitable y
necesaria «aculturación», sino como un proceso en el cual ha de ser posible la
conservación o intervención triunfante de algunos de los rasgos
característicos, no ya de la tradición incaica, muy lejana, sino de la viviente
hispano-quechua que conservó muchos rasgos de la incaica. Así creemos en la
pervivencia de las formas comunitarias de trabajo y de vinculación social que
han puesto en práctica, en buena parte por la gestión del propio gobierno
actual, entre las grandes masas, no sólo de origen andino, sino muy
heterogéneas de las «barriadas» que han participado y participan con entusiasmo
en prácticas comunitarias que constituían formas exclusivas de la comunidad
indígena andina. Como la difusión de estas normas y, por las mismas causas, la
música y aun ciertas danzas antes exclusivas de los indios —música y danzas de origen
prehispánico o colonial—, se han integrado a las formas de recreación de esas
masas heterogéneas y han penetrado y siguen peñerando muy dentro de las
ciudades, hacia las capas sociales más altas. Igual afirmación puede hacerse
acerca de ciertas artes populares antes exclusivas de los indios y vinculadas
con sus ceremonias religiosas locales; las muestras de esas artes se han
incorporado al equipo decorativo de las clases media y alta, aunque para ello
tuvieron que hacer concesiones y «estilizarse». Tanto como la música, la
cerámica e imaginería indígenas eran consideradas, hasta hace unas tres décadas
solamente, tan despreciables y de ningún valor como sus artífices, considerados
por las clases dirigentes del país con el mismo criterio que «El Mercurio Peruano»,
de 1792. En 1964 el disco que batió el record nacional de ventas fue un
long-play de un cantante mestizo —«El jilguero de Huascarán»— de la zona
densamente quechua de Ancash.
Las clases sociales, y los
partidos políticos que les sirven de instrumentos, que se beneficiaron durante
siglos con el antiguo orden, viven ahora en un estado de alarma, de agresividad
y de complot contra la insurgencia de estos valores de la cultura y pueblo
dominados y, sobre todo, de su «alarmante» difusión. Califican de «comunista» a
todo aquél que las defiende, inclusive a quienes procuran la «incorporación»
del indio a la cultura nacional, es decir, el proceso de «aculturación» a que
me he referido. Esos grupos vinculados, también tradicionalmente, a los
intereses de las gigantescas empresas industriales extranjeras de las cuales
forman parte, intentan controlar el desarrollo del país regulándolo de tal
manera que impida la industrialización y su independencia económica. Para este
complejo de intereses, la emergencia de las clases étnica y socialmente
inferiores representa un peligro, una doble amenaza: la pérdida de la
dominación del país y la posibilidad de la consolidación de formas comunitarias
oriundas de trabajo y de pautas de vida. Califican a estas pautas tradicionales
de «comunistas». Pretenden sustituirlas por el impulso individualista de la
iniciativa personal agresiva tendiente al «engrandecimiento» de familia
mediante la acumulación dé la riqueza; y tal poderío puede y debe adquirirse a
costa de la explotación del trabajo ajeno, sin escrúpulos de conciencia de
ninguna índole. Quien es capaz de sentir esos escrúpulos es un tonto, un
infeliz que no merece otro destino que el de servir de instrumento del
engrandecimiento del hombre de empresa, del hombre con iniciativa y energía. El
«comunitario» es gregario, imbécil, retrógrado y despreciable.
Pero aún la Iglesia ha empezado a
alzarse contra estos hombres que pretenden imponer la conservación del antiguo
orden o su conversión en otro peor. Por tanto, también ha surgido una tendencia
menos cruel y más atenta a la realidad inevitable del país, entre la alta clase
dirigente de la política y la economía. No parece evidente que les sea grata la
actitud de las llamadas «masas emergentes», pero intenta dirigirlas por métodos
más humanos e inteligentes hacia su conversión rápida al modo de vida de la
sociedad individualista. Frente a ellos están, más o menos solos, los
dirigentes espontáneos de estas masas insurgentes con todo su bagaje étnico
diferente; parece que tales dirigentes vacilan en lo racional, no en lo
intuitivo. Oyen la prédica de los partidos de la izquierda extrema que habla en
un lenguaje no muy accesible para los dirigentes y las masas tan repentinamente
agitadas luego de siglos de quietud: agitadas, y en movimiento dinámico
insurgente; convertidas en la preocupación central de la política después de
haberse sido, por siglos, la muelle cama sobre la cual durmieron, los «señores»
tranquilo sueño.
Juzgo, como novelista que
participó, en la niñez de la vida de indios y mestizos, y que conoció después,
bastante de cerca, los muy diferentes incentivos que impulsan la conducta de
las otras clases a que nos hemos referido, juzgo y creo que en el Perú, las
grandes masas insurgentes lograrán conservar muchas de sus viejas y
pervivientes tradiciones: su música, sus danzas, la cooperación en el trabajo y
la lucha, sin la cual no habrían podido elevarse a la altura en que se
encuentran, aunque todavía habiten las zonas marginales de las ciudades: los
cinturones de fuego de la resurrección y no únicamente de la miseria como ahora
las denominan, desde el centro de estas ciudades, quienes no tienen ojos para
ver lo profundo y perciben solamente la basura y el mal olor y, ni siquiera el
hecho tan objetivo como una montaña, de cómo aún allí, las casas de estera y
calamina se convierten rápidamente en residencias de ladrillo y cemento.
Creemos que la integración de las
culturas criolla e india, que evolucionaron paralelamente, dominando la una a
la otra, se ha iniciado por la insurgencia y des-arrollo de las virtualidades
antes constreñidas de la triunfante perviviente cultura tradicional indígena
mantenida por una muy vasta mayoría de la población del país. Tal integración
no podrá ser condicionada ni orientada en la dirección que la minoría, todavía,
política y económicamente dominante, pretende darle. Creemos que el quechua
alcanzará a ser el segundo idioma oficial del Perú y que no se impondrá la ideología
que sostiene que la marcha hacia adelante del ser humano depende del
enfrentamiento devorador del individualismo sino, por el contrario, de la
fraternidad comunal que estimula la creación como un bien en sí mismo y para
los demás, principio que hace del individuo una estrella cuya luz ilumina toda
la sociedad y hace resplandecer y crecer hasta el infinito la potencia
espiritual de cada ser humano; y este principio no lo aprendimos en las
Universidades sino durante la infancia, en la morada perseguida y al mismo
tiempo feliz y amante de una comunidad de indios.
* Los artículos de José María
Arguedas y Luis Villoro han sido tomados de Terzo Mondo e Comunita Mondiale,
editado por el Instituto Colombianum de Génova.
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