Ecosocialismo: hacia una nueva civilización (*)
Por : Löwy, Michael (**)
Las presentes crisis económica y
ecológica son parte de una coyuntura histórica más general: estamos enfrentados
con una crisis del presente modelo de civilización, la civilización Occidental
moderna capitalista/industrial, basada en la ilimitada expansión y acumulación
de capital, en la “mercantilización de todo” (Immanuel Wallerstein), en la despiadada
explotación del trabajo y la naturaleza, en el individualismo y la competencia
brutales, y en la destrucción masiva del medio ambiente. La creciente amenaza
de ruptura del equilibrio ecológico apunta a un escenario catastrófico –el
calentamiento global– que pone en peligro la supervivencia misma de la especie
humana. Enfrentamos una crisis de civilización que demanda un cambio
radical.[1]
Ecosocialismo es un intento de
ofrecer una alternativa civilizatoria radical, fundada en los argumentos
básicos del movimiento ecológico, y en la crítica marxista de la economía
política. Opone al progreso destructivo capitalista (Marx) una política
económica basada en criterios no monetarios y extraeconómicos: las necesidades
sociales y el equilibrio ecológico. Esta síntesis dialéctica, intentada por un
amplio espectro de autores, desde James O’Connor a Joel Kovel y John Bellamy
Foster, y desde André Gorz (en sus escritos juveniles) a Elmar Altvater, es al
mismo tiempo una crítica de la “ecología de mercado”, que no desafía el sistema
capitalista, y del “socialismo productivista”, que ignora la cuestión de los
limites naturales.
Según James O’Connor, el objetivo
del socialismo ecológico es una nueva sociedad basada en la racionalidad
ecológica, en el control democrático, en la equidad social, y el predominio del
valor de uso sobre el valor de cambio. Agregaría que este objetivo requiere: a)
propiedad colectiva de los medios de producción –“colectiva” quiere decir
propiedad pública, cooperativa o comunitaria–; b) planificación democrática que
permita a la sociedad definir metas de inversión y producción; y c) una nueva
estructura tecnológica de las fuerzas productivas. En otros términos: una
transformación social y económica revolucionaria.[2]
El problema con las tendencias
dominantes de la izquierda durante el siglo XX –la socialdemocracia y el
movimiento comunista de inspiración soviética– fue la aceptación del modelo de
fuerzas productivas realmente existente. Mientras la primera se limita a una
versión reformada –a lo sumo keynesiana– del sistema capitalista, el segundo
desarrolló una forma colectivista – o capitalista de Estado– de productivismo.
En ambos casos, la cuestión del medio ambiente quedó descartada, o fue
marginada.
Los propios Marx y Engels no
ignoraban las consecuencias ambientales destructivas del modo de producción
capitalista: hay varios pasajes en El capital y otros escritos que muestran
esta comprensión.[3] Creían además que el objetivo del socialismo no era
producir cada vez más mercancías, sino dar a los seres humanos tiempo libre
para el pleno desarrollo de sus potencialidades. De modo que ellos tienen poco
en común con el “productivismo”, esto es, con la idea de que la ilimitada
expansión de la producción es un objetivo en sí mismo.
Sin embargo, hay algunos pasajes
en sus escritos que parecen sugerir que el socialismo permitiría el desarrollo
de las fuerzas productivas más allá de los límites impuestos a estas por el sistema
capitalista. Según este enfoque, la transformación socialista solo tendría que
ver con las relaciones de producción capitalistas, convertidas en un obstáculo
para el libre desarrollo de las fuerzas productivas existentes (se suele decir
que las “encadena”); el socialismo significaría sobre todo la apropiación
social de estas capacidades productivas, que las pondría al servicio de los
trabajadores. Para citar un pasaje del Anti-Dühring, un trabajo canónico para
varias generaciones de marxistas: el socialismo permitiría “que la sociedad,
abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas que ya no
admiten más dirección que la suya”.[4]
La experiencia de la Unión
Soviética ilustra los problemas que se derivan de una apropiación colectivista
del aparato de producción capitalista: desde el comienzo, predominó la tesis de
la socialización de las fuerzas de producción existentes. Es cierto que,
durante los primeros años tras la Revolución de Octubre, pudo desarrollarse una
corriente ecológica y algunas (limitadas) medidas proteccionistas fueron
tomadas por las autoridades soviéticas. Sin embargo, con el proceso de
burocratización stalinista, las tendencias productivas, en la industria y la
agricultura, fueron impuestas con métodos totalitarios, en tanto los
ecologistas fueron marginados o eliminados. La catástrofe de Chernobil es un
ejemplo extremo de las desastrosas consecuencias que tuvo la imitación de las
tecnologías productivas de Occidente. Un cambio en las formas de propiedad que
no sea seguido por la gestión democrática y la reorganización del sistema
productivo solo puede llevar a un final terrible.
Los marxistas pueden inspirarse
en lo que destacaba Marx en relación con la Comuna de Paris: los trabajadores
no pueden tomar posesión del aparato del Estado capitalista y ponerlo a
funcionar a su servicio. Deben “demolerlo” y reemplazarlo por una forma de
poder político radicalmente diferente, democrático y no estatal.
Lo mismo es aplicable, mutatis
mutandis, al aparato productivo: por su naturaleza, su estructura, no es
neutral, sino que está al servicio de la acumulación de capital y de la
ilimitada expansión del mercado. Está en contradicción con las necesidades de
protección del ambiente y de la salud de la población. Es preciso, por lo
tanto, “revolucionarlo”, en un proceso de transformación radical. Esto puede significar
cancelar ciertas ramas de la producción: por ejemplo, las plantas nucleares,
algunos métodos masivos/industriales de pesca (responsables por el exterminio
de varias especies en los mares), la tala destructiva de selvas tropicales,
etcétera (¡la lista es muy larga!). En cualquier caso, las fuerzas productivas,
y no solo las relaciones de producción, deben ser transformadas profundamente,
comenzando por una revolución del sistema energético, reemplazando los actuales
recursos –esencialmente fósiles– responsables de la contaminación y
envenenamiento del ambiente, por otros renovables, como el agua, el viento y el
sol. Por supuesto, muchos logros científicos y tecnológicos modernos son
valiosos, pero el sistema de producción debe ser transformado en su conjunto, y
esto solo puede hacerse a través de métodos ecosocialistas, esto es, a través
de una planificación democrática de la economía que tenga en cuenta la
preservación del equilibrio ecológico.
El tema de la energía es decisivo
para este proceso de cambio civilizatorio. Las energías fósiles (petróleo,
carbón) son grandes responsables de la contaminación del planeta, como ocurre
con el desastroso cambio climático; la energía nuclear es una falsa
alternativa, no solo por el peligro de nuevos Chernobils, sino también porque
nadie sabe qué hacer con las miles de toneladas de desperdicio radioactivo
–tóxicos durante cientos, miles y en algunos casos millones de años– y las
masas gigantescas de plantas obsoletas contaminadas. La energía solar, que
nunca despertó mucho interés en las sociedades capitalistas, por no ser
“rentable” ni “competitiva”, se convertiría en un objeto de investigación y
desarrollo intensivo, y jugaría un papel central en la construcción de un
sistema de energía alternativo.
Sectores enteros del sistema
productivo deberían ser suprimidos o reestructurados, y otros nuevos deben
desarrollarse, bajo la necesaria condición de pleno empleo para toda la fuerza laboral,
en iguales condiciones de trabajo y salario. Esta condición es esencial, no solo
porque es un requerimiento de la justicia social, sino para asegurar el apoyo
de los trabajadores al proceso de transformación estructural de las fuerzas
productivas. Proceso que es imposible sin el control público sobre los medios
de producción y planificación, es decir, sin decisiones públicas sobre
inversión y cambio tecnológico, que deben tomarse de los bancos y empresas
capitalistas para ponerlos al servicio del bien común de la sociedad.
La sociedad misma, y no un
pequeño grupo de propietarios oligárquicos –ni una élite de tecno-burócratas–
deben poder elegir, democráticamente, qué líneas productivas han de
privilegiarse, y cuántos recursos deben invertirse en educación, salud o
cultura. Los precios de los propios bienes no deben quedar librados a las
“leyes de oferta y demanda” sino, hasta cierto punto, determinados de acuerdo
con opciones políticas y sociales, así como con criterio ecológico, imponiendo
impuestos a ciertos productos y precios subsidiados para otros. En términos
ideales, a medida que avance la transición hacia el socialismo, cada vez más
productos y servicios se distribuirían libres de cargo, de acuerdo con el deseo
de los ciudadanos. Lejos de ser algo “despótico” en sí misma, la planificación
es el ejercicio, por la sociedad toda, de sus libertades: libertad de decisión,
y liberación de las alienantes y cosificadas “leyes económicas” del sistema
capitalista, que determina la vida y muerte de los individuos, y los encierra
en una “jaula de hierro” económica(Max Weber).La planificación y la reducción
de las horas de trabajo son los dos pasos decisivos de la humanidad hacia lo
que Marx llamó “el reino de la libertad”. Un incremento significativo del
tiempo libre es una condición para la participación democrática del pueblo
trabajador en la discusión democrática y el manejo de la economía y la
sociedad.
La concepción socialista de
planificación no es más que la radical democratización de la economía: si las
decisiones políticas no deben ser dejadas en manos de una pequeña élite de
gobernantes, ¿por qué no aplicar el mismo principio a las decisiones
económicas? Estoy dejando de lado el tema de la proporción específica entre
planificación y mecanismos de mercado: durante los primeros pasos de una nueva
sociedad, los mercados mantendrían ciertamente un lugar importante, pero al
avanzar la transición hacia el socialismo, la planificación se volvería cada
vez más predominante, a expensas de la ley del valor de cambio.
En tanto en el capitalismo el
valor de uso es solo un medio, a veces un engaño, al servicio del valor de
cambio y la ganancia –lo que explica, dicho sea de paso, por qué tantos
productos en la sociedad son sustancialmente innecesarios–, en una economía
socialista planificada el valor de uso es el único criterio para la producción
de bienes y servicios, con consecuencias económicas, sociales y ecológicas de
largo alcance. Como observó Joel Kovel: “El acrecentamiento de los valores de
uso y la correspondiente reestructuración de las necesidades se convierten
ahora en los reguladores sociales de la tecnología, en lugar de ser esta, como
bajo el capital, conversión de tiempo en plusvalía y dinero”.[5]
En una producción racionalmente
organizada, el plan concierne a las principales opciones económicas, no a la
administración de restaurantes, verdulerías y panaderías, negocios pequeños,
empresas de artesanos o servicios. Es importante enfatizar que la planificación
no es contradictoria con la autogestión por los trabajadores de sus unidades de
producción: mientras que la decisión de transformar una planta automotriz en
una que produce colectivos y tranvías es tomada por la sociedad como un todo
mediante el plan, la organización interna y el funcionamiento de la planta
estarán democráticamente manejados por sus propios trabajadores. Mucho se ha discutido
sobre el carácter “centralizado” o “descentralizado” de la planificación, pero
puede decirse que la cuestión es realmente el control democrático del plan a
todos los niveles, local, regional, nacional, continental y, esperemos,
internacional: temas ecológicos como el calentamiento global son planetarios y
solo pueden ser tratados a escala global. Se podría llamar esta
propuesta“planeamiento democrático global”; y es bastante opuesta a lo que
usualmente se describe como “planificación central”, dado que las decisiones
económicas y sociales no son tomadas por algún “centro”, sino democráticamente
decididas por la población en cuestión.
Una planificación ecosocialista
está basada entonces en un debate pluralista y democrático, en todos los
niveles donde las decisiones deben ser tomadas: las diferentes propuestas son
sometidas a la gente en cuestión, bajo la forma de partidos, plataformas, o
cualquier otro movimiento político, y de acuerdo con esto se eligen delegados.
Sin embargo, la democracia representativa debe ser completada –y corregida– por
una democracia directa, donde la gente directamente elige –nivel local,
nacional y, por último, global– entre grandes opciones sociales y ecológicas:
¿el transporte público debe ser gratis? ¿Deben impuestos especiales los dueños
de autos privados pagar para subsidiar el transporte público? ¿Debe la energía
solar ser subsidiada para que compita con la energía fósil? ¿Deben reducirse
las horas de trabajo semanal a 30, 25 o menos horas, aunque esto signifique la
reducción de la producción? La naturaleza democrática de planificación no es
contradictoria con la existencia de expertos, pero el papel de estos no es
decidir, sino presentar sus puntos de vista –a veces distintos, si no
contradictorios– a la población y dejar que esta elija la mejor solución.
¿Qué garantía hay de que la gente
vaya a tomar decisiones ecológicas correctas, al precio de dejar de lado
algunos hábitos de consumo? No existe una “garantía” que no sea apostar a la
racionalidad de las decisiones democráticas, una vez que el poder del
fetichismo de la mercancía esté roto. Por supuesto, existirán errores en las
opciones populares, pero ¿quién cree que los expertos mismos no cometen
errores? Uno no puede imaginar el establecimiento de dicha nueva sociedad sin
que la mayoría de la población haya logrado, por sus luchas, su propia
educación, y experiencia social, un alto nivel de conciencia
socialista/ecológica; y esto hace razonable suponer que los errores, incluyendo
decisiones que son inconsistentes con las necesidades del medio ambiente, van a
corregirse. De cualquier modo, ¿no son acaso las alternativas propuestas –el
mercado ciego, o una ecológica dictadura de “expertos”- mucho más peligrosas
que el proceso democrático, con todas sus contradicciones?
El pasaje del “progreso
destructivo” capitalista al ecosocialismo es un proceso histórico, una
transformación permanentemente revolucionaria de la sociedad, de la cultura y
de las mentalidades. Esta transición debe llevar, no solo a un nuevo modo de
producción y a una sociedad igualitaria y democrática, sino también a un modo
de vida alternativo, a una nueva civilización ecosocialista, mas allá del reino
del dinero, mas allá de los hábitos de consumo artificialmente producidos por
la publicidad, y mas allá de la producción sin límites de mercancías
innecesarias y/o nocivas para el medio ambiente. Es importante enfatizar que
semejante proceso no puede comenzar sin una transformación revolucionaria en
las estructuras sociales y políticas, y el apoyo activo, por una vasta mayoría
de la población, a un programa ecologista. El desarrollo de la conciencia
socialista y la preocupación ecológica es un proceso, donde el factor decisivo
es la propia experiencia de lucha popular, desde confrontaciones locales y
parciales al cambio radical de la sociedad.
¿Hay que promover el desarrollo,
o se debe elegir el “decrecimiento”? Me parece que ambas opciones comparten una
concepción meramente cuantitativa del “crecimiento” –positivo o negativo– o de
desarrollo de las fuerzas productivas. Hay una tercera postura, que me parece
más apropiada: una transformación cualitativa del desarrollo. Esto significa
poner fin al monstruoso despilfarro de recursos del capitalismo basado en la
producción a gran escala de productos innecesarios y/o nocivos: las industrias
de armamentos de son un buen ejemplo de esto, pero una gran parte de los
“bienes” producidos en el capitalismo –con sus inherentes obsolescencias– no
tienen mas utilidad que generar ganancias para las grandes corporaciones. La cuestión
central no es el “consumo excesivo” en abstracto, sino el prevaleciente tipo de
consumo, basado como está en la apropiación ostentosa, el desperdicio masivo,
la alienación mercantilista, la obsesiva acumulación de bienes, y la compulsiva
adquisición de seudonovedades impuestas por la “moda”. Una nueva sociedad
orientaría la producción hacia la satisfacción de bienes auténticos, comenzando
con aquellos que podrían describirse como “bíblicos” –agua, comida, ropa,
hogar– pero incluyendo también servicios básicos: salud, educación, transporte,
cultura.
Obviamente, los países del Sur,
donde estas necesidades están lejos de ser satisfechas, van a necesitar de un
nivel de “desarrollo” mucho mayor que los países avanzados industrialmente:
construcción de rutas, hospitales, sistemas de cloacas, y otras
infraestructuras. Pero no hay razón por la cual esto no pueda llevarse a cabo
con un sistema productivo que sea amigable con el ambiente y que esté basado en
energías renovables. Estos países necesitarán cultivar grandes cantidades de
comida para nutrir su población hambrienta, pero esto puede ser mucho mejor
alcanzado –como los movimientos campesinos organizados en el mundo en la red Via Campesina han estado reclamando por
años– por una agricultura campesina biológica basada en unidades familiares,
granjas cooperativas o colectivistas, mas que por los métodos destructivos y
antisociales de empresas industriales/ganaderas, basadas en el uso intensivo de
pesticidas, químicos y OGMs (Organismos Genéticamente Modificados). En vez del
monstruoso sistema actual de endeudamiento y de explotación imperialistas de
los recursos del Sur por parte de los países capitalistas/industriales, debería
haber una corriente de ayuda tecnológica y económica desde el Norte hacia el
Sur, sin que sea necesario –como algunos puritanos y ascéticos ecologistas
parecen creer– que la población en Europa o Norteamérica “reduzca su calidad de
vida”: solo deberán privarse del consumo obsesivo, inducido por el sistema
capitalista, de mercancías inútiles que no corresponden a ninguna necesidad
real.
¿Cómo distinguir las necesidades auténticas de
las artificiales, falsas y provisionales? Las últimas son introducidas por la
manipulación mental, esto es, la publicidad. El sistema publicitario ha
invadido todas las esferas de la vida humana en las sociedades capitalistas
modernas: no solo en cuanto al alimento y la ropa, sino también a los deportes,
la cultura, la religión y la política que son moldeadas de acuerdo con sus
reglas. Ha invadido nuestras calles, casillas de correo electrónico, pantallas
de televisión, periódicos, paisajes, de un modo permanente, agresivo e
insidioso que definitivamente contribuye a hábitos de consumo indudables y
compulsivos. Además, desperdicia una cantidad astronómica de petróleo,
electricidad, tiempo de trabajo, papel, químicos, y otras materias primas
-todas pagadas por los consumidores- en una rama de producción que no es solo
innecesaria desde el punto de vista humano, sino directamente contrapuesta a
las necesidades reales de la sociedad. Mientras la publicidad es una dimensión
indispensable de la economía de mercado capitalista, no tendría lugar en una
sociedad en transición al socialismo, donde sería reemplazada por información
sobre bienes y servicios facilitados por asociaciones de consumo. El criterio
para distinguir una necesidad autentica de una artificial, es su persistencia
después de la supresión de la publicidad (¡Coca-Cola!). Por supuesto, durante
algunos años, los hábitos de consumo persistir inútiles persistirán; y nadie
tiene el derecho de decirle a la gente cuáles son sus necesidades. El cambio en
los patrones de consumo es un proceso histórico, así como un desafío educativo.
Algunas mercancías, como el auto
individual, implican problemas más complejos. Los autos particulares son un
problema público: matan y lesionan anualmente a miles de personas a escala
mundial, contamina el aire en las grandes ciudades –con directas consecuencias
para la salud de los niños y ancianos– y contribuyen de manera significativa al
cambio climático. Sin embargo, responden a necesidades reales, al transportar a
la gente a sus trabajos, casas o actividades de ocio. Experiencias locales en
algunas ciudades europeas con administraciones con cuidados ecológicos muestran
que es posible –con aprobación de la mayoría de la población– limitar
progresivamente el porcentaje de automóviles individuales en circulación a
favor de colectivos y tranvías. En un proceso de transición al ecosocialismo,
donde el transporte público – subterráneo o no– estaría ampliamente extendido y
sería gratuito para los usuarios, y donde los peatones y ciclistas tendrían
sendas protegidas, el auto privado tendría un papel mucho menor que en la
sociedad burguesa, donde se ha convertido en un una mercancía fetiche –promovida
con una incisiva y agresiva publicidad–, un símbolo de prestigio, un signo de
identidad (en los Estados Unidos, la licencia de conducir es un documento de
identidad reconocido) central en la vida personal, social y erótica.
El ecosocialismo está basado en
una apuesta que ya había promovido Marx: el predominio, en una sociedad sin
clases y liberada de la alienación capitalista, del “ser” por encima del
“tener”; vale decir, de tiempo libre para la realización personal mediante
actividades culturales, deportivas, lúdicas, científicas, eróticas, artísticas
y políticas, en lugar del deseo de poseer una infinidad de productos. La
adquisición compulsiva es inducida por el fetichismo de la mercancíainherente
al sistema capitalista, por la ideología dominante y por la propaganda: no
existe ninguna prueba de que esto sea parte de la “eterna naturaleza humana”,
como el discurso reaccionario quiere hacernos creer. Como Ernest Mandel
enfatizó:
La continua acumulación de cada
vez más mercancías (con una “utilidad marginal” decreciente) no es de ninguna
manera una característica universal o incluso predominante de la naturaleza
humana. El desarrollo de talentos e inclinaciones por su propio bien; la
protección de la salud y la vida; el cuidado de los niños; el desarrollo de
ricas relaciones sociales [...]; todos estos factores se convierten en
motivaciones fundamentales una vez que las necesidades materiales básicas han
sido satisfechas.[6]
Esto no significa que no surgirán
conflictos, particularmente durante el proceso de transición, entre los
requerimientos de la protección del ambiente y las necesidades sociales, entre
los imperativos ecológicos y la necesidad de desarrollar infraestructuras
básicas, particularmente en los países pobres, entre los hábitos de consumo
populares y la escasez de recursos. ¡Una sociedad sin clases no es una sociedad
sin contradicciones ni conflictos! Estos son inevitables: resolverlos será la
tarea de una planificación democrática, en una perspectiva ecosocialista,
liberada de los imperativos del capital y la obtención de ganancias, mediante
una discusión abierta y pluralista, que desemboque en la toma de decisiones por
la misma sociedad. Esta democracia arraigada y participativa es el único
camino, no de prevenir errores, sino de permitir la autocorrección, por parte
de la colectividad social, de sus propios errores.
¿Es esta una utopía? En su
sentido etimológico –“algo que existe en ningún lado”–, ciertamente lo es.
¿Pero no son las utopías visiones de un futuro alternativo, imágenes deseadas
de una sociedad diferente, un aspecto necesario de cualquier movimiento que
quiere desafiar el orden establecido? Como explicó Daniel Singer en su
testamente literario y político, Whose Millenium?, en un intenso capitulo
titulado “Utopía realista”:
si el establishment ahora se ve
tan sólido, a pesar de las circunstancias, y si el movimiento obrero o la
izquierda en general están tan incapacitados, tan paralizados, es por la
inaptitud para ofrecer una alternativa radical. [...] La regla básica del juego
es que no se cuestione ni lo fundamental del argumento ni los fundamentos de la
sociedad. Solo una alternativa global, que rompa con esas reglas de resignación
y abdicación, puede dar al movimiento emancipatorio un impulso genuina.[7]
La utopía socialista y ecológica
es solo una posibilidad objetiva, no el inevitable resultado de las
contradicciones del capitalismo, o de las “leyes de hierro de la historia”. No
es posible predecir el futuro sino en términos condicionales: ante la ausencia
de una transformación ecosocialista, de un cambio radical en el paradigma
civilizatorio, la lógica del capitalismo llevará al planeta a desastres
ecológicos dramáticos, amenazando la salud y la vida de billones de seres
humanos, y tal vez hasta la supervivencia de nuestra especie.
* * * *
Soñar y luchar por una nueva
civilización no significa que no se pelee por concretas y urgentes reformas.
Sin ninguna ilusión en un “capitalismo limpio”, uno debe tratar de ganar
tiempo, y de imponer, a los poderes existen, algunos cambios elementales: la
prohibición de HCFCs que están destruyendo la capa de ozono, una moratoria
general en organismos genéticamente modificados, una drástica reducción en la
emisión de gases con efecto invernadero, el desarrollo del transporte público,
los impuestos para autos contaminantes, el reemplazo progresivo de camiones por
trenes, una regulación severa de la industria pesquera, así como del uso de
pesticidas y químicos en la producción agroindustrial. Estos y otros temas
similares están en el corazón de la agenda del Global Justice Movement y el
Foro Social Mundial, que han permitido, desde Seattle en 1999, la convergencia
de movimientos sociales y ambientales en una lucha común en contra del sistema.
Estas urgentes demandas
ecosociales pueden llevar a procesos de radicalización, a condición de no
aceptar que se limiten sus objetivos conforme a los requerimientos del “mercado
(capitalista)” o de la “competitividad”. De acuerdo a la lógica de lo que los
marxistas llaman “un programa transicional”, cada pequeña victoria, cada avance
parcial puede llevar inmediatamente a una demanda mayor, a un objetivo más
radical.
Dichas luchas alrededor de temas
concretos son importantes, no solo porque las victorias parciales son
bienvenidas en sí mismas, sino también porque contribuyen a aumentar la
conciencia social y ecológica, y porque promueven la actividad y
autoorganización desde abajo: ambos son precondiciones decisivas y necesarias
para una transformación radical del mundo, es decir, revolucionaria.
No hay razón para el optimismo:
las entrelazadas élites gobernantes del sistema son increíblemente poderosas y
las fuerzas radicales de oposición aún son chicas. Pero constituyen la única
esperanza de que el catastrófico curso del “crecimiento” capitalista sea detenido.
Walter Benjamin no definió la revolución como la locomotora de la historia,
sino como el acto por el cual la humanidad acciona los frenos de emergencia del
tren antes de caer al precipicio...
Octubre,2009
(*)Artículo enviado por el autor,
traducido del inglés para la revista Herramienta (Buenos Aires,Argentina ) por María Luján Veiga.
(**)Löwy, Michael
Nació en Brasil en 1938, hijo de
inmigrantes judíos vieneses. Se graduó en Ciencias Sociales en la Universidad
de San Pablo en 1960, y se doctoró en la Sorbona, bajo la dirección de Lucien
Goldmann, en 1964. Vive en París desde 1969. Es director de investigación
emérito en el Centre National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de
Investigación Científica); fue profesor en la École des Hautes Études en
Sciences Sociales (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales). Sus obras
han sido publicadas en 24 idiomas. Entre sus libros más recientes se encuentran
Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa central (1988); Rebelión y
melancolía. El romanticismo como contracorriente de la modernidad (1992);
Walter Benjamin: aviso de incendio (2001); Kafka, soñador insumiso (2004);
Sociologías y religión. Aproximaciones insólitas (2009); Ediciones Herramienta
y El Colectivo publicaron, en 2010, su libro La teoría de la revolución en el
joven Marx. Es miembro del consejo editor de la Revista Herramienta, donde ha
realizado numerosas contribuciones.
Notas :
[1] Un notable análisis de la
lógica destructiva del capital puede encontrarse en Joel Kovel, The Enemy of
Nature. The End of Capitalism
or the End of the World ?, N.York,; Zed Books, 2002. [Edición en
castellano: El enemigo de la naturaleza. ¿El fin delcapitalismo o el fin del
mundo?, Buenos Aires, Asociación Civil Tesis 11, 2005.]
[2] John Bellamy Foster usa el
concepto de “revolución ecológica”, pero argumenta que “una revolución
ecológica global merecedora del nombre solo puede ocurrir como parte de una más
amplia revolución social; y, yo insistiría, socialista. Dicha revolución [...]
demandaría, como insistía Marx, que los productores asociados regulen
racionalmente la relación metabólica del hombre con la naturaleza. [...] Debe
inspirarse en William Morris, uno de los mas originales y ecologistas
seguidores de Karl Marx, de Gandhi, y de otras figuras radicales,
revolucionarias y materialistas, incluyendo a Marx mismo, llegando tan lejos
como a Epicuro”. (“Organizing
Ecological Revolution”, Monthly Review 57.5 (octubre de 2005), pp. 9-10).
[3] Ver John Bellamy Foster, Marx’s Ecology.
Materialism and Nature, Nueva York, Monthly Review Press, 2000.
[4] F.Engels, Anti-Dühring, París, Ed. Sociales,
1950, p. 318. [Hay muchas ed. en castellano; cf.: México, Ediciones Fuente
Cultural, 1945, p. 284.
[5] Joel Kovel, Enemy of Nature, p. 215 [ed. en
castellano: p. 222]
[6] Ernest Mandel, Power and Money. A
Marxist Theory o Bureaucracy, Londres, Verso, 1992, p. 206. [Hay edición en
castellano: El Poder y el Dinero. Contribución a la teoría de la posible
extinción del estado, México, Siglo Veintiuno, 1994, p. 294.
[7] D. Singer, Whose Millenium? Theirs or
Ours?,Nueva York, Monthly Review Press, 1999, pp. 259-260.
Michael Löwy: "Crisis civilizatoria y Ecosocialismo"
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