Posibilitar lo imposible. Slavoj
Žižek y la perspectiva de la emancipación
Por : Santiago M. Roggerone (IIGG-FSOC-UBA/ CONICET)
Try again. Fail again. Fail better.
Samuel
Beckett
I
Si, como suele decirse, el siglo
XX fue un siglo corto —un siglo de unos setenta y siete años, comprendido entre
1914 y 1991, esto es, entre el comienzo de la Primera Guerra Mundial y la
disolución de la URSS—, podría pensarse entonces que la primera década del
siglo XXI fue una década corta: durando menos de siete años, comenzó el 11 de
septiembre de 2001 con los ataques cometidos al World Trade Center y culminó
tras el colapso financiero que tuvo lugar a principios de 2008. Según Slavoj
Žižek, los dos Acontecimientos que marcan el inicio y el fin de esta década
corta, tratarían correspondientemente “de una tragedia y una farsa” (Žižek,
2011d: 5): el primero simbolizaba el fin de ese periodo clintoniano abierto
doce años antes con otro derrumbe, el del Muro de Berlín, y el anuncio de “una
era en la que por todas partes aparecían nuevos muros” (ibídem: 8); el segundo,
una “repetición más terrorífica que la tragedia original” (ibídem: 10), puesto
que por lo general las farsas eso es lo que implican; era como si la utopía de
Francis Fukuyama sobre la década de los noventa, necesitara “morir dos veces”
(Žižek, 2011d: 9): primero como “utopía política democrático-liberal” (ídem),
luego como “utopía económica del capitalismo global de mercado” (ídem).
Al comenzar esta década corta,
Žižek efectuaría dos movimientos: por un lado, daría la bienvenida a ese
desierto de lo Real develado como consecuencia inesperada de los atentados del
11 de septiembre (Žižek, 2005) y, por otro, adoptaría un lema al que en lo
sucesivo se mantendría fiel: repetir Lenin (Žižek, 2004).
Tras estos dos movimientos se
encontraba una peculiar lectura del concepto lacaniano de lo Real. Según Žižek,
lo Real es una dimensión que niega al orden de la significación —es decir, que niega
aquello que no puede ser incorporado en él— y, vis-à-vis, establece los
contornos en los que ella puede operar. En todo momento lo Real persistiría
como una falta y toda construcción simbólica o imaginaria —esto es, toda
construcción asentada en alguna de las otras dos dimensiones que junto a la de
lo Real conforman ese nudo borromeo RSI que indica la estructura de los
registros del ser hablante y cuyo enlace, a la vez, define al objet petit a—
existiría como una respuesta a esa falta que impone límites de negación y
simultáneamente constituye a todo orden discursivo significante. De esta
manera, la realidad constituiría básicamente un intento (imposible) por
establecer una consistencia elemental frente a los efectos corrosivos de lo
Real; es decir, una tentativa siempre ideológica de negar aquel núcleo
traumático que no puede ser simbolizado, explicado, internalizado o aceptado:
la lucha de clases, el “antagonismo social fundamental” (Žižek, 2011c: 135) que
“divide el edifico social desde dentro” (ídem), sobredeterminándolo y
distorsionándolo.
Lo propio de esta lectura es que
lo Real no sólo es entendido como aquello que no se puede simbolizar, sino
también —y fundamentalmente— como aquello conceptualizado por Žižek (2006) a
través de la idea de brecha de paralaje —una idea que refiere a la diferencia
subyacente entre las posiciones aparentes que un astro posee, según el punto
desde donde se lo observe—; no sólo como lo que está distorsionado, sino como
“el propio principio de distorsión” (Žižek, 2011b: 296). En suma, lo Real ante
todo es un antagonismo social traumático que fija los límites de las
simbolizaciones posibles que, necesariamente, han de diferir entre sí; el
meollo inmanente e inherente a lo Simbólico que tiene lugar en tanto hiato
debido a que éste (lo Simbólico) lo introduce en la realidad. Podemos decir así
que hay un trauma (el del capitalismo), un Real (el antagonismo de la lucha de
clases) y por tanto también una verdad (la de la distorsión de las distintas
perspectivas de clase).
De este modo, el problema con lo
Real no es que no tiene lugar, sino, contrariamente, que sucede. Fiel a esta
convicción que plantea que lo imposible acontece, que de hecho es factible que
así sea y por tanto que hay que arriesgarse a posibilitarlo, Žižek se
despediría de la primera década corta del siglo XXI y de su desierto de lo
Real, dando la bienvenida a tiempos ciertamente más interesantes.
Hoy en día nos estamos acercando
claramente a una época de tiempos interesantes: las señales están en todas
partes, desde la crisis financiera del 2008 hasta las catástrofes ecológicas
del 2010. Una posición radicalemancipatoria auténtica no se repliega o
retrocede frente a semejantes situaciones de peligro: consciente de los
horrores que éstas suponen, se atreve a usarlas como oportunidades para el
cambio social. Cuando Mao Zedong dijo “Hay un gran desorden bajo el cielo, la
situación es excelente”, quería señalar un hecho que puede ser articulado con
precisión en términos lacanianos: la inconsistencia del Gran Otro abre el
espacio para el acto (Žižek, 2011a: 13).
II
El final de esta década corta,
coincidiría también con la publicación de En defensa de causas perdidas. Tras
presentar el estado de las cosas en clave crítico-ideológica, en este libro
Žižek defiende abiertamente los momentos de verdad o “de redención” (Žižek,
2011b: 13) que fenómenos como el terror revolucionario, la dictadura del
proletariado, el estalinismo o la fallida Revolución Cultural China, poseen aún
para intervenir en el presente. Y la justificación para proceder de este modo,
mediante la defensa de los momentos de verdad de las causas perdidas, reside en
que, tal “como diría Badiou con su inimitable estilo platónico, las verdaderas
ideas son eternas, indestructibles, vuelven siempre que se anuncia su muerte”
(ibídem: 11). Y hay una de estas Ideas que es tal vez la más importante:
aquella Idea del comunismo que condensa “los cuatro conceptos fundamentales que
actúan desde Platón, a través de las rebeliones milenaristas medievales, del
jacobinismo, el leninismo y el maoísmo: la estricta justicia igualitaria, el
terror disciplinario, el voluntarismo político y la confianza en el pueblo”
(Žižek, 2011d: 145); vale decir, aquella “Idea platónica que persiste,
regresando una y otra vez después de cada derrota” (ibídem: 146): “La Idea
comunista (…) subsiste: sobrevive a los fracasos de su realización como un
espectro que regresa una y otra vez, en una incesante persistencia que Beckett
recapitula del modo más efectivo en (…) Rumbo a peor: ‘Inténtalo de nuevo.
Fracasa de nuevo. Fracasa mejor’” (Žižek, 2010a: 240).
Lo que tal vez es lo más radical
de esta concepción del comunismo como Idea eterna, es la implicancia de “que la
situación que lo genera es igualmente eterna, es decir, que el antagonismo
contra el que reacciona el comunismo siempre existirá” (Žižek, 2011d: 103).
Afirmar esto permite insistir en la Idea del comunismo “en un preciso sentido
marxiano: hay grupos sociales que, a cuenta de su falta de un lugar determinado
en el orden ‘privado’ de la jerarquía social, representan directamente la
universalidad; son lo que Rancière llama la ‘parte de ninguna parte’ del cuerpo
social” (ibídem: 116); de lo que parecería tratarse para Žižek, es de ser
irrestrictamente solidario “con esta ‘parte de ninguna-parte’ y con su posición
de universalidad singular” (ibídem: 144).
Ahora bien, ¿quién o qué es lo
que encarna en la sociedad contemporánea esta parte de ninguna parte? La
crítica de Ernesto Laclau a propósito del “callejón sin salida” (Laclau, 2005:
295) en el que se encuentra Žižek a la hora de apuntar algún “actor histórico
concreto para su lucha anticapitalista” (ibídem: 296) o proveer una “teoría del
sujeto emancipatorio” (ídem), parecería poseer al menos un momento de verdad en
vistas a las ambigüedades e imprecisiones en las que él incurre habitualmente
cuando intenta determinar esta parte de ninguna parte del cuerpo social. Pero
lo que de ninguna manera es ambiguo o impreciso, es que él entiende que debe
dársele una nueva oportunidad a la dictadura del proletariado —esto es, a la
dictadura de la parte de ninguna parte—; que él sostiene que de hecho ésa es
“la única opción auténtica que tenemos” (Žižek, 2011b: 422); que él
decididamente se rehúsa a seguir a Laclau o incluso a Badiou en el abandono del
horizonte del marxismo y el anticapitalismo radical. En vistas a esto, nos
gustaría aventurar aquí que el inconsciente político de Žižek —el término
pertenece a Fredric Jameson (1989)— parecería coincidir en más de un sentido
con las premisas fundamentales de aquella tradición que a lo largo de su
historia ha tenido la virtud de —como alguna vez planteó Perry Anderson— ser la
única en poseer “una visión adulta del socialismo a escala mundial” (Anderson,
1985: 173) y que asimismo, de acuerdo nuevamente con Anderson, alguna vez
amenazó con reunificarse con el marxismo occidental “en un movimiento
revolucionario de masas” (Anderson, 2005: 125); nos referimos, claro está, a
esa tradición de los trotskismos a la que Jean-Paul Sartre supo caracterizar
vívidamente como “un arte de la espera” (citado en Elliott, 2004: 14).
III
¿Pero qué es lo que exactamente
une a una figura como la de Žižek, que con el fin de provocar a sus lectores se
jacta de que en uno de los muros de su hogar en Eslovenia cuelga un retrato de
Stalin, con aquella tradición cuyo nombre surgió como un calificativo
peyorativo pergeñado por sus adversarios y cuya historia, como bien señala
Daniel Bensaïd, no es otra que la de “una exigencia eminentemente política de
no ceder, de no renunciar, de no entregar las armas” (Bensaïd, 2002: 14)?
Evidentemente, si se reduce sin mayores contratiempos esta tradición, que en
verdad no es la de un trotskismo sino la de unos cuantos —en efecto, “hablar de
los trotskismos en plural se ajusta más a la realidad que hacerlo de trotskismo
en singular” (ibídem: 12)—, a una tradición de un puñado de neuróticos
incapaces de hacer correctamente su travail de deuil, pocos puntos de contacto
son los que podrán hallarse. Ahora bien, si a la manera de Sartre en cambio se
la concibe eminentemente como un arte de la espera, las cosas parecerían
cambiar un poco; a fin de cuentas, como podría plantear tranquilamente el
Adorno de los Estudios sobre la personalidad autoritaria, la neurosis posee un
momento de verdad: no hay nada de malo en ella, el problema ante un mundo
completamente administrado como éste en el que nos toca vivir, reside
justamente en no ser un neurótico, en no estar drásticamente disconforme con (y
perseguido por) el estado de cosas actual, con (y por) lo que se presenta como
lo posible en el escenario de un capitalismo global que —como gustaba decir a
Trotsky— hace tiempo debería haber sido arrojado al basurero de la historia.
En En defensa de causas perdidas,
Žižek apunta:
La “forma de paciencia
específicamente comunista” no es sólo la paciencia que espera al momento en que
el cambio radical explotará a semejanza de (…) una “propiedad emergente”;
también es la paciencia para perder batallas para ganar la guerra (…) o, para
expresarlo de una manera más propia de Badiou, que la irrupción del
acontecimiento funcione como una ruptura en el tiempo e introduzca un orden
temporal completamente diferente (…) entraña que, desde la perspectiva del
tiempo de la evolución histórica ajena al acontecimiento, nunca es el “momento apropiado”
para el acontecimiento revolucionario, la situación nunca está lo “bastante
madura” para un acto revolucionario (…) [Las] derrotas del pasado acumulan la
energía utópica que explotará en la última batalla: la “maduración” no está a
la espera de circunstancias “objetivas” para alcanzar la madurez, sino de la
acumulación de derrotas (Žižek, 2011b: 402).
¿No hay acaso una asombrosa
afinidad electiva entre estas líneas y estas otras de aquel Programa de
Transición que la Oposición de Izquierda que Trotsky lideraba redactó en 1938
con el fin de fundar una IV Internacional?:
Las charlatanerías de toda
especie según las cuales las condiciones históricas no estarían todavía
“maduras” para el socialismo no son sino el producto de la ignorancia o de un
engaño consciente. Las condiciones objetivas para la revolución proletaria no
sólo están maduras sino que han empezado a descomponerse. Sin revolución
socialista en un próximo período histórico, la civilización humana está bajo
amenaza de ser arrasada por una catástrofe (Trotsky, 2008: 66).
Es cierto que los términos son
otros —recordemos que desde la perspectiva žižekiana el socialismo ya no es “la
infame ‘fase inferior’ del comunismo” (Žižek, 2011d: 112) sino “su verdadero
competidor, su mayor amenaza” (ídem)— y que un intelectual como Žižek, que
considera que la política emancipatoria debe ser reinventada radicalmente,
probablemente desestima planteos de Trotsky como “todo depende del
proletariado, es decir, en primer lugar, de su vanguardia revolucionaria”
(Trotsky, 2008: 66) o “la crisis histórica de la humanidad se reduce a la
crisis de la dirección revolucionaria” (ídem). No obstante, parecería existir
un punto de acuerdo fundamental entre la concepción de la política de Žižek y
el principio rector de los trotskismos, que podría ser enunciado como un cierto
saber acerca de la espera. Efectivamente: si algo ha caracterizado a los
trotskismos a lo largo de la historia “de una herencia preciosa, pero sin modo
de uso” (Bensaïd, 2002: 45), ese algo ha sido su aptitud para la espera, su
maravillosa capacidad para saber cómo esperar. Este peculiar saber, lo que
básicamente implica es una versatilidad a la hora de la derrota, un
conocimiento de lo que efectivamente hay que hacer al otro día de la derrota.
Dicho de otro modo, lo que este saber informa es que no importa cuánto se
pierda, sino cómo se pierde y cómo se actúa luego de que se pierde; la radical
convicción de la que este saber se nutre, es la de que hay que actuar a
cualquier precio, sin importar lo que pase o deje de pasar después; la de que
ante un Acontecimiento hay que ser fiel a él mediante un passage à l’acte en el que se lo arriesgue todo, para así poder
comenzar de nuevo; la de que no hay que esperar la maduración de absolutamente
nada ni obtener el permiso de ningún gran Otro: este saber sabe que hay que
actuar, puesto que mañana será demasiado tarde —o, para decirlo brutalmente,
que a fin de cuentas no hay mañana alguno, que sólo queda el Acto al que se
puede pasar hoy.
¿Y el Acto par excellence de Trotsky, el de ya no seguir esperando a nada ni a
nadie y fundar, gracias a la locura que entraña toda decisión, una nueva
Internacional, un nuevo Partido de la revolución mundial —Acto que, en
definitiva, es aquel que ha caracterizado a unos trotskismos ávidos de comenzar
siempre de nuevo—, no da cuenta precisamente de la manera más fiel, de aquel
gesto que Žižek caracterizó del modo más vívido con el lema repetir Lenin —vale
decir, con un lema que implica “aceptar que ‘Lenin ha muerto’” (Žižek, 2004: 155)
y asumir que lo hay que repetir (para que no retorne espectralmente) no es “lo
que Lenin HIZO, sino lo que DEJÓ DE HACER, sus oportunidades PERDIDAS” (ibídem:
156)—?
Ciertamente, Žižek parecería
encontrarse hoy frente al abismo de un Acto. En el documental Marx reloaded
(2011), hay un corto de animación en el que se recrea o transpone la escena
central de Matrix (1999): un Trotsky haciendo el papel de Morpheus ofrece dos
píldoras a un Marx haciendo el de Neo: una azul, con la que la pesadilla termina
y despierta en Colonia como el editor de un periódico; otra roja, con la que se
queda en Wonderland y se le revela cuán lejos puede llegar la revolución
permanente. ¿Hoy en día no se encuentra Žižek acaso ante una decisión como
ésta, en la que tiene que terminar de optar entre algo así como la píldora azul
de la crítica postmarxista de la ideología y algo así como la píldora roja del
marxismo revolucionario? Excusándose reiteradamente de que de él no se pueden
esperar respuestas sino sólo la formulación de las preguntas adecuadas, hasta
el momento Žižek no se ha pronunciado sobre esta disyuntiva —de hecho, tal como
manifestó en el documental The Pervert’s Guide to Cinema (2006), si tendría que
inclinarse por alguna opción esa sería la que encarna una tercera píldora—; no
obstante, él también sabe muy bien que para no pasar al Acto no hay excusas,
sino solamente coartadas. Es por eso que nos gustaría sugerir aquí que en caso
de optar por la píldora roja —esto es, en caso de repetir la elección de Neo y,
por qué no, la elección del propio Marx—, Žižek se encontraría con el desierto
de su Real, con su inconsciente político; de ser así, de enfrentarse al
callejón sin salida que supone un Acontecimiento como éste, estaría obligado a
ser fiel a su propia premisa político-existencial, a pasar al Acto y tocar lo
Real imposible que lo enfrente con aquello que recientemente, en su formidable
intervención en una asamblea del movimiento Occupy Wall Street, él mismo
denominó el violento silencio de un nuevo comienzo.
IV
Pero no obstante a este abismo
ante el que Žižek hoy parecería encontrarse, lo cierto es que él jamás
permitiría que se asocie su pensamiento con el de algún tipo de trotskismo —de
hecho, hace un par de años ante una reprimenda de Antonio Negri, no dudó en
señalar: “Qué se quiere decir al afirmar que soy ‘algo así como un trotskista’
supera mi comprensión” (Žižek, 2011b: 373). Podría pensarse incluso que en
Žižek no hay lugar para Trotsky: resulta extremadamente sintomático que en un
libro como En defensa de causas perdidas, donde hay lugar para Robespierre,
para Lenin, para Mao y hasta para Stalin, Trotsky sólo aparezca lateralmente,
como si su presencia se tratara de una excrecencia marginal. Y si para Trotsky
no hay lugar, para los trotskismos en Žižek sólo parecería existir la más
enfática de las críticas. Efectivamente: Žižek rechaza de plano el fetiche
propiamente trotskista que consiste “en creer que las cosas se torcieron en la
Unión Soviética sólo porque Lenin no logró llevar a cabo una alianza forzada
con Trotsky para destruir a Stalin” (Žižek, 2004: 154); entiende, de hecho, que
los trotskismos funcionan “como algo parecido a un obstáculo político teórico,
que impide el análisis autocrítico radical necesitado por la izquierda
contemporánea” (Žižek, 2011b: 239). Pues tal como lo precisó en una
introducción a una compilación de escritos de Mao, él piensa que
Una de las más arteras trampas
que acechan a los marxistas es la búsqueda del momento de la Caída, cuando las
cosas se torcieron en la historia del marxismo: ¿fue ya el último Engels con su
comprensión más positivista-evolucionista del materialismo histórico? ¿Fueron
el revisionismo y la ortodoxia de la Segunda Internacional? ¿Fue Lenin? ¿O fue
Marx mismo en su obra tardía, tras abandonar su humanismo de juventud (como
algunos “marxistas humanistas” sostenían hace décadas)? Todo este tema debe
rechazarse: aquí no hay oposición, la Caída ha de inscribirse en los mismos
orígenes (…) Lo que esto quiere decir es que, aun si —o, mejor, especialmente
si— uno somete el pasado marxista a una crítica implacable, primero tiene que
reconocerlo como “propio de uno”, asumiendo la plena responsabilidad por él, no
desentenderse cómodamente del “mal” giro de las cosas atribuyéndolo a un
intruso externo (Žižek, 2010b: 5-6).
Es precisamente a causa de que no
hay lugar para Trotsky en Žižek y que para los trotskismos no parecería haber
más que críticas, que el prólogo que escribió a un libro como Terrorismo y
comunismo —una obra ciertamente maldita para la propia tradición de los
trotskismos; el “peor libro” (Bensaïd, 2002: 24) de Trotsky, a decir de
Bensaïd—, constituya tal vez una de sus intervenciones más importantes, pues
allí él demuestra tener el coraje que se necesita para enfrentar nada menos que
a los propios silencios. Tal como Žižek lo ve, el Trotsky de Terrorismo y
comunismo que defiende el gobierno del Partido y el terror revolucionario —vale
decir, el Trotsky ajeno al mito que lo concibe como una figura cálida,
profundamente democrática, partidario del psicoanálisis, amigo de artistas
surrealistas, amante de Frida Kahlo, etc.— “representa un elemento perturbador
para la alternativa ‘o socialismo (social)democrático o totalitarismo
estalinista” (Žižek, 2011b: 239). No sería ninguno más que este Trotsky maldito
el que habría que redimir:
Trotsky es aquel para el que no
hay lugar ni en el socialismo realmente existente anterior a 1990 ni en el
capitalismo realmente existente posterior a 1990, en el que ni siquiera los
nostálgicos del comunismo saben qué hacer con la revolución permanente de
Trotsky: tal vez el significante “Trotsky” sea la designación más apropiada
para lo que vale la pena redimir del legado leninista (Žižek, 2009: 25).
V
La lección que cabe extraer es
que del mismo modo que repetir Lenin no significa repetir los errores,
desaciertos y tragedias del leninismo, repetir Trotsky no podría significar
repetir sin más el repertorio de los trotskismos. En un sentido fundamental,
repetir Trotsky significaría repetir no lo que hicieron Trotsky y los trotskismos
—cosa que equivaldría, claro está, a un retorno de lo mismo o lo semejante que
no introduce ninguna diferencia—, sino lo que no pudieron o lograron hacer (en
definitiva, la repetición de una repetición fallida: la de Lenin, la de un
nuevo Partido de la revolución mundial).
VI
El 25 de junio de 1935, Trotsky
tuvo un sueño particular, en el que se hacía presente un Lenin ya muerto que no
se encontraba al tanto de su condición; en su diario, el teórico y político de
la revolución permanente, escribiría:
Anoche, o más bien esta
madrugada, he soñado que mantenía una conversación con Lenin. A juzgar por el
entorno, se producía a bordo de un barco, en la cubierta de tercera clase.
Lenin estaba tumbado en una litera; yo estaba junto a él, no estoy muy seguro
si de pie o sentado. Él me estaba preguntando ansiosamente por mi enfermedad
(…) Yo respondí que siempre me había recuperado rápidamente de la fatiga,
gracias a mi innata Schwungkraft, pero que esta vez el problema parecía afectar
procesos más profundos… (…) Respondí que ya había consultado a muchos [médicos]
y comencé a hablarle de mi viaje a Berlín; pero al mirar a Lenin recordé que
estaba muerto. Inmediatamente traté de apartar este pensamiento, para poner fin
a la conversación. Una vez hube acabado de contarle mi viaje terapéutico a
Berlín en 1926, iba a añadir: “Eso fue después de que hubieras fallecido”; pero
me corregí a mí mismo y dije: “Después de que enfermaras…” (citado en ibídem:
40).
Finalizando su prólogo a
Terrorismo y comunismo, Žižek interpreta este sueño de Trotsky del siguiente
modo:
El Lenin muerto que no sabe que
está muerto representa (…) nuestra propia obstinada negativa a renunciar a los
grandiosos proyectos utópicos y a aceptar las limitaciones de nuestra
situación: no hay ningún gran Otro, Lenin era mortal y cometía errores lo mismo
que todos los demás, de manera que es hora de que le dejemos morir, de que
pongamos a descansar a este obsceno fantasma que habita nuestro imaginario
político, y de que enfoquemos nuestros problemas de un modo no ideológico y
pragmático. Pero hay otro sentido en el que Lenin sigue vivo: está vivo en la
medida en que encarna lo que Badiou llama la “eterna Idea” de la emancipación
universal, la inmortal lucha por la justicia con la que no hay insultos ni
catástrofes que consigan acabar (…) En Stalin, “Lenin vive para siempre” como
un obsceno espíritu que no sabe que está muerto, artificialmente mantenido con
vida como un instrumento de poder. En Trotsky, el Lenin muerto continúa vivo
(…) allí donde hay personas que siguen luchando por la misma Idea (ibídem:
41-43).
Nos gustaría concluir esta
ponencia sugiriendo que en estas líneas se encuentran —para emplear la
terminología de la que en uno de sus últimos libros Žižek (2012) se sirve— las
señales del futuro que, por más ambiguos que sean, una izquierda que persiga el
objetivo de que esa eterna Idea de un mundo liberado y reconciliado consigo
mismo devenga en mucho más que una mera Idea, está obligada a seguir una y otra
vez. Y todo ello, claro está, con Žižek: en
él es donde persiste la muy posible tarea de posibilitar lo imposible.
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PUNTO Y APARTE
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