Repensar Lenin *
Por : Slavoj Zizek
¿Y si hubiera otra historia que
contar sobre Lenin? Es cierto que la izquierda de hoy en día está atravesando
una experiencia devastadora del fin de toda una época de movimiento
progresista, una experiencia que la obliga a reinventar las coordenadas básicas
de su proyecto; sin embargo, una experiencia exactamente homóloga fue la que
dio origen al leninismo. Slavoj Zizek
Entre las dos revoluciones
La primera reacción pública ante
la idea de reactualizar a Lenin es, claro, un ataque de risa sarcástica. Marx
vale; hoy en día incluso en Wall Street hay gente que lo adora: Marx, el poeta
de las mercancías; Marx, el que proporcionó perfectas descripciones de la
dinámica capitalista; Marx, el que retrató la alienación y reificación de
nuestras vidas cotidianas. Pero Lenin, no, ¡no puede ir en serio! ¿No
representa Lenin precisamente el fracaso a la hora de poner en práctica el
marxismo, la gran catástrofe que dejó huella en la política mundial de todo el
siglo XX, el experimento de socialismo real que culminó en una dictadura
económicamente ineficaz?
De modo que, de haber algún
consenso en (lo que queda de) la izquierda radical de hoy en día, estriba en la
idea de que, para resucitar el proyecto político radical, habría que dejar
atrás el legado leninista: la inquebrantable atención a la lucha de clases, el
partido como forma privilegiada de organización, la toma revolucionaria y violenta
del poder, la consiguiente “dictadura del proletariado”… ¿No constituyen todos
estos “conceptos zombi” lo que debe abandonarse si la izquierda quiere tener
alguna oportunidad bajo las condiciones del capitalismo tardío “posindustrial”?
El problema con este argumento
aparentemente convincente es que suscribe con demasiada facilidad la imagen
heredada de un Lenin, sabio dirigente revolucionario, que, después de formular
las coordenadas básicas de su pensamiento y práctica en el ¿Qué hacer?, se
limitó a aplicarlas consiguiente e implacablemente.
Pero ¿y si hubiera otra historia
que contar sobre Lenin? Es cierto que la izquierda de hoy en día está
atravesando una experiencia devastadora del fin de toda una época de movimiento
progresista, una experiencia que la obliga a reinventar las coordenadas básicas
de su proyecto; sin embargo, una experiencia exactamente homóloga fue la que
dio origen al leninismo. Recuerden la conmoción de Lenin cuando, en otoño de
1914, todos los partidos socialdemócratas europeos (con la honorable excepción
de los bolcheviques rusos y de los socialdemócratas serbios) adoptaron la
“línea patriótica”; Lenin llegó a pensar que el número de Vorwaerts, el diario
de la socialdemocracia alemana, que informaba de cómo los socialdemócratas habían
votado en el Reichstag a favor de los créditos militares, era una falsificación
de la policía secreta rusa destinada a engañar a los obreros rusos. En aquella
época del conflicto militar que dividió en dos al continente europeo, ¡qué
difícil era rechazar la idea de que había que tomar partido en este conflicto y
luchar contra el “fervor patriótico” en el propio país! ¡Cuántas grandes
cabezas (incluida la de Freud) sucumbieron a la tentación nacionalista, aunque
sólo fuera por un par de semanas!
Esta conmoción de 1914 fue –por
expresarlo en palabras de Alain Badiou– un desastre, una catástrofe en la que
desapareció un mundo entero: no sólo la idílica fe burguesa en el progreso,
sino también el movimiento socialista que la acompañaba. El propio Lenin (el
Lenin de ¿Qué hacer?) perdió el suelo bajo los pies; no hay, en su reacción
desesperada, ninguna satisfacción, ningún “¡os lo dije!”. Este momento de
Verzweiflung (desesperación), esta catástrofe abrió el escenario para el
acontecimiento leninista, para romper el historicismo evolutivo de la Segunda
Internacional, y sólo Lenin estuvo a la altura de esta apertura, sólo él
articuló la verdad de la catástrofe.
En ese momento de desesperación,
nació el Lenin que, dando un rodeo por la atenta lectura de la Lógica de Hegel,
fue capaz de identificar la oportunidad única de revolución. Resulta crucial
hacer hincapié en esta relevancia de la “alta teoría” para la lucha política
más concreta hoy, cuando hasta a un intelectual tan comprometido como Noam
Chomsky le gusta recalcar la poca importancia que tiene el conocimiento teórico
para la lucha política progresista: ¿de qué sirve estudiar grandes textos
filosóficos y socioteóricos para la lucha de hoy en día contra el modelo
neoliberal de globalización? ¿No estamos tratando o bien hechos evidentes (que
no hay más que hacer públicos, algo que Chomsky está haciendo en sus numerosos
textos políticos) o bien de una complejidad tan incomprensible que no podemos
entender nada?
Contra esta tentación
antiteórica, no basta con llamar la atención sobre la gran cantidad de
presupuestos teóricos existentes acerca de la libertad, el poder y la sociedad,
que abundan también en los textos políticos de Chomsky; cabe sostener que es
más importante ver cómo, hoy en día, quizá por primera vez en la historia de la
humanidad, nuestra experiencia cotidiana (de la biogenética, la ecología, el
ciberespacio y la realidad virtual) nos obliga a todos a enfrentarnos a los
temas filosóficos esenciales sobre la naturaleza de la libertad y la identidad
humana, etcétera.
Volviendo a Lenin, su El Estado y
la revolución es el correlato estricto de esta experiencia devastadora de 1914.
La absoluta implicación subjetiva de Lenin en ella queda en claro desde su
célebre carta a Kamenev de julio de 1917:
“Entre nous (entre nosotros): si
me matan, te pido que publiques mi cuaderno „El marxismo y el Estado‟ (que
abandoné en Estocolmo). Está forrado con una cubierta azul. Se trata de una
recopilación de todas las citas de Marx y Engels, así como de Kautsky contra
Pannekoek. Hay una serie de observaciones y notas, formulaciones. Creo que con
una semana de trabajo se podría publicar. Lo considero imp. porque no sólo
Plejanov, sino también Kautsky lo entendieron mal. Condición: todo esto es
entre nous”.
La implicación existencial es
aquí extrema y el núcleo de la “utopía” leninista surge a partir de las cenizas
de la catástrofe de 1914, en su ajuste de cuentas con la ortodoxia de la
Segunda Internacional: el imperativo radical de aplastar el Estado burgués, lo
cual significa el Estado como tal, e inventar una nueva forma social común sin
ejército, policía o burocracia permanentes, en la que todos pudieran participar
en la administración de las cuestiones sociales. Esto no era para Lenin un
proyecto teórico para un futuro remoto; en octubre de 1917, Lenin proclamó que
“ahora mismo podemos poner en marcha un aparato estatal constituido por diez,
si no veinte, millones de personas”. Este impulso del momento es la verdadera
utopía. Con lo que habría que quedarse es con la locura (en sentido
kierkegaardiano estricto) de esta utopía leninista (el estalinismo representa,
si acaso, un retorno del “sentido común” realista).
Es imposible sobrestimar el
potencial explosivo de El Estado y la revolución; en este libro, “se prescinde
abruptamente del vocabulario y de la gramática de la tradición occidental de la
política”. Lo que vino a continuación puede llamarse, apropiándonos del título del
texto de Althusser sobre Maquiavelo, la solitude de Lenine (la soledad de
Lenin): un periodo en el que éste se encontró básicamente solo, luchando contra
la corriente en su propio partido. Cuando, en sus Tesis de abril de 1917, Lenin
identificaba el Augenblick, la oportunidad única para una revolución, sus
propuestas se toparon primero con el estupor o el desdén de la gran mayoría de
compañeros de partido. Dentro del partido bolchevique, ningún dirigente
destacado respaldaba su llamamiento a la revolución y Pravda tomó la
extraordinaria medida de disociar al partido, y al consejo de redacción en su
totalidad, de las Tesis de abril de Lenin (lejos de ser un oportunista que
halagaba y explotaba los ánimos imperantes entre el pueblo, las visiones de
Lenin eran sumamente idiosincráticas). Bogdanov caracterizó las “Tesis” como
“el delirio de un loco” y la propia Nadezhda Krupskaya concluyó que “temo que
parezca como si Lenin se hubiera vuelto loco”.
En febrero de 1917, Lenin era un
emigrante político semianónimo, desamparado en Zurich, sin ningún contacto
fiable con Rusia, que se enteraba la mayoría de las veces de los
acontecimientos a través de la prensa suiza; en octubre, dirigió la primera
revolución socialista exitosa, así que ¿qué sucedió en el inter? En febrero,
Lenin percibió de manera inmediata la oportunidad revolucionaria, resultado de
circunstancias contingentes únicas; si no se aprovechaba el momento, la
oportunidad de revolución se habría perdido, quizá por decenios. En su
testaruda insistencia en que había que arriesgarse y pasar a la siguiente fase,
es decir, repetir la revolución, Lenin estaba solo, ridiculizado por la mayoría
de los miembros del Comité Central de su propio partido: no obstante, por más
indispensable que fuera la intervención personal de Lenin, no debería
modificarse la historia de la Revolución de Octubre para convertirla en la del
genio solitario enfrentado a las masas desorientadas que paulatinamente va
imponiendo su visión.
Lenin tuvo éxito porque su
llamamiento, soslayando a la nomenklatura de partido, encontró eco en lo que
uno se siente tentado a llamar micropolítica revolucionaria: la increíble
explosión de democracia de base, de comités locales que empezaban a aparecer
inesperadamente por todas las grandes ciudades de Rusia y que, al mismo tiempo
que ignoraban la autoridad del gobierno “legítimo”, tomaban las cosas en sus
manos. Ésta es la historia no contada de la Revolución de Octubre, el reverso
del mito del grupo minúsculo de revolucionarios entregados e implacables que
llevaron a cabo un golpe de Estado. Lenin era plenamente consciente de la
paradoja de la situación: en la primavera de 1917, después de la revolución de
febrero que derrocó el régimen zarista, Rusia era el país más democrático de
toda Europa, con unas cuotas sin precedentes de movilización de masas, libertad
de organización y libertad de prensa, y, sin embargo, esta libertad volvió la
situación opaca, profundamente ambigua.
Si hay un hilo común que recorre
todos los textos de Lenin escritos “en el inter de las dos revoluciones” (la de
febrero y la de octubre), es su insistencia en el desfase que separa los
contornos formales “explícitos” de la lucha política entre la multitud de
partidos y otros sujetos políticos de los intereses sociales reales de la misma
(paz inmediata, distribución de la tierra y, por supuesto, “todo el poder a los
soviets”, es decir, el desmantelamiento de los aparatos estatales existentes y
su sustitución por nuevas formas comunales de administración social). Este
desfase es el desfase entre la revolución como explosión imaginaria de libertad
en pleno entusiasmo sublime, momento mágico de solidaridad universal cuando
“todo parece posible” y hay que realizar un duro trabajo de reconstrucción
social si esta explosión entusiasta pretende dejar huellas en la inercia del
propio edificio social.
Este desfase –repetición del desfase entre
1789 y 1793 en la Revolución Francesa– es precisamente el espacio de la
intervención única de Lenin: la lección fundamental de materialismo
revolucionario que nos da es que la revolución debe golpear dos veces, por
motivos esenciales. El desfase no es simplemente el desfase entre forma y
contenido: en lo que falla la “primera revolución” no es en el contenido, sino
en la forma misma, sigue atascada en la vieja forma, en la idea de que la
libertad y la justicia pueden lograrse simplemente haciendo uso del aparato
estatal ya existente y de sus mecanismos democráticos. ¿Y si el partido “bueno”
gana las elecciones libres y lleva a cabo “legalmente” la transformación
socialista? (La expresión más clara de esta ilusión, rayando el ridículo, está
en la tesis de Karl Kautsky, formulada en el decenio de 1920, de que la forma
política lógica de la primera fase del socialismo, del pasaje del capitalismo
al socialismo, es la coalición parlamentaria de partidos burgueses y
proletarios). Se puede trazar aquí un perfecto paralelismo con los inicios de
la modernidad, cuando la oposición a la hegemonía ideológica de la Iglesia se
articuló en un primer momento bajo la propia forma de otra ideología religiosa,
como una herejía: de acuerdo con esta misma pauta, los partidarios de la
“primera revolución” quieren subvertir la dominación capitalista bajo la misma
forma política de la democracia capitalista. Se trata de la “negación de la
negación” hegeliana: en primer lugar, se niega el viejo orden dentro de su
propia forma ideológico-política; a continuación, hay que negar la forma misma.
Quienes vacilan, quienes tienen miedo de dar el segundo paso de superar la
propia forma, son quienes (por repetir a Robespierre) quieren una “revolución
sin revolución” (Lenin despliega toda la fuerza de su “hermenéutica de la
sospecha” en la identificación de las distintas formas de este repliegue).
En sus escritos de 1917, Lenin
reserva su ironía mordaz suma para quienes se meten en la búsqueda sin fin de
algún tipo de “garantía” de la revolución; esta garantía adopta dos formas
fundamentales: bien la noción reificada de Necesidad social (uno no debería
arriesgarse a la revolución demasiado pronto; hay que esperar el momento
adecuado, cuando la situación esté “madura” con respecto a las leyes del
desarrollo histórico: “es demasiado pronto para la revolución socialista, la
clase obrera todavía no está madura”), bien la legitimidad normativa
(“democrática”: “la mayoría de la población no está de nuestro lado, así que la
revolución no sería realmente democrática”), tal y como lo expresa Lenin
repetidas veces, es como si el agente revolucionario, antes de arriesgarse a
tomar el poder estatal, debiera obtener el permiso de alguna figura del gran
Otro (organizar un referéndum que establecería que la mayoría apoya la
revolución).
Con Lenin, al igual que con
Lacan, la revolución ne s‟autorise que
d‟elle-meme sólo se autoriza por sí misma: se debería asumir el acto
revolucionario sin la cobertura del gran Otro –el miedo a tomar el poder
“prematuramente”, la búsqueda de garantías, es el miedo al abismo del acto. En
esto reside la dimensión fundamental de lo que Lenin denuncia sin cesar como
“oportunismo” y su envite es que el “oportunismo” es una postura que es de
suyo, inherentemente, falsa y que oculta el miedo a efectuar el acto tras la
pantalla protectora de hechos, leyes o normas “objetivos”, lo cual explica que
la primera medida para combatirlo sea anunciarlo claramente: “¿Qué hacer,
entonces? Debemos aussprechen was ist (expresar lo que hay), “exponer los
hechos”, admitir la verdad de que hay una tendencia, o una opinión, en nuestro
Comité Central…”.
La respuesta de Lenin no consiste
en hacer referencia a un conjunto diferente de “hechos objetivos”, sino en
repetir la argumentación que Rosa Luxemburgo hizo un decenio antes contra
Kautsky: los que esperan a que lleguen las condiciones objetivas de la
revolución, esperarán siempre, una postura como ésta, del observador objetivo
(y no de un agente implicado), es de por sí el principal obstáculo de la
revolución. La contraargumentación de Lenin contra la crítica formal-democrática
al segundo paso es que esta opción “democrática pura” es de por sí utópica: en
las circunstancias concretas rusas, el Estado burgués-democrático no tiene
ninguna posibilidad de sobrevivir; el único modo “realista” de proteger las
verdaderas conquistas de la Revolución de febrero (libertad de organización y
de prensa, etcétera) pasa por avanzar hacia la revolución socialista, de otro
modo, la reacción zarista vencerá.
La lección básica de la noción
psicoanalítica de temporalidad es que hay cosas que hay que hacer para
descubrir que son superfluas: en el transcurso del tratamiento, uno pierde
meses en falsos movimientos hasta que “algo hace clic” y uno encuentra la
fórmula adecuada, aunque retroactivamente parecen superfluos, estos rodeos eran
necesarios. ¿No vale esto mismo también para la revolución? ¿Qué sucedió
entonces cuando, en sus últimos años, Lenin se hizo plenamente consciente de
las limitaciones del poder bolchevique?
En este punto, habría que
contraponer Lenin a Stalin: a partir de los ultimísimos escritos de Lenin, muy
posteriores a su renuncia a la utopía de El Estado y la revolución, pueden
discernirse los contornos de un modesto proyecto “realista” de lo que el poder
bolchevique debería hacer. Debido al subdesarrollo económico y al atraso
cultural de las masas rusas, no hay manera de que Rusia “pase directamente al
socialismo”; todo lo que el poder de los soviets puede hacer es combinar una
política moderada de “capitalismo de Estado” con una intensa educación cultural
de las desidiosas masas campesinas; NO el lavado de cerebros de la “propaganda
comunista”, sino simplemente una imposición paciente y gradual de los
estándares civilizados desarrollados. Hechos y cifras revelan
“qué inmensa cantidad de trabajo
preliminar urgente tenemos todavía que hacer para alcanzar los estándares de un
país civilizado normal de la Europa occidental… Debemos tener en cuenta la
ignorancia semiasiática de la que todavía no nos hemos librado”.
De modo que Lenin previene
repetidas veces contra cualquier tipo de “implantación (directa) del
comunismo”:
“Bajo ningún concepto debe
entenderse esto como que deberíamos limitarnos a propagar inmediatamente por el
campo ideas estrictamente comunistas. Mientras a nuestro campo le falte la base
material para el comunismo, hacerlo sería de hecho pernicioso, diría yo,
incluso fatal, diría yo, para el comunismo”.
Su tema recurrente es, pues, el
siguiente: “lo más pernicioso en este contexto sería la prisa”. Contra esta
postura de “revolución cultural”, Stalin optó por la noción profundamente
antileninista de “construir el socialismo en un Estado”.
¿Significa esto, entonces, que
Lenin adoptó en silencio la crítica menchevique habitual al utopismo
bolchevique, su idea de que la revolución debe seguir las fases necesarias
predestinadas (ésta sólo puede tener lugar una vez que se den sus condiciones
materiales)? En este punto, podemos observar el refinado sentido dialéctico de
Lenin en funcionamiento: Lenin es plenamente consciente de que en aquel
momento, a principios del decenio de 1920, la principal tarea del poder
bolchevique consiste en ejecutar las tareas del régimen burgués progresista
(educación general, etcétera); sin embargo, el simple hecho de que sea un poder
revolucionario proletario el que lo esté haciendo, cambia la situación en un
sentido fundamental; hay una oportunidad única de que estas medidas
“civilizatorias” se apliquen de tal modo que estén desprovistas de su
restringido marco ideológico burgués (la educación general será realmente
educación general al servicio del pueblo, no una máscara ideológica para la
propagación del estrecho interés de clase burgués, etcétera). La paradoja
verdaderamente dialéctica estriba, pues, en que la propia desesperanza de la
situación rusa (el atraso que obliga al poder proletario a llevar a cabo el
proceso civilizatorio burgués) es lo que puede convertirse en su ventaja única:
“¿Y si la absoluta desesperanza
de la situación, al estimular los esfuerzos de los obreros y los campesinos
diez veces más, nos brindara la oportunidad de crear los requisitos
fundamentales de la civilización de un modo diferente al de los países de la
Europa occidental?”
Tenemos aquí dos modelos, dos
lógicas incompatibles, de la revolución: los que esperan el momento teleológico
maduro de la crisis final en el que la revolución estallará “a su debido
tiempo” por la necesidad de la evolución histórica; y los que son conscientes
de que la revolución no tiene un “debido tiempo”, los que perciben la
oportunidad revolucionaria como algo que surge en los propios periplos del
desarrollo histórico “normal” y que hay que aprovechar. Lenin no es un
“subjetivista” voluntarista, en lo que insiste es en que la excepción (el
conjunto extraordinario de circunstancias, como las de Rusia en 1917) ofrece
una vía para socavar la propia norma. ¿Y no es esta línea de argumentación,
esta postura fundamental, más actual hoy que nunca? ¿No vivimos también en una
época en la que el Estado y sus aparatos, incluidos sus agentes políticos, son
simplemente cada vez menos capaces de expresar las cuestiones clave? La ilusión
de 1917 de que los problemas acuciantes a los que se enfrentaba Rusia (la paz,
la distribución de la tierra, etcétera) podrían haberse resuelto a través de
medidas parlamentarias “legales” es idéntica a la ilusión actual de que, por
ejemplo, el peligro ecológico puede evitarse a través de una expansión de la
lógica de mercado a la ecología (obligando a los contaminadores a pagar el precio
del daño que ocasionan).
Uno: El derecho a la verdad
¿En qué punto estamos entonces
hoy, de acuerdo con los criterios de Lenin? En la era de lo que Habermas
designó como die neue Undurchsichtlichkeit (la nueva opacidad), nuestra
experiencia cotidiana es más mistificadora que nunca: la propia modernización
genera nuevos oscurantismos, la reducción de la libertad se nos presenta como
la llegada de nuevas libertades. La percepción de que vivimos en una sociedad
de elecciones libres, en la que tenemos que elegir hasta nuestros rasgos más
“naturales” (la identidad étnica o sexual), es la forma de aparición de su
exacto contrario, de la ausencia de elecciones libres. La última moda de pelí-
culas de “realidad alterna”, que presentan la realidad existente como uno de
los múltiples resultados posibles, señala una sociedad en la que las elecciones
ya no importan realmente, quedan trivializadas.
En estas circunstancias, habría
que poner especial cuidado en no confundir la ideología dominante con la
ideología que parece imperar. Más que nunca, habría que tener en cuenta la
advertencia de Walter Benjamin de que no basta con preguntar cómo una teoría (o
arte) determinado declara situarse con respecto a las luchas sociales; habría
que preguntar también cómo funciona efectivamente en estas propias luchas. En
el sexo, la actitud de hecho hegemónica no es represión patriarcal, sino
promiscuidad libre; en el arte, las provocaciones en la línea de las célebres
exposiciones “Sensación” son la norma, el ejemplo de un arte integrado por
completo en las altas esferas. Ayn Rand llevó esta lógica a su consumación,
complementándola con una especie de giro hegeliano, es decir, reafirmando la
propia ideología oficial como su propia y mayor transgresión, como en el título
de uno de sus últimos libros de no ficción, “el capitalismo, ese ideal
desconocido”, o en su lema “altos directivos, la última especie estadounidense
en peligro de extinción”.
A decir verdad, en la medida en
que el funcionamiento “normal” del capitalismo supone cierto tipo de abjuración
de su principio básico de funcionamiento (el modelo del capitalista actual es
alguien que, después de haber generado beneficio de manera despiadada, comparte
a continuación una porción de este mismo beneficio con generosidad, haciendo
grandes donaciones a iglesias, a víctimas de abusos sexuales o étnicos,
etcétera, y haciéndose pasar así por alguien humanitario), el acto máximo de
transgresión consiste en afirmar este principio, privándolo de su baño
humanitarista.
Uno se ve tentado, por lo tanto,
a darle la vuelta a la undécima tesis de Marx: la primera tarea hoy en día
consiste precisamente en no sucumbir a la tentación de actuar, de intervenir de
manera directa y cambiar las cosas (que a continuación acaba inevitablemente en
un callejón sin salida de imposibilidad debilitante: “¿qué puede uno hacer
contra el capital global?”) y en dedicarse, en cambio, a cuestionar las
coordenadas ideológicas hegemó- nicas. En suma, nuestro momento histórico es
todavía el de Adorno:
“A la pregunta de „¿qué habría
que hacer?‟, en la mayoría de los casos no puedo en verdad sino contestar con
un „no lo sé‟. No puedo sino intentar analizar con rigor lo que hay. En esto
hay quien me reprocha: cuando ejerces la crítica, estás a la vez obligado a
decir cómo habría que hacerlo mejor. Esto es lo que considero, sin lugar a
dudas, un prejuicio burgués. Ha sucedido muchas veces en la historia que las
mismas obras que perseguían objetivos puramente teóricos transformaron la
conciencia y, por lo tanto, la realidad social”.
En la actualidad, si uno sigue
una llamada directa a actuar, esta acción no se realizará en un espacio vacío,
será una acción inscrita en las coordenadas ideológicas hegemónicas: los que
“realmente quieren hacer algo para ayudar a la gente” se meten en aventuras
(sin duda honorables) como Medecins sans frontiere, Greenpeace, campañas
feministas y antirracistas, que no sólo se toleran sin excepción, sino que
incluso reciben el apoyo de los medios de comunicación de masas, aun cuando
entren aparentemente en territorio económico (por ejemplo, denunciando y
boicoteando empresas que no respetan las condiciones ecológicas o que utilizan
mano de obra infantil), se les tolera y apoya siempre que no se acerquen
demasiado a determinado límite. Este tipo de actividad proporciona el ejemplo
perfecto de interpasividad: de las cosas que se hacen no para conseguir algo,
sino para impedir que suceda realmente algo, que cambie realmente algo. Toda la
actividad humanitaria frenética, políticamente correcta, etcétera, encaja con
la fórmula de “¡sigamos cambiando algo todo el tiempo para que, globalmente,
las cosas permanezcan igual!”. Si los estudios culturales estándar critican el
capitalismo, lo hacen de la forma codificada ejemplar de la paranoia liberal de
Hollywood: el enemigo es “el sistema”, la “organización” oculta, la
“conspiración” antidemocrática, no simplemente el capitalismo y los aparatos
estatales.
El problema de esta postura
crítica no sólo estriba en que sustituye el análisis social concreto por la
lucha contra fantasías paranoicas abstractas, sino también en que –en un gesto
paranoico típico– redobla innecesariamente la realidad social, como si hubiera
una organización secreta detrás de los órganos capitalistas y estatales
“visibles”. Lo que habría que aceptar es que no hace falta una “organización
(secreta) dentro de la organización”: la “conspiración” está ya en la
organización “visible” como tal, en el sistema capitalista, en el modo en que
funcionan el espacio político y los aparatos estatales.
Tomemos uno de los temas
predominantes del mundo universitario radical estadounidense de la actualidad:
los estudios poscoloniales. El problema del poscolonialismo es sin duda
crucial; sin embargo, los estudios poscoloniales tienden a traducirlo en la
problemática multiculturalista del derecho de las minorías colonizadas “a
narrar” su experiencia como víctimas, de los mecanismos de poder que reprimen
la “alteridad”, de modo que, a fin de cuentas, descubrimos que la raíz de la
explotación poscolonial está en nuestra intolerancia hacia el otro y, además,
que esta propia intolerancia está enraizada en nuestra intolerancia hacia el
“Extraño en nosotros”, en nuestra incapacidad para enfrentarnos a lo que
reprimimos en y de nosotros: la lucha político-económica se transforma así
imperceptiblemente en un drama seudopsicoanalí- tico del sujeto incapaz de
enfrentarse a sus traumas interiores… ¿Por qué seudopsicoanalítico? Porque la
verdadera lección del psicoanálisis no es que los acontecimientos exteriores
que nos fascinan y/o perturban son meras proyecciones de nuestros impulsos
interiores reprimidos.
La insoportable realidad de la
vida es que, en efecto, ahí fuera hay acontecimientos perturbadores: hay otros
seres humanos que experimentan un intenso goce sexual mientras nosotros somos
medio impotentes, hay personas sometidas a torturas espantosas… Es más, la
verdad fundamental del psicoanálisis no consiste en el descubrimiento de
nuestro verdadero Yo, sino en el encuentro traumático de un real insoportable).
El excesivo celo políticamente correcto de la gran mayoría de profesores
universitarios “radicales” actuales a la hora de tratar el sexismo, el racismo,
las sweat shops del Tercer Mundo, etcétera, es, pues, en última instancia, una
defensa contra su propia y más íntima identificación, una especie de ritual
compulsivo cuya lógica oculta es: “¡hablemos todo lo posible de la necesidad de
un cambio radical para asegurarnos que nada cambie realmente!” Con respecto a
este “chic radical”, el primer gesto hacia los ideólogos y practicantes de la
tercera vía debería ser de alabanza: por lo menos ellos juegan su juego de
manera franca y son honestos en su aceptación de las coordenadas capitalistas
globales, a diferencia de los izquierdistas universitarios pseudorradicales,
que adoptan hacia la tercera vía una actitud de completo desdén, mientras su
propio radicalismo equivale, en última instancia, a un gesto vacío que no
obliga a nadie a nada particular.
Desde luego que aquí hay que
establecer una diferencia tajante entre el auténtico compromiso social en
beneficio de las minorías explotadas (pongamos, organizar a los trabajadores de
campo chicanos empleados ilegalmente en California) y los planteles
multiculturalistas/poscoloniales de rebelión intachable, sin riesgos y
despachada enseguida que prosperan en los ámbitos universitarios “radicales”
estadounidenses. Sin embargo, si, a diferencia de lo que hace el “multiculturalismo
corporativo”, definimos el “multiculturalismo crítico” como una estrategia que
señala que “hay fuerzas comunes de opresión, estrategias comunes de exclusión,
estereotipación y estigmatización de los grupos oprimidos y, por consiguiente,
enemigos comunes y blancos comunes de ataque”, no veo lo apropiado de seguir
usando el término “multiculturalismo”, cuando el acento en este caso se
desplaza hacia la lucha común. En su significado habitual, el multiculturalismo
se adecua perfectamente a la lógica del mercado global.
Recientemente, los hindúes
organizaron en India manifestaciones multitudinarias contra la empresa
McDonald’s, después de que se supiera que, antes de congelar las patatas
fritas, McDonald’s las freía en aceite extraído de grasa animal (de vacuno);
una vez que la empresa hubo cedido en este punto, garantizando que todas las
patatas fritas que se vendieran en India no se freirían más que en aceite
vegetal, los hindúes, satisfechos, volvieron alegremente a atiborrarse de
patatas fritas. Lejos de socavar la globalización, esta protesta contra
McDonald’s y la rápida respuesta de la empresa señalaron la perfecta
integración de los hindúes en el orden global diversificado.
El respeto “liberal” por los indios
resulta, por consiguiente, condescendiente sin remedio, como nuestra actitud
habitual hacia los niños pequeños: aunque no les tomamos en serio, “respetamos”
sus costumbres inofensivas para no hacer añicos su mundo ilusorio. Cuando un
visitante llega a un pueblo local con costumbres propias ¿hay algo más racista
que sus torpes intentos de demostrar hasta qué punto “entiende” las costumbres
locales y es capaz de seguirlas? ¿No atestigua un comportamiento así la misma
actitud condescendiente que la que adoptan los adultos que se adaptan a sus
hijos pequeños imitando sus gestos y su forma de hablar? ¿No es legítima la
ofensa que sienten los habitantes locales cuando el intruso extranjero imita su
manera de hablar? La falsedad condescendiente del visitante no reside meramente
en el hecho de que éste se limite a fingir ser “uno de nosotros”, la cuestión
es más bien que sólo establecemos un verdadero contacto con los habitantes
locales cuando ellos nos revelan la distancia que ellos mismos mantienen con el
espíritu de sus propias costumbres.
Hay una anécdota muy conocida del
príncipe Peter Petrovic Njegos, gobernante de Montenegro en la primera mitad
del siglo XIX y célebre por sus batallas contra los turcos, así como por su
poesía épica: cuando un visitante inglés en su corte, profundamente conmovido
por un ritual local, expresó su deseo de participar en él, Njegos le desairó
con crueldad: “¿por qué deberías ponerte tú también en ridículo? ¿No basta con
que nosotros juguemos estos juegos absurdos?”
Además, ¿qué pasa con prácticas
como la quema de las mujeres después de la muerte de su marido, que forma parte
de la misma tradición hindú que las vacas sagradas? ¿Deberíamos (nosotros, los
multiculturalistas occidentales tolerantes) respetar también estas prácticas?
En este caso, el multiculturalismo tolerante se ve obligado a recurrir a una
distinción profundamente eurocéntrica, una distinción por completo ajena al
hinduismo: toleramos al otro con respecto a las costumbres que no dañan a nadie
–en cuanto tocamos alguna dimensión (para nosotros) traumática, la tolerancia
se acaba.
En suma, la tolerancia es
tolerancia al otro en la medida en que este otro no sea un “fundamentalista
intolerante”, lo cual no quiere decir más que en la medida en que no sea el
verdadero otro. La tolerancia es “tolerancia cero” para los verdaderos otros,
para el otro en el peso sustancial de su jouissance (goce). Podemos ver cómo
esta tolerancia liberal reproduce la operación “posmoderna” elemental de un
acceso al objeto desprovisto de su sustancia: podemos disfrutar café sin
cafeína, cerveza sin alcohol, sexo sin contacto corporal directo y, de acuerdo
con el mismo patrón, incluso accedemos al otro étnico desprovisto de la
sustancia de su Alteridad…
En otras palabras, el problema
del multiculturalista liberal es que es incapaz de sostener la indiferencia
hacia el goce excesivo del otro. Este jouissance le molesta, lo que explica que
toda su estrategia se centre en mantenerlo a la distancia adecuada. La
indiferencia hacia el jouissance del Otro, la profunda ausencia de envidia, es
el componente clave de lo que Lacan llama la posición subjetiva de un “santo”.
Al igual que los auténticos “fundamentalistas” (pongamos, los amish) que se
muestran indiferentes, no molestos, ante el goce secreto de los otros, los
verdaderos creyentes en una causa (universal), como San Pablo, son
intencionadamente indiferentes a los hábitos y costumbres locales que,
simplemente, no importan. A diferencia de ellos, el liberal multiculturalista
es un “ironista” rortyano, que siempre mantiene una distancia, que siempre
transfiere la creencia a otros, otros creen por él, en su lugar y, aunque pueda
parecer (“a sus ojos”) que reprocha al otro creyente por el contenido
particular de su creencia, lo que de verdad le molesta (“en sí mismo”) es la
forma de la creencia como tal. La intolerancia es intolerancia hacia lo Real de
una creencia.
De hecho, el liberal
multiculturalista se comporta como el marido proverbial que en principio admite
que su mujer tenga un amante, sólo que no ESE tío, es decir, al final,
cualquier amante particular resulta inaceptable: el liberal tolerante en
principio admite el derecho a creer, al mismo tiempo que rechaza cualquier
creencia determinada por “fundamentalista”. La broma suma de la tolerancia
multiculturalista es, por supuesto, el modo en el que se inscribe en ella la
diferencia de clase: para colmo (ideológico) de males (político-económicos),
los individuos Políticamente Correctos de las clases altas la utilizan para
reprochar a las clases bajas su “fundamentalismo” paleto y conservador.
Esto nos conduce a otra pregunta
más radical: ¿constituye realmente el respeto por la creencia del otro
(pongamos, por la creencia en el carácter sagrado de las vacas) el máximo
horizonte ético? ¿No es más bien el horizonte máximo de la ética posmoderna, en
la que, dado que la referencia a cualquier forma de verdad universal está
descalificada como una forma de violencia cultural, lo único que importa en
última instancia es el respeto por la fantasía del otro? O, por expresarlo de
un modo más directo si cabe: vale, se puede sostener que mentir a los hindúes
sobre la grasa de vacuno es algo cuestionable desde un punto de vista ético,
sin embargo, ¿significa esto que no cabe argumentar públicamente que su
creencia (en el carácter sagrado de las vacas) es ya de por sí una mentira, una
falsa creencia? El hecho de que en estos momentos estén surgiendo “comités
éticos” por todas partes, como setas, apunta en la misma dirección: ¿cómo puede
ser que la ética se convierta de pronto en una cuestión de comités burocráticos
(administrativos), nombrados por el Estado e investidos de la autoridad de
determinar qué línea de acción puede considerarse aceptable desde un punto de
vista ético? La respuesta de los teóricos de la “sociedad del riesgo” (nos
hacen falta comités porque nos estamos enfrentando a nuevas situaciones en las
que ya no es posible aplicar las viejas normas, es decir, los comités éticos
son la señal de una ética “reflexionada”) resulta claramente insuficiente:
estos comités son signo de un malestar más profundo (y, al mismo tiempo, una
respuesta inadecuada al mismo).
El problema fundamental del
“derecho a narrar” es que se refiere a la experiencia particular única como
argumento político: “sólo una mujer negra lesbiana puede experimentar y decir
lo que significa ser una mujer negra lesbiana”, etcétera. Este recurso a la
experiencia particular que no puede universalizarse es siempre y por definición
un gesto político conservador: en última instancia, todo el mundo puede evocar
su experiencia única a fin de justificar los actos censurables que ha
realizado. ¿No es posible que un verdugo nazi sostenga que sus víctimas no
entienden realmente la visión interior que le mueve a hacer lo que hace? De
acuerdo con este mismo esquema, en el decenio de 1950, Veit Harlan, el director
de cine nazi, se desesperaba porque los judíos de Estados Unidos no mostraban
ninguna comprensión ante su defensa del rodaje de El judío Süss, sosteniendo
que ningún judío estadounidense podía entender realmente cuál era su situación
en la Alemania nazi, lejos de justificarlo, esta verdad obscena (objetiva) era
la peor mentira. Además, el hecho de que el mayor alegato por la tolerancia de
la historia del cine se hiciera como defensa frente a los “intolerantes”
ataques contra un celebrador del Ku Klux Klan dice mucho del extremo hasta el
cual “tolerancia” constituye un significante muy “fluctuante”, por decirlo
empleando términos actuales. Para D. W. Griffith, la película Intolerance
(Intolerancia) no era un modo de exculparse del mensaje racista agresivo de The
Birth of a Nation (El nacimiento de una nación): muy al contrario, se dolía de
lo que consideraba “intolerancia” por parte de grupos que intentaron que se
prohibiera The Birth of a Nation por su espíritu antinegros. En suma, cuando
Griffith se queja de “intolerancia”, está mucho más cerca de los actuales
fundamentalistas, que critican la defensa “políticamente correcta” de los
derechos universales de las mujeres por la “intolerancia” que supone hacia su
forma específica de vida, que a la actual valorización multiculturalista de las
diferencias. Política de la verdad (¿? la frase aparece en minúsculas,
siguiendo al punto:. the politics of truth. Pareciera que falta algo, yo
omitiría la frase y punto).
Por consiguiente, el primer
elemento del legado de Lenin que habría que reinventar en la actualidad es la
política de la verdad, hipotecada tanto por la democracia política liberal como
por el “totalitarismo”. La democracia, por supuesto, es el reino de los
sofistas: sólo hay opiniones, cualquier referencia por parte de un agente
político a alguna verdad definitiva se denuncia como “totalitaria”. Sin
embargo, lo que imponen los regímenes del “totalitarismo” es también una mera
apariencia de verdad: una enseñanza arbitraria cuya función no es más que la de
legitimar las decisiones pragmáticas de los gobernantes.
Vivimos en una era “posmoderna”
en la que las afirmaciones de verdad se rechazan como tales, en tanto que
expresión de mecanismos de poder ocultos. Tal y como les gusta recalcar a los
nuevos pseudonietzscheanos, la verdad es una mentira sumamente eficaz para
afirmar nuestra voluntad de poder. La propia pregunta, a propósito de un
enunciado cualquiera, de “¿es esto cierto?” queda reemplazada por la pregunta
de “¿bajo qué condiciones de poder se puede proferir este enunciado?” En lugar
de la verdad universal, tenemos una multitud de perspectivas o, como está en
boga decir hoy en día, de “narrativas”; por consiguiente, los dos filósofos del
capitalismo global de la actualidad son los dos grandes “progresistas”
liberales de izquierdas, Richard Rorty y Peter Singer, sinceros en su postura
radical. Rorty define las coordenadas básicas: la dimensión fundamental de un
ser humano es la capacidad de sufrir, de experimentar dolor y humillación, por
consiguiente, puesto que los humanos son animales simbólicos, el derecho
fundamental es el derecho a narrar la propia experiencia de sufrimiento y de
humillación. Singer proporciona el trasfondo darwiniano: el “especismo” (el
hecho de privilegiar a la especie humana) no es diferente del racismo, nuestra
percepción de una diferencia entre humanos y (otros) animales no resulta menos
ilógica y carente de ética que nuestra antigua percepción de una diferencia
ética entre, pongamos, hombres y mujeres o negros y blancos.
El problema con Singer no es sólo
el hecho bastante obvio de que mientras nosotros, humanos ecológicamente
conscientes, estamos protegiendo especies animales en peligro de extinción,
nuestro objetivo fundamental con respecto a los grupos humanos oprimidos y
explotados no sólo es “protegerlos”, sino, sobre todo, dotarles del poder para
hacerse cargo de sí mismos y llevar una vida libre y autónoma. Lo que se pierde
en este narrativismo darwinista es sencillamente la dimensión de verdad, no la
“verdad objetiva”, como idea de la realidad construida desde un punto de vista
que de algún modo flota por encima de la multitud de narrativas particulares.
Sin la referencia a esta dimensión universal de verdad, ninguno de nosotros
dejamos en el fondo de ser “monos de un frío Dios” (tal y como lo expresara
Marx en un poema de 1841), incluso en la versión progresista del darwinismo
social de Singer.
El envite de Lenin –hoy en día, en nuestra
época de relativismo posmoderno, más actual que nunca– consiste en decir que la
verdad universal y el partidismo, el gesto de tomar partido, no sólo no son
mutuamente excluyentes, sino que se condicionan de manera recíproca: la verdad
universal de una situación concreta sólo puede articularse desde una postura
por completo partidaria –la verdad es, por definición, parcial. Esto, por
supuesto, va en contra de la doxa predominante de compromiso, de encontrar un
camino intermedio entre la multitud de intereses en conflicto. Si no se
especifican los criterios de la narrativización diferente, alternativa, entonces
este intento corre el peligro de respaldar, en el espíritu políticamente
correcto, “narrativas” ridículas, como las que hablan de la supremacía de
alguna sabiduría holística aborigen y de rechazar la ciencia como otra
narrativa más, parangonable a cualquiera de las supersticiones premodernas. La
respuesta leninista al “derecho a narrar” multiculturalista posmoderno debería
ser, por lo tanto, una afirmación sin tapujos del derecho a la verdad. Cuando,
en la debacle de 1914, prácticamente todos los partidos socialdemócratas
europeos sucumbieron al fervor guerrero y votaron a favor de los créditos
militares, el total rechazo por parte de Lenin de la “línea patriótica”, en su
propio aislamiento con respecto al ánimo imperante, supuso el surgimiento
singular de la verdad de toda la situación.
*
Publicado en 192 febrero 2005 | Reflexiones | Žižek, Slavoj Introducción del
libro de Slavoj Zizek, A propósito de Lenin. Política y subjetividad en el
capitalismo tardío, Atuel, Buenos Aires, 2004.
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