domingo, 13 de marzo de 2016

Adrián Pulleiro : LA CUESTIÓN DE LOS INTELECTUALES. UN RECORRIDO POSIBLE DESDE BENJAMIN Y GRAMSCI

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LA CUESTIÓN DE LOS INTELECTUALES. UN RECORRIDO POSIBLE DESDE BENJAMIN Y GRAMSCI







Por : Adrián Pulleiro

1. LA PERSPECTIVA BENJAMINIANA: EL INTELECTUAL COMO PRODUCTOR

A nuestro entender, el texto que mejor condensa la propuesta conceptual (y política, porque tiene derivaciones prácticas fundamentales) de Benjamin respecto de la función social de los intelectuales es el “El autor como productor” (1934). Allí, Benjamin tratará desde un comienzo alejarse de las concepciones “idealistas” que postulan la figura del artista como creador libre, pero también se apartará de los planteos que, inspirados en sendos pasajes de Marx y de Engels respecto de la literatura, sostenían la necesidad de valorar a los productos culturales en virtud de que expresaran (más o menos sutilmente) o no una determinada “tendencia” política (1).

Benjamin dirá que el hecho de postular al intelectual como un agente libre y no reconocer que su labor está atada indisolublemente a ciertos intereses constituye una actitud propia del intelectual burgués. Por su parte, un intelectual “progresista” es aquel que reconoce que el artista, el músico, el escritor trabajan en función de determinados intereses de clase. Acto seguido enfoca el primer punto del debate: es un intelectual cuya labor persigue una “tendencia”.

Benjamin comienza por esta cuestión para superar los términos en que el debate sobre la labor intelectual se venía dando, predominantemente, dentro del campo del marxismo (2). Por eso, dirá que si el debate se plantea en estos términos: por una parte se debe exigir la tendencia correcta, y por otra parte se está en derecho de esperar calidad de la producción, queda esterilizado el aporte que puede ofrecer la “crítica literaria política”; es un punto de partida que no permite dar cuenta de la relación que existe entre tendencia y calidad, ya que no dice nada acerca de las condiciones específicas de esa producción. De este modo, para Benjamin no bastará con que una obra exprese una tendencia política correcta, la obra “debe necesariamente presentar cualquier otra calidad” (3). Es más, será la tendencia literaria, que incluye toda tendencia política, la que determine la calidad de la obra; desde esta óptica, se podrá hablar de una tendencia política correcta sólo si muestra una tendencia literaria también satisfactoria.
Para terminar de superar la manera en que el debate venía siendo tratado, -que también implica dejar de lado la discusión en términos de “forma” y “contenido”-, Benjamina segura que la clave para desarrollar un tratamiento dialéctico de la cuestión de la producción cultural es ir más allá de los análisis que aíslan sus objetos (una pieza teatral, un libro, una poesía) convirtiéndolos en cosas absortas y abstraídas. La variante es pasar a ubicarlos en “contextos sociales vivos”. Aquí nuestro autor planteará una nueva advertencia: insertar esos productos simbólicos en “contextos sociales vivos” supone considerarlos en el seno de relaciones sociales histórica y espacialmente situadas, por lo tanto Benjamin llama la atención acerca de la necesidad de no caer en la tentación de partir de la pregunta sobre la relación entre una determinada obra y las relaciones sociales de producción de una época. Si bien no desestima el interrogante, plantea la necesidad de que la crítica materialista de la cultura parta de otra pregunta: ¿cómo una determinada obra se halla en las condiciones de producción de una época? De esa forma, las condiciones productivas ya no son consideradas como algo exterior a la obra, que en todo caso deja en ésta ciertas marcas, sino como una dimensión constitutiva de la misma. Estableciendo un antecedente de lo que luego desarrollarán otros autores de la tradición marxista como Raymond Williams (4), lo que hace Benjamin es referirse a las condiciones de producción cultural de una sociedad dada y preguntarse por la cuestión de la técnica particular –la técnica literaria, teatral, etc.- que rige ese terreno de la producción social; de este modo, la técnica se transforma en el punto de arranque de su análisis. La pregunta por la técnica refiere a la pregunta por la función de determinada obra en esas condiciones de producción cultural. En definitiva, en el campo de la literatura, por ejemplo, según Benjamin habrá que buscar “la dependencia funcional entre tendencia política concreta y técnica literaria progresiva”(5).

He aquí un nudo fundamental del planteo de Benjamin, puesto que para él el aporte de los intelectuales a los procesos de transformación pasará por su condición de productores en el ámbito en que se desempeñan, un ámbito de la producción social que no necesita tocar ciertos temas o hablar de ciertos hechos para estar atravesada por los conflictos, las luchas y los intereses antagónicos. En tanto espacio de producción material, la producción cultural tiene un potencial politizador en sí mismo: como terreno de la práctica social es terreno de la lucha de clases. Por eso, la tarea del intelectual estará íntimamente ligada a la acción que desempeñe sobre el aparato de producción con el que trabaja, porque si la cultura no es esencia entonces es producción, instrumentos y dispositivos; una construcción que habrá que poner en cuestión, al disputar sus efectos y funciones, y también socializando las técnicas de producción específicas.
La disyuntiva fundamental para Benjamin estará entre “el mero abastecimiento” de ese aparato de producción cultural, que a priori el intelectual hereda, y su modificación. De esta manera, la relación con los instrumentos, las formas y los géneros se torna un eje central para la práctica intelectual. El primer punto a resolver será la actitud ante esos géneros y formas que pueden concebirse como productos del desarrollo “progresivo” de la humanidad (6) o como productos históricos que expresan funciones culturales (7) y roles sociales (autor/público; director/actor; etc.). La segunda cuestión tendrá que ver con los criterios orientadores para esa modificación.

Benjamin no propone un camino demasiado despejado, pero deja planteadas algunas pistas lo suficientemente contundentes. La primera de ellas, la podemos encontrar cuando retoma la idea del escritor operante. Con esta figura se refiere a un escritor cuya misión no es “informar, sino luchar; no jugar al espectador, sino intervenir activamente” (8). En un artículo escrito por Benjamin en 1929, ya está presente la idea de que la tarea del intelectual “revolucionario” tiene más que ver con un tipo de acción que con un contenido predeterminado. Allí Benjamin asegura que no alcanza con invocar la condición de “poetas, pensadores y artistas proletarios”, puesto que el intelectual revolucionario tiene una tarea doble: derribar el predominio intelectual de la burguesía y ganar contacto con las masas proletarias, objetivo que es irrealizable “contemplativamente” (9).

Yendo un paso más allá en la elaboración de Benjamin, será clave que el intelectual reflexione sobre su relación con los medios de producción y las técnicas que pone en práctica (¿a quiénes les son útiles esas técnicas?). En otras palabras, para nuestro autor, el intelectual debe estar en condiciones de “pensar revolucionariamente su propio trabajo”. Benjamin afina la mira y sostiene que una tendencia política por revolucionaria que parezca tiene efectos contrarrevolucionarios si el intelectual experimenta su solidaridad con los oprimidos “sólo según su ánimo y no como productor” (10). He aquí una nueva pista, Benjamin rechaza netamente la idea de un intelectual que se identifica con el proletariado para operar como un “mecenas ideológico”. Piensa en un intelectual que puede desempeñar un papel progresivo en la lucha de clases sólo si es capaz de asumirse como trabajador-productor-forjador de nuevas técnicas de producción cultural, en vistas a un tipo de producción que cuestione las relaciones sociales en las que se funda y legitima la cultura dominante. En palabras del propio Benjamin: “el papel del intelectual en la lucha de clases sólo podrá fijarse, o mejor elegirse, sobre la base de su posición en el proceso de producción” (11).


A partir de esta prerrogativa, Benjamin nos propone una nueva pista al centrar su atención en la necesidad de analizar la distinción entre el mero abastecimiento del aparato de producción y su modificación, diferenciación que califica como “decisiva” (12).

El reportaje fotográfico que vuelve bella -podríamos decir “fotografiable”- la miseria, captándola de manera perfeccionada y a la moda, es para Benjamin un ejemplo de lo que es pertrechar un aparato de producción sin modificarlo. En cambio, la modificación del aparato productivo supone una operación fundamental: derribar las barreras que vienen dadas con el uso dominante (burgués) de determinada técnica. En este caso el gesto puede haber pasado por superar los límites entre imágenes y palabras, cruzar la fotografía con el relato, etc… Esta idea, que Bejanmin plantea también para la música instrumental y la palabra verbal, establece un nuevo modo de entender la producción cultural; persigue el otorgamiento de un valor de uso revolucionario para los productos, lo que al mismo tiempo supone que una vez que el intelectual –como productor– experimenta la solidaridad con el proletariado, experimenta sin más “la solidaridad con algunos otros productores que antes no significaban mucho para él” (13). De modo tal que el avance técnico que el productor incorpora es funcional a su aporte político, no hay técnicas válidas a priori, sino que lo que importa es su función en los procesos de naturalización o desnaturalización de las condiciones sociales de producción y existencia.

Así nos encontramos con una pista más. A continuación, Benjamin señala el modo en que la función del intelectual como productor es también una tarea organizadora. Para nuestro autor, el trabajo del intelectual deberá consistir en una actividad sobre la obra y sobre los medios de producción. La clave está en que el escritor, el artista, el poeta deben enseñar a producir mediante su propia producción, ahí se halla gran parte de su tarea organizadora. Una vez más, la tendencia es condición necesaria pero nunca suficiente, el intelectual debe ser capaz de instruir a otros productores en la producción y ser capaz de poner a su disposición un aparato productivo mejorado, tarea que no se logra sino en el desarrollo de su propia actividad productiva. En definitiva, Benjamin asegura que lo que hace “mejor” a un aparato modificado por la actividad del productor es la capacidad que demuestre para llevar a más consumidores a la producción; será más valioso en la medida en que genere las condiciones para que más lectores y espectadores se constituyan en colaboradores.

De este modo, Benjamin terminará haciendo hincapié en una condición ineludible: el intelectual que pretende aportar en la lucha de los oprimidos por su emancipación debe reflexionar sistemáticamente acerca de su posición en el proceso de producción. Esta actitud permitirá, según Benjamin, evitar las concepciones idealistas sobre su propia función que lo postulan ilusoriamente como creador autónomo, al tiempo que puede contribuir a fundamentar más sólidamente su ligazón con los trabajadores. Pero además, y fundamentalmente, permite vislumbrar su función de “especialista” que debe actuar como un “ingeniero” que adecua un aparato de producción a las necesidades de la revolución. El camino del intelectual en relación a la crítica radical del orden social, dice Benjamin, es el camino más largo, mientras que el del proletario es el más corto (14). Será entonces una tarea desarrollada en el seno de un aparato de producción específico, por ende mediada técnicamente, creativa y no sólo destructiva y, estará orientada por la necesidad de aportar en la socialización de los medios de producción cultural, la organización de los propios intelectuales como productores y contribuir en la modificación funcional de los géneros y formas culturales (15).

BRECHT, EL PARADIGMA

En diversos textos, Benjamin propone a la obra de Bertolt Brecht como realización de esa figura del autor como productor. Para Benjamin la producción de Brecht, y su teatro épico en particular, materializan los lineamientos que hacen a un tipo de intelectual cuya obra lejos está de definirse solamente por una tendencia política correcta, sino que busca modificar el aparato técnico de producción para ponerlo al servicio de la superación de la sociedad capitalista (16). Brecht aparece, entonces, como ese intelectual que a través de su producción organiza, enseña y es capaz de romper los límites de los géneros de la cultura burguesa, al tiempo que permite que el público salga de la mera contemplación (17).

Como el propio Brecht sostiene, la mayor parte de los intelectuales no se cuestionan la manera en que se relaciona con el aparato técnico de producción con el que trabaja. Para Benjamín, la particularidad de Brecht es que partirá de la necesidad de modificar el aparato técnico que propone el teatro “tradicional”, evitando el error cometido por aquel “teatro político” que favorece la inserción de las masas proletarias en las mismas posiciones que ese aparato teatral había postulado para las masas burguesas (18).

El concepto de “transformación funcional” introducido por Brecht –nudo central de su propuesta- pone el acento en la labor de los intelectuales, en tanto práctica que es capaz de transformar ciertas instituciones. Así las cosas, Benjamin sostiene que el teatro épico de Brecht modifica la relación “funcional” entre escena y público, directores y actores, texto y puesta en escena. En un sentido crucial, el público ya no será concebido como “una masa de personas en las que se ensaya el hipnotismo”; ha pasado a ser concebido como “una reunión de interesados cuyas exigencias ha de satisfacer”. Dicho esto, en palabras de Benjamin, “el teatro épico pone en cuestión el carácter recreativo del teatro; conmociona su vigencia social al quitarle su función social en el orden capitalista” y, al pretender transformar a su público en una masa de expertos, “amenaza a la crítica en sus privilegios” (19).

La diferencia entre el teatro clásico y el teatro épico consiste en que mientras el primero “transmite cosas”, el segundo “transmite situaciones” (20). En oposición al teatro “naturalista” que se basa en la ilusión de la escenificación de la realidad, el teatro épico se caracteriza, según Benjamin, por ser ininterrumpidamente consciente de que es teatro. Trata de manera experimental los elementos de lo real y representa dichas situaciones al interrumpir el devenir de la acción. Por un lado, la interrupción (en donde el texto verbal juega un papel protagónico) no se lleva a cabo para apoyar o ilustrar una acción, sino para enmarcarla, para trabajar sobre “episodios” y permitir el reconocimiento mediante el alejamiento. A su vez, la tentativa del teatro épico, en este punto, se orienta a que ese reconocimiento (que es más bien un descubrimiento) de situaciones reales por parte del público sea con “asombro” y no con “suficiencia”; en el fondo remite a una práctica socrática: el asombro despierta interés.

Hay, por lo tanto, una operación continua de separar y unir fragmentos; un uso específico de lo que sería el montaje propio de la radio y el cine. Es una operación que pretende sacar al público de la “ilusión” que le propone el teatro tradicional, un intento por forzar al espectador a tomar postura ante un suceso. En definitiva, el teatro épico buscará “enajenar al público de las situaciones en las que vive por medio de un pensamiento insistente” (21). Su material primordial es el hombre, el hombre situado históricamente, al que se somete a pruebas y dictámenes para conocerlo.

2. LA PERSPECTIVA GRAMSCIANA: DISTANCIAS Y CERCANÍAS

Nos aquí interesa dejar planteadas algunas ideas acerca de las relaciones que se pueden establecer entre los planteos de Benjamin y las nociones fundamentales elaboradas por Gramsci respecto de la cuestión de los intelectuales.

En primer lugar, podemos decir que ambos cargan las tintas en un tipo de actitud que debe darle sustento a un nuevo tipo de intelectual, llamado a superar la figura tradicional del intelectual, que mantiene inalterada la escisión entre los que “hacen y los que piensan”. En Gramsci, la apuesta pasa por fusionar la teoría con la práctica. Lo que supone, al mismo tiempo, perseguir la negación de las propias elites intelectuales que deben potenciar y contribuir a desarrollar la capacidad de elaboración conceptual que tienen todos los seres humanos (22) y desempeñar un rol de “organizadores” en el marco de la lucha por una nueva cultura. Esa nueva categoría de intelectual, por tanto, no puede ya consistir en la elocuencia momentánea sino en una inserción permanente en la vida práctica. El intelectual que vislumbra Gramsci es el contrapunto del simple orador; debe actuar como constructor y organizador. (23)

Como vimos en el primer apartado, en los planteos de Benjamin encontramos una perspectiva similar cuando postula la idea del “escritor operativo” y cuando sostiene la “doble tarea” del intelectual revolucionario. En este sentido, el intelectual que postula Benjamin es también un organizador y un “educador”. En este punto, la distancia que encontramos remite al papel que Gramsci asigna al intelectual colectivo, o sea al partido político, como instancia decisiva para la formación de intelectuales orgánicos de las clases subalternas y para la asimilación de por lo menos una buena parte de los intelectuales tradicionales (24).

En un segundo nivel de afinidad encontramos la manera en que tanto Benjamin como Gramsci se refieren a la lucha específica que hay que librar para construir una nueva cultura y al papel específico que los intelectuales deben desempeñar en ese proceso. En la base de esta definición, se halla una concepción común respecto de la cultura entendida como construcción histórica y espacio conflictivo, en donde entran en juego distintas concepciones del mundo y de la vida, del arte y de la historia, que se materializan en prácticas y valores, y se difunden, se enseñan y se aprenden en instituciones particulares. Como ya señalamos, Benjamin se preocupa por superar las concepciones más mecanicistas que impregnaron a buena parte del marxismo de su época, postulando la dependencia funcional entre la tendencia política correcta de una obra y una técnica de producción progresiva. Por eso postula que es imprescindible considerar históricamente la función de los géneros y formas culturales para plantear la necesidad de transformar en sentido socialista el aparato de producción cultural instituido, socializar las técnicas de producción y superar las dicotomías (y funciones sociales) que la propia cultura burguesa establece entre los distintos géneros, por un lado, y entre productores y consumidores, por otro.

Por su parte, cuando trabaja sobre “el problema del arte”, “la cuestión educativa” y plantea su propuesta de “escuela unitaria”, o cuando se refiere a su programa de “periodismo integral”, Gramsci está definiendo posibles acciones vinculadas con “los fines inherentes a la lucha cultural”, lucha que, según nuestro autor, debe combinar la crítica de las costumbres y concepciones del mundo con la crítica estrictamente estética (25). En este punto, hay una confluencia visible puesto que para Gramsci, la lucha por una nueva cultura no significa la lucha por un nuevo contenido del arte ni por nuevos artistas en sentido abstracto. De modo tal que no será cuestión de imponer una u otra escuela artística de origen intelectual. Es más bien, la lucha por una reforma intelectual y moral que se expresará y se estructurará en nuevas instituciones educativas, comunicacionales y periodísticas, y en nuevas producciones artísticas; procesos y elementos que, desde la perspectiva que propone Gramsci, deberán tender a reelaborar lo que ya existe, de forma de polémica o no, en el “humus” de la cultura popular (26).

Llegados a este punto, es importante destacar que tanto en Gramsci como en Benjamin encontramos una perspectiva que ubica a los intelectuales como productores/forjadores de cultura, hecho que los acerca entre sí y los aleja de la perspectiva inspirada en la doctrina del compromiso (27). Ambos le dan a la producción cultural un estatus en la lucha de clases “no derivado”. Su importancia para la dinámica de la lucha de clases no está dada por la manera en que en la producción simbólica aparecen más o menos explícitamente los conflictos que definen las relaciones sociales de producción capitalistas. Sino a raíz de su condición de campo de producción, circulación y consumo de bienes y significaciones; por lo tanto habrá que librar una batalla en torno a qué se produce, cómo circula y quiénes y cómo lo consumen.

No obstante, a la coincidencia hay que agregarle un matiz. Mientras que en los planteos de Benjamin aparecerá como fundamental la cuestión de la técnica, del aparato de producción y las posibilidades de generar cada vez más productores donde hay espectadores, en la obra de Gramsci, si bien esta cuestión no está ausente (ver por ejemplo su concepción de modelo pedagógico o del periodismo), su mayor preocupación estará ligada al problema de la distancia entre intelectuales y pueblo, y por tanto a la necesidad de lograr una identificación entre la visión del mundo de los oprimidos y sus intelectuales, que habrá de plasmarse en nuevas instituciones culturales y la reelaboración estética de las inquietudes y pautas de vida de las clases subalternas.

Esta última cuestión nos abre la puerta para arribar a un tercer nivel de relaciones en donde encontramos los matices más importantes. Adentrados en el debate acerca de la labor específica de ese intelectual definido como productor de nueva cultura, nos encontramos con un Benjamin que hará hincapié en la cuestión de la “técnica”, mientras que Gramsci pondrá el foco en la cuestión de “la visión del mundo”. Este matiz se evidencia más claramente cuando analizamos la manera en que ambos rodean la cuestión “estética” y más precisamente, cuando se refieren al debate acerca de cómo abordar la relación entre forma y contenido.

Recordemos que Benjamin llega a colocar a la técnica (literaria, teatral, etc.) como punto de partida de la crítica materialista de la cultura. En esa línea, el problema para nuestro autor estará centrado en cómo desarrollar un tipo de producción que tienda a modificar el aparato productivo heredado de la cultura burguesa. La tarea del intelectual implicará, de ese modo, un tipo de intervención que cuestione la función social del arte, lo que supone, desde la óptica benjaminiana, poner en evidencia el proceso de producción para construir formas culturales que aporten a la desnaturalización de las situaciones históricas y generar condiciones para que cada vez más consumidores se transformes en expertos colaboradores. Este hincapié explica en buena medida la atención que Benjamin pone en la obra de Brecht y en la actividad de las vanguardias artísticas.

Por su parte, Gramsci, al igual que Benjamin, pretende ir más allá de la dicotomía forma/contenido, por eso hablamos de un énfasis y no de una exclusividad. Puntualmente, al tiempo que sostiene que una obra estética no puede quedarse en la mera propaganda política (28), Gramsci afirma que el valor de una obra tampoco pasará sólo por “la belleza”, ya que la intención última es que como producción cultural sea “sentida vivamente” por las masas (29).

Dicho lo anterior, es el propio Gramsci quien advierte que, aunque en el proceso de elaboración, forma y contenido son lo mismo, es posible diferenciarlos. En esa línea, advierte que aquellos que insisten en la necesidad de difundir un contenido están involucrados en una lucha por una cultura determinada y una concepción del mundo determinada, en oposición a otras visiones del mundo y por tanto a otra cultura. Gramsci dará un paso más para asegurar que es posible hablar de “una prioridad del contenido sobre la forma” porque si bien en el proceso creativo los cambios de contenido son también de forma, “es más fácil hablar de contenido que de forma porque el contenido puede resumirse de manera lógica” (30). No obstante, este énfasis que está presente en las reflexiones de Gramsci acerca de la obra de ciertos escritores, dramaturgos y filósofos en clave de un análisis de las concepciones del mundo presentes en esas producciones, no llevan al dirigente comunista italiano a lecturas propias de una sociología vulgar y determinista. Así como en el propio Benjamin se pueden encontrar análisis de contenido que ponen en evidencia los principios ideológicos desplegados por los autores (31), en la perspectiva gramsciana la preocupación por las concepciones del mundo expresadas en las producciones artísticas –que a su vez es indisociable de su preocupación por la superación de la distancia entre intelectuales y pueblo y de la manera en que concibe la labor de los intelectuales nacional populares como forjadores de una nueva cultura arraigada en la experiencia popular- no supone una anulación de los problemas más específicos de la producción artística y cultural. Ya señalamos sus elaboraciones respecto de la didáctica y la pedagogía en el marco de su propuesta de reforma educativa y de la manera de concebir la práctica periodística. Junto con ello, cuando se trata de analizar la obra de determinados escritores o dramaturgos, Gramsci dirá que el debate debe estar referido a la cuestión artística como tal. Esto está claro, por ejemplo, en su análisis de la obra de Luigi Pirandello. Allí Gramsci indaga sobre la manera en que esas piezas teatrales manifiestan una determinada concepción del mundo, pero destaca, al mismo tiempo, cómo el dramaturgo ha superado y disuelto el teatro tradicional (32).

A MODO DE CIERRE

En virtud de los tres niveles de relaciones que señalamos entre los enfoques propuestos por Benjamin y por Gramsci, podemos dejar planteado que, en uno y otro caso, la función del intelectual “orgánico” u “operativo” se enmarca en la acción destructiva y creadora a la vez que representa la batalla revolucionaria por la construcción de una nueva cultura. Sin embargo, del lado benjaminiano, encontramos una concepción que -influenciada por su relación directa con las experiencias más fructíferas de articulación entre vanguardia estética y política- llama la atención sobre la necesidad de forjar un tipo de intelectual que piense revolucionariamente su propio trabajo, actúe para modificar el aparato productivo en un sentido socialista, poniendo en evidencia las convenciones que componen ese aparato con el objetivo de desnaturalizar sus procedimientos y generar relaciones sociales más igualitarias. Para graficar esta concepción, se trata de un tipo de labor intelectual que entre nosotros podemos identificar en el Rodolfo Walsh que con sus libros de denuncia trastoca los límites establecidos entre novela y periodismo, en el Osvaldo Bayer que populariza la investigación histórica para ponerla al alcance de todo el público lector o el propio Paulo Freire cuando genera una pedagogía pensando en la liberación de los oprimidos.

Gramsci, entretanto, más preocupado por el escenario particular italiano e involucrado, desde su condición de dirigente partidario, en un intento original por postular unarelación orgánica (33) entre lucha cultural y lucha política, otorgará a los intelectuales (a partir de definir a la cultura como espacio de lucha entre concepciones del mundo que pugnan por tornarse modos de vida y como trama social que se organiza en función de la lucha por la hegemonía) una función crucial para lograr la coherencia y unidad ideológica que todo grupo o clase social que pretende disputar la hegemonía en una sociedad dada requiere. Así las cosas, Gramsci insiste en que para desarrollar su labor los intelectuales orgánicos de las clases trabajadoras deben contribuir a reelaborar sistemática y coherentemente los elementos de la cultura popular que, presentes aunque sea de modo germinal en la práctica cotidiana y la experiencia histórica de esas clases, se oponen a la cultura dominante. Por ende, sin descuidar la crítica y la necesidad de reformar las instituciones y las prácticas dominantes en el plano de la cultura ni desestimar la cuestión de la técnica como elemento clave, en el terreno de la producción cultural Gramsci se mostrará menos orientado a cuestionar formas y géneros tradicionales y más preocupado por la manera en que esa producción debe retomar las inquietudes y sentimientos de los sectores subalternos para lograr un efecto que combine la inserción masiva entre las clases populares que ha tenido –por ejemplo- la novela de folletín con la calidad de, por nombrar un caso que propone el propio Gramsci, los grandes novelistas rusos.

Definitivamente vemos en ambas perspectivas valiosos aportes para identificar los problemas que hacen a la lucha ideológica y a la construcción de una nueva cultura. Construcción que debe atender tanto a su dimensión simbólica como técnico-institucional, pero que fundamentalmente remite al impulso de nuevas prácticas sociales. La riqueza de uno y otro desarrollo teórico reside en la necesidad de ver en el arte y en la producción simbólica en general un terreno de luchas; un ámbito constituido por prácticas concretas que no son ni inocentes ni neutrales, en las que se materializan y se expresan visiones del mundo y roles sociales. Benjamin  y Gramsci le ofrecen a la práctica intelectual transformadora un sustrato material constituido simultáneamente por el terreno de lo dominante, con el que habrá que confrontar y al que no habrá que alimentar, -las técnicas de producción y los “aparatos de hegemonía”- y por aquello que puede desarrollarse en un sentido opuesto, contenido germinalmente en algunas prácticas, valores, expectativas y significaciones populares y presente más definida y conscientemente en algunas experiencias estéticas. Proponen, además, un criterio rector: dejar de lado cualquier tipo de actitud contemplativa para avanzar hacia la superación de la distancia entre “los que producen” y “los que consumen”, entre “los que piensan” y “los que hacen”. Una vez más uno y otro son coherentes con sus propias reflexiones y nos llaman a la acción, puesto que en esos esbozos elaborados hace ya tanto tiempo siguen estando contenidas las grandes tareas que continúan pendientes en momentos en que el capitalismo muestra sus rasgos más crueles y nos coloca ante la necesidad, y la urgencia, de organizar la sociedad sobre nuevas bases para garantizar incluso la continuidad de la especie humana como tal.



BIBLIOGRAFÍA:

Benjamin, Walter (1998a), “El autor como productor”, en Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III, Mazdrid, Taurus.
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—– (1999a), “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia burguesa”, enImaginación y sociedad. Iluminaciones I, Madrid, Taurus.
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—– (2001), “Tesis de fi losofía de la historia”, en Ensayos escogidos, México, Ediciones Coyocán.
—– “El narrador” (2008); El narrador, Santiago de Chile, Ediciones Metales Pesados.
Buci-Glucksmann, Christine (1978), Gramsci y el Estado. Hacia una teoría materialista de la filosofía, Madrid, Siglo XXI.
Gramsci, Antonio (2000), Los intelectuales y la organización de la cultura, Buenos Aires, Nueva Visión.
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Pulleiro, Adrián (2008), Héctor P. Agosti. Apuntes para una política cultural contrahegemónica, Buenos Aires, Ediciones del Centro Cultural de la Cooperación.
Sartre, Jean-Paul (1962), Qué es la literatura, Buenos Aires, Losada.
Williams, Raymond (1981), Cultura, Barcelona, Paidós.
Wizisla, Erdmut (2007), Benjamin y Brecht. Historia de una amistad, Buenos Aires, Paidós.

NOTAS:

1 En 1885, Friedrich Engels escribía: “(…) La tendencia debe desprenderse de la situación y de la acción mismas, sin que se formule explícitamente, y el autor no debe verse obligado a dar ya hecha al lector la solución histórica futura de los conflictos sociales que describe (…) la novela de tendencia socialista cumple, a mi juicio, su objetivo cuando refleja con veracidad las relaciones reales, rompe las ilusiones convencionales que predominan sobre aquellas, conmociona el optimismo del orden burgués y siembra dudas respecto de la inmutabilidad de las bases en que descansa el orden existente” (ver Pulleiro).
2 Las posiciones hegemónicas en el campo comunista de la primera mitad del siglo XX con respecto al arte, la cultura y el papel de los intelectuales se encuentran sintetizadas en el informe de Andrei Zdhanov al PCUS presentado en 1948. Allí la tendencia consiste en reducir al arte a una herramienta difusora de ideología, y se postula la regulación de la actividad artística e intelectual, en general, desde la dirección partidaria (Pulleiro).
3 Benjamin (1998), p. 118.
4 Williams, Raymond.
5 Benjamin (1998) p. 120.
6 Vale la pena enmarcar esta actitud respecto de las formas y géneros culturales en lo que será la concepción que Benjamin expondrá años después en sus Tesis de filosofía de la historia acerca de la ideología del progreso, en donde desarrolla una crítica a esa ideología recuperando, en contraposición, la idea de un pasado conflictivo, marcado por la explotación y la existencia de vencedores y vencidos. Desestimando, de ese modo, las visiones evolucionistas de la socialdemocracia de su tiempo y retomando la idea de la revolución como “salto dialéctico”. En lo que hace a nuestro interés particular, en ese marco Benjamin postulará, además, la idea de la cultura como “documento de barbarie”; asegurará que en la lucha de clases intervienen factores “espirituales”, que además son blanco de luchas específicas (Benjamin, 2001).
7 Dice Benjamin: “No siempre hubo novelas y no siempre tendrá que haberlas” (Benjamin (1998), pp. 120-121). Esta perspectiva que liga las formas literarias con los procesos sociales, haciendo hincapié en sus funciones culturales, también está presente en su texto “El narrador”; allí Benjamin asegura que la novela debe su desarrollo a la emergencia de la burguesía, la aparición de la imprenta y a la necesidad de dar cuenta de “la profunda perplejidad del viviente” (Benjamin, 2008).
8 Benjamin (1998), p. 120. Benjamin retoma esta noción del escritor ruso Serguéi Tretiakov.
9 Benjamin, (1999), p. 60.
10 Benjamin (1998), p. 123.
11 Ídem, p. 124.
12 Si bien analizaremos esta idea con más detalle en el apartado siguiente, vale señalar a modo de ejemplo la forma en que Benjamin valora la obra teatral de Bertolt Brecht como un tipo de teatro que no busca “abastecer” al teatro burgués, sino que tiene la intención de “transformarlo” (Wizisla, p. 186).
13 Benjamin (1998), p. 127.
14 Benjamin (1999b), p. 100.
15 Benjamin (1998), p. 134.
16 Benjamin define a Brecht como “el primero que ha elevado hasta los intelectuales la exigencia de amplio alcance: no pertrechar el aparato de producción sin, en la medida de lo posible, modificarlo en un sentido socialista” (Benjamin, 1998, p. 125).
17 La figura y la producción de Brecht, le permiten a Benjamin, por un lado, superar la dicotomía entre escritura y creación literaria. Del mismo modo, le dan la posibilidad de dejar atrás los debates acerca del arte “auténtico”. Concretamente, Benjamin ve en la obra de Brecht la concreción de un tipo de lenguaje que es tan artístico como adecuado a la realidad; en su obra vislumbra una síntesis entre “alto nivel y buena técnica” (Wizisla, pp. 178-182).
18 Benjamin (1998b).
19 Ídem., p. 25.
20 Wizisla, p. 184.
21 Benjamin (1998b), p. 132.
22 Gramsci (2000), p. 13.
23 Ídem. p. 14.
24 Buci-Glucksmann, p. 48.
25 Gramsci (2009), p. 18-19.
26 Ídem., p. 28.
27 La tradición que tiempo después tuvo en Sartre a su mayor icono, se enmarca en una perspectiva más amplia que podemos llamar “tradición normativa”, que a su vez define a los intelectuales como un grupo social portador de una misión especial: constituirse en guía, portavoz o “conciencia crítica” de la sociedad. Esa tradición prescribe una disputa por lo que significa ser un verdadero intelectual, con un basamento más ético que sociológico. El modelo propuesto por Sartre empalma con esta tradición normativa (en la que se pueden incluir corrientes conservadoras y progresivas) ya que participa plenamente de dicha disputa y termina definiendo al intelectual en términos de una “misión”. Desde la visión sartreana, plasmada en ¿Qué es la literatura?, el intelectual debe ser consciente de que toda acción (o inacción) tiene sus consecuencias prácticas y debe actuar ante ello “responsablemente”. El primer compromiso es, entonces, con la época y con la posibilidad de incidir en esa situación histórica en la que se está ineludiblemente implicado. A su vez, la misión del intelectual no se define por la defensa de valores éticos y estéticos absolutos y eternos. El compromiso con la situación históricamente situada implicará una intención de contribuir a que se produzcan cambios en la sociedad y estará basado en una intervención que tiene en su horizonte a un sujeto definido. El intelectual comprometido es un “vocero” y al mismo tiempo una especie de mediador. Sartre dirá que ese intelectual nombra y muestra la vida de quienes sufren sin expresar sus sufrimientos, es “la conciencia de todos” ellos. En este punto, diremos que los planteos de Benjamin y de Gramsci nos ofrecen una perspectiva para enfocar el problema de la tarea de los intelectuales que puede servirnos para superar cierta dicotomía que persiste en la tradición del compromiso. Si bien, la propuesta de Sartre supone un intelectual que aporta a los procesos de cambio desde su “obra”, no hay un desarrollo acerca de cómo poner en cuestión y hacer explotar los elementos que estructuran la producción cultural dominante (burguesa) y a esa cultura entendida como un modo de vida y un entramado institucional. El énfasis, en todo caso, está puesto en el poder de la palabra, que Noam Chomsky sintetizó en la consigna: “decir la verdad y revelar el engaño”.
28 Gramsci (2009), p. 152.
29 Ídem, p. 114.
30 Ídem, p. 86.
31 Ver Benjamin (1998b).
32 Gramsci (2009), p. 75.
33 Consideramos que, aunque Gramsci no utiliza ese término, en este caso la idea de una “relación orgánica” es más adecuada en el marco de su sistema conceptual que la de “articulación” o “fusión”, ya que el propio Gramsci concibe a la lucha por una nueva cultura como un proceso que requiere sus mecanismos y herramientas específicas, pero que adquiere sentido pleno en tanto lucha por la construcción de una nueva hegemonía, entendida como capacidad de dominio y dirección de un bloque social conducido por las clases subalternas.





PUNTO Y APARTE 























































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