LA CUESTIÓN DE LOS INTELECTUALES. UN RECORRIDO POSIBLE DESDE
BENJAMIN Y GRAMSCI
Por : Adrián Pulleiro
1. LA PERSPECTIVA BENJAMINIANA: EL INTELECTUAL COMO PRODUCTOR
A nuestro entender, el texto que mejor condensa la propuesta
conceptual (y política, porque tiene derivaciones prácticas fundamentales) de Benjamin respecto de la función social de los
intelectuales es el “El
autor como productor” (1934). Allí, Benjamin tratará desde un comienzo alejarse de
las concepciones “idealistas”
que postulan la figura del artista como creador libre, pero también se apartará
de los planteos que, inspirados en sendos pasajes de Marx y de Engels respecto de la literatura, sostenían
la necesidad de valorar a los productos culturales en virtud de que expresaran
(más o menos sutilmente) o no una determinada “tendencia” política (1).
Benjamin dirá
que el hecho de postular al intelectual como un agente libre y no reconocer que
su labor está atada indisolublemente a ciertos intereses constituye una actitud
propia del intelectual burgués. Por su parte, un intelectual “progresista” es aquel que
reconoce que el artista, el músico, el escritor trabajan en función de
determinados intereses de clase. Acto seguido enfoca el primer punto del
debate: es un intelectual cuya labor persigue una “tendencia”.
Benjamin comienza por esta cuestión para superar los términos en
que el debate sobre la labor intelectual se venía dando, predominantemente,
dentro del campo del marxismo (2). Por eso, dirá que si el debate se plantea en
estos términos: por una parte se debe exigir la tendencia
correcta, y por otra parte se está en derecho de esperar
calidad de la producción, queda esterilizado el aporte que puede ofrecer la “crítica literaria política”;
es un punto de partida que no permite dar cuenta de la relación que existe
entre tendencia y calidad, ya que no dice nada acerca de las condiciones
específicas de esa producción. De este modo, para Benjamin no bastará con que una obra exprese
una tendencia política correcta, la obra “debe
necesariamente presentar cualquier otra calidad” (3). Es más, será
la tendencia literaria, que incluye toda tendencia política, la que determine
la calidad de la obra; desde esta óptica, se podrá hablar de una tendencia
política correcta sólo si muestra una tendencia literaria también
satisfactoria.
Para terminar de superar la manera en que el debate venía siendo
tratado, -que también implica dejar de lado la discusión en términos de “forma” y “contenido”-, Benjamina
segura que la clave para desarrollar un tratamiento dialéctico de la cuestión
de la producción cultural es ir más allá de los análisis que aíslan sus objetos
(una pieza teatral, un libro, una poesía) convirtiéndolos en cosas absortas y
abstraídas. La variante es pasar a ubicarlos en “contextos sociales vivos”. Aquí nuestro autor
planteará una nueva advertencia: insertar esos productos simbólicos en “contextos sociales vivos”
supone considerarlos en el seno de relaciones sociales histórica y
espacialmente situadas, por lo tanto Benjamin llama la atención acerca de la
necesidad de no caer en la tentación de partir de la pregunta sobre la relación
entre una determinada obra y las relaciones sociales de producción de una
época. Si bien no desestima el interrogante, plantea la necesidad de que la
crítica materialista de la cultura parta de otra pregunta: ¿cómo
una determinada obra se halla en las condiciones de producción de una época? De esa forma, las condiciones
productivas ya no son consideradas como algo exterior a la obra, que en todo
caso deja en ésta ciertas marcas, sino como una dimensión constitutiva de la
misma. Estableciendo un antecedente de lo que luego desarrollarán otros autores
de la tradición marxista como Raymond Williams (4), lo que hace Benjamin es referirse a las condiciones de
producción cultural de una sociedad dada y preguntarse por la cuestión de la
técnica particular –la técnica literaria, teatral, etc.- que rige ese terreno
de la producción social; de este modo, la técnica se transforma en el punto de
arranque de su análisis. La pregunta por la técnica refiere a la pregunta por
la función de determinada obra en esas condiciones de producción cultural. En
definitiva, en el campo de la literatura, por ejemplo, según Benjamin habrá que buscar “la dependencia funcional entre
tendencia política concreta y técnica literaria progresiva”(5).
He aquí un nudo fundamental del planteo de Benjamin,
puesto que para él el aporte de los intelectuales a los procesos de
transformación pasará por su condición de productores en el ámbito en que se
desempeñan, un ámbito de la producción social que no necesita tocar ciertos
temas o hablar de ciertos hechos para estar atravesada por los conflictos, las
luchas y los intereses antagónicos. En tanto espacio de producción material, la
producción cultural tiene un potencial politizador en sí mismo: como terreno de
la práctica social es terreno de la lucha de clases. Por eso, la tarea del
intelectual estará íntimamente ligada a la acción que desempeñe sobre el
aparato de producción con el que trabaja, porque si la cultura no es esencia
entonces es producción, instrumentos y dispositivos; una construcción que habrá
que poner en cuestión, al disputar sus efectos y funciones, y también
socializando las técnicas de producción específicas.
La disyuntiva fundamental para Benjamin estará entre “el mero abastecimiento” de
ese aparato de producción cultural, que a priori el intelectual hereda, y su
modificación. De esta manera, la relación con los instrumentos, las formas y
los géneros se torna un eje central para la práctica intelectual. El primer
punto a resolver será la actitud ante esos géneros y formas que pueden
concebirse como productos del desarrollo “progresivo”
de la humanidad (6) o como productos históricos que expresan funciones
culturales (7) y roles sociales (autor/público; director/actor; etc.). La
segunda cuestión tendrá que ver con los criterios orientadores para esa modificación.
Benjamin no
propone un camino demasiado despejado, pero deja planteadas algunas pistas lo
suficientemente contundentes. La primera de ellas, la podemos encontrar cuando
retoma la idea del escritor operante. Con
esta figura se refiere a un escritor cuya misión no es “informar, sino luchar; no jugar al
espectador, sino intervenir activamente” (8). En un artículo
escrito por Benjamin en 1929, ya está presente la idea de
que la tarea del intelectual “revolucionario”
tiene más que ver con un tipo de acción que con un contenido predeterminado.
Allí Benjamin asegura que no alcanza con invocar la
condición de “poetas,
pensadores y artistas proletarios”, puesto que el intelectual
revolucionario tiene una
tarea doble: derribar el predominio intelectual de la burguesía y
ganar contacto con las masas proletarias, objetivo que es irrealizable “contemplativamente” (9).
Yendo un paso más allá en la elaboración de Benjamin,
será clave que el intelectual reflexione sobre su relación con los medios de
producción y las técnicas que pone en práctica (¿a quiénes les son útiles esas
técnicas?). En otras palabras, para nuestro autor, el intelectual debe estar en
condiciones de “pensar
revolucionariamente su propio trabajo”. Benjamin afina la mira y
sostiene que una tendencia política por revolucionaria que parezca tiene
efectos contrarrevolucionarios si el intelectual experimenta su solidaridad con
los oprimidos “sólo según su
ánimo y no como productor” (10). He aquí una nueva pista, Benjamin rechaza netamente la idea de un
intelectual que se identifica con el proletariado para operar como un “mecenas ideológico”.
Piensa en un intelectual que puede desempeñar un papel progresivo en la lucha
de clases sólo si es capaz de asumirse como trabajador-productor-forjador de
nuevas técnicas de producción cultural, en vistas a un tipo de producción que
cuestione las relaciones sociales en las que se funda y legitima la cultura
dominante. En palabras del propio Benjamin: “el papel del intelectual en la lucha
de clases sólo podrá fijarse, o mejor elegirse, sobre la base de su posición en
el proceso de producción” (11).
A partir de esta prerrogativa, Benjamin nos propone una nueva pista al centrar
su atención en la necesidad de analizar la distinción entre el mero abastecimiento del aparato de producción y su modificación,
diferenciación que califica como “decisiva”
(12).
El reportaje fotográfico que vuelve bella -podríamos decir “fotografiable”- la
miseria, captándola de manera perfeccionada y a la moda, es para Benjamin un ejemplo de lo que es pertrechar un
aparato de producción sin modificarlo. En cambio, la modificación del aparato
productivo supone una operación fundamental: derribar las barreras que vienen
dadas con el uso dominante (burgués) de determinada técnica. En este caso el
gesto puede haber pasado por superar los límites entre imágenes y palabras,
cruzar la fotografía con el relato, etc… Esta idea, que Bejanmin plantea también para la música
instrumental y la palabra verbal, establece un nuevo modo de entender la
producción cultural; persigue el otorgamiento de un valor de uso revolucionario
para los productos, lo que al mismo tiempo supone que una vez que el
intelectual –como productor– experimenta la solidaridad con el proletariado,
experimenta sin más “la
solidaridad con algunos otros productores que antes no significaban mucho para
él” (13). De modo tal que el avance técnico que el productor
incorpora es funcional a su aporte político, no hay técnicas válidas a priori,
sino que lo que importa es su función en los procesos de naturalización o
desnaturalización de las condiciones sociales de producción y existencia.
Así nos encontramos con una pista más. A continuación, Benjamin señala el modo en que la función del
intelectual como productor es también una tarea organizadora. Para nuestro
autor, el trabajo del intelectual deberá consistir en una actividad sobre la
obra y sobre los medios de producción. La clave está en que el escritor, el
artista, el poeta deben enseñar a producir mediante su propia producción, ahí
se halla gran parte de su tarea organizadora. Una vez más, la tendencia es condición
necesaria pero nunca suficiente, el intelectual debe ser capaz de instruir a
otros productores en la producción y ser capaz de poner a su disposición un
aparato productivo mejorado, tarea que no se logra sino en el desarrollo de su
propia actividad productiva. En definitiva, Benjamin asegura que lo que hace “mejor” a un aparato
modificado por la actividad del productor es la capacidad que demuestre para
llevar a más consumidores a la producción; será más valioso en la medida en que
genere las condiciones para que más lectores y espectadores se constituyan en
colaboradores.
De este modo, Benjamin terminará haciendo hincapié en una
condición ineludible: el intelectual que pretende aportar en la lucha de los
oprimidos por su emancipación debe reflexionar sistemáticamente acerca de su
posición en el proceso de producción. Esta actitud permitirá, según Benjamin,
evitar las concepciones idealistas sobre su propia función que lo postulan
ilusoriamente como creador autónomo, al tiempo que puede contribuir a
fundamentar más sólidamente su ligazón con los trabajadores. Pero además, y
fundamentalmente, permite vislumbrar su función de “especialista” que debe actuar como un “ingeniero”
que adecua un aparato de producción a las necesidades de la
revolución. El camino del intelectual en relación a la crítica radical del
orden social, dice Benjamin, es el camino
más largo, mientras que el del proletario es el más corto (14). Será entonces
una tarea desarrollada en el seno de un aparato de producción específico, por
ende mediada técnicamente, creativa y no sólo destructiva y, estará orientada
por la necesidad de aportar en la socialización de los medios de producción
cultural, la organización de los propios intelectuales como productores y
contribuir en la modificación funcional de los géneros y formas culturales (15).
BRECHT, EL PARADIGMA
En diversos textos, Benjamin propone a la obra de Bertolt
Brecht como
realización de esa figura del autor como productor. Para Benjamin la producción de Brecht,
y su teatro épico en particular, materializan los
lineamientos que hacen a un tipo de intelectual cuya obra lejos está de
definirse solamente por una tendencia política correcta, sino que busca
modificar el aparato técnico de producción para ponerlo al servicio de la superación
de la sociedad capitalista (16). Brecht aparece, entonces, como ese
intelectual que a través de su producción organiza, enseña y es capaz de romper
los límites de los géneros de la cultura burguesa, al tiempo que permite que el
público salga de la mera contemplación (17).
Como el propio Brecht sostiene, la mayor parte de los
intelectuales no se cuestionan la manera en que se relaciona con el aparato
técnico de producción con el que trabaja. Para Benjamín, la particularidad de Brecht es que partirá de la necesidad de
modificar el aparato técnico que propone el teatro “tradicional”, evitando el error cometido por
aquel “teatro político”
que favorece la inserción de las masas proletarias en las mismas posiciones que
ese aparato teatral había postulado para las masas burguesas (18).
El concepto de “transformación
funcional” introducido por Brecht –nudo central de su propuesta- pone el
acento en la labor de los intelectuales, en tanto práctica que es capaz de
transformar ciertas instituciones. Así las cosas, Benjamin sostiene que el teatro épico de Brecht modifica la relación “funcional” entre escena y
público, directores y actores, texto y puesta en escena. En un sentido crucial,
el público ya no será concebido como “una
masa de personas en las que se ensaya el hipnotismo”; ha pasado a
ser concebido como “una
reunión de interesados cuyas exigencias ha de satisfacer”. Dicho
esto, en palabras de Benjamin,
“el teatro épico pone
en cuestión el carácter recreativo del teatro; conmociona su vigencia social al
quitarle su función social en el orden capitalista” y, al pretender
transformar a su público en una masa de expertos, “amenaza a la crítica en sus privilegios” (19).
La diferencia entre el teatro clásico y el teatro épico consiste
en que mientras el primero “transmite
cosas”, el segundo “transmite
situaciones” (20). En oposición al teatro “naturalista” que se basa
en la ilusión de la escenificación de la realidad, el teatro épico se
caracteriza, según Benjamin, por ser
ininterrumpidamente consciente de que es teatro. Trata de manera experimental
los elementos de lo real y representa dichas situaciones al interrumpir el
devenir de la acción. Por un lado, la interrupción (en donde el texto verbal
juega un papel protagónico) no se lleva a cabo para apoyar o ilustrar una
acción, sino para enmarcarla, para trabajar sobre “episodios” y permitir el reconocimiento
mediante el alejamiento. A su vez, la tentativa del teatro épico, en este
punto, se orienta a que ese reconocimiento (que es más bien un descubrimiento)
de situaciones reales por parte del público sea con “asombro” y no con “suficiencia”; en el fondo
remite a una práctica socrática: el asombro despierta interés.
Hay, por lo tanto, una operación continua de separar y unir
fragmentos; un uso específico de lo que sería el montaje propio de la radio y
el cine. Es una operación que pretende sacar al público de la “ilusión” que le propone el
teatro tradicional, un intento por forzar al espectador a tomar postura ante un
suceso. En definitiva, el teatro épico buscará “enajenar al público de las situaciones en las que vive
por medio de un pensamiento insistente” (21). Su material
primordial es el hombre, el hombre situado históricamente, al que se somete a
pruebas y dictámenes para conocerlo.
2. LA PERSPECTIVA GRAMSCIANA: DISTANCIAS Y CERCANÍAS
Nos aquí interesa dejar planteadas algunas ideas acerca de las
relaciones que se pueden establecer entre los planteos de Benjamin y las nociones fundamentales
elaboradas por Gramsci respecto de la cuestión de los
intelectuales.
En primer lugar, podemos decir que ambos cargan las tintas en un
tipo de actitud que debe darle sustento a un nuevo tipo de intelectual, llamado
a superar la figura tradicional del intelectual, que mantiene inalterada la
escisión entre los que “hacen
y los que piensan”. En Gramsci, la apuesta
pasa por fusionar la teoría con la práctica. Lo que supone, al mismo tiempo,
perseguir la negación de las propias elites intelectuales que deben potenciar y
contribuir a desarrollar la capacidad de elaboración conceptual que tienen
todos los seres humanos (22) y desempeñar un rol de “organizadores” en el marco
de la lucha por una nueva cultura. Esa nueva categoría de intelectual, por
tanto, no puede ya consistir en la elocuencia momentánea sino en una inserción
permanente en la vida práctica. El intelectual que vislumbra Gramsci es el contrapunto del simple orador;
debe actuar como constructor y organizador. (23)
Como vimos en el primer apartado, en los planteos de Benjamin encontramos una perspectiva similar
cuando postula la idea del “escritor
operativo” y cuando sostiene la “doble
tarea” del intelectual revolucionario. En este sentido, el
intelectual que postula Benjamin es también un organizador y un “educador”. En este punto,
la distancia que encontramos remite al papel que Gramsci asigna al intelectual colectivo, o sea
al partido político, como instancia decisiva para la formación de intelectuales
orgánicos de las clases subalternas y para la asimilación de por lo menos una
buena parte de los intelectuales tradicionales (24).
En un segundo nivel de afinidad encontramos la manera en que tanto Benjamin como Gramsci se
refieren a la lucha específica que hay que librar para construir una nueva
cultura y al papel específico que los intelectuales deben desempeñar en ese
proceso. En la base de esta definición, se halla una concepción común respecto
de la cultura entendida como construcción histórica y espacio conflictivo, en
donde entran en juego distintas concepciones del mundo y de la vida, del arte y
de la historia, que se materializan en prácticas y valores, y se difunden, se
enseñan y se aprenden en instituciones particulares. Como ya señalamos, Benjamin se preocupa por superar las
concepciones más mecanicistas que impregnaron a buena parte del marxismo de su
época, postulando la dependencia funcional entre la tendencia política correcta
de una obra y una técnica de producción progresiva. Por eso postula que es
imprescindible considerar históricamente la función de los géneros y formas
culturales para plantear la necesidad de transformar en sentido socialista el
aparato de producción cultural instituido, socializar las técnicas de
producción y superar las dicotomías (y funciones sociales) que la propia
cultura burguesa establece entre los distintos géneros, por un lado, y entre
productores y consumidores, por otro.
Por su parte, cuando trabaja
sobre “el problema del arte”,
“la cuestión educativa”
y plantea su propuesta de “escuela
unitaria”, o cuando se refiere a su programa de “periodismo
integral”, Gramsci está definiendo posibles acciones
vinculadas con “los fines inherentes a la lucha cultural”, lucha que, según
nuestro autor, debe combinar la crítica de las costumbres y concepciones del
mundo con la crítica estrictamente estética (25). En este punto, hay una
confluencia visible puesto que para Gramsci, la lucha por
una nueva cultura no significa la lucha por un nuevo contenido del arte ni por
nuevos artistas en sentido abstracto. De modo tal que no será cuestión de
imponer una u otra escuela artística de origen intelectual. Es más bien, la
lucha por una reforma intelectual y moral que se expresará y se estructurará en
nuevas instituciones educativas, comunicacionales y periodísticas, y en nuevas
producciones artísticas; procesos y elementos que, desde la perspectiva que
propone Gramsci, deberán
tender a reelaborar lo que ya existe, de forma de polémica o no, en el “humus” de la cultura
popular (26).
Llegados a este punto, es importante destacar que tanto en Gramsci como en Benjamin
encontramos una perspectiva que ubica a los intelectuales como
productores/forjadores de cultura, hecho que los acerca entre sí y los aleja de
la perspectiva inspirada en la doctrina del compromiso (27). Ambos le dan a la
producción cultural un estatus en la lucha de clases “no derivado”. Su
importancia para la dinámica de la lucha de clases no está dada por la manera
en que en la producción simbólica aparecen más o menos explícitamente los
conflictos que definen las relaciones sociales de producción capitalistas. Sino
a raíz de su condición de campo de producción, circulación y consumo de bienes
y significaciones; por lo tanto habrá que librar una batalla en torno a qué se
produce, cómo circula y quiénes y cómo lo consumen.
No obstante, a la coincidencia hay que agregarle un matiz.
Mientras que en los planteos de Benjamin aparecerá como fundamental la cuestión
de la técnica, del aparato de producción y las posibilidades de generar cada
vez más productores donde hay espectadores, en la obra de Gramsci,
si bien esta cuestión no está ausente (ver por ejemplo su concepción de modelo
pedagógico o del periodismo), su mayor preocupación estará ligada al problema
de la distancia entre intelectuales y pueblo, y por tanto a la necesidad de
lograr una identificación entre la visión del mundo de los oprimidos y sus
intelectuales, que habrá de plasmarse en nuevas instituciones culturales y la
reelaboración estética de las inquietudes y pautas de vida de las clases
subalternas.
Esta última cuestión nos abre la puerta para arribar a un tercer
nivel de relaciones en donde encontramos los matices más importantes.
Adentrados en el debate acerca de la labor específica de ese intelectual
definido como productor de nueva cultura, nos encontramos con un Benjamin que hará hincapié en la cuestión de la
“técnica”, mientras que Gramsci pondrá el foco en la cuestión de “la visión del mundo”. Este
matiz se evidencia más claramente cuando analizamos la manera en que ambos
rodean la cuestión “estética”
y más precisamente, cuando se refieren al debate acerca de cómo abordar la
relación entre forma y contenido.
Recordemos que Benjamin llega a colocar a la técnica
(literaria, teatral, etc.) como punto de partida de la crítica materialista de
la cultura. En esa línea, el problema para nuestro autor estará centrado en
cómo desarrollar un tipo de producción que tienda a modificar el aparato
productivo heredado de la cultura burguesa. La tarea del intelectual implicará,
de ese modo, un tipo de intervención que cuestione la función social del arte,
lo que supone, desde la óptica benjaminiana, poner en evidencia el proceso de
producción para construir formas culturales que aporten a la desnaturalización
de las situaciones históricas y generar condiciones para que cada vez más
consumidores se transformes en expertos colaboradores. Este hincapié explica en
buena medida la atención que Benjamin pone en la obra de Brecht y en la
actividad de las vanguardias artísticas.
Por su parte, Gramsci, al igual que Benjamin,
pretende ir más allá de la dicotomía forma/contenido, por eso hablamos de un
énfasis y no de una exclusividad. Puntualmente, al tiempo que sostiene que una
obra estética no puede quedarse en la mera propaganda política (28), Gramsci afirma que el valor de una obra
tampoco pasará sólo por “la
belleza”, ya que la intención última es que como producción
cultural sea “sentida
vivamente” por las masas (29).
Dicho lo anterior, es el propio Gramsci quien advierte que, aunque en el
proceso de elaboración, forma y contenido son lo mismo, es posible
diferenciarlos. En esa línea, advierte que aquellos que insisten en la
necesidad de difundir un contenido están involucrados en una lucha por una
cultura determinada y una concepción del mundo determinada, en oposición a otras
visiones del mundo y por tanto a otra cultura. Gramsci
dará un paso más para asegurar que es posible hablar de “una prioridad del contenido sobre la
forma” porque si bien en el proceso creativo los cambios de
contenido son también de forma, “es
más fácil hablar de contenido que de forma porque el contenido puede resumirse
de manera lógica” (30). No obstante, este énfasis que está presente
en las reflexiones de Gramsci acerca de la obra de ciertos
escritores, dramaturgos y filósofos en clave de un análisis de las concepciones
del mundo presentes en esas producciones, no llevan al dirigente comunista
italiano a lecturas propias de una sociología vulgar y determinista. Así como
en el propio Benjamin se pueden encontrar análisis de
contenido que ponen en evidencia los principios ideológicos desplegados por los
autores (31), en la perspectiva gramsciana la preocupación por las concepciones
del mundo expresadas en las producciones artísticas –que a su vez es
indisociable de su preocupación por la superación de la distancia entre
intelectuales y pueblo y de la manera en que concibe la labor de los
intelectuales nacional populares como forjadores de una nueva cultura arraigada
en la experiencia popular- no supone una anulación de los problemas más
específicos de la producción artística y cultural. Ya señalamos sus
elaboraciones respecto de la didáctica y la pedagogía en el marco de su
propuesta de reforma educativa y de la manera de concebir la práctica
periodística. Junto con ello, cuando se trata de analizar la obra de
determinados escritores o dramaturgos, Gramsci dirá que el debate debe estar referido
a la cuestión artística como tal. Esto está claro, por ejemplo, en su análisis
de la obra de Luigi
Pirandello. Allí Gramsci indaga sobre la manera en que esas
piezas teatrales manifiestan una determinada concepción del mundo, pero
destaca, al mismo tiempo, cómo el dramaturgo ha superado y disuelto el teatro
tradicional (32).
A MODO DE CIERRE
En virtud de los tres niveles de relaciones que señalamos entre
los enfoques propuestos por Benjamin y por Gramsci,
podemos dejar planteado que, en uno y otro caso, la función del intelectual “orgánico” u “operativo” se enmarca en
la acción destructiva y creadora a la vez que representa la batalla
revolucionaria por la construcción de una nueva cultura. Sin embargo, del lado
benjaminiano, encontramos una concepción que -influenciada por su relación
directa con las experiencias más fructíferas de articulación entre vanguardia
estética y política- llama la atención sobre la necesidad de forjar un tipo de
intelectual que piense revolucionariamente su propio trabajo, actúe para
modificar el aparato productivo en un sentido socialista, poniendo en evidencia
las convenciones que componen ese aparato con el objetivo de desnaturalizar sus
procedimientos y generar relaciones sociales más igualitarias. Para graficar
esta concepción, se trata de un tipo de labor intelectual que entre nosotros
podemos identificar en el Rodolfo Walsh que con sus libros de denuncia trastoca
los límites establecidos entre novela y periodismo, en el Osvaldo Bayer que populariza la investigación
histórica para ponerla al alcance de todo el público lector o el propio Paulo
Freire cuando
genera una pedagogía pensando en la liberación de los oprimidos.
Gramsci, entretanto, más preocupado por el escenario
particular italiano e involucrado, desde su condición de dirigente partidario,
en un intento original por postular unarelación
orgánica (33) entre lucha cultural y lucha política, otorgará
a los intelectuales (a partir de definir a la cultura como espacio de lucha
entre concepciones del mundo que pugnan por tornarse modos de vida y como trama
social que se organiza en función de la lucha por la hegemonía) una función
crucial para lograr la coherencia y unidad ideológica que todo grupo o clase
social que pretende disputar la hegemonía en una sociedad dada requiere. Así
las cosas, Gramsci insiste en que para desarrollar su
labor los intelectuales orgánicos de las clases trabajadoras deben contribuir a
reelaborar sistemática y coherentemente los elementos de la cultura popular
que, presentes aunque sea de modo germinal en la práctica cotidiana y la
experiencia histórica de esas clases, se oponen a la cultura dominante. Por
ende, sin descuidar la crítica y la necesidad de reformar las instituciones y
las prácticas dominantes en el plano de la cultura ni desestimar la cuestión de
la técnica como elemento clave, en el terreno de la producción cultural Gramsci se mostrará menos orientado a
cuestionar formas y géneros tradicionales y más preocupado por la manera en que
esa producción debe retomar las inquietudes y sentimientos de los sectores
subalternos para lograr un efecto que combine la inserción masiva entre las
clases populares que ha tenido –por ejemplo- la novela de folletín con la
calidad de, por nombrar un caso que propone el propio Gramsci,
los grandes novelistas rusos.
Definitivamente vemos en ambas perspectivas valiosos aportes para
identificar los problemas que hacen a la lucha ideológica y a la construcción
de una nueva cultura. Construcción que debe atender tanto a su dimensión
simbólica como técnico-institucional, pero que fundamentalmente remite al
impulso de nuevas prácticas sociales. La riqueza de uno y otro desarrollo
teórico reside en la necesidad de ver en el arte y en la producción simbólica
en general un terreno de luchas; un ámbito constituido por prácticas concretas
que no son ni inocentes ni neutrales, en las que se materializan y se expresan
visiones del mundo y roles sociales. Benjamin
y Gramsci le ofrecen a la práctica intelectual
transformadora un sustrato material constituido simultáneamente por el terreno
de lo dominante, con el que habrá que confrontar y al que no habrá que
alimentar, -las técnicas de producción y los “aparatos de hegemonía”- y por aquello que
puede desarrollarse en un sentido opuesto, contenido germinalmente en algunas
prácticas, valores, expectativas y significaciones populares y presente más
definida y conscientemente en algunas experiencias estéticas. Proponen, además,
un criterio rector: dejar de lado cualquier tipo de actitud contemplativa para
avanzar hacia la superación de la distancia entre “los que producen” y “los que consumen”, entre “los que piensan” y “los que hacen”. Una vez
más uno y otro son coherentes con sus propias reflexiones y nos llaman a la
acción, puesto que en esos esbozos elaborados hace ya tanto tiempo siguen
estando contenidas las grandes tareas que continúan pendientes en momentos en
que el capitalismo muestra sus rasgos más crueles y nos coloca ante la necesidad,
y la urgencia, de organizar la sociedad sobre nuevas bases para
garantizar incluso la continuidad de la especie humana como tal.
BIBLIOGRAFÍA:
Benjamin, Walter (1998a), “El autor como productor”, en Tentativas
sobre Brecht. Iluminaciones III, Mazdrid, Taurus.
—– (1998b), “¿Qué es el teatro épico?”, en Tentativas
sobre Brecht. Iluminaciones III, Mazdrid, Taurus.
—– (1999a), “El surrealismo. La última instantánea de la
inteligencia burguesa”, enImaginación
y sociedad. Iluminaciones I, Madrid, Taurus.
—– (1999b), “Sobre la situación social que el escritor francés
ocupa actualmente”, enImaginación
y sociedad. Iluminaciones I, Madrid, Taurus.
—– (2001), “Tesis de fi losofía de la historia”, en Ensayos
escogidos, México, Ediciones Coyocán.
—– “El narrador” (2008); El narrador, Santiago de
Chile, Ediciones Metales Pesados.
Buci-Glucksmann, Christine (1978), Gramsci
y el Estado. Hacia una teoría materialista de la filosofía,
Madrid, Siglo XXI.
Gramsci, Antonio (2000), Los intelectuales y la organización de
la cultura, Buenos Aires, Nueva Visión.
—– (2009), Literatura y vida nacional,
Buenos Aires, Las Cuarenta.
Pulleiro, Adrián (2008), Héctor P. Agosti. Apuntes para una
política cultural contrahegemónica, Buenos Aires, Ediciones
del Centro Cultural de la Cooperación.
Sartre, Jean-Paul (1962), Qué es la literatura,
Buenos Aires, Losada.
Williams, Raymond (1981), Cultura, Barcelona,
Paidós.
Wizisla, Erdmut (2007), Benjamin y Brecht. Historia de una
amistad, Buenos Aires, Paidós.
NOTAS:
1 En 1885, Friedrich Engels escribía: “(…) La tendencia debe
desprenderse de la situación y de la acción mismas, sin que se formule
explícitamente, y el autor no debe verse obligado a dar ya hecha al lector
la solución histórica futura de los conflictos sociales que describe
(…) la novela de tendencia socialista cumple, a mi juicio, su objetivo
cuando refleja con veracidad las relaciones reales, rompe las ilusiones
convencionales que predominan sobre aquellas, conmociona el optimismo del
orden burgués y siembra dudas respecto de la inmutabilidad de las bases en
que descansa el orden existente” (ver Pulleiro).
2 Las posiciones hegemónicas en el campo comunista de la primera
mitad del siglo XX con respecto al arte, la cultura y el papel de los
intelectuales se encuentran sintetizadas en el informe de Andrei Zdhanov
al PCUS presentado en 1948. Allí la tendencia consiste en reducir al arte
a una herramienta difusora de ideología, y se postula la regulación de la
actividad artística e intelectual, en general, desde la dirección
partidaria (Pulleiro).
3 Benjamin (1998), p. 118.
4 Williams, Raymond.
5 Benjamin (1998) p. 120.
6 Vale la pena enmarcar esta actitud respecto de las formas y
géneros culturales en lo que será la concepción que Benjamin expondrá años
después en sus Tesis de filosofía de la
historia acerca de la ideología del progreso, en donde
desarrolla una crítica a esa ideología recuperando, en contraposición, la
idea de un pasado conflictivo, marcado por la explotación y la
existencia de vencedores y vencidos. Desestimando, de ese modo, las
visiones evolucionistas de la socialdemocracia de su tiempo y retomando la
idea de la revolución como “salto dialéctico”. En lo que hace a nuestro
interés particular, en ese marco Benjamin postulará, además, la idea de la
cultura como “documento de barbarie”; asegurará que en la lucha de clases
intervienen factores “espirituales”, que además son blanco de luchas
específicas (Benjamin, 2001).
7 Dice Benjamin: “No siempre hubo novelas y no siempre tendrá que
haberlas” (Benjamin (1998), pp. 120-121). Esta perspectiva que liga las
formas literarias con los procesos sociales, haciendo hincapié en sus
funciones culturales, también está presente en su texto “El narrador”; allí
Benjamin asegura que la novela debe su desarrollo a la emergencia de la
burguesía, la aparición de la imprenta y a la necesidad de dar cuenta de
“la profunda perplejidad del viviente” (Benjamin, 2008).
8 Benjamin (1998), p. 120. Benjamin retoma esta noción del
escritor ruso Serguéi Tretiakov.
9 Benjamin, (1999), p. 60.
10 Benjamin (1998), p. 123.
11 Ídem, p. 124.
12 Si bien analizaremos esta idea con más detalle en el apartado
siguiente, vale señalar a modo de ejemplo la forma en que Benjamin valora
la obra teatral de Bertolt Brecht como un tipo de teatro que no busca
“abastecer” al teatro burgués, sino que tiene la intención
de “transformarlo” (Wizisla, p. 186).
13 Benjamin (1998), p. 127.
14 Benjamin (1999b), p. 100.
15 Benjamin (1998), p. 134.
16 Benjamin define a Brecht como “el primero que ha elevado hasta
los intelectuales la exigencia de amplio alcance: no pertrechar el aparato
de producción sin, en la medida de lo posible, modificarlo en un sentido
socialista” (Benjamin, 1998, p. 125).
17 La figura y la producción de Brecht, le permiten a Benjamin,
por un lado, superar la dicotomía entre escritura y creación literaria.
Del mismo modo, le dan la posibilidad de dejar atrás los debates acerca
del arte “auténtico”. Concretamente, Benjamin ve en la obra de Brecht
la concreción de un tipo de lenguaje que es tan artístico como adecuado a
la realidad; en su obra vislumbra una síntesis entre “alto nivel y buena
técnica” (Wizisla, pp. 178-182).
18 Benjamin (1998b).
19 Ídem., p. 25.
20 Wizisla, p. 184.
21 Benjamin (1998b), p. 132.
22 Gramsci (2000), p. 13.
23 Ídem. p. 14.
24 Buci-Glucksmann, p. 48.
25 Gramsci (2009), p. 18-19.
26 Ídem., p. 28.
27 La tradición que tiempo después tuvo en Sartre a su
mayor icono, se enmarca en una perspectiva más amplia que
podemos llamar “tradición normativa”, que a su vez define a
los intelectuales como un grupo social portador de una misión especial:
constituirse en guía, portavoz o “conciencia crítica” de la sociedad. Esa
tradición prescribe una disputa por lo que significa ser un verdadero
intelectual, con un basamento más ético que sociológico. El modelo
propuesto por Sartre empalma con esta tradición normativa (en la que se
pueden incluir corrientes conservadoras y progresivas) ya que participa
plenamente de dicha disputa y termina definiendo al intelectual en
términos de una “misión”. Desde la visión sartreana, plasmada en ¿Qué
es la literatura?, el
intelectual debe ser consciente de que toda acción (o inacción) tiene sus
consecuencias prácticas y debe actuar ante ello “responsablemente”.
El primer compromiso es, entonces, con la época y con la posibilidad de
incidir en esa situación histórica en la que se está ineludiblemente
implicado. A su vez, la misión del intelectual no se define por la defensa
de valores éticos y estéticos absolutos y eternos. El compromiso con la
situación históricamente situada implicará una intención de contribuir a que se
produzcan cambios en la sociedad y estará basado en una intervención que
tiene en su horizonte a un sujeto definido. El intelectual comprometido es
un “vocero” y al mismo tiempo una especie de mediador. Sartre dirá que ese
intelectual nombra y muestra la vida de quienes sufren sin expresar sus
sufrimientos, es “la conciencia de todos” ellos. En este punto, diremos que
los planteos de Benjamin y de Gramsci nos ofrecen una perspectiva para
enfocar el problema de la tarea de los intelectuales que puede servirnos
para superar cierta dicotomía que persiste en la tradición del compromiso.
Si bien, la propuesta de Sartre supone un intelectual que aporta a los
procesos de cambio desde su “obra”, no hay un desarrollo acerca de cómo
poner en cuestión y hacer explotar los elementos que estructuran la
producción cultural dominante (burguesa) y a esa cultura entendida como un
modo de vida y un entramado institucional. El énfasis, en todo caso, está
puesto en el poder de la palabra, que Noam Chomsky sintetizó en la consigna:
“decir la verdad y revelar el engaño”.
28 Gramsci (2009), p. 152.
29 Ídem, p. 114.
30 Ídem, p. 86.
31 Ver Benjamin (1998b).
32 Gramsci (2009), p. 75.
33 Consideramos que, aunque Gramsci no utiliza ese término, en
este caso la idea de una “relación orgánica” es más adecuada en el marco
de su sistema conceptual que la de “articulación” o “fusión”, ya que el
propio Gramsci concibe a la lucha por una nueva cultura como un proceso
que requiere sus mecanismos y herramientas específicas, pero que adquiere sentido pleno
en tanto lucha por la construcción de una nueva hegemonía, entendida como
capacidad de dominio y dirección de un bloque social conducido por las
clases subalternas.
PUNTO Y APARTE
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