LA ORIGINALIDAD DEL PENSAMIENTO
DE MARIÁTEGUI (*)
Por : Jaime Massardo
Nos preocupa la naturaleza de la
recepción del pensamiento de Marx que está presente en la obra de José Carlos
Mariátegui. Esta nouvelle lumiére de l'Amerique, según la afortunada frase de
Barbusse, leyó al autor de El Capital «con el filtro del historicismo italiano
y de su polémica contra toda visión trascendental, evolucionista y fatalista
del desarrollo de las relaciones sociales características del marxismo de la II
Internacional» (1) y, lo que quizás sea más importante, lo leyó desde el
particular escenario de la lucha de clases de la Italia de la postguerra.
Nacido en 1894 (2), de origen humilde, autodidacta y, al igual que Recabarren,
tipógrafo desde la adolescencia, Mariátegui, que a partir de 1914 comienza a
publicar pequeños artículos con diferentes seudónimos («Juan Croniqueur»,
«Monsieur de Camomille», «Kundall», «El cronista criollo», etc.), recibe el
impacto de la Revolución Rusa en una edad ni tan temprana como para no absorber
la tremenda significancia de la primera revolución socialista de la historia,
ni tan adulta como para que su influencia no remodelara su esquema
interpretativo. Su participación en la fundación del «Comité de Propaganda
Socialista» en noviembre de 1918 y sus vínculos con el Partido Socialista
Internacional de Argentina se inscriben en este contexto. Sería difícil, sin
embargo, afirmar que en ese momento Mariátegui tenía una formación marxista:
tanto la posibilidad de recepción de la obra de Marx como la ausencia de madurez
de las clases peculiares del modo de producción capitalista, cuyo nivel de
expresión política «eran indicativos del nivel de desarrollo de las fuerzas
productivas» (3), constituían obstáculos reales para esa posibilidad. Así
entonces, el José Carlos Mariátegui que en octubre de 1919 se embarca para
Europa como producto de la represión del gobierno de Leguía, representa todavía
un revolucionario intuitivo y apasionado que, con la fuerza de su pluma y el
calor de su fantasía (4), venía contribuyendo a la conformación de una
ideología clasista en el Perú. Será la Italia de los «Consejos», de «L'Ordine
Nuovo», del Congreso de Livorno y de la formación del Partido Comunista
Italiano (pero también de Mussolini y el ascenso del fascismo), la Italia de la
tradición filosófica de un Croce y de un Gobetti que entrelaza con la lectura
del Marx de Labriola, la Italia de Gramsci, a quien lo vincula no sólo una
pertenencia generacional, sino también, como apunta Aricó, «su formación
italiana, sus limitaciones físicas, su muerte prematura y la estirpe de los
«rara avis» de los heterodoxos pensadores marxistas» (5), la que permite,
entonces, a Mariátegui la vivencia y el aparato teórico («los dos materiales
que forman el canto» -Violeta Parra- de la ciencia social) con que afrontará el
análisis de la formación económico-social peruana. Es en ese contexto que
realza la afirmación metodológicamente fecunda de Robert Paris en el sentido de
que resulta significativo que Mariátegui, al observar el vasto movimiento
obrero que involucra el «triángulo industrial» formado por Turín, Milán y
Génova, «ubique en ese período y no, por ej. en el asesinato de Rosa
Luxemburgo, el fracaso del Ejército Rojo ante Varsovia o la Acción de Marzo en
Alemania, la cumbre o incluso el apogeo del ascenso revolucionario de la
postguerra europea» (6). Será este José Carlos Mariátegui, entonces, quien, a
través del particular itinerario de la formación intelectual que reseñamos, irá
a polemizar, a partir de su regreso al Perú en marzo de 1923, con la caracterización
que de América Latina suscriben las Internacionales y quien, buscando «acomodar
la acción revolucionaria a una apreciación exacta de la realidad» (7),
preguntará en la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana celebrada en
Buenos Aires durante el mes de junio de 1929 «hasta qué punto puede asimilarse
la situación de las repúblicas latinoamericanas a la de los países
semicoloniales», (ibíd, p. 187), pues, si bien «la condición económica de estas
repúblicas es semicolonial, las burguesías nacionales, que ven en la
cooperación con el imperialismo la mejor fuente de provechos, se sienten lo
bastante dueñas del poder político para no preocuparse seriamente del problema
nacional» (p. 187); por tanto, «pretender que esta capa social prenda un sentimiento
nacionalista revolucionario parecido al que, en condiciones distintas,
representan un factor de lucha antimperialista en los países semicoloniales
avasallados por el imperialismo en los últimos decenios en Asia, sería un grave
error» (p. 187) pues, en la medida en que «la aristocracia y la burguesía
criollas no se sienten solidarias con el pueblo por el lazo de una historia y
una cultura comunes, el factor nacionalista no es decisivo ni fundamental en la
lucha antimperialista de nuestro pueblo» (p. 187). Será «este José Carlos
Mariátegui», por lo tanto, quien esté recuperando el problema de la dimensión
política del comportamiento de las clases sociales latinoamericanas y la idea
marxiana de que «la misma base económica, en virtud de incontables diferentes
circunstancias empíricas, condiciones naturales, relaciones raciales,
influencias históricas operantes desde el exterior, etc., pueda presentar
infinitas variaciones y matices en sus manifestaciones, las que sólo resultan
comprensibles mediante al análisis de estas circunstancias empíricamente dadas»
(8) insistiendo, en definitiva, en la unidad de la formación económico-social
capitalista a escala mundial donde efectivamente el capital constituye «el
punto de partida y el punto de llegada» (9), pero donde la especificidad de la
articulación de intereses entre los centros capitalistas y las «burguesías
nacionales» condiciona el comportamiento político de estas últimas a diferencia
de los pueblos «coloniales» y «semicolonias» en la medida que no pone en el
centro de la disputa el problema nacional; es decir, no se trata de una lucha
Colonia-Imperio, sino una lucha donde los depositarios de la idea de «nación»
(en el sentido que apuntábamos más arriba) son los trabajadores manuales e
intelectuales, cuyos intereses chocan tanto con el imperialismo como con la
burguesía nacional (10). «Somos antimperialistas porque oponemos al capitalismo
el socialismo como sistema antagónico» (11) dirá Mariátegui, disolviendo con
ello de una plumada la aplicabilidad de las categorías de «colonia» para el
análisis de la América Latina y relevando el papel de lo-político en la
reproducción conceptual de la realidad.
Con todo, donde con más fuerza
resalta el talento intelectual y político de «este José Carlos Mariátegui», será
en su intento por complejizar la esfera de lo sobreestructural, transitando con
ello hacia la recuperación del planteamiento marxiano, en esa dirección, la
idea soreliana del «mito», rescatada en la medida en que «ni la razón ni la
ciencia bastan para satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el
hombre» (12) contribuye a recuperar la totalidad implícita en el «modelo»
mariateguiano. Si para Sorel «los hombres que participan en los grandes
movimientos sociales se representan su próxima acción en forma de batallas de
las cuales nacerá el triunfo definitivo de la propia causa» (13), en Mariátegui
esta idea cristaliza en una proposición revolucionaria concreta, porque «el
proletariado tiene un mito: la revolución social y hacia ese mito se mueve con una
fe vehemente y activa» (14). Así, el «sistema de imágenes» soreliano cobra vida
en Mariátegui a través de una propuesta de construcción en la que la voluntad
humana tiene asignado su papel, pues «la fuerza de los revolucionarios no está
en su ciencia, está en su fe, en su pasión, en su voluntad» (Ibid, p. 415),
construcción que revitaliza positivamente el rol de la ideología en la medida
en que «la fuerza de los revolucionarios es una fuerza religiosa, mística,
espiritual, es la fuerza del mito» (p. 416), como lo escribiera en un artículo
sobre Gandhi, «la emoción revolucionaria es una emoción religiosa» (p. 389), o
casi parafraseando las tesis sobre Feuerbach «los mitos religiosos se han
desplazado del cielo a la tierra» (p. 390), y «no son divinos, son humanos, son
sociales» (p. 390). No es ociosa, entonces, la nota de Robert Paris en el
sentido que «el mito, el elemento irracional o místico, heredado de Sorel o de
Nietzsche aparece aquí como el símbolo y el instrumento de una dialéctica que
intenta unir el presente y sus fines y proclamar su unidad como la traducción
asimismo de todo cuanto puede haber en el Perú en los años 1920 de problemático
y de indemostrable en el proyecto socialista» (15). En este cuadro, el
contrapunto economía-voluntad alcanza un clímax en el análisis mariateguiano de
las luchas de la independencia de Hispanoamérica «que no se habrían realizado
ciertamente si no hubiese contado con una generación heroica, sensible a la
emoción de su época, con capacidad y voluntad para actuar en estos pueblos una
verdadera revolución. La independencia bajo este aspecto se presenta como una
empresa romántica. Pero esto no contradice la tesis de la trama económica de la
revolución emancipadora. Los conductores, los caudillos, los ideólogos de esta revolución
no fueron anteriores ni superiores a las premisas y razones económicas de este
acontecimiento. El hecho intelectual y sentimental no fue anterior al hecho
económico». (16)
La totalidad social, captada así
en toda la riqueza de su devenir se convierte, a su vez, en premisa conceptual
y metodológica del abordaje a la sociedad indígena, chocando violentamente con
el economicismo de las Internacionales. Para Mariátegui, la experiencia
colectiva desarrollada por la sociedad incaica representa un point d'appui para
el proyecto socialista, pues si bien la conquista y la colonización echaron
«sobre las ruinas y los residuos de una economía socialista las bases de una
economía feudal» (Ibíd, p. 18), los hábitos comunitarios del socialismo incaico
construidos sobre la base económica de «un modo solidario y orgánico» (p. 18),
donde el trabajo se realiza «con el menor desgaste fisiológico y en un ambiente
de agradabilidad, emulación y compañerismo» (p. 96), constituyen ese «factor
incontestable y concreto que da un carácter peculiar a nuestro problema
agrario; la supervivencia de la comunidad y de elementos de socialismo práctico
en la agricultura y la vida indígena», de tal forma que «la doctrina socialista
puede darle un sentido moderno, constructivo a la causa indígena» (17). Lo
sobreestructural (incluido el «mito» y la «voluntad humana») representa así, al
rebasar las condiciones que le dieron vida y proyectarse hacia la historia
futura, una cristalización que sugiere los márgenes de autonomía y de especificidad
(en la medida en que toda sobreestructura es siempre específica) que están
implícitos en el modelo que para José Carlos Mariátegui reproduce
conceptualmente la realidad social y que represente, como venimos intentando
hacerlo resaltar en estas notas, un rescate del pensamiento más auténticamente
marxiano, hasta el momento inédito en América Latina. Este marxismo de
Mariátegui podría, entonces, caracterizarse porque:
a) Se trata de un marxismo
pensado como la ciencia social de la «formación económico-social» capitalista.
Mariátegui entendió, más allá de las necesidades instrumentales de la lucha
política, que «la crítica marxista estudia concretamente la sociedad
capitalista» (18) y que, por lo tanto, «Marx no tenía porqué crear más que un
método de interpretación histórica de la realidad actual», idea con la que, de
paso, el revolucionario de Moquegua concurre a la tan necesaria historización
del marxismo, contribuyendo en esa dirección, a fracturar ese universo
ideologizado de una recepción de la obra de Marx que la constituye en paradigma
que valida o nulifica cualquier intento científico. El testimonio de Marx,
afortunadamente, corre en ayuda de este esfuerzo mariateguiano. Así por
ejemplo, si pensamos «El Capital» como el aspecto más desarrollado de la
crítica marxiana a la formación social capitalista (el análisis del MP
capitalista), no podemos sino evidenciar cómo la naturaleza perfectamente
acotada del objeto se alza en testimonio elocuente del límite histórico que
Marx le asigna al texto: «me propongo -dice Marx- el análisis del modo de
producción capitalista y de las relaciones de producción e intercambio a él
correspondientes». (19) Ergo: de ningún otro. Dos consecuencias teóricas que
anotamos a vuelo de pluma se desprenden de esta característica del marxismo de
Mariátegui. De una parte, la certeza de la construcción conjunta de teoría y
método, pues, si toda teoría explica el comportamiento de un objeto y el
marxismo (pensado como teoría) explica el comportamiento del suyo dando cuenta
de la legalidad específica de la formación social capitalista, el método
representa, entonces, una forma también específica de aproximación de dicho
objeto; de otra manera, representa la forma en que el sujeto cognoscente (el
proletariado) organiza la relación con su objeto (la FES capitalista),
representa, según la frase tan felizmente reivindicada por Della Volpe «la
lógica específica del objeto específico» (20). La naturaleza histórica del
objeto le asigna, de este modo, su propio carácter al método construido para
explicarlo, lo determina otorgándole límites perecederos, contaminándolo con su
propio «pecado original» y anunciándole, de este modo, su inevitable muerte
conjunta. De otra, la certeza de la vigencia del marxismo, de la reafirmación
de su vitalidad en el proceso de nuestro propio autoreconocimiento como actores
de una sociedad cuyas leyes de desarrollo constituyen el objeto de su discurso,
de que «mientras el capitalismo no haya transmontado definitivamente, el canon
de Marx sigue siendo válido». (21)
b) Se trata de un marxismo
abierto, con lo que queremos decir que Mariátegui ha integrado a su visión
revolucionaria de la sociedad el aporte que vienen entregando a la ciencia
social corrientes de pensamiento de origen diverso. Así, por citar sólo algunos,
Croce, Gobetti, Rolland, Barbusse, Nitti, Gentile, France, D'Annunzio, Gorki o
Sorel aparecen afectuosa y recurrentemente tratados, mientras sus
planteamientos ocupan lugares privilegiados en la obra mariateguiana. En esa
dirección, sostenemos que el aspecto más característico de este marxismo
abierto del fundador de «Amauta» está constituido por su rescate de la idea
soreliana del «mito». Motivada por la convicción profunda de su papel como
elemento catalizador de representaciones apriorísticas de un hondo potencial
revolucionario, situado quizás, como advierte agudamente París, «en la realidad
ontológica del hombre», o, por lo menos, en la visión del mundo de las clases
desposeídas por el desarrollo del capital (22), Mariátegui cree que «la teoría
de los mitos revolucionarios que aplica al movimiento socialista la experiencia
de los movimientos religiosos establece las bases de una filosofía de la
revolución profundamente impregnada de realismo psicológico y sociológico»
(23). El «mito» cobra así el valor de un símbolo, de una andera, de una utopía
posible porque «la fantasía no tiene valor alguno sino cuando crea algo real»
(24) y «un gran ideal humano, una gran aspiración humana no brota del cerebro
ni emerge de la imaginación de un hombre más o menos genial. Brota de la vida.
Emerge de la realidad histórica» (25) así, «un ideal caprichoso, una utopía
imposible, por bellos que sean no conmueven nunca a las muchedumbres» (p. 287).
Junto con Sorel, Mariátegui podría afirmar, entonces, que «hay que juzgar los
mitos como medios de actuar sobre el presente» (26), pues «es preciso que los
socialistas estén convencidos de que la obra a la que se consagran es una obra
sublime» (27) y, en esa perspectiva, decir de su lado que «el mesiánico milenio
no vendrá nunca» (28), que «el hombre llega para partir de nuevo» pero que, sin
embargo, «no puede prescindir de la creencia de que la nueva jornada será la
jornada definitiva» porque «ninguna revolución prevé la revolución que vendrá
después, aunque en la entraña porte su germen»... Puesta en el límite, esta
comprensión de Mariátegui será la que lo lleve a expresar que «en lo
inverosímil hay, a veces, más verdad y más humanidad que en lo verosímil» (29),
internándose con ello al ámbito de lo irracional, en esa particular sensibilidad
que denominará recurrentemente «la emoción de la época» y en la fe como la
fuerza de la convicción «porque no tener una fe es no tener una meta» (Ibid, p.
412), porque «marchar sin una fe es patener sur place», o dicho con el pretexto
de la poesía de Henry Frank «la raison sans Dieu c'est la chambre sans lampe»
(t. 1, p. 414).
c) Se trata de un marxismo pensado
como ciencia social unitaria.
Mariátegui reconstruye una visión
del mundo que integra en una perspectiva global los elementos de la economía
con las esferas «sobreestructurales» donde «el método marxista busca la causa
económica en último análisis» (p. 128), donde «el hecho económico y el hecho
político son consustanciales y solidarios» (t. 2, p. 248), donde «la premisa
política, intelectual, no es menos indispensable que la premisa económica» (t.
1, p. 171); porque «el socialismo no puede ser la consecuencia automática de
una bancarrota», cuestión «que nunca han sabido entender los que reducen
arbitrariamente el marxismo a una explicación puramente económica de los
fenómenos» (p. 128), «los intelectuales que exageran interesadamente el
determinismo de Marx y de su escuela» (p. 156)... Aunque, la verdad sea dicha,
esta visión del mundo sería todavía incompleta si Mariátegui hubiera dejado de
incorporar ese peculiar e irreductible aspecto representado por la voluntad
humana y su papel transformador en los procesos sociales, por esa energía y esa
emoción que emerge sólo de la convicción profunda, porque, al fin «el carácter
voluntarista del socialismo no es menos evidente aunque sí menos entendido por
la crítica que su fondo determinista» (30). Será por ello que Mariátegui en uno
de sus textos más polémicos dirigido contra Henry de Man y su interpretación
del marxismo (31) subrayará que este autor «ignora y elude la emoción, el
pathos revolucionario» (32). Mariátegui cree que para valorar el rol de la
voluntad «basta seguir el desarrollo del movimiento proletario desde la acción
de Marx y Engels en Londres, en los orígenes de la I Internacional, hasta su
actualidad dominada por el primer experimento de Estado Socialista: la
U.R.S.S.» (p. 159); porque «en este proceso, cada palabra, cada acto del
marxismo tiene un acento de fe, de voluntad, de convicción heroica y creadora,
cuyo impulso sería absurdo buscar en un mediocre y pasivo sentimiento
determinista», porque al fin y al cabo «la historia, en gran proporción, es
puro subjetivismo, y en algunos casos, es casi pura poesía» (t. 2, p. 300). La
naturaleza sobrecargada de esta argumentación no puede entenderse, por otro
lado, sino en una vinculación estrecha con una visión ética de la acción
revolucionaria y del proyecto socialista en su conjunto; la influencia de Sorel
en este caso es explícita: «el mundo espiritual del trabajador -dirá Mariátegui-,
su personalidad moral, preocuparon al autor de «Reflexiones sobre la violencia»
tanto como sus reivindicaciones económicas» (t. 1, p. 129); de allí que «la
función ética del socialismo debe ser buscada en la creación de una moral de
productores por el propio proceso de la lucha anticapitalista» (p. 151)... La
ética así pensada tiene un carácter extraordinariamente concreto, nos
atreveríamos a decir que bastante más concreto que el «mito»; no representa ese
punto de llegada real-imaginario, o sea, concreción de la utopía posible; se
trata, esta vez, de un esfuerzo consciente, de una creación colectiva provocada
por la propia lucha contra el capital, convicción que no puede dejar de
evocarnos la otra imagen más reciente, más palpable, pero no por ello menos
impregnada de esa integridad profunda tan propia de una moral de trabajadores
de la que nos habla Mariátegui: la figura de Ernesto Guevara...
d) Se trata finalmente, de un
marxismo latinoamericano, construido en un esfuerzo por dar cuenta de las
particulares condiciones que rigen el desenvolvimiento del problema de la
revolución socialista en el Perú, comparable, desde este ángulo, con el
carácter de la obra de un Lenin o de un Mao: vale decir, se trata de un trabajo
que involucra el instrumental del marxismo para la caracterización de la
formación social capitalista con el estudio de objetos históricos concretos
transformables desde el punto de vista práctico. En este sentido, como afirma
Melis en su excelente artículo, el propósito de Mariátegui es «situar los
rasgos específicos de una formación económico-social en un modelo de desarrollo
histórico, lo cual es lo único que confiere un valor auténticamente científico
al marxismo, más allá de toda interpretación deformara en el sentido del
historicismo idealista» (33). Por lo menos cinco descubrimientos importantes
(cuyo lugar de estudio naturalmente no es éste) aparecen ligados a esta lectura
latinoamericana del marxismo: (primero) la caracterización de la burguesía
nacional en su incapacidad para conducir las tareas de liberación nacional,
vale decir, las tareas antiimperialistas que el desarrollo del Perú requiere,
las que, entonces, deben ser llevadas a cabo por otros sectores sociales
heterogéneos, dado el grado de desarrollo del capitalismo peruano, pero de
entre los cuales, (segundo) se vislumbra el papel hegemónico de una clase
obrera subsumida en una particular dialéctica etnia-clase que, (tercero) en la
perspectiva del socialismo podrá desarrollar las tareas de orden democrático
burgués que permitirán, (cuarto) la realización de la idea de nación, de la
construcción misma de la nacionalidad. En esa dirección (quinto) la comunidad
indígena precolombina puede desempeñar un papel, porque «conserva aún una
vitalidad suficiente como para convertirse, gradualmente, en la célula del
Estado Socialista Moderno» (34); cuestión que ofrece, además, una evidente
simetría con el planteo marxista frente a la comuna rural rusa. (35)
Es justamente en este contexto
donde nos interesa destacar que, en todo este esfuerzo por develar la
naturaleza de la formación económico-social peruana y cuya cima más evidente se
encuentra en los Siete ensayos..., el aparato teórico de Mariátegui en ningún
momento se constituye como un modelo exterior al análisis de su objeto, que se
trata, entonces, de un esfuerzo de reconstitución latinoamericana del marxismo
que recupera en toda su cabal dimensión la idea que la formación
económico-social es un instrumento metodológico que, como tal, constituye sólo
un modelo histórico-abstracto que debe alcanzar su determinación en el rastreo
del devenir histórico-concreto... ¿Y, a qué seguir? Abundar sobre este tópico
parece ocioso. Reivindicamos en la obra de José Carlos Mariátegui el particular
uso de un instrumental teórico-metodológico que, en juego dialéctico hasta el
momento inédito en América Latina, abre el camino a la exploración de las
formaciones económico-sociales concretas, en las que, por decirlo de una sola
vez, base económica, «sobreestructura», voluntad humana, pathos revolucionario,
«emoción de la época», «mito» socialista, y moral de los trabajadores se
engarzan y se determinan mutuamente al interior del modelo de FES en los
peculiares ritmos que dispone la lucha de clases y en un proceso donde van
cristalizando los distintos pliegues que expresan cada idea, cada aporte del
pensamiento de la humanidad leído desde el marxismo.
(*) Araucaria de Chile. N 43,
1988.
Notas:
1.
Aricó, José. Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano. México,
Siglo XXI, 1979.
2.
Algunos autores ubican la fecha de su nacimiento en 1895.
3.
Paris, Robert. La formación ideológica de J. C. M. México, Siglo XXI, 1979.
4.
Recordemos por ejemplo, el affaire norka Rouskaya (Véase al respecto a Paris,
ob. cit., p. 29.)
5.
Cfr. Aricó, ob. cit.
6.
Cfr. Paris, ob. cit.
7.
Cfr. Mariátegui, Obras, Tomo 2, Casa de las Américas, La Habana, 1975, pág.
188.
8.
Cfr. Marx, El Capital, Tomo III, México, Siglo XXI, 1981.
9.
Cfr. Marx. Introd. a la crítica de la economía política, México, Siglo XXI,
1975.
10.
La relación de intereses entre la «burguesía nacional» y el capital extranjero
debe entenderse aquí como la apropiación de una cuota del excedente por vía de
impuestos por parte de la primera y condiciones políticas estables (represión)
que garantice mano de obra barata.
11.
Cfr. Mariátegui, Obras, Tomo 2, p. 190.
12.
Cfr. Mariátegui, Obras, Tomo 1, p. 412.
13.
Sorel, Georges. Reflexiones sobre la violencia. Madrid, Alianza, 1975, pág. 77.
14.
Cfr. Mariátegui, Obras, Tomo 1, p. 415.
15.
Cfr. Paris, ob. cit., p. 144.
16.
Cfr. Mariátegui. Siete ensayos.... Lima, Amauta, 1965.
17.
Cfr. Mariátegui, 1930, p. 231.
18.
Cfr. Mariátegui, Obras, T. I, p. 139.
19.
Cfr. Marx. Capital, T. 1, p. 7.
20.
Véase la selección «Dialéctica Revolucionaria», con textos de Luporini y Della
Volpe, publicada por la Escuela de Filosofía de la DAR
21.
Cfr. Mariátegui, Obras, T. 1, p. 139.
22.
Cfr. Paris, ob. cit., pág. 143.
23.
Cfr. Mariátegui, Obras, T. 1, p. 124.
24.
Cfr. Mariátegui, Obras, T. 2, p. 416.
25. Ibid, T. 1, p. 286.
26. Cfr. Sorel, 1906, p. 185.
27.
Ibid, p. 199.
28.
Cfr. Mariátegui, Obras, T. 1, p. 418.
29.
Ibid, T. 2, p. 416.
30.
Ibid, p. 159.
Cierto
es que esta circunstancia no debe extrañar a quien no pierda de vista la matriz
italiana de la formación marxista de Mariátegui donde, posiblemente por la
propia conformación de la sociedad, una fuerte tradición de lectura
no-economicista de Marx encuentre lugar tanto entre autores marxistas como no
marxista. 1. Lo verdaderamente relevante del planteo mariateguiano en esta
dirección radica en la precocidad de su formulación pues, si bien la influencia
de Gramsci y del grupo de L'0rdine Nuovo debe haberse dejado sentir en el
momento en que Mariátegui se nutre del pensamiento italiano (1920-22), no es
menos cierto que el planteo metodológicamente más desarrollado de Gramsci data
de su estadía en la cárcel y más exactamente de los «Cuadernos...» redactados
entre 1929 y 1933, en tanto que en Mariátegui la postura que señalamos se
expresa con toda nitidez en 1928.
31.
Nos referimos a «Defensa del Marxismo», Cfr. Mariátegui, Obras.
32.
Mariátegui, Obras, T. 1, p. 126.
33.
Melis, Antonio. «Mariátegui, primer marxista de América», en Crítica Marxista,
núm. 2, Roma, 1967.
34.
Cfr. Mariátegui, Obras, T. 2, p. 312.
35.
Cfr. Marx 1877. Véase también Franco, Carlos. «El seguimiento del marxismo
latinoamericano: Haya de la Torre y Mariátegui», en Historias, núm. 2. INA,
México, 1982.
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