domingo, 20 de marzo de 2016

Tamara Ruiz : Alexandra Kollontai: Los fundamentos sociales de la cuestión femenina y otros escritos

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Alexandra Kollontai: Los fundamentos sociales de la cuestión femenina y otros escritos










Por : Tamara Ruiz





Alexandra Kollontai fue una de las figuras más destacadas del movimiento revolucionario ruso. Supo aunar, como pocas personas, la lucha por el socialismo y por la liberación de las mujeres.

La lectura de los textos que se incluyen en este folleto es fundamental para todas aquellas personas interesadas en la lucha por la emancipación real de las mujeres. Gran parte de sus análisis se aplica perfectamente hoy en día.

Kollontai pensaba que la liberación de las mujeres no vendría de la lucha heroica individual, tal y como defendían las feministas burguesas, sino que ésta sólo sería posible a través de la lucha conjunta de hombres y mujeres para conseguir el socialismo. A través de esta lucha conjunta de la clase trabajadora no sólo se conseguirían avances para las mujeres, sino que se acercarían más a su emancipación total a través de la revolución socialista.


Introducción

Alexandra Kollontai fue una de las figuras más destacadas del movimiento revolucionario ruso, y una de los máximos exponentes de la lucha por la liberación de las mujeres, incluida la liberación sexual.

Nació en San Petersburgo en 1872 en el seno de una familia aristocrática aunque de ideas progresistas, y ya de joven comenzó a interesarse por los problemas políticos y sociales. En 1896 entra en contacto con los círculos de propaganda marxista de la ciudad y comienza a colaborar en las huelgas de las obreras del sector textil.

Tras participar activamente en el movimiento obrero ruso, y después de publicar el folleto Finlandia y el socialismo en el que anima a los soldados a sublevarse, las autoridades rusas ordenan su detención en 1908, por lo que debe salir del país. Desde entonces permanecerá nueve años en el exilio, durante los cuales se consolidará como una figura notable del socialismo ruso, colaborando con el Partido Socialdemócrata Alemán y viajando a numerosos países de Europa y a EEUU, donde intervendrá en numerosas conferencias.

En 1915, coincidiendo con su intensa actividad de propaganda antibelicista, se produce su acercamiento definitivo al partido bolchevique, al coincidir el análisis que realiza de las causas económicas de la guerra y sus implicaciones políticas con los planteamientos bolcheviques.

También es durante estos años cuando redacta la mayor parte de sus principales escritos sobre las condiciones de vida de las trabajadoras y la relación entre la emancipación de la mujer y la lucha por el socialismo.

Una de las cuestiones sobre las que Kollontai insistió más firmemente, y a la que le dedicó gran parte de su actividad como revolucionaria, fue la de que las mujeres trabajadoras se organizaran en base a su posición de clase, tanto en sindicatos como en organizaciones socialistas.

A pesar de que admitía que había una serie de demandas comunes a todas las mujeres, consideraba muy importante diferenciar cuáles eran los intereses específicos de las mujeres de clase trabajadora, de forma que rechazaba cualquier alianza entre éstas y las feministas burguesas, para quienes el enemigo común a abatir era el hombre. Según ella serían precisamente los intereses de clase los que llevarían a las mujeres burguesas a distanciarse cada vez más de las mujeres de clase trabajadora una vez que hubieran conseguido la igualdad de derechos con los hombres, con el fin de mantener su posición privilegiada como clase.

Pensaba que la liberación de las mujeres no vendría de lucha heroica individual de las mujeres como defendían las feministas burguesas, sino que ésta sólo sería posible a través de la lucha conjunta de hombres y mujeres por el socialismo. A través de esta lucha conjunta de la clase trabajadora no sólo se conseguirían avances para las mujeres, sino que se acercarían más a su emancipación total a través de la revolución socialista.

Todos estos argumentos, que desarrolla ampliamente en el libro Los fundamentos sociales de la cuestión femenina, escrito en 1907, siguen plenamente vigentes hoy día, y han formado parte de algunos de los más encendidos debates que se han dado en el seno del movimiento feminista en numerosas ocasiones.

Kollontai fue más lejos aún en lo que se refiere a la lucha por la liberación de las mujeres. Según ella, con eliminar las bases materiales que perpetuaban la opresión de las mujeres no era suficiente, sino que consideraba que era necesaria también una auténtica revolución en el ámbito de las relaciones sexuales. Pensaba que debían establecerse unas nuevas relaciones personales basadas en el compañerismo y en la igualdad entre los sexos, en la solidaridad fraternal de la clase trabajadora.

En el libro Las relaciones sexuales y la lucha de clases, que escribió en 1911, desarrolla esta idea y habla acerca de las nuevas formas de relaciones que están surgiendo entre la clase trabajadora, y de la crisis sexual que existe en el capitalismo y que según ella afecta a toda la sociedad. La crisis sexual de la que ella hablaba hace un siglo puede decirse que hoy no sólo no ha desaparecido, sino que se ha profundizado. Al igual que ocurre con otras facetas de la vida como el arte o la cultura, gran parte de las relaciones personales están también mediadas y condicionadas por el tipo de sociedad que genera el capitalismo. El hecho de que aun hoy siga existiendo la prostitución, los abusos sexuales, etc., son un síntoma más de la existencia de esta crisis sexual de la que ella habla.

En ese texto analiza cuáles son las causas que originan esta crisis sexual y cómo ésta se agrava debido a factores como el egoísmo, el sentimiento de posesividad hacia la pareja, o la subordinación de un sexo sobre el otro.

El problema de las relaciones personales y la sexualidad suele adquirir una gran centralidad durante las revoluciones, debido a la importancia que tienen junto con otros aspectos de la liberación humana, y debido a la distorsión que sufren bajo la sociedad de clases. Como ya apuntó Engels en el siglo XIX “es un hecho curioso que con cada gran movimiento revolucionario la cuestión del amor libre pase a un primer plano”.

Los derechos que consiguieron las mujeres rusas tras la revolución de octubre de 1917 supusieron un gran avance: se estableció el derecho al voto femenino, el aborto libre y gratuito, se simplificó el trámite de divorcio, se eliminó la distinción entre hijos legítimos e ile­gítimos, etc. Aunque la igualdad real aun no se había conseguido.

Con el objetivo de difundir las nuevas ideas y costumbres se impulsó desde el partido la creación de comisiones de agitación y propaganda entre las trabajadoras, que luego daría lugar a la formación del Zhenotdel o Departamento de Mujeres del Partido Bolchevique, que Kollontai dirigió entre 1920 y 1921. Fue en esa época, en 1920, cuando se publica por primera vez en Kommunistika (1) el texto El comunismo y la familia, que recoge un discurso que dio durante el Congreso de Mujeres Trabajadoras y Campesinas en Moscú en 1918. En él describe los cambios que ha experimentado la sociedad, y habla acerca de las mujeres trabajadoras y la nueva moralidad, el matrimonio, la familia, la prostitución, etc.

Tras la derrota que sufre en 1921 la corriente izquierdista Oposición Obrera o Comunistas de Izquierda, a la que se había unido para criticar el proceso creciente de burocratización que se estaba desarrollado en el Estado soviético, no volvería a criticar abiertamente lo que estaba sucediendo. A pesar de que los elementos de corrupción que denunciaba siguieron aumentando y de que gran parte de las conquistas que se habían conseguido se perdieron durante la contrarrevolución estalinista, Kollontai entró a formar parte del cuerpo diplomático de la URSS y no continuó desarrollando una actividad como opositora. Puede decirse que fue la única miembro del Comité Central, y una de los pocos líderes bolcheviques que se salvó de las purgas de Stalin, muriendo por causas naturales en Moscú, en 1954, tras haber pasado una larga etapa como diplomática en el extranjero.

Sin embargo, y a pesar de que no volviera a ejercer una oposición activa a lo que estaba sucediendo en la Rusia soviética, sí puede verse una crítica a la NEP(2) y a las nefastas consecuencias de su aplicación en los relatos que escribió en 1923, y que forman parte del libro “El amor de las abejas obreras”.

En estos relatos, que escribió estando ya en el exilio como diplomática, hace una magnífica descripción de algunos de los cambios que estaba experimentando la sociedad rusa durante los primeros años veinte, con la aparición de nuevas figuras sociales como los népmani (3), y del retroceso ideológico y social que fue acompañando a muchos de estos cambios.

Notas de la introducción

1. Kommunistka o Mujer Comunista era el periódico mensual del Zhenotdel, que publicaba artículos sobre los grandes aspectos teóricos y prácticos de la cuestión de la mujer, y llegó a tener una tirada de 30.000 ejemplares.

2. La NEP o Nueva Política Económica, que fue decretada en Rusia en 1921, sustituyó a la política del “comunismo de guerra”, y consistía en una cantidad específica de productos agrícolas o materias primas que los granjeros debían dar al gobierno. Esta política supuso la introducción parcial de la propiedad privada, principalmente en la agricultura.

3. Los népmani o hombres de la NEP eran los miembros de la nueva clase comerciante de empresarios que habían emergido como consecuencia de la aplicación de la NEP.

1. Extractos de Los fundamentos sociales de la cuestión femenina

Dejando a los estudiosos burgueses absortos en el debate de la cuestión de la superioridad de un sexo sobre el otro, o en el peso de los cerebros y en la comparación de la estructura psicológica de hombres y mujeres, los seguidores del materialismo histórico aceptan plenamente las particularidades naturales de cada sexo y demandan sólo que cada persona, sea hombre o mujer, tenga una oportunidad real para su más completa y libre autodeterminación, y la mayor capacidad para el desarrollo y aplicación de todas sus aptitudes naturales. Los seguidores del materialismo histórico rechazan la existencia de una cuestión de la mujer específica separada de la cuestión social general de nuestros días. Tras la subordinación de la mujer se esconden factores económicos específicos, las características naturales han sido un factor secundario en este proceso. Sólo la desaparición completa de estos factores, sólo la evolución de aquellas fuerzas que en algún momento del pasado dieron lugar a la subordinación de la mujer, serán

capaces de influir y de hacer que cambie la posición social que ocupa actualmente de forma fundamental. En otras palabras, las mujeres pueden llegar a ser verdaderamente libres e iguales sólo en un mundo organizado mediante nuevas líneas sociales y productivas.

Sin embargo, esto no significa que la mejora parcial de la vida de la mujer dentro del marco del sistema actual no sea posible. La solución radical de la cuestión de los trabajadores sólo es posible con la completa reconstrucción de las relaciones productivas modernas. Pero, ¿debe esto impedirnos trabajar por reformas que sirvan para satisfacer los intereses más urgentes del proletariado? Por el contrario, cada nuevo objetivo de la clase trabajadora representa un paso que conduce a la humanidad hacia el reino de la libertad y la igualdad social: cada derecho que gana la mujer le acerca a la meta fijada de su emancipación total…

La socialdemocracia fue la primera en incluir en su programa la demanda de la igualdad de derechos de las mujeres con los de los hombres. El partido demanda siempre y en todas partes, en los discursos y en la prensa, la retirada de las limitaciones que afectan a las mujeres, es sólo la influencia del partido lo que ha forzado a otros partidos y gobiernos a llevar a cabo reformas en favor de las mujeres. Y, en Rusia, este partido no es sólo el defensor de las mujeres en relación a su posición teórica, sino que siempre y en todos lados se adhiere al principio de igualdad de la mujer.

¿Qué impide a nuestras defensoras de los “derechos de igualdad”, en este caso, aceptar el apoyo de este partido fuerte y experimentado? El hecho es que por “radicales” que pudieran ser las igualitaristas, siguen siendo fieles a su propia clase burguesa. Por el momento, la libertad política es un requisito previo esencial para el crecimiento y el poder de la burguesía rusa. Sin ella resultará que todo su bienestar económico se ha construido sobre arena. La demanda de igualdad política es una necesidad para las mujeres que surge de la vida en sí misma.

La consigna de “acceso a las profesiones” ha dejado de ser suficiente, y sólo la participación directa en el gobierno del país promete contribuir a mejorar la situación económica de la mujer. De ahí el deseo apasionado de las mujeres de la mediana burguesía por obtener el derecho al voto, y por lo tanto, su hostilidad hacia el sistema burocrático moderno.

Sin embargo, en sus demandas de igualdad política nuestras feministas son como sus hermanas extranjeras, los amplios horizontes abiertos por el aprendizaje socialdemócrata permanecen ajenos e incomprensibles para ellas. Las feministas buscan la igualdad en el marco de la sociedad de clases existente, de ninguna manera atacan la base de esta sociedad. Luchan por privilegios para ellas mismas, sin poner en entredicho las prerrogativas y privilegios existentes. No acusamos a las representantes del movimiento de mujeres burgués de no entender el asunto, su visión de las cosas mana inevitablemente de su posición de clase…

La lucha por la independencia económica

En primer lugar debemos preguntarnos si un movimiento unitario sólo de mujeres es posible en una sociedad basada en las contradicciones de clase. El hecho de que las mujeres que participan en el movimiento de liberación no representan a una masa homogénea es evidente para cualquier observador imparcial.

El mundo de las mujeres está dividido —al igual que lo está el de los hombres— en dos bandos. Los intereses y aspiraciones de un grupo de mujeres les acercan a la clase burguesa, mientras que el otro grupo tiene estrechas conexiones con el proletariado, y sus demandas de liberación abarcan una solución completa a la cuestión de la mujer. Así, aunque ambos bandos siguen el lema general de la “liberación de la mujer”, sus objetivos e intereses son diferentes. Cada uno de los grupos inconscientemente parte de los intereses de su propia clase, lo que da un colorido específico de clase a los objetivos y tareas que se fija para sí mismo…

A pesar de lo aparentemente radical de las demandas de las feministas, uno no debe perder de vista el hecho de que las feministas no pueden, en razón de su posición de clase, luchar por aquella transformación fundamental de la estructura económica y social contemporánea de la sociedad sin la cual la liberación de las mujeres no puede completarse.

Si en determinadas circunstancias las tareas a corto plazo de las mujeres de todas las clases coinciden los objetivos finales de los dos bandos, que a largo plazo determinan la dirección del movimiento y las estrategias a seguir, difieren mucho. Mientras que para las feministas la consecución de la igualdad de derechos con los hombres en el marco del mundo capitalista actual representa un fin lo suficientemente concreto en sí mismo, la igualdad de derechos en el momento actual para las mujeres proletarias, es sólo un medio para avanzar en la lucha contra la esclavitud económica de la clase trabajadora. Las feministas ven a los hombres como el principal enemigo, por los hombres que se han apropiado injustamente de todos los derechos y privilegios para sí mismos, dejando a las mujeres solamente cadenas y obligaciones. Para ellas, la victoria se gana cuando un privilegio que antes disfrutaba exclusivamente el sexo masculino se concede al “sexo débil”. Las mujeres trabajadoras tienen una postura diferente. Ellas no ven a los hombres como el enemigo y el opresor, por el contrario, piensan en los hombres como sus compañeros, que comparten con ellas la monotonía de la rutina diaria y luchan con ellas por un futuro mejor. La mujer y su compañero masculino son esclavizados por las mismas condiciones sociales, las mismas odiadas cadenas del capitalismo oprimen su voluntad y les privan de los placeres y encantos de la vida. Es cierto que varios aspectos específicos del sistema contemporáneo yacen con un doble peso sobre las mujeres, como también es cierto que las condiciones de trabajo asalariado, a veces, convierten a las mujeres trabajadoras en competidoras y rivales de los hombres. Pero en estas situaciones desfavorables, la clase trabajadora sabe quién es el culpable…

La mujer trabajadora, no menos que su hermano en la adversidad, odia a ese monstruo insaciable de fauces doradas que, preocupado solamente en extraer toda la savia de sus víctimas y de crecer a expensas de millones de vidas humanas, se abalanza con igual codicia sobre hombres, mujeres y niños. Miles de hilos la acercan al hombre de clase trabajadora. Las aspiraciones de la mujer burguesa, por otro lado, parecen extrañas e incomprensibles. No simpatizan con el corazón del proletariado, no prometen a la mujer proletaria ese futuro brillante hacia el que se tornan los ojos de toda la humanidad explotada…

El objetivo final de las mujeres proletarias no evita, por supuesto, el deseo que tienen de mejorar su situación incluso dentro del marco del sistema burgués actual. Pero la realización de estos deseos está constantemente dificultada por los obstáculos que derivan de la naturaleza misma del capitalismo. Una mujer puede tener igualdad de derechos y ser verdaderamente libre sólo en un mundo de trabajo socializado, de armonía y justicia. Las feministas no están dispuestas a comprender esto y son incapaces de hacerlo. Les parece que cuando la igualdad sea formalmente aceptada por la letra de la ley serán capaces de conseguir un lugar cómodo para ellas en el viejo mundo de la opresión, la esclavitud y la servidumbre, de las lágrimas y las dificultades. Y esto es verdad hasta cierto punto. Para la mayoría de las mujeres del proletariado, la igualdad de derechos con los hombres significaría sólo una parte igual de la desigualdad, pero para las “pocas elegidas”, para las mujeres burguesas, de hecho, abriría las puertas a derechos y privilegios nuevos y sin precedentes que hasta ahora han sido sólo disfrutados por los hombres de clase burguesa. Pero, cada nueva concesión que consiga la mujer burguesa sería otra arma con la que explotar a su hermana menor y continuaría aumentando la división entre las mujeres de los dos campos sociales opuestos. Sus intereses se verían más claramente en conflicto, sus aspiraciones más evidentemente en contradicción.

¿Dónde, entonces, está la “cuestión femenina” general? ¿Dónde está la unidad de tareas y aspiraciones acerca de las cuales las feministas tienen tanto que decir? Una mirada fría a la realidad muestra que esa unidad no existe y no puede existir. En vano, las feministas tratan de convencerse a sí mismas de que la “cuestión femenina” no tiene nada que ver con aquella del partido político y que “su solución sólo es posible con la participación de todos los partidos y de todas las mujeres”. Como ha dicho una de las feministas radicales de Alemania, la lógica de los hechos nos obliga a rechazar esta ilusión reconfortante de las feministas…

Las condiciones y las formas de producción han subyugado a las mujeres durante toda la historia de la humanidad, y las han relegado gradualmente a la posición de opresión y dependencia en la que la mayoría de ellas ha permanecido hasta ahora.

Sería necesario un cataclismo colosal de toda la estructura social y económica antes de que las mujeres pudieran comenzar a recuperar la importancia y la independencia que han perdido. Las inanimadas pero todopoderosas condiciones de producción han resuelto los problemas que en un tiempo parecieron demasiado difíciles para los pensadores más destacados. Las mismas fuerzas que durante miles de años esclavizaron a las mujeres ahora, en una etapa posterior de desarrollo, las está conduciendo por el camino hacia la libertad y la independencia…

La cuestión de la mujer adquirió importancia para las mujeres de las clases burguesas aproximadamente en la mitad del siglo XIX: un tiempo considerable después de que la mujer proletaria hubiera llegado al campo del trabajo. Bajo el impacto de los monstruosos éxitos del capitalismo, las clases medias de la población fueron golpeadas por olas de necesidad. Los cambios económicos hicieron que la situación financiera de la pequeña y mediana burguesía se volviera inestable, y que las mujeres burguesas se enfrentaran a un dilema de proporciones alarmantes, o bien aceptar la pobreza o conseguir el derecho al trabajo. Las esposas y las hijas de estos grupos sociales comenzaron a golpear a las puertas de las universidades, los salones de arte, las casas editoriales, las oficinas, inundando las profesiones que estaban abiertas para ellas. El deseo de las mujeres burguesas de conseguir el acceso a la ciencia y los mayores beneficios de la cultura no fue el resultado de una necesidad repentina, madura, sino que provino de esa misma cuestión del “pan de cada día”.

Las mujeres de la burguesía se encontraron, desde el primer momento, con una dura resistencia por parte de los hombres. Se libró una batalla tenaz entre los hombres profesionales, apegados a sus “pequeños y cómodos puestos de trabajo”, y las mujeres que eran novatas en el asunto de ganarse su pan diario. Esta lucha dio lugar al “feminismo”: el intento de las mujeres burguesas de permanecer unidas y medir su fuerza común contra el enemigo, contra los hombres. Cuando estas mujeres entraron en el mundo laboral se referían a sí mismas con orgullo como la “vanguardia del movimiento de las mujeres”. Se olvidaron de que en este asunto de la conquista de la independencia económica, como en otros ámbitos, fueron recorriendo los pasos de sus hermanas menores y recogiendo los frutos de los esfuerzos de sus manos llenas de ampollas.

Entonces, ¿es realmente posible hablar de las feministas como las pioneras en el camino hacia el trabajo de las mujeres, cuando en cada país cientos de miles de mujeres proletarias habían inundado las fábricas y los talleres, apoderándose de una rama de la industria tras otra, antes de que el movimiento de las mujeres burguesas ni siquiera hubiera nacido? Sólo gracias al reconocimiento del trabajo de las mujeres trabajadoras en el mercado mundial las mujeres burguesas han podido ocupar la posición independiente en la sociedad de la que las feministas se enorgullecen tanto…

Nos resulta difícil señalar un solo hecho en la historia de la lucha de las mujeres proletarias por mejorar sus condiciones materiales en el que el movimiento feminista, en general, haya contribuido significativamente. Cualquiera que sea lo que las mujeres proletarias hayan conseguido para mejorar sus niveles de vida es el resultado de los esfuerzos de la clase trabajadora en general, y de ellas mismas en particular. La historia de la lucha de las mujeres trabajadoras por mejorar sus condiciones laborales y por una vida más digna es la historia de la lucha del proletariado por su liberación.

¿Qué fuerza a los propietarios de las fábricas a aumentar el precio del trabajo, a reducir horas e introducir mejores condiciones de trabajo, si no el temor a una grave explosión de insatisfacción del proletariado? ¿Qué, si no el miedo a los “conflictos laborales”, persuade al gobierno de establecer una legislación para limitar la explotación del trabajo por el capital?…

No hay un solo partido en el mundo que haya asumido la defensa de las mujeres como lo ha hecho la socialdemocracia. La mujer trabajadora es ante todo un miembro de la clase trabajadora, y cuanto más satisfactoria sea la posición y el bienestar general de cada miembro de la familia proletaria, mayor será el beneficio a largo plazo para el conjunto de la clase trabajadora…

En vista a las crecientes dificultades sociales, la devota luchadora por la causa debe pararse en triste desconcierto. Ella no puede si no ver lo poco que el movimiento general de las mujeres ha hecho por las mujeres proletarias, lo incapaz que es de mejorar las condiciones laborales y de vida de la clase trabajadora. El futuro de la humanidad debe parecer gris, apagado e incierto a aquellas mujeres que están luchando por la igualdad pero que aun no han adoptado la perspectiva mundial del proletariado o no han desarrollado una fe firme en la llegada de un sistema social más perfecto. Mientras el mundo capitalista actual permanezca inalterado, la liberación debe parecerles incompleta e imparcial. Que desesperación deben abrazar las más pensativas y sensibles de estas mujeres. Sólo la clase obrera es capaz de mantener la moral en el mundo moderno con sus relaciones sociales distorsionadas. Con paso firme y acompasado avanza firmemente hacia su objetivo. Atrae a las mujeres trabajadoras a sus filas. La mujer proletaria inicia valientemente el espinoso camino del trabajo asalariado. Sus piernas flaquean, su cuerpo se desgarra. Hay peligrosos precipicios a lo largo del camino, y los crueles predadores están acechando.

Pero sólo tomando este camino la mujer es capaz de lograr ese lejano pero atractivo objetivo: su verdadera liberación en un nuevo mundo del trabajo. Durante este difícil paso hacia el brillante futuro la mujer trabajadora, hasta hace poco una humillada, oprimida esclava sin derechos, aprende a desprenderse de la mentalidad de esclava a la que se ha aferrado, paso a paso se transforma a sí misma en una trabajadora independiente, una personalidad independiente, libre en el amor. Es ella, luchando en las filas del proletariado, quien consigue para las mujeres el derecho a trabajar, es ella, la “hermana menor”, quien prepara el terreno para la mujer “libre” e “igual” del futuro.

¿Por qué razón, entonces, debe la mujer trabajadora buscar una unión con las feministas burguesas? ¿Quién, en realidad, se beneficiaría en el caso de tal alianza? Ciertamente no la mujer trabajadora. Ella es su propia salvadora, su futuro está en sus propias manos. La mujer trabajadora protege sus intereses de clase y no se deja engañar por los grandes discursos sobre el “mundo que comparten todas las mujeres”. La mujer trabajadora no debe olvidar y no olvida que si bien el objetivo de las mujeres burguesas es asegurar su propio bienestar en el marco de una sociedad antagónica a nosotras, nuestro objetivo es construir, en el lugar del mundo viejo, obsoleto, un brillante templo de trabajo universal, solidaridad fraternal y alegre libertad…

El matrimonio y el problema de la familia

Dirijamos la atención a otro aspecto de la cuestión femenina, el problema de la familia. Es bien conocida la importancia que tiene para la auténtica emancipación de la mujer la solución de este problema ardiente y complejo. La aspiración de las mujeres a la igualdad de derechos no puede verse plenamente satisfecha mediante la lucha por la emancipación política, la obtención de un doctorado u otros títulos académicos, o un salario igual ante el mismo trabajo. Para llegar a ser verdaderamente libre, la mujer debe desprenderse de las cadenas que le arroja encima la forma actual, trasnochada y opresiva, de la familia. Para la mujer, la solución del problema familiar no es menos importante que la conquista de la igualdad política y el establecimiento de su plena independencia económica.

Las formas actuales, establecidas por la ley y la costumbre, de la estructura familiar hacen que la mujer esté oprimida no sólo como persona sino también como esposa y como madre. En la mayor parte de los países civilizados, el código civil coloca a la mujer en una situación de mayor o menor dependencia del hombre, y concede al marido, además del derecho de disponer de los bienes de su mujer, el de reinar sobre ella moral y físicamente…

Y allí donde acaba la esclavitud familiar oficial, legalizada, empieza la llamada “opinión pública” a ejercer sus derechos sobre la mujer. Esta opinión pública es creada y mantenida por la burguesía con el fin de proteger la “institución sagrada de la propiedad”. Sirve para reafirmar una hipócrita “doble moral”. La sociedad burguesa encierra a la mujer en un intolerable cepo económico, pagándole un salario ridículo por su trabajo. La mujer se ve privada del derecho que posee todo ciudadano de alzar su voz para defender sus intereses pisoteados, y tiene la inmensa bondad de ofrecerle esta alternativa: o bien el yugo conyugal, o bien las asfixias de la prostitución, abiertamente menospreciada y condenada, pero secretamente apoyada y sostenida.

¿Será preciso insistir acerca de los sombríos aspectos de la vida conyugal de hoy, acerca de los sufrimientos de la mujer que se ligan estrechamente a las actuales estructuras familiares. Ya se ha escrito y se ha dicho mucho sobre este tema. La literatura está llena de negros cuadros que pintan nuestro desorden conyugal y familiar. En este campo, ¡cuántas tragedias psicológicas, cuántas vidas mutiladas, cuántas existencias envenenadas! Por ahora, sólo nos importa resaltar que la estructura actual de la familia oprime a las mujeres de todas las clases y condiciones sociales. Las costumbres y las tradiciones persiguen a la madre soltera de idéntico modo, cualquiera que sea el sector de la población a la que pertenezca, las leyes colocan bajo la tutela del marido tanto a la burguesa como a la proletaria y a la campesina.

¿No hemos descubierto por fin ese aspecto de la cuestión femenina sobre el cual las mujeres de todas las clases pueden unirse? ¿No pueden luchar conjuntamente contra las condiciones que las oprimen? ¿Acaso los sufrimientos comunes, el dolor común borran el abismo del antagonismo de clases y crean una comunidad de aspiraciones y de tareas para las mujeres de diferentes planos? ¿Acaso es realizable, en cuanto a los deseos y objetivos comunes, una colaboración de burguesas y proletarias? Después de todo, las feministas luchan a la vez por conseguir formas más libres de matrimonio y por el “derecho a la maternidad”, levantan su voz en defensa de la prostituta a la que todo el mundo acosa. Observad cómo la literatura feminista es rica en búsquedas de nuevos estilos de unión del hombre y la mujer y de audaces esfuerzos encaminados a la “igualdad moral” entre los sexos. ¿No es cierto que, mientras en el terreno de la liberación económica las burguesas se sitúan en la cola del ejército de millones de proletarias que allanan la senda a la “mujer nueva”, en la lucha por resolver el problema de la familia los reconocimientos son para las feministas?

Aquí en Rusia, las mujeres de la mediana burguesía —es decir, este ejército de mujeres que, poseedoras de una situación independiente, se encontraron de golpe, en la década de 1860, arrojadas al mercado de trabajo— han resuelto en la práctica, a título individual, multitud de aspectos embarazosos de la cuestión matrimonial, saltando valientemente por encima del matrimonio religioso tradicional y reemplazando la forma consolidada de la familia por una unión fácil de romper, que se corresponde mejor con las necesidades de esa capa intelectual, móvil, de la población. Pero las soluciones individuales, subjetivas, de esta cuestión no cambian la situación y no mitigan el triste panorama general de la vida familiar. Si alguna fuerza está destruyendo la forma actual de familia, no es el titánico esfuerzo de los individuos más o menos fuertes por separado, sino las fuerzas inanimadas y poderosas de la producción, que están intransigentemente construyendo vida, sobre nuevos cimientos…

La heroica lucha de las jóvenes mujeres individuales del mundo burgués, que arrojan el guante y demandan de la sociedad el derecho a “atreverse a amar” sin órdenes ni cadenas, debe servir como ejemplo a todas las mujeres que languidecen bajo el peso de las cadenas familiares: esto es lo que predican las feministas extranjeras más emancipadas y también nuestras modernas defensoras de la igualdad aquí. En otros términos, según el espíritu que anima a las feministas, la cuestión del matrimonio se resolverá independientemente de las condiciones ambientales, independientemente de un cambio en la estructura económica de la sociedad, sencillamente merced a los esfuerzos heroicos individuales y aislados. Basta con que la mujer “se atreva”, y el problema del matrimonio caerá por su propia inercia.

Pero las mujeres menos heroicas mueven la cabeza con aire dubitativo: “está todo muy bien para las heroínas de las novelas que un previsor autor ha dotado de una cómoda renta, así como de amigos desinteresados y de un extraordinario encanto. Pero, ¿qué pueden hacer quienes carecen de rentas, de salario suficiente, de amigos, de atractivo extraordinario?” Y, en cuanto al problema de la maternidad, que se alza ante la ansiosa mirada de la mujer sedienta de libertad, ¿qué hay? El “amor libre”, ¿es posible, realizable no como hecho aislado y excepcional, sino como hecho normal en la estructura económica de la sociedad de hoy, es decir, como norma imperante y reconocida por todos? ¿Puede ser ignorado el elemento que determina la actual forma del matrimonio y de la familia, la propiedad privada? ¿Se puede, en este mundo individualista, abolir por entero la reglamentación del matrimonio sin que padezcan por ello los intereses de la mujer? ¿Puede abolirse la única garantía que posee de que no todo el peso de la maternidad caerá sobre ella? En caso de llevar a efecto tal abolición, ¿no ocurriría con la mujer lo que ha ocurrido con los obreros? La supresión de las trabas causadas por los reglamentos corporativos, sin que nuevas obligaciones hayan sido instituidas para los patronos, ha dejado a los obreros a merced del poder incontrolado capitalista, y la seductora consigna de “libre asociación del capital y del trabajo” se ha trocado en una forma desvergonzada de explotación del trabajo a manos del capital. El “amor libre”, introducido sistemáticamente en la sociedad de clases actual, en lugar de liberar a la mujer de las penurias de la vida familiar, ¿no la lastrará seguramente con una nueva carga: la tarea de cuidar, sola y sin ayuda, de sus hijos?

Únicamente una serie de reformas radicales en el ámbito de las relaciones sociales, reformas mediante las cuales las obligaciones de la familia recaerían sobre la sociedad y el Estado, crearía la situación favorable para que el principio del “amor libre” pudiera en cierta medida realizarse. Pero, ¿podemos contar seriamente con que el Estado clasista actual, por muy democrática que sea su forma, esté dispuesto a asumir todas las obligaciones referentes a la madre y, a la joven generación, es decir, aquellas obligaciones que atañen de momento a la familia en cuanto célula individualista? Tan sólo una transformación radical de las relaciones productivas puede crear las condiciones sociales indispensables para proteger a la mujer de los aspectos negativos derivados de la elástica fórmula del “amor libre”. ¿Realmente no vemos qué confusión y qué desórdenes de las costumbres sexuales se esconden, en las actuales circunstancias, a menudo en semejante fórmula? Observad a todos esos señores, empresarios y administradores de sociedades industriales: ¿no se aprovechan frecuentemente a su manera del “amor libre” al obligar a obreras, empleadas y criadas a someterse a sus caprichos sexuales, bajo la amenaza de despido? Esos patronos que envilecen a su doncella y después la ponen en la calle cuando ha quedado embarazada, ¿acaso no están aplicando ya la fórmula del “amor libre”?
“Pero no estamos hablando de ese tipo de “libertad”, objetan las defensoras de la unión libre. Por el contrario, exigimos la instauración de una “moral única”, igualmente obligatoria para el hombre y la mujer. Nos oponemos al desorden de las costumbres sexuales de hoy, proclamamos que sólo es pura una unión libre fundamentada sobre un amor verdadero”. Pero, ¿no pensáis, queridas amigas, que vuestro ideal de “unión libre “, llevado a la práctica en la situación económica y social actual, corre el riesgo de dar resultados que difieren muy poco de la forma distorsionada de la libertad sexual? El principio del “amor libre” no podrá entrar en vigor sin traer nuevos sufrimientos a la mujer más que cuando ella se haya librado de las cadenas materiales que hoy la hacen doblemente dependiente: del capital y de su marido. El acceso de las mujeres a un trabajo independiente y a la autonomía económica ha hecho aparecer una cierta posibilidad de “amor libre”, sobre todo para las intelectuales que ejercen las profesiones mejor retribuidas. Pero la dependencia de la mujer con respecto al capital sigue ahí, e incluso se agrava a medida que crece el número de mujeres de proletarios empujadas a vender su fuerza de trabajo. La consigna del “amor libre” ¿puede mejorar la triste suerte de estas mujeres que ganan justo lo mínimo para no morir de hambre? Y, además, el amor libre ¿no se practica ya ampliamente en la clase obrera, hasta tal punto que más de una vez la burguesía ha elevado la voz de alarma y ha denunciado la «depravación» y la «inmoralidad» del proletariado? Cabe señalar que cuando las feministas hablan con entusiasmo de nuevas formas de unión extramatrimoniales para las burguesas emancipadas, les dan el bonito nombre de “amor libre”. Pero cuando se trata de la clase obrera, esas mismas uniones extramatrimoniales son vituperadas con el término despectivo de “relaciones sexuales desordenadas”. Es bastante característico.

No obstante, para la proletaria, habida cuenta de las condiciones actuales, las consecuencias de la vida en común, ya sea ésta de origen libre o consagrada por la Iglesia, siguen siendo siempre igual de penosas. Para la esposa y la madre proletarias, la clave del problema conyugal y familiar no reside en sus formas exteriores, rituales o civiles, sino en las condiciones económicas y sociales que determinan esas complejas relaciones familiares a las que debe hacer frente la mujer de clase obrera. Por supuesto, también para ella es importante conocer si su marido puede disponer del salario que ella ha ganado, si como marido posee el derecho de obligarla a vivir con él aun en contra de su voluntad, si le puede quitar a los hijos por la fuerza, etc. Pero no son tales párrafos del código civil los que determinan la situación real de la mujer en la familia, y tampoco se resolverá en ellos el difícil problema familiar. Sea legalizada la unión ante notario, consagrada por la Iglesia o fundamentada en el principio de libre consentimiento, la cuestión del matrimonio llegaría a perder su relevancia para la mayoría de las mujeres si —y únicamente si tal ocurre— la sociedad les descargara de las mezquinas preocupaciones caseras, inevitables hoy en este sistema de economías domésticas individuales y dispersas. Es decir, si la sociedad asumiera el cuidado de la generación más joven, si estuviese capacitada para proteger la maternidad y dar una madre a cada niño, al menos durante los primeros meses.

Las feministas luchan contra un fetiche: el matrimonio legalizado y consagrado por la Iglesia. Las mujeres proletarias, por el contrario, arriman el hombro contra las causas que han ocasionado la forma actual del matrimonio y de la familia, y cuando se esfuerzan en cambiar estas condiciones de vida, saben que también están ayudando, por ende, a reformar las relaciones entre los sexos. Ahí es donde estriba la principal diferencia entre el enfoque de la burguesía y el del proletariado al abordar el complejo problema familiar.

Al creer ingenuamente en la posibilidad de crear nuevas formas de relaciones conyugales y familiares sobre el sombrío telón de fondo de la sociedad de clases contemporánea, las feministas y los reformadores sociales pertenecientes a la burguesía buscan penosamente tales formas nuevas. Y, puesto que la vida misma aún no las ha suscitado, precisan inventarlas a toda costa. Deberían ser, a su juicio, formas modernas de relaciones sexuales que sean capaces de resolver el complejo problema de la familia bajo el sistema social actual. Y los ideólogos del mundo burgués —periodistas, escritores, y destacadas mujeres que luchan por la emancipación— proponen, cada cual por su lado, su “panacea familiar”, su nueva “fórmula de matrimonio”.

¡Qué utópicas suenan estas fórmulas de matrimonio! ¡Qué débiles estos paliativos, cuando se considera a la luz de la penosa realidad de nuestra estructura moderna de familia! ¡La “unión libre”, el “amor libre”! Para que tales fórmulas puedan nacer, es preciso proceder a una reforma radical de todas las relaciones sociales entre las personas. Aún más, es preciso que las normas de la moral sexual, y con ellas toda la psicología humana, sufran una profunda evolución, una evolución fundamental. ¿Acaso la psicología humana actual está realmente dispuesta a admitir el principio del “amor libre”? ¿Y los celos, que consumen incluso a las mejores almas humanas? ¿Y ese sentimiento, tan hondamente enraizado, del derecho de propiedad no sólo sobre el cuerpo, sino también sobre el alma del compañero? ¿Y la incapacidad de inclinarse con simpatía ante una manifestación de la individualidad de la otra persona, la costumbre bien de “dominar” al ser amado o bien de hacerse su “esclavo”? ¿Y ese sentimiento amargo, mortalmente amargo, de abandono y de infinita soledad que se apodera de uno cuando el ser amado ya no nos quiere y nos deja? ¿Dónde puede encontrar consuelo la persona solitaria, individualista? La “colectividad”, en el mejor de los casos, es “un objetivo” hacia el cual dirigir las fuerzas morales e intelectuales. Pero, ¿es capaz la persona de hoy de comulgar con esa colectividad hasta el punto de sentir las influencias de interacción mutuamente? ¿La vida colectiva puede por sí sola sustituir las pequeñas alegrías personales del individuo? Sin un alma que esté cerca, una “única” alma gemela, incluso un socialista, incluso un colectivista está infinitamente solo en nuestro mundo hostil, y únicamente en la clase obrera podemos vislumbrar el pálido resplandor que anuncia nuevas relaciones, más armoniosas y de espíritu más social, entre las personas. El problema de la familia es tan complejo, embrollado y múltiple como la vida misma, y no será nuestro sistema social quien permita resolverlo.

Otras fórmulas de matrimonio se han propuesto. Varias mujeres progresistas y pensadores sociales consideran la unión matrimonial sólo como un método de producir descendencia. El matrimonio en sí mismo, sostienen, no tiene ningún valor especial para la mujer: la maternidad es su propósito, su objetivo sagrado, su misión en la vida. Gracias a tales inspiradas defensoras como Ruth Bray y Ellen Key, el ideal burgués que reconoce a la mujer como hembra antes que como persona ha adquirido una aureola especial de progresismo. La literatura extranjera ha aceptado con entusiasmo el lema propuesto por estas mujeres modernas. E incluso aquí, en Rusia, en el período anterior a la tormenta política (de 1905), antes de que los valores sociales fueron objeto de revisión, la cuestión de la maternidad había atraído la atención de la prensa diaria. El lema “el derecho a la maternidad” no puede evitar producir una viva respuesta en los círculos más amplios de la población femenina. Así, a pesar del hecho de que todas las propuestas de las feministas en este contexto fueran de índole utópico, el problema era demasiado importante y de actualidad como para no atraer a las mujeres.

El “derecho a la maternidad” es el tipo de cuestión que afecta no sólo a las mujeres de la clase burguesa, sino también, en mayor medida aún, a las mujeres proletarias. El derecho a ser madre -estas son bellas palabras que van directamente al “corazón de cualquier mujer” y que hacen que le lata más rápido. El derecho a alimentar al “propio” hijo con su leche, y asistir a las primeras señales del despertar de su conciencia, el derecho a cuidar su diminuto cuerpo y a proteger su delicada alma tierna de las espinas y los sufrimientos de los primeros pasos en la vida: ¿Qué madre no apoyaría estas demandas?

Parece que nos hemos topado de nuevo con un problema que podría servir como un momento de unidad entre mujeres de diferentes estratos sociales: podría parecer que hemos encontrado, por fin, el puente de unión entre las mujeres de los dos mundos hostiles. Echemos un vistazo más minucioso, para descubrir lo que las mujeres burguesas progresistas entienden como “el derecho a la maternidad”. Entonces podremos ver si las mujeres proletarias, de hecho, pueden estar de acuerdo con las soluciones al problema de la maternidad previstas por las igualitaristas burguesas. A los ojos de sus entusiastas apologistas, la maternidad tiene un carácter casi sagrado. Luchando por romper los falsos prejuicios que marcan a una mujer por dedicarse a una actividad natural —el dar a luz a un hijo— porque la actividad no ha sido santificada por la ley, las luchadoras por el derecho a la maternidad han doblado el palo en la otra dirección: para ellas, la maternidad se ha convertido en el objetivo de la vida de una mujer…

La devoción de Ellen Key por las obligaciones de la maternidad y la familia le obliga a ofrecer una garantía de que la unidad familiar aislada seguirá existiendo incluso en una sociedad transformada en términos socialistas. El único cambio, tal y como ella lo ve, será que todos los elementos accesorios que supongan una ventaja o un beneficio material serán excluidos de la unión matrimonial, que se celebrará conforme a las inclinaciones mutuas, sin ceremonias ni formalidades: el amor y el matrimonio serán verdaderamente equivalentes. Sin embargo, la célula familiar aislada es el resultado del mundo individualista moderno, con su lucha por la supervivencia, sus presiones, su soledad, la familia es un producto del monstruoso sistema capitalista. ¡Y Key espera legarle la familia a la sociedad socialista! La sangre y los lazos de parentesco en la actualidad sirven a menudo, es cierto, como el único sostén en la vida, como el único refugio en tiempos de penuria y desgracia. ¿Pero será moral o socialmente necesaria en el futuro? Key no responde a esta pregunta. Ella tiene demasiado en consideración a la “familia ideal”, esta unidad egoísta de la burguesía media a la que los devotos de la estructura burguesa de la sociedad miran con tal admiración.

Pero la talentosa aunque imprevisible Ellen Key no es la única que pierde el norte en las contradicciones sociales. Probablemente no haya otra cuestión como la del matrimonio y la familia sobre la que haya tan poco de acuerdo entre los socialistas. Si organizásemos una encuesta entre los socialistas, los resultados probablemente serían muy curiosos. ¿Se marchita la familia? ¿O hay motivos para creer que los problemas de la familia en la actualidad son sólo una crisis transitoria? ¿Se conservaría la forma actual de la familia en la futura sociedad, o será enterrada junto con el sistema capitalista moderno? Estas son preguntas que bien podrían recibir respuestas muy diferentes…

El paso de la función educativa desde la familia a la sociedad hará desaparecer los últimos lazos que mantenían unida la célula familiar aislada. La vieja familia burguesa empezará a desintegrarse aún más rápidamente y, en la atmósfera de cambio, veremos dibujarse con una nitidez cada vez mayor las siluetas todavía indefinidas de las futuras relaciones conyugales. ¿Qué siluetas confusas son esas, aún sumergidas en las brumas de las influencias actuales?

¿Hace falta repetir que la forma opresiva actual del matrimonio dejará sitio a la unión libre de individuos que se aman? El ideal del amor libre, que se presenta a la hambrienta imaginación de las mujeres que luchan por su emancipación, se corresponde sin duda hasta cierto punto con la pauta de relaciones entre los sexos que instaurará la sociedad colectivista. Sin embargo, las influencias sociales son tan complejas y sus interacciones tan diversas, que ahora mismo es imposible imaginar con precisión cómo serán las relaciones del futuro, cuando se haya cambiado todo el sistema radicalmente. Pero la lenta evolución de las relaciones entre los sexos que tiene lugar ante nuestros ojos atestigua claramente que el ritual del matrimonio y la familia cerrada y constrictiva están abocados a la desaparición.

La lucha por los derechos políticos

Las feministas responden a nuestras críticas diciendo: incluso si os parecen equivocados los argumentos que están detrás de nuestra defensa de los derechos políticos de las mujeres, ¿puede rebajarse la importancia de la demanda en sí, que es igual de urgente para las feministas y para las representantes de la clase trabajadora? ¿No pueden las mujeres de ambos bandos sociales, por el bien de sus aspiraciones políticas comunes, superar las barreras del antagonismo de clase que las separan? ¿No serán capaces seguramente de librar una lucha común contra las fuerzas hostiles que los las rodean? La división entre la burguesía y el proletariado es tan inevitable como otras cuestiones que nos atañen, pero en el caso de este asunto particular las feministas creen que las mujeres de las distintas clases sociales no tienen diferencias.

Las feministas continúan volviendo a estos argumentos con amargura y desconcierto, viendo nociones preconcebidas de lealtad partidista en la negativa de las representantes de la clase trabajadora a unir sus fuerzas con ellas en la lucha por los derechos políticos de las mujeres. ¿Es realmente éste el caso? ¿Existe una identificación total de las aspiraciones políticas o, en este caso, al igual que en todos los demás, el antagonismo la creación de un ejército de mujeres indivisible, por encima de las clases? Tenemos que responder a esta cuestión antes de que podamos definir las tácticas que las mujeres proletarias utilizarán para obtener derechos políticos para su sexo.

Las feministas declaran estar del lado de la reforma social, y algunas de ellas incluso dicen estar a favor del socialismo —en un futuro lejano, por supuesto— pero no tienen la intención de luchar entre las filas de la clase obrera para conseguir estos objetivos. Las mejores de ellas creen, con ingenua sinceridad, que una vez que los asientos de los diputados estén a su alcance serán capaces de curar las llagas sociales que se han formado, en su opinión, debido a que los hombres, con su egoísmo inherente, han sido los dueños de la situación. A pesar de las buenas intenciones de grupos individuales de feministas hacia el proletariado, siempre que se ha planteado la cuestión de la lucha de clases han dejado el campo de batalla con temor. Reconocen que no quieren interferir en causas ajenas, y prefieren retirarse a su liberalismo burgués que les es tan cómodamente familiar.

Por mucho que las feministas burguesas traten de reprimir el verdadero objetivo de sus deseos políticos, por mucho que aseguren a sus hermanas menores que la participación en la vida política promete beneficios inconmensurables para las mujeres de clase trabajadora, el espíritu burgués que impregna todo el movimiento feminista da un colorido de clase incluso a la demanda de igualdad de derechos políticos con los hombres, que podría parecer una demanda general de las mujeres. Diferentes objetivos e interpretaciones de cómo deben usarse los derechos políticos crea un abismo insalvable entre las mujeres burguesas y las proletarias. Esto no contradice el hecho de que las tareas inmediatas de los dos grupos de mujeres coincidan en cierta medida, puesto que los representantes de todas las clases que han accedido al poder político se esfuerzan sobre todo en lograr una revisión del Código Civil, que en cada país, en mayor o menor medida, discrimina a las mujeres. Las mujeres presionan por conseguir cambios legales que creen condiciones laborales más favorables para ellas, se mantienen unidas contra las regulaciones que legalizan la prostitución, etc. Sin embargo, la coincidencia de estas tareas inmediatas es de carácter puramente formal. Así, el interés de clase determina que la actitud de los dos grupos hacia estas reformas sea profundamente contradictoria…

El instinto de clase —digan lo que digan las feministas— siempre demuestra ser más poderoso que el noble entusiasmo de las políticas “por encima de las clases”. En tanto que las mujeres burguesas y sus “hermanas menores” son iguales en su desigualdad, las primeras pueden, con total sinceridad, hacer grandes esfuerzos en defender los intereses generales de las mujeres. Pero, una vez que se hayan superado estas barreras y las mujeres burguesas hayan accedido a la actividad política, las actuales defensoras de los “derechos de todas las mujeres” se convertirán en defensoras entusiastas de los privilegios de su clase, se contentarán con dejar a las hermanas menores sin ningún derecho. Así, cuando las feministas hablan con las mujeres trabajadoras acerca de la necesidad de una lucha común para conseguir algún principio “general de las mujeres”, las mujeres de la clase trabajadora están naturalmente recelosas.

2. Las relaciones sexuales y la lucha de clases

Entre los múltiples problemas que perturban la inteligencia y el corazón de la humanidad, el problema sexual ocupa indiscutiblemente uno de los primeros puestos. No hay una sola nación, un solo pueblo en el que la cuestión de las relaciones entre los sexos no adquiera de día en día un carácter más violento y doloroso. La humanidad contemporánea atraviesa por una crisis sexual aguda en la forma, una crisis que se prolonga y que, por tanto, es mucho más grave y más difícil de resolver.
En todo el curso de la historia de la humanidad no encontraremos seguramente otra época en la que los problemas sexuales hayan ocupado en la vida de la sociedad un lugar tan importante, otra época en la que las relaciones sexuales hayan acaparado, como por arte de magia, las miradas atormentadas de millones de personas. En nuestra época, más que en ninguna otra de la historia, los dramas sexuales constituyen fuente inagotable de inspiración para artistas de todos los géneros del arte.

Como la terrible crisis sexual se prolonga, su carácter crónico adquiere mayor gravedad y más insoluble nos parece la situación presente. Por esto la humanidad contemporánea se arroja anhelante sobre todos los medios que hacen entrever una posible solución del problema “maldito”. Pero a cada nueva tentativa de solución se complica más el enmarañado complejo de las relaciones entre los sexos, y parece como si fuera imposible descubrir el único hilo que nos ha de servir para desenredar el compacto nudo. La humanidad, atemorizada, se precipita desde un extremo al otro; pero el círculo mágico de la cuestión sexual permanece cerrado tan herméticamente como antes.

Los elementos conservadores de la sociedad llegan a la conclusión de que es imprescindible volver a los felices tiempos pasados, restablecer las viejas costumbres familiares, dar nuevo impulso a las normas tradicionales de la moral sexual. “Es preciso destruir todas las prohibiciones hipócritas prescritas por el código de la moral sexual corriente. Ha llegado el momento de arrojar a un lado ese vejestorio inútil e incómodo… La conciencia individual, la voluntad individual de cada ser es el único legislador en una cuestión de carácter tan íntimo”, se oye afirmar entre las filas del campo individualista burgués. “La solución de los problemas sexuales sólo podrá hallarse en el establecimiento de un orden social y económico nuevo, con una transformación fundamental de nuestra sociedad actual”, afirman los socialistas. Pero precisamente este esperar en el mañana, ¿no indica también que nosotros tampoco hemos logrado apoderarnos del “hilo conductor”? ¿No deberíamos encontrar o al menos localizar este “hilo conductor” que promete desenredar el nudo? ¿No deberíamos encontrarlo ahora, en este mismo momento? El camino que debemos seguir en esta investigación nos lo ofrece la historia misma de las sociedades humanas, nos lo ofrece la historia de la lucha ininterrumpida de las clases y de los diversos grupos sociales, opuestos por sus intereses y sus tendencias.

No es la primera vez que la humanidad atraviesa un período de crisis sexual aguda. No es la primera vez que las al parecer firmes y claras prescripciones de la moral al uso, en el campo de las relaciones sexuales, han sido destruidas por el aflujo de la corriente de nuevos valores e ideales sociales. La humanidad ha pasado por una época de “crisis sexual” verdaderamente aguda durante los períodos del Renacimiento y la Reforma, en el momento en que un formidable avance social relegaba a un segundo término a la aristocracia feudal, orgullosa de su nobleza, acostumbrada al dominio absoluto, y en su lugar se asentaba una nueva fuerza social, la burguesía ascendente, que crecía y se desarrollaba cada vez con mayor impulso y poder.

La moralidad sexual del mundo feudal se había desarrollado a partir de las profundidades de la “forma de vida tribal”: la economía colectiva y el liderazgo autoritario tribal que reprimía la voluntad individual de cada miembro. El viejo código moral chocaba con el nuevo código moral de principios opuestos que imponía la clase burguesa en ascenso. La moral sexual de la nueva burguesía estaba basada en principios radicalmente opuestos a los principios morales más esenciales del código feudal. El estricto individualismo y la exclusividad y el aislamiento de la “familia nuclear” sustituyen al énfasis en el “trabajo colectivo” que fue característico de la estructura económica tanto local como regional de la vida ancestral. Los últimos vestigios de ideas comunales propias, hasta cierto punto, de todas las formas de vida tribal fueron barridos por el principio de “competencia” bajo el capitalismo, por los principios triunfantes del individualismo y de la propiedad privada individualizada, aislada.

La humanidad, perdida durante el proceso de transición, titubeó durante todo un siglo entre los dos códigos sexuales de espíritu tan diverso, ansiosa de adaptarse a la situación, hasta el momento en que el laboratorio de la vida transformó las viejas normas en un molde nuevo y logró, cuando menos, una armonía en la forma, una solución en cuanto a su aspecto externo.

Pero durante esta época de transición, tan viva y llena de colorido, la crisis sexual, a pesar de revestir un carácter de gravedad, no se presentó en una forma tan grave y amenazadora como en nuestros tiempos. La principal razón de esto estriba en que durante los gloriosos días del Renacimiento, en la “nueva era” en la que la brillante luz de una nueva cultura espiritual inundó el moribundo mundo con sus vivos colores, inundó la vacía y monótona vida de la Edad Media, la crisis sexual sólo la experimentó una parte relativamente reducida de la sociedad. La capa social más considerable de la época, desde el punto de vista cuantitativo, el campesinado, no sufrió las consecuencias de la crisis sexual más que de una manera indirecta, cuando, lentamente, con el transcurso de los siglos, se transformaban las bases económicas en que estaba fundada esta clase social, es decir, únicamente en la medida en que evolucionaban las relaciones económicas del campo.

Las dos tendencias opuestas luchaban en las capas superiores de la sociedad. Allí era donde se enfrentaban los ideales y las normas de dos concepciones diferentes de la sociedad, y donde precisamente la crisis sexual, cada vez más grave y amenazadora, se apoderaba de sus víctimas. Los campesinos, reacios a toda innovación, clase apegada a sus principios, continuaban apoyándose en las viejas columnas de las tradiciones ancestrales, y no se transformaba, no dulcificaba ni adaptaba a las nuevas condiciones de su vida económica el código inconmovible de la moral sexual tradicional más que bajo la presión de una gran necesidad. La crisis sexual durante la época de lucha aguda entre el mundo burgués naciente y el mundo feudal no afectó a la “clase tributaria”.

Es más, mientras los estratos superiores de la sociedad rompían los viejos hábitos, la clase campesina se aferraba con mayor fuerza a sus ancestrales tradiciones. A pesar de todas las tempestades que se desencadenaban sobre su cabeza, que conmovían hasta el suelo que pisaba, la clase campesina en general, y particularmente los campesinos rusos, lograron conservar durante siglos y siglos, en su forma primitiva, los principios esenciales de su código moral sexual.

El problema de nuestra época presenta un aspecto totalmente distinto. La crisis sexual de nuestra época no perdona siquiera a la clase campesina. Como una enfermedad infecciosa, no reconoce “ni grados ni rangos”. Se extiende desde los palacios y mansiones hasta los barrios obreros más concurridos, entra en los apacibles hogares de la pequeña burguesía, y se abre camino hasta la miserable y solitaria aldea rusa. Elige sus víctimas lo mismo entre los habitantes de las mansiones de la burguesía europea, que en los húmedos sótanos donde se hacina la familia obrera y en la choza ahumada del campesino. Para la crisis sexual no hay “obstáculos ni cerrojos”. Es un profundo error creer que la crisis sexual sólo alcanza a los representantes de las clases que tienen una posición económica materialmente asegurada. La indefinida inquietud de la crisis sexual franquea cada vez con mayor frecuencia el umbral de las habitaciones obreras, y causa allí tristes dramas que por su intensidad dolorosa no tienen nada que envidiar a los conflictos psicológicos del “exquisito” mundo burgués.

Pero precisamente porque la crisis sexual no ataca sólo a los intereses de “quienes todo lo poseen”, precisamente porque estos problemas sexuales afectan también a una clase social tan extensa como el proletariado de nuestros tiempos, es incomprensible e imperdonable que esta cuestión vital, esencialmente violenta y trágica, sea considerada con tanta indiferencia. Entre las múltiples consignas fundamentales que la clase obrera debe tener en cuenta en su lucha para la conquista de la sociedad futura, tiene que incluirse necesariamente la de establecer relaciones sexuales más sanas y que, por tanto, hagan más feliz a la humanidad.

Es imperdonable nuestra actitud de indiferencia ante una de las tareas esenciales de la clase obrera. Es inexplicable e injustificable que el vital problema sexual se relegue hipócritamente al casillero de las cuestiones “puramente privadas”. ¿Por qué negamos a este problema el auxilio de la energía y de la atención de la colectividad? Las relaciones entre los sexos y la elaboración de un código sexual que rija estas relaciones aparecen en la historia de la humanidad, de una manera invariable, como uno de los factores esenciales de la lucha social. Nada más cierto que la influencia fundamental y decisiva de las relaciones sexuales de un grupo social determinado en el resultado de la lucha de esta clase con otra de intereses opuestos.

El drama de la sociedad actual es tan desesperado porque mientras ante nuestros ojos vemos cómo se desmoronan las formas corrientes de unión sexual y cómo son desechados los principios que las regían, desde las capas más bajas de la sociedad se alzan frescos aromas desconocidos que nos hacen concebir esperanzas risueñas sobre una nueva forma de vida, y llenan el alma humana con la nostalgia de ideales futuros, pero cuya realización no parece posible. Somos personas que vivimos en un mundo caracterizado por el dominio de la propiedad capitalista, un mundo de agudas contradicciones de clase e imbuidos de una moral individualista. Aún vivimos y pensamos bajo el funesto signo de un inevitable aislamiento espiritual. La terrible soledad que cada persona siente en las inmensas ciudades populosas, en las ciudades modernas, tan bulliciosas y tentadoras; la soledad, que no disipa la compañía de amigos y compañeros, es la que empuja a las personas a buscar, con avidez malsana, a su ilusoria “alma gemela” en un ser del sexo contrario, puesto que sólo el amor posee el mágico poder de ahuyentar, aunque sólo sea momentáneamente, las tinieblas de la soledad.

En ninguna otra época de la historia ha sentido la gente con tanta intensidad como en la nuestra la soledad espiritual. No podría ser de otra manera. La noche es mucho más impenetrable cuando a lo lejos vemos brillar una luz.

Las personas individualistas de nuestra época, unidas por débiles lazos a la comunidad o a otras individualidades, ven ya brillar en la lejanía una nueva luz: la transformación de las relaciones sexuales mediante la sustitución del ciego factor fisiológico por el nuevo factor creador de la solidaridad, de la camaradería. La moral de la propiedad individualista de nuestros tiempos empieza a ahogar a las personas. El hombre contemporáneo no se contenta criticando la calidad de las relaciones entre los sexos, negando las formas exteriores prescritas por el código de la moral corriente. Su alma solitaria anhela la renovación de la esencia misma de las relaciones sexuales, desea ardientemente encontrar el “amor verdadero”, esa gran fuerza confortadora y creativa que es la única que puede ahuyentar el frío fantasma de la soledad que padecen los individualistas contemporáneos.

Si es cierto que la crisis sexual está condicionada en sus tres cuartas partes por relaciones externas de carácter socioeconómico, no es menos cierto que la otra cuarta parte de su intensidad es debida a nuestra refinada psicología individualista, que con tanto cuidado ha cultivado la ideología burguesa dominante. La humanidad contemporánea, como dice acertadamente la escritora alemana Meisel-Hess, es muy pobre en “potencial de amor”. Cada uno de los sexos busca al otro con la única esperanza de lograr la mayor satisfacción posible de placeres espirituales y físicos para sí, utilizando como medio al otro. El amante o el novio no piensan para nada en los sentimientos, en la labor psicológica que se efectúa en el alma de la persona amada.

Quizá no haya ninguna otra relación humana como las relaciones entre los sexos en la que se manifieste con tanta intensidad el individualismo grosero que caracteriza nuestra época. Absurdamente se imagina la persona que para escapar de la soledad moral que le rodea le basta con amar, con exigir sus derechos sobre otra alma. Únicamente así espera obtener esa rara dicha: la armonía de la afinidad moral y la comprensión entre dos seres. Nosotros, los individualistas, hemos echado a perder nuestras emociones por el constante culto de nuestro “yo”. Creemos todavía que podemos conquistar sin ningún sacrificio la mayor de las dichas humanas, el “amor verdadero”, no sólo para nosotros, sino también para nuestros semejantes. Creemos lograr esto sin tener que dar, en cambio, los tesoros de nuestra propia alma.

Pretendemos conquistar la totalidad del alma del ser amado, pero, en cambio, somos incapaces de respetar la fórmula de amor más sencilla: acercarnos al alma de otro dispuestos a guardarle todo género de consideraciones. Esta sencilla fórmula nos será únicamente inculcada por las nuevas relaciones entre los sexos, relaciones que ya han comenzado a manifestarse y que están basadas en dos principios nuevos también: libertad absoluta, por un lado, e igualdad y verdadera solidaridad como entre compañeros, por otro. Sin embargo, por el momento, la humanidad tiene que sufrir todavía el frío de la soledad espiritual, y no le queda más remedio que soñar con una época mejor en la que todas las relaciones humanas se caractericen por sentimientos de solidaridad, que podrán ser posibles a causa de las nuevas condiciones de la existencia.

La crisis sexual no puede resolverse sin una transformación fundamental de la psicología humana, sólo puede ser vencida por la acumulación de “potencial de amor”. Pero esta transformación psíquica depende en absoluto de la reorganización fundamental de nuestras relaciones socioeconómicas sobre una base comunista. Si rechazamos esta “vieja verdad”, el problema sexual no tiene solución.

A pesar de todas las formas de unión sexual que ensaya la humanidad presente, la crisis sexual no se resuelve en ningún sitio.

No se han conocido en ninguna época de la historia tantas formas diversas de unión entre los sexos. Matrimonios indisolubles, con una familia firmemente constituida, y a su lado la unión libre pasajera; el adulterio conservado en el mayor secreto, al lado del matrimonio y de la vida en común de una muchacha soltera con su amante; el matrimonio “por la iglesia”, el matrimonio de dos y el matrimonio “de tres”, e incluso hasta la forma complicada del “matrimonio de cuatro”, sin contar las múltiples variantes de la prostitución. Al lado de estas formas de unión, entre los campesinos y la pequeña burguesía encontramos vestigios de las viejas costumbres tribales, mezclados con los principios en descomposición de la familia burguesa e individualista, la vergüenza del adulterio, la vida marital entre el suegro y la nuera y la libertad absoluta para la joven soltera. Siempre la misma “moral doble”.

Las formas actuales de unión entre los sexos son contradictorias y embrolladas, de tal modo que uno se ve obligado a interrogarse cómo es posible que el hombre que ha conservado en su alma la fe en la firmeza de los principios morales pueda continuar admitiendo estas contradicciones y salvar estos criterios morales irreconciliables, que necesariamente se destruyen el uno al otro. Tampoco resuelve la cuestión la justificación que se oye corrientemente: “Yo vivo conforme a los principios de una moral nueva”, puesto que esta “nueva moral” se encuentra todavía en proceso de formación. Precisamente la labor a realizar consiste en hacer que surja esta nueva moral, hay que extraer de entre el caos de las actuales normas sexuales contradictorias la forma, y aclarar los principios, de una moralidad que corresponda al espíritu de la clase revolucionaria ascendente.

Además del extremado individualismo, defecto fundamental de la psicología de la época actual, de un egocentrismo erigido en culto, la crisis sexual se agrava mucho más con otros dos factores de la psicología contemporánea: la idea del derecho de propiedad de un ser sobre el otro y el prejuicio secular de la desigualdad entre los sexos en todas las esferas de la vida, incluida la esfera sexual.

La moralidad burguesa, con su familia individualista encerrada en sí misma basada completamente en la propiedad privada, ha cultivado con esmero la idea de que un compañero debería “poseer” completamente al otro. La burguesía ha logrado a la perfección la inoculación de esta idea en la psicología humana. El concepto de propiedad dentro del matrimonio va hoy día mucho más allá que el concepto de la propiedad en las relaciones sexuales del código aristocrático. En el curso del largo período histórico que transcurrió bajo los auspicios de la “tribu”, la idea de la posesión de la mujer por el marido —la mujer carecía de derechos de propiedad sobre el marido— no se extendía más allá de la posesión física. La esposa estaba obligada a guardar al marido fidelidad física, pero su alma no le pertenecía en absoluto.

Los caballeros de la Edad Media llegaban incluso a reconocer a sus esposas el derecho de tener adoradores platónicos y a recibir el testimonio de esta adoración de caballeros y menestrales. El ideal de la posesión absoluta, de la posesión no sólo del “yo” físico, sino también del “yo” espiritual por parte del esposo, del ideal que admite una reivindicación de derechos de propiedad sobre el mundo espiritual y emocional del ser amado es un ideal que se ha formado totalmente, y que ha sido cultivado igualmente por la burguesía con el fin de reforzar los fundamentos de la familia, para asegurarse su estabilidad y su fuerza durante el período de lucha para la conquista de su predominio social. Este ideal no sólo lo hemos aceptado como herencia, sino que llegamos incluso a pretender que sea considerado “como un imperativo” moral indestructible.

La idea de propiedad se extiende mucho más allá del matrimonio legal. Es un factor inevitable que penetra hasta en la unión amorosa más “libre”. Los amantes de nuestra época, a pesar de su respeto “teórico” por la libertad, sólo se satisfacen con la conciencia de la fidelidad psicológica de la persona amada. Con el fin de ahuyentar de nosotros el fantasma amenazador de la soledad, penetramos de una manera violenta en el alma del ser “amado” con una crueldad y una falta de delicadeza que sería incomprensible a la humanidad futura. De la misma manera pretendemos hacer valer nuestros derechos sobre su “yo” espiritual más íntimo. El amante contemporáneo está dispuesto a perdonar más fácilmente al ser querido una infidelidad física que una infidelidad moral, y pretende que le pertenece cada partícula del alma de la persona amada, que se extiende más allá de los límites de su unión libre. Considera cualquier sentimiento experimentado fuera de los límites de la relación libre como un despilfarro, como un robo imperdonable de tesoros que le pertenecían exclusivamente y, por tanto, como un espolio cometido a sus expensas.

El mismo origen tiene la absurda indelicadeza que cometen constantemente dos amantes con respecto a una tercera persona. Todos hemos tenido ocasión de observar un hecho curioso que se repite continuamente. Dos amantes que apenas han tenido tiempo de conocerse en sus relaciones mutuas se apresuran a establecer sus derechos sobre las relaciones personales anteriores del otro y a intervenir en lo más sagrado y más íntimo de su vida. Dos seres que ayer eran extraños el uno para el otro, hoy, únicamente porque les unen sensaciones eróticas comunes, se apresuran a poner la mano sobre el alma del otro, a disponer del alma desconocida y misteriosa sobre la cual ha grabado el pasado imágenes imborrables y a instalarse en su interior como si estuvieran en su propia casa.

Esta idea de la posesión recíproca de una pareja amorosa extiende su dominio de tal forma que casi no nos sorprende un hecho tan anormal como el siguiente: dos recién casados vivían hasta ayer cada uno su propia vida, al día siguiente de su unión cada uno de ellos abre sin el menor escrúpulo la correspondencia del otro, y, consecuentemente, el contenido de la carta procedente de una tercera persona que sólo tiene relación con uno de ellos se convierte en propiedad común. Una “intimidad” de este tipo no puede adquirirse más que como resultado de una verdadera unión entre las almas en el curso de una larga vida común de amistad puesta a prueba. Lo que ocurre en general es que a esta intimidad se le busca un sustitutivo legítimo, que tiene por base la idea, totalmente equivocada, de que la intimidad física entre dos seres es una razón suficiente para extender el derecho de propiedad sobre el ser emocional de la persona amada.

El segundo factor que deforma la mentalidad del hombre contemporáneo, y que es una razón para que la crisis sexual se agudice, es la idea de desigualdad entre los sexos, desigualdad de derechos y desigualdad en la valoración de su experiencia física y emocional. La “doble moral”, inherente tanto a la sociedad burguesa como a la aristocrática, ha envenenado durante siglos la psicología de hombres y mujeres. Estas actitudes son tan parte de nosotros que es mucho más difícil librarse de su penetrante ponzoña que de las ideas tocantes a la propiedad de un esposo sobre el otro, heredadas de la ideología burguesa. La concepción de desigualdad entre los sexos, incluso en la esfera de la experiencia física y emocional, obliga a aplicar constantemente medidas diversas para actos idénticos, según el sexo que los haya realizado. Incluso la persona más “progresista” de la burguesía que haya sabido desde hace tiempo superar las prescripciones del código de la moral en uso, será incapaz de sustraerse a la influencia del medio ambiente y emitirá un juicio completamente distinto, según se trate de un hombre o de una mujer. Bastará un simple ejemplo: imaginemos que un intelectual burgués, un hombre de ciencia, un hombre que está involucrado en asuntos políticos y sociales, que es en definitiva “una personalidad”, e incluso, una figura pública, se enamora de su cocinera —hecho que, además, se da con bastante frecuencia— y llega, incluso, a casarse con ella. ¿Modificará la sociedad burguesa por este hecho su conducta con respecto a la “personalidad” de este hombre? ¿Pondrá acaso en cuestión su “personalidad”? ¿Dudará de sus cualidades morales?

Naturalmente, no. Ahora pongamos otro ejemplo: una mujer perteneciente a la sociedad burguesa, una mujer respetada, considerada, una profesora, médica o escritora. Una mujer, en suma, con “personalidad”, se enamora de un criado y colma el “escándalo” consolidando esta cuestión con un matrimonio legal. ¿Cuál será la actitud de la sociedad burguesa respecto a esta persona hasta ahora respetada? La sociedad, naturalmente, la mortificará con su “desprecio”. Pero todavía será mucho más terrible si su marido, el criado, posee una bella fisionomía u otros atractivos de carácter físico. Nuestra hipócrita sociedad burguesa juzgará su elección de la forma siguiente: “Es obvio de qué se ha enamorado”.

La sociedad burguesa no puede perdonar a la mujer que se atreve a dar a la elección del hombre amado un carácter demasiado individual. Según la tradición heredada de costumbres tribales, nuestra sociedad pretende todavía que la mujer continúe teniendo en cuenta, en el momento de entregar su corazón, una serie de consideraciones de grados y rangos sociales, que tenga en consideración el medio familiar y los intereses de la familia. La sociedad burguesa no puede considerar a la mujer como una persona independiente, separada de la célula familiar, le es completamente imposible apreciarla como una personalidad fuera del círculo estrecho de las virtudes y deberes familiares.

La sociedad contemporánea va mucho más lejos que el orden de la antigua sociedad tribal en la tutela que ejerce sobre la mujer. No sólo le prescribe casarse únicamente con hombres “dignos” de ella, sino que le prohíbe incluso que llegue a amar a un ser que es su “inferior”.

Estamos acostumbrados a ver cómo hombres de un nivel moral e intelectual muy elevado eligen como compañera de vida a una mujer insignificante y vacua, que de ninguna manera se corresponde con el valor espiritual del marido. Apreciamos este hecho como completamente normal y, por tanto, no merece siquiera nuestra consideración. Todo lo más que puede suceder es que los amigos “se lamenten de que Iván Ivanovitch se haya casado con una mujer insoportable”. El caso varía si se trata de una mujer. Entonces nuestra indignación no tiene límites, y la expresamos con frases como la siguiente: “¡Cómo es posible que una mujer tan inteligente como María Petrovna pueda amar a una nulidad así!… Tendremos que poner en duda su inteligencia…”

¿A qué obedece esta manera diferente de juzgar las cosas? ¿Qué causa determina una apreciación tan contraria? Esta diversidad de criterio no tiene otro origen que la idea de la desigualdad entre los sexos, idea que ha sido inoculada a la humanidad durante siglos y siglos y que ha acabado por apoderarse de nuestra mentalidad de una manera orgánica. Estamos acostumbrados a valorar a la mujer, no como una personalidad, con cualidades y defectos individuales, independientes de sus experiencias físicas y emocionales. Para nosotros la mujer no tiene valor más que como accesorio del hombre. El hombre, marido o amante, proyecta sobre la mujer su luz y, es a él, y no a ella misma, a quien tomamos en consideración como el verdadero elemento determinante de la estructura espiritual y moral de la mujer. En cambio, cuando valoramos la personalidad del hombre hacemos por anticipado una total abstracción de sus actos en relación a sus relaciones sexuales. La personalidad de la mujer, por el contrario, se valora casi exclusivamente en relación con su vida sexual. Este modo de apreciar el valor de una personalidad femenina se deriva del papel que ha representado la mujer durante tantos siglos y sólo ahora es cuando se está logrando poco a poco una reevaluación de estas actitudes, al menos en términos generales.

La atenuación de estas falsas e hipócritas concepciones sólo podrá realizarse con la transformación del papel económico de la mujer en la sociedad, y con su entrada independiente en la producción.

Los tres factores fundamentales que distorsionan nuestra mente, y que deben afrontarse si se pretende resolver el problema sexual, son: el egoísmo extremo, la idea del derecho de propiedad de los esposos entre sí y el concepto de desigualdad entre los sexos en el ámbito de sus experiencias físicas y emocionales. La humanidad no encontrará solución a este problema hasta que no haya acumulado en su psicología suficientes reservas de “sentimientos de consideración”, hasta que su capacidad de amar sea mayor, hasta que el concepto de libertad en el matrimonio y en la unión libre no sea un hecho consolidado. En suma, hasta que el principio de camaradería no haya triunfado sobre los conceptos tradicionales de desigualdad y de subordinación en las relaciones entre los sexos. Sin una reconstrucción total y fundamental de nuestra psicología el problema sexual es irresoluble.

¿Pero no será esta condición previa una utopía desprovista de base, utopía en la que basan sus consignas ingenuas los idealistas soñadores? Intentemos aumentar la “capacidad de amar” de la humanidad. ¿Acaso los sabios de todos los pueblos, desde Buda y Confucio hasta Cristo, no se han entregado desde tiempos remotos a esta tarea? Sin embargo, ¿hay alguien que crea que la “capacidad de amar” ha aumentado en la humanidad? Reducir la cuestión de la crisis sexual a utopías de este tipo, por muy bien intencionadas que sean, ¿no significará prácticamente un reconocimiento de debilidad y una renuncia a buscar la solución anhelada?

Veamos si esto es cierto. ¿Es la reeducación radical de nuestra psicología y nuestro enfoque de las relaciones sexuales algo tan improbable, tan alejado de la realidad? ¿No podríamos decir que, por el contrario, mientras que grandes cambios sociales y económicos están en curso, las condiciones que se están creando demandan y dan lugar a una nuevo fundamento para la experiencia psicológica que está en consonancia con lo que hemos estado hablando? Ya en nuestra sociedad avanza un nuevo grupo social que intenta ocupar el primer puesto y dejar de lado a la burguesía, con su ideología de clase y su código de moral sexual individualista. Esta clase ascendente, de vanguardia, lleva necesariamente en su seno los gérmenes de nuevas orientaciones entre los sexos, relaciones que forzosamente han de estar estrechamente unidas a sus objetivos sociales de clase.

La compleja evolución de las relaciones socioeconómicas que tiene lugar ante nuestros ojos, que pone en conmoción todas nuestras concepciones sobre el papel de la mujer en la vida social y destruye los fundamentos de la moral sexual burguesa, trae consigo dos hechos que a primera vista parecen contradictorios.

Por un lado, observamos los esfuerzos infatigables de la humanidad por adaptarse a las nuevas condiciones socioeconómicas cambiantes. Esto se manifiesta ya sea en un intento de conservar las “viejas formas”, dándoles un nuevo contenido (mantenimiento de la forma exterior del matrimonio indisoluble y monógamo, pero al mismo tiempo el reconocimiento de hecho de la libertad de los esposos), o, por el contrario, en la aceptación de nuevas formas que lleven en su interior, sin embargo, todos los elementos del código moral del matrimonio burgués (la unión libre en la que el derecho de propiedad de los dos esposos unidos “libremente” sobrepase los límites del derecho de propiedad del matrimonio legal).

Por otra parte, no podemos dejar de señalar la aparición lenta, pero constante, de nuevas formas de relaciones entre los sexos, que difieren de las formas externas tanto en la forma exterior como por el espíritu que anima sus normas vivificadoras.

La humanidad sondea con inquietud los nuevos ideales. Pero basta examinarlos un poco detenidamente para reconocer en ellos, a pesar de que sus límites no están todavía lo suficientemente marcados, los rasgos característicos merced a los cuales están estrechamente vinculados con las tareas del proletariado, como aquella clase social a la que le incumbe apoderarse de la fortaleza asediada del futuro. Quien quiera encontrar en el laberinto de las normas sexuales contradictorias los gérmenes de relaciones más sanas entre los sexos —que prometan liberar a la humanidad de la crisis sexual que atraviesa—, tiene necesariamente que abandonar las cultas estancias de la burguesía, con su refinada psicología individualista, y echar una ojeada a las habitaciones hacinadas de los obreros. Allí, en medio del horror y de la miseria causada por el capitalismo, entre lágrimas y maldiciones, surgen a pesar de todo manantiales vivificadores que se abren paso por la nueva senda.

Entre la clase obrera, bajo la presión de duras condiciones económicas, bajo el yugo implacable de la explotación del capital, se observa el doble proceso al que acabamos de referirnos. La influencia destructiva del capitalismo, que aniquila todos los fundamentos de la familia obrera, y obliga al proletariado a adaptarse “instintivamente” a las condiciones del mundo que le rodea, y provoca, por tanto, una serie de hechos en lo referente a las relaciones entre los sexos, análogos a los que se producen también en otras capas de la sociedad. Debido a los bajos salarios el obrero retrasa de manera continua e inevitable la edad de contraer matrimonio. Si hace veinte años un obrero podía casarse de los veintidós a los veinticinco años, hoy día no puede crear un hogar hasta los treinta años aproximadamente. Además, cuanto más desarrolladas están en el obrero las necesidades culturales, tanto más valora la posibilidad de seguir el ritmo de la vida cultural, de ir al teatro, de asistir a conferencias, leer periódicos,consagrar el tiempo que el trabajo le deja libre a la lucha sindical, a la política, a una actividad por la que siente afición, al arte, a la lectura, etc., y más tarde tiende a casarse. Sin embargo, las necesidades físicas no tienen para nada en cuenta su situación financiera, son necesidades vitales de las que no se puede prescindir. El obrero “soltero”, lo mismo que el burgués “soltero”, resuelven su problema acudiendo a la prostitución. Este es un ejemplo de la adaptación pasiva de la clase obrera a las condiciones desfavorables de su existencia.

Tomemos otro ejemplo. Al casarse un obrero, y a causa del nivel tan bajo de los salarios, la nueva familia obrera se ve obligada a resolver el problema del nacimiento de los hijos de igual forma que lo hace la familia burguesa. La frecuencia de infanticidios y el aumento de la prostitución son dos son expresiones del mismo proceso. Ambos son ejemplos de adaptación pasiva del obrero a la espantosa realidad que le rodea. Pero lo que no hay que olvidar es que en estos procesos no hay nada que caracterice propiamente al proletariado. Esta adaptación pasiva es propia de todas las clases y sectores sociales que se ven envueltos en el proceso mundial de desarrollo del capitalismo.

La línea de diferenciación comienza precisamente cuando entran en juego los principios activos y creadores; la delimitación se marca allí donde no se trata ya de una adaptación, sino de una reacción frente a la realidad opresora. Comienza donde nacen y se expresan nuevos ideales, donde surgen tímidas tentativas de relaciones sexuales dotadas de un espíritu nuevo. Pero aún hay más: debemos señalar que este proceso de reacción se inicia únicamente entre la clase obrera.

Esto no quiere decir, en modo alguno, que las otras clases y capas de la sociedad, principalmente la de los intelectuales burgueses, que es la clase que por las condiciones de su existencia social se encuentra más cerca de la clase obrera, no se apoderen de estos elementos nuevos que el proletariado crea y desenvuelve. La burguesía, impulsada por el deseo instintivo de inyectar vida nueva a las formas agonizantes de la suya, y ante la impotencia de sus diversas formas de relaciones sexuales, aprende a toda prisa las formas nuevas que la clase obrera lleva consigo. Pero, desgraciadamente, ni los ideales, ni él código de moral sexual elaborados de un modo gradual por el proletariado corresponden a la esencia moral de las exigencias burguesas de clase. Por tanto, mientras la moral sexual, nacida de las necesidades de la clase obrera, se convierte para esta clase en un instrumento nuevo de lucha social, los “modernismos” de segunda mano que de esa moral deduce la burguesía, no hacen más que destruir de un modo definitivo las bases de su superioridad social.

El intento de los intelectuales burgueses de sustituir el matrimonio indisoluble por los lazos más libres, más fácilmente desligables del matrimonio civil, conmueve las bases de la estabilidad social de la burguesía, bases que no pueden ser otras que la familia monógama cimentada en el concepto de propiedad.

Todo lo contrario sucede en la clase obrera. Una mayor libertad en la unión entre los sexos, una menor consolidación de sus relaciones sexuales concuerda totalmente con las tareas fundamentales de esta clase social, y hasta podemos decir que se derivan directamente de estas tareas. Lo mismo sucede con la negación del concepto de subordinación en el matrimonio que rompe los últimos lazos artificiales de la familia burguesa. Todo lo contrario sucede en la clase proletaria. El factor de la subordinación de un miembro de esta clase social a otro al igual que el concepto de posesividad en las relaciones, tiene efectos nocivos sobre la mente del proletariado. A los intereses de la clase revolucionaria no les conviene en modo alguno “atar” a uno de sus miembros, puesto que a cada uno de sus representantes independientes le incumbe ante todo el deber de servir a los intereses de su clase y no los de una célula familiar aislada.

El deber del miembro de la sociedad proletaria es ante todo contribuir al triunfo de los intereses de su clase, por ejemplo, actuando en las huelgas, participando en todo momento en la lucha. La moral con que la clase trabajadora juzga todos estos actos caracteriza con perfecta claridad la base de la nueva moral proletaria.

Supongamos que un empresario, movido únicamente por intereses familiares, retira de los negocios su capital en un momento crítico para la empresa. Su acción, apreciada desde el punto de vista de la moral burguesa, no puede ser más clara, “porque los intereses de la familia deben figurar en primer lugar”. Comparemos ahora este juicio con la actitud de los obreros ante el rompehuelgas, que acude al trabajo durante el conflicto para que su familia no pase hambre. Los intereses de clase figuran en este ejemplo en primer lugar. Representemos ahora a un marido burgués que ha conseguido por su amor y devoción a la familia tener alejada a su mujer de todos sus intereses, a excepción de los deberes de ama de casa y de mujer consagrada por completo al cuidado de los hijos. El juicio de la sociedad burguesa será: “un marido ideal que ha sabido crear una familia ideal”.

Pero, ¿cuál sería la actitud de los obreros hacia un miembro consciente de su clase que intentase hacer que su mujer se apartase de la lucha social? La moral de la clase exige, a costa incluso de la felicidad individual, a costa de la familia, la participación de la mujer en la vida de lucha que transcurre fuera de los muros de su hogar. Atar a la mujer a la casa, colocar en primer plano los intereses familiares, propagar la idea de los derechos de la propiedad absoluta de un esposo sobre su mujer, son actos que violan el principio fundamental de la ideología de la clase obrera, que destruyen la solidaridad y el compañerismo y que rompen las cadenas que unen a todo el proletariado. El concepto de posesión de una personalidad por otra, la idea de la subordinación y de la desigualdad de los miembros de una sola y misma clase, son conceptos contrarios a la esencia del concepto de camaradería, que es el principio proletario más fundamental.

Este principio básico de la ideología de la clase ascendente es el que da colorido y determina el nuevo código en formación de la moral sexual del proletariado, merced al cual se transforma la psicología de la humanidad y llega a adquirir una acumulación de sentimientos de solidaridad y de libertad, en vez del concepto de la propiedad, una acumulación de compañerismo en vez de los conceptos de desigualdad y de subordinación.

Es una vieja verdad la que establece que toda nueva clase ascendente, nacida como consecuencia de una cultura material distinta de la del grado precedente de la evolución económica, enriquece a toda la humanidad con la ideología nueva característica de esta clase. El código de la moral sexual constituye una parte integrante de la nueva ideología. Por tanto, basta pronunciar los términos “ética proletaria” y “moral sexual proletaria” para escapar de la trivial argumentación: la moral sexual proletaria no es en el fondo más que “superestructura”, mientras no se experimente la total transformación de la base económica de la sociedad, no puede haber lugar para ella. ¡Como si una ideología, sea del género que fuere, no se formase hasta que se hubiera producido la transformación de las relaciones socioeconómicas necesarias para asegurar el dominio de la clase de que se trate! La experiencia de la historia enseña que la elaboración de la ideología de un grupo social, y consecuentemente de la moral sexual también, se realiza durante el proceso mismo de la lucha de este grupo contra las fuerzas sociales adversas.

Esta clase de lucha sólo puede fortalecer su posición social con la ayuda de nuevos valores espirituales sacados de su propio seno, y que respondan totalmente a sus tareas como clase ascendente. Sólo mediante estas normas e ideales nuevos puede esta clase arrebatar el poder a los grupos sociales contrarios.

La tarea que corresponde, por tanto, a los ideólogos de la clase obrera es buscar el criterio moral fundamental, producto de los intereses específicos de la clase obrera y armonizar con este criterio las nacientes normas sexuales.

Ya es hora de comprender que únicamente después de haber tanteado el proceso creador que se realiza allá abajo, en las profundas capas sociales, proceso que engendra necesidades nuevas, nuevos ideales y formas, será posible vislumbrar el camino en el caos contradictorio de las relaciones sexuales y desenmarañar la enredada madeja del problema sexual.

Debemos recordar que el código de la moral sexual, en armonía con las tareas fundamentales de la clase obrera, puede convertirse en poderoso instrumento que refuerce la posición de lucha de la clase ascendente. ¿Por qué no servirse de este instrumento, en interés de la clase obrera, en su lucha por el establecimiento de un sistema comunista y, a la vez también, por establecer nuevas relaciones entre los sexos, que sean más perfectas y felices?

3. El comunismo y la familia

La mujer no depende ya del hombre

¿Se mantendrá la familia en un Estado comunista? ¿Persistirá en la misma forma actual? Son estas cuestiones que atormentan, en los momentos presentes, a la mujer de la clase trabajadora y preocupa igualmente a sus compañeros, los hombres.

No debe extrañarnos que en estos últimos tiempos este problema perturbe las mentes de las mujeres trabajadoras. La vida cambia continuamente ante nuestros ojos; antiguos hábitos y costumbres desaparecen poco a poco. Toda la existencia de la familia proletaria se modifica y organiza en forma tan nueva, tan fuera de lo corriente, tan extraña, como nunca pudimos imaginar.

Y una de las cosas que mayor perplejidad produce en la mujer en estos momentos es la manera como se ha facilitado el divorcio en Rusia.

De hecho, en virtud del decreto del Comisario del Pueblo del 18 de diciembre de 1917, el divorcio ha dejado de ser un lijo accesible sólo a los ricos; desde ahora en adelante, la mujer trabajadora no tendrá que esperar y meses, e incluso hasta años, para que sea fallada su petición de separación matrimonial que le dé derecho a independizarse de un marido borracho o brutal, acostumbrado a golpearla. Desde ahora en adelante el divorcio se podrá obtener amigablemente dentro del periodo de una o dos semanas todo lo más.

Pero es precisamente esta facilidad para obtener el divorcio, manantial de tantas esperanzas para las mujeres que son desgraciadas en su matrimonio, lo que asusta a otras mujeres, particularmente a aquellas que consideran todavía al marido como el “proveedor” de la familia, como el único sostén de la vida, a esas mujeres que no comprenden todavía que deben acostumbrarse a buscar y a encontrar ese sostén en otro sitio, no en la persona del hombre, sino en la persona de la sociedad, en el Estado.

Desde la familia genésica a nuestros días

No hay ninguna razón para pretender engañarnos a nosotros mismos: la familia normal de los tiempos pasados en la cual el hombre lo era todo y la mujer nada —puesto que no tenía voluntad propia, ni dinero propio, ni tiempo del que disponer libremente—, este tipo de familia sufre modificaciones día por día, y actualmente es casi una cosa del pasado, lo cual no debe asustarnos.

Bien sea por error o ignorancia, estamos dispuestos a creer que todo lo que nos rodea debe permanecer inmutable, mientras todo lo demás cambia. Siempre ha sido así y siempre lo será. Esta afirmación es un error profundo.

Para darnos cuenta de su falsedad, no tenemos más que leer cómo vivían las gentes del pasado, e inmediatamente vemos cómo todo está sujeto a cambio y cómo no hay costumbres, ni organizaciones políticas, ni moral que permanezcan fijas e inviolables.

Así, pues, la familia ha cambiado frecuentemente de forma en las diversas épocas de la vida de la humanidad.

Hubo épocas en que la familia fue completamente distinta a como estamos acostumbrados a admitirla. Hubo un tiempo en que la única forma de familia que se consideraba normal era la llamada familia genésica, es decir, aquella en que el cabeza de familia era la anciana madre, en torno a la cual se agrupaban, en la vida y en el trabajo común, los hijos, nietos y biznietos.

La familia patriarcal fue en otros tiempos considerada también como la única forma posible de familia, presidida por un padre-amo, cuya voluntad era ley para todos los demás miembros de la familia. Aún en nuestros tiempos se pueden encontrar en las aldeas rusas familias campesinas de este tipo. En realidad podemos afirmar que en esas localidades la moral y las leyes que rigen la vida familiar son completamente distintas de las que reglamentan la vida de la familia del obrero de la ciudad. En el campo existen todavía gran número de costumbres que ya no es posible encontrar en la familia de la ciudad proletaria.

El tipo de familia, sus costumbres, etc., varían según las razas. Hay pueblos, como por ejemplo los turcos, árabes y persas, entre los cuales la ley autoriza al marido el tener varias mujeres. Han existido y todavía se encuentran tribus que toleran la costumbre contraria, es decir, que la mujer tenga varios maridos.

La moralidad al uso del hombre de nuestro tiempo le autoriza para exigir de las jóvenes la virginidad hasta su matrimonio legítimo. Pero, sin embargo, hay tribus en las que ocurre todo lo contrario: la mujer tiene por orgullo haber tenido muchos amantes, y se engalana brazos y piernas con brazaletes que indican el número…

Diversas costumbres, que a nosotros nos sorprenden, hábitos que podemos incluso calificar de inmorales, los practican otros pueblos, con la sanción divina, mientras que, por su parte, califican de “pecaminosas” muchas de nuestras costumbres y leyes.

Por tanto, no hay ninguna razón para que nos aterroricemos ante el hecho de que la familia sufra un cambio, porque gradualmente se descarten vestigios del pasado vividos hasta ahora, ni porque se implanten nuevas relaciones entre el hombre y la mujer. No tenemos más que preguntarnos: ¿qué es lo que ha muerto en nuestro viejo sistema familiar y qué relaciones hay entre el hombre trabajador y la mujer trabajadora, entre el campesino y la campesina?

¿Cuáles de sus respectivos derechos y deberes armonizan mejor con las condiciones de vida de la nueva Rusia? Todo lo que sea compatible con el nuevo estado de cosas se mantendrá; lo demás, toda esa anticuada morralla que hemos heredado de la maldita época de servidumbre y dominación, que era la característica de los terratenientes y capitalistas, todo eso tendrá que ser barrido juntamente con la misma clase explotadora, con esos enemigos del proletariado y de los pobres.

El capitalismo ha destruido la vieja vida familiar

La familia, en su forma actual, no es más que una de tantas herencias del pasado. Sólidamente unida, compacta en sí misma en sus comienzos, e indisoluble —tal era el carácter del matrimonio santificado por el cura—, la familia era igualmente necesaria para cada uno de sus miembros. Porque ¿quién se hubiera ocupado de criar, vestir y educar a los hijos de no ser la familia? ¿Quién se hubiera ocupado de guiarlos en la vida? Triste suerte la de los huérfanos en aquellos tiempos; era el peor destino que pudiera tocarle a uno en suerte.

En el tipo de familia a que estamos acostumbrados, es el marido el que gana el sustento, el que mantiene a la mujer y a los hijos. La mujer, por su parte, se ocupa de los quehaceres domésticos y de criar a los hijos como le parece.

Pero, desde hace un siglo, esta forma corriente de familia ha experimentado una destrucción progresiva en todos los países del mundo, en los que domina el capitalismo, en aquellos países en que el número de fábricas crece rápidamente, juntamente con otras empresas capitalistas que emplean trabajadores.

Las costumbres y la moral familiar se forman simultáneamente como consecuencia de las condiciones generales de la vida que rodea a la familia. Lo que más ha contribuido a que se modificasen las costumbres familiares de una manera radical ha sido, indiscutiblemente, la enorme expansión que ha adquirido por todas partes el trabajo asalariado de la mujer. Anteriormente, era el hombre el único sostén posible de la familia. Pero desde los últimos cincuenta o sesenta años, hemos experimentado en Rusia (con anterioridad en otros países) que el régimen capitalista obliga a las mujeres a buscar trabajo remunerador fuera de la familia, fuera de su casa.

Treinta millones de mujeres soportan una doble carga

Como el salario del hombre, sostén de la familia, resultaba insuficiente para cubrir las necesidades de la misma, la mujer se vio obligada a su vez a buscar trabajo remunerado; la madre tuvo que llamar también a la puerta de la fábrica. Año por año, día tras día, fue creciendo el número de mujeres pertenecientes a la clase trabajadora que abandonaban sus casas para ir a nutrir las filas de las fábricas, para trabajar como obreras, dependientas, oficinistas, lavanderas o criadas.

Según cálculos de antes de la Gran Guerra, en los países de Europa y América ascendían a sesenta millones las mujeres que se ganaban la vida con su trabajo. Durante la guerra ese número aumentó considerablemente.

La inmensa mayoría de estas mujeres estaban casadas; fácil es imaginarnos la vida familiar que podrían disfrutar. ¡Qué vida familiar puede existir donde la esposa y madre se va de casa durante ocho horas diarias, diez mejor dicho (contando el viaje de ida y vuelta)! La casa queda necesariamente descuidad; los hijos crecen sin ningún cuidado maternal, abandonados a sí mismos en medio de los peligros de la calle, en la cual pasan la mayor parte del tiempo.

La mujer casada, la madre que es obrera, suda sangre para cumplir con tres tareas que pesan al mismo tiempo sobre ella: disponer de las horas necesarias para el trabajo, lo mismo que hace su marido, en alguna industria o establecimiento comercial; consagrarse después, lo mejor posible, a los quehaceres domésticos, y, por último, cuidar de sus hijos.

El capitalismo ha cargado sobre los hombros de la mujer trabajadora un peso que la aplasta; la ha convertido en obrera, sin aliviarla de sus cuidados de ama de casa y madre.

Por tanto, nos encontramos con que la mujer se agota como consecuencia de esta triple e insoportable carga, que con frecuencia expresa con gritos de dolor y hace asomar lágrimas a sus ojos.

Los cuidados y las preocupaciones han sido en todo tiempo destino de la mujer; pero nunca ha sido su vida más desgraciada, más desesperada que en estos tiempos bajo el régimen capitalista, precisamente cuando la industria atraviesa por periodo de máxima expansión.

Los trabajadores aprenden a existir sin vida familiar

Cuanto más se extiende el trabajo asalariado de la mujer, más progresa la descomposición de la familia. ¡Qué vida familiar puede haber donde el hombre y la mujer trabajan en la fábrica, en secciones diferentes, si la mujer no dispone siquiera del tiempo necesario para guisar una comida medianamente buena para sus hijos! ¡Qué vida familiar puede ser la de una familia en la que el padre y la madre pasan fuera de casa la mayor parte de las veinticuatro horas del día, entregados a un duro trabajo, que les impide dedicar unos cuantos minutos a sus hijos!

En épocas anteriores, era completamente diferente. La madre, el ama de casa, permanecía en el hogar, se ocupaba de las tareas domésticas y de sus hijos, a los cuales no dejaba de observar, siempre vigilante.

Hoy día, desde las primeras horas de la mañana hasta que suena la sirena de la fábrica, la mujer trabajadora corre apresurada para llegar a su trabajo; por la noche, de nuevo, al sonar la sirena, vuelve precipitadamente a casa para preparar la sopa y hacer los quehaceres domésticos indispensables. A la mañana siguiente, después de breves horas de sueño, comienza otra vez para la mujer su pesada carga. No puede, pues, sorprendernos, por tanto, el hecho de que, debido a estas condiciones de vida, se deshagan los lazos familiares y la familia se disuelva cada día más. Poco a poco va desapareciendo todo aquello que convertía a la familia en un todo sólido, todo aquello que constituía sus seguros cimientos, la familia es cada vez menos necesaria a sus propios miembros y al Estado. Las viejas formas familiares se convierten en un obstáculo.

¿En qué consistía la fuerza de la familia en los tiempos pasados? En primer lugar, en el hecho de que era el marido, el padre, el que mantenía a la familia; en segundo lugar, el hogar era algo igualmente necesario a todos los miembros de la familia, y en tercer y último lugar, porque los hijos eran educados por los padres.

¿Qué es lo que queda actualmente de todo esto? El marido, como hemos visto, ha dejado de ser el sostén único de la familia. La mujer, que va a trabajar, se ha convertido, a este respecto, en igual a su marido. Ha aprendido no sólo a ganarse la vida, sino también, con gran frecuencia, a ganar la de sus hijos y su marido. Queda todavía, sin embargo, la función de la familia de criar y mantener a los hijos mientras son pequeños. Veamos ahora, en realidad, lo que subsiste de esta obligación.

El trabajo casero no es ya una necesidad

Hubo un tiempo en que la mujer de la clase pobre, tanto en la ciudad como en el campo, pasaba su vida entera en el seno de la familia. La mujer no sabía nada de lo que ocurría más allá del umbral de su casa y es casi seguro que tampoco deseaba saberlo. En compensación, tenía dentro de su casa las más variadas ocupaciones, todas útiles y necesarias, no sólo para la vida de la familia en sí, sino también para la de todo el Estado.

La mujer hacía, es cierto, todo lo que hoy hace cualquier mujer obrera o campesina. Guisaba, lavaba, limpiaba la casa y repasaba la ropa de la familia. Pero no hacía esto sólo. Tenía sobre sí, además, una serie de obligaciones que no tienen ya las mujeres de nuestro tiempo: hilaba la lana y el lino; tejía las telas y los adornos, las medias y los calcetines; hacía encajes y se dedicaba, en la medida de las posibilidades familiares, a las tareas de la conservación de carnes y demás alimentos; destilaba las bebidas de la familia, e incluso moldeaba las velas para la casa.

¡Cuán diversas eran las tareas de la mujer en los tiempos pasados! Así pasaron la vida nuestras madres y abuelas. Aún en nuestros días, allá en remotas aldeas, en pleno campo, en contacto con las líneas del tren o lejos de los grandes ríos, se pueden encontrar pequeños núcleos donde se conserva todavía, sin modificación alguna, este modo de vida de los buenos tiempos del pasado, en la que el ama de casa realizaba una serie de trabajos de los que no tiene noción la mujer trabajadora de las grandes ciudades o de las regiones de gran población industrial, desde hace mucho tiempo.

El trabajo industrial de la mujer en el hogar

En los tiempos de nuestras abuelas eran absolutamente necesarios y útiles todos los trabajos domésticos de la mujer, de los que dependía el bienestar de la familia. Cuanto más se dedicaba la mujer de su casa a estas tareas, tanto mejor era la vida en el hogar, más orden y abundancia se reflejaban en la casa. Hasta el propio Estado podía beneficiarse un tanto de las actividades de la mujer como ama de casa. Porque, en realidad, la mujer de otros tiempos no se limitaba a preparar purés para ella o su familia, sino que sus manos producían muchos otros productos de riqueza, tales como telas, hilo, mantequilla, etc., cosas que podían llevarse al mercado y ser consideradas como mercancías, como cosas de valor.

Es cierto que en los tiempos de nuestras abuelas y bisabuelas el trabajo no era evaluado en dinero. Pero no había ningún hombre, fuera campesino u obrero, que no buscase como compañera una mujer con “manos de oro”, frase todavía proverbial entre el pueblo.

Porque sólo los recursos del hombre, sin el trabajo doméstico de la mujer, no hubieran bastado para mantener el hogar.

En lo que se refiere a los bienes del Estado, a los intereses de la nación, coincidían con los del marido; cuanto más trabajadora resultaba la mujer en el seno de su familia, tantos más productos de todas clases producía: telas, cueros, lana, cuyo sobrante podía ser vendido en el mercado de las cercanías; consecuentemente, la “mujer de su casa” contribuía a aumentar en su conjunto la prosperidad económica del país.

La mujer casada y la fábrica

El capitalismo ha modificado totalmente esta antigua manera de vida. Todo lo que antes se producía en el seno de la familia, se fabrica ahora en grandes cantidades en los talleres y en las fábricas. La máquina sustituyó a los ágiles dedos del ama de casa. ¿Qué mujer de su casa trabajaría hoy día en moldear velas, hilar o tejer tela? Todos estos productos pueden adquirirse en la tienda más próxima. Antes, todas las muchachas tenían que aprender a tejer sus medias; ¿es posible encontrar en nuestros tiempos una joven obrera que se haga las medias? En primer lugar, carece del tiempo necesario para ello. El tiempo es dinero y no hay nadie que quiera perderlo de una manera improductiva, es decir, sin obtener ningún provecho. Actualmente, toda mujer de su casa, que es a la vez una obrera, prefiere comprar las medias hechas que perder tiempo haciéndolas.

Pocas mujeres trabajadoras, y sólo en casos aislados, podemos encontrar hoy día que preparen las conservas para la familia, cuando la realidad es que en la tienda de comestibles de al lado de su casa puede comprarlas perfectamente preparadas. Aun en el caso de que el producto vendido en la tienda sea de una calidad inferior, o que no sea tan bueno como el que pueda hacer una ama de casa ahorrativa en su hogar, la mujer trabajadora no tiene ni tiempo ni energías para dedicarse a todas las laboriosas operaciones que requiere un trabajo de esta clase.

La realidad, pues, es que la familia contemporánea se independiza cada vez más de todos aquellos trabajos domésticos sin cuya preocupación no hubieran podido concebir la vida familiar nuestras abuelas.

Lo que se producía anteriormente en el seno de la familia se produce actualmente con el trabajo común de hombres y mujeres trabajadoras en las fábricas y talleres.

Los quehaceres individuales están llamados a desaparecer

La familia actualmente consume sin producir. Las tareas esenciales del ama de casa han quedado reducidas a cuatro: limpieza (suelos, muebles, calefacción, etc.); cocina (preparación de comida y cena); lavado y cuidado de la ropa blanca, y vestidos de la familia (remendado y repaso de la ropa).

Estos son trabajos agotadores. Consumen todas las energías y todo el tiempo de la mujer trabajadora, que, además, tiene que trabajar en una fábrica.

Ciertamente que los quehaceres de nuestras abuelas comprendían muchas más operaciones, pero, sin embargo, estaban dotados de una cualidad de la que carecen los trabajos domésticos de la mujer obrera de nuestros días; éstos han perdido su cualidad de trabajos útiles al Estado desde el punto de vista de la economía nacional, porque son trabajos con los que no se crean nuevos valores. Con ellos no se contribuye a la prosperidad del país.

Es en vano que la mujer trabajadora se pase el día desde la mañana hasta la noche limpiando su casa, lavando y planchando la ropa, consumiendo sus energías para conservar sus gastadas ropas en orden, matándose para preparar con sus modestos recursos la mejor comida posible, porque cuando termine el día no quedará, a pesar de sus esfuerzos, un resultado material de todo su trabajo diario; con sus manos infatigables no habrá creado en todo el día nada que pueda ser considerado como una mercancía en el mercado comercial. Mil años que viviera todo seguiría igual para la mujer trabajadora. Todas las mañanas habría que quitar polvo de la cómoda; el marido vendría con ganas de cenar por la noche y sus chiquitines volverían siempre a casa con los zapatos llenos de barro… El trabajo del ama de casa reporta cada día menos utilidad, es cada vez más improductivo.

La aurora del trabajo casero colectivo

Los trabajos caseros en forma individual han comenzado a desaparecer y de día en día van siendo sustituidos por el trabajo casero colectivo, y llegará un día, más pronto o más tarde, en que la mujer trabajadora no tendrá que ocuparse de su propio hogar.

En la Sociedad Comunista del mañana, estos trabajos serán realizados por una categoría especial de mujeres trabajadoras dedicadas únicamente a estas ocupaciones.

Las mujeres de los ricos, hace ya mucho tiempo que viven libres de estas desagradables y fatigosas tareas. ¿Por qué tiene la mujer trabajadora que continuar con esta pesada carga?

En la Rusia Soviética, la vida de la mujer trabajadora debe estar rodeada de las mismas comodidades, la misma limpieza, la misma higiene, la misma belleza, que hasta ahora constituía el ambiente de las mujeres pertenecientes a las clases adineradas. En una Sociedad Comunista la mujer trabajadora no tendrá que pasar sus escasas horas de descanso en la cocina, porque en la Sociedad Comunista existirán restaurantes públicos y cocinas centrales en los que podrá ir a comer todo el mundo.

Estos establecimientos han ido en aumento en todos los países, incluso dentro del régimen capitalista. En realidad, se puede decir que desde hace medio siglo aumentan de día en día en todas las ciudades de Europa; crecen como las setas después de la lluvia otoñal. Pero mientras en un sistema capitalista sólo gentes con bolsas bien repletas pueden permitirse el gusto de comer en los restaurantes, en una ciudad comunista estarán al alcance de todo el mundo.

Lo mismo se puede decir del lavado de la ropa y demás trabajos caseros. La mujer trabajadora no tendrá que ahogarse en un océano de porquería ni estropearse la vista remendando y cosiendo la ropa por las noches. No tendrá más que llevarla cada semana a los lavaderos centrales para ir a buscarla después lavada y planchada. De este modo tendrá la mujer trabajadora una preocupación menos.

La organización de talleres especiales para repasar y remendar la ropa ofrecerá a la mujer trabajadora la oportunidad de dedicarse por las noches a lecturas instructivas, a distracciones saludables, en vez de pasarlas como hasta ahora en tareas agotadoras.

Por tanto, vemos que las cuatro últimas tareas domésticas que todavía pesan sobre la mujer de nuestros tiempos desaparecerán con el triunfo del régimen comunista.

No tendrá de qué quejarse la mujer obrera, porque la Sociedad Comunista habrá terminado con el yugo doméstico de la mujer para hacer su vida más alegre, más rica, más libre y más completa.

La crianza de los hijos en el régimen capitalista

¿Qué quedará de la familia cuando hayan desaparecido todos estos quehaceres del trabajo casero individual? Todavía tendremos que luchar con el problema de los hijos. Pero en lo que se refiere a esta cuestión, el Estado de los Trabajadores acudirá en auxilio de la familia, sustituyéndola; gradualmente, la Sociedad se hará cargo de todas aquellas obligaciones que antes recaían sobre los padres.

Bajo el régimen capitalista la instrucción del niño ha cesado de ser una obligación de los padres. El niño aprende en la escuela. En cuanto el niño entra en la edad escolar, los padres respiran más libremente. Cuando llega este momento, el desarrollo intelectual del hijo deja de ser un asunto de su incumbencia.

Sin embargo, con ello no terminaban todas las obligaciones de la familia con respecto al niño. Todavía subsistía la obligación de alimentar al niño, de calzarle, vestirle, convertirlo en obrero diestro y honesto para que, con el tiempo, pudiera bastarse a sí propio y ayudar a sus padres cuando éstos llegaran a viejos.

Pero lo más corriente era, sin embargo, que la familia obrera no pudiera casi nunca cumplir enteramente estas obligaciones con respecto a sus hijos. El reducido salario de que depende la familia obrera no le permite ni tan siquiera dar a sus hijos lo suficiente para comer, mientras que el excesivo trabajo que pesa sobre los padres les impide dedicar a la educación de la joven generación toda la atención a que obliga este deber. Se daba por sentado que la familia se ocupaba de la crianza de los hijos. ¿Pero lo hacía en realidad? Más justo sería decir que es en la calle donde se crían los hijos de los proletarios. Los niños de la clase trabajadora desconocen las satisfacciones de la vida familiar, placeres de los cuales participamos todavía nosotros con nuestros padres.

Pero, además, hay que tener en cuenta que lo reducido de los jornales, la inseguridad en el trabajo y hasta el hambre convierten frecuentemente al niño de diez años de la clase trabajadora en un obrero independiente a su vez. Desde este momento, tan pronto como el hijo (lo mismo si es chico o chica) comienza a ganar un jornal, se considera a sí mismo dueño de su persona, hasta tal punto que las palabras y los consejos de sus padres dejan de causarle la menor impresión, es decir, que se debilita la autoridad de los padres y termina la obediencia.

A medida que van desapareciendo uno a uno los trabajos domésticos de la familia, todas las obligaciones de sostén y crianza de los hijos son desempeñadas por la sociedad en lugar de por los padres. Bajo el sistema capitalista, los hijos eran con demasiada frecuencia, en la familia proletaria, una carga pesada e insostenible.

El niño y el Estado comunista

En este aspecto también acudirá la Sociedad Comunista en auxilio de los padres. En la Rusia Soviética se han emprendido, merced a los Comisariados de Educación Pública y Bienestar Social, grandes adelantos. Se puede decir que en este aspecto se han hecho ya muchas cosas para facilitar la tarea de la familia de criar y mantener a los hijos.

Existen ya casas para los niños lactantes, guardería infantiles, jardines de la infancia, colonias y hogares para niños, enfermerías y sanatorios para los enfermos o delicados, restaurantes, comedores gratuitos para los discípulos en escuelas, libros de estudio gratuitos, ropas de abrigo y calzado para los niños de los establecimientos de enseñanza. ¿Todo esto no demuestra suficientemente que el niño sale ya del marco estrecho de la familia, pasando la carga de su crianza y educación de los padres a la colectividad?

Los cuidados de los padres con respecto a los hijos pueden clasificarse en tres grupos: 1º, cuidados que los niños requieren imprescindiblemente en los primeros tiempos de su vida; 2º, los cuidados que supone la crianza del niño, y 3º, los cuidados que necesita la educación del niño.

Lo que se refiere a la instrucción de los niños, en escuelas primarias, institutos y universidades, se ha convertido ya en una obligación del Estado, incluso en la sociedad capitalista.

Por otra parte, las ocupaciones de la clase trabajadora, las condiciones de vida, obligaban, incluso en la sociedad capitalista, a la creación de lugares de juego, guarderías, asilos, etc. Cuanta más conciencia tenga la clase trabajadora de sus derechos, cuanto mejor estén organizados en cualquier Estado específico, tanto más interés tendrá la sociedad en el problema de aliviar a la familia del cuidado de los hijos.

Pero la sociedad burguesa tiene medio de ir demasiado lejos en lo que respecta a considerar los intereses de la clase trabajadora, y mucho más si contribuye de este modo a la desintegración de la familia.

Los capitalistas se dan perfecta cuenta de que el viejo tipo de familia, en la que la esposa es una esclava y el hombre es responsable del sostén y bienestar de la familia, de que una familia de esta clase es la mejor arma para ahogar los esfuerzos del proletariado hacia su libertad, para debilitar el espíritu revolucionario del hombre y de la mujer proletarios. La preocupación por lo que le pueda pasar a su familia, priva al obrero de toda su firmeza, le obliga a transigir con el capital. ¿Qué no harán los padres proletarios cuando sus hijos tienen hambre?

Contrariamente a lo que sucede en la sociedad capitalista, que no ha sido capaz de transformar la educación de la juventud en una verdadera función social, en una obra del Estado, la Sociedad Comunista considerará como base real de sus leyes y costumbres, como la primera piedra del nuevo edificio, la educación social de la generación naciente.

No será la familia del pasado, mezquina y estrecha, con riñas entre los padres, con sus intereses exclusivistas para sus hijos, la que moldeará el hombre de la sociedad del mañana.

El hombre nuevo, de nuestra nueva sociedad, será moldeado por las organizaciones socialistas, jardines infantiles, residencias, guarderías de niños, etc., y muchas otras instituciones de este tipo, en las que el niño pasará la mayor parte del día y en las que educadores inteligentes le convertirán en un comunista consciente de la magnitud de esta inviolable divisa: solidaridad, camaradería, ayuda mutua y devoción a la vida colectiva.

La subsistencia de la madre asegurada

Veamos ahora, una vez que no se precisa atender a la crianza y educación de los hijos, qué es lo que quedará de las obligaciones de la familia con respecto a sus hijos, particularmente después que haya sido aliviada de la mayor parte de los cuidados materiales que llevan consigo el nacimiento de un hijo, o sea, a excepción de los cuidados que requiere el niño recién nacido cuando todavía necesita de la atención de su madre, mientras aprende a andar, agarrándose a las faldas de su madre. En esto también el Estado Comunista acude presuroso en auxilio de la madre trabajadora. Ya no existirá la madre agobiada con un chiquillo en brazos. El Estado de los Trabajadores se encargará de la obligación de asegurar la subsistencia a todas las madres, estén o no legítimamente casadas, en tanto que amamanten a su hijo; instalará por doquier casas de maternidad, organizará en todas las ciudades y en todos los pueblos guarderías e instituciones semejantes para que la mujer pueda ser útil trabajando para el Estado mientras, al mismo tiempo, cumple sus funciones de madre.

El matrimonio dejará de ser una cadena

Las madres obreras no tienen por qué alarmarse. La Sociedad Comunista no pretende separar a los hijos de los padres, ni arrancar al recién nacido del pecho de su madre. No abriga la menor intención de recurrir a la violencia para destruir la familia como tal. Nada de eso. Estas no son las aspiraciones de la Sociedad Comunista.

¿Qué es lo que presenciamos hoy? Pues que se rompen los lazos de la gastada familia. Esta, gradualmente, se va libertando de todos los trabajos domésticos que anteriormente eran otros tantos pilares que sostenían la familia como un todo social. ¿Los cuidados de la limpieza, etc., de la casa? También parece que han demostrado su inutilidad. ¿Los hijos? Los padres proletarios no pueden ya atender a su cuidado; no se pueden asegurar ni su subsistencia ni su educación.

Estas es la situación real cuyas consecuencias sufren por igual los padres y los hijos.

Por tanto, la Sociedad Comunista se acercará al hombre y a la mujer proletarios para decirles: “Sois jóvenes y os amáis”. Todo el mundo tiene derecho a la felicidad. Por eso debéis vivir vuestra vida. No tengáis miedo al matrimonio, aun cuando el matrimonio no fuera más que una cadena para el hombre y la mujer de la clase trabajadora en la sociedad capitalista. Y, sobre todo, no temáis, siendo jóvenes y saludables, dar a vuestro país nuevos obreros, nuevos ciudadanos niños. La sociedad de los trabajadores necesita de nuevas fuerzas de trabajo; saluda la llegada de cada recién venido al mundo. Tampoco temáis por el futuro de vuestro hijo; vuestro hijo no conocerá el hambre, ni el frío. No será desgraciado, ni quedará abandonado a su suerte como sucedía en la sociedad capitalista. Tan pronto como el nuevo ser llegue al mundo, el Estado de la clase Trabajadora, la Sociedad Comunista, asegurará el hijo y a la madre una ración para su subsistencia y cuidados solícitos. La Patria comunista alimentará, criará y educará al niño. Pero esta patria no intentará, en modo alguno, arrancar al hijo de los padres que quieran participar en la educación de sus pequeñuelos. La Sociedad Comunista tomará a su cargo todas las obligaciones de la educación del niño, pero nunca despojará de las alegrías paternales, de las satisfacciones maternales a aquellos que sean capaces de apreciar y comprender estas alegrías. ¿Se puede, pues, llamar a esto destrucción de la familia por la violencia o separación a la fuerza de la madre y el hijo?

La familia como unión de afectos y camaradería

Hay algo que no se puede negar, y es el hecho de que ha llegado su hora al viejo tipo de familia. No tiene de ello la culpa el comunismo: es el resultado del cambio experimentado por la condiciones de vida. La familia ha dejado de ser una necesidad para el Estado como ocurría en el pasado.

Todo lo contrario, resulta algo peor que inútil, puesto que sin necesidad impide que las mujeres de la clase trabajadora puedan realizar un trabajo mucho más productivo y mucho más importante. Tampoco es ya necesaria la familia a los miembros de ella, puesto que la tarea de criar a los hijos, que antes le pertenecía por completo, pasa cada vez más a manos de la colectividad.

Sobre las ruinas de la vieja vida familiar, veremos pronto resurgir una nueva forma de familia que supondrá relaciones completamente diferentes entre el hombre y la mujer, basadas en una unión de afectos y camaradería, en una unión de dos personas iguales en la Sociedad Comunista, las dos libres, las dos independientes, las dos obreras. ¡No más “servidumbre” doméstica para la mujer! ¡No más desigualdad en el seno mismo de la familia! ¡No más temor por parte de la mujer de quedarse sin sostén y ayuda si el marido la abandona!

La mujer, en la Sociedad Comunista, no dependerá de su marido, sino que sus robustos brazos serán los que la proporcionen el sustento. Se acabará con la incertidumbre sobre la suerte que puedan correr los hijos. El Estado comunista asumirá todas estas responsabilidades. El matrimonio quedará purificado de todos sus elementos materiales, de todos los cálculos de dinero que constituyen la repugnante mancha de la vida familiar de nuestro tiempo. El matrimonio se transformará desde ahora en adelante en la unión sublime de dos almas que se aman, que se profesen fe mutua; una unión de este tipo promete a todo obrero, a toda obrera, la más completa felicidad, el máximo de la satisfacción que les puede caber a criaturas conscientes de sí mismas y de la vida que les rodea.

Esta unión libre, fuerte en el sentimiento de camaradería en que está inspirada, en vez de la esclavitud conyugal del pasado, es lo que la sociedad comunista del mañana ofrecerá a hombres y mujeres.

Una vez se hayan transformado las condiciones de trabajo, una vez haya aumentado la seguridad material de la mujer trabajadora; una vez haya desaparecido el matrimonio tal y como lo consagraba la Iglesia —esto es, el llamado matrimonio indisoluble, que no era en el fondo más que un mero fraude—, una vez este matrimonio sea sustituido por la unión libre y honesta de hombres y mujeres que se aman y son camaradas, habrá comenzado a desaparecer otro vergonzoso azote, otra calamidad horrorosa que mancilla a la humanidad y cuyo peso recae por entero sobre el hambre de la mujer trabajadora: la prostitución.

Se acabará para siempre la prostitución

Esta vergüenza se la debemos al sistema económico hoy en vigor, a la existencia de la propiedad privada. Una vez haya desaparecido la propiedad privada, desaparecerá automáticamente el comercio de la mujer.

Por tanto, la mujer de la clase trabajadora debe dejar de preocuparse porque esté llamada a desaparecer la familia tal y conforme está constituida en la actualidad. Sería mucho mejor que saludaran con alegría la aurora de una nueva sociedad, que liberará a la mujer de la servidumbre doméstica, que aliviará la carga de la maternidad para la mujer, una sociedad en la que, finalmente, veremos desaparecer la más terrible de las maldiciones que pesan sobre la mujer: la prostitución.

La mujer, a la que invitamos a que luche por la gran causa de la liberación de los trabajadores, tiene que saber que en el nuevo Estado no habrá motivo alguno para separaciones mezquinas, como ocurre ahora.

“Estos son mis hijos. Ellos son los únicos a quienes debo toda mi atención maternal, todo mi afecto; ésos son hijos tuyos; son los hijos del vecino. No tengo nada que ver con ellos. Tengo bastante con los míos propios”.

Desde ahora, la madre obrera que tenga plena conciencia de su función social, se elevará a tal extremo que llegará a no establecer diferencias entre “los tuyos y los míos”; tendrá que recordar siempre que desde ahora no habrá más que “nuestros” hijos, los del Estado Comunista, posesión común de todos los trabajadores.

La igualdad social del hombre y la mujer

El Estado de los Trabajadores tiene necesidad de una nueva forma de relación entre los sexos. El cariño estrecho y exclusivista de la madre por sus hijos tiene que ampliarse hasta dar cabida a todos los nuños de la gran familia proletaria.

En vez del matrimonio indisoluble, basado en la servidumbre de la mujer, veremos nacer la unión libre fortificada por el amor y el respeto mutuo de dos miembros del Estado Obrero, iguales en sus derechos y en sus obligaciones.

En vez de la familia de tipo individual y egoísta, se levantará una gran familia universal de trabajadores, en la cual todos los trabajadores, hombres y mujeres, serán ante todo obreros y camaradas. Estas serán las relaciones entre hombres y mujeres en la Sociedad Comunista de mañana. Estas nuevas relaciones asegurarán a la humanidad todos los goces del llamado amor libre, ennoblecido por una verdadera igualdad social entre compañeros, goces que son desconocidos en la sociedad comercial del régimen capitalista.

¡Abrid paso a la existencia de una infancia robusta y sana; abrid paso a una juventud vigorosa que ame la vida con todas sus alegrías, una juventud libre en sus sentimientos y en sus afectos!

Esta es la consigna de la Sociedad Comunista. En nombre de la igualdad, de la libertad y del amor, hacemos un llamamiento a todas las mujeres trabajadoras, a todos los hombres trabajadores, mujeres campesinas y campesinos para que resueltamente y llenos de fe se entreguen al trabajo de reconstrucción de la sociedad humana para hacerla más perfecta, más justa y más capaz de asegurar al individuo la felicidad a que tiene derecho.

La bandera roja de la revolución social que ondeará después de Rusia en otros países del mundo proclama que no está lejos el momento en el que podamos gozar del cielo en la tierra, a lo que la humanidad aspira desde hace siglos.


Para leer más

Clarà, Laia, “Alexandra Kollontai: vida y obra de una revolucionaria”, periódico En Lucha, septiembre 2003.
http://www.enlucha.org/periodico/En_Lucha_098/98_11.pdf
Gutiérrez-Alvarez, Pepe, Las subversivas. Revolucionarias en los tiempos del movimiento obrero clásico. Editorial Hacer, Barcelona, 1986. Disponible en la web de Espai Marx. Enlace corto: http://bit.ly/hkeI8n
Miguel Álvarez, Ana de, Marxismo y feminismo en Alejandra Kollontai, Madrid, Ediciones del Orto, Madrid, 1996.
Kollontai, Alexandra, El amor de las abejas obreras, Alba Editorial, Barcelona, 2008.
Kollontai, Alexandra, La bolchevique enamorada, Txalaparta, 2008.
Kollontai, Alexandra, Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada, Editorial Anagrama, Barcelona, 1980.
Kollontai, Alejandra, La mujer nueva y la moral sexual, Editorial Ayuso, Madrid, 1976.
Kollontai, Alexandra, Marxismo y revolución sexual, Miguel Castellote Ed., Madrid, 1976.
Rosenberg, Chanie, Alexandra Kollontai on Women´s Liberation, Bookmarks Publications, London, 1998.

Este folleto recoge varios escritos de Alexandra Kollontai de las siguientes procedencias:
  • Extracto de Los fundamentos sociales de la cuestión femenina (1907): versión traducida por María Teresa García Banús en 1931, y revisada por Tamara Ruiz en 2011.
  • Las relaciones sexuales y la lucha de clases (1911): traducción de Tamara Ruiz en 2011 a partir de la versión inglesa de Alix Holt de 1977.
  • El comunismo y la familia (1918): versión en castellano publicada por primera vez en Editorial Marxista, Barcelona, en 1937. Revisada por Tamara Ruiz en 2011.
Primera edición de este folleto publicada por el grupo En lucha: marzo de 2011.






PUNTO Y APARTE

















































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