Alexandra Kollontai: Los
fundamentos sociales de la cuestión femenina y otros escritos
Por : Tamara Ruiz
Alexandra Kollontai fue una de
las figuras más destacadas del movimiento revolucionario ruso. Supo aunar, como
pocas personas, la lucha por el socialismo y por la liberación de las mujeres.
La lectura de los textos que se
incluyen en este folleto es fundamental para todas aquellas personas
interesadas en la lucha por la emancipación real de las mujeres. Gran parte de
sus análisis se aplica perfectamente hoy en día.
Kollontai pensaba que la
liberación de las mujeres no vendría de la lucha heroica individual, tal y como
defendían las feministas burguesas, sino que ésta sólo sería posible a través
de la lucha conjunta de hombres y mujeres para conseguir el socialismo. A
través de esta lucha conjunta de la clase trabajadora no sólo se conseguirían
avances para las mujeres, sino que se acercarían más a su emancipación total a
través de la revolución socialista.
Introducción
Alexandra Kollontai fue una de
las figuras más destacadas del movimiento revolucionario ruso, y una de los
máximos exponentes de la lucha por la liberación de las mujeres, incluida la
liberación sexual.
Nació en San Petersburgo en 1872
en el seno de una familia aristocrática aunque de ideas progresistas, y ya de
joven comenzó a interesarse por los problemas políticos y sociales. En 1896
entra en contacto con los círculos de propaganda marxista de la ciudad y
comienza a colaborar en las huelgas de las obreras del sector textil.
Tras participar activamente en el
movimiento obrero ruso, y después de publicar el folleto Finlandia y el
socialismo en el que anima a los soldados a sublevarse, las autoridades rusas
ordenan su detención en 1908, por lo que debe salir del país. Desde entonces
permanecerá nueve años en el exilio, durante los cuales se consolidará como una
figura notable del socialismo ruso, colaborando con el Partido Socialdemócrata
Alemán y viajando a numerosos países de Europa y a EEUU, donde intervendrá en
numerosas conferencias.
En 1915, coincidiendo con su
intensa actividad de propaganda antibelicista, se produce su acercamiento
definitivo al partido bolchevique, al coincidir el análisis que realiza de las
causas económicas de la guerra y sus implicaciones políticas con los
planteamientos bolcheviques.
También es durante estos años
cuando redacta la mayor parte de sus principales escritos sobre las condiciones
de vida de las trabajadoras y la relación entre la emancipación de la mujer y
la lucha por el socialismo.
Una de las cuestiones sobre las
que Kollontai insistió más firmemente, y a la que le dedicó gran parte de su
actividad como revolucionaria, fue la de que las mujeres trabajadoras se
organizaran en base a su posición de clase, tanto en sindicatos como en
organizaciones socialistas.
A pesar de que admitía que había
una serie de demandas comunes a todas las mujeres, consideraba muy importante
diferenciar cuáles eran los intereses específicos de las mujeres de clase
trabajadora, de forma que rechazaba cualquier alianza entre éstas y las
feministas burguesas, para quienes el enemigo común a abatir era el hombre.
Según ella serían precisamente los intereses de clase los que llevarían a las
mujeres burguesas a distanciarse cada vez más de las mujeres de clase
trabajadora una vez que hubieran conseguido la igualdad de derechos con los
hombres, con el fin de mantener su posición privilegiada como clase.
Pensaba que la liberación de las
mujeres no vendría de lucha heroica individual de las mujeres como defendían
las feministas burguesas, sino que ésta sólo sería posible a través de la lucha
conjunta de hombres y mujeres por el socialismo. A través de esta lucha
conjunta de la clase trabajadora no sólo se conseguirían avances para las
mujeres, sino que se acercarían más a su emancipación total a través de la
revolución socialista.
Todos estos argumentos, que
desarrolla ampliamente en el libro Los fundamentos sociales de la cuestión femenina,
escrito en 1907, siguen plenamente vigentes hoy día, y han formado parte de
algunos de los más encendidos debates que se han dado en el seno del movimiento
feminista en numerosas ocasiones.
Kollontai fue más lejos aún en lo
que se refiere a la lucha por la liberación de las mujeres. Según ella, con
eliminar las bases materiales que perpetuaban la opresión de las mujeres no era
suficiente, sino que consideraba que era necesaria también una auténtica
revolución en el ámbito de las relaciones sexuales. Pensaba que debían
establecerse unas nuevas relaciones personales basadas en el compañerismo y en
la igualdad entre los sexos, en la solidaridad fraternal de la clase
trabajadora.
En el libro Las relaciones
sexuales y la lucha de clases, que escribió en 1911, desarrolla esta idea y
habla acerca de las nuevas formas de relaciones que están surgiendo entre la
clase trabajadora, y de la crisis sexual que existe en el capitalismo y que
según ella afecta a toda la sociedad. La crisis sexual de la que ella hablaba
hace un siglo puede decirse que hoy no sólo no ha desaparecido, sino que se ha
profundizado. Al igual que ocurre con otras facetas de la vida como el arte o
la cultura, gran parte de las relaciones personales están también mediadas y
condicionadas por el tipo de sociedad que genera el capitalismo. El hecho de
que aun hoy siga existiendo la prostitución, los abusos sexuales, etc., son un
síntoma más de la existencia de esta crisis sexual de la que ella habla.
En ese texto analiza cuáles son
las causas que originan esta crisis sexual y cómo ésta se agrava debido a
factores como el egoísmo, el sentimiento de posesividad hacia la pareja, o la
subordinación de un sexo sobre el otro.
El problema de las relaciones
personales y la sexualidad suele adquirir una gran centralidad durante las
revoluciones, debido a la importancia que tienen junto con otros aspectos de la
liberación humana, y debido a la distorsión que sufren bajo la sociedad de
clases. Como ya apuntó Engels en el siglo XIX “es un hecho curioso que con cada
gran movimiento revolucionario la cuestión del amor libre pase a un primer
plano”.
Los derechos que consiguieron las
mujeres rusas tras la revolución de octubre de 1917 supusieron un gran avance:
se estableció el derecho al voto femenino, el aborto libre y gratuito, se
simplificó el trámite de divorcio, se eliminó la distinción entre hijos
legítimos e ilegítimos, etc. Aunque la igualdad real aun no se había
conseguido.
Con el objetivo de difundir las
nuevas ideas y costumbres se impulsó desde el partido la creación de comisiones
de agitación y propaganda entre las trabajadoras, que luego daría lugar a la
formación del Zhenotdel o Departamento de Mujeres del Partido Bolchevique, que
Kollontai dirigió entre 1920 y 1921. Fue en esa época, en 1920, cuando se
publica por primera vez en Kommunistika (1) el texto El comunismo
y la familia, que recoge un discurso que dio durante el Congreso de Mujeres
Trabajadoras y Campesinas en Moscú en 1918. En él describe los cambios que ha
experimentado la sociedad, y habla acerca de las mujeres trabajadoras y la
nueva moralidad, el matrimonio, la familia, la prostitución, etc.
Tras la derrota que sufre en 1921
la corriente izquierdista Oposición Obrera o Comunistas de Izquierda, a la que
se había unido para criticar el proceso creciente de burocratización que se
estaba desarrollado en el Estado soviético, no volvería a criticar abiertamente
lo que estaba sucediendo. A pesar de que los elementos de corrupción que
denunciaba siguieron aumentando y de que gran parte de las conquistas que se
habían conseguido se perdieron durante la contrarrevolución estalinista,
Kollontai entró a formar parte del cuerpo diplomático de la URSS y no continuó
desarrollando una actividad como opositora. Puede decirse que fue la única
miembro del Comité Central, y una de los pocos líderes bolcheviques que se
salvó de las purgas de Stalin, muriendo por causas naturales en Moscú, en 1954,
tras haber pasado una larga etapa como diplomática en el extranjero.
Sin embargo, y a pesar de que no
volviera a ejercer una oposición activa a lo que estaba sucediendo en la Rusia
soviética, sí puede verse una crítica a la NEP(2) y a las
nefastas consecuencias de su aplicación en los relatos que escribió en 1923, y
que forman parte del libro “El amor de las abejas obreras”.
En estos relatos, que escribió
estando ya en el exilio como diplomática, hace una magnífica descripción de
algunos de los cambios que estaba experimentando la sociedad rusa durante los
primeros años veinte, con la aparición de nuevas figuras sociales como los
népmani (3), y del retroceso ideológico y social que fue acompañando a
muchos de estos cambios.
Notas de la introducción
1. Kommunistka o Mujer Comunista
era el periódico mensual del Zhenotdel, que publicaba artículos sobre los
grandes aspectos teóricos y prácticos de la cuestión de la mujer, y llegó a
tener una tirada de 30.000 ejemplares.
2. La NEP o Nueva Política Económica, que fue decretada en Rusia en 1921, sustituyó a la política del “comunismo de guerra”, y consistía en una cantidad específica de productos agrícolas o materias primas que los granjeros debían dar al gobierno. Esta política supuso la introducción parcial de la propiedad privada, principalmente en la agricultura.
3. Los népmani o hombres de la NEP eran los miembros de la nueva clase comerciante de empresarios que habían emergido como consecuencia de la aplicación de la NEP.
1. Extractos de Los
fundamentos sociales de la cuestión femenina
Dejando a los estudiosos
burgueses absortos en el debate de la cuestión de la superioridad de un sexo
sobre el otro, o en el peso de los cerebros y en la comparación de la
estructura psicológica de hombres y mujeres, los seguidores del materialismo
histórico aceptan plenamente las particularidades naturales de cada sexo y
demandan sólo que cada persona, sea hombre o mujer, tenga una oportunidad real
para su más completa y libre autodeterminación, y la mayor capacidad para el
desarrollo y aplicación de todas sus aptitudes naturales. Los seguidores del
materialismo histórico rechazan la existencia de una cuestión de la mujer
específica separada de la cuestión social general de nuestros días. Tras la
subordinación de la mujer se esconden factores económicos específicos, las
características naturales han sido un factor secundario en este proceso. Sólo la
desaparición completa de estos factores, sólo la evolución de aquellas fuerzas
que en algún momento del pasado dieron lugar a la subordinación de la mujer,
serán
capaces de influir y de hacer que cambie la posición social que ocupa actualmente de forma fundamental. En otras palabras, las mujeres pueden llegar a ser verdaderamente libres e iguales sólo en un mundo organizado mediante nuevas líneas sociales y productivas.
Sin embargo, esto no significa
que la mejora parcial de la vida de la mujer dentro del marco del sistema
actual no sea posible. La solución radical de la cuestión de los trabajadores
sólo es posible con la completa reconstrucción de las relaciones productivas
modernas. Pero, ¿debe esto impedirnos trabajar por reformas que sirvan para
satisfacer los intereses más urgentes del proletariado? Por el contrario, cada
nuevo objetivo de la clase trabajadora representa un paso que conduce a la
humanidad hacia el reino de la libertad y la igualdad social: cada derecho que
gana la mujer le acerca a la meta fijada de su emancipación total…
La socialdemocracia fue la
primera en incluir en su programa la demanda de la igualdad de derechos de las
mujeres con los de los hombres. El partido demanda siempre y en todas partes,
en los discursos y en la prensa, la retirada de las limitaciones que afectan a
las mujeres, es sólo la influencia del partido lo que ha forzado a otros
partidos y gobiernos a llevar a cabo reformas en favor de las mujeres. Y, en
Rusia, este partido no es sólo el defensor de las mujeres en relación a su
posición teórica, sino que siempre y en todos lados se adhiere al principio de
igualdad de la mujer.
¿Qué impide a nuestras defensoras
de los “derechos de igualdad”, en este caso, aceptar el apoyo de este partido
fuerte y experimentado? El hecho es que por “radicales” que pudieran ser las
igualitaristas, siguen siendo fieles a su propia clase burguesa. Por el
momento, la libertad política es un requisito previo esencial para el
crecimiento y el poder de la burguesía rusa. Sin ella resultará que todo su
bienestar económico se ha construido sobre arena. La demanda de igualdad
política es una necesidad para las mujeres que surge de la vida en sí misma.
La consigna de “acceso a las
profesiones” ha dejado de ser suficiente, y sólo la participación directa en el
gobierno del país promete contribuir a mejorar la situación económica de la
mujer. De ahí el deseo apasionado de las mujeres de la mediana burguesía por
obtener el derecho al voto, y por lo tanto, su hostilidad hacia el sistema
burocrático moderno.
Sin embargo, en sus demandas de
igualdad política nuestras feministas son como sus hermanas extranjeras, los
amplios horizontes abiertos por el aprendizaje socialdemócrata permanecen
ajenos e incomprensibles para ellas. Las feministas buscan la igualdad en el
marco de la sociedad de clases existente, de ninguna manera atacan la base de
esta sociedad. Luchan por privilegios para ellas mismas, sin poner en
entredicho las prerrogativas y privilegios existentes. No acusamos a las
representantes del movimiento de mujeres burgués de no entender el asunto, su
visión de las cosas mana inevitablemente de su posición de clase…
La lucha por la independencia
económica
En primer lugar debemos
preguntarnos si un movimiento unitario sólo de mujeres es posible en una sociedad
basada en las contradicciones de clase. El hecho de que las mujeres que
participan en el movimiento de liberación no representan a una masa homogénea
es evidente para cualquier observador imparcial.
El mundo de las mujeres está
dividido —al igual que lo está el de los hombres— en dos bandos. Los intereses
y aspiraciones de un grupo de mujeres les acercan a la clase burguesa, mientras
que el otro grupo tiene estrechas conexiones con el proletariado, y sus
demandas de liberación abarcan una solución completa a la cuestión de la mujer.
Así, aunque ambos bandos siguen el lema general de la “liberación de la mujer”,
sus objetivos e intereses son diferentes. Cada uno de los grupos
inconscientemente parte de los intereses de su propia clase, lo que da un colorido
específico de clase a los objetivos y tareas que se fija para sí mismo…
A pesar de lo aparentemente
radical de las demandas de las feministas, uno no debe perder de vista el hecho
de que las feministas no pueden, en razón de su posición de clase, luchar por
aquella transformación fundamental de la estructura económica y social
contemporánea de la sociedad sin la cual la liberación de las mujeres no puede
completarse.
Si en determinadas circunstancias
las tareas a corto plazo de las mujeres de todas las clases coinciden los
objetivos finales de los dos bandos, que a largo plazo determinan la dirección
del movimiento y las estrategias a seguir, difieren mucho. Mientras que para
las feministas la consecución de la igualdad de derechos con los hombres en el
marco del mundo capitalista actual representa un fin lo suficientemente
concreto en sí mismo, la igualdad de derechos en el momento actual para las
mujeres proletarias, es sólo un medio para avanzar en la lucha contra la
esclavitud económica de la clase trabajadora. Las feministas ven a los hombres
como el principal enemigo, por los hombres que se han apropiado injustamente de
todos los derechos y privilegios para sí mismos, dejando a las mujeres
solamente cadenas y obligaciones. Para ellas, la victoria se gana cuando un
privilegio que antes disfrutaba exclusivamente el sexo masculino se concede al
“sexo débil”. Las mujeres trabajadoras tienen una postura diferente. Ellas no ven a los hombres como el enemigo y el opresor, por el contrario, piensan en
los hombres como sus compañeros, que comparten con ellas la monotonía de la
rutina diaria y luchan con ellas por un futuro mejor. La mujer y su compañero
masculino son esclavizados por las mismas condiciones sociales, las mismas
odiadas cadenas del capitalismo oprimen su voluntad y les privan de los
placeres y encantos de la vida. Es cierto que varios aspectos específicos del
sistema contemporáneo yacen con un doble peso sobre las mujeres, como también
es cierto que las condiciones de trabajo asalariado, a veces, convierten a las
mujeres trabajadoras en competidoras y rivales de los hombres. Pero en estas
situaciones desfavorables, la clase trabajadora sabe quién es el culpable…
La mujer trabajadora, no menos
que su hermano en la adversidad, odia a ese monstruo insaciable de fauces
doradas que, preocupado solamente en extraer toda la savia de sus víctimas y de
crecer a expensas de millones de vidas humanas, se abalanza con igual codicia
sobre hombres, mujeres y niños. Miles de hilos la acercan al hombre de clase
trabajadora. Las aspiraciones de la mujer burguesa, por otro lado, parecen
extrañas e incomprensibles. No simpatizan con el corazón del proletariado, no
prometen a la mujer proletaria ese futuro brillante hacia el que se tornan los
ojos de toda la humanidad explotada…
El objetivo final de las mujeres
proletarias no evita, por supuesto, el deseo que tienen de mejorar su situación
incluso dentro del marco del sistema burgués actual. Pero la realización de
estos deseos está constantemente dificultada por los obstáculos que derivan de
la naturaleza misma del capitalismo. Una mujer puede tener igualdad de derechos
y ser verdaderamente libre sólo en un mundo de trabajo socializado, de armonía
y justicia. Las feministas no están dispuestas a comprender esto y son incapaces
de hacerlo. Les parece que cuando la igualdad sea formalmente aceptada por la
letra de la ley serán capaces de conseguir un lugar cómodo para ellas en el
viejo mundo de la opresión, la esclavitud y la servidumbre, de las lágrimas y
las dificultades. Y esto es verdad hasta cierto punto. Para la mayoría de las
mujeres del proletariado, la igualdad de derechos con los hombres significaría
sólo una parte igual de la desigualdad, pero para las “pocas elegidas”, para
las mujeres burguesas, de hecho, abriría las puertas a derechos y privilegios
nuevos y sin precedentes que hasta ahora han sido sólo disfrutados por los
hombres de clase burguesa. Pero, cada nueva concesión que consiga la mujer
burguesa sería otra arma con la que explotar a su hermana menor y continuaría
aumentando la división entre las mujeres de los dos campos sociales opuestos.
Sus intereses se verían más claramente en conflicto, sus aspiraciones más
evidentemente en contradicción.
¿Dónde, entonces, está la
“cuestión femenina” general? ¿Dónde está la unidad de tareas y aspiraciones
acerca de las cuales las feministas tienen tanto que decir? Una mirada fría a
la realidad muestra que esa unidad no existe y no puede existir. En vano, las
feministas tratan de convencerse a sí mismas de que la “cuestión femenina” no
tiene nada que ver con aquella del partido político y que “su solución sólo es
posible con la participación de todos los partidos y de todas las mujeres”.
Como ha dicho una de las feministas radicales de Alemania, la lógica de los hechos
nos obliga a rechazar esta ilusión reconfortante de las feministas…
Las condiciones y las formas de
producción han subyugado a las mujeres durante toda la historia de la
humanidad, y las han relegado gradualmente a la posición de opresión y
dependencia en la que la mayoría de ellas ha permanecido hasta ahora.
Sería necesario un cataclismo
colosal de toda la estructura social y económica antes de que las mujeres
pudieran comenzar a recuperar la importancia y la independencia que han
perdido. Las inanimadas pero todopoderosas condiciones de producción han
resuelto los problemas que en un tiempo parecieron demasiado difíciles para los
pensadores más destacados. Las mismas fuerzas que durante miles de años
esclavizaron a las mujeres ahora, en una etapa posterior de desarrollo, las
está conduciendo por el camino hacia la libertad y la independencia…
La cuestión de la mujer adquirió
importancia para las mujeres de las clases burguesas aproximadamente en la
mitad del siglo XIX: un tiempo considerable después de que la mujer proletaria
hubiera llegado al campo del trabajo. Bajo el impacto de los monstruosos éxitos
del capitalismo, las clases medias de la población fueron golpeadas por olas de
necesidad. Los cambios económicos hicieron que la situación financiera de la
pequeña y mediana burguesía se volviera inestable, y que las mujeres burguesas
se enfrentaran a un dilema de proporciones alarmantes, o bien aceptar la
pobreza o conseguir el derecho al trabajo. Las esposas y las hijas de estos
grupos sociales comenzaron a golpear a las puertas de las universidades, los
salones de arte, las casas editoriales, las oficinas, inundando las profesiones
que estaban abiertas para ellas. El deseo de las mujeres burguesas de conseguir
el acceso a la ciencia y los mayores beneficios de la cultura no fue el
resultado de una necesidad repentina, madura, sino que provino de esa misma
cuestión del “pan de cada día”.
Las mujeres de la burguesía se
encontraron, desde el primer momento, con una dura resistencia por parte de los
hombres. Se libró una batalla tenaz entre los hombres profesionales, apegados a
sus “pequeños y cómodos puestos de trabajo”, y las mujeres que eran novatas en
el asunto de ganarse su pan diario. Esta lucha dio lugar al “feminismo”: el
intento de las mujeres burguesas de permanecer unidas y medir su fuerza común
contra el enemigo, contra los hombres. Cuando estas mujeres entraron en el
mundo laboral se referían a sí mismas con orgullo como la “vanguardia del
movimiento de las mujeres”. Se olvidaron de que en este asunto de la conquista
de la independencia económica, como en otros ámbitos, fueron recorriendo los
pasos de sus hermanas menores y recogiendo los frutos de los esfuerzos de sus
manos llenas de ampollas.
Entonces, ¿es realmente posible
hablar de las feministas como las pioneras en el camino hacia el trabajo de las
mujeres, cuando en cada país cientos de miles de mujeres proletarias habían
inundado las fábricas y los talleres, apoderándose de una rama de la industria
tras otra, antes de que el movimiento de las mujeres burguesas ni siquiera
hubiera nacido? Sólo gracias al reconocimiento del trabajo de las mujeres
trabajadoras en el mercado mundial las mujeres burguesas han podido ocupar la
posición independiente en la sociedad de la que las feministas se enorgullecen
tanto…
Nos resulta difícil señalar un
solo hecho en la historia de la lucha de las mujeres proletarias por mejorar
sus condiciones materiales en el que el movimiento feminista, en general, haya
contribuido significativamente. Cualquiera que sea lo que las mujeres
proletarias hayan conseguido para mejorar sus niveles de vida es el resultado
de los esfuerzos de la clase trabajadora en general, y de ellas mismas en
particular. La historia de la lucha de las mujeres trabajadoras por mejorar sus
condiciones laborales y por una vida más digna es la historia de la lucha del
proletariado por su liberación.
¿Qué fuerza a los propietarios de
las fábricas a aumentar el precio del trabajo, a reducir horas e introducir
mejores condiciones de trabajo, si no el temor a una grave explosión de
insatisfacción del proletariado? ¿Qué, si no el miedo a los “conflictos
laborales”, persuade al gobierno de establecer una legislación para limitar la
explotación del trabajo por el capital?…
No hay un solo partido en el mundo
que haya asumido la defensa de las mujeres como lo ha hecho la
socialdemocracia. La mujer trabajadora es ante todo un miembro de la clase
trabajadora, y cuanto más satisfactoria sea la posición y el bienestar general
de cada miembro de la familia proletaria, mayor será el beneficio a largo plazo
para el conjunto de la clase trabajadora…
En vista a las crecientes
dificultades sociales, la devota luchadora por la causa debe pararse en triste
desconcierto. Ella no puede si no ver lo poco que el movimiento general de las
mujeres ha hecho por las mujeres proletarias, lo incapaz que es de mejorar las
condiciones laborales y de vida de la clase trabajadora. El futuro de la
humanidad debe parecer gris, apagado e incierto a aquellas mujeres que están
luchando por la igualdad pero que aun no han adoptado la perspectiva mundial
del proletariado o no han desarrollado una fe firme en la llegada de un sistema
social más perfecto. Mientras el mundo capitalista actual permanezca
inalterado, la liberación debe parecerles incompleta e imparcial. Que
desesperación deben abrazar las más pensativas y sensibles de estas mujeres.
Sólo la clase obrera es capaz de mantener la moral en el mundo moderno con sus
relaciones sociales distorsionadas. Con paso firme y acompasado avanza
firmemente hacia su objetivo. Atrae a las mujeres trabajadoras a sus filas. La
mujer proletaria inicia valientemente el espinoso camino del trabajo
asalariado. Sus piernas flaquean, su cuerpo se desgarra. Hay peligrosos
precipicios a lo largo del camino, y los crueles predadores están acechando.
Pero sólo tomando este camino la
mujer es capaz de lograr ese lejano pero atractivo objetivo: su verdadera
liberación en un nuevo mundo del trabajo. Durante este difícil paso hacia el
brillante futuro la mujer trabajadora, hasta hace poco una humillada, oprimida
esclava sin derechos, aprende a desprenderse de la mentalidad de esclava a la
que se ha aferrado, paso a paso se transforma a sí misma en una trabajadora
independiente, una personalidad independiente, libre en el amor. Es ella,
luchando en las filas del proletariado, quien consigue para las mujeres el
derecho a trabajar, es ella, la “hermana menor”, quien prepara el terreno para
la mujer “libre” e “igual” del futuro.
¿Por qué razón, entonces, debe la
mujer trabajadora buscar una unión con las feministas burguesas? ¿Quién, en
realidad, se beneficiaría en el caso de tal alianza? Ciertamente no la mujer
trabajadora. Ella es su propia salvadora, su futuro está en sus propias manos.
La mujer trabajadora protege sus intereses de clase y no se deja engañar por
los grandes discursos sobre el “mundo que comparten todas las mujeres”. La
mujer trabajadora no debe olvidar y no olvida que si bien el objetivo de las
mujeres burguesas es asegurar su propio bienestar en el marco de una sociedad
antagónica a nosotras, nuestro objetivo es construir, en el lugar del mundo
viejo, obsoleto, un brillante templo de trabajo universal, solidaridad
fraternal y alegre libertad…
El matrimonio y el problema de
la familia
Dirijamos la atención a otro
aspecto de la cuestión femenina, el problema de la familia. Es bien conocida la
importancia que tiene para la auténtica emancipación de la mujer la solución de
este problema ardiente y complejo. La aspiración de las mujeres a la igualdad
de derechos no puede verse plenamente satisfecha mediante la lucha por la
emancipación política, la obtención de un doctorado u otros títulos académicos,
o un salario igual ante el mismo trabajo. Para llegar a ser verdaderamente
libre, la mujer debe desprenderse de las cadenas que le arroja encima la forma
actual, trasnochada y opresiva, de la familia. Para la mujer, la solución del
problema familiar no es menos importante que la conquista de la igualdad
política y el establecimiento de su plena independencia económica.
Las formas actuales, establecidas
por la ley y la costumbre, de la estructura familiar hacen que la mujer esté
oprimida no sólo como persona sino también como esposa y como madre. En la
mayor parte de los países civilizados, el código civil coloca a la mujer en una
situación de mayor o menor dependencia del hombre, y concede al marido, además
del derecho de disponer de los bienes de su mujer, el de reinar sobre ella
moral y físicamente…
Y allí donde acaba la esclavitud
familiar oficial, legalizada, empieza la llamada “opinión pública” a ejercer
sus derechos sobre la mujer. Esta opinión pública es creada y mantenida por la
burguesía con el fin de proteger la “institución sagrada de la propiedad”.
Sirve para reafirmar una hipócrita “doble moral”. La sociedad burguesa encierra
a la mujer en un intolerable cepo económico, pagándole un salario ridículo por
su trabajo. La mujer se ve privada del derecho que posee todo ciudadano de
alzar su voz para defender sus intereses pisoteados, y tiene la inmensa bondad de
ofrecerle esta alternativa: o bien el yugo conyugal, o bien las asfixias de la
prostitución, abiertamente menospreciada y condenada, pero secretamente apoyada
y sostenida.
¿Será preciso insistir acerca de
los sombríos aspectos de la vida conyugal de hoy, acerca de los sufrimientos de
la mujer que se ligan estrechamente a las actuales estructuras familiares. Ya
se ha escrito y se ha dicho mucho sobre este tema. La literatura está llena de
negros cuadros que pintan nuestro desorden conyugal y familiar. En este campo,
¡cuántas tragedias psicológicas, cuántas vidas mutiladas, cuántas existencias
envenenadas! Por ahora, sólo nos importa resaltar que la estructura actual de
la familia oprime a las mujeres de todas las clases y condiciones sociales. Las
costumbres y las tradiciones persiguen a la madre soltera de idéntico modo,
cualquiera que sea el sector de la población a la que pertenezca, las leyes
colocan bajo la tutela del marido tanto a la burguesa como a la proletaria y a
la campesina.
¿No hemos descubierto por fin ese
aspecto de la cuestión femenina sobre el cual las mujeres de todas las clases
pueden unirse? ¿No pueden luchar conjuntamente contra las condiciones que las
oprimen? ¿Acaso los sufrimientos comunes, el dolor común borran el abismo del
antagonismo de clases y crean una comunidad de aspiraciones y de tareas para
las mujeres de diferentes planos? ¿Acaso es realizable, en cuanto a los deseos
y objetivos comunes, una colaboración de burguesas y proletarias? Después de
todo, las feministas luchan a la vez por conseguir formas más libres de
matrimonio y por el “derecho a la maternidad”, levantan su voz en defensa de la
prostituta a la que todo el mundo acosa. Observad cómo la literatura feminista
es rica en búsquedas de nuevos estilos de unión del hombre y la mujer y de
audaces esfuerzos encaminados a la “igualdad moral” entre los sexos. ¿No es
cierto que, mientras en el terreno de la liberación económica las burguesas se
sitúan en la cola del ejército de millones de proletarias que allanan la senda a
la “mujer nueva”, en la lucha por resolver el problema de la familia los
reconocimientos son para las feministas?
Aquí en Rusia, las mujeres de la
mediana burguesía —es decir, este ejército de mujeres que, poseedoras de una
situación independiente, se encontraron de golpe, en la década de 1860,
arrojadas al mercado de trabajo— han resuelto en la práctica, a título
individual, multitud de aspectos embarazosos de la cuestión matrimonial,
saltando valientemente por encima del matrimonio religioso tradicional y
reemplazando la forma consolidada de la familia por una unión fácil de romper,
que se corresponde mejor con las necesidades de esa capa intelectual, móvil, de
la población. Pero las soluciones individuales, subjetivas, de esta cuestión no
cambian la situación y no mitigan el triste panorama general de la vida
familiar. Si alguna fuerza está destruyendo la forma actual de familia, no es
el titánico esfuerzo de los individuos más o menos fuertes por separado, sino
las fuerzas inanimadas y poderosas de la producción, que están
intransigentemente construyendo vida, sobre nuevos cimientos…
La heroica lucha de las jóvenes
mujeres individuales del mundo burgués, que arrojan el guante y demandan de la
sociedad el derecho a “atreverse a amar” sin órdenes ni cadenas, debe servir
como ejemplo a todas las mujeres que languidecen bajo el peso de las cadenas
familiares: esto es lo que predican las feministas extranjeras más emancipadas
y también nuestras modernas defensoras de la igualdad aquí. En otros términos,
según el espíritu que anima a las feministas, la cuestión del matrimonio se
resolverá independientemente de las condiciones ambientales, independientemente
de un cambio en la estructura económica de la sociedad, sencillamente merced a
los esfuerzos heroicos individuales y aislados. Basta con que la mujer “se
atreva”, y el problema del matrimonio caerá por su propia inercia.
Pero las mujeres menos heroicas
mueven la cabeza con aire dubitativo: “está todo muy bien para las heroínas de
las novelas que un previsor autor ha dotado de una cómoda renta, así como de
amigos desinteresados y de un extraordinario encanto. Pero, ¿qué pueden hacer
quienes carecen de rentas, de salario suficiente, de amigos, de atractivo
extraordinario?” Y, en cuanto al problema de la maternidad, que se alza ante la
ansiosa mirada de la mujer sedienta de libertad, ¿qué hay? El “amor libre”, ¿es
posible, realizable no como hecho aislado y excepcional, sino como hecho normal
en la estructura económica de la sociedad de hoy, es decir, como norma imperante
y reconocida por todos? ¿Puede ser ignorado el elemento que determina la actual
forma del matrimonio y de la familia, la propiedad privada? ¿Se puede, en este
mundo individualista, abolir por entero la reglamentación del matrimonio sin
que padezcan por ello los intereses de la mujer? ¿Puede abolirse la única
garantía que posee de que no todo el peso de la maternidad caerá sobre ella? En
caso de llevar a efecto tal abolición, ¿no ocurriría con la mujer lo que ha
ocurrido con los obreros? La supresión de las trabas causadas por los
reglamentos corporativos, sin que nuevas obligaciones hayan sido instituidas
para los patronos, ha dejado a los obreros a merced del poder incontrolado
capitalista, y la seductora consigna de “libre asociación del capital y del
trabajo” se ha trocado en una forma desvergonzada de explotación del trabajo a
manos del capital. El “amor libre”, introducido sistemáticamente en la sociedad
de clases actual, en lugar de liberar a la mujer de las penurias de la vida
familiar, ¿no la lastrará seguramente con una nueva carga: la tarea de cuidar,
sola y sin ayuda, de sus hijos?
Únicamente una serie de reformas
radicales en el ámbito de las relaciones sociales, reformas mediante las cuales
las obligaciones de la familia recaerían sobre la sociedad y el Estado, crearía
la situación favorable para que el principio del “amor libre” pudiera en cierta
medida realizarse. Pero, ¿podemos contar seriamente con que el Estado clasista
actual, por muy democrática que sea su forma, esté dispuesto a asumir todas las
obligaciones referentes a la madre y, a la joven generación, es decir, aquellas
obligaciones que atañen de momento a la familia en cuanto célula
individualista? Tan sólo una transformación radical de las relaciones
productivas puede crear las condiciones sociales indispensables para proteger a
la mujer de los aspectos negativos derivados de la elástica fórmula del “amor
libre”. ¿Realmente no vemos qué confusión y qué desórdenes de las costumbres
sexuales se esconden, en las actuales circunstancias, a menudo en semejante
fórmula? Observad a todos esos señores, empresarios y administradores de
sociedades industriales: ¿no se aprovechan frecuentemente a su manera del “amor
libre” al obligar a obreras, empleadas y criadas a someterse a sus caprichos sexuales,
bajo la amenaza de despido? Esos patronos que envilecen a su doncella y después
la ponen en la calle cuando ha quedado embarazada, ¿acaso no están aplicando ya
la fórmula del “amor libre”?
“Pero no estamos hablando de ese
tipo de “libertad”, objetan las defensoras de la unión libre. Por el contrario,
exigimos la instauración de una “moral única”, igualmente obligatoria para el
hombre y la mujer. Nos oponemos al desorden de las costumbres sexuales de hoy,
proclamamos que sólo es pura una unión libre fundamentada sobre un amor
verdadero”. Pero, ¿no pensáis, queridas amigas, que vuestro ideal de “unión
libre “, llevado a la práctica en la situación económica y social actual, corre
el riesgo de dar resultados que difieren muy poco de la forma distorsionada de
la libertad sexual? El principio del “amor libre” no podrá entrar en vigor sin
traer nuevos sufrimientos a la mujer más que cuando ella se haya librado de las
cadenas materiales que hoy la hacen doblemente dependiente: del capital y de su
marido. El acceso de las mujeres a un trabajo independiente y a la autonomía
económica ha hecho aparecer una cierta posibilidad de “amor libre”, sobre todo
para las intelectuales que ejercen las profesiones mejor retribuidas. Pero la
dependencia de la mujer con respecto al capital sigue ahí, e incluso se agrava
a medida que crece el número de mujeres de proletarios empujadas a vender su
fuerza de trabajo. La consigna del “amor libre” ¿puede mejorar la triste suerte
de estas mujeres que ganan justo lo mínimo para no morir de hambre? Y, además,
el amor libre ¿no se practica ya ampliamente en la clase obrera, hasta tal
punto que más de una vez la burguesía ha elevado la voz de alarma y ha
denunciado la «depravación» y la «inmoralidad» del proletariado? Cabe señalar
que cuando las feministas hablan con entusiasmo de nuevas formas de unión
extramatrimoniales para las burguesas emancipadas, les dan el bonito nombre de
“amor libre”. Pero cuando se trata de la clase obrera, esas mismas uniones
extramatrimoniales son vituperadas con el término despectivo de “relaciones
sexuales desordenadas”. Es bastante característico.
No obstante, para la proletaria,
habida cuenta de las condiciones actuales, las consecuencias de la vida en
común, ya sea ésta de origen libre o consagrada por la Iglesia, siguen siendo
siempre igual de penosas. Para la esposa y la madre proletarias, la clave del
problema conyugal y familiar no reside en sus formas exteriores, rituales o
civiles, sino en las condiciones económicas y sociales que determinan esas complejas
relaciones familiares a las que debe hacer frente la mujer de clase obrera. Por
supuesto, también para ella es importante conocer si su marido puede disponer
del salario que ella ha ganado, si como marido posee el derecho de obligarla a
vivir con él aun en contra de su voluntad, si le puede quitar a los hijos por
la fuerza, etc. Pero no son tales párrafos del código civil los que determinan
la situación real de la mujer en la familia, y tampoco se resolverá en ellos el
difícil problema familiar. Sea legalizada la unión ante notario, consagrada por
la Iglesia o fundamentada en el principio de libre consentimiento, la cuestión
del matrimonio llegaría a perder su relevancia para la mayoría de las mujeres
si —y únicamente si tal ocurre— la sociedad les descargara de las mezquinas
preocupaciones caseras, inevitables hoy en este sistema de economías domésticas
individuales y dispersas. Es decir, si la sociedad asumiera el cuidado de la
generación más joven, si estuviese capacitada para proteger la maternidad y dar
una madre a cada niño, al menos durante los primeros meses.
Las feministas luchan contra un
fetiche: el matrimonio legalizado y consagrado por la Iglesia. Las mujeres
proletarias, por el contrario, arriman el hombro contra las causas que han
ocasionado la forma actual del matrimonio y de la familia, y cuando se
esfuerzan en cambiar estas condiciones de vida, saben que también están
ayudando, por ende, a reformar las relaciones entre los sexos. Ahí es donde
estriba la principal diferencia entre el enfoque de la burguesía y el del
proletariado al abordar el complejo problema familiar.
Al creer ingenuamente en la
posibilidad de crear nuevas formas de relaciones conyugales y familiares sobre
el sombrío telón de fondo de la sociedad de clases contemporánea, las
feministas y los reformadores sociales pertenecientes a la burguesía buscan
penosamente tales formas nuevas. Y, puesto que la vida misma aún no las ha
suscitado, precisan inventarlas a toda costa. Deberían ser, a su juicio, formas
modernas de relaciones sexuales que sean capaces de resolver el complejo
problema de la familia bajo el sistema social actual. Y los ideólogos del mundo
burgués —periodistas, escritores, y destacadas mujeres que luchan por la
emancipación— proponen, cada cual por su lado, su “panacea familiar”, su nueva
“fórmula de matrimonio”.
¡Qué utópicas suenan estas
fórmulas de matrimonio! ¡Qué débiles estos paliativos, cuando se considera a la
luz de la penosa realidad de nuestra estructura moderna de familia! ¡La “unión
libre”, el “amor libre”! Para que tales fórmulas puedan nacer, es preciso
proceder a una reforma radical de todas las relaciones sociales entre las
personas. Aún más, es preciso que las normas de la moral sexual, y con ellas
toda la psicología humana, sufran una profunda evolución, una evolución
fundamental. ¿Acaso la psicología humana actual está realmente dispuesta a
admitir el principio del “amor libre”? ¿Y los celos, que consumen incluso a las
mejores almas humanas? ¿Y ese sentimiento, tan hondamente enraizado, del derecho
de propiedad no sólo sobre el cuerpo, sino también sobre el alma del compañero?
¿Y la incapacidad de inclinarse con simpatía ante una manifestación de la
individualidad de la otra persona, la costumbre bien de “dominar” al ser amado
o bien de hacerse su “esclavo”? ¿Y ese sentimiento amargo, mortalmente amargo,
de abandono y de infinita soledad que se apodera de uno cuando el ser amado ya
no nos quiere y nos deja? ¿Dónde puede encontrar consuelo la persona solitaria,
individualista? La “colectividad”, en el mejor de los casos, es “un objetivo”
hacia el cual dirigir las fuerzas morales e intelectuales. Pero, ¿es capaz la
persona de hoy de comulgar con esa colectividad hasta el punto de sentir las
influencias de interacción mutuamente? ¿La vida colectiva puede por sí sola
sustituir las pequeñas alegrías personales del individuo? Sin un alma que esté
cerca, una “única” alma gemela, incluso un socialista, incluso un colectivista
está infinitamente solo en nuestro mundo hostil, y únicamente en la clase obrera
podemos vislumbrar el pálido resplandor que anuncia nuevas relaciones, más
armoniosas y de espíritu más social, entre las personas. El problema de la
familia es tan complejo, embrollado y múltiple como la vida misma, y no será
nuestro sistema social quien permita resolverlo.
Otras fórmulas de matrimonio se
han propuesto. Varias mujeres progresistas y pensadores sociales consideran la
unión matrimonial sólo como un método de producir descendencia. El matrimonio
en sí mismo, sostienen, no tiene ningún valor especial para la mujer: la
maternidad es su propósito, su objetivo sagrado, su misión en la vida. Gracias
a tales inspiradas defensoras como Ruth Bray y Ellen Key, el ideal burgués que
reconoce a la mujer como hembra antes que como persona ha adquirido una aureola
especial de progresismo. La literatura extranjera ha aceptado con entusiasmo el
lema propuesto por estas mujeres modernas. E incluso aquí, en Rusia, en el
período anterior a la tormenta política (de 1905), antes de que los valores
sociales fueron objeto de revisión, la cuestión de la maternidad había atraído
la atención de la prensa diaria. El lema “el derecho a la maternidad” no puede
evitar producir una viva respuesta en los círculos más amplios de la población
femenina. Así, a pesar del hecho de que todas las propuestas de las feministas
en este contexto fueran de índole utópico, el problema era demasiado importante
y de actualidad como para no atraer a las mujeres.
El “derecho a la maternidad” es
el tipo de cuestión que afecta no sólo a las mujeres de la clase burguesa, sino
también, en mayor medida aún, a las mujeres proletarias. El derecho a ser madre
-estas son bellas palabras que van directamente al “corazón de cualquier mujer”
y que hacen que le lata más rápido. El derecho a alimentar al “propio” hijo con
su leche, y asistir a las primeras señales del despertar de su conciencia, el
derecho a cuidar su diminuto cuerpo y a proteger su delicada alma tierna de las
espinas y los sufrimientos de los primeros pasos en la vida: ¿Qué madre no apoyaría
estas demandas?
Parece que nos hemos topado de
nuevo con un problema que podría servir como un momento de unidad entre mujeres
de diferentes estratos sociales: podría parecer que hemos encontrado, por fin,
el puente de unión entre las mujeres de los dos mundos hostiles. Echemos un
vistazo más minucioso, para descubrir lo que las mujeres burguesas progresistas
entienden como “el derecho a la maternidad”. Entonces podremos ver si las
mujeres proletarias, de hecho, pueden estar de acuerdo con las soluciones al
problema de la maternidad previstas por las igualitaristas burguesas. A los
ojos de sus entusiastas apologistas, la maternidad tiene un carácter casi
sagrado. Luchando por romper los falsos prejuicios que marcan a una mujer por
dedicarse a una actividad natural —el dar a luz a un hijo— porque la actividad
no ha sido santificada por la ley, las luchadoras por el derecho a la
maternidad han doblado el palo en la otra dirección: para ellas, la maternidad
se ha convertido en el objetivo de la vida de una mujer…
La devoción de Ellen Key por las
obligaciones de la maternidad y la familia le obliga a ofrecer una garantía de
que la unidad familiar aislada seguirá existiendo incluso en una sociedad
transformada en términos socialistas. El único cambio, tal y como ella lo ve,
será que todos los elementos accesorios que supongan una ventaja o un beneficio
material serán excluidos de la unión matrimonial, que se celebrará conforme a
las inclinaciones mutuas, sin ceremonias ni formalidades: el amor y el
matrimonio serán verdaderamente equivalentes. Sin embargo, la célula familiar
aislada es el resultado del mundo individualista moderno, con su lucha por la
supervivencia, sus presiones, su soledad, la familia es un producto del
monstruoso sistema capitalista. ¡Y Key espera legarle la familia a la sociedad
socialista! La sangre y los lazos de parentesco en la actualidad sirven a
menudo, es cierto, como el único sostén en la vida, como el único refugio en
tiempos de penuria y desgracia. ¿Pero será moral o socialmente necesaria en el
futuro? Key no responde a esta pregunta. Ella tiene demasiado en consideración
a la “familia ideal”, esta unidad egoísta de la burguesía media a la que los
devotos de la estructura burguesa de la sociedad miran con tal admiración.
Pero la talentosa aunque
imprevisible Ellen Key no es la única que pierde el norte en las
contradicciones sociales. Probablemente no haya otra cuestión como la del
matrimonio y la familia sobre la que haya tan poco de acuerdo entre los
socialistas. Si organizásemos una encuesta entre los socialistas, los
resultados probablemente serían muy curiosos. ¿Se marchita la familia? ¿O hay
motivos para creer que los problemas de la familia en la actualidad son sólo
una crisis transitoria? ¿Se conservaría la forma actual de la familia en la
futura sociedad, o será enterrada junto con el sistema capitalista moderno?
Estas son preguntas que bien podrían recibir respuestas muy diferentes…
El paso de la función educativa
desde la familia a la sociedad hará desaparecer los últimos lazos que mantenían
unida la célula familiar aislada. La vieja familia burguesa empezará a
desintegrarse aún más rápidamente y, en la atmósfera de cambio, veremos
dibujarse con una nitidez cada vez mayor las siluetas todavía indefinidas de
las futuras relaciones conyugales. ¿Qué siluetas confusas son esas, aún
sumergidas en las brumas de las influencias actuales?
¿Hace falta repetir que la forma
opresiva actual del matrimonio dejará sitio a la unión libre de individuos que
se aman? El ideal del amor libre, que se presenta a la hambrienta imaginación
de las mujeres que luchan por su emancipación, se corresponde sin duda hasta
cierto punto con la pauta de relaciones entre los sexos que instaurará la
sociedad colectivista. Sin embargo, las influencias sociales son tan complejas
y sus interacciones tan diversas, que ahora mismo es imposible imaginar con
precisión cómo serán las relaciones del futuro, cuando se haya cambiado todo el
sistema radicalmente. Pero la lenta evolución de las relaciones entre los sexos
que tiene lugar ante nuestros ojos atestigua claramente que el ritual del
matrimonio y la familia cerrada y constrictiva están abocados a la
desaparición.
La lucha por los derechos
políticos
Las feministas responden a
nuestras críticas diciendo: incluso si os parecen equivocados los argumentos
que están detrás de nuestra defensa de los derechos políticos de las mujeres,
¿puede rebajarse la importancia de la demanda en sí, que es igual de urgente
para las feministas y para las representantes de la clase trabajadora? ¿No
pueden las mujeres de ambos bandos sociales, por el bien de sus aspiraciones
políticas comunes, superar las barreras del antagonismo de clase que las
separan? ¿No serán capaces seguramente de librar una lucha común contra las
fuerzas hostiles que los las rodean? La división entre la burguesía y el
proletariado es tan inevitable como otras cuestiones que nos atañen, pero en el
caso de este asunto particular las feministas creen que las mujeres de las
distintas clases sociales no tienen diferencias.
Las feministas continúan
volviendo a estos argumentos con amargura y desconcierto, viendo nociones
preconcebidas de lealtad partidista en la negativa de las representantes de la
clase trabajadora a unir sus fuerzas con ellas en la lucha por los derechos políticos
de las mujeres. ¿Es realmente éste el caso? ¿Existe una identificación total de
las aspiraciones políticas o, en este caso, al igual que en todos los demás, el
antagonismo la creación de un ejército de mujeres indivisible, por encima de
las clases? Tenemos que responder a esta cuestión antes de que podamos definir
las tácticas que las mujeres proletarias utilizarán para obtener derechos
políticos para su sexo.
Las feministas declaran estar del
lado de la reforma social, y algunas de ellas incluso dicen estar a favor del
socialismo —en un futuro lejano, por supuesto— pero no tienen la intención de
luchar entre las filas de la clase obrera para conseguir estos objetivos. Las
mejores de ellas creen, con ingenua sinceridad, que una vez que los asientos de
los diputados estén a su alcance serán capaces de curar las llagas sociales que
se han formado, en su opinión, debido a que los hombres, con su egoísmo
inherente, han sido los dueños de la situación. A pesar de las buenas
intenciones de grupos individuales de feministas hacia el proletariado, siempre
que se ha planteado la cuestión de la lucha de clases han dejado el campo de
batalla con temor. Reconocen que no quieren interferir en causas ajenas, y
prefieren retirarse a su liberalismo burgués que les es tan cómodamente
familiar.
Por mucho que las feministas
burguesas traten de reprimir el verdadero objetivo de sus deseos políticos, por
mucho que aseguren a sus hermanas menores que la participación en la vida
política promete beneficios inconmensurables para las mujeres de clase
trabajadora, el espíritu burgués que impregna todo el movimiento feminista da
un colorido de clase incluso a la demanda de igualdad de derechos políticos con
los hombres, que podría parecer una demanda general de las mujeres. Diferentes
objetivos e interpretaciones de cómo deben usarse los derechos políticos crea
un abismo insalvable entre las mujeres burguesas y las proletarias. Esto no
contradice el hecho de que las tareas inmediatas de los dos grupos de mujeres
coincidan en cierta medida, puesto que los representantes de todas las clases
que han accedido al poder político se esfuerzan sobre todo en lograr una
revisión del Código Civil, que en cada país, en mayor o menor medida,
discrimina a las mujeres. Las mujeres presionan por conseguir cambios legales
que creen condiciones laborales más favorables para ellas, se mantienen unidas
contra las regulaciones que legalizan la prostitución, etc. Sin embargo, la
coincidencia de estas tareas inmediatas es de carácter puramente formal. Así, el
interés de clase determina que la actitud de los dos grupos hacia estas
reformas sea profundamente contradictoria…
El instinto de clase —digan lo
que digan las feministas— siempre demuestra ser más poderoso que el noble
entusiasmo de las políticas “por encima de las clases”. En tanto que las
mujeres burguesas y sus “hermanas menores” son iguales en su desigualdad, las
primeras pueden, con total sinceridad, hacer grandes esfuerzos en defender los
intereses generales de las mujeres. Pero, una vez que se hayan superado estas
barreras y las mujeres burguesas hayan accedido a la actividad política, las
actuales defensoras de los “derechos de todas las mujeres” se convertirán en
defensoras entusiastas de los privilegios de su clase, se contentarán con dejar
a las hermanas menores sin ningún derecho. Así, cuando las feministas hablan
con las mujeres trabajadoras acerca de la necesidad de una lucha común para
conseguir algún principio “general de las mujeres”, las mujeres de la clase
trabajadora están naturalmente recelosas.
2. Las relaciones sexuales y
la lucha de clases
Entre los múltiples problemas que
perturban la inteligencia y el corazón de la humanidad, el problema sexual
ocupa indiscutiblemente uno de los primeros puestos. No hay una sola nación, un
solo pueblo en el que la cuestión de las relaciones entre los sexos no adquiera
de día en día un carácter más violento y doloroso. La humanidad contemporánea
atraviesa por una crisis sexual aguda en la forma, una crisis que se prolonga y
que, por tanto, es mucho más grave y más difícil de resolver.
En todo el curso de la historia
de la humanidad no encontraremos seguramente otra época en la que los problemas
sexuales hayan ocupado en la vida de la sociedad un lugar tan importante, otra
época en la que las relaciones sexuales hayan acaparado, como por arte de
magia, las miradas atormentadas de millones de personas. En nuestra época, más
que en ninguna otra de la historia, los dramas sexuales constituyen fuente
inagotable de inspiración para artistas de todos los géneros del arte.
Como la terrible crisis sexual se
prolonga, su carácter crónico adquiere mayor gravedad y más insoluble nos
parece la situación presente. Por esto la humanidad contemporánea se arroja
anhelante sobre todos los medios que hacen entrever una posible solución del
problema “maldito”. Pero a cada nueva tentativa de solución se complica más el
enmarañado complejo de las relaciones entre los sexos, y parece como si fuera
imposible descubrir el único hilo que nos ha de servir para desenredar el compacto
nudo. La humanidad, atemorizada, se precipita desde un extremo al otro; pero el
círculo mágico de la cuestión sexual permanece cerrado tan herméticamente como
antes.
Los elementos conservadores de la
sociedad llegan a la conclusión de que es imprescindible volver a los felices
tiempos pasados, restablecer las viejas costumbres familiares, dar nuevo
impulso a las normas tradicionales de la moral sexual. “Es preciso destruir
todas las prohibiciones hipócritas prescritas por el código de la moral sexual
corriente. Ha llegado el momento de arrojar a un lado ese vejestorio inútil e
incómodo… La conciencia individual, la voluntad individual de cada ser es el
único legislador en una cuestión de carácter tan íntimo”, se oye afirmar entre
las filas del campo individualista burgués. “La solución de los problemas
sexuales sólo podrá hallarse en el establecimiento de un orden social y
económico nuevo, con una transformación fundamental de nuestra sociedad
actual”, afirman los socialistas. Pero precisamente este esperar en el mañana,
¿no indica también que nosotros tampoco hemos logrado apoderarnos del “hilo
conductor”? ¿No deberíamos encontrar o al menos localizar este “hilo conductor”
que promete desenredar el nudo? ¿No deberíamos encontrarlo ahora, en este mismo
momento? El camino que debemos seguir en esta investigación nos lo ofrece la
historia misma de las sociedades humanas, nos lo ofrece la historia de la lucha
ininterrumpida de las clases y de los diversos grupos sociales, opuestos por
sus intereses y sus tendencias.
No es la primera vez que la
humanidad atraviesa un período de crisis sexual aguda. No es la primera vez que
las al parecer firmes y claras prescripciones de la moral al uso, en el campo
de las relaciones sexuales, han sido destruidas por el aflujo de la corriente
de nuevos valores e ideales sociales. La humanidad ha pasado por una época de
“crisis sexual” verdaderamente aguda durante los períodos del Renacimiento y la
Reforma, en el momento en que un formidable avance social relegaba a un segundo
término a la aristocracia feudal, orgullosa de su nobleza, acostumbrada al
dominio absoluto, y en su lugar se asentaba una nueva fuerza social, la
burguesía ascendente, que crecía y se desarrollaba cada vez con mayor impulso y
poder.
La moralidad sexual del mundo
feudal se había desarrollado a partir de las profundidades de la “forma de vida
tribal”: la economía colectiva y el liderazgo autoritario tribal que reprimía
la voluntad individual de cada miembro. El viejo código moral chocaba con el
nuevo código moral de principios opuestos que imponía la clase burguesa en
ascenso. La moral sexual de la nueva burguesía estaba basada en principios
radicalmente opuestos a los principios morales más esenciales del código
feudal. El estricto individualismo y la exclusividad y el aislamiento de la
“familia nuclear” sustituyen al énfasis en el “trabajo colectivo” que fue
característico de la estructura económica tanto local como regional de la vida
ancestral. Los últimos vestigios de ideas comunales propias, hasta cierto punto,
de todas las formas de vida tribal fueron barridos por el principio de
“competencia” bajo el capitalismo, por los principios triunfantes del
individualismo y de la propiedad privada individualizada, aislada.
La humanidad, perdida durante el
proceso de transición, titubeó durante todo un siglo entre los dos códigos
sexuales de espíritu tan diverso, ansiosa de adaptarse a la situación, hasta el
momento en que el laboratorio de la vida transformó las viejas normas en un
molde nuevo y logró, cuando menos, una armonía en la forma, una solución en
cuanto a su aspecto externo.
Pero durante esta época de
transición, tan viva y llena de colorido, la crisis sexual, a pesar de revestir
un carácter de gravedad, no se presentó en una forma tan grave y amenazadora
como en nuestros tiempos. La principal razón de esto estriba en que durante los
gloriosos días del Renacimiento, en la “nueva era” en la que la brillante luz
de una nueva cultura espiritual inundó el moribundo mundo con sus vivos
colores, inundó la vacía y monótona vida de la Edad Media, la crisis sexual
sólo la experimentó una parte relativamente reducida de la sociedad. La capa
social más considerable de la época, desde el punto de vista cuantitativo, el
campesinado, no sufrió las consecuencias de la crisis sexual más que de una
manera indirecta, cuando, lentamente, con el transcurso de los siglos, se
transformaban las bases económicas en que estaba fundada esta clase social, es
decir, únicamente en la medida en que evolucionaban las relaciones económicas del
campo.
Las dos tendencias opuestas
luchaban en las capas superiores de la sociedad. Allí era donde se enfrentaban
los ideales y las normas de dos concepciones diferentes de la sociedad, y donde
precisamente la crisis sexual, cada vez más grave y amenazadora, se apoderaba
de sus víctimas. Los campesinos, reacios a toda innovación, clase apegada a sus
principios, continuaban apoyándose en las viejas columnas de las tradiciones
ancestrales, y no se transformaba, no dulcificaba ni adaptaba a las nuevas
condiciones de su vida económica el código inconmovible de la moral sexual
tradicional más que bajo la presión de una gran necesidad. La crisis sexual
durante la época de lucha aguda entre el mundo burgués naciente y el mundo
feudal no afectó a la “clase tributaria”.
Es más, mientras los estratos
superiores de la sociedad rompían los viejos hábitos, la clase campesina se
aferraba con mayor fuerza a sus ancestrales tradiciones. A pesar de todas las
tempestades que se desencadenaban sobre su cabeza, que conmovían hasta el suelo
que pisaba, la clase campesina en general, y particularmente los campesinos
rusos, lograron conservar durante siglos y siglos, en su forma primitiva, los
principios esenciales de su código moral sexual.
El problema de nuestra época
presenta un aspecto totalmente distinto. La crisis sexual de nuestra época no
perdona siquiera a la clase campesina. Como una enfermedad infecciosa, no
reconoce “ni grados ni rangos”. Se extiende desde los palacios y mansiones
hasta los barrios obreros más concurridos, entra en los apacibles hogares de la
pequeña burguesía, y se abre camino hasta la miserable y solitaria aldea rusa.
Elige sus víctimas lo mismo entre los habitantes de las mansiones de la
burguesía europea, que en los húmedos sótanos donde se hacina la familia obrera
y en la choza ahumada del campesino. Para la crisis sexual no hay “obstáculos
ni cerrojos”. Es un profundo error creer que la crisis sexual sólo alcanza a
los representantes de las clases que tienen una posición económica
materialmente asegurada. La indefinida inquietud de la crisis sexual franquea
cada vez con mayor frecuencia el umbral de las habitaciones obreras, y causa
allí tristes dramas que por su intensidad dolorosa no tienen nada que envidiar
a los conflictos psicológicos del “exquisito” mundo burgués.
Pero precisamente porque la
crisis sexual no ataca sólo a los intereses de “quienes todo lo poseen”,
precisamente porque estos problemas sexuales afectan también a una clase social
tan extensa como el proletariado de nuestros tiempos, es incomprensible e
imperdonable que esta cuestión vital, esencialmente violenta y trágica, sea
considerada con tanta indiferencia. Entre las múltiples consignas fundamentales
que la clase obrera debe tener en cuenta en su lucha para la conquista de la sociedad
futura, tiene que incluirse necesariamente la de establecer relaciones sexuales
más sanas y que, por tanto, hagan más feliz a la humanidad.
Es imperdonable nuestra actitud
de indiferencia ante una de las tareas esenciales de la clase obrera. Es inexplicable
e injustificable que el vital problema sexual se relegue hipócritamente al
casillero de las cuestiones “puramente privadas”. ¿Por qué negamos a este
problema el auxilio de la energía y de la atención de la colectividad? Las
relaciones entre los sexos y la elaboración de un código sexual que rija estas
relaciones aparecen en la historia de la humanidad, de una manera invariable,
como uno de los factores esenciales de la lucha social. Nada más cierto que la
influencia fundamental y decisiva de las relaciones sexuales de un grupo social
determinado en el resultado de la lucha de esta clase con otra de intereses
opuestos.
El drama de la sociedad actual es
tan desesperado porque mientras ante nuestros ojos vemos cómo se desmoronan las
formas corrientes de unión sexual y cómo son desechados los principios que las
regían, desde las capas más bajas de la sociedad se alzan frescos aromas
desconocidos que nos hacen concebir esperanzas risueñas sobre una nueva forma
de vida, y llenan el alma humana con la nostalgia de ideales futuros, pero cuya
realización no parece posible. Somos personas que vivimos en un mundo
caracterizado por el dominio de la propiedad capitalista, un mundo de agudas
contradicciones de clase e imbuidos de una moral individualista. Aún vivimos y
pensamos bajo el funesto signo de un inevitable aislamiento espiritual. La
terrible soledad que cada persona siente en las inmensas ciudades populosas, en
las ciudades modernas, tan bulliciosas y tentadoras; la soledad, que no disipa
la compañía de amigos y compañeros, es la que empuja a las personas a buscar,
con avidez malsana, a su ilusoria “alma gemela” en un ser del sexo contrario,
puesto que sólo el amor posee el mágico poder de ahuyentar, aunque sólo sea
momentáneamente, las tinieblas de la soledad.
En ninguna otra época de la
historia ha sentido la gente con tanta intensidad como en la nuestra la soledad
espiritual. No podría ser de otra manera. La noche es mucho más impenetrable
cuando a lo lejos vemos brillar una luz.
Las personas individualistas de
nuestra época, unidas por débiles lazos a la comunidad o a otras
individualidades, ven ya brillar en la lejanía una nueva luz: la transformación
de las relaciones sexuales mediante la sustitución del ciego factor fisiológico
por el nuevo factor creador de la solidaridad, de la camaradería. La moral de
la propiedad individualista de nuestros tiempos empieza a ahogar a las
personas. El hombre contemporáneo no se contenta criticando la calidad de las
relaciones entre los sexos, negando las formas exteriores prescritas por el
código de la moral corriente. Su alma solitaria anhela la renovación de la
esencia misma de las relaciones sexuales, desea ardientemente encontrar el
“amor verdadero”, esa gran fuerza confortadora y creativa que es la única que
puede ahuyentar el frío fantasma de la soledad que padecen los individualistas
contemporáneos.
Si es cierto que la crisis sexual
está condicionada en sus tres cuartas partes por relaciones externas de
carácter socioeconómico, no es menos cierto que la otra cuarta parte de su
intensidad es debida a nuestra refinada psicología individualista, que con
tanto cuidado ha cultivado la ideología burguesa dominante. La humanidad
contemporánea, como dice acertadamente la escritora alemana Meisel-Hess, es muy
pobre en “potencial de amor”. Cada uno de los sexos busca al otro con la única
esperanza de lograr la mayor satisfacción posible de placeres espirituales y
físicos para sí, utilizando como medio al otro. El amante o el novio no piensan
para nada en los sentimientos, en la labor psicológica que se efectúa en el
alma de la persona amada.
Quizá no haya ninguna otra
relación humana como las relaciones entre los sexos en la que se manifieste con
tanta intensidad el individualismo grosero que caracteriza nuestra época.
Absurdamente se imagina la persona que para escapar de la soledad moral que le
rodea le basta con amar, con exigir sus derechos sobre otra alma. Únicamente
así espera obtener esa rara dicha: la armonía de la afinidad moral y la
comprensión entre dos seres. Nosotros, los individualistas, hemos echado a
perder nuestras emociones por el constante culto de nuestro “yo”. Creemos
todavía que podemos conquistar sin ningún sacrificio la mayor de las dichas
humanas, el “amor verdadero”, no sólo para nosotros, sino también para nuestros
semejantes. Creemos lograr esto sin tener que dar, en cambio, los tesoros de
nuestra propia alma.
Pretendemos conquistar la
totalidad del alma del ser amado, pero, en cambio, somos incapaces de respetar
la fórmula de amor más sencilla: acercarnos al alma de otro dispuestos a
guardarle todo género de consideraciones. Esta sencilla fórmula nos será
únicamente inculcada por las nuevas relaciones entre los sexos, relaciones que
ya han comenzado a manifestarse y que están basadas en dos principios nuevos
también: libertad absoluta, por un lado, e igualdad y verdadera solidaridad
como entre compañeros, por otro. Sin embargo, por el momento, la humanidad
tiene que sufrir todavía el frío de la soledad espiritual, y no le queda más
remedio que soñar con una época mejor en la que todas las relaciones humanas se
caractericen por sentimientos de solidaridad, que podrán ser posibles a causa
de las nuevas condiciones de la existencia.
La crisis sexual no puede
resolverse sin una transformación fundamental de la psicología humana, sólo
puede ser vencida por la acumulación de “potencial de amor”. Pero esta
transformación psíquica depende en absoluto de la reorganización fundamental de
nuestras relaciones socioeconómicas sobre una base comunista. Si rechazamos
esta “vieja verdad”, el problema sexual no tiene solución.
A pesar de todas las formas de
unión sexual que ensaya la humanidad presente, la crisis sexual no se resuelve
en ningún sitio.
No se han conocido en ninguna
época de la historia tantas formas diversas de unión entre los sexos.
Matrimonios indisolubles, con una familia firmemente constituida, y a su lado
la unión libre pasajera; el adulterio conservado en el mayor secreto, al lado
del matrimonio y de la vida en común de una muchacha soltera con su amante; el
matrimonio “por la iglesia”, el matrimonio de dos y el matrimonio “de tres”, e
incluso hasta la forma complicada del “matrimonio de cuatro”, sin contar las
múltiples variantes de la prostitución. Al lado de estas formas de unión, entre
los campesinos y la pequeña burguesía encontramos vestigios de las viejas
costumbres tribales, mezclados con los principios en descomposición de la
familia burguesa e individualista, la vergüenza del adulterio, la vida marital
entre el suegro y la nuera y la libertad absoluta para la joven soltera.
Siempre la misma “moral doble”.
Las formas actuales de unión
entre los sexos son contradictorias y embrolladas, de tal modo que uno se ve
obligado a interrogarse cómo es posible que el hombre que ha conservado en su
alma la fe en la firmeza de los principios morales pueda continuar admitiendo
estas contradicciones y salvar estos criterios morales irreconciliables, que
necesariamente se destruyen el uno al otro. Tampoco resuelve la cuestión la
justificación que se oye corrientemente: “Yo vivo conforme a los principios de
una moral nueva”, puesto que esta “nueva moral” se encuentra todavía en proceso
de formación. Precisamente la labor a realizar consiste en hacer que surja esta
nueva moral, hay que extraer de entre el caos de las actuales normas sexuales
contradictorias la forma, y aclarar los principios, de una moralidad que
corresponda al espíritu de la clase revolucionaria ascendente.
Además del extremado
individualismo, defecto fundamental de la psicología de la época actual, de un
egocentrismo erigido en culto, la crisis sexual se agrava mucho más con otros
dos factores de la psicología contemporánea: la idea del derecho de propiedad
de un ser sobre el otro y el prejuicio secular de la desigualdad entre los
sexos en todas las esferas de la vida, incluida la esfera sexual.
La moralidad burguesa, con su
familia individualista encerrada en sí misma basada completamente en la
propiedad privada, ha cultivado con esmero la idea de que un compañero debería
“poseer” completamente al otro. La burguesía ha logrado a la perfección la
inoculación de esta idea en la psicología humana. El concepto de propiedad
dentro del matrimonio va hoy día mucho más allá que el concepto de la propiedad
en las relaciones sexuales del código aristocrático. En el curso del largo
período histórico que transcurrió bajo los auspicios de la “tribu”, la idea de
la posesión de la mujer por el marido —la mujer carecía de derechos de
propiedad sobre el marido— no se extendía más allá de la posesión física. La esposa
estaba obligada a guardar al marido fidelidad física, pero su alma no le
pertenecía en absoluto.
Los caballeros de la Edad Media
llegaban incluso a reconocer a sus esposas el derecho de tener adoradores
platónicos y a recibir el testimonio de esta adoración de caballeros y
menestrales. El ideal de la posesión absoluta, de la posesión no sólo del “yo”
físico, sino también del “yo” espiritual por parte del esposo, del ideal que
admite una reivindicación de derechos de propiedad sobre el mundo espiritual y
emocional del ser amado es un ideal que se ha formado totalmente, y que ha sido
cultivado igualmente por la burguesía con el fin de reforzar los fundamentos de
la familia, para asegurarse su estabilidad y su fuerza durante el período de
lucha para la conquista de su predominio social. Este ideal no sólo lo hemos
aceptado como herencia, sino que llegamos incluso a pretender que sea
considerado “como un imperativo” moral indestructible.
La idea de propiedad se extiende
mucho más allá del matrimonio legal. Es un factor inevitable que penetra hasta
en la unión amorosa más “libre”. Los amantes de nuestra época, a pesar de su
respeto “teórico” por la libertad, sólo se satisfacen con la conciencia de la
fidelidad psicológica de la persona amada. Con el fin de ahuyentar de nosotros
el fantasma amenazador de la soledad, penetramos de una manera violenta en el
alma del ser “amado” con una crueldad y una falta de delicadeza que sería
incomprensible a la humanidad futura. De la misma manera pretendemos hacer
valer nuestros derechos sobre su “yo” espiritual más íntimo. El amante
contemporáneo está dispuesto a perdonar más fácilmente al ser querido una
infidelidad física que una infidelidad moral, y pretende que le pertenece cada
partícula del alma de la persona amada, que se extiende más allá de los límites
de su unión libre. Considera cualquier sentimiento experimentado fuera de los
límites de la relación libre como un despilfarro, como un robo imperdonable de
tesoros que le pertenecían exclusivamente y, por tanto, como un espolio
cometido a sus expensas.
El mismo origen tiene la absurda
indelicadeza que cometen constantemente dos amantes con respecto a una tercera
persona. Todos hemos tenido ocasión de observar un hecho curioso que se repite
continuamente. Dos amantes que apenas han tenido tiempo de conocerse en sus
relaciones mutuas se apresuran a establecer sus derechos sobre las relaciones
personales anteriores del otro y a intervenir en lo más sagrado y más íntimo de
su vida. Dos seres que ayer eran extraños el uno para el otro, hoy, únicamente
porque les unen sensaciones eróticas comunes, se apresuran a poner la mano
sobre el alma del otro, a disponer del alma desconocida y misteriosa sobre la
cual ha grabado el pasado imágenes imborrables y a instalarse en su interior
como si estuvieran en su propia casa.
Esta idea de la posesión
recíproca de una pareja amorosa extiende su dominio de tal forma que casi no
nos sorprende un hecho tan anormal como el siguiente: dos recién casados vivían
hasta ayer cada uno su propia vida, al día siguiente de su unión cada uno de
ellos abre sin el menor escrúpulo la correspondencia del otro, y,
consecuentemente, el contenido de la carta procedente de una tercera persona
que sólo tiene relación con uno de ellos se convierte en propiedad común. Una
“intimidad” de este tipo no puede adquirirse más que como resultado de una
verdadera unión entre las almas en el curso de una larga vida común de amistad
puesta a prueba. Lo que ocurre en general es que a esta intimidad se le busca
un sustitutivo legítimo, que tiene por base la idea, totalmente equivocada, de
que la intimidad física entre dos seres es una razón suficiente para extender
el derecho de propiedad sobre el ser emocional de la persona amada.
El segundo factor que deforma la
mentalidad del hombre contemporáneo, y que es una razón para que la crisis
sexual se agudice, es la idea de desigualdad entre los sexos, desigualdad de
derechos y desigualdad en la valoración de su experiencia física y emocional.
La “doble moral”, inherente tanto a la sociedad burguesa como a la
aristocrática, ha envenenado durante siglos la psicología de hombres y mujeres.
Estas actitudes son tan parte de nosotros que es mucho más difícil librarse de
su penetrante ponzoña que de las ideas tocantes a la propiedad de un esposo
sobre el otro, heredadas de la ideología burguesa. La concepción de desigualdad
entre los sexos, incluso en la esfera de la experiencia física y emocional,
obliga a aplicar constantemente medidas diversas para actos idénticos, según el
sexo que los haya realizado. Incluso la persona más “progresista” de la
burguesía que haya sabido desde hace tiempo superar las prescripciones del
código de la moral en uso, será incapaz de sustraerse a la influencia del medio
ambiente y emitirá un juicio completamente distinto, según se trate de un
hombre o de una mujer. Bastará un simple ejemplo: imaginemos que un intelectual
burgués, un hombre de ciencia, un hombre que está involucrado en asuntos
políticos y sociales, que es en definitiva “una personalidad”, e incluso, una
figura pública, se enamora de su cocinera —hecho que, además, se da con
bastante frecuencia— y llega, incluso, a casarse con ella. ¿Modificará la
sociedad burguesa por este hecho su conducta con respecto a la “personalidad”
de este hombre? ¿Pondrá acaso en cuestión su “personalidad”? ¿Dudará de sus
cualidades morales?
Naturalmente, no. Ahora pongamos
otro ejemplo: una mujer perteneciente a la sociedad burguesa, una mujer
respetada, considerada, una profesora, médica o escritora. Una mujer, en suma,
con “personalidad”, se enamora de un criado y colma el “escándalo” consolidando
esta cuestión con un matrimonio legal. ¿Cuál será la actitud de la sociedad
burguesa respecto a esta persona hasta ahora respetada? La sociedad,
naturalmente, la mortificará con su “desprecio”. Pero todavía será mucho más
terrible si su marido, el criado, posee una bella fisionomía u otros atractivos
de carácter físico. Nuestra hipócrita sociedad burguesa juzgará su elección de
la forma siguiente: “Es obvio de qué se ha enamorado”.
La sociedad burguesa no puede
perdonar a la mujer que se atreve a dar a la elección del hombre amado un
carácter demasiado individual. Según la tradición heredada de costumbres
tribales, nuestra sociedad pretende todavía que la mujer continúe teniendo en
cuenta, en el momento de entregar su corazón, una serie de consideraciones de
grados y rangos sociales, que tenga en consideración el medio familiar y los
intereses de la familia. La sociedad burguesa no puede considerar a la mujer
como una persona independiente, separada de la célula familiar, le es
completamente imposible apreciarla como una personalidad fuera del círculo
estrecho de las virtudes y deberes familiares.
La sociedad contemporánea va
mucho más lejos que el orden de la antigua sociedad tribal en la tutela que
ejerce sobre la mujer. No sólo le prescribe casarse únicamente con hombres
“dignos” de ella, sino que le prohíbe incluso que llegue a amar a un ser que es
su “inferior”.
Estamos acostumbrados a ver cómo
hombres de un nivel moral e intelectual muy elevado eligen como compañera de
vida a una mujer insignificante y vacua, que de ninguna manera se corresponde
con el valor espiritual del marido. Apreciamos este hecho como completamente
normal y, por tanto, no merece siquiera nuestra consideración. Todo lo más que
puede suceder es que los amigos “se lamenten de que Iván Ivanovitch se haya
casado con una mujer insoportable”. El caso varía si se trata de una mujer.
Entonces nuestra indignación no tiene límites, y la expresamos con frases como
la siguiente: “¡Cómo es posible que una mujer tan inteligente como María
Petrovna pueda amar a una nulidad así!… Tendremos que poner en duda su
inteligencia…”
¿A qué obedece esta manera
diferente de juzgar las cosas? ¿Qué causa determina una apreciación tan contraria?
Esta diversidad de criterio no tiene otro origen que la idea de la desigualdad
entre los sexos, idea que ha sido inoculada a la humanidad durante siglos y
siglos y que ha acabado por apoderarse de nuestra mentalidad de una manera
orgánica. Estamos acostumbrados a valorar a la mujer, no como una personalidad,
con cualidades y defectos individuales, independientes de sus experiencias
físicas y emocionales. Para nosotros la mujer no tiene valor más que como
accesorio del hombre. El hombre, marido o amante, proyecta sobre la mujer su
luz y, es a él, y no a ella misma, a quien tomamos en consideración como el
verdadero elemento determinante de la estructura espiritual y moral de la
mujer. En cambio, cuando valoramos la personalidad del hombre hacemos por
anticipado una total abstracción de sus actos en relación a sus relaciones
sexuales. La personalidad de la mujer, por el contrario, se valora casi
exclusivamente en relación con su vida sexual. Este modo de apreciar el valor
de una personalidad femenina se deriva del papel que ha representado la mujer
durante tantos siglos y sólo ahora es cuando se está logrando poco a poco una
reevaluación de estas actitudes, al menos en términos generales.
La atenuación de estas falsas e
hipócritas concepciones sólo podrá realizarse con la transformación del papel
económico de la mujer en la sociedad, y con su entrada independiente en la
producción.
Los tres factores fundamentales
que distorsionan nuestra mente, y que deben afrontarse si se pretende resolver
el problema sexual, son: el egoísmo extremo, la idea del derecho de propiedad
de los esposos entre sí y el concepto de desigualdad entre los sexos en el
ámbito de sus experiencias físicas y emocionales. La humanidad no encontrará
solución a este problema hasta que no haya acumulado en su psicología
suficientes reservas de “sentimientos de consideración”, hasta que su capacidad
de amar sea mayor, hasta que el concepto de libertad en el matrimonio y en la
unión libre no sea un hecho consolidado. En suma, hasta que el principio de
camaradería no haya triunfado sobre los conceptos tradicionales de desigualdad
y de subordinación en las relaciones entre los sexos. Sin una reconstrucción
total y fundamental de nuestra psicología el problema sexual es irresoluble.
¿Pero no será esta condición
previa una utopía desprovista de base, utopía en la que basan sus consignas
ingenuas los idealistas soñadores? Intentemos aumentar la “capacidad de amar”
de la humanidad. ¿Acaso los sabios de todos los pueblos, desde Buda y Confucio
hasta Cristo, no se han entregado desde tiempos remotos a esta tarea? Sin
embargo, ¿hay alguien que crea que la “capacidad de amar” ha aumentado en la
humanidad? Reducir la cuestión de la crisis sexual a utopías de este tipo, por
muy bien intencionadas que sean, ¿no significará prácticamente un
reconocimiento de debilidad y una renuncia a buscar la solución anhelada?
Veamos si esto es cierto. ¿Es la
reeducación radical de nuestra psicología y nuestro enfoque de las relaciones
sexuales algo tan improbable, tan alejado de la realidad? ¿No podríamos decir
que, por el contrario, mientras que grandes cambios sociales y económicos están
en curso, las condiciones que se están creando demandan y dan lugar a una nuevo
fundamento para la experiencia psicológica que está en consonancia con lo que
hemos estado hablando? Ya en nuestra sociedad avanza un nuevo grupo social que
intenta ocupar el primer puesto y dejar de lado a la burguesía, con su
ideología de clase y su código de moral sexual individualista. Esta clase
ascendente, de vanguardia, lleva necesariamente en su seno los gérmenes de
nuevas orientaciones entre los sexos, relaciones que forzosamente han de estar
estrechamente unidas a sus objetivos sociales de clase.
La compleja evolución de las
relaciones socioeconómicas que tiene lugar ante nuestros ojos, que pone en
conmoción todas nuestras concepciones sobre el papel de la mujer en la vida
social y destruye los fundamentos de la moral sexual burguesa, trae consigo dos
hechos que a primera vista parecen contradictorios.
Por un lado, observamos los
esfuerzos infatigables de la humanidad por adaptarse a las nuevas condiciones
socioeconómicas cambiantes. Esto se manifiesta ya sea en un intento de
conservar las “viejas formas”, dándoles un nuevo contenido (mantenimiento de la
forma exterior del matrimonio indisoluble y monógamo, pero al mismo tiempo el
reconocimiento de hecho de la libertad de los esposos), o, por el contrario, en
la aceptación de nuevas formas que lleven en su interior, sin embargo, todos
los elementos del código moral del matrimonio burgués (la unión libre en la que
el derecho de propiedad de los dos esposos unidos “libremente” sobrepase los
límites del derecho de propiedad del matrimonio legal).
Por otra parte, no podemos dejar
de señalar la aparición lenta, pero constante, de nuevas formas de relaciones
entre los sexos, que difieren de las formas externas tanto en la forma exterior
como por el espíritu que anima sus normas vivificadoras.
La humanidad sondea con inquietud
los nuevos ideales. Pero basta examinarlos un poco detenidamente para reconocer
en ellos, a pesar de que sus límites no están todavía lo suficientemente
marcados, los rasgos característicos merced a los cuales están estrechamente
vinculados con las tareas del proletariado, como aquella clase social a la que
le incumbe apoderarse de la fortaleza asediada del futuro. Quien quiera
encontrar en el laberinto de las normas sexuales contradictorias los gérmenes
de relaciones más sanas entre los sexos —que prometan liberar a la humanidad de
la crisis sexual que atraviesa—, tiene necesariamente que abandonar las cultas
estancias de la burguesía, con su refinada psicología individualista, y echar
una ojeada a las habitaciones hacinadas de los obreros. Allí, en medio del
horror y de la miseria causada por el capitalismo, entre lágrimas y
maldiciones, surgen a pesar de todo manantiales vivificadores que se abren paso
por la nueva senda.
Entre la clase obrera, bajo la
presión de duras condiciones económicas, bajo el yugo implacable de la
explotación del capital, se observa el doble proceso al que acabamos de
referirnos. La influencia destructiva del capitalismo, que aniquila todos los
fundamentos de la familia obrera, y obliga al proletariado a adaptarse
“instintivamente” a las condiciones del mundo que le rodea, y provoca, por
tanto, una serie de hechos en lo referente a las relaciones entre los sexos,
análogos a los que se producen también en otras capas de la sociedad. Debido a
los bajos salarios el obrero retrasa de manera continua e inevitable la edad de
contraer matrimonio. Si hace veinte años un obrero podía casarse de los
veintidós a los veinticinco años, hoy día no puede crear un hogar hasta los
treinta años aproximadamente. Además, cuanto más desarrolladas están en el
obrero las necesidades culturales, tanto más valora la posibilidad de seguir el
ritmo de la vida cultural, de ir al teatro, de asistir a conferencias, leer
periódicos,consagrar el tiempo que el trabajo le deja libre a la lucha sindical, a la
política, a una actividad por la que siente afición, al arte, a la lectura,
etc., y más tarde tiende a casarse. Sin embargo, las necesidades físicas no
tienen para nada en cuenta su situación financiera, son necesidades vitales de
las que no se puede prescindir. El obrero “soltero”, lo mismo que el burgués
“soltero”, resuelven su problema acudiendo a la prostitución. Este es un
ejemplo de la adaptación pasiva de la clase obrera a las condiciones
desfavorables de su existencia.
Tomemos otro ejemplo. Al casarse
un obrero, y a causa del nivel tan bajo de los salarios, la nueva familia
obrera se ve obligada a resolver el problema del nacimiento de los hijos de
igual forma que lo hace la familia burguesa. La frecuencia de infanticidios y
el aumento de la prostitución son dos son expresiones del mismo proceso. Ambos
son ejemplos de adaptación pasiva del obrero a la espantosa realidad que le
rodea. Pero lo que no hay que olvidar es que en estos procesos no hay nada que
caracterice propiamente al proletariado. Esta adaptación pasiva es propia de
todas las clases y sectores sociales que se ven envueltos en el proceso mundial
de desarrollo del capitalismo.
La línea de diferenciación
comienza precisamente cuando entran en juego los principios activos y
creadores; la delimitación se marca allí donde no se trata ya de una
adaptación, sino de una reacción frente a la realidad opresora. Comienza donde
nacen y se expresan nuevos ideales, donde surgen tímidas tentativas de
relaciones sexuales dotadas de un espíritu nuevo. Pero aún hay más: debemos
señalar que este proceso de reacción se inicia únicamente entre la clase
obrera.
Esto no quiere decir, en modo
alguno, que las otras clases y capas de la sociedad, principalmente la de los
intelectuales burgueses, que es la clase que por las condiciones de su
existencia social se encuentra más cerca de la clase obrera, no se apoderen de
estos elementos nuevos que el proletariado crea y desenvuelve. La burguesía,
impulsada por el deseo instintivo de inyectar vida nueva a las formas
agonizantes de la suya, y ante la impotencia de sus diversas formas de
relaciones sexuales, aprende a toda prisa las formas nuevas que la clase obrera
lleva consigo. Pero, desgraciadamente, ni los ideales, ni él código de moral
sexual elaborados de un modo gradual por el proletariado corresponden a la esencia
moral de las exigencias burguesas de clase. Por tanto, mientras la moral
sexual, nacida de las necesidades de la clase obrera, se convierte para esta
clase en un instrumento nuevo de lucha social, los “modernismos” de segunda
mano que de esa moral deduce la burguesía, no hacen más que destruir de un modo
definitivo las bases de su superioridad social.
El intento de los intelectuales
burgueses de sustituir el matrimonio indisoluble por los lazos más libres, más
fácilmente desligables del matrimonio civil, conmueve las bases de la
estabilidad social de la burguesía, bases que no pueden ser otras que la
familia monógama cimentada en el concepto de propiedad.
Todo lo contrario sucede en la
clase obrera. Una mayor libertad en la unión entre los sexos, una menor
consolidación de sus relaciones sexuales concuerda totalmente con las tareas
fundamentales de esta clase social, y hasta podemos decir que se derivan
directamente de estas tareas. Lo mismo sucede con la negación del concepto de
subordinación en el matrimonio que rompe los últimos lazos artificiales de la
familia burguesa. Todo lo contrario sucede en la clase proletaria. El factor de
la subordinación de un miembro de esta clase social a otro al igual que el
concepto de posesividad en las relaciones, tiene efectos nocivos sobre la mente
del proletariado. A los intereses de la clase revolucionaria no les conviene en
modo alguno “atar” a uno de sus miembros, puesto que a cada uno de sus
representantes independientes le incumbe ante todo el deber de servir a los
intereses de su clase y no los de una célula familiar aislada.
El deber del miembro de la
sociedad proletaria es ante todo contribuir al triunfo de los intereses de su
clase, por ejemplo, actuando en las huelgas, participando en todo momento en la
lucha. La moral con que la clase trabajadora juzga todos estos actos
caracteriza con perfecta claridad la base de la nueva moral proletaria.
Supongamos que un empresario,
movido únicamente por intereses familiares, retira de los negocios su capital
en un momento crítico para la empresa. Su acción, apreciada desde el punto de
vista de la moral burguesa, no puede ser más clara, “porque los intereses de la
familia deben figurar en primer lugar”. Comparemos ahora este juicio con la
actitud de los obreros ante el rompehuelgas, que acude al trabajo durante el
conflicto para que su familia no pase hambre. Los intereses de clase figuran en
este ejemplo en primer lugar. Representemos ahora a un marido burgués que ha
conseguido por su amor y devoción a la familia tener alejada a su mujer de
todos sus intereses, a excepción de los deberes de ama de casa y de mujer
consagrada por completo al cuidado de los hijos. El juicio de la sociedad
burguesa será: “un marido ideal que ha sabido crear una familia ideal”.
Pero, ¿cuál sería la actitud de
los obreros hacia un miembro consciente de su clase que intentase hacer que su
mujer se apartase de la lucha social? La moral de la clase exige, a costa
incluso de la felicidad individual, a costa de la familia, la participación de
la mujer en la vida de lucha que transcurre fuera de los muros de su hogar.
Atar a la mujer a la casa, colocar en primer plano los intereses familiares,
propagar la idea de los derechos de la propiedad absoluta de un esposo sobre su
mujer, son actos que violan el principio fundamental de la ideología de la
clase obrera, que destruyen la solidaridad y el compañerismo y que rompen las
cadenas que unen a todo el proletariado. El concepto de posesión de una
personalidad por otra, la idea de la subordinación y de la desigualdad de los
miembros de una sola y misma clase, son conceptos contrarios a la esencia del
concepto de camaradería, que es el principio proletario más fundamental.
Este principio básico de la
ideología de la clase ascendente es el que da colorido y determina el nuevo
código en formación de la moral sexual del proletariado, merced al cual se
transforma la psicología de la humanidad y llega a adquirir una acumulación de
sentimientos de solidaridad y de libertad, en vez del concepto de la propiedad,
una acumulación de compañerismo en vez de los conceptos de desigualdad y de
subordinación.
Es una vieja verdad la que
establece que toda nueva clase ascendente, nacida como consecuencia de una
cultura material distinta de la del grado precedente de la evolución económica,
enriquece a toda la humanidad con la ideología nueva característica de esta
clase. El código de la moral sexual constituye una parte integrante de la nueva
ideología. Por tanto, basta pronunciar los términos “ética proletaria” y “moral
sexual proletaria” para escapar de la trivial argumentación: la moral sexual
proletaria no es en el fondo más que “superestructura”, mientras no se
experimente la total transformación de la base económica de la sociedad, no
puede haber lugar para ella. ¡Como si una ideología, sea del género que fuere,
no se formase hasta que se hubiera producido la transformación de las
relaciones socioeconómicas necesarias para asegurar el dominio de la clase de
que se trate! La experiencia de la historia enseña que la elaboración de la
ideología de un grupo social, y consecuentemente de la moral sexual también, se
realiza durante el proceso mismo de la lucha de este grupo contra las fuerzas
sociales adversas.
Esta clase de lucha sólo puede
fortalecer su posición social con la ayuda de nuevos valores espirituales
sacados de su propio seno, y que respondan totalmente a sus tareas como clase
ascendente. Sólo mediante estas normas e ideales nuevos puede esta clase
arrebatar el poder a los grupos sociales contrarios.
La tarea que corresponde, por
tanto, a los ideólogos de la clase obrera es buscar el criterio moral
fundamental, producto de los intereses específicos de la clase obrera y
armonizar con este criterio las nacientes normas sexuales.
Ya es hora de comprender que
únicamente después de haber tanteado el proceso creador que se realiza allá
abajo, en las profundas capas sociales, proceso que engendra necesidades
nuevas, nuevos ideales y formas, será posible vislumbrar el camino en el caos
contradictorio de las relaciones sexuales y desenmarañar la enredada madeja del
problema sexual.
Debemos recordar que el código de
la moral sexual, en armonía con las tareas fundamentales de la clase obrera,
puede convertirse en poderoso instrumento que refuerce la posición de lucha de
la clase ascendente. ¿Por qué no servirse de este instrumento, en interés de la
clase obrera, en su lucha por el establecimiento de un sistema comunista y, a
la vez también, por establecer nuevas relaciones entre los sexos, que sean más
perfectas y felices?
3. El comunismo y la familia
La mujer no depende ya del
hombre
¿Se mantendrá la familia en un
Estado comunista? ¿Persistirá en la misma forma actual? Son estas cuestiones
que atormentan, en los momentos presentes, a la mujer de la clase trabajadora y
preocupa igualmente a sus compañeros, los hombres.
No debe extrañarnos que en estos
últimos tiempos este problema perturbe las mentes de las mujeres trabajadoras.
La vida cambia continuamente ante nuestros ojos; antiguos hábitos y costumbres
desaparecen poco a poco. Toda la existencia de la familia proletaria se
modifica y organiza en forma tan nueva, tan fuera de lo corriente, tan extraña,
como nunca pudimos imaginar.
Y una de las cosas que mayor
perplejidad produce en la mujer en estos momentos es la manera como se ha facilitado
el divorcio en Rusia.
De hecho, en virtud del decreto
del Comisario del Pueblo del 18 de diciembre de 1917, el divorcio ha dejado de
ser un lijo accesible sólo a los ricos; desde ahora en adelante, la mujer
trabajadora no tendrá que esperar y meses, e incluso hasta años, para que sea
fallada su petición de separación matrimonial que le dé derecho a
independizarse de un marido borracho o brutal, acostumbrado a golpearla. Desde
ahora en adelante el divorcio se podrá obtener amigablemente dentro del periodo
de una o dos semanas todo lo más.
Pero es precisamente esta
facilidad para obtener el divorcio, manantial de tantas esperanzas para las
mujeres que son desgraciadas en su matrimonio, lo que asusta a otras mujeres,
particularmente a aquellas que consideran todavía al marido como el “proveedor”
de la familia, como el único sostén de la vida, a esas mujeres que no
comprenden todavía que deben acostumbrarse a buscar y a encontrar ese sostén en
otro sitio, no en la persona del hombre, sino en la persona de la sociedad, en
el Estado.
Desde la familia genésica a
nuestros días
No hay ninguna razón para
pretender engañarnos a nosotros mismos: la familia normal de los tiempos
pasados en la cual el hombre lo era todo y la mujer nada —puesto que no tenía
voluntad propia, ni dinero propio, ni tiempo del que disponer libremente—, este
tipo de familia sufre modificaciones día por día, y actualmente es casi una
cosa del pasado, lo cual no debe asustarnos.
Bien sea por error o ignorancia,
estamos dispuestos a creer que todo lo que nos rodea debe permanecer inmutable,
mientras todo lo demás cambia. Siempre ha sido así y siempre lo será. Esta
afirmación es un error profundo.
Para darnos cuenta de su
falsedad, no tenemos más que leer cómo vivían las gentes del pasado, e inmediatamente
vemos cómo todo está sujeto a cambio y cómo no hay costumbres, ni
organizaciones políticas, ni moral que permanezcan fijas e inviolables.
Así, pues, la familia ha cambiado
frecuentemente de forma en las diversas épocas de la vida de la humanidad.
Hubo épocas en que la familia fue
completamente distinta a como estamos acostumbrados a admitirla. Hubo un tiempo
en que la única forma de familia que se consideraba normal era la llamada
familia genésica, es decir, aquella en que el cabeza de familia era la anciana
madre, en torno a la cual se agrupaban, en la vida y en el trabajo común, los
hijos, nietos y biznietos.
La familia patriarcal fue en
otros tiempos considerada también como la única forma posible de familia,
presidida por un padre-amo, cuya voluntad era ley para todos los demás miembros
de la familia. Aún en nuestros tiempos se pueden encontrar en las aldeas rusas
familias campesinas de este tipo. En realidad podemos afirmar que en esas
localidades la moral y las leyes que rigen la vida familiar son completamente
distintas de las que reglamentan la vida de la familia del obrero de la ciudad.
En el campo existen todavía gran número de costumbres que ya no es posible
encontrar en la familia de la ciudad proletaria.
El tipo de familia, sus costumbres,
etc., varían según las razas. Hay pueblos, como por ejemplo los turcos, árabes
y persas, entre los cuales la ley autoriza al marido el tener varias mujeres.
Han existido y todavía se encuentran tribus que toleran la costumbre contraria,
es decir, que la mujer tenga varios maridos.
La moralidad al uso del hombre de
nuestro tiempo le autoriza para exigir de las jóvenes la virginidad hasta su
matrimonio legítimo. Pero, sin embargo, hay tribus en las que ocurre todo lo
contrario: la mujer tiene por orgullo haber tenido muchos amantes, y se
engalana brazos y piernas con brazaletes que indican el número…
Diversas costumbres, que a
nosotros nos sorprenden, hábitos que podemos incluso calificar de inmorales,
los practican otros pueblos, con la sanción divina, mientras que, por su parte,
califican de “pecaminosas” muchas de nuestras costumbres y leyes.
Por tanto, no hay ninguna razón
para que nos aterroricemos ante el hecho de que la familia sufra un cambio,
porque gradualmente se descarten vestigios del pasado vividos hasta ahora, ni
porque se implanten nuevas relaciones entre el hombre y la mujer. No tenemos
más que preguntarnos: ¿qué es lo que ha muerto en nuestro viejo sistema
familiar y qué relaciones hay entre el hombre trabajador y la mujer
trabajadora, entre el campesino y la campesina?
¿Cuáles de sus respectivos
derechos y deberes armonizan mejor con las condiciones de vida de la nueva
Rusia? Todo lo que sea compatible con el nuevo estado de cosas se mantendrá; lo
demás, toda esa anticuada morralla que hemos heredado de la maldita época de
servidumbre y dominación, que era la característica de los terratenientes y
capitalistas, todo eso tendrá que ser barrido juntamente con la misma clase
explotadora, con esos enemigos del proletariado y de los pobres.
El capitalismo ha destruido la
vieja vida familiar
La familia, en su forma actual,
no es más que una de tantas herencias del pasado. Sólidamente unida, compacta
en sí misma en sus comienzos, e indisoluble —tal era el carácter del matrimonio
santificado por el cura—, la familia era igualmente necesaria para cada uno de
sus miembros. Porque ¿quién se hubiera ocupado de criar, vestir y educar a los
hijos de no ser la familia? ¿Quién se hubiera ocupado de guiarlos en la vida?
Triste suerte la de los huérfanos en aquellos tiempos; era el peor destino que
pudiera tocarle a uno en suerte.
En el tipo de familia a que
estamos acostumbrados, es el marido el que gana el sustento, el que mantiene a
la mujer y a los hijos. La mujer, por su parte, se ocupa de los quehaceres domésticos
y de criar a los hijos como le parece.
Pero, desde hace un siglo, esta
forma corriente de familia ha experimentado una destrucción progresiva en todos
los países del mundo, en los que domina el capitalismo, en aquellos países en
que el número de fábricas crece rápidamente, juntamente con otras empresas
capitalistas que emplean trabajadores.
Las costumbres y la moral
familiar se forman simultáneamente como consecuencia de las condiciones
generales de la vida que rodea a la familia. Lo que más ha contribuido a que se
modificasen las costumbres familiares de una manera radical ha sido,
indiscutiblemente, la enorme expansión que ha adquirido por todas partes el
trabajo asalariado de la mujer. Anteriormente, era el hombre el único sostén
posible de la familia. Pero desde los últimos cincuenta o sesenta años, hemos
experimentado en Rusia (con anterioridad en otros países) que el régimen
capitalista obliga a las mujeres a buscar trabajo remunerador fuera de la
familia, fuera de su casa.
Treinta millones de mujeres
soportan una doble carga
Como el salario del hombre,
sostén de la familia, resultaba insuficiente para cubrir las necesidades de la
misma, la mujer se vio obligada a su vez a buscar trabajo remunerado; la madre
tuvo que llamar también a la puerta de la fábrica. Año por año, día tras día,
fue creciendo el número de mujeres pertenecientes a la clase trabajadora que
abandonaban sus casas para ir a nutrir las filas de las fábricas, para trabajar
como obreras, dependientas, oficinistas, lavanderas o criadas.
Según cálculos de antes de la
Gran Guerra, en los países de Europa y América ascendían a sesenta millones las
mujeres que se ganaban la vida con su trabajo. Durante la guerra ese número
aumentó considerablemente.
La inmensa mayoría de estas
mujeres estaban casadas; fácil es imaginarnos la vida familiar que podrían
disfrutar. ¡Qué vida familiar puede existir donde la esposa y madre se va de
casa durante ocho horas diarias, diez mejor dicho (contando el viaje de ida y
vuelta)! La casa queda necesariamente descuidad; los hijos crecen sin ningún
cuidado maternal, abandonados a sí mismos en medio de los peligros de la calle,
en la cual pasan la mayor parte del tiempo.
La mujer casada, la madre que es
obrera, suda sangre para cumplir con tres tareas que pesan al mismo tiempo
sobre ella: disponer de las horas necesarias para el trabajo, lo mismo que hace
su marido, en alguna industria o establecimiento comercial; consagrarse
después, lo mejor posible, a los quehaceres domésticos, y, por último, cuidar
de sus hijos.
El capitalismo ha cargado sobre
los hombros de la mujer trabajadora un peso que la aplasta; la ha convertido en
obrera, sin aliviarla de sus cuidados de ama de casa y madre.
Por tanto, nos encontramos con
que la mujer se agota como consecuencia de esta triple e insoportable carga,
que con frecuencia expresa con gritos de dolor y hace asomar lágrimas a sus
ojos.
Los cuidados y las preocupaciones
han sido en todo tiempo destino de la mujer; pero nunca ha sido su vida más
desgraciada, más desesperada que en estos tiempos bajo el régimen capitalista,
precisamente cuando la industria atraviesa por periodo de máxima expansión.
Los trabajadores aprenden a
existir sin vida familiar
Cuanto más se extiende el trabajo
asalariado de la mujer, más progresa la descomposición de la familia. ¡Qué vida
familiar puede haber donde el hombre y la mujer trabajan en la fábrica, en
secciones diferentes, si la mujer no dispone siquiera del tiempo necesario para
guisar una comida medianamente buena para sus hijos! ¡Qué vida familiar puede
ser la de una familia en la que el padre y la madre pasan fuera de casa la
mayor parte de las veinticuatro horas del día, entregados a un duro trabajo,
que les impide dedicar unos cuantos minutos a sus hijos!
En épocas anteriores, era
completamente diferente. La madre, el ama de casa, permanecía en el hogar, se
ocupaba de las tareas domésticas y de sus hijos, a los cuales no dejaba de
observar, siempre vigilante.
Hoy día, desde las primeras horas
de la mañana hasta que suena la sirena de la fábrica, la mujer trabajadora
corre apresurada para llegar a su trabajo; por la noche, de nuevo, al sonar la
sirena, vuelve precipitadamente a casa para preparar la sopa y hacer los
quehaceres domésticos indispensables. A la mañana siguiente, después de breves horas
de sueño, comienza otra vez para la mujer su pesada carga. No puede, pues,
sorprendernos, por tanto, el hecho de que, debido a estas condiciones de vida,
se deshagan los lazos familiares y la familia se disuelva cada día más. Poco a
poco va desapareciendo todo aquello que convertía a la familia en un todo
sólido, todo aquello que constituía sus seguros cimientos, la familia es cada
vez menos necesaria a sus propios miembros y al Estado. Las viejas formas
familiares se convierten en un obstáculo.
¿En qué consistía la fuerza de la
familia en los tiempos pasados? En primer lugar, en el hecho de que era el
marido, el padre, el que mantenía a la familia; en segundo lugar, el hogar era
algo igualmente necesario a todos los miembros de la familia, y en tercer y
último lugar, porque los hijos eran educados por los padres.
¿Qué es lo que queda actualmente
de todo esto? El marido, como hemos visto, ha dejado de ser el sostén único de
la familia. La mujer, que va a trabajar, se ha convertido, a este respecto, en
igual a su marido. Ha aprendido no sólo a ganarse la vida, sino también, con
gran frecuencia, a ganar la de sus hijos y su marido. Queda todavía, sin
embargo, la función de la familia de criar y mantener a los hijos mientras son
pequeños. Veamos ahora, en realidad, lo que subsiste de esta obligación.
El trabajo casero no es ya una
necesidad
Hubo un tiempo en que la mujer de
la clase pobre, tanto en la ciudad como en el campo, pasaba su vida entera en
el seno de la familia. La mujer no sabía nada de lo que ocurría más allá del
umbral de su casa y es casi seguro que tampoco deseaba saberlo. En
compensación, tenía dentro de su casa las más variadas ocupaciones, todas
útiles y necesarias, no sólo para la vida de la familia en sí, sino también
para la de todo el Estado.
La mujer hacía, es cierto, todo
lo que hoy hace cualquier mujer obrera o campesina. Guisaba, lavaba, limpiaba
la casa y repasaba la ropa de la familia. Pero no hacía esto sólo. Tenía sobre
sí, además, una serie de obligaciones que no tienen ya las mujeres de nuestro
tiempo: hilaba la lana y el lino; tejía las telas y los adornos, las medias y
los calcetines; hacía encajes y se dedicaba, en la medida de las posibilidades
familiares, a las tareas de la conservación de carnes y demás alimentos; destilaba
las bebidas de la familia, e incluso moldeaba las velas para la casa.
¡Cuán diversas eran las tareas de
la mujer en los tiempos pasados! Así pasaron la vida nuestras madres y abuelas.
Aún en nuestros días, allá en remotas aldeas, en pleno campo, en contacto con
las líneas del tren o lejos de los grandes ríos, se pueden encontrar pequeños
núcleos donde se conserva todavía, sin modificación alguna, este modo de vida
de los buenos tiempos del pasado, en la que el ama de casa realizaba una serie
de trabajos de los que no tiene noción la mujer trabajadora de las grandes
ciudades o de las regiones de gran población industrial, desde hace mucho
tiempo.
El trabajo industrial de la
mujer en el hogar
En los tiempos de nuestras
abuelas eran absolutamente necesarios y útiles todos los trabajos domésticos de
la mujer, de los que dependía el bienestar de la familia. Cuanto más se
dedicaba la mujer de su casa a estas tareas, tanto mejor era la vida en el hogar,
más orden y abundancia se reflejaban en la casa. Hasta el propio Estado podía
beneficiarse un tanto de las actividades de la mujer como ama de casa. Porque,
en realidad, la mujer de otros tiempos no se limitaba a preparar purés para
ella o su familia, sino que sus manos producían muchos otros productos de
riqueza, tales como telas, hilo, mantequilla, etc., cosas que podían llevarse
al mercado y ser consideradas como mercancías, como cosas de valor.
Es cierto que en los tiempos de
nuestras abuelas y bisabuelas el trabajo no era evaluado en dinero. Pero no
había ningún hombre, fuera campesino u obrero, que no buscase como compañera
una mujer con “manos de oro”, frase todavía proverbial entre el pueblo.
Porque sólo los recursos del
hombre, sin el trabajo doméstico de la mujer, no hubieran bastado para mantener
el hogar.
En lo que se refiere a los bienes
del Estado, a los intereses de la nación, coincidían con los del marido; cuanto
más trabajadora resultaba la mujer en el seno de su familia, tantos más productos
de todas clases producía: telas, cueros, lana, cuyo sobrante podía ser vendido
en el mercado de las cercanías; consecuentemente, la “mujer de su casa”
contribuía a aumentar en su conjunto la prosperidad económica del país.
La mujer casada y la fábrica
El capitalismo ha modificado
totalmente esta antigua manera de vida. Todo lo que antes se producía en el
seno de la familia, se fabrica ahora en grandes cantidades en los talleres y en
las fábricas. La máquina sustituyó a los ágiles dedos del ama de casa. ¿Qué
mujer de su casa trabajaría hoy día en moldear velas, hilar o tejer tela? Todos
estos productos pueden adquirirse en la tienda más próxima. Antes, todas las
muchachas tenían que aprender a tejer sus medias; ¿es posible encontrar en
nuestros tiempos una joven obrera que se haga las medias? En primer lugar,
carece del tiempo necesario para ello. El tiempo es dinero y no hay nadie que
quiera perderlo de una manera improductiva, es decir, sin obtener ningún
provecho. Actualmente, toda mujer de su casa, que es a la vez una obrera,
prefiere comprar las medias hechas que perder tiempo haciéndolas.
Pocas mujeres trabajadoras, y
sólo en casos aislados, podemos encontrar hoy día que preparen las conservas
para la familia, cuando la realidad es que en la tienda de comestibles de al
lado de su casa puede comprarlas perfectamente preparadas. Aun en el caso de
que el producto vendido en la tienda sea de una calidad inferior, o que no sea
tan bueno como el que pueda hacer una ama de casa ahorrativa en su hogar, la mujer
trabajadora no tiene ni tiempo ni energías para dedicarse a todas las
laboriosas operaciones que requiere un trabajo de esta clase.
La realidad, pues, es que la
familia contemporánea se independiza cada vez más de todos aquellos trabajos
domésticos sin cuya preocupación no hubieran podido concebir la vida familiar
nuestras abuelas.
Lo que se producía anteriormente
en el seno de la familia se produce actualmente con el trabajo común de hombres
y mujeres trabajadoras en las fábricas y talleres.
Los quehaceres individuales están
llamados a desaparecer
La familia actualmente consume
sin producir. Las tareas esenciales del ama de casa han quedado reducidas a
cuatro: limpieza (suelos, muebles, calefacción, etc.); cocina (preparación de
comida y cena); lavado y cuidado de la ropa blanca, y vestidos de la familia
(remendado y repaso de la ropa).
Estos son trabajos agotadores.
Consumen todas las energías y todo el tiempo de la mujer trabajadora, que,
además, tiene que trabajar en una fábrica.
Ciertamente que los quehaceres de
nuestras abuelas comprendían muchas más operaciones, pero, sin embargo, estaban
dotados de una cualidad de la que carecen los trabajos domésticos de la mujer
obrera de nuestros días; éstos han perdido su cualidad de trabajos útiles al
Estado desde el punto de vista de la economía nacional, porque son trabajos con
los que no se crean nuevos valores. Con ellos no se contribuye a la prosperidad
del país.
Es en vano que la mujer
trabajadora se pase el día desde la mañana hasta la noche limpiando su casa,
lavando y planchando la ropa, consumiendo sus energías para conservar sus
gastadas ropas en orden, matándose para preparar con sus modestos recursos la
mejor comida posible, porque cuando termine el día no quedará, a pesar de sus
esfuerzos, un resultado material de todo su trabajo diario; con sus manos
infatigables no habrá creado en todo el día nada que pueda ser considerado como
una mercancía en el mercado comercial. Mil años que viviera todo seguiría igual
para la mujer trabajadora. Todas las mañanas habría que quitar polvo de la
cómoda; el marido vendría con ganas de cenar por la noche y sus chiquitines
volverían siempre a casa con los zapatos llenos de barro… El trabajo del ama de
casa reporta cada día menos utilidad, es cada vez más improductivo.
La aurora del trabajo casero
colectivo
Los trabajos caseros en forma
individual han comenzado a desaparecer y de día en día van siendo sustituidos
por el trabajo casero colectivo, y llegará un día, más pronto o más tarde, en
que la mujer trabajadora no tendrá que ocuparse de su propio hogar.
En la Sociedad Comunista del
mañana, estos trabajos serán realizados por una categoría especial de mujeres
trabajadoras dedicadas únicamente a estas ocupaciones.
Las mujeres de los ricos, hace ya
mucho tiempo que viven libres de estas desagradables y fatigosas tareas. ¿Por
qué tiene la mujer trabajadora que continuar con esta pesada carga?
En la Rusia Soviética, la vida de
la mujer trabajadora debe estar rodeada de las mismas comodidades, la misma
limpieza, la misma higiene, la misma belleza, que hasta ahora constituía el
ambiente de las mujeres pertenecientes a las clases adineradas. En una Sociedad
Comunista la mujer trabajadora no tendrá que pasar sus escasas horas de
descanso en la cocina, porque en la Sociedad Comunista existirán restaurantes
públicos y cocinas centrales en los que podrá ir a comer todo el mundo.
Estos establecimientos han ido en
aumento en todos los países, incluso dentro del régimen capitalista. En
realidad, se puede decir que desde hace medio siglo aumentan de día en día en
todas las ciudades de Europa; crecen como las setas después de la lluvia
otoñal. Pero mientras en un sistema capitalista sólo gentes con bolsas bien
repletas pueden permitirse el gusto de comer en los restaurantes, en una ciudad
comunista estarán al alcance de todo el mundo.
Lo mismo se puede decir del
lavado de la ropa y demás trabajos caseros. La mujer trabajadora no tendrá que
ahogarse en un océano de porquería ni estropearse la vista remendando y
cosiendo la ropa por las noches. No tendrá más que llevarla cada semana a los
lavaderos centrales para ir a buscarla después lavada y planchada. De este modo
tendrá la mujer trabajadora una preocupación menos.
La organización de talleres
especiales para repasar y remendar la ropa ofrecerá a la mujer trabajadora la
oportunidad de dedicarse por las noches a lecturas instructivas, a
distracciones saludables, en vez de pasarlas como hasta ahora en tareas
agotadoras.
Por tanto, vemos que las cuatro
últimas tareas domésticas que todavía pesan sobre la mujer de nuestros tiempos
desaparecerán con el triunfo del régimen comunista.
No tendrá de qué quejarse la
mujer obrera, porque la Sociedad Comunista habrá terminado con el yugo
doméstico de la mujer para hacer su vida más alegre, más rica, más libre y más
completa.
La crianza de los hijos en el
régimen capitalista
¿Qué quedará de la familia cuando
hayan desaparecido todos estos quehaceres del trabajo casero individual?
Todavía tendremos que luchar con el problema de los hijos. Pero en lo que se
refiere a esta cuestión, el Estado de los Trabajadores acudirá en auxilio de la
familia, sustituyéndola; gradualmente, la Sociedad se hará cargo de todas
aquellas obligaciones que antes recaían sobre los padres.
Bajo el régimen capitalista la
instrucción del niño ha cesado de ser una obligación de los padres. El niño
aprende en la escuela. En cuanto el niño entra en la edad escolar, los padres
respiran más libremente. Cuando llega este momento, el desarrollo intelectual
del hijo deja de ser un asunto de su incumbencia.
Sin embargo, con ello no
terminaban todas las obligaciones de la familia con respecto al niño. Todavía
subsistía la obligación de alimentar al niño, de calzarle, vestirle,
convertirlo en obrero diestro y honesto para que, con el tiempo, pudiera
bastarse a sí propio y ayudar a sus padres cuando éstos llegaran a viejos.
Pero lo más corriente era, sin
embargo, que la familia obrera no pudiera casi nunca cumplir enteramente estas
obligaciones con respecto a sus hijos. El reducido salario de que depende la
familia obrera no le permite ni tan siquiera dar a sus hijos lo suficiente para
comer, mientras que el excesivo trabajo que pesa sobre los padres les impide
dedicar a la educación de la joven generación toda la atención a que obliga
este deber. Se daba por sentado que la familia se ocupaba de la crianza de los
hijos. ¿Pero lo hacía en realidad? Más justo sería decir que es en la calle
donde se crían los hijos de los proletarios. Los niños de la clase trabajadora
desconocen las satisfacciones de la vida familiar, placeres de los cuales
participamos todavía nosotros con nuestros padres.
Pero, además, hay que tener en
cuenta que lo reducido de los jornales, la inseguridad en el trabajo y hasta el
hambre convierten frecuentemente al niño de diez años de la clase trabajadora
en un obrero independiente a su vez. Desde este momento, tan pronto como el
hijo (lo mismo si es chico o chica) comienza a ganar un jornal, se considera a
sí mismo dueño de su persona, hasta tal punto que las palabras y los consejos
de sus padres dejan de causarle la menor impresión, es decir, que se debilita
la autoridad de los padres y termina la obediencia.
A medida que van desapareciendo
uno a uno los trabajos domésticos de la familia, todas las obligaciones de
sostén y crianza de los hijos son desempeñadas por la sociedad en lugar de por
los padres. Bajo el sistema capitalista, los hijos eran con demasiada
frecuencia, en la familia proletaria, una carga pesada e insostenible.
El niño y el Estado comunista
En este aspecto también acudirá
la Sociedad Comunista en auxilio de los padres. En la Rusia Soviética se han
emprendido, merced a los Comisariados de Educación Pública y Bienestar Social,
grandes adelantos. Se puede decir que en este aspecto se han hecho ya muchas
cosas para facilitar la tarea de la familia de criar y mantener a los hijos.
Existen ya casas para los niños
lactantes, guardería infantiles, jardines de la infancia, colonias y hogares
para niños, enfermerías y sanatorios para los enfermos o delicados,
restaurantes, comedores gratuitos para los discípulos en escuelas, libros de
estudio gratuitos, ropas de abrigo y calzado para los niños de los
establecimientos de enseñanza. ¿Todo esto no demuestra suficientemente que el
niño sale ya del marco estrecho de la familia, pasando la carga de su crianza y
educación de los padres a la colectividad?
Los cuidados de los padres con
respecto a los hijos pueden clasificarse en tres grupos: 1º, cuidados que los
niños requieren imprescindiblemente en los primeros tiempos de su vida; 2º, los
cuidados que supone la crianza del niño, y 3º, los cuidados que necesita la
educación del niño.
Lo que se refiere a la
instrucción de los niños, en escuelas primarias, institutos y universidades, se
ha convertido ya en una obligación del Estado, incluso en la sociedad
capitalista.
Por otra parte, las ocupaciones
de la clase trabajadora, las condiciones de vida, obligaban, incluso en la
sociedad capitalista, a la creación de lugares de juego, guarderías, asilos,
etc. Cuanta más conciencia tenga la clase trabajadora de sus derechos, cuanto
mejor estén organizados en cualquier Estado específico, tanto más interés
tendrá la sociedad en el problema de aliviar a la familia del cuidado de los
hijos.
Pero la sociedad burguesa tiene
medio de ir demasiado lejos en lo que respecta a considerar los intereses de la
clase trabajadora, y mucho más si contribuye de este modo a la desintegración
de la familia.
Los capitalistas se dan perfecta
cuenta de que el viejo tipo de familia, en la que la esposa es una esclava y el
hombre es responsable del sostén y bienestar de la familia, de que una familia
de esta clase es la mejor arma para ahogar los esfuerzos del proletariado hacia
su libertad, para debilitar el espíritu revolucionario del hombre y de la mujer
proletarios. La preocupación por lo que le pueda pasar a su familia, priva al
obrero de toda su firmeza, le obliga a transigir con el capital. ¿Qué no harán
los padres proletarios cuando sus hijos tienen hambre?
Contrariamente a lo que sucede en
la sociedad capitalista, que no ha sido capaz de transformar la educación de la
juventud en una verdadera función social, en una obra del Estado, la Sociedad
Comunista considerará como base real de sus leyes y costumbres, como la primera
piedra del nuevo edificio, la educación social de la generación naciente.
No será la familia del pasado,
mezquina y estrecha, con riñas entre los padres, con sus intereses
exclusivistas para sus hijos, la que moldeará el hombre de la sociedad del
mañana.
El hombre nuevo, de nuestra nueva
sociedad, será moldeado por las organizaciones socialistas, jardines
infantiles, residencias, guarderías de niños, etc., y muchas otras
instituciones de este tipo, en las que el niño pasará la mayor parte del día y
en las que educadores inteligentes le convertirán en un comunista consciente de
la magnitud de esta inviolable divisa: solidaridad, camaradería, ayuda mutua y
devoción a la vida colectiva.
La subsistencia de la madre
asegurada
Veamos ahora, una vez que no se
precisa atender a la crianza y educación de los hijos, qué es lo que quedará de
las obligaciones de la familia con respecto a sus hijos, particularmente
después que haya sido aliviada de la mayor parte de los cuidados materiales que
llevan consigo el nacimiento de un hijo, o sea, a excepción de los cuidados que
requiere el niño recién nacido cuando todavía necesita de la atención de su
madre, mientras aprende a andar, agarrándose a las faldas de su madre. En esto
también el Estado Comunista acude presuroso en auxilio de la madre trabajadora.
Ya no existirá la madre agobiada con un chiquillo en brazos. El Estado de los
Trabajadores se encargará de la obligación de asegurar la subsistencia a todas
las madres, estén o no legítimamente casadas, en tanto que amamanten a su hijo;
instalará por doquier casas de maternidad, organizará en todas las ciudades y
en todos los pueblos guarderías e instituciones semejantes para que la mujer
pueda ser útil trabajando para el Estado mientras, al mismo tiempo, cumple sus
funciones de madre.
El matrimonio dejará de ser
una cadena
Las madres obreras no tienen por
qué alarmarse. La Sociedad Comunista no pretende separar a los hijos de los
padres, ni arrancar al recién nacido del pecho de su madre. No abriga la menor
intención de recurrir a la violencia para destruir la familia como tal. Nada de
eso. Estas no son las aspiraciones de la Sociedad Comunista.
¿Qué es lo que presenciamos hoy?
Pues que se rompen los lazos de la gastada familia. Esta, gradualmente, se va
libertando de todos los trabajos domésticos que anteriormente eran otros tantos
pilares que sostenían la familia como un todo social. ¿Los cuidados de la
limpieza, etc., de la casa? También parece que han demostrado su inutilidad.
¿Los hijos? Los padres proletarios no pueden ya atender a su cuidado; no se
pueden asegurar ni su subsistencia ni su educación.
Estas es la situación real cuyas
consecuencias sufren por igual los padres y los hijos.
Por tanto, la Sociedad Comunista
se acercará al hombre y a la mujer proletarios para decirles: “Sois jóvenes y
os amáis”. Todo el mundo tiene derecho a la felicidad. Por eso debéis vivir
vuestra vida. No tengáis miedo al matrimonio, aun cuando el matrimonio no fuera
más que una cadena para el hombre y la mujer de la clase trabajadora en la
sociedad capitalista. Y, sobre todo, no temáis, siendo jóvenes y saludables,
dar a vuestro país nuevos obreros, nuevos ciudadanos niños. La sociedad de los
trabajadores necesita de nuevas fuerzas de trabajo; saluda la llegada de cada
recién venido al mundo. Tampoco temáis por el futuro de vuestro hijo; vuestro
hijo no conocerá el hambre, ni el frío. No será desgraciado, ni quedará
abandonado a su suerte como sucedía en la sociedad capitalista. Tan pronto como
el nuevo ser llegue al mundo, el Estado de la clase Trabajadora, la Sociedad
Comunista, asegurará el hijo y a la madre una ración para su subsistencia y
cuidados solícitos. La Patria comunista alimentará, criará y educará al niño.
Pero esta patria no intentará, en modo alguno, arrancar al hijo de los padres
que quieran participar en la educación de sus pequeñuelos. La Sociedad
Comunista tomará a su cargo todas las obligaciones de la educación del niño,
pero nunca despojará de las alegrías paternales, de las satisfacciones
maternales a aquellos que sean capaces de apreciar y comprender estas alegrías.
¿Se puede, pues, llamar a esto destrucción de la familia por la violencia o
separación a la fuerza de la madre y el hijo?
La familia como unión de
afectos y camaradería
Hay algo que no se puede negar, y
es el hecho de que ha llegado su hora al viejo tipo de familia. No tiene de
ello la culpa el comunismo: es el resultado del cambio experimentado por la
condiciones de vida. La familia ha dejado de ser una necesidad para el Estado
como ocurría en el pasado.
Todo lo contrario, resulta algo
peor que inútil, puesto que sin necesidad impide que las mujeres de la clase
trabajadora puedan realizar un trabajo mucho más productivo y mucho más
importante. Tampoco es ya necesaria la familia a los miembros de ella, puesto
que la tarea de criar a los hijos, que antes le pertenecía por completo, pasa
cada vez más a manos de la colectividad.
Sobre las ruinas de la vieja vida
familiar, veremos pronto resurgir una nueva forma de familia que supondrá
relaciones completamente diferentes entre el hombre y la mujer, basadas en una
unión de afectos y camaradería, en una unión de dos personas iguales en la
Sociedad Comunista, las dos libres, las dos independientes, las dos obreras.
¡No más “servidumbre” doméstica para la mujer! ¡No más desigualdad en el seno
mismo de la familia! ¡No más temor por parte de la mujer de quedarse sin sostén
y ayuda si el marido la abandona!
La mujer, en la Sociedad
Comunista, no dependerá de su marido, sino que sus robustos brazos serán los
que la proporcionen el sustento. Se acabará con la incertidumbre sobre la
suerte que puedan correr los hijos. El Estado comunista asumirá todas estas
responsabilidades. El matrimonio quedará purificado de todos sus elementos
materiales, de todos los cálculos de dinero que constituyen la repugnante
mancha de la vida familiar de nuestro tiempo. El matrimonio se transformará
desde ahora en adelante en la unión sublime de dos almas que se aman, que se
profesen fe mutua; una unión de este tipo promete a todo obrero, a toda obrera,
la más completa felicidad, el máximo de la satisfacción que les puede caber a
criaturas conscientes de sí mismas y de la vida que les rodea.
Esta unión libre, fuerte en el
sentimiento de camaradería en que está inspirada, en vez de la esclavitud
conyugal del pasado, es lo que la sociedad comunista del mañana ofrecerá a
hombres y mujeres.
Una vez se hayan transformado las
condiciones de trabajo, una vez haya aumentado la seguridad material de la
mujer trabajadora; una vez haya desaparecido el matrimonio tal y como lo
consagraba la Iglesia —esto es, el llamado matrimonio indisoluble, que no era
en el fondo más que un mero fraude—, una vez este matrimonio sea sustituido por
la unión libre y honesta de hombres y mujeres que se aman y son camaradas,
habrá comenzado a desaparecer otro vergonzoso azote, otra calamidad horrorosa
que mancilla a la humanidad y cuyo peso recae por entero sobre el hambre de la
mujer trabajadora: la prostitución.
Se acabará para siempre la
prostitución
Esta vergüenza se la debemos al
sistema económico hoy en vigor, a la existencia de la propiedad privada. Una
vez haya desaparecido la propiedad privada, desaparecerá automáticamente el
comercio de la mujer.
Por tanto, la mujer de la clase
trabajadora debe dejar de preocuparse porque esté llamada a desaparecer la
familia tal y conforme está constituida en la actualidad. Sería mucho mejor que
saludaran con alegría la aurora de una nueva sociedad, que liberará a la mujer
de la servidumbre doméstica, que aliviará la carga de la maternidad para la
mujer, una sociedad en la que, finalmente, veremos desaparecer la más terrible
de las maldiciones que pesan sobre la mujer: la prostitución.
La mujer, a la que invitamos a
que luche por la gran causa de la liberación de los trabajadores, tiene que
saber que en el nuevo Estado no habrá motivo alguno para separaciones
mezquinas, como ocurre ahora.
“Estos son mis hijos. Ellos son
los únicos a quienes debo toda mi atención maternal, todo mi afecto; ésos son
hijos tuyos; son los hijos del vecino. No tengo nada que ver con ellos. Tengo
bastante con los míos propios”.
Desde ahora, la madre obrera que
tenga plena conciencia de su función social, se elevará a tal extremo que
llegará a no establecer diferencias entre “los tuyos y los míos”; tendrá que
recordar siempre que desde ahora no habrá más que “nuestros” hijos, los del
Estado Comunista, posesión común de todos los trabajadores.
La igualdad social del hombre
y la mujer
El Estado de los Trabajadores
tiene necesidad de una nueva forma de relación entre los sexos. El cariño
estrecho y exclusivista de la madre por sus hijos tiene que ampliarse hasta dar
cabida a todos los nuños de la gran familia proletaria.
En vez del matrimonio
indisoluble, basado en la servidumbre de la mujer, veremos nacer la unión libre
fortificada por el amor y el respeto mutuo de dos miembros del Estado Obrero,
iguales en sus derechos y en sus obligaciones.
En vez de la familia de tipo
individual y egoísta, se levantará una gran familia universal de trabajadores,
en la cual todos los trabajadores, hombres y mujeres, serán ante todo obreros y
camaradas. Estas serán las relaciones entre hombres y mujeres en la Sociedad
Comunista de mañana. Estas nuevas relaciones asegurarán a la humanidad todos
los goces del llamado amor libre, ennoblecido por una verdadera igualdad social
entre compañeros, goces que son desconocidos en la sociedad comercial del
régimen capitalista.
¡Abrid paso a la existencia de
una infancia robusta y sana; abrid paso a una juventud vigorosa que ame la vida
con todas sus alegrías, una juventud libre en sus sentimientos y en sus
afectos!
Esta es la consigna de la
Sociedad Comunista. En nombre de la igualdad, de la libertad y del amor,
hacemos un llamamiento a todas las mujeres trabajadoras, a todos los hombres
trabajadores, mujeres campesinas y campesinos para que resueltamente y llenos
de fe se entreguen al trabajo de reconstrucción de la sociedad humana para
hacerla más perfecta, más justa y más capaz de asegurar al individuo la
felicidad a que tiene derecho.
La bandera roja de la revolución
social que ondeará después de Rusia en otros países del mundo proclama que no
está lejos el momento en el que podamos gozar del cielo en la tierra, a lo que
la humanidad aspira desde hace siglos.
Para leer más
Clarà, Laia, “Alexandra
Kollontai: vida y obra de una revolucionaria”, periódico En Lucha,
septiembre 2003.
http://www.enlucha.org/periodico/En_Lucha_098/98_11.pdf
Gutiérrez-Alvarez, Pepe, Las
subversivas. Revolucionarias en los tiempos del movimiento obrero clásico. Editorial
Hacer, Barcelona, 1986. Disponible en la web de Espai Marx. Enlace corto:
http://bit.ly/hkeI8n
Miguel Álvarez, Ana de, Marxismo
y feminismo en Alejandra Kollontai, Madrid, Ediciones del Orto, Madrid,
1996.
Kollontai, Alexandra, El
amor de las abejas obreras, Alba Editorial, Barcelona, 2008.
Kollontai, Alexandra, La
bolchevique enamorada, Txalaparta, 2008.
Kollontai, Alexandra, Autobiografía
de una mujer sexualmente emancipada, Editorial Anagrama, Barcelona, 1980.
Kollontai, Alejandra, La
mujer nueva y la moral sexual, Editorial Ayuso, Madrid, 1976.
Kollontai, Alexandra, Marxismo
y revolución sexual, Miguel Castellote Ed., Madrid, 1976.
Rosenberg, Chanie, Alexandra Kollontai
on Women´s Liberation, Bookmarks Publications, London, 1998.
Este folleto recoge varios
escritos de Alexandra Kollontai de las siguientes procedencias:
- Extracto de Los fundamentos sociales de la cuestión
femenina (1907): versión traducida por María Teresa García Banús en 1931,
y revisada por Tamara Ruiz en 2011.
- Las relaciones sexuales y la lucha de clases
(1911): traducción de Tamara Ruiz en 2011 a partir de la versión inglesa
de Alix Holt de 1977.
- El comunismo y la familia (1918): versión en
castellano publicada por primera vez en Editorial Marxista, Barcelona, en
1937. Revisada por Tamara Ruiz en 2011.
Primera edición de este folleto
publicada por el grupo En lucha: marzo de 2011.
PUNTO Y APARTE
.
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