domingo, 27 de marzo de 2016

Alexandra Kollontai : Las causas del «problema de la mujer»

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Las causas del "problema de la mujer" pertenece al capitulo 7 del libro de Alexandra Kollantai La mujer en el desarrollo social , donde nos explica el problema de la mujer en la sociedad capitalista y los orígenes del feminismo. 






Las causas del «problema de la mujer»




Por : Alexandra Kollontai









En nuestra última charla pusimos de manifiesto que cuanto más se desarrollan las fuerzas productivas y se impone la producción en grandes empresas capitalistas más rápidamente crecía el número de las mujeres que trabajaban. Hoy afirmaremos que la mujer, en el sistema capitalista, nunca estará en condiciones de imponer su total libertad y equiparación con el hombre, y esto con total independencia de que colabore o no ahora con su actividad en la producción. ¡Al contrario! Existe una contradicción infranqueable entre su importancia en la economía del pueblo y su dependencia y falta de derechos en la familia, en el Estado y en la sociedad. Examinaremos ahora con algún detalle de qué manera se ha impuesto en la sociedad la necesidad de equiparación de derechos y de dignidad humana de la mujer y cómo este proceso tiene relación con la acelerada extensión del trabajo femenino.

Todo el mundo se hace cargo sin más de que las mujeres, desde que trabajan cada vez en mayor número en la producción y se hacen independientes económicamente, reaccionan con más amargura ante su existencia de ciudadanas de segunda categoría -tanto en su propia familia como en la sociedad-. Todo observador independiente y sin prejuicios podrá afirmar fácilmente que existe una contradicción entre el reconocimiento de la mujer como fuerza de trabajo útil socialmente y su discriminación por las leyes burguesas vigentes. A esa contradicción entre la importancia del trabajo femenino en la producción, por un lado, y la falta de derechos de la mujer en el aspecto político y social, pero asimismo la tutela adicional de su marido -quien hace ya tiempo ha dejado de ser su «sustentador»- debemos agradecer por lo tanto inicialmente el nacimiento del «problema de la mujer».

La cuestión femenina se plantea con singular violencia en la segunda mitad del siglo XIX, sin embargo, encontramos mucho antes brotes en esa dirección. Es decir, cuando la competencia de la manufactura llevó a la ruina a los pequeños artesanos y a los trabajadores a domicilio y obligó a los artesanos de entonces no sólo a ofrecer sus propios servicios a los grandes empresarios, sino también a enviar a los talleres a sus esposas e hijos. A finales del siglo XVIII y principios del XIX se limitó sin embargo «la cuestión femenina» principalmente al salario de la mujer y a su derecho a un «trabajo decente». En tres siglos, la posición particular de los gremios y sus ordenanzas estrictas habían originado que las mujeres fueran excluidas de las profesiones artesanas. Los gremios intentaban desterradas para siempre al hogar familiar, es decir, la mujer debía abandonar sencillamente el campo de la producción y cedérselo al hombre; lo que empeoraba naturalmente la situación. Desde que perdió la posibilidad de trabajar en una profesión artesana se convirtió más fácilmente en presa del fabricante y en víctima de la explotación.

En Francia dominaba en aquel tiempo el sistema de manufactura.Sólo excepcionalmente eran los talleres de tamaño tal que se les pudiera llamar grandes empresas; florecían el trabajo a domicilio y la manufactura y cubrían toda Francia con una red de fina malla. Por distritos, trabajaban los operarios a domicilio por encargo de un «mayorista» y a esto se llamaba entonces manufactura. Pequeñas empresas manufactureras de 10 ó 20 obreros crecían en la zona de París como hongos sobre el campo. En estas manufacturas se confeccionaban tanto paños gruesos como bordados finos, pero también artículos de metal y oro e incluso pasamanería y otros productos de consumo. En hilados y tejidos trabajaban especialmente muchas mujeres, y con frecuencia superaban el 90 por 100 de la mano de obra. En lo que respecta a la producción de seda, en Francia se había pasado ya a la gran producción y había triunfado la fábrica, por lo tanto, ante el trabajo a domicilio y a la manufactura. Ya antes de la revolución francesa había crecido considerablemente el proletariado femenino francés y los suburbios de París estaban invadidos por mendigas y prostitutas, bandas de mujeres hambrientas y sin trabajo. Por eso no es de extrañar que las mujeres tomaran parte como activistas especialmente entusiastas en el levantamiento de la clase trabajadora contra las arbitrariedades de los ricos en julio de 1789.

Las «mujeres del pueblo» pedían en sus «gritos de guerra», cosa lógica entonces, el derecho al trabajo y la promesa de que en lo futuro pudieran ganarse «honradamente el pan de cada día». Las proletarias de París exigían durante la revolución en una de sus peticiones el derecho al trabajo para el hombre y la mujer, y la prohibición de que el hombre trabajara en campos laborales típicamente femeninos. En compensación estaban dispuestas a renunciar a buscar trabajo en ramas peculiarmente masculinas. «Nosotras buscamos trabajo no precisamente para liberarlos de la autoridad de los hombres, sino para hacer posible para nosotras una existencia propia y en un marco modesto», se decía en una petición.

Por lo tanto, durante la revolución francesa, las mujeres del Tercer Estado exigían el acceso a todas las profesiones artesanas o, dicho sea de otra manera, «ilimitada libertad de trabajo». Esa petición debía garantizar que decenas de miles de mujeres hambrientas y necesitadas se salvaran del hambre y de la prostitución. Y no eran exigencias meramente femeninas, sino en favor de los más auténticos intereses de todo el proletariado industrial francés. Los habitantes de los suburbios de París gritaban unánimemente: «Libertad de trabajo.» Pero «la libertad de trabajo» significaba la derogación del feudalismo, la cimentación de la toma del poder de la burguesía y la abolición de los privilegios de los gremios. El instinto de clase señaló sencillamente a las mujeres francesas el camino que debían seguir si querían «ganarse honradamente el pan de cada día». Las mujeres del proletariado francés se colocaron unánimemente al lado de la revolución.

Quien quiera relatar a conciencia el papel y actividad de las mujeres en la revolución francesa, su decisión heroica y su lucha revolucionaria debería propiamente escribir un libro. «Las mujeres del pueblo» del Delfinado y la Bretaña fueron las primeras en desafiar a la monarquía. Siguieron sus huellas las ciudadanas de Angolouse y Chevanseaux. Participaron en la elección de diputados para los Estados generales y el resultado de la elección fue aprobado de modo notable. Con bastante frecuencia se ha indicado que la clase burguesa en el período de las guerras civiles y nacionales aceptó con gratitud la ayuda de la mujer y olvidó transitoriamente su «inferioridad». Las mujeres de Angers redactaron un manifiesto revolucionario contra las arbitrariedades de la casa real y las proletarias de París tomaron parte en la toma de la Bastilla (14 de julio de 1789) y entraron en la fortaleza con las armas en la mano. Rose Lacombe y laartesana Louison: Chabry y Renée Audou organizaron la manifestación de mujeres a Versalles (3 de octubre de 1789). Durante el traslado del rey Luis XVI a París rivalizaron las mujeres con los hombres en la honrosa tarea de defender las puertas de París. Las mujeres del mercado de pescado enviaron expresamente una delegada a los Estados generales reunidos que debía animar a los diputados «a recordar las peticiones de las mujeres» y a «darles ánimo», y así lo advirtió la delegada a los 1.200 miembros de los Estados generales, es decir, la Asamblea Nacional Francesa. (En los Estados generales estaban representados por separado los tres brazos: nobleza, clero y burguesía. El 5 de mayo de 1789 se reunieron por primera vez los Estados generales en Versalles.)

Las mujeres de los suburbios de París participaron también en el gran movimiento popular del Campo de Marte, suscribieron la petición y cayeron víctimas de la perfidia del rey. (El pueblo de París sin armas se había reunido en el Campo de Marte alrededor del altar de la Patria para protestar contra el rey. Este y su corte habían huido de París la noche del 21 de junio de 1781 y habían sido reconocidos en el camino por un antiguo maestre de postas. Su huida había estado muy bien preparada. Tras su detención, el pueblo en triunfo trasladó a la familia real prisionera a París. La nobleza, el clero y parte de la burguesía intentaban ahora impedir el proceso por alta traición iniciado contra la familia real. Contra esa amnistía protestó el pueblo de París el 17 de julio de 1791 en el Campo de Marte. La fracción mayoritaria contrarrevolucionaria en la Asamblea Nacional movilizaron a la guardia nacional, proclamaron el estado de guerra e hicieron una carnicería entre los manifestantes republicanos.)

Las mujeres del Tercer Estado se encontraron presentes en esas acciones, ya que su despierta conciencia de clase proletaria les había puesto en movimiento. Sólo una revolución triunfante podía proteger en Francia a la mujer de las consecuencias escandalosas de la inflación y sobre todo del azote de la falta de trabajo. El proletariado femenino de Francia no perdió hasta el amargo final su fervor revolucionario y su intransigencia y así animó con frecuencia a los hombres, más vacilantes; lo que creó un temple de ánimo de gran decisión.

No mucho después de que estalló la revolución, el recuerdo de las horriblemente crueles y sanguinarias «calceteras» perturbó el sueño de la burguesía. Pero ¿quiénes eran aquellas «calceteras», aquellas «furias» como la ¡ay! pacífica contrarrevolución las llamaba? Eran hambrientas y sufridas artesanas, esposas de campesinos, trabajadoras a domicilio y en manufacturas que odiaban de todo corazón a la aristocracia y al antiguo régimen. Con un sano instinto de clase apoyaban -ante sus ojos el lujo y opulencia de la nobleza ociosa- a los paladines que más luchaban por la nueva Francia en la que todos los hombres y mujeres tuvieran derecho al trabajo y no vieran morir de hambre a sus hijos como hasta entonces. Para no perder el tiempo tontamente, esas honradas patriotas y mujeres diligentes llevaban sus medias de punto no sólo a todas las fiestas y manifestaciones, sino también a las reuniones de la Asamblea Nacional y a las ejecuciones públicas en la guillotina. Y esas medias no las hacían para sí mismas, sino para los soldados de la guardia nacional, los defensores de la revolución.

El comienzo más antiguo del llamado «movimiento femenino» lo debemos buscar probablemente en el período anterior a la revolución francesa y en la guerra de 1774-1783, cuando América se liberó del dominio inglés. En la historia de la revolución francesa encontramos a muchas mujeres cuyos nombres están unidos muy estrechamente no sólo al movimiento femenino, sino también a toda la fase del desarrollo de la revolución. Junto a representantes políticos de direcciones más moderadas, como, por ejemplo, la girondina madame Roland -si trazáramos un paralelo con los sucesos actuales la podríamos denominar bolchevique-, destaca la magnífica escritora y periodista Louise Robert-Kevalio, una verdadera demócrata y defensora de la república. Ninguna de las dos se interesaba específicamente, sin embargo, por el movimiento femenino o intervenía en favor de peticiones directas de las mujeres. El servicio que han prestado en la historia es que contribuyeron como primeras líderes femeninas al reconocimiento objetivo de la igualdad de los derechos de la mujer. Por medio de su labor al servicio de la revolución llegaron hasta tal altura que su entorno social olvidó totalmente que propiamente representaban al «sexo débil» y se vio en ellas sólo las representantes de una dirección política. Además de éstas y de la fanática Olimpia de Gouges existieron también otras dos mujeres que destacaron por su carácter especialmente combativo. En el primer período revolucionario, Theroigne de Mericourt, junto con Desmoulins, llamó al pueblo a las armas. Theroigne se halló presente en la toma de la Bastilla y recibió un sable de honor de la Asamblea Nacional como distinción a su valor. El 5 de octubre de 1789, la víspera de la marcha en manifestación a Versalles, se trasladó a caballo a ese punto con un vestido rojo relumbrante a animar a las mujeres de aquella ciudad. En unión con la filósofa Remond fundó la sociedad «Los amigos de la ley» y actuó para ayudar al ejército nacional, e hizo un llamamiento a las mujeres en defensa de la nueva patria -la república-, y el 20 de junio de 1792 ayudó ella misma a apuntar las piezas de artillería contra el palacio real y junto con los habitantes de Versalles penetró en el palacio. La república le concedió por ello la «corona de ciudadana» como distinción. Perteneció a aquellos que perdieron la vida durante las luchas entre la Gironda y los jacobinos. Personalmente fue del bando girondino.

También Rose Lacombe exigió que el rey saliera de Versalles y fue la verdadera capitana de los arrabales de París. Personalmente era muy comedida; sin embargo, tenía grandes dotes de combatiente, gran fuerza de voluntad y era buena organizadora. Además poseía una voz melódica y una agradable presencia. Su discurso de agitación en la galería de la Asamblea Nacional, en el que pedía la defensa de la revolución contra los ejércitos de la segunda Coalición y la democratización del poder ha entrado en la historia como uno de los documentos más interesantes de la revolución francesa. Fue enemiga declarada de la monarquía y durante el sitio del palacio real resultó herida en una mano. Como anteriormente a Theroigne, la Asamblea Nacional le concedió también la «corona de ciudadana». Desde 1793 fue miembro de la Montaña en el partido de los jacobinos y llevó la gorra roja del movimiento revolucionario de los «sansculotte» bajo la dirección de Juan Pablo Marat. Exigió la detención de todos los miembros de la aristocracia y sus familias, reunió alrededor suyo a una serie de seguidores, dirigió la agitación contra los girondinos y ayudó a los jacobinos en el exterminio de la Gironda. Pero cuando en su entusiasmo por la lucha contra los revolucionarios y logreros llegó tan lejos como a atacar a la misma omnipotente Convención, hasta los jacobinos se pusieron nerviosos y Robespierre comenzó a detestada. Además a los miembros de la Convención les irritaba que Rose Lacombe y otros miembros del «Club de ciudadanas revolucionarias» se inmiscuyeran en las tareas de la Convención, controlaran las listas de detenidos y defendieran a los que, en su opinión, eran inocentes.

El Club de ciudadanas revolucionarias había sido fundado inicialmente por Rose Lacombe y la lavandera Pauline Leonie; por lo tanto, por dos mujeres de los suburbios de París, y en ese club intentaba Rose educar a sus contemporáneas en el espíritu de la revolución y en consecuencia las mujeres discutían temas apropiados, como, por ejemplo: ¿qué pueden hacer las mujeres por la república? La Lacombe era una brillante defensora de los derechos de los trabajadores e intervino frecuentemente en unión de Paulina Leonie en su defensa. En una de esas discusiones ocupó, con una legión de parisinas hambrientas y sin trabajo, la galería de la Asamblea Nacional y preguntó qué pensaba hacer el Gobierno o la república para aliviar la acuciante necesidad de las mujeres trabajadoras. Rose Lacombe se hallaba familiarizada con los problemas, necesidades y deseos de esas mujeres y podía presentar con viveza esos problemas en sus discursos pacíficos y valientes.

Cuando la Convención disolvió las uniones y clubs de mujeres, Rose defendió tenazmente a la criatura de su alma, «el club de las mujeres revolucionarias»; sin embargo su lucha estaba condenada al fracaso. Tras la caída de los jacobinos y el triunfo de la contrarrevolución se castigó severamente toda aparición de las mujeres en público. La Lacombe, naturalmente, no pudo refrenar su lengua y por eso fue detenida el año 1794 y posteriormente se retiró de la política. Rose Lacombe fue una mujer que se entregó con alma y vida a la revolución y al mismo tiempo comprendió que las necesidades de las proletarias, sus exigencias y preocupaciones tenían que ser parte integrante e inseparable de la lucha de clases del movimiento de trabajadores que comenzaba. No exigía derechos especiales para las mujeres, pero las zarandeaba para despertarlas y les invitaba a defender sus intereses como miembros de la clase trabajadora. Por su grandiosa lucha en favor de los intereses de las trabajadoras está naturalmente mucho más cerca de nosotras que las mujeres que durante la revolución francesa se comprometieron parcialmente.

Al movimiento femenino burgués le dieron vida en América Abigail Smith Adams (esposa del segundo presidente de la joven república americana) y su compañera de lucha Mercy Warren; en Francia, Olimpia de Gouges, y en Inglaterra; Mary Wollstonecraft. Estas defensoras de los derechos femeninos afirmaban una y otra vez que un puñado de filósofos inteligentes del siglo XVIII y la valiente intervención de algunas mujeres con independencia habían hecho posible la discusión sobre la equiparación de los derechos del hombre y de la mujer. Que estos pocos habían defendido decididamente al «bello sexo» y habían exigido la misma formación cultural para el hombre y la mujer y el reconocimiento de la igualdad de derechos. Su lucha pública despertó por primera vez en la mayoría de las mujeres la conciencia propia hasta entonces dormida. Las mujeres comenzaron a organizarse a combatir en defensa de sus intereses y en el curso del siglo XIX fueron conquistando con su lucha, paso a paso, un derecho tras otro.

Esta idea es totalmente falsa; la historia de la liberación de la mujer ha discurrido en realidad de manera completamente distinta. Es decir, que las combativas defensoras de los derechos de la mujer -por ejemplo, Olimpia de Gouges en Francia, Abigail Smith Adams, en América, y Mary Wollstonecraft, en Inglaterra- podían formular la cuestión femenina tan agudamente sólo porque ya al final del siglo XVIII habían trabajado muchas mujeres en la producción y por eso la sociedad comenzaba a respetar como útil su fuerza de trabajo. Olimpia de Gouges gritó a la temida Convención lo que sigue: «Si la mujer tiene derecho a subir al patíbulo, también debía tener el derecho a pisar la tribuna de los oradores.» Luchó duramente por el reconocimiento de los derechos políticos de la mujer. Abigail Smith Adams amenazaba al gobierno revolucionario americano con que «las mujeres no están sometidas a las leyes de la república mientras no obtengan el derecho a voto garantizado por la Constitución.» Fue la primera que formuló de forma inequívoca la igualdad política del hombre y de la mujer. Mary Wollstonecraft pedía una reforma fundamental en la educación de la mujer; por consiguiente, una igualdad de derechos en el sector de la instrucción. (Fue una escritora muy bien dotada e inteligente de finales del siglo XVIII. su libro Defensa de los derechos de la mujer se publicó en 1796 y causó gran sensación.)

Las mujeres, a causa de que partían de distintas posiciones, llegaron también a soluciones diferentes de la contradicción entre el papel de la mujer en la producción y sus derechos en el Estado y en la sociedad. Pero mirándolo bien se pueden reducir a un común denominador: el derecho al trabajo. Es decir, el derecho al trabajo equivalía a un triunfo de la revolución. Se iba a liquidar definitivamente el feudalismo y a construir un nuevo sistema económico; esto exigía, como asimismo el campo de actividad, conquistar por la mujer que buscaba trabajo, un poder político. Los defensores de los derechos de la mujer cometieron un grave error cuando intentaban demostrar que la lucha de las mujeres por su igualdad y su idea creciente de su derecho a la dignidad humana les había impulsado a entrar en la vida profesional. La historia demuestra precisamente lo contrario. Olimpia de Gouges escribió lo siguiente en su famoso manifiesto (a la «Declaración de los derechos humanos» proclamada durante la revolución francesa, que según su opinión solamente tenía en cuenta los derechos de los hombres, añadió Olimpia de Gouges su «Declaración de los derechos de la mujer», en la que exigía el derecho de elegir, activo y pasivo, así como la admisión a los empleos públicos):

«La finalidad de toda asamblea legislativa debe ser proteger los derechos inalienables de ambos sexos: libertad, progreso, seguridad y defensa ante la opresión. Todos los ciudadanos y ciudadanas deben participar directamente o por medio de sus representantes en la legislación. Todos los ciudadanos del Estado debían tener acceso en igualdad de derechos a todos los empleos públicos, profesiones y distinciones de la sociedad.»

Sin embargo todas esas exigencias que principalmente se dirigen al «libre acceso de las mujeres a todos los empleos y profesiones» sólo han surgido porque las «mujeres del pueblo» habían abierto el camino al trabajo productivo de la mujer. Durante la revolución francesa, la exigencia de la equiparación política de la mujer no había sido un lema de lucha de los elementos demócratas burgueses de la revolución. Las mujeres de los suburbios de París sólo estaban representadas, y escasamente, en los clubs de mujeres. Y me refiero a los clubs femeninos que habían sido organizados por iniciativas de Palm Aelder y otras pioneras dirigentes de la lucha en pro de los derechos de la mujer. Las mujeres de los arrabales de París lucharon con todo su entusiasmo junto a todo el proletariado por la abolición de los gremios y por otras exigencias puramente proletarias. Su instinto de clase les decía muy acertadamente que sus peticiones de «derecho al trabajo», «abolición de los gremios» garantizaban una solución más fundamental de sus problemas que la limitada lucha por los derechos políticos de la mujer. Por el contrario, Olimpia de Gouges formulaba sus exigencias políticas en la firme convicción de que así defendía los intereses de todas las mujeres. La situación histórica del siglo XVIII era tal que un reconocimiento unilateral de los derechos políticos de la mujer hubiera conducido a asegurar todavía con más firmeza los privilegios de las mujeres que pertenecían a las clases más favorecidas. Y esto se puede aplicar tanto a Francia como también a América e Inglaterra. Las mujeres del proletariado hubieran quedado otra vez in albis.

El movimiento femenino y sus exigencias de reconocimiento de los derechos humanos surgió a finales del siglo XVIII y ciertamente por razón del estado general de desarrollo en la producción y en la economía y del papel creciente de la mujer en la producción. Con ejemplos de Inglaterra, Francia y América justificaremos la exactitud de nuestra tesis fundamental, es decir, que la posición social de la mujer depende de su importancia en la producción.

Ya hemos tratado en otro lugar cómo se fue extendiendo el trabajo de la mujer en el período de la manufactura. La producción fabril se desarrolló en los dos Estados capitalistas Francia e Inglaterra durante el siglo XVIII. Estos hechos hablan por sí mismos. ¿Vale también nuestra afirmación si nos referimos a América? En el siglo XVIII América era solamente una de las muchas colonias del poderoso imperio inglés, y además incluso una de las más retrasadas económicamente; poseía una industria débilmente desarrollada y la producción en pequeño dominaba la agricultura. La población se componía en gran parte de campesinos. ¿Por qué entonces se atribuye a América la cuna del nacimiento feminista? ¿Por qué exigían las mujeres americanas la igualdad de derechos y el reconocimiento de sus derechos políticos fundamentales en un momento muy anterior a los países muy industrializados de Europa? ¿No contradice esto nuestra tesis fundamental, según la cual la lucha de la mujer por la igualdad de derechos es únicamente el resultado de su papel en la producción? ¿No será quizá que las exigencias de las mujeres de derechos políticos sólo es consecuencia lógica de las exigencias de la burguesía y de su lucha por la democracia? No, en absoluto; todo lo contrario. América es otra prueba de que nuestra tesis es exacta. Las exigencias políticas de las mujeres americanas fueron naturalmente el resultado directo de la importancia de la mujer en la vida económica norteamericana en los siglos XVII y XVIII; por consiguiente, en aquellos siglos en que América no era otra cosa que una colonia inglesa.

Norteamérica fue colonizada por emigrantes del Viejo Mundo -de Europa-, cuya mayoría había huido de las arbitrariedades del feudalismo y de las persecuciones religiosas; su fuerza de trabajo y su energía eran sus únicas posesiones. Casi siempre emigraban al Nuevo Mundo estos fugitivos europeos con toda su familia y adquirían en propiedad nuevas tierras convirtiéndose en colonos y campesinos. Como la mano de obra era escasa, debía trabajar toda la familia en la agricultura. Las esposas e hijas de los granjeros trabajaban por esa razón con tanta dureza como los hombres para lograr cierto bienestar. Las mujeres compartían con naturalidad las preocupaciones económicas de sus maridos y luchaban con rabioso empeño con la naturaleza salvaje y todavía sin domar. Como sus maridos, las mujeres llevaban armas y defendían los ranchos que habían construido juntos contra los ataques de los indios. Por eso la mujer era una fuerza de trabajo valiosa que contribuía al bienestar de toda la colonia. De esa época nace, por tanto, el gran respeto a sus mujeres que han conservado hasta hoy día los americanos. Pero esa alta estima se perturba siempre por la influencia del capitalismo muy desarrollado, que transforma a la mujer o en una esclava asalariada o en un objeto de entretenimiento para el hombre.

Mientras América continuó siendo una colonia inglesa estuvo vigente el siguiente principio: representación para todos los que pagaban impuestos. Todos los contribuyentes tenían por tanto el derecho a intervenir en los asuntos del Estado, también las mujeres. Naturalmente intervinieron en la defensa de su Estado y lucharon por la independencia de aquella tierra cuyo bienestar floreciente era obra en parte de sus propias manos. Las mujeres lucharon con entusiasmo hasta el último día de la guerra de la independencia por una América libre y adoptaron con frecuencia posiciones más radicales que los políticos revolucionarios. Así, por ejemplo, exigió Merey Warren públicamente la total separación de la madre patria en un momento en que el mismo jefe de los separatistas, George Washington, no se atrevía aún a formular una exigencia tan radical. Para esas mujeres era lo más natural que la nueva república garantizase en su Constitución la mayoría de edad política de la mujer que no le había sido negada nunca en el período en que América todavía era una colonia británica. Pero ahí sufrieron un gran desengaño. Verdaderamente la asamblea constituyente nunca se expresó con claridad contra el derecho femenino al voto (en lugar de eso se recomendó a los Estados particulares que decidieran ellos mismos esa cuestión); sin embargo, ese derecho a voto no se estableció implícitamente en la Constitución. Esa decisión se puede explicar fácilmente: al final del siglo XVIII América ya no era un país de pequeños campesinos, sino que surgía una gran industria capitalista. La mujer dejó de ser una fuerza de trabajo útil, productiva, y descendió su importancia para la economía del pueblo. Como ya había ocurrido frecuentemente en otros lugares, cuando la burguesía afirmó su poder, quedó degradada la mujer y reducida a una existencia como esposa, miembro de la familia y anexo vivo del marido. Las mujeres pertenecientes a las capas sociales más pobres se convirtieron en obreras de fábrica y en lo futuro en esclavas despreciadas del capital. Es notable que los Estados Unidos industrializados -los llamados Estados antiguos ingleses- privaron a sus mujeres de sus derechos electorales y por medio de una ley concedieron sólo a los hombres los derechos completos del ciudadano. En contraste, dos Estados agrarios típicos, Virginia y Nueva Jersey, extendieron los derechos políticos a la administración municipal y a la del Estado también a las mujeres.

Comprobamos por tanto de forma interesante que las peticiones de la mujer de igualdad de derechos fue apoyada por la sociedad americana en general antes de la guerra de independencia, especialmente en los círculos revolucionarios. La burguesía abusó de la mujer en todas las formas imaginables y la hizo intervenir en la guerra. Se exigió de ella «virilidad» de ciudadano, obediencia de víctima y entusiasmo por la república. Sin embargo, apenas se aplacó el júbilo por la victoria el hasta entonces enemigo -la Inglaterra feudal-, ya no podía amenazar los intereses de la burguesía americana cuando decayó rápidamente el interés, aun el de los demócratas más apasionados, por las peticiones de las mujeres de igualdad de derechos. En consecuencia podemos deducir de estos ejemplos, Francia y América, la conclusión de que las exigencias de equiparación de hombre y mujer han surgido después de que la mujer se ha convertido en una fuerza productiva de trabajo en la economía popular. Por lo tanto no es la petición de igualdad de derechos la que ha impulsado a la mujer a la vida profesional, sino exactamente a la inversa: el papel de la mujer en la producción es el que ha originado su reivindicación de derechos sociales iguales.

Pero entonces, ¿cómo podemos explicar el hecho de que en todos los Estados burgueses, ahora igual que antes, se discrimina a la mujer en relación con el hombre y que el Estado burgués y la sociedad capitalista no acepte a la mujer ni como individuo ni como ciudadano, aunque las mujeres que ejercen actividad profesional constituyen una parte importante de la población?

Las causas de esta situación falsa radica en la ordenación de la sociedad capitalista-burguesa que se basa en contrastes de clase y en el trabajo asalariado. En los Estados capitalistas la mayoría de las mujeres activas profesionalmente se reclutan en la clase trabajadora, es decir, son esclavas asalariadas al servicio del capital. Exactamente como en otros tiempos despreciaba el déspota de la antigüedad a sus esclavos, por consiguiente a los seres humanos a los que en realidad debía toda su riqueza, hoy día la burguesía no quiere reconocer a ningún precio los derechos de millones de proletarios que producen todos los valores con el rendimiento de su trabajo y crean el fundamento del bienestar de la sociedad burguesa. En el sistema capitalista ni el trabajador ni la trabajadora ejercitan ninguna tarea que cree productos que directamente lleguen al consumidor y hombre y mujer trabajan a jornal y venden su fuerza de trabajo al empresario. En el período de la economía natural, el artesanado y el trabajo a domicilio no vendían su fuerza de trabajo, sino el producto terminado de su trabajo. En el período de la esclavitud asalariada, por el contrario, el trabajador tiene que vender su fuerza de trabajo al capitalista. Ya hemos expuesto en otro lugar por qué la economía capitalista no está dispuesta en el fondo a reconocer la fuerza de trabajo como fuente principal de la riqueza. Los economistas empresarios burgueses presentan con todos los argumentos imaginables la idea de que el empresario, como intermediario entre la fuerza de trabajo y la maquinaria crea la riqueza. La burguesía defiende la interpretación de que la máquina es la fuerza que produce los valores y el trabajador desempeña un papel subordinado a ella. En estas teorías burguesas los trabajadores y trabajadoras son adminículos vivientes de la maquinaria. En definitiva, en las mentes de los empresarios su propio capital es, de hecho, la fuente de todas las riquezas.

Mientras dominen en la sociedad las condiciones de vida burguesas no se puede contar con que la fuerza de trabajo humana se valore de otra manera o que se acometa una nueva estimación del papel de la clase trabajadora y de la situación de la mujer en la producción. El trabajo a jornal ha sacado a la mujer de la familia y la ha lanzado dentro de la producción y el sistema actual de trabajo asalariado hace al trabajador y a la trabajadora completamente dependiente de la burguesía. Su trabajo se paga menos de lo que vale, con indiferencia absoluta si es de hombre o de mujer. A los intentos organizados de la clase trabajadora por ampliar sus derechos y por democratizar el estado burgués replica la burguesía con resistencia bien organizada y con odio furioso. No el que crea el valor, sino aquel que vive de la explotación del trabajo, es el más apropiado para ocuparse de los asuntos del Estado y de la organización de la sociedad. La suerte de la mujer es la misma que la de todo el proletariado. Aunque hoy millones de mujeres están obligadas a trabajar por un jornal, empeora constantemente la situación social de la mujer. El capitalismo obliga a la mujer además de a la esclavitud en su propio hogar y a su dependencia en la familia a otra carga más: esto es, al trabajo asalariado para el empresario.

Ya hemos indicado que el matrimonio de la proletaria de ninguna manera puede salvarle de la necesidad de vender su fuerza de trabajo. Las trabajadoras casadas se ven obligadas, en proporción creciente, a combinar el trabajo profesional fuera de casa con las tareas domésticas, la educación de los hijos y la asistencia al marido. Su vida se convierte en un reventarse continuo, no duerme lo suficiente y no tiene idea de lo que es descansar. Es la primera en levantarse por la mañana y la última que se acuesta por la noche. Aun así se desorganizan las familias, el hogar se descuida y los mismos hijos están abandonados. Las mujeres se esfuerzan en vano e intentan, desesperadas, mantener junta a la familia. La mujer vive todavía en el pasado y valora a la familia y al hogar más alto que su marido; sin embargo, las condiciones inexorables no prestan la consideración más mínima a los deseos de los seres humanos. Por medio de la producción a gran escala se reduce la economía familiar y dejan de hacerse una función tras otra; tareas importantes de la economía familiar que antes eran parte integrante inseparable de las faenas caseras van desapareciendo. Por ejemplo, ya no es necesario que la mujer trabajadora malgaste su tiempo precioso repasando calcetines, haciendo jabón o cosiendo vestidos, si al mismo tiempo esos artículos de consumo producidos en serie están disponibles en abundancia en el mercado. Este hecho no juega ningún papel mientras no haya el suficiente dinero; para ganarlo tiene que vender su fuerza de trabajo. ¿Para qué va a esforzarse la mujer en conservar alimentos para el invierno, en cocer pan o preparar la comida si cientos de fábricas de conservas producen lo necesario, los panaderos hacen suficiente pan y la familia trabajadora puede adquirir en la próxima tienda de comestibles o en el restaurante barato una comida ya preparada? Este proceso hace cada vez más superfluo el trabajo de la mujer para la familia, tanto desde el punto de vista económico nacional como del de la misma familia. Por eso se desorganiza ésta, especialmente en la ciudad; desaparece con el desenvolvimiento del intercambio de artículos y la producción en masa de bienes. La familia, una necesidad en el período de la economía natural, se convierte en un freno que liga a la mujer a una actividad inútil e improductiva para la economía nacional.

La familia se ha hecho superflua porque ya no es una unidad económica. En la URSS se asienta hoy el trabajo de la mujer en el servicio de la colectividad y ya no en el de la familia cerrada; aumenta el número de las mujeres ocupadas en la producción. La guerra mundial ratificó definitivamente la importancia de la mujer para el futuro desarrollo de las fuerzas productivas. No hay una rama en la que no hayan trabajado mujeres en el transcurso de los siete años pasados. Durante la guerra creció la cifra de las mujeres con actividad profesional sólo en América y Europa en cerca de 10 millones y el trabajo femenino se convirtió en absoluta necesidad. La estadística indica que para comienzos del siglo XIX la tercera parte de todos los bienes que llegaban al mercado mundial habían sido producidos por mujeres. Y, naturalmente, desde entonces la proporción en la producción internacional ha ido en aumento. El trabajo femenino se ha convertido en un factor económico estable. Y sin embargo, ahora como antes, el problema de la mujer sigue sin resolverse. Las mujeres de todos los países -excepto Rusia- tienen que recorrer todavía un largo camino antes de que obtenga éxito su lucha por la igualdad de derechos. Pero ya sabemos que la raíz de ese mal radica en el sistema de producción capitalista y en la división en clases de la sociedad burguesa, porque esta sociedad se basa sobre la propiedad privada. Hasta que no conocemos las causas de esa falsa situación no somos capaces de desarrollar formas de lucha para eliminarla. La discriminación jurídica de la mujer y su dependencia pueden vencerse definitivamente si la sociedad crea un nuevo sistema de producción en el que la propiedad privada se sustituya por la propiedad y consumo colectivos (lo que significa el triunfo del comunismo).






 PUNTO Y APARTE















Ada B. Gibbons - Intiq Churin - Lírica Andina




















































































































































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