Las causas del "problema de la mujer" pertenece al capitulo 7 del libro de Alexandra Kollantai La mujer en el desarrollo social , donde nos explica el problema de la mujer en la sociedad capitalista y los orígenes del feminismo.
Las causas del «problema de la mujer»
Por : Alexandra Kollontai
En nuestra última charla pusimos de
manifiesto que cuanto más se desarrollan las fuerzas productivas y se impone la
producción en grandes empresas capitalistas más rápidamente crecía el número de
las mujeres que trabajaban. Hoy afirmaremos que la mujer, en el sistema
capitalista, nunca estará en condiciones de imponer su total libertad y
equiparación con el hombre, y esto con total independencia de que colabore o no
ahora con su actividad en la producción. ¡Al contrario! Existe una
contradicción infranqueable entre su importancia en la economía del pueblo y su
dependencia y falta de derechos en la familia, en el Estado y en la sociedad.
Examinaremos ahora con algún detalle de qué manera se ha impuesto en la
sociedad la necesidad de equiparación de derechos y de dignidad humana de la mujer
y cómo este proceso tiene relación con la acelerada extensión del trabajo
femenino.
Todo el mundo se hace cargo sin más de
que las mujeres, desde que trabajan cada vez en mayor número en la producción y
se hacen independientes económicamente, reaccionan con más amargura ante su
existencia de ciudadanas de segunda categoría -tanto en su propia familia como
en la sociedad-. Todo observador independiente y sin prejuicios podrá afirmar
fácilmente que existe una contradicción entre el reconocimiento de la mujer
como fuerza de trabajo útil socialmente y su discriminación por las leyes
burguesas vigentes. A esa contradicción entre la importancia del trabajo
femenino en la producción, por un lado, y la falta de derechos de la mujer en
el aspecto político y social, pero asimismo la tutela adicional de su marido
-quien hace ya tiempo ha dejado de ser su «sustentador»- debemos agradecer por
lo tanto inicialmente el nacimiento del «problema de la mujer».
La cuestión femenina se plantea con
singular violencia en la segunda mitad del siglo XIX, sin embargo, encontramos
mucho antes brotes en esa dirección. Es decir, cuando la competencia de la
manufactura llevó a la ruina a los pequeños artesanos y a los trabajadores a
domicilio y obligó a los artesanos de entonces no sólo a ofrecer sus propios
servicios a los grandes empresarios, sino también a enviar a los talleres a sus
esposas e hijos. A finales del siglo XVIII y principios del XIX se limitó sin
embargo «la cuestión femenina» principalmente al salario de la mujer y a su
derecho a un «trabajo decente». En tres siglos, la posición particular de los
gremios y sus ordenanzas estrictas habían originado que las mujeres fueran
excluidas de las profesiones artesanas. Los gremios intentaban desterradas para
siempre al hogar familiar, es decir, la mujer debía abandonar sencillamente el
campo de la producción y cedérselo al hombre; lo que empeoraba naturalmente la
situación. Desde que perdió la posibilidad de trabajar en una profesión
artesana se convirtió más fácilmente en presa del fabricante y en víctima de la
explotación.
En Francia dominaba en aquel tiempo el
sistema de manufactura.Sólo excepcionalmente eran los talleres de tamaño tal
que se les pudiera llamar grandes empresas; florecían el trabajo a domicilio y
la manufactura y cubrían toda Francia con una red de fina malla. Por distritos,
trabajaban los operarios a domicilio por encargo de un «mayorista» y a esto se
llamaba entonces manufactura. Pequeñas empresas manufactureras de 10 ó 20
obreros crecían en la zona de París como hongos sobre el campo. En estas
manufacturas se confeccionaban tanto paños gruesos como bordados finos, pero
también artículos de metal y oro e incluso pasamanería y otros productos de
consumo. En hilados y tejidos trabajaban especialmente muchas mujeres, y con
frecuencia superaban el 90 por 100 de la mano de obra. En lo que respecta a la
producción de seda, en Francia se había pasado ya a la gran producción y había
triunfado la fábrica, por lo tanto, ante el trabajo a domicilio y a la
manufactura. Ya antes de la revolución francesa había crecido considerablemente
el proletariado femenino francés y los suburbios de París estaban invadidos por
mendigas y prostitutas, bandas de mujeres hambrientas y sin trabajo. Por eso no
es de extrañar que las mujeres tomaran parte como activistas especialmente
entusiastas en el levantamiento de la clase trabajadora contra las
arbitrariedades de los ricos en julio de 1789.
Las «mujeres del pueblo» pedían en sus
«gritos de guerra», cosa lógica entonces, el derecho al trabajo y la promesa de
que en lo futuro pudieran ganarse «honradamente el pan de cada día». Las
proletarias de París exigían durante la revolución en una de sus peticiones el
derecho al trabajo para el hombre y la mujer, y la prohibición de que el hombre
trabajara en campos laborales típicamente femeninos. En compensación estaban
dispuestas a renunciar a buscar trabajo en ramas peculiarmente masculinas.
«Nosotras buscamos trabajo no precisamente para liberarlos de la autoridad de
los hombres, sino para hacer posible para nosotras una existencia propia y en
un marco modesto», se decía en una petición.
Por lo tanto, durante la revolución francesa,
las mujeres del Tercer Estado exigían el acceso a todas las profesiones
artesanas o, dicho sea de otra manera, «ilimitada libertad de trabajo». Esa
petición debía garantizar que decenas de miles de mujeres hambrientas y
necesitadas se salvaran del hambre y de la prostitución. Y no eran exigencias
meramente femeninas, sino en favor de los más auténticos intereses de todo el
proletariado industrial francés. Los habitantes de los suburbios de París
gritaban unánimemente: «Libertad de trabajo.» Pero «la libertad de trabajo»
significaba la derogación del feudalismo, la cimentación de la toma del poder
de la burguesía y la abolición de los privilegios de los gremios. El instinto
de clase señaló sencillamente a las mujeres francesas el camino que debían
seguir si querían «ganarse honradamente el pan de cada día». Las mujeres del
proletariado francés se colocaron unánimemente al lado de la revolución.
Quien quiera relatar a conciencia el
papel y actividad de las mujeres en la revolución francesa, su decisión heroica
y su lucha revolucionaria debería propiamente escribir un libro. «Las mujeres
del pueblo» del Delfinado y la Bretaña fueron las primeras en desafiar a la
monarquía. Siguieron sus huellas las ciudadanas de Angolouse y Chevanseaux.
Participaron en la elección de diputados para los Estados generales y el
resultado de la elección fue aprobado de modo notable. Con bastante frecuencia
se ha indicado que la clase burguesa en el período de las guerras civiles y
nacionales aceptó con gratitud la ayuda de la mujer y olvidó transitoriamente
su «inferioridad». Las mujeres de Angers redactaron un manifiesto
revolucionario contra las arbitrariedades de la casa real y las proletarias de
París tomaron parte en la toma de la Bastilla (14 de julio de 1789) y entraron
en la fortaleza con las armas en la mano. Rose Lacombe y laartesana Louison:
Chabry y Renée Audou organizaron la manifestación de mujeres a Versalles (3 de
octubre de 1789). Durante el traslado del rey Luis XVI a París rivalizaron las
mujeres con los hombres en la honrosa tarea de defender las puertas de París.
Las mujeres del mercado de pescado enviaron expresamente una delegada a los
Estados generales reunidos que debía animar a los diputados «a recordar las
peticiones de las mujeres» y a «darles ánimo», y así lo advirtió la delegada a
los 1.200 miembros de los Estados generales, es decir, la Asamblea Nacional
Francesa. (En los Estados generales estaban representados por separado los tres
brazos: nobleza, clero y burguesía. El 5 de mayo de 1789 se reunieron por
primera vez los Estados generales en Versalles.)
Las mujeres de los suburbios de París
participaron también en el gran movimiento popular del Campo de Marte,
suscribieron la petición y cayeron víctimas de la perfidia del rey. (El pueblo
de París sin armas se había reunido en el Campo de Marte alrededor del altar de
la Patria para protestar contra el rey. Este y su corte habían huido de París
la noche del 21 de junio de 1781 y habían sido reconocidos en el camino por un
antiguo maestre de postas. Su huida había estado muy bien preparada. Tras su
detención, el pueblo en triunfo trasladó a la familia real prisionera a París.
La nobleza, el clero y parte de la burguesía intentaban ahora impedir el proceso
por alta traición iniciado contra la familia real. Contra esa amnistía protestó
el pueblo de París el 17 de julio de 1791 en el Campo de Marte. La fracción
mayoritaria contrarrevolucionaria en la Asamblea Nacional movilizaron a la
guardia nacional, proclamaron el estado de guerra e hicieron una carnicería
entre los manifestantes republicanos.)
Las mujeres del Tercer Estado se encontraron
presentes en esas acciones, ya que su despierta conciencia de clase proletaria
les había puesto en movimiento. Sólo una revolución triunfante podía proteger
en Francia a la mujer de las consecuencias escandalosas de la inflación y sobre
todo del azote de la falta de trabajo. El proletariado femenino de Francia no
perdió hasta el amargo final su fervor revolucionario y su intransigencia y así
animó con frecuencia a los hombres, más vacilantes; lo que creó un temple de
ánimo de gran decisión.
No mucho después de que estalló la
revolución, el recuerdo de las horriblemente crueles y sanguinarias
«calceteras» perturbó el sueño de la burguesía. Pero ¿quiénes eran aquellas
«calceteras», aquellas «furias» como la ¡ay! pacífica contrarrevolución las
llamaba? Eran hambrientas y sufridas artesanas, esposas de campesinos,
trabajadoras a domicilio y en manufacturas que odiaban de todo corazón a la
aristocracia y al antiguo régimen. Con un sano instinto de clase apoyaban -ante
sus ojos el lujo y opulencia de la nobleza ociosa- a los paladines que más
luchaban por la nueva Francia en la que todos los hombres y mujeres tuvieran
derecho al trabajo y no vieran morir de hambre a sus hijos como hasta entonces.
Para no perder el tiempo tontamente, esas honradas patriotas y mujeres
diligentes llevaban sus medias de punto no sólo a todas las fiestas y
manifestaciones, sino también a las reuniones de la Asamblea Nacional y a las
ejecuciones públicas en la guillotina. Y esas medias no las hacían para sí
mismas, sino para los soldados de la guardia nacional, los defensores de la
revolución.
El comienzo más antiguo del llamado
«movimiento femenino» lo debemos buscar probablemente en el período anterior a
la revolución francesa y en la guerra de 1774-1783, cuando América se liberó
del dominio inglés. En la historia de la revolución francesa encontramos a
muchas mujeres cuyos nombres están unidos muy estrechamente no sólo al
movimiento femenino, sino también a toda la fase del desarrollo de la
revolución. Junto a representantes políticos de direcciones más moderadas,
como, por ejemplo, la girondina madame Roland -si trazáramos un paralelo con
los sucesos actuales la podríamos denominar bolchevique-, destaca la magnífica
escritora y periodista Louise Robert-Kevalio, una verdadera demócrata y
defensora de la república. Ninguna de las dos se interesaba específicamente,
sin embargo, por el movimiento femenino o intervenía en favor de peticiones
directas de las mujeres. El servicio que han prestado en la historia es que
contribuyeron como primeras líderes femeninas al reconocimiento objetivo de la
igualdad de los derechos de la mujer. Por medio de su labor al servicio de la
revolución llegaron hasta tal altura que su entorno social olvidó totalmente
que propiamente representaban al «sexo débil» y se vio en ellas sólo las
representantes de una dirección política. Además de éstas y de la fanática
Olimpia de Gouges existieron también otras dos mujeres que destacaron por su
carácter especialmente combativo. En el primer período revolucionario,
Theroigne de Mericourt, junto con Desmoulins, llamó al pueblo a las armas.
Theroigne se halló presente en la toma de la Bastilla y recibió un sable de
honor de la Asamblea Nacional como distinción a su valor. El 5 de octubre de
1789, la víspera de la marcha en manifestación a Versalles, se trasladó a
caballo a ese punto con un vestido rojo relumbrante a animar a las mujeres de
aquella ciudad. En unión con la filósofa Remond fundó la sociedad «Los amigos
de la ley» y actuó para ayudar al ejército nacional, e hizo un llamamiento a
las mujeres en defensa de la nueva patria -la república-, y el 20 de junio de
1792 ayudó ella misma a apuntar las piezas de artillería contra el palacio real
y junto con los habitantes de Versalles penetró en el palacio. La república le concedió
por ello la «corona de ciudadana» como distinción. Perteneció a aquellos que
perdieron la vida durante las luchas entre la Gironda y los jacobinos.
Personalmente fue del bando girondino.
También Rose Lacombe exigió que el rey
saliera de Versalles y fue la verdadera capitana de los arrabales de París.
Personalmente era muy comedida; sin embargo, tenía grandes dotes de
combatiente, gran fuerza de voluntad y era buena organizadora. Además poseía
una voz melódica y una agradable presencia. Su discurso de agitación en la
galería de la Asamblea Nacional, en el que pedía la defensa de la revolución
contra los ejércitos de la segunda Coalición y la democratización del poder ha
entrado en la historia como uno de los documentos más interesantes de la
revolución francesa. Fue enemiga declarada de la monarquía y durante el sitio
del palacio real resultó herida en una mano. Como anteriormente a Theroigne, la
Asamblea Nacional le concedió también la «corona de ciudadana». Desde 1793 fue
miembro de la Montaña en el partido de los jacobinos y llevó la gorra roja del
movimiento revolucionario de los «sansculotte» bajo la dirección de Juan Pablo
Marat. Exigió la detención de todos los miembros de la aristocracia y sus
familias, reunió alrededor suyo a una serie de seguidores, dirigió la agitación
contra los girondinos y ayudó a los jacobinos en el exterminio de la Gironda.
Pero cuando en su entusiasmo por la lucha contra los revolucionarios y logreros
llegó tan lejos como a atacar a la misma omnipotente Convención, hasta los
jacobinos se pusieron nerviosos y Robespierre comenzó a detestada. Además a los
miembros de la Convención les irritaba que Rose Lacombe y otros miembros del
«Club de ciudadanas revolucionarias» se inmiscuyeran en las tareas de la
Convención, controlaran las listas de detenidos y defendieran a los que, en su
opinión, eran inocentes.
El Club de ciudadanas revolucionarias
había sido fundado inicialmente por Rose Lacombe y la lavandera Pauline Leonie;
por lo tanto, por dos mujeres de los suburbios de París, y en ese club
intentaba Rose educar a sus contemporáneas en el espíritu de la revolución y en
consecuencia las mujeres discutían temas apropiados, como, por ejemplo: ¿qué
pueden hacer las mujeres por la república? La Lacombe era una brillante
defensora de los derechos de los trabajadores e intervino frecuentemente en
unión de Paulina Leonie en su defensa. En una de esas discusiones ocupó, con
una legión de parisinas hambrientas y sin trabajo, la galería de la Asamblea
Nacional y preguntó qué pensaba hacer el Gobierno o la república para aliviar
la acuciante necesidad de las mujeres trabajadoras. Rose Lacombe se hallaba
familiarizada con los problemas, necesidades y deseos de esas mujeres y podía
presentar con viveza esos problemas en sus discursos pacíficos y valientes.
Cuando la Convención disolvió las uniones y
clubs de mujeres, Rose defendió tenazmente a la criatura de su alma, «el club
de las mujeres revolucionarias»; sin embargo su lucha estaba condenada al
fracaso. Tras la caída de los jacobinos y el triunfo de la contrarrevolución se
castigó severamente toda aparición de las mujeres en público. La Lacombe, naturalmente,
no pudo refrenar su lengua y por eso fue detenida el año 1794 y posteriormente
se retiró de la política. Rose Lacombe fue una mujer que se entregó con alma y
vida a la revolución y al mismo tiempo comprendió que las necesidades de las
proletarias, sus exigencias y preocupaciones tenían que ser parte integrante e
inseparable de la lucha de clases del movimiento de trabajadores que comenzaba.
No exigía derechos especiales para las mujeres, pero las zarandeaba para
despertarlas y les invitaba a defender sus intereses como miembros de la clase
trabajadora. Por su grandiosa lucha en favor de los intereses de las
trabajadoras está naturalmente mucho más cerca de nosotras que las mujeres que
durante la revolución francesa se comprometieron parcialmente.
Al movimiento femenino burgués le dieron vida
en América Abigail Smith Adams (esposa del segundo presidente de la joven
república americana) y su compañera de lucha Mercy Warren; en Francia, Olimpia
de Gouges, y en Inglaterra; Mary Wollstonecraft. Estas defensoras de los
derechos femeninos afirmaban una y otra vez que un puñado de filósofos
inteligentes del siglo XVIII y la valiente intervención de algunas mujeres con
independencia habían hecho posible la discusión sobre la equiparación de los
derechos del hombre y de la mujer. Que estos pocos habían defendido
decididamente al «bello sexo» y habían exigido la misma formación cultural para
el hombre y la mujer y el reconocimiento de la igualdad de derechos. Su lucha
pública despertó por primera vez en la mayoría de las mujeres la conciencia
propia hasta entonces dormida. Las mujeres comenzaron a organizarse a combatir
en defensa de sus intereses y en el curso del siglo XIX fueron conquistando con
su lucha, paso a paso, un derecho tras otro.
Esta idea es totalmente falsa; la
historia de la liberación de la mujer ha discurrido en realidad de manera
completamente distinta. Es decir, que las combativas defensoras de los derechos
de la mujer -por ejemplo, Olimpia de Gouges en Francia, Abigail Smith Adams, en
América, y Mary Wollstonecraft, en Inglaterra- podían formular la cuestión
femenina tan agudamente sólo porque ya al final del siglo XVIII habían
trabajado muchas mujeres en la producción y por eso la sociedad comenzaba a
respetar como útil su fuerza de trabajo. Olimpia de Gouges gritó a la temida
Convención lo que sigue: «Si la mujer tiene derecho a subir al patíbulo,
también debía tener el derecho a pisar la tribuna de los oradores.» Luchó
duramente por el reconocimiento de los derechos políticos de la mujer. Abigail
Smith Adams amenazaba al gobierno revolucionario americano con que «las mujeres
no están sometidas a las leyes de la república mientras no obtengan el derecho
a voto garantizado por la Constitución.» Fue la primera que formuló de forma
inequívoca la igualdad política del hombre y de la mujer. Mary Wollstonecraft
pedía una reforma fundamental en la educación de la mujer; por consiguiente,
una igualdad de derechos en el sector de la instrucción. (Fue una escritora muy
bien dotada e inteligente de finales del siglo XVIII. su libro Defensa de
los derechos de la mujer se publicó en 1796 y causó gran sensación.)
Las mujeres, a causa de que partían de
distintas posiciones, llegaron también a soluciones diferentes de la
contradicción entre el papel de la mujer en la producción y sus derechos en el
Estado y en la sociedad. Pero mirándolo bien se pueden reducir a un común
denominador: el derecho al trabajo. Es decir, el derecho al trabajo equivalía a
un triunfo de la revolución. Se iba a liquidar definitivamente el feudalismo y
a construir un nuevo sistema económico; esto exigía, como asimismo el campo de
actividad, conquistar por la mujer que buscaba trabajo, un poder político. Los
defensores de los derechos de la mujer cometieron un grave error cuando intentaban
demostrar que la lucha de las mujeres por su igualdad y su idea creciente de su
derecho a la dignidad humana les había impulsado a entrar en la vida
profesional. La historia demuestra precisamente lo contrario. Olimpia de Gouges
escribió lo siguiente en su famoso manifiesto (a la «Declaración de los
derechos humanos» proclamada durante la revolución francesa, que según su
opinión solamente tenía en cuenta los derechos de los hombres, añadió Olimpia
de Gouges su «Declaración de los derechos de la mujer», en la que exigía el
derecho de elegir, activo y pasivo, así como la admisión a los empleos
públicos):
«La
finalidad de toda asamblea legislativa debe ser proteger los derechos
inalienables de ambos sexos: libertad, progreso, seguridad y defensa ante la
opresión. Todos los ciudadanos y ciudadanas deben participar directamente o por
medio de sus representantes en la legislación. Todos los ciudadanos del Estado
debían tener acceso en igualdad de derechos a todos los empleos públicos,
profesiones y distinciones de la sociedad.»
Sin embargo todas esas exigencias que
principalmente se dirigen al «libre acceso de las mujeres a todos los empleos y
profesiones» sólo han surgido porque las «mujeres del pueblo» habían abierto el
camino al trabajo productivo de la mujer. Durante la revolución francesa, la
exigencia de la equiparación política de la mujer no había sido un lema de
lucha de los elementos demócratas burgueses de la revolución. Las mujeres de
los suburbios de París sólo estaban representadas, y escasamente, en los clubs
de mujeres. Y me refiero a los clubs femeninos que habían sido organizados por
iniciativas de Palm Aelder y otras pioneras dirigentes de la lucha en pro de
los derechos de la mujer. Las mujeres de los arrabales de París lucharon con
todo su entusiasmo junto a todo el proletariado por la abolición de los gremios
y por otras exigencias puramente proletarias. Su instinto de clase les decía
muy acertadamente que sus peticiones de «derecho al trabajo», «abolición de los
gremios» garantizaban una solución más fundamental de sus problemas que la
limitada lucha por los derechos políticos de la mujer. Por el contrario,
Olimpia de Gouges formulaba sus exigencias políticas en la firme convicción de
que así defendía los intereses de todas las mujeres. La situación histórica del
siglo XVIII era tal que un reconocimiento unilateral de los derechos políticos
de la mujer hubiera conducido a asegurar todavía con más firmeza los
privilegios de las mujeres que pertenecían a las clases más favorecidas. Y esto
se puede aplicar tanto a Francia como también a América e Inglaterra. Las
mujeres del proletariado hubieran quedado otra vez in albis.
El movimiento femenino y sus exigencias de
reconocimiento de los derechos humanos surgió a finales del siglo XVIII y
ciertamente por razón del estado general de desarrollo en la producción y en la
economía y del papel creciente de la mujer en la producción. Con ejemplos de
Inglaterra, Francia y América justificaremos la exactitud de nuestra tesis
fundamental, es decir, que la posición social de la mujer depende de su
importancia en la producción.
Ya hemos tratado en otro lugar cómo se
fue extendiendo el trabajo de la mujer en el período de la manufactura. La
producción fabril se desarrolló en los dos Estados capitalistas Francia e
Inglaterra durante el siglo XVIII. Estos hechos hablan por sí mismos. ¿Vale
también nuestra afirmación si nos referimos a América? En el siglo XVIII
América era solamente una de las muchas colonias del poderoso imperio inglés, y
además incluso una de las más retrasadas económicamente; poseía una industria
débilmente desarrollada y la producción en pequeño dominaba la agricultura. La
población se componía en gran parte de campesinos. ¿Por qué entonces se
atribuye a América la cuna del nacimiento feminista? ¿Por qué exigían las
mujeres americanas la igualdad de derechos y el reconocimiento de sus derechos
políticos fundamentales en un momento muy anterior a los países muy
industrializados de Europa? ¿No contradice esto nuestra tesis fundamental,
según la cual la lucha de la mujer por la igualdad de derechos es únicamente el
resultado de su papel en la producción? ¿No será quizá que las exigencias de
las mujeres de derechos políticos sólo es consecuencia lógica de las exigencias
de la burguesía y de su lucha por la democracia? No, en absoluto; todo lo
contrario. América es otra prueba de que nuestra tesis es exacta. Las
exigencias políticas de las mujeres americanas fueron naturalmente el resultado
directo de la importancia de la mujer en la vida económica norteamericana en
los siglos XVII y XVIII; por consiguiente, en aquellos siglos en que América no
era otra cosa que una colonia inglesa.
Norteamérica fue colonizada por emigrantes
del Viejo Mundo -de Europa-, cuya mayoría había huido de las arbitrariedades
del feudalismo y de las persecuciones religiosas; su fuerza de trabajo y su
energía eran sus únicas posesiones. Casi siempre emigraban al Nuevo Mundo estos
fugitivos europeos con toda su familia y adquirían en propiedad nuevas tierras
convirtiéndose en colonos y campesinos. Como la mano de obra era escasa, debía
trabajar toda la familia en la agricultura. Las esposas e hijas de los
granjeros trabajaban por esa razón con tanta dureza como los hombres para
lograr cierto bienestar. Las mujeres compartían con naturalidad las
preocupaciones económicas de sus maridos y luchaban con rabioso empeño con la
naturaleza salvaje y todavía sin domar. Como sus maridos, las mujeres llevaban
armas y defendían los ranchos que habían construido juntos contra los ataques
de los indios. Por eso la mujer era una fuerza de trabajo valiosa que
contribuía al bienestar de toda la colonia. De esa época nace, por tanto, el
gran respeto a sus mujeres que han conservado hasta hoy día los americanos.
Pero esa alta estima se perturba siempre por la influencia del capitalismo muy
desarrollado, que transforma a la mujer o en una esclava asalariada o en un
objeto de entretenimiento para el hombre.
Mientras América continuó siendo una
colonia inglesa estuvo vigente el siguiente principio: representación para
todos los que pagaban impuestos. Todos los contribuyentes tenían por tanto el
derecho a intervenir en los asuntos del Estado, también las mujeres.
Naturalmente intervinieron en la defensa de su Estado y lucharon por la
independencia de aquella tierra cuyo bienestar floreciente era obra en parte de
sus propias manos. Las mujeres lucharon con entusiasmo hasta el último día de
la guerra de la independencia por una América libre y adoptaron con frecuencia
posiciones más radicales que los políticos revolucionarios. Así, por ejemplo,
exigió Merey Warren públicamente la total separación de la madre patria en un
momento en que el mismo jefe de los separatistas, George Washington, no se
atrevía aún a formular una exigencia tan radical. Para esas mujeres era lo más
natural que la nueva república garantizase en su Constitución la mayoría de
edad política de la mujer que no le había sido negada nunca en el período en
que América todavía era una colonia británica. Pero ahí sufrieron un gran
desengaño. Verdaderamente la asamblea constituyente nunca se expresó con
claridad contra el derecho femenino al voto (en lugar de eso se recomendó a los
Estados particulares que decidieran ellos mismos esa cuestión); sin embargo,
ese derecho a voto no se estableció implícitamente en la Constitución. Esa
decisión se puede explicar fácilmente: al final del siglo XVIII América ya no
era un país de pequeños campesinos, sino que surgía una gran industria
capitalista. La mujer dejó de ser una fuerza de trabajo útil, productiva, y descendió
su importancia para la economía del pueblo. Como ya había ocurrido
frecuentemente en otros lugares, cuando la burguesía afirmó su poder, quedó
degradada la mujer y reducida a una existencia como esposa, miembro de la
familia y anexo vivo del marido. Las mujeres pertenecientes a las capas
sociales más pobres se convirtieron en obreras de fábrica y en lo futuro en
esclavas despreciadas del capital. Es notable que los Estados Unidos
industrializados -los llamados Estados antiguos ingleses- privaron a sus
mujeres de sus derechos electorales y por medio de una ley concedieron sólo a
los hombres los derechos completos del ciudadano. En contraste, dos Estados
agrarios típicos, Virginia y Nueva Jersey, extendieron los derechos políticos a
la administración municipal y a la del Estado también a las mujeres.
Comprobamos por tanto de forma
interesante que las peticiones de la mujer de igualdad de derechos fue apoyada
por la sociedad americana en general antes de la guerra de independencia,
especialmente en los círculos revolucionarios. La burguesía abusó de la mujer
en todas las formas imaginables y la hizo intervenir en la guerra. Se exigió de
ella «virilidad» de ciudadano, obediencia de víctima y entusiasmo por la
república. Sin embargo, apenas se aplacó el júbilo por la victoria el hasta
entonces enemigo -la Inglaterra feudal-, ya no podía amenazar los intereses de
la burguesía americana cuando decayó rápidamente el interés, aun el de los
demócratas más apasionados, por las peticiones de las mujeres de igualdad de
derechos. En consecuencia podemos deducir de estos ejemplos, Francia y América,
la conclusión de que las exigencias de equiparación de hombre y mujer han
surgido después de que la mujer se ha convertido en una fuerza productiva de
trabajo en la economía popular. Por lo tanto no es la petición de igualdad de
derechos la que ha impulsado a la mujer a la vida profesional, sino exactamente
a la inversa: el papel de la mujer en la producción es el que ha originado su
reivindicación de derechos sociales iguales.
Pero entonces, ¿cómo podemos explicar
el hecho de que en todos los Estados burgueses, ahora igual que antes, se
discrimina a la mujer en relación con el hombre y que el Estado burgués y la
sociedad capitalista no acepte a la mujer ni como individuo ni como ciudadano,
aunque las mujeres que ejercen actividad profesional constituyen una parte importante
de la población?
Las causas de esta situación falsa radica en
la ordenación de la sociedad capitalista-burguesa que se basa en contrastes de
clase y en el trabajo asalariado. En los Estados capitalistas la mayoría de las
mujeres activas profesionalmente se reclutan en la clase trabajadora, es decir,
son esclavas asalariadas al servicio del capital. Exactamente como en otros
tiempos despreciaba el déspota de la antigüedad a sus esclavos, por
consiguiente a los seres humanos a los que en realidad debía toda su riqueza,
hoy día la burguesía no quiere reconocer a ningún precio los derechos de
millones de proletarios que producen todos los valores con el rendimiento de su
trabajo y crean el fundamento del bienestar de la sociedad burguesa. En el
sistema capitalista ni el trabajador ni la trabajadora ejercitan ninguna tarea
que cree productos que directamente lleguen al consumidor y hombre y mujer
trabajan a jornal y venden su fuerza de trabajo al empresario. En el período de
la economía natural, el artesanado y el trabajo a domicilio no vendían su
fuerza de trabajo, sino el producto terminado de su trabajo. En el período de
la esclavitud asalariada, por el contrario, el trabajador tiene que vender su
fuerza de trabajo al capitalista. Ya hemos expuesto en otro lugar por qué la
economía capitalista no está dispuesta en el fondo a reconocer la fuerza de
trabajo como fuente principal de la riqueza. Los economistas empresarios
burgueses presentan con todos los argumentos imaginables la idea de que el
empresario, como intermediario entre la fuerza de trabajo y la maquinaria crea
la riqueza. La burguesía defiende la interpretación de que la máquina es la
fuerza que produce los valores y el trabajador desempeña un papel subordinado a
ella. En estas teorías burguesas los trabajadores y trabajadoras son
adminículos vivientes de la maquinaria. En definitiva, en las mentes de los
empresarios su propio capital es, de hecho, la fuente de todas las riquezas.
Mientras dominen en la sociedad las
condiciones de vida burguesas no se puede contar con que la fuerza de trabajo
humana se valore de otra manera o que se acometa una nueva estimación del papel
de la clase trabajadora y de la situación de la mujer en la producción. El
trabajo a jornal ha sacado a la mujer de la familia y la ha lanzado dentro de
la producción y el sistema actual de trabajo asalariado hace al trabajador y a
la trabajadora completamente dependiente de la burguesía. Su trabajo se paga
menos de lo que vale, con indiferencia absoluta si es de hombre o de mujer. A
los intentos organizados de la clase trabajadora por ampliar sus derechos y por
democratizar el estado burgués replica la burguesía con resistencia bien organizada
y con odio furioso. No el que crea el valor, sino aquel que vive de la
explotación del trabajo, es el más apropiado para ocuparse de los asuntos del
Estado y de la organización de la sociedad. La suerte de la mujer es la misma
que la de todo el proletariado. Aunque hoy millones de mujeres están obligadas
a trabajar por un jornal, empeora constantemente la situación social de la
mujer. El capitalismo obliga a la mujer además de a la esclavitud en su propio
hogar y a su dependencia en la familia a otra carga más: esto es, al trabajo
asalariado para el empresario.
Ya hemos indicado que el matrimonio de
la proletaria de ninguna manera puede salvarle de la necesidad de vender su
fuerza de trabajo. Las trabajadoras casadas se ven obligadas, en proporción
creciente, a combinar el trabajo profesional fuera de casa con las tareas
domésticas, la educación de los hijos y la asistencia al marido. Su vida se
convierte en un reventarse continuo, no duerme lo suficiente y no tiene idea de
lo que es descansar. Es la primera en levantarse por la mañana y la última que
se acuesta por la noche. Aun así se desorganizan las familias, el hogar se
descuida y los mismos hijos están abandonados. Las mujeres se esfuerzan en vano
e intentan, desesperadas, mantener junta a la familia. La mujer vive todavía en
el pasado y valora a la familia y al hogar más alto que su marido; sin embargo,
las condiciones inexorables no prestan la consideración más mínima a los deseos
de los seres humanos. Por medio de la producción a gran escala se reduce la
economía familiar y dejan de hacerse una función tras otra; tareas importantes
de la economía familiar que antes eran parte integrante inseparable de las
faenas caseras van desapareciendo. Por ejemplo, ya no es necesario que la mujer
trabajadora malgaste su tiempo precioso repasando calcetines, haciendo jabón o
cosiendo vestidos, si al mismo tiempo esos artículos de consumo producidos en
serie están disponibles en abundancia en el mercado. Este hecho no juega ningún
papel mientras no haya el suficiente dinero; para ganarlo tiene que vender su
fuerza de trabajo. ¿Para qué va a esforzarse la mujer en conservar alimentos
para el invierno, en cocer pan o preparar la comida si cientos de fábricas de
conservas producen lo necesario, los panaderos hacen suficiente pan y la
familia trabajadora puede adquirir en la próxima tienda de comestibles o en el
restaurante barato una comida ya preparada? Este proceso hace cada vez más
superfluo el trabajo de la mujer para la familia, tanto desde el punto de vista
económico nacional como del de la misma familia. Por eso se desorganiza ésta,
especialmente en la ciudad; desaparece con el desenvolvimiento del intercambio
de artículos y la producción en masa de bienes. La familia, una necesidad en el
período de la economía natural, se convierte en un freno que liga a la mujer a
una actividad inútil e improductiva para la economía nacional.
La familia se ha hecho superflua
porque ya no es una unidad económica. En la URSS se asienta hoy el trabajo de
la mujer en el servicio de la colectividad y ya no en el de la familia cerrada;
aumenta el número de las mujeres ocupadas en la producción. La guerra mundial
ratificó definitivamente la importancia de la mujer para el futuro desarrollo
de las fuerzas productivas. No hay una rama en la que no hayan trabajado
mujeres en el transcurso de los siete años pasados. Durante la guerra creció la
cifra de las mujeres con actividad profesional sólo en América y Europa en
cerca de 10 millones y el trabajo femenino se convirtió en absoluta necesidad.
La estadística indica que para comienzos del siglo XIX la tercera parte de
todos los bienes que llegaban al mercado mundial habían sido producidos por
mujeres. Y, naturalmente, desde entonces la proporción en la producción
internacional ha ido en aumento. El trabajo femenino se ha convertido en un
factor económico estable. Y sin embargo, ahora como antes, el problema de la
mujer sigue sin resolverse. Las mujeres de todos los países -excepto Rusia-
tienen que recorrer todavía un largo camino antes de que obtenga éxito su lucha
por la igualdad de derechos. Pero ya sabemos que la raíz de ese mal radica en
el sistema de producción capitalista y en la división en clases de la sociedad
burguesa, porque esta sociedad se basa sobre la propiedad privada. Hasta que no
conocemos las causas de esa falsa situación no somos capaces de desarrollar
formas de lucha para eliminarla. La discriminación jurídica de la mujer y su
dependencia pueden vencerse definitivamente si la sociedad crea un nuevo
sistema de producción en el que la propiedad privada se sustituya por la
propiedad y consumo colectivos (lo que significa el triunfo del comunismo).
PUNTO Y APARTE
Ada B. Gibbons - Intiq Churin - Lírica Andina
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