Para
una crítica de la violencia
Por :Walter
Benjamin
La tarea de una crítica de la violencia puede definirse como la
exposición de su relación con el derecho y con la justicia. Porque una causa
eficiente se convierte en violencia, en el sentido exacto de la palabra, sólo
cuando incide sobre relaciones morales. La esfera de tales relaciones es
definida por los conceptos de derecho y justicia. Sobre todo en lo que respecta
al primero de estos dos conceptos, es evidente que la relación fundamental y
más elemental de todo ordenamiento jurídico es la de fin y medio; y que la
violencia, para comenzar, sólo puede ser buscada en el reino de los medios y no
en el de los fines. Estas comprobaciones nos dan ya, para la crítica de la
violencia, algo más, e incluso diverso, que lo que acaso nos parece. Puesto que
si la violencia es un medio, podría parecer que el criterio para su crítica
esta ya dado, sin más. Esto se plantea en la pregunta acerca de si la
violencia, en cada caso específico, constituye un medio para fines justos o
injustos.
En un sistema de fines justos, las bases para su crítica estarían ya dadas implícitamente. Pero las cosas no son así. Pues lo que este sistema nos daría, si se hallara más allá de toda duda, no es un criterio de la violencia misma como principio, sino un criterio respecto a los casos de su aplicación. Permanecería sin respuesta el problema de si la violencia en general, como principio, es moral, aun cuando sea un medio para fines justos.
Pero para decidir respecto a
este problema se necesita un criterio más pertinente, una distinción en la
esfera misma de los medios, sin tener en cuenta los fines a los que éstos
sirven. La exclusión preliminar de este más exacto planteo crítico caracteriza
a una gran corriente de la filosofía del derecho, de la cual el rasgo más
destacado quizás es el derecho natural. En el empleo de medios violentos para
lograr fines justos el derecho natural ve tan escasamente un problema, como el
hombre en el “derecho” a dirigir su propio cuerpo hacia la meta hacia la cual
marcha. Según la concepción jusnaturalista (que sirvió de base ideológica para
el terrorismo de la Revolución Francesa) la violencia es un producto natural,
por así decir una materia prima, cuyo empleo no plantea problemas, con tal de
que no se abuse poniendo la violencia al servicio de fines injustos. Si en la
teoría jusnaturalista del estado las personas se despojan de toda su autoridad
en favor del estado, ello ocurre sobre la base del supuesto (explícitamente
enunciado por Spinoza en su tratado teológico- político) de que el individuo
como tal, y antes de la conclusión de este contrato racional, ejercite también
de jure todo poder que inviste de facto. Quizás estas concepciones han sido
vueltas a estimular a continuación por la biología darwinista, que considera en
forma del todo dogmática, junto con la selección natural, sólo a la violencia
como medio originario y único adecuado a todos los fines vitales de la
naturaleza. La filosofía popular darwinista ha demostrado a menudo lo fácil que
resulta pasar de este dogma de la historia natural al dogma aún más grosero de
la filosofía del derecho, para la cual aquella violencia que se adecua casi
exclusivamente a los fines naturales sería por ello mismo también jurídicamente
legítima. A esta tesis jusnaturalista de la violencia como dato natural se
opone diametralmente la del derecho positivo, que considera al poder en su
transformación histórica. Así como el derecho natural puede juzgar todo derecho
existente sólo mediante la crítica de sus fines, de igual modo el derecho
positivo puede juzgar todo derecho en transformación sólo mediante la crítica
de sus medios.
Si la justicia es el criterio
de los fines, la legalidad es el criterio de los medios. Pero si se prescinde
de esta oposición, las dos escuelas se encuentran en el común dogma
fundamental: los fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, los
medios legítimos pueden ser empleados al servicio de fines justos. El derecho
natural tiende a “justificar” los medios legítimos con la justicia de los
fines, el derecho positivo a “garantizar” la justicia de los fines con la
legitimidad de los medios. La antinomia resultaría insoluble si se demostrase
que el común supuesto dogmático es falso y que los medios legítimos, por una
parte, y los fines justos, por la otra, se hallan entre sí en términos de
contradicción irreductibles. Pero no se podrá llegar nunca a esta comprensión
mientras no se abandone el círculo y no se establezcan criterios recíprocos
independientes para fines justos y para medios legítimos.
El reino de los fines, y por lo tanto también el problema de un
criterio de la justicia, queda por el momento excluido de esta investigación.
En el centro de ella ponemos en cambio el problema de la legitimidad de ciertos
medios, que constituyen la violencia. Los principios jusnaturalistas no pueden
decidir este problema, sino solamente llevarlo a una casuística sin fin. Porque
si el derecho positivo es ciego para la incondicionalidad de los fines, el
derecho natural es ciego para el condicionamiento de los medios. La teoría
positiva del derecho puede tomarse como hipótesis de partida al comienzo de la
investigación, porque establece una distinción de principio entre los diversos
géneros de violencia, independientemente de los casos de su aplicación. Se
establece una distinción entre la violencia históricamente reconocida, es decir
la violencia sancionada como poder, y la violencia no sancionada. Si los
análisis que siguen parten de esta distinción, ello naturalmente no significa
que los poderes sean ordenados y valorados de acuerdo con el hecho de que estén
sancionados o no.
Pues en una crítica de la violencia no se trata de la simple aplicación del criterio del derecho positivo, sino más bien de juzgar a su vez al derecho positivo. Se trata de ver qué consecuencias tiene, para la esencia de la violencia, el hecho mismo de que sea posible establecer respecto de ella tal criterio o diferencia. O, en otras palabras, qué consecuencias tiene el significado de esa distinción. Puesto que veremos en seguida que esa distinción del derecho positivo tiene sentido, está plenamente fundada en sí y no es substituible por ninguna otra; pero con ello mismo se arrojará luz sobre esa esfera en la cual puede realizarse dicha distinción. En suma: si el criterio establecido por el derecho positivo respecto a la legitimidad de la violencia puede ser analizado sólo según su significado, la esfera de su aplicación debe ser criticada según su valor. Por lo tanto, se trata de hallar para esta crítica un criterio fuera de la filosofía positiva del derecho, pero también fuera del derecho natural. Veremos a continuación cómo este criterio puede ser proporcionado sólo si se considera el derecho desde el punto de vista de la filosofía de la historia.
El significado de la distinción de la violencia en legítima e ilegítima no es evidente sin más. Hay que cuidarse firmemente del equívoco jusnaturalista, para el cual dicho significado consistiría en la distinción entre violencia con fines justos o injustos. Más bien se ha señalado ya que el derecho positivo exige a todo poder un testimonio de su origen histórico, que implica en ciertas condiciones su sanción y legitimidad. Dado que el reconocimiento de poderes jurídicos se expresa en la forma más concreta mediante la sumisión pasiva -como principio- a sus fines, como criterio hipotético de subdivisión de los diversos tipos de autoridad es preciso suponer la presencia o la falta de un reconocimiento histórico universal de sus fines. Los fines que faltan en ese reconocimiento se llamarán fines naturales; los otros, fines jurídicos. Y la función diversa de la violencia, según sirva a fines naturales o a fines jurídicos, se puede mostrar en la forma más evidente sobre la realidad de cualquier sistema de relaciones jurídicas determinadas.
Para mayor simplicidad las consideraciones que siguen se
referirán a las actuales relaciones europeas. Estas relaciones jurídicas se
caracterizan- en lo que respecta a la persona como sujeto jurídico- por la
tendencia a no admitir fines naturales de las personas en todos los casos en
que tales fines pudieran ser incidentalmente perseguidos con coherencia
mediante la violencia. Es decir que este ordenamiento jurídico, en todos los
campos en los que los fines de personas aisladas podrían ser coherentemente
perseguidos con violencia, tiende a establecer fines jurídicos que pueden ser
realizados de esta forma sólo por el poder jurídico. Además tiende a reducir,
mediante fines jurídicos, incluso las regiones donde los fines naturales son
consentidos dentro de amplios límites, no bien tales fines naturales son
perseguidos con un grado excesivo de violencia, como ocurre por ejemplo, en las
leyes sobre los límites del castigo educativo. Como principio universal de la
actual legislación europea puede formularse el de que todos los fines naturales
de personas singulares chocan necesariamente con los fines jurídicos no bien
son perseguidos con mayor o menor violencia. (La contradicción en que el
derecho de legítima defensa se halla respecto a lo dicho hasta ahora debería
explicarse por sí en el curso de los análisis siguientes.)
De esta máxima se deduce que el derecho considera la violencia
en manos de la persona aislada como un riesgo o una amenaza de perturbación
para el ordenamiento jurídico. ¿Cómo un riesgo y una amenaza de que se frustren
los fines jurídicos y la ejecución jurídica? No: porque en tal caso no se
condenaría la violencia en sí misma, sino sólo aquella dirigida hacia fines
antijurídicos. Se dirá que un sistema de fines jurídicos no podría mantenerse
si en cualquier punto se pudiera perseguir con violencia fines naturales. Pero
esto por el momento es sólo un dogma. Será necesario en cambio tomar en
consideración la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho por
monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga como
explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de
salvaguardar al derecho mismo. Y que la violencia, cuando no se halla en
posesión del derecho a la sazón existente, represente para éste una amenaza, no
a causa de los fines que la violencia persigue, sino por su simple existencia
fuera del derecho. La misma suposición puede ser sugerida, en forma más
concreta, por el recuerdo de las numerosas ocasiones en que la figura del
“gran” delincuente, por bajos que hayan podido ser sus fines, ha conquistado la
secreta admiración popular. Ello no puede deberse a sus acciones, sino a la
violencia de la cual son testimonio. En este caso, por lo tanto, la violencia,
que el derecho actual trata de prohibir a las personas aisladas en todos los
campos de la praxis, surge de verdad amenazante y suscita, incluso en su
derrota, la simpatía de la multitud contra el derecho. La función de la
violencia por la cual ésta es tan temida y se aparece, con razón, para el
derecho como tan peligrosa, se presentará justamente allí donde todavía le es
permitido manifestarse según el ordenamiento jurídico actual. Ello se comprueba
sobre todo en la lucha de clases, bajo la forma de derecho a la huelga
oficialmente garantizado a los obreros. La clase obrera organizada es hoy,
junto con los estados, el único sujeto jurídico que tiene derecho a la
violencia. Contra esta tesis se puede ciertamente objetar que una omisión en la
acción, un no- obrar, como lo es en última instancia la huelga, no puede ser
definido como violencia. Tal consideración ha facilitado al poder estatal la
concesión del derecho a la huelga, cuando ello ya no podía ser evitado. Pero
dicha consideración no tiene valor ilimitado, porque no tiene valor
incondicional. Es verdad que la omisión de una acción e incluso de un servicio,
donde equivale sencillamente a una “ruptura de relaciones”, puede ser un medio
del todo puro y libre de violencia. Y como, según la concepción del estado (o
del derecho), con el derecho a la huelga se concede a las asociaciones obreras
no tanto un derecho a la violencia sino más bien el derecho a sustraerse a la
violencia, en el caso de que ésta fuera ejercida indirectamente por el patrono,
puede producirse de vez en cuando una huelga que corresponde a este modelo y
que pretende ser sólo un “apartamiento”, una “separación” respecto del patrono.
Pero el momento de la
violencia se presenta, como extorsión, en una omisión como la antedicha, cuando
se produce respecto a la fundamental disposición a retomar como antes la acción
interrumpida, en ciertas condiciones que no tienen absolutamente nada que ver
con ella o modifican sólo algún aspecto exterior. Y en este sentido, según la
concepción de la clase obrera – opuesta a la del estado-, el derecho de huelga es
el derecho a usar la violencia para imponer determinados propósitos. El
contraste entre las dos concepciones aparece en todo su rigor en relación con
la huelga general revolucionaria. En ella la clase obrera apelará siempre a su
derecho a la huelga, pero el estado dirá que esa apelación es un abuso, porque
-dirá- el derecho de huelga no había sido entendido en ese sentido, y tomará
sus medidas extraordinarias. Porque nada le impide declarar que una puesta en
práctica simultánea de la huelga en todas las empresas es inconstitucional,
dado que no reúne en cada una de las empresas el motivo particular presupuesto
por el legislador. En esta diferencia de interpretación se expresa la
contradicción objetiva de una situación jurídica a la que el estado reconoce un
poder cuyos fines, en cuanto fines naturales, pueden resultarle a veces
indiferentes, pero que en los casos graves (en el caso, justamente, de la
huelga general revolucionaria) suscitan su decidida hostilidad. Y en efecto, a
pesar de que a primera vista pueda parecernos paradójico, es posible definir en
ciertas condiciones como violencia incluso una actitud asumida en ejercicio de
un derecho. Y precisamente esa actitud, cuando es activa, podrá ser llamada
violencia en la medida en que ejerce un derecho que posee para subvertir el
ordenamiento jurídico en virtud del cual tal derecho le ha sido conferido;
cuando es pasiva, podrá ser definida en la misma forma, si representa una
extorsión en el sentido de las consideraciones precedentes. Que el derecho se oponga,
en ciertas condiciones, con violencia a la violencia de los huelguistas es
testimonio sólo de una contradicción objetiva en la situación jurídica y no de
una contradicción lógica en el derecho. Puesto que en la huelga el estado teme
más que ninguna otra cosa aquella función de la violencia que ésta
investigación se propone precisamente determinar, como único fundamento seguro
para su crítica. Porque si la violencia, como parece a primera vista, no fuese
más que el medio para asegurarse directamente aquello que se quiere, podría
lograr su fin sólo como violencia de robo. Y sería completamente incapaz de
fundar o modificar relaciones en forma relativamente estable. Pero la huelga
demuestra que puede hacerlo, aun cuando el sentimiento de justicia pueda resultar
ofendido por ello. Se podría objetar que tal función de la violencia es casual
y aislada. El examen de la violencia bélica bastará para refutar esta
obligación. La posibilidad de un derecho de guerra descansa exactamente sobre
las mismas contradicciones objetivas en la situación jurídica sobre las que se
funda la de un derecho de huelga, es decir sobre el hecho de que sujetos
jurídicos sancionan poderes cuyos fines- para quienes los sancionan- siguen
siendo naturales y, en caso grave, pueden por lo tanto entrar en conflicto con
sus propios fines jurídicos o naturales. Es verdad que la violencia bélica
encara en principio sus fines en forma por completo directa y como violencia de
robo. Pero existe el hecho sorprendente de que incluso- o más bien justamente
en condiciones primitivas, que en otros sentidos apenas tienen noción de los
rudimentos de relaciones de derecho público, e incluso cuando el vencedor se ha
adueñado de una posesión ya inamovible, es necesaria e imprescindible aun una
paz en el sentido ceremonial. La palabra “paz”, en el sentido en que está
relacionada con el término “guerra” (pues existe otro, por completo diferente,
enteramente concreto y político: aquel en que Kant habla de “paz perpetua”),
indica justamente esta sanción necesaria a priori- independiente de todas las
otras relaciones jurídicas- de toda victoria. Esta sanción consiste
precisamente en que las nuevas relaciones sean reconocidas como nuevo
“derecho”, independientemente del hecho de que de facto necesitan más o menos ciertas
garantías de subsistencia. Y si es lícito extraer de la violencia bélica, como
violencia originaria y prototípica, conclusiones aplicables a toda violencia
con fines naturales, existe por lo tanto implícito en toda violencia un
carácter de creación jurídica. Luego deberemos volver a considerar el alcance
de esta noción.
Ello explica la mencionada tendencia del derecho moderno a vedar
toda violencia, incluso aquella dirigida hacia fines naturales, por lo menos a
la persona aislada como sujeto jurídico. En el gran delincuente esta violencia
se le aparece como la amenaza de fundar un nuevo derecho, frente a la cual (y
aunque sea impotente)el pueblo se estremece aún hoy, en los casos de
importancia, como en los tiempos míticos. Pero el estado teme a esta violencia
en su carácter de creadora de derecho, así como debe reconocerla como creadora
de derecho allí donde fuerzas externas lo obligan a conceder el derecho de
guerrear o de hacer huelga. Si en la última guerra la crítica a la violencia
militar se convirtió en punto de partida para una crítica apasionada de la
violencia en general, que muestra por lo menos que la violencia no es ya
ejercida o tolerada ingenuamente, sin embargo no se le ha sometido a crítica
sólo como violencia creadora de derecho, sino que ha sido juzgada en forma tal
vez más despiadada también en cuanto a otra función.
Una duplicidad en la función de la violencia es en efecto característica del militarismo, que ha podido formarse sólo con el servicio militar obligatorio. El militarismo es la obligación del empleo universal de la violencia como medio para los fines del estado. Esta coacción hacia el uso de la violencia ha sido juzgada recientemente en forma más resuelta que el uso mismo de la violencia. En ella la violencia aparece en una función por completo distinta de la que desempeña cuando se la emplea sencillamente para la conquista de fines naturales. Tal coacción consiste en el uso de la violencia como medio para fines jurídicos. Pues la sumisión del ciudadano a las leyes- en este caso a la ley del servicio militar obligatorio es un fin jurídico. Si la primera función de la violencia puede ser definida como creadora de derecho, esta segunda es la que lo conserva. Y dado que el servicio militar es un caso de aplicación, en principio en nada distinto, de la violencia conservadora del derecho, una crítica a él verdaderamente eficaz no resulta en modo alguno tan fácil como podrían hacer creer las declaraciones de los pacifistas y de los activistas. Tal crítica coincide más bien con la crítica de todo poder jurídico, es decir con la crítica al poder legal o ejecutivo, y no puede ser realizada mediante un programa menor. Es también obvio que no se la pueda realizar, si no se quiere incurrir en un anarquismo por completo infantil, rechazando toda coacción respecto a la persona y declarando que “es lícito aquello que gusta”. Un principio de este tipo no hace más que eliminar la reflexión sobre la esfera histórico- moral, y por lo tanto sobre todo significado del actuar, e incluso sobre todo significado de lo real, que no puede constituirse si la “acción” se ha sustraído al ámbito de la realidad. Más importante resulta quizás el hecho de que incluso la apelación a menudo hecha al imperativo categórico, con su programa mínimo indudable- “obra en forma de tratar a la humanidad, ya sea en tu persona o en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca sólo como medio “- no es de por sí suficiente para esta crítica (1). Pues el derecho positivo, cuando es consciente de sus raíces, pretenderá sin más reconocer y promover el interés de la humanidad por la persona de todo individuo aislado. El derecho positivo ve ese interés en la exposición y en la conservación de un orden establecido por el destino. Y aun si este orden- que el derecho afirma con razón que custodia- no puede eludir la crítica, resulta impotente respecto a él toda impugnación que se base sólo en una “libertad” informe, sin capacidad para definir un orden superior de libertad. Y tanto más impotente si no impugna el ordenamiento jurídico mismo en todas sus partes, sino sólo leyes o hábitos jurídicos, que luego por lo demás el derecho toma bajo la custodia de su poder, que consiste en que hay un solo destino y que justamente lo que existe, y sobre todo lo que amenaza, pertenece irrevocablemente a su ordenamiento. Pues el poder que conserva el derecho es el que amenaza. Y su amenaza no tiene el sentido de intimidación, según interpretan teóricos liberales desorientados. La intimidación, en sentido estricto, se caracterizaría por una precisión, una determinación que contradice la esencia de la amenaza, y que ninguna ley puede alcanzar, pues subsiste siempre la esperanza de escapar a su brazo. Resulta tan amenazadora como el destino, del cual en efecto depende si el delincuente incurre en sus rigores. El significado más profundo de la indeterminación de la amenaza jurídica surgirá sólo a través del análisis de la esfera del destino, de la que la amenaza deriva. Una preciosa referencia a esta esfera se encuentra en el campo de las penas, entre las cuales, desde que se ha puesto en cuestión la validez del derecho positivo, la pena de muerte es la que ha suscitado más la crítica. Aun cuando los argumentos de la crítica no han sido en la mayor parte de los casos en modo alguno decisivos, sus causas han sido y siguen siendo decisivas. Los críticos de la pena de muerte sentían tal vez sin saberlo explicar y probablemente sin siquiera quererlo sentir, que sus impugnaciones no se dirigían a un determinado grado de la pena, no ponían en cuestión determinadas leyes, sino el derecho mismo en su origen. Pues si su origen es la violencia, la violencia coronada por el destino, es lógico suponer que en el poder supremo, el de vida y muerte, en el que aparece en el ordenamiento jurídico, los orígenes de este ordenamiento afloren en forma representativa en la realidad actual y se revelen aterradoramente. Con ello concuerda el hecho de que la pena de muerte sea aplicada, en condiciones jurídicas primitivas, incluso a delitos, tal como la violación de la propiedad, para los cuales parece absolutamente “desproporcionada “. Pero su significado no es el de castigar la infracción jurídica, sino el de establecer el nuevo derecho. Pues en el ejercicio del poder de vida y muerte el derecho se confirma más que en cualquier otro acto jurídico. Pero en este ejercicio, al mismo tiempo, una sensibilidad más desarrollada advierte con máxima claridad algo corrompido en el derecho, al percibir que se halla infinitamente lejos de condiciones en las cuales, en un caso similar, el destino se hubiera manifestado en su majestad. Y el intelecto, si quiere llevar a término la crítica tanto de la violencia que funda el derecho como la de la que lo conserva, debe tratar de reconstruir en la mayor medida tales condiciones. En una combinación mucho más innatural que en la pena de muerte, en una mescolanza casi espectral, estas dos especies de violencia se hallan presentes en otra institución del estado moderno: en la policía. La policía es un poder con fines jurídicos (con poder para disponer), pero también con la posibilidad de establecer para sí misma, dentro de vastos límites, tales fines (poder para ordenar). El aspecto ignominioso de esta autoridad- que es advertido por pocos sólo porque sus atribuciones en raros casos justifican las intervenciones más brutales, pero pueden operar con tanta mayor ceguera en los sectores más indefensos y contra las personas sagaces a las que no protegen las leyes del estado- consiste en que en ella se ha suprimido la división entre violencia que funda y violencia que conserva la ley. Si se exige a la primera que muestre sus títulos de victoria, la segunda está sometida a la limitación de no deber proponerse nuevos fines. La policía se halla emancipada de ambas condiciones. La policía es un poder que funda- pues la función específica de este último no es la de promulgar leyes, sino decretos emitidos con fuerza de ley- y es un poder que conserva el derecho, dado que se pone a disposición de aquellos fines. La afirmación de que los fines del poder de la policía son siempre idénticos o que se hallan conectados con los del derecho remanente es profundamente falsa. Incluso “el derecho” de la policía marca justamente el punto en que el estado, sea por impotencia, sea por las conexiones inmanentes de todo ordenamiento jurídico, no se halla ya en grado de garantizarse- mediante el ordenamiento jurídico- los fines empíricos que pretende alcanzar a toda costa. Por ello la policía interviene “por razones de seguridad” en casos innumerables en los que no subsiste una clara situación jurídica cuando no acompaña al ciudadano, como una vejación brutal, sin relación alguna con fines jurídicos, a lo largo de una vida regulada por ordenanzas, o directamente no lo vigila. A diferencia del derecho, que reconoce en la “decisión” local o temporalmente determinada una categoría metafísica, con lo cual exige la crítica y se presta a ella, el análisis de la policía no encuentra nada sustancial. Su poder es informe así como su presencia es espectral, inaferrable y difusa por doquier, en la vida de los estados civilizados. Y si bien la policía se parece en todos lados en los detalles, no se puede sin embargo dejar de reconocer que su espíritu es menos destructivo allí donde encarna (en la monarquía absoluta) el poder del soberano, en el cual se reúne la plenitud del poder legislativo y ejecutivo, que en las democracias, donde su presencia, no enaltecida por una relación de esa índole, testimonia la máxima degeneración posible de la violencia. Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez.
Pero de ello se desprende que
toda violencia como medio, incluso en el caso más favorable. se halla sometida
a la problematicidad del derecho en general. Y cuando el significado de esa
problematicidad no está todavía claro a esta altura de la investigación, el
derecho sin embargo surge después de lo que se ha dicho con una luz moral tan
equívoca que se plantea espontáneamente la pregunta de si no existirán otros
medios que no sean los violentos para armonizar intereses humanos en conflicto.
Tal pregunta nos lleva en principio a comprobar que un reglamento de conflictos
totalmente desprovisto de violencia no puede nunca desembocar en un contrato
jurídico. Porque éste, aun en el caso de que las partes contratantes hayan
llegado al acuerdo en forma pacífica, conduce siempre en última instancia a una
posible violencia. Pues concede a cada parte el derecho a recurrir, de algún
modo, a la violencia contra la otra, en el caso de que ésta violase el
contrato. Aun más: al igual que el resultado, también el origen de todo
contrato conduce a la violencia. Pese a que no sea necesario que la violencia
esté inmediatamente presente en el contrato como presencia creadora, se halla
sin embargo representada siempre, en la medida en que el poder que garantiza el
contrato es a su vez de origen violento, cuando no es sancionado jurídicamente
mediante la violencia en ese mismo contrato. Si decae la conciencia de la
presencia latente de la violencia en una institución jurídica, ésta se
debilita. Un ejemplo de tal proceso lo proporcionan en este período los
parlamentos. Los parlamentos presentan un notorio y triste espectáculo porque
no han conservado la conciencia de las fuerzas revolucionarias a las que deben
su existencia. En Alemania en particular, incluso la última manifestación de
tales fuerzas no ha logrado efecto en los parlamentos. Les falta a éstos el
sentido de la violencia creadora de derecho que se halla representada en ellos.
No hay que asombrarse por lo tanto de que no lleguen a decisiones dignas de
este poder y de que se consagren mediante el compromiso a una conducción de los
problemas políticos que desearía ser no violenta. Pero el compromiso, si bien
repudia toda violencia abierta, es sin embargo un producto siempre comprendido
en la mentalidad de la violencia, pues la aspiración que lleva al compromiso no
encuentra motivación en sí misma, sino en el exterior, es decir en la
aspiración opuesta; por ello todo compromiso, aun cuando se lo acepte
libremente, tiene esencialmente un carácter coactivo. “Mejor sería de otra
forma” es el sentimiento fundamental de todo compromiso “.(2) Resulta
significativo que la decadencia de los parlamentos haya quitado al ideal de la
conducción pacífica de los conflictos políticos tantas simpatías como las que
le había procurado la guerra. A los pacifistas se oponen los bolcheviques y los
sindicalistas. Estos han sometido los parlamentos actuales a una crítica
radical y en general exacta. Pese a todo lo deseable y placentero que pueda
resultar, a título de comparación, un parlamento dotado de gran prestigio, no
será posible en el análisis de los medios fundamentalmente no violentos de
acuerdo político ocuparse del parlamentarismo. Porque lo que el parlamentarismo
obtiene en cuestiones vitales no puede ser más que aquellos ordenamientos
jurídicos afectados por la violencia en su origen y en su desenlace.
¿ Es en general posible una
regulación no violenta de los conflictos? Sin duda. Las relaciones entre
personas privadas nos ofrecen ejemplos en cantidad. El acuerdo no violento
surge dondequiera que la cultura de los sentimientos pone a disposición de los
hombres medios puros de entendimiento. A los medios legales e ilegales de toda
índole, que son siempre todos violentos, es lícito por lo tanto oponer, como
puros, los medios no violentos. Delicadeza, simpatía, amor a la paz, confianza
y todo lo que se podría aun añadir constituyen su fundamento subjetivo. Pero su
manifestación objetiva se halla determinada por la ley (cuyo inmenso alcance no
es el caso de ilustrar aquí) que establece que los medios puros no son nunca
medios de solución inmediata, sino siempre de soluciones mediatas. Por
consiguiente, esos medios no se refieren nunca directamente a la resolución de
los conflictos entre hombre y hombre, sino solo a través de la intermediación
de las cosas. En la referencia más concreta de los conflictos humanos a bienes
objetivos, se revela la esfera de los medios puros. Por ello la técnica, en el
sentido más amplio de la palabra, es su campo propio y adecuado. El ejemplo más
agudo de ello lo constituye tal vez la conversación considerada como técnica de
entendimiento civil. Pues en ella el acuerdo no violento no sólo es posible,
sino que la exclusión por principio de la violencia se halla expresamente
confirmada por una circunstancia significativa: la impunidad de la mentira. No
existe legislación alguna en la tierra que originariamente la castigue. Ello
significa que hay una esfera hasta tal punto no violenta de entendimiento
humano que es por completo inaccesible a la violencia: la verdadera y propia
esfera del “entenderse “, la lengua. Sólo ulteriormente, y en un característico
proceso de decadencia, la violencia jurídica penetró también en esta esfera,
declarando punible el engaño. En efecto, si el ordenamiento jurídico en sus
orígenes, confiando en su potencia victoriosa, se limita a rechazar la
violencia ilegal donde y cuando se presenta, y el engaño, por no tener en sí
nada de violento, era considerado como no punible en el derecho romano y en el
germánico antiguo, según los principios respectivos de ius civile vigilantibus
scriptum est y “ojo al dinero “, el derecho de edades posteriores, menos
confiado en su propia fuerza, no se sintió ya en condición de hacer frente a
toda violencia extraña. El temor a la violencia y la falta de confianza en sí
mismo constituyen precisamente su crisis. El derecho comienza así a plantearse
determinados fines con la intención de evitar manifestaciones más enérgicas de
la violencia conservadora del derecho. Y se vuelve contra el engaño no ya por
consideraciones morales, sino por temor a la violencia que podría desencadenar
en el engañado. Pues como este temor se opone al carácter de violencia del
derecho mismo, que lo caracteriza desde sus orígenes, los fines de esta índole
son inadecuados para los medios legítimos del derecho. En ellos se expresa no
sólo la decadencia de su esfera, sino también a la vez una reducción de los
medios puros. Al prohibir el engaño, el derecho limita el uso de los medios
enteramente no violentos, debido a que éstos, por reacción, podrían engendrar
violencia. Tal tendencia del derecho ha contribuido también a la concesión del
derecho de huelga, que contradice los intereses del estado. El derecho lo
admite porque retarda y aleja acciones violentas a las que teme tener que
oponerse. Antes, en efecto, los trabajadores pasaban súbitamente al sabotaje y
prendían fuego a las fábricas. Para inducir a los hombres a la pacífica
armonización de sus intereses antes y más acá de todo ordenamiento jurídico,
existe en fin, si se prescinde de toda virtud, un motivo eficaz, que sugiere
muy a menudo, incluso a la voluntad más reacia, la necesidad de usar medios
puros en lugar de los violentos, y ello es el temor a las desventajas comunes
que podrían surgir de una solución violenta, cualquiera que fuese su signo.
Tales desventajas son evidentes en muchísimos casos, cuando se trata de
conflictos de intereses entre personas privadas. Pero es diferente cuando están
en litigio clases y naciones, casos en que aquellos ordenamientos superiores
que amenazan con perjudicar en la misma forma a vencedor y vencido están aún
ocultos al sentimiento de la mayoría y a la inteligencia de casi todos. Pero la
búsqueda de estos ordenamientos superiores y de los correspondientes intereses
comunes a ellos, que representan el motivo más eficaz de una política de medios
puros, nos conduciría demasiado lejos (3). Por consiguiente, basta con
mencionar los medios puros de la política como análogos a aquellos que
gobiernan las relaciones pacíficas entre las personas privadas. En lo que
respecta a las luchas de clase, la huelga debe ser considerada en ellas, en
ciertas condiciones, como un medio puro.
A continuación definiremos dos
tipos esencialmente diversos de huelga, cuya posibilidad ya ha sido examinada.
El mérito de haberlos diferenciado por primera vez- más sobre la base de
consideraciones políticas que sobre consideraciones puramente teóricas- le
corresponde a Sorel. Sorel opone estos dos tipos de huelga como huelga general
política y huelga general revolucionaria. Ambas son antitéticas incluso en
relación con la violencia. De los partidarios de la primera se puede decir que
“el reforzamiento del estado se halla en la base de todas sus concepciones; en
sus organizaciones actuales los políticos (es decir, los socialistas moderados)
preparan ya las bases de un poder fuerte, centralizado y disciplinado que no se
dejará perturbar por las críticas de la oposición que sabrá imponer el silencio,
y promulgará por decreto sus propias mentiras” (4). “La huelga general política
nos muestra que el estado no perdería nada de su fuerza, que el poder pasaría
de privilegiados a otros privilegiados, que la masa de los productores
cambiaría a sus patrones. “Frente a esta huelga general política (cuya fórmula
parece, por lo demás, la misma que la de la pasada revolución alemana) la
huelga proletaria se plantea como único objetivo la destrucción del poder del
estado. La huelga general proletaria “suprime todas las consecuencias
ideológicas de cualquier política social posible, sus partidarios consideran
como reformas burguesas incluso a las reformas más populares “. “Esta huelga
general muestra claramente su indiferencia respecto a las ventajas materiales
de la conquista, en cuanto declara querer suprimir al estado; y el estado era
precisamente (…) la razón de ser de los grupos dominantes, que sacan provecho
de todas las empresas de las que el conjunto de la sociedad debe soportar los
gastos. “Mientras la primera forma de suspensión del trabajo es violencia, pues
determina sólo una modificación extrínseca de las condiciones de trabajo, la
segunda, como medio puro, está exenta de violencia. Porque ésta no se produce
con la disposición de retomar- tras concesiones exteriores y algunas
modificaciones en las condiciones laborables- el trabajo anterior, sino con la
decisión de retomar sólo un trabajo enteramente cambiado, un trabajo no
impuesto por el estado, inversión que este tipo de huelga no tanto provoca sino
que realiza directamente. De ello se desprende que la primera de estas empresas
da existencia a un derecho, mientras que la segunda es anárquica. Apoyándose en
observaciones ocasionales de Marx, Sorel rechaza toda clase de programas,
utopías y, en suma, creaciones jurídicas para el movimiento revolucionario:
“Con la huelga general todas estas bellas cosas desaparecen; la revolución se
presenta como una revuelta pura y simple, y no hay ya lugar para los
sociólogos, para los amantes de las reformas sociales o para los intelectuales
que han elegido la profesión de pensar por el proletariado. “A esta concepción
profunda, moral y claramente revolucionaria no se le puede oponer un
razonamiento destinado a calificar como violencia esta huelga general a causa
de sus eventuales consecuencias catastróficas. Incluso si podría decirse con
razón que la economía actual en conjunto se asemeja menos a una locomotora que
se detiene porque el maquinista la abandona, que a una fiera que se precipita
apenas el domador le vuelve las espaldas; queda además el hecho de que respecto
a la violencia de una acción se puede juzgar tan poco a partir de sus efectos
como a partir de sus fines, y que sólo es posible hacerlo a partir de las leyes
de sus medios. Es obvio que el poder del estado que atiende sólo a las
consecuencias, se oponga a esta huelga- y no a las huelgas parciales, en
general efectivamente extorsivas- como a una pretendida violencia. Pero, por lo
demás, Sorel ha demostrado con argumentos muy agudos que una concepción así rigurosa
de la huelga general resulta de por sí apta para reducir el empleo efectivo de
la violencia en las revoluciones. Viceversa, un caso eminente de omisión
violenta, más inmoral que la huelga general política, similar al bloqueo
económico, es la huelga de médicos que se ha producido en muchas ciudades
alemanas. Aparece en tal caso, en la forma más repugnante, el empleo sin
escrúpulos de la violencia, verdaderamente abyecto en una clase profesional que
durante años, sin el menor intento de resistencia, “ha garantizado a la muerte
su presa “, para luego, en la primera ocasión, dejar a la vida abandonada por
unas monedas. Con más claridad que en las recientes luchas de clases, en la
historia milenaria de los estados se han constituido medios de acuerdo no violentos.
La tarea de los diplomáticos en su comercio recíproco consiste sólo
ocasionalmente en la modificación de ordenamientos jurídicos. En general deben,
en perfecta analogía con los acuerdos entre personas privadas, regular
pacíficamente y sin tratados, caso por caso, en nombre de sus estados, los
conflictos que surgen entre ellos. Tarea delicada, que cumplen más
drásticamente las cortes de arbitraje, pero que constituye un método de
solución superior como principio, que el del arbitraje, pues se cumple más allá
de todo ordenamiento jurídico y por lo tanto de toda violencia. Como el
comercio entre personas privadas, el de los diplomáticos ha producido formas y
virtudes propias, que, aunque se hayan convertido en exteriores, no lo han sido
siempre. En todo el ámbito de los poderes previstos por el derecho natural y
por el derecho positivo no hay ninguno que se encuentre libre de esta grave
problematicidad de todo poder jurídico. Puesto que toda forma de concebir una
solución de las tareas humanas- para no hablar de un rescate de la esclavitud
de todas las condiciones históricas de vida pasadas- resulta irrealizable si se
excluye absolutamente y por principio toda y cualquier violencia, se plantea el
problema de la existencia de otras formas de violencia que no sean las que toma
en consideración toda teoría jurídica. Y se plantea a la vez el problema de la
verdad del dogma fundamental común a esas teorías: fines justos pueden ser
alcanzados con medios legítimos, medios legítimos pueden ser empleados para
fines justos. Y si toda especie de violencia destinada, en cuanto emplea medios
legítimos, resultase por sí misma en contradicción inconciliable con fines
justos, pero al mismo tiempo se pudiese distinguir una violencia de otra
índole, que sin duda no podría ser el medio legítimo o ilegítimo para tales
fines y que sin embargo no se hallase en general con éstos en relación de
medio,¿ en qué otra relación se hallaría? Se iluminaría así la singular y en
principio desalentadora experiencia de la final insolubilidad de todos los
problemas jurídicos (que quizás, en su falta de perspectivas puede compararse
sólo con la imposibilidad de una clara decisión respecto a lo que es “justo” o
“falso” en las lenguas en desarrollo). Porque lo cierto es que respecto a la
legitimidad de los medios y a la justicia de los fines no decide jamás la
razón, sino la violencia destinada sobre la primera y Dios sobre la segunda.
Noción esta tan rara porque tiene vigencia el obstinado hábito de concebir
aquellos fines justos como fines de un derecho posible, es decir no sólo como
universalmente válidos (lo que surge analíticamente del atributo de la
justicia), sino también como susceptible de universalización, lo cual, como se
podría mostrar, contradice a dicho atributo. Pues fines que son justos,
universalmente válidos y universalmente reconocibles para una situación, no lo
son para ninguna otra, pese a lo similar que pueda resultar. Una función no
mediada por la violencia, como esta sobre la que se discute, nos es ya mostrada
por la experiencia cotidiana. Así, en lo que se refiere al hombre, la cólera lo
arrastra a los fines más cargados de violencia, la cual como medio no se
refiere a un fin preestablecido. Esa violencia no es un medio, sino una
manifestación. Y esta violencia tiene manifestaciones por completo objetivas, a
través de las cuales puede ser sometida a la crítica. Tales manifestaciones se
encuentran en forma altamente significativa sobre todo en el mito. La violencia
mítica en su forma ejemplar es una simple manifestación de los dioses. Tal
violencia no constituye un medio para sus fines, es apenas una manifestación de
su voluntad y, sobre todo, manifestación de su ser. La leyenda de Níobe
constituye un ejemplo evidente de ello. Podría parecer que la acción de Apolo y
Artemisa es sólo un castigo. Pero su violencia instituye más bien un derecho
que no castiga por la infracción de un derecho existente. El orgullo de Níobe
atrae sobre sí la desventura, no porque ofenda el derecho, sino porque desafía
al destino a una lucha de la cual éste sale necesariamente victorioso y sólo
mediante la victoria, en todo caso, engendra un derecho. El que ésta violencia
divina, para el espíritu antiguo, no era aquella- que conserva el derecho- de
la pena, es algo que surge de los mitos heroicos en los que el héroe, como por
ejemplo Prometeo, desafía con valeroso ánimo al destino, lucha contra él con
variada fortuna y el mito no lo deja del todo sin esperanzas de que algún día
pueda entregar a los hombres un nuevo derecho. Es en el fondo este héroe, y la violencia
jurídica del mito congénita a él, lo que el pueblo busca aún hoy representarse
en su admiración por el delincuente. La violencia cae por lo tanto sobre Níobe
desde la incierta, ambigua esfera del destino. Esta violencia no es
estrictamente destructora. Si bien somete a los hijos a una muerte sangrienta,
se detiene ante la vida de la madre, a la que deja- por el fin de los hijos más
culpable aún que antes, casi un eterno y mudo sostén de la culpa, mojón entre
los hombres y los dioses. Si se pudiese demostrar que ésta violencia inmediata
en las manifestaciones míticas es estrechamente afín, o por completo idéntica,
a la violencia que funda el derecho, su problematicidad se reflejaría sobre la
violencia creadora de derecho en la medida en que ésta ha sido definida antes,
al analizar la violencia bélica, como una violencia que tiene las
características de medio. Al mismo tiempo esta relación promete arrojar más luz
sobre el destino, que se halla siempre en la base del poder jurídico, y de
llevar a su fin, en grandes líneas, la crítica de este último.
La función de la violencia en
la creación jurídica es, en efecto, doble en el sentido de que la creación
jurídica, si bien persigue lo que es instaurado como derecho, como fin, con la
violencia como medio, sin embargo- en el acto de fundar como derecho el fin
perseguido- no depone en modo alguno la violencia, sino que sólo ahora hace de
ella en sentido estricto, es decir inmediatamente, violencia creadora de
derecho, en cuanto instaura como derecho, con el nombre de poder, no ya un fin
inmune e independiente de la violencia, sino íntima y necesariamente ligado a
ésta. Creación de derecho es creación de poder, y en tal medida un acto de
inmediata manifestación de violencia. Justicia es el principio de toda finalidad
divina, poder, el principio de todo derecho mítico. Este último principio tiene
una aplicación de consecuencias extremadamente graves en el derecho público, en
el ámbito del cual la fijación de límites tal como se establece mediante “la
paz” en todas las guerras de la edad mítica, es el arquetipo de la violencia
creadora de derecho. En ella se ve en la forma más clara que es el poder (más
que la ganancia incluso más ingente de posesión) lo que debe ser garantizado
por la violencia creadora de derecho. Donde se establece límites, el adversario
no es sencillamente destruido; por el contrario, incluso si el vencedor dispone
de la máxima superioridad, se reconocen al vencido ciertos derechos. Es decir,
en forma demoníacamente ambigua: “iguales” derechos; es la misma línea la que
no debe ser traspasada por ambas partes contratantes. Y en ello aparece, en su
forma más temible y originaria, la misma ambigüedad mítica de las leyes que no
pueden ser “transgredidas “, y de las cuales Anatole France dice satíricamente
que prohíben por igual a ricos y a pobres pernoctar bajo los puentes. Y al
parecer Sorel roza una verdad no sólo histórico- cultural, sino metafísica,
cuando plantea la hipótesis de que en los comienzos todo derecho ha sido
privilegio del rey o de los grandes, en una palabra de los poderosos. Y eso
seguirá siendo, mutatis mutandis, mientras subsista. Pues desde el punto de
vista de la violencia, que es la única que puede garantizar el derecho no
existe igualdad, sino- en la mejor de las hipótesis- poderes igualmente
grandes. Pero el acto de la fijación de límites es importante, para la
inteligencia del derecho, incluso en otro aspecto. Los límites trazados y
definidos permanecen, al menos en las épocas primitivas, como leyes no
escritas. El hombre puede traspasarlos sin saber e incurrir así en el castigo.
Porque toda intervención del derecho provocado por una infracción a la ley no
escrita y no conocida es, a diferencia de la pena, castigo. Y pese a la
crueldad con que pueda golpear al ignorante, su intervención no es desde el
punto de vista del derecho, azar sino más bien destino, que se manifiesta aquí
una vez más en su plena ambigüedad. Ya Hermann Cohen, en un rápido análisis de
la concepción antigua del destino (5), ha definido como “conocimiento al que no
se escapa “aquel” cuyos ordenamientos mismos parecen “ocasionar y producir esta
infracción, “este apartamiento “. El principio moderno de que la ignorancia de
la ley no protege respecto a la pena es testimonio de ese espíritu del derecho,
así como la lucha por el derecho escrito en los primeros tiempos de las
comunidades antiguas debe ser entendido como una revuelta dirigida contra el
espíritu de los estatutos míticos. Lejos de abrirnos una esfera más pura, la
manifestación mítica de la violencia inmediata se nos aparece como
profundamente idéntica a todo poder y transforma la sospecha respecto a su
problematicidad en una certeza respecto al carácter pernicioso de su función
histórica, que se trata por lo tanto de destruir. Y esta tarea plantea en última
instancia una vez más el problema de una violencia pura inmediata que pueda
detener el curso de la violencia mítica. Así como en todos los campos Dios se
opone al mito, de igual modo a la violencia mítica se opone la divina. La
violencia divina constituye en todos los puntos la antítesis de la violencia
mítica. Si la violencia mítica funda el derecho, la divina lo destruye; si
aquélla establece límites y confines, esta destruye sin límites, si la
violencia mítica culpa y castiga, la divina exculpa; si aquélla es tonante,
ésta es fulmínea; si aquélla es sangrienta, ésta es letal sin derramar sangre.
A la leyenda de Níobe se le puede oponer, como ejemplo de esta violencia, el
juicio de Dios sobre la tribu de Korah. El juicio de Dios golpea a los
privilegiados, levitas, los golpea sin preaviso, sin amenaza, fulmíneamente, y
no se detiene frente a la destrucción. Pero el juicio de Dios es también,
justamente en la destrucción, purificante, y no se puede dejar de percibir un
nexo profundo entre el carácter no sangriento y el purificante de esta
violencia. Porque la sangre es el símbolo de la vida desnuda. La disolución de
la violencia jurídica se remonta por lo tanto a la culpabilidad de la desnuda
vida natural, que confía al viviente, inocente e infeliz al castigo que “expía”
su culpa, y expurga también al culpable, pero no de una culpa, sino del
derecho. Pues con la vida desnuda cesa el dominio del derecho sobre el
viviente. La violencia mítica es violencia sangrienta sobre la desnuda vida en
nombre de la violencia, la pura violencia divina es violencia sobre toda vida
en nombre del viviente. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta.
Existen testimonios de esta violencia divina no sólo en la tradición religiosa,
sino también- por lo menos en una manifestación reconocida- en la vida actual.
Tal manifestación es la de aquella violencia que, como violencia educativa en
su forma perfecta, cae fuera del derecho. Por lo tanto, las manifestaciones de
la violencia divina no se definen por el hecho de que Dios mismo las ejercita
directamente en los actos milagrosos, sino por el carácter no sanguinario,
fulminante, purificador de la ejecución. En fin, por la ausencia de toda
creación de derecho. En ese sentido es lícito llamar destructiva a tal
violencia; pero lo es sólo relativamente, en relación con los bienes, con el
derecho, con la vida y similares, y nunca absolutamente en relación con el
espíritu de lo viviente. Una extensión tal de la violencia pura o divina se
halla sin duda destinada a suscitar, justamente hoy, los más violentos ataques,
y se objetará que esa violencia, según su deducción lógica, acuerda a los
hombres, en ciertas condiciones, también la violencia total recíproca. Pero no
es así en modo alguno. Pues a la pregunta: “¿ Puedo matar? “, sigue la respuesta
inmutable del mandamiento: “No matarás. “El mandamiento es anterior a la
acción, como la “mirada” de Dios contemplando el acontecer. Pero el mandamiento
resulta- si no es que el temor a la pena induce a obedecerlo- inaplicable,
inconmensurable respecto a la acción cumplida. Del mandamiento no se deduce
ningún juicio sobre la acción. Y por ello a priori no se puede conocer ni el
juicio divino sobre la acción ni el fundamento o motivo de dicho juicio. Por lo
tanto, no están en lo justo aquellos que fundamentan la condena de toda muerte
violenta de un hombre a manos de otro hombre sobre la base del quinto
mandamiento. El mandamiento no es un criterio del juicio, sino una norma de
acción para la persona o comunidad actuante que deben saldar sus cuentas con el
mandamiento en soledad y asumir en casos extraordinarios la responsabilidad de
prescindir de él. Así lo entendía también el judaísmo, que rechaza expresamente
la condena del homicidio en casos de legítima defensa. Pero esos teóricos
apelan a un axioma ulterior, con el cual piensan quizás poder fundamentar el
mandamiento mismo: es decir, apelan al principio del carácter sacro de la vida,
que refieren a toda vida animal e incluso vegetal o bien limitan a la vida
humana. Su argumentación se desarrolla, en un caso extremo- que toma como
ejemplo el asesinato revolucionario de los opresores-, en los siguientes
términos: “Si no mato, no instauraré nunca el reino de la justicia (…) así
piensa el terrorista espiritual (…) Pero nosotros afirmamos que aún más alto
que la felicidad y la justicia de una existencia se halla la existencia misma
como tal” (6). Si bien esta tesis es ciertamente falsa e incluso innoble, pone
de manifiesto no obstante la obligación de no buscar el motivo del mandamiento
en lo que la acción hace al asesinato sino en la que hace a Dios y al agente
mismo. Falsa y miserable es la tesis de que la existencia sería superior a la
existencia justa, si existencia no quiere decir más que vida desnuda, que es el
sentido en que se la usa en la reflexión citada. Pero contiene una gran verdad
si la existencia (o mejor la vida)- palabras cuyo doble sentido, en forma por
completo análoga a la de la palabra paz, debe resolverse sobre la base de su
relación con dos esferas cada vez distintas- designa el contexto inamovible del
“hombre “. Es decir, si la proposición significa que el no-ser del hombre es
algo más terrible que el (además: sólo)no-ser- aún del hombre justo. La frase
mencionada debe su apariencia de verdad a esta ambigüedad. En efecto, el hombre
no coincide de ningún modo con la desnuda vida del hombre; ni con la desnuda
vida en él ni con ninguno de sus restantes estados o propiedades ni tampoco con
la unicidad de su persona física. Tan sagrado es el hombre (o esa vida que en
él permanece idéntica en la vida terrestre, en la muerte y en la supervivencia)
como poco sagrados son sus estados, como poco lo es su vida física, vulnerable
por los otros. En efecto ¿qué la distingue de la de los animales y plantas? E
incluso si éstos (animales y plantas) fueran sagrados, no podrían serlo por su
vida desnuda, no podrían serlo en ella. Valdría la pena investigar el origen
del dogma de la sacralidad de la vida. Quizás sea de fecha reciente, última
aberración de la debilitada tradición occidental, mediante la cual se
pretendería buscar lo sagrado, que tal tradición ha perdido, en lo
cosmológicamente impenetrable. (La antigüedad de todos los preceptos religiosos
contra el homicidio no significa nada en contrario, porque los preceptos están
fundados en ideas muy distintas de las del axioma moderno.) En fin, da que
pensar el hecho de que lo que aquí es declarado sacro sea, según al antiguo
pensamiento mítico, el portador destinado de la culpa: la vida desnuda. La
crítica de la violencia es la filosofía de su historia. La “filosofía” de esta
historia, en la medida en que sólo la idea de su desenlace abre una perspectiva
crítica separatoria y terminante sobre sus datos temporales. Una mirada vuelta
sólo hacia lo más cercano puede permitir a lo sumo un hamacarse dialéctico
entre las formas de la violencia que fundan y las que conservan el derecho. La
ley de estas oscilaciones se funda en el hecho de que toda violencia
conservadora debilita a la larga indirectamente, mediante la represión de las
fuerzas hostiles, la violencia creadora que se halla representada en ella. (Se
han indicado ya en el curso de la investigación algunos síntomas de este
hecho.) Ello dura hasta el momento en el cual nuevas fuerzas, o aquellas antes
oprimidas, predominan sobre la violencia que hasta entonces había fundado el
derecho y fundan así un nuevo derecho destinado a una nueva decadencia. Sobre
la interrupción de este ciclo que se desarrolla en el ámbito de las formas
míticas del derecho sobre la destitución del derecho junto con las fuerzas en las
cuales se apoya, al igual que ellas en él, es decir, en definitiva del estado,
se basa una nueva época histórica. Si el imperio del mito se encuentra ya
quebrantado aquí y allá en el presente, lo nuevo no está en una perspectiva tan
lejana e inaccesible como para que una palabra contra el derecho deba
condenarse por sí. Pero si la violencia tiene asegurada la realidad también
allende el derecho, como violencia pura e inmediata, resulta demostrado que es
posible también la violencia revolucionaria, que es el nombre a asignar a la
suprema manifestación de pura violencia por parte del hombre. Pero no es
igualmente posible ni igualmente urgente para los hombres establecer si en un
determinado caso se ha cumplido la pura violencia. Pues sólo la violencia mítica,
y no la divina, se deja reconocer con certeza como tal; salvo quizás en efectos
incomparables, porque la fuerza purificadora de la violencia no es evidente a
los hombres. De nuevo están a disposición de la pura violencia divina todas las
formas eternas que el mito ha bastardeado con el derecho. Tal violencia puede
aparecer en la verdadera guerra así como en el juicio divino de la multitud
sobre el delincuente. Pero es reprobable toda violencia mítica, que funda el
derecho y que se puede llamar dominante. Y reprobable es también la violencia
que conserva el derecho, la violencia administrada, que la sirve. La violencia
divina, que es enseña y sello, nunca instrumento de sacra ejecución, es la
violencia que gobierna.
Notas:
1. En todo caso se podría dudar respecto a si esta célebre fórmula no contiene demasiado poco, es decir si es lícito servirse, o dejar que otro se sirva, en cualquier sentido, de sí o de otro también, como un medio. Se podrían aducir óptimas razones en favor de esta duda.
2. Unger, Politik und Metaphysik, Berlin 1921, p.8.
3. Sin embargo, cfr. Unger, pág 18. y sigs.
4. Sorel, Reflexions sur la violence. Va. edición, Paris, 1919, pág.250.
5. Hermann Cohen, Ethik des reinen Willens, 2a. ed., Berlin 1907, pág.362.
6. Kurt Hiller en un almanaque del “Ziel”.
PUNTO Y APARTE
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